1. Los dientes
Eric todavía vive en el pueblo donde creció. Dice que quiere quedarse cerca
de sus raíces. Eso es bueno. Podés repetir eso de nuevo. Raíces.
Algunas personas son ricas porque son famosas. Algunas personas son
famosas sólo porque son ricas. Eric Donnelly pertenece a los del segundo grupo,
pero yo lo conocí antes de que fuera parte de cualquiera de los dos, cuando íbamos
juntos a la escuela primaria Victoria Road. En realidad, ya no conozco más a Eric,
pero puedo leer acerca de él en los diarios en todo momento, al igual que vos. Él
apareció en uno de los suplementos a colores el domingo pasado, con una foto de
su casa que ocupaba toda una doble página. Se necesita una doble página para
abarcar a Eric hoy en día. Lo estaban entrevistando sobre las cosas que él
considera realmente importantes en la vida, que incluyen, en el siguiente orden, la
paz mundial, la conservación de recursos naturales, los viajes al extranjero (para
fomentar la paz mundial, por supuesto, no para divertirse), sus samoyedos (un tipo
de lobo muy lanudo) y su esposa. No mencionó el dinero, pero cualquiera que haya
conocido a Eric alguna vez – por tres años como lo hice yo, o aun por cinco minutos
– sabe que el dinero ocupa el primer lugar en su lista, mucho más arriba que la paz
mundial. En la foto, él estaba parado junto a su esposa y los tres samoyedos delante
de la casa, tratando de parecer una persona común. Para probar cuán común es,
explicaba lo muy pobre que solía ser y cómo logró progresar a fuerza de uñas y
utilizando sólo su propia iniciativa. Bueno, hasta aquí eso es cierto: su propia
iniciativa y sus propias uñas - y los dientes de otras personas. No mencionó los
dientes.
—Bueno—dice Eric con modestia en el suplemento del domingo—la forma en
que empecé da risa. Bañeras de hierro fundido—. Hasta ahora, eso también es
verdad. Cuando él tenía quince años consiguió un trabajo en una de esas
2. compañías que se especializan en el desmantelamiento de casas. Un día
desmantelaron un depósito que por casualidad tenía doscientas cincuenta bañeras
de hierro de estilo victoriano con patas en forma de garras. Se le ocurrió que había
muchas personas lo suficientemente tontas como para realmente querer tener una
bañera de hierro de estilo victoriano con patas en forma de garras; es decir,
personas que no tuvieron que crecer con ellas, de manera que se compró el lote a
un precio regalado, las arregló y las vendió. Esa parte es muy conocida, pero en el
suplemento del domingo decidió blanquearse. Se blanqueó sobre la forma en que
había ahorrado el dinero suficiente como para comprar las bañeras; al principio
había coleccionado chatarra, ropa de descarte, muebles viejos y botellas
retornables.
—Un tipo de ciruja—dice Eric, con la confianza de un magnate que puede darse el
lujo de admitir que solía ser un ciruja porque ya no lo es. Aún siguió sin mencionar
los dientes.
Conocí a Eric Donnelly por primera vez en el Odeón una mañana de sábado
durante la función para niños. Lo había visto en la escuela antes – él iba un año más
adelantado – pero aquí estaba sentado al lado mío. Yo estaba tratando de sacarme
uno de mis dientes incisivos que estaba flojo hacía muchísimo tiempo y ahora
colgaba de un hilo. Podía abrirlo y cerrarlo como a una puerta, pero seguía agarrado
y me aterrorizaba el hecho de que no volviera a su lugar y quedara derecho de
nuevo. A mitad del millonésimo episodio de “Los jinetes del trueno” finalmente se
despegó y salió disparado. Apenas pude atraparlo y después de echarle un vistazo
rápido, me lo metí en el bolsillo. Eric se inclinó y me dijo al oído—Entonces ¿Qué
vas a hacer con eso?
—Ponerlo debajo de mi almohada. Mi mamá me dará seis peniques.
3. —Ah, el Ratón Pérez—dijo Eric—. No me había gustado mucho que
mencionara al Ratón Pérez. Yo sólo tenía ocho años pero ya sabía lo que le pasaba
a los chicos que andaban por ahí hablando sobre fantasías.
—Dámelo. Te pagaré seis peniques.
—¿Los coleccionás?
—Algo por el estilo. Vamos, seis peniques ¿Qué te parece?
—Pero mi mamá sabe que está flojo.
—Siete peniques entonces.
—Ella va a querer saber dónde fue a parar.
—Decile que te lo tragaste. No le importará.
Él tenía razón, y a mí tampoco me importó, aunque sí me importó mucho el
penique de más. Podrías no creer esto, pero un penique - un penique de antes -
valía algo en ese entonces, es decir, te dabas cuenta de la diferencia entre tenerlo y
no tenerlo. He visto a mis propios hijos perder una libra y no pensar en ello tanto
como yo pensé en ese penique extra. Eric ya estaba ofreciéndomelo con la palma de
su mano en la oscuridad vacilante - un penique y dos monedas de tres peniques.
Las agarré y le di el diente de prisa - no me quería perder nada más del capítulo de
los “Jinetes del trueno".
—Se te salió el diente entonces—dijo mi mamá cuando llegué a casa y vio el
hueco.
—Me lo tragué—le dije, haciéndome el triste.
—No importa—agregó y me di cuenta de que se sintió aliviada de que el
Ratón Pérez no tuviera que desembolsar otros seis peniques. Había perdido dos
dientes la semana anterior. Se me empezaron a caer tarde, pero una vez que
empezaron a caerse no hubo forma de detenerlos y Ted, mi hermano mayor, todavía
estaba tratando de deshacerse de la muela suelta que le quedaba. Mamá me dio un
4. penique a manera de premio consuelo, así que yo tenía dos peniques de más por
ese diente. No le conté a mi mamá sobre la venta del diente a Eric Donnelly por
siete peniques. Ella hubiera pensado que era un poco extraño. Yo mismo pensaba
que era un poco extraño.
Ese fin de semana teníamos receso escolar porque estábamos a mediados del
trimestre, así que no vi a Eric hasta que volvimos a la escuela el miércoles. Sí,
miércoles. Los recesos eran cortos en ese entonces, como todo lo demás:
pantalones, plata... Él estaba en la parte trasera del mingitorio con Brian Ferris.
—Escuchame—le estaba diciendo Eric—tres peniques, entonces.
—No—contestó Brian—Quiero guardarlo.
—Pero dijiste que tu mamá no cree en el Ratón Perez—insistió—¡Perdiste
dientes durante dos años por nada! Si me lo das vas a tener tres peniques - cuatro
peniques.
—Lo quiero. Quiero guardarlo en una caja y verlo podrirse.
—Cinco peniques.
—Es mío. Lo quiero—. Brian se alejó y Eric se retiró derrotado, pero a la hora
del almuerzo lo pesqué haciendo lo mismo de nuevo con Mary Arnold, cerca de las
rejas.
—¿Cuánto te dio el Ratón Pérez? —preguntó Eric.
—Un chelín—contestó Mary dándose aires.
—No hay trato entonces—afirmó él encogiéndose de hombros.
—Pero te lo doy por seis peniques—ella sonrió haciéndose la linda. Esa
Mary, siempre fue blanda.
Después de eso, empecé a vigilar a Eric, a él y a su colección. Lo extraño no
era lo que coleccionaba (Tony Mulholland coleccionaba tapas de botellas), lo que sí
era extraño era el hecho de que él estuviera dispuesto a pagar. Me di cuenta de
5. varias cosas. Primero, el tamaño del diente no tenía nada que ver con la suma que
Eric podía llegar a pagar. Una muela grandota podría comprarse por un penique,
mientras que un incisivo inferior gastado hasta la raíz podría cambiar de dueño por
seis o siete peniques. Además, él nunca pagaba más de once peniques. Ese era el
tope. Nunca nadie consiguió sacarle un chelín a Eric Donnelly, ni aunque fuera una
cosa grandota con raíces. El dentista le sacó un diente Charlie McEvoy y él lo trajo a
la escuela para vendérselo a Eric, pero este solo le pagó siete peniques.
—¡Psssst! Charlie—le dije en el recreo. ¿Qué hace Eric con los dientes?
—¡Ni idea! Y eso que ya le vendí tres míos.
—¿El Ratón Pérez pasa por tu casa?—yo estaba empezando a
sospechar que había gato encerrado.
—Sí—contestó Charlie. ¿Y si lo cagamos a palos a Ferris?
Charlie era un muchacho fuerte, este McEvoy. Había empezado a
meterse en problemas a temprana edad. Ahora está cumpliendo una condena por
daños corporales graves, y los Mulholland lo están esperando para cuando quede
libre.
—No, esperá. ¿Cuánto te dejó el Ratón Pérez?
—Seis peniques.
Me sorprendió bastante. Nunca me hubiera imaginado que McEvoy tendría un
instrumento contundente bajo la almohada, le diera un golpazo al Ratón Pérez y le
robara la recaudación de la noche. Incluso a los ocho años Charlie ya era un chico
grandote. Yo no era tan grande, pero Eric era más chico que yo, aunque tenía un
año más. Ese día lo seguí hasta su casa.
No era fácil seguirlo a su casa. Los Donnelly tendían a casarse jóvenes, de
manera que Eric no solo tenía todo un grupo de abuelos, sino también dos
bisabuelas, y las suficientes tías como para alterar el promedio nacional. Como
6. parecía que su mamá tenía un bebé cada seis meses, Eric siempre se iba a quedar
con alguno de sus parientes. Esa noche, él se dirigía a la casa de una de sus
bisabuelas, por la calle Jubilee Crescent. Lo agarré al lado del teléfono público y lo
puse entre la espada y la pared.
—Escuchame, Donnelly ¿Qué hacés con todos esos dientes?
Para ser sinceros, hay que reconocer que él tenía valor, no se le movió un
pelo. Muchos chicos se hubieran asustado, pero Eric no. Solo dijo:”¿Me querés dar
uno?”
—Bueno, no—le dije—pero podría tener uno para el sábado.
—¿Siete peniques?—preguntó, supongo, al recordar la transacción
anterior. Era bueno para los números.
—Tal vez, pero quiero saber qué hacés con los dientes.
—¿Y qué pasa si no te lo digo?
—Te voy a bajar todos los tuyos.—le dije
Por lo tanto, me contó. Tal como yo lo suponía, todo tenía que ver con las
abuelas y las tías. Ellas sentían pena por el pobre y pequeño Eric, con su papá
desempleado, tantos hermanos y hermanas y sin tener plata para sus pequeños
gastos. Si a él se le caía un diente mientras estaba alojado en la casa de alguna de
ellas, lo ponía debajo de la almohada y el Ratón Pérez le dejaba algo. Cómo había
dos bisabuelas, dos abuelas y siete tías, resultaba difícil para cualquiera llevar la
cuenta de la cantidad de dientes que Eric había perdido, y no le había llevado mucho
tiempo darse cuenta que si no exageraba demasiado, podría mantener a sus once
Ratones Pérez en el negocio por varios años. Los niños que no tenían un Ratón
Pérez estaban contentos de venderle un colmillo por un penique. Si él debía pagar
más de seis peniques, el diente iba a parar a la casa de la bisabuela Ennis, que
tenía más plata que todas las otras juntas.
7. Para cuando tenía once años, calculé que a Eric Donnelly se le habían caído
cien dientes, lo que es, más o menos, el doble de lo que la mayoría de nosotros
perdería en toda una vida. Con el dinero que ahorró se compró una carretilla vieja y
recorrió las calles tratando de hacer negocios con chatarra, botellas retornables y
otras cosas. Esto fue lo que le hizo ganar lo suficiente como para comprar las
doscientas cincuenta bañeras de estilo victoriano con patas en forma de garras, que
es el principio de la parte pública de la historia del éxito de Eric, justo dónde
empezamos. Supongo que hay un poco de justicia en el hecho de que a los treinta y
ocho años, a Eric no le queda un solo diente suyo.
No, yo no soy el dentista de Eric. Soy el que recoge su basura, y algunas
veces vislumbro las viejas agarraderas de los almohadones mientras vacío el tacho
de basura. De vez en cuando, me encuentro a Eric justo cuando sale para alguna
reunión de negocios. Él me dirige una sonrisa nerviosa que deja ver su dentadura
postiza brillante y yo lo saludo alegremente con la mano como deben hacer todos los
recogedores de basura honestos.
—Buenos días, Donnelly—le grito con alegría ¿Compraste algún buen
diente últimamente?
Él odia que le diga eso.
8. Instituto Superior de Profesorado Nº 8
Traductorado Literario y
Técnico-Científico
Short Story: “Teeth” (Los dientes)
Author : Jan Mark ( 1996: pp. 181 to 186)
“Woman’s 50th Anniversary-Short Story Collection”
Penguin Books Ltd. - Middlesex, England.
Translator : Sandra Guadalupe Ojeda
Teacher : Liliana M. Silber.
Academic Year: 2001
From p. 184 to 186