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Los    dientes

           Eric todavía vive en el pueblo donde creció. Dice que quiere quedarse cerca

de sus raíces. Eso es bueno. Podés repetir eso de nuevo. Raíces.

             Algunas personas son ricas porque son famosas. Algunas personas son

famosas sólo porque son ricas. Eric Donnelly pertenece a los del segundo grupo,

pero yo lo conocí antes de que fuera parte de cualquiera de los dos, cuando íbamos

juntos a la escuela primaria Victoria Road. En realidad, ya no conozco más a Eric,

pero puedo leer acerca de él en los diarios en todo momento, al igual que vos. Él

apareció en uno de los suplementos a colores el domingo pasado, con una foto de

su casa que ocupaba toda una doble página. Se necesita una doble página para

abarcar a Eric hoy en día. Lo estaban entrevistando sobre las cosas que él

considera realmente importantes en la vida, que incluyen, en el siguiente orden, la

paz mundial, la conservación de recursos naturales, los viajes al extranjero (para

fomentar la paz mundial, por supuesto, no para divertirse), sus samoyedos (un tipo

de lobo muy lanudo) y su esposa. No mencionó el dinero, pero cualquiera que haya

conocido a Eric alguna vez – por tres años como lo hice yo, o aun por cinco minutos

– sabe que el dinero ocupa el primer lugar en su lista, mucho más arriba que la paz

mundial. En la foto, él estaba parado junto a su esposa y los tres samoyedos delante

de la casa, tratando de parecer una persona común. Para probar cuán común es,

explicaba lo muy pobre que solía ser y cómo logró progresar a fuerza de uñas y

utilizando sólo su propia iniciativa. Bueno, hasta aquí eso es cierto: su propia

iniciativa y sus propias uñas - y los dientes de otras personas. No mencionó los

dientes.

     —Bueno—dice Eric con modestia en el suplemento del domingo—la forma en

que empecé da risa. Bañeras de hierro fundido—. Hasta ahora, eso también es

verdad. Cuando él tenía quince años consiguió un trabajo en una de esas
compañías que se especializan en el desmantelamiento de casas. Un día

desmantelaron un depósito que por casualidad tenía doscientas cincuenta bañeras

de hierro de estilo victoriano con patas en forma de garras. Se le ocurrió que había

muchas personas lo suficientemente tontas como para realmente querer tener una

bañera de hierro de estilo victoriano con patas en forma de garras; es decir,

personas que no tuvieron que crecer con ellas, de manera que se compró el lote a

un precio regalado, las arregló y las vendió. Esa parte es muy conocida, pero en el

suplemento del domingo decidió blanquearse. Se blanqueó sobre la forma en que

había ahorrado el dinero suficiente como para comprar las bañeras; al principio

había coleccionado chatarra, ropa de descarte,          muebles viejos y botellas

retornables.

—Un tipo de ciruja—dice Eric, con la confianza de un magnate que puede darse el

lujo de admitir que solía ser un ciruja porque ya no lo es. Aún siguió sin mencionar

los dientes.

      Conocí a Eric Donnelly por primera vez en el Odeón una mañana de sábado

durante la función para niños. Lo había visto en la escuela antes – él iba un año más

adelantado – pero aquí estaba sentado al lado mío. Yo estaba tratando de sacarme

uno de mis dientes incisivos que estaba flojo hacía muchísimo tiempo y ahora

colgaba de un hilo. Podía abrirlo y cerrarlo como a una puerta, pero seguía agarrado

y me aterrorizaba el hecho de que no volviera a su lugar y quedara derecho de

nuevo. A mitad del millonésimo episodio de “Los jinetes del trueno” finalmente se

despegó y salió disparado. Apenas pude atraparlo y después de echarle un vistazo

rápido, me lo metí en el bolsillo. Eric se inclinó y me dijo al oído—Entonces ¿Qué

vas a hacer con eso?

     —Ponerlo debajo de mi almohada. Mi mamá me dará seis peniques.
—Ah, el Ratón Pérez—dijo Eric—. No me había gustado mucho que

mencionara al Ratón Pérez. Yo sólo tenía ocho años pero ya sabía lo que le pasaba

a los chicos que andaban por ahí hablando sobre fantasías.

     —Dámelo. Te pagaré seis peniques.

     —¿Los coleccionás?

     —Algo por el estilo. Vamos, seis peniques ¿Qué te parece?

     —Pero mi mamá sabe que está flojo.

     —Siete peniques entonces.

     —Ella va a querer saber dónde fue a parar.

     —Decile que te lo tragaste. No le importará.

       Él tenía razón, y a mí tampoco me importó, aunque sí me importó mucho el

penique de más. Podrías no creer esto, pero un penique - un penique de antes -

valía algo en ese entonces, es decir, te dabas cuenta de la diferencia entre tenerlo y

no tenerlo. He visto a mis propios hijos perder una libra y no pensar en ello tanto

como yo pensé en ese penique extra. Eric ya estaba ofreciéndomelo con la palma de

su mano en la oscuridad vacilante - un penique y dos monedas de tres peniques.

Las agarré y le di el diente de prisa - no me quería perder nada más del capítulo de

los “Jinetes del trueno".

         —Se te salió el diente entonces—dijo mi mamá cuando llegué a casa y vio el

hueco.

         —Me lo tragué—le dije, haciéndome el triste.

          —No importa—agregó y me di cuenta de que se sintió aliviada de que el

Ratón Pérez no tuviera que desembolsar otros seis peniques. Había perdido dos

dientes la semana anterior. Se me empezaron a caer tarde, pero una vez que

empezaron a caerse no hubo forma de detenerlos y Ted, mi hermano mayor, todavía

estaba tratando de deshacerse de la muela suelta que le quedaba. Mamá me dio un
penique a manera de premio consuelo, así que yo tenía dos peniques de más por

ese diente. No le conté a mi mamá sobre la venta del diente a Eric Donnelly por

siete peniques. Ella hubiera pensado que era un poco extraño. Yo mismo pensaba

que era un poco extraño.

Ese fin de semana teníamos receso escolar porque estábamos a mediados del

trimestre, así que no vi a Eric hasta que volvimos a la escuela el miércoles. Sí,

miércoles. Los recesos eran cortos en ese entonces, como todo lo demás:

pantalones, plata... Él estaba en la parte trasera del mingitorio con Brian Ferris.

         —Escuchame—le estaba diciendo Eric—tres peniques, entonces.

         —No—contestó Brian—Quiero guardarlo.

          —Pero dijiste que tu mamá no cree en el Ratón Perez—insistió—¡Perdiste

dientes durante dos años por nada! Si me lo das vas a tener tres peniques - cuatro

peniques.

         —Lo quiero. Quiero guardarlo en una caja y verlo podrirse.

         —Cinco peniques.

         —Es mío. Lo quiero—. Brian se alejó y Eric se retiró derrotado, pero a la hora

del almuerzo lo pesqué haciendo lo mismo de nuevo con Mary Arnold, cerca de las

rejas.

         —¿Cuánto te dio el Ratón Pérez? —preguntó Eric.

         —Un chelín—contestó Mary dándose aires.

         —No hay trato entonces—afirmó él encogiéndose de hombros.

            —Pero te lo doy por seis peniques—ella sonrió haciéndose la linda. Esa

Mary, siempre fue blanda.

          Después de eso, empecé a vigilar a Eric, a él y a su colección. Lo extraño no

era lo que coleccionaba (Tony Mulholland coleccionaba tapas de botellas), lo que sí

era extraño era el hecho de que él estuviera dispuesto a pagar. Me di cuenta de
varias cosas. Primero, el tamaño del diente no tenía nada que ver con la suma que

Eric podía llegar a pagar. Una muela grandota podría comprarse por un penique,

mientras que un incisivo inferior gastado hasta la raíz podría cambiar de dueño por

seis o siete peniques. Además, él nunca pagaba más de once peniques. Ese era el

tope. Nunca nadie consiguió sacarle un chelín a Eric Donnelly, ni aunque fuera una

cosa grandota con raíces. El dentista le sacó un diente Charlie McEvoy y él lo trajo a

la escuela para vendérselo a Eric, pero este solo le pagó siete peniques.

              —¡Psssst! Charlie—le dije en el recreo. ¿Qué hace Eric con los dientes?

              —¡Ni idea! Y eso que ya le vendí tres míos.

                    —¿El Ratón Pérez pasa por tu casa?—yo estaba empezando a

sospechar que había gato encerrado.

               —Sí—contestó Charlie. ¿Y si lo cagamos a palos a Ferris?

                   Charlie era un muchacho fuerte, este McEvoy. Había empezado a

meterse en problemas a temprana edad. Ahora está cumpliendo una condena por

daños corporales graves, y los Mulholland lo están esperando para cuando quede

libre.

               —No, esperá. ¿Cuánto te dejó el Ratón Pérez?

               —Seis peniques.

         Me sorprendió bastante. Nunca me hubiera imaginado que McEvoy tendría un

instrumento contundente bajo la almohada, le diera un golpazo al Ratón Pérez y le

robara la recaudación de la noche. Incluso a los ocho años Charlie ya era un chico

grandote. Yo no era tan grande, pero Eric era más chico que yo, aunque tenía un

año más. Ese día lo seguí hasta su casa.

          No era fácil seguirlo a su casa. Los Donnelly tendían a casarse jóvenes, de

manera que Eric no solo tenía todo un grupo de abuelos, sino también dos

bisabuelas, y las suficientes tías como para alterar el promedio nacional. Como
parecía que su mamá tenía un bebé cada seis meses, Eric siempre se iba a quedar

con alguno de sus parientes. Esa noche, él se dirigía a la casa de una de sus

bisabuelas, por la calle Jubilee Crescent. Lo agarré al lado del teléfono público y lo

puse entre la espada y la pared.

         —Escuchame, Donnelly ¿Qué hacés con todos esos dientes?

         Para ser sinceros, hay que reconocer que él tenía valor, no se le movió un

pelo. Muchos chicos se hubieran asustado, pero Eric no. Solo dijo:”¿Me querés dar

uno?”

         —Bueno, no—le dije—pero podría tener uno para el sábado.

               —¿Siete peniques?—preguntó, supongo, al recordar la transacción

anterior. Era bueno para los números.

          —Tal vez, pero quiero saber qué hacés con los dientes.

          —¿Y qué pasa si no te lo digo?

          —Te voy a bajar todos los tuyos.—le dije

        Por lo tanto, me contó. Tal como yo lo suponía, todo tenía que ver con las

abuelas y las tías. Ellas sentían pena por el pobre y pequeño Eric, con su papá

desempleado, tantos hermanos y hermanas y sin tener plata para sus pequeños

gastos. Si a él se le caía un diente mientras estaba alojado en la casa de alguna de

ellas, lo ponía debajo de la almohada y el Ratón Pérez le dejaba algo. Cómo había

dos bisabuelas, dos abuelas y siete tías, resultaba difícil para cualquiera llevar la

cuenta de la cantidad de dientes que Eric había perdido, y no le había llevado mucho

tiempo darse cuenta que si no exageraba demasiado, podría mantener a sus once

Ratones Pérez en el negocio por varios años. Los niños que no tenían un Ratón

Pérez estaban contentos de venderle un colmillo por un penique. Si él debía pagar

más de seis peniques, el diente iba a parar a la casa de la bisabuela Ennis, que

tenía más plata que todas las otras juntas.
Para cuando tenía once años, calculé que a Eric Donnelly se le habían caído

cien dientes, lo que es, más o menos, el doble de lo que la mayoría de nosotros

perdería en toda una vida. Con el dinero que ahorró se compró una carretilla vieja y

recorrió las calles tratando de hacer negocios con chatarra, botellas retornables y

otras cosas. Esto fue lo que le hizo ganar lo suficiente como para comprar las

doscientas cincuenta bañeras de estilo victoriano con patas en forma de garras, que

es el principio de la parte pública de la historia del éxito de Eric, justo dónde

empezamos. Supongo que hay un poco de justicia en el hecho de que a los treinta y

ocho años, a Eric no le queda un solo diente suyo.

        No, yo no soy el dentista de Eric. Soy el que recoge su basura, y algunas

veces vislumbro las viejas agarraderas de los almohadones mientras vacío el tacho

de basura. De vez en cuando, me encuentro a Eric justo cuando sale para alguna

reunión de negocios. Él me dirige una sonrisa nerviosa que deja ver su dentadura

postiza brillante y yo lo saludo alegremente con la mano como deben hacer todos los

recogedores de basura honestos.

            —Buenos días, Donnelly—le grito con alegría ¿Compraste algún buen

diente últimamente?

Él odia que le diga eso.
Instituto Superior de Profesorado Nº 8

        Traductorado Literario y

             Técnico-Científico


Short Story: “Teeth” (Los dientes)

Author : Jan Mark ( 1996: pp. 181 to 186)

      “Woman’s 50th Anniversary-Short Story Collection”

       Penguin Books Ltd. - Middlesex, England.

Translator : Sandra Guadalupe Ojeda

Teacher : Liliana M. Silber.



               Academic Year: 2001


                                            From p. 184 to 186

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Los dientes

  • 1. Los dientes Eric todavía vive en el pueblo donde creció. Dice que quiere quedarse cerca de sus raíces. Eso es bueno. Podés repetir eso de nuevo. Raíces. Algunas personas son ricas porque son famosas. Algunas personas son famosas sólo porque son ricas. Eric Donnelly pertenece a los del segundo grupo, pero yo lo conocí antes de que fuera parte de cualquiera de los dos, cuando íbamos juntos a la escuela primaria Victoria Road. En realidad, ya no conozco más a Eric, pero puedo leer acerca de él en los diarios en todo momento, al igual que vos. Él apareció en uno de los suplementos a colores el domingo pasado, con una foto de su casa que ocupaba toda una doble página. Se necesita una doble página para abarcar a Eric hoy en día. Lo estaban entrevistando sobre las cosas que él considera realmente importantes en la vida, que incluyen, en el siguiente orden, la paz mundial, la conservación de recursos naturales, los viajes al extranjero (para fomentar la paz mundial, por supuesto, no para divertirse), sus samoyedos (un tipo de lobo muy lanudo) y su esposa. No mencionó el dinero, pero cualquiera que haya conocido a Eric alguna vez – por tres años como lo hice yo, o aun por cinco minutos – sabe que el dinero ocupa el primer lugar en su lista, mucho más arriba que la paz mundial. En la foto, él estaba parado junto a su esposa y los tres samoyedos delante de la casa, tratando de parecer una persona común. Para probar cuán común es, explicaba lo muy pobre que solía ser y cómo logró progresar a fuerza de uñas y utilizando sólo su propia iniciativa. Bueno, hasta aquí eso es cierto: su propia iniciativa y sus propias uñas - y los dientes de otras personas. No mencionó los dientes. —Bueno—dice Eric con modestia en el suplemento del domingo—la forma en que empecé da risa. Bañeras de hierro fundido—. Hasta ahora, eso también es verdad. Cuando él tenía quince años consiguió un trabajo en una de esas
  • 2. compañías que se especializan en el desmantelamiento de casas. Un día desmantelaron un depósito que por casualidad tenía doscientas cincuenta bañeras de hierro de estilo victoriano con patas en forma de garras. Se le ocurrió que había muchas personas lo suficientemente tontas como para realmente querer tener una bañera de hierro de estilo victoriano con patas en forma de garras; es decir, personas que no tuvieron que crecer con ellas, de manera que se compró el lote a un precio regalado, las arregló y las vendió. Esa parte es muy conocida, pero en el suplemento del domingo decidió blanquearse. Se blanqueó sobre la forma en que había ahorrado el dinero suficiente como para comprar las bañeras; al principio había coleccionado chatarra, ropa de descarte, muebles viejos y botellas retornables. —Un tipo de ciruja—dice Eric, con la confianza de un magnate que puede darse el lujo de admitir que solía ser un ciruja porque ya no lo es. Aún siguió sin mencionar los dientes. Conocí a Eric Donnelly por primera vez en el Odeón una mañana de sábado durante la función para niños. Lo había visto en la escuela antes – él iba un año más adelantado – pero aquí estaba sentado al lado mío. Yo estaba tratando de sacarme uno de mis dientes incisivos que estaba flojo hacía muchísimo tiempo y ahora colgaba de un hilo. Podía abrirlo y cerrarlo como a una puerta, pero seguía agarrado y me aterrorizaba el hecho de que no volviera a su lugar y quedara derecho de nuevo. A mitad del millonésimo episodio de “Los jinetes del trueno” finalmente se despegó y salió disparado. Apenas pude atraparlo y después de echarle un vistazo rápido, me lo metí en el bolsillo. Eric se inclinó y me dijo al oído—Entonces ¿Qué vas a hacer con eso? —Ponerlo debajo de mi almohada. Mi mamá me dará seis peniques.
  • 3. —Ah, el Ratón Pérez—dijo Eric—. No me había gustado mucho que mencionara al Ratón Pérez. Yo sólo tenía ocho años pero ya sabía lo que le pasaba a los chicos que andaban por ahí hablando sobre fantasías. —Dámelo. Te pagaré seis peniques. —¿Los coleccionás? —Algo por el estilo. Vamos, seis peniques ¿Qué te parece? —Pero mi mamá sabe que está flojo. —Siete peniques entonces. —Ella va a querer saber dónde fue a parar. —Decile que te lo tragaste. No le importará. Él tenía razón, y a mí tampoco me importó, aunque sí me importó mucho el penique de más. Podrías no creer esto, pero un penique - un penique de antes - valía algo en ese entonces, es decir, te dabas cuenta de la diferencia entre tenerlo y no tenerlo. He visto a mis propios hijos perder una libra y no pensar en ello tanto como yo pensé en ese penique extra. Eric ya estaba ofreciéndomelo con la palma de su mano en la oscuridad vacilante - un penique y dos monedas de tres peniques. Las agarré y le di el diente de prisa - no me quería perder nada más del capítulo de los “Jinetes del trueno". —Se te salió el diente entonces—dijo mi mamá cuando llegué a casa y vio el hueco. —Me lo tragué—le dije, haciéndome el triste. —No importa—agregó y me di cuenta de que se sintió aliviada de que el Ratón Pérez no tuviera que desembolsar otros seis peniques. Había perdido dos dientes la semana anterior. Se me empezaron a caer tarde, pero una vez que empezaron a caerse no hubo forma de detenerlos y Ted, mi hermano mayor, todavía estaba tratando de deshacerse de la muela suelta que le quedaba. Mamá me dio un
  • 4. penique a manera de premio consuelo, así que yo tenía dos peniques de más por ese diente. No le conté a mi mamá sobre la venta del diente a Eric Donnelly por siete peniques. Ella hubiera pensado que era un poco extraño. Yo mismo pensaba que era un poco extraño. Ese fin de semana teníamos receso escolar porque estábamos a mediados del trimestre, así que no vi a Eric hasta que volvimos a la escuela el miércoles. Sí, miércoles. Los recesos eran cortos en ese entonces, como todo lo demás: pantalones, plata... Él estaba en la parte trasera del mingitorio con Brian Ferris. —Escuchame—le estaba diciendo Eric—tres peniques, entonces. —No—contestó Brian—Quiero guardarlo. —Pero dijiste que tu mamá no cree en el Ratón Perez—insistió—¡Perdiste dientes durante dos años por nada! Si me lo das vas a tener tres peniques - cuatro peniques. —Lo quiero. Quiero guardarlo en una caja y verlo podrirse. —Cinco peniques. —Es mío. Lo quiero—. Brian se alejó y Eric se retiró derrotado, pero a la hora del almuerzo lo pesqué haciendo lo mismo de nuevo con Mary Arnold, cerca de las rejas. —¿Cuánto te dio el Ratón Pérez? —preguntó Eric. —Un chelín—contestó Mary dándose aires. —No hay trato entonces—afirmó él encogiéndose de hombros. —Pero te lo doy por seis peniques—ella sonrió haciéndose la linda. Esa Mary, siempre fue blanda. Después de eso, empecé a vigilar a Eric, a él y a su colección. Lo extraño no era lo que coleccionaba (Tony Mulholland coleccionaba tapas de botellas), lo que sí era extraño era el hecho de que él estuviera dispuesto a pagar. Me di cuenta de
  • 5. varias cosas. Primero, el tamaño del diente no tenía nada que ver con la suma que Eric podía llegar a pagar. Una muela grandota podría comprarse por un penique, mientras que un incisivo inferior gastado hasta la raíz podría cambiar de dueño por seis o siete peniques. Además, él nunca pagaba más de once peniques. Ese era el tope. Nunca nadie consiguió sacarle un chelín a Eric Donnelly, ni aunque fuera una cosa grandota con raíces. El dentista le sacó un diente Charlie McEvoy y él lo trajo a la escuela para vendérselo a Eric, pero este solo le pagó siete peniques. —¡Psssst! Charlie—le dije en el recreo. ¿Qué hace Eric con los dientes? —¡Ni idea! Y eso que ya le vendí tres míos. —¿El Ratón Pérez pasa por tu casa?—yo estaba empezando a sospechar que había gato encerrado. —Sí—contestó Charlie. ¿Y si lo cagamos a palos a Ferris? Charlie era un muchacho fuerte, este McEvoy. Había empezado a meterse en problemas a temprana edad. Ahora está cumpliendo una condena por daños corporales graves, y los Mulholland lo están esperando para cuando quede libre. —No, esperá. ¿Cuánto te dejó el Ratón Pérez? —Seis peniques. Me sorprendió bastante. Nunca me hubiera imaginado que McEvoy tendría un instrumento contundente bajo la almohada, le diera un golpazo al Ratón Pérez y le robara la recaudación de la noche. Incluso a los ocho años Charlie ya era un chico grandote. Yo no era tan grande, pero Eric era más chico que yo, aunque tenía un año más. Ese día lo seguí hasta su casa. No era fácil seguirlo a su casa. Los Donnelly tendían a casarse jóvenes, de manera que Eric no solo tenía todo un grupo de abuelos, sino también dos bisabuelas, y las suficientes tías como para alterar el promedio nacional. Como
  • 6. parecía que su mamá tenía un bebé cada seis meses, Eric siempre se iba a quedar con alguno de sus parientes. Esa noche, él se dirigía a la casa de una de sus bisabuelas, por la calle Jubilee Crescent. Lo agarré al lado del teléfono público y lo puse entre la espada y la pared. —Escuchame, Donnelly ¿Qué hacés con todos esos dientes? Para ser sinceros, hay que reconocer que él tenía valor, no se le movió un pelo. Muchos chicos se hubieran asustado, pero Eric no. Solo dijo:”¿Me querés dar uno?” —Bueno, no—le dije—pero podría tener uno para el sábado. —¿Siete peniques?—preguntó, supongo, al recordar la transacción anterior. Era bueno para los números. —Tal vez, pero quiero saber qué hacés con los dientes. —¿Y qué pasa si no te lo digo? —Te voy a bajar todos los tuyos.—le dije Por lo tanto, me contó. Tal como yo lo suponía, todo tenía que ver con las abuelas y las tías. Ellas sentían pena por el pobre y pequeño Eric, con su papá desempleado, tantos hermanos y hermanas y sin tener plata para sus pequeños gastos. Si a él se le caía un diente mientras estaba alojado en la casa de alguna de ellas, lo ponía debajo de la almohada y el Ratón Pérez le dejaba algo. Cómo había dos bisabuelas, dos abuelas y siete tías, resultaba difícil para cualquiera llevar la cuenta de la cantidad de dientes que Eric había perdido, y no le había llevado mucho tiempo darse cuenta que si no exageraba demasiado, podría mantener a sus once Ratones Pérez en el negocio por varios años. Los niños que no tenían un Ratón Pérez estaban contentos de venderle un colmillo por un penique. Si él debía pagar más de seis peniques, el diente iba a parar a la casa de la bisabuela Ennis, que tenía más plata que todas las otras juntas.
  • 7. Para cuando tenía once años, calculé que a Eric Donnelly se le habían caído cien dientes, lo que es, más o menos, el doble de lo que la mayoría de nosotros perdería en toda una vida. Con el dinero que ahorró se compró una carretilla vieja y recorrió las calles tratando de hacer negocios con chatarra, botellas retornables y otras cosas. Esto fue lo que le hizo ganar lo suficiente como para comprar las doscientas cincuenta bañeras de estilo victoriano con patas en forma de garras, que es el principio de la parte pública de la historia del éxito de Eric, justo dónde empezamos. Supongo que hay un poco de justicia en el hecho de que a los treinta y ocho años, a Eric no le queda un solo diente suyo. No, yo no soy el dentista de Eric. Soy el que recoge su basura, y algunas veces vislumbro las viejas agarraderas de los almohadones mientras vacío el tacho de basura. De vez en cuando, me encuentro a Eric justo cuando sale para alguna reunión de negocios. Él me dirige una sonrisa nerviosa que deja ver su dentadura postiza brillante y yo lo saludo alegremente con la mano como deben hacer todos los recogedores de basura honestos. —Buenos días, Donnelly—le grito con alegría ¿Compraste algún buen diente últimamente? Él odia que le diga eso.
  • 8. Instituto Superior de Profesorado Nº 8 Traductorado Literario y Técnico-Científico Short Story: “Teeth” (Los dientes) Author : Jan Mark ( 1996: pp. 181 to 186) “Woman’s 50th Anniversary-Short Story Collection” Penguin Books Ltd. - Middlesex, England. Translator : Sandra Guadalupe Ojeda Teacher : Liliana M. Silber. Academic Year: 2001 From p. 184 to 186