1. El inocente por los culpables
1r Domingo de Cuaresma – ciclo B
Estamos ya en tiempo de Cuaresma, que nos prepara para la gran fiesta cristiana,
la Pascua. En este primer domingo las lecturas nos hablan del pacto de Dios, de
la salvación de Dios, y del reino de Dios. ¿Qué significan estas palabras, que
estamos tan acostumbrados a oír? Quizás no comprendemos del todo su
hondura y hasta qué punto pueden cambiar nuestras vidas.
La primera lectura nos habla del pacto de Dios con la humanidad, tras el diluvio.
Es un relato simbólico que viene a expresar una alianza muy desigual: Dios se
compromete a no volver a destruir la humanidad, amándola y protegiéndola
siempre. No hay otra condición, ni compromiso requerido por parte del hombre.
Es un pacto unilateral en el que Dios lo compromete todo. Esta era la experiencia
de los judíos en el Antiguo Testamento: Dios, que tiene el poder para crear y
destruir, decide renunciar a este poder y permite que la humanidad crezca y se
expanda libremente, aunque esta, algún día, pueda volverle la espalda de nuevo.
En el evangelio, se nos habla de las tentaciones de Jesús, muy brevemente, sin
detallar cuáles fueron. Marcos explica, simplemente, que Jesús fue tentado,
superó las propuestas del Maligno, y empezó a anunciar el reino de Dios. ¿Cuáles
fueron las tentaciones? Quizás todas ellas puedan resumirse en una: ya que eres
hijo de Dios, ¿por qué no utilizas tu poder para implantar tu reino? ¿Por qué no
valerte de tu omnipotencia y ahorrarte trabajo y sufrimiento?
Pero este no es el estilo de Dios. Jesús también renuncia a su poder y se lanza a
predicar el amor de Dios a pie, entre sus gentes, pueblo a pueblo, casa por casa
y persona a persona, con sencillez y sin grandes alardes. Dios no ha elegido
salvarnos desde una posición de superioridad, espectacular o abrumadora, sino
desde la humildad de Jesús, hecho hombre como nosotros. Nos salva
abajándose, poniéndose a nuestra altura en todo: en la necesidad, en la
fragilidad, en el conflicto ante la incomprensión de muchos, incluso en la
tentación, porque fue tentado como lo somos nosotros. Pasó por todo lo que
pasamos nosotros, porque sólo así podía salvarnos.
San Pedro, años después, explica a fondo el gesto de Jesús en la carta que leemos
hoy: «Con este Espíritu (el de Dios) fue a proclamar su mensaje a los espíritus
encarcelados que en un tiempo habían sido rebeldes,cuando la paciencia de Dios
aguardaba…». La misión de Jesús es liberadora. Lejos de él esa imagen del Dios
temible y tirano, que nos oprime con su poder, nos controla y nos juzga. A
quienes critican la religión cristiana por ser opresora, bastaría explicarles bien el
evangelio para que vieran que el mensaje de Jesús es lo contrario de la
esclavitud. Dios no esclaviza. Al contrario, cuando queremos librarnos de Dios es
2. cuando caemos esclavos de muchos otros poderes que no tienen nada de
humanitarios y amables.
¿De qué nos libera Jesús? No nos libera de nuestras circunstancias, ni de nuestros
problemas cotidianos, ni de otras personas, sino de algo mucho más profundo y
destructivo que está en la raíz de todos los males. Pedro habla de espíritus
prisioneros, almas encadenadas por la rebeldía. ¿Cuántas personas se han
sentido así, alguna vez? Esclavas, atadas no sólo por las obligaciones, la pobreza
o la opresión de los poderosos, sino por el sutil y engañoso poder del mal. En el
fondo, lo que nos encarcela el alma son esas tendencias que nos encierran en
nosotros mismos: la autosuficiencia, la vanidad, el miedo y la desconfianza. Nos
atan la pereza, la impaciencia, la rabia y la tristeza. Todas nos dividen y crean
barreras con los demás, provocan conflictos y malentendidos, y en último
extremo hasta violencia. El problema es que muchas veces no reconocemos esos
males que, como cánceres ocultos, crecen dentro de nosotros.
Jesús asume todo este mal que nos corroe y lo carga sobre sí mismo. Su
bautismo, dice san Pedro, nos limpia, no físicamente, sino espiritualmente. Un
baño del Espíritu Santo nos purifica hasta el fondo. Y nos hace vivir de forma
nueva, con la alegría y la libertad propias de los hijos de Dios, de quienes se saben
infinitamente amados por él.
El inocente muere por los culpables para que todos se salven por él. Explicaba un
sacerdote en su homilía que Jesús hace por nosotros lo que haría el hijo de un
juez ante un condenado por sus delitos. «Padre, este condenado es culpable,
pero deja que sea yo quien cumpla la pena por él». Y el juez, que es tan
compasivo como su hijo, se lo permite… ¡por amor y compasión hacia el
condenado! Sólo un Dios lleno de misericordia puede hacer algo así. El Padre lo
hace, Jesús asume nuestras culpas y nosotros revivimos su gesto de entrega en
cada eucaristía. Muere por nosotros. Resucita por nosotros: nos resucita y nos
hace renacer. ¡Basta ser consciente de esto como para vivir con una alegría
exultante!