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BAJO LOS TIBIOS OJOS
DE MI MADRE AMAPOLA
(1998)
Santos Chávez
Rosa Romá
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La puerta está siempre cerrada. Se pregunta por qué le importa tanto conocer el rostro de
los dueños de este piso, si acaba de llegar como quién dice y no va a permanecer mucho
tiempo al otro lado del rellano. Hay algo que no entiende en la actitud de su profesor, la
repentina generosidad de que hizo gala ofreciéndole su piso. “Allí podrás prepararte mejor”,
le había dicho. Y aceptó sin vacilar, convencida de estar necesitando un cambio de aires. No
detectó nada extraño en su decisión. Todo era normal. Entonces, por qué le inquieta ver una
prenda colgada en el tendedero. Lleva dos días, solamente dos días en la casa, y no ha
logrado ver a nadie. Eso es lo que le pasa. Estaba convencida de que la iniciativa de él
obedecía a algún plan premeditado, no sabía exactamente cuál. Quizá todo se deba a su
imaginación. A su necesidad de contactar con alguien. Al llegar, pensó que iba a entablar
relación con otras personas, a enterarse de sus vidas. Pero no se escucha una voz que le haga
sospechar que alguien habita en el interior de la casa de en frente. Aunque está esa prenda
colgada en el tendedero sin que haya podido captar el instante, contemplar las manos que la
colocaron ahí, y ahora aguarda, espía, asomándose de vez en cuando, para dar con la
persona cuya presencia adivina por las noches conversando con alguien. Quizás la sueña.
Quizás son ecos lejanos que traslada a este silencio que ahora la envuelve.
Se retira de la ventana movida por cierta culpabilidad que trata de acallar diciéndose que
lo suyo no es un capricho, forma parte de una lección impuesta que le obliga a integrarse en
un grupo. Esa es la razón de que viniera, la de entrar por unos días en un vecindario
diferente que puede ofrecerle la sorpresa de lo inhabitual, haciéndole reparar en lo cotidiano,
aunque sólo sea durante unas horas, para conocer rostros nuevos, problemas y obligaciones
de personas que quedan fuera de su mundo. Han sido demasiados los años transcurridos en
un internado. Rafa tiene razón. Es preciso salir al encuentro de los demás, superar la
incapacidad de comunicarse con ellos, romper el silencio, esa sensación que le embarga
cuando se ve rodeada de gente sin poder participar en sus acciones, ni reír sus chistes, vacía
de palabras y poco dispuesta a comprender sus ilusiones y estímulos.
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Aceptó pasar unos días en el piso prestado, aceptó que era bueno aprender la vida de los
otros observándoles, conviviendo con ellos. Pero, ¿dónde están? Por la mañana, al asomarse
al deslunado, sus ojos han buscado la camisa en el tendedero. Una camisa gris con rayas
oscuras que ayer permaneció colgada todo el día sobre las cuerdas de la casa contigua, cuya
cocina se encuentra al otro lado del tabique, aunque ninguna voz le descubre al dueño de esa
camisa. Ahora, la ventana está cerrada. Ningún olor de guisos, ni el rumor del agua saliendo
de algún grifo o lavadora. Nada. “Si necesitas algo, llamas a la vecina, la del piso que hay al
otro lado del rellano”, recuerda que le aconsejó. En realidad, no ha necesitado llamarla.
Solamente le ocurre que, al cabo de dos días, se le hace insoportable estar sola y el silencio
pesa igual que una losa. Los libros le acompañan. Ha estudiado más, mucho más que si
estuviera en la habitación de una residencia, o en casa de una amiga y, sin embargo, siente
que su esfuerzo es pueril, que las teorías añaden una carga más a su quehacer, al no lograr su
aligeramiento, el que le proporcionaría desprenderse de una parte de esas teorías con la
realización de otras acciones que le permitirían desarrollarlas, verificarlas, no sabe bien
cómo, tal vez los otros le den la solución.
Ha pasado todo el día dentro de la casa. Por la noche, le pareció escuchar varias veces la
cisterna del water. Sintió deseos de levantarse y asomarse al patio, en busca de alguna luz,
aunque habría sido inútil hacerlo. La casa de enfrente da a otro patio, y es más probable que
se trate de la cisterna del piso de arriba o el de abajo. Al levantarse se asomó de nuevo, con
el tazón en la mano, mientras desayunaba y, casi sin querer, sin pensar lo que estaba
haciendo, sus ojos se posaron sobre el tendedero. En lugar de la camisa, había ropa blanca.
Descubrir unas sábanas tendidas, le ha hecho contener el aliento, sin poder asimilar tan de
repente los cambios operados. Ningún ruido venía de la cocina de al lado, pero la ropa
estaba allí tendida de las cuerdas y sin proponérselo ha vigilado el tendedero desde la mesa
que hay junto al ventanal. Allí, con el libro abierto, dispuesta a preparar su examen, se ha
permitido descansar de vez en cuando, apartando los ojos para ponerlos en el ángulo del
tendedero que se deja ver, con la esperanza y el deseo de que aparezca el rostro o el atisbo
de una presencia en cualquier movimiento de la ropa. La cabeza inclinándose sobre las
cuerdas, la mano recogiendo una sábana, una pinza que cae... mientras se pregunta cómo
será la mujer, qué edad tendrá y cuál será su estado y su estatura. Han pasado las horas sin
que nadie se asomara al ventanal. Ninguna mano movió las cuerdas. Es ya de noche y las
sábanas siguen ahí.
Cuando llegó a esta casa pensaba encontrar rostros risueños, manos tendidas hacia ella,
familias que le permitieran entrar en su vida. ¿Por qué si no tanto interés en que se instalara?
“Aprender la vida cotidiana”, “leer en las acciones, aprender del gesto”. Son frases que
acuden ahora para justificar su espionaje y avivar las dudas que el silencio iniciaron. Nadie
se ha interesado. A nadie le importa si el piso está ocupado o vacío. Podría haber entrado a
robar, adueñarse de la casa, sin que advirtieran su presencia. Le avergüenza admitir que su
decepción le ha obligado a permanecer atenta a cualquier ruido, más pendiente del
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vecindario que de sus propios asuntos. Por la tarde, la ropa sigue en el tendedero. Lamenta
tener que salir, perderse la oportunidad de descubrir las manos de esa vecina que no se hace
visible. Una vez en el rellano, delante de la puerta, piensa que debería llamar, presentarse,
que es buena hora, el momento apropiado para encontrar a la dueña. Duda. Le inquieta no
conocer su rostro, ni la reacción que puede causar en ella. Se dice que es sencillo, que no
tiene nada de particular, ni puede considerarse intrusión. “Sólo tengo que decir: soy la nueva
vecina. Aunque, no es cierto, tendré que explicarle que no voy a permanecer mucho tiempo,
que Rafa es mi profesor, que...” Se acerca, se detiene. Le parece escuchar unos pasos quedos
y aguarda, convencida de que de un momento a otro la puerta se abrirá. Pero no sale nadie,
nadie abre la puerta, aunque al otro lado se agita una respiración. Suavemente, con cautela,
deja caer los nudillos, el índice y el corazón sobre la puerta, cerca del ojo cuyo cristal parece
ocupado por una sombra. “Me están observando, hay alguien detrás de ese agujero”, piensa.
Golpea de nuevo. Pero nadie responde a su llamada. La puerta sigue cerrada. Quizás esa
respiración agitada que presiente al otro lado es la suya, acelerada a causa de la ansiedad
que le produce el silencio, la ausencia, que es como un enigma, por inesperado, en lo que
supuso sería una intensa vida dentro del vecindario.
Desciende por la escalera. Al llegar al primer piso, escucha un golpe, unos pasos.
Aguarda hasta que se pierden en lo alto. El ascensor baja. Su aspecto, tan viejo como el
edificio, le inspira desconfianza, nunca lo toma. Se detiene, observa su interior cuando llega
al nivel donde se encuentra. Está vacío. Alguien ha apretado el botón desde el portal. Corre
escaleras abajo, necesita verle. Al llegar al portal, el ascensor ha emprendido la subida. Dos
días, casi tres días, aún no ha logrado ver un rostro. “¿Por qué me hizo venir? Creí que iba a
ser una experiencia buena. Él también lo pensó. Está convencido de que no sé cómo
son los demás. Desconozco sus aspiraciones, sus miedos, lo que les complace o les disgusta.
Tiene razón. No sé nada. He vivido aparte, en otro lugar, y ahora me estoy llenando de
teorías.”
Por la noche, después de cenar, casi inconscientemente, se asoma a la ventana de la
cocina para echar una mirada. En el tendedero vecino, las sábanas están colgadas todavía, a
pesar de que el aire cálido de la tarde ha debido secarlas. Ni una voz, ni una risa, a través
del ventanal cerrado, sólo el ascensor deteniéndose en el rellano le hará pensar, en la
madrugada, que los habitantes del piso vecino tienen una vida nocturna intensa. El
estruendo metálico de la puerta externa del ascensor, unida al clap, clap del interior y el
golpe con que cada noche se abre o se cierra la casa, le trae la consciencia de que son varias
las personas que lo habitan, simplemente porque el sonido es tan fuerte que debe ser
provocado por muchas manos.
Por la mañana, después del desayuno, la ropa ha desaparecido del tendedero. La
ausencia de las sábanas le da la certeza de que es allí realmente donde se escuchan las
pisadas, el portazo y luego, el ascensor. Sin embargo, no logra ver a nadie entrar o salir de la
casa durante el día, y vuelve a preguntarse por qué su amigo insistió tanto en la
conveniencia de que pasara unos días en el piso prestado, como si al hacerlo estuviese
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aceptando su diagnóstico y la forma de corregir su ignorancia. “Debo interesarme. Debo ser
yo la que se acerque. Romper el hielo que me impide entablar una relación. Soy culpable de
todo lo que me pasa. Seguramente, debí insistir, anunciarme, presentarme. Hay cosas que se
aprenden conviviendo, sin que nadie nos las enseñe. Aunque no sé qué es exactamente lo
que tengo que aprender. ¿Qué lección voy a tomar aquí, mirando un día tras otro las
rendijas, persiguiendo el rastro de un vecindario invisible?” “Es preciso integrarse. Hay que
saber mirar”, le había dicho Rafa en varias ocasiones. Ester acató sus palabras como una
enseñanza que debería poner en práctica. “Y aquí estoy, tratando de aprender a mirar, sin
poder ver, demasiado pendiente de cualquier variación en el cierre de las ventanas, en el
ruido de los grifos, en los olores que el extractor esparce por el deslunado.
Durante los días sucesivos vigiló la puerta del otro lado del rellano, con el oído atento a
los goznes que nunca sonaron. Desde la ventana de la cocina, espiaba dispuesta a
desentrañar el origen de rumores, sin captar siquiera el olor de un guiso que le trajera la
evidencia de ese alguien, habitante de un espacio próximo. Al atardecer, cuando las luces de
la calle se encendían, volvía a escuchar el ascensor seguido de pasos en el rellano y el golpe
de una puerta próxima cerrándose. Los sonidos, sin rostro, iban llenando su mente de
imágenes fantásticas, pululando por un mundo espectral que se desvanecía cada mañana, al
asomarse después del desayuno al patio de luces para aspirar la vida que emanaba de las
cocinas y los tendederos, al descubrir las ropas allí expuestas, como único vestigio de los
avatares cotidianos de aquellos habitantes invisibles.
Fue al quinto día cuando escuchó por primera vez las frases, los sonidos tan esperados.
La presencia de la vecina deshizo el enigma. Sonó el timbre de la puerta a las nueve de la
mañana y al abrir descubrió en el rellano a la mujer de bata larga, con el cabello alborotado,
preguntando si podía usar su teléfono. Asintió. Antes de darle tiempo a indicarle el camino,
la mujer se había adelantado hacia el comedor, con la seguridad de quien conoce bien la
casa, sin dejar de hablar, entonando un monólogo en el que se excusaba de su atuendo, de la
hora temprana, de su cabello sin peinar, para pasar después a hacer preguntas que no
esperan respuesta. “¿Usted es nueva, verdad? ¿Ha comprado la casa? ¿La ha alquilado? No
sabía que hubiese cambiado de dueño. A decir verdad, él para poco en casa, quiero decir,
como es joven y siempre está ocupado... apenas se le ve. Me extraña que no me dijera nada.
Tampoco se despidió.”
Ester abrió varias veces la boca para explicar que no iba a permanecer mucho tiempo
allí, que era amiga de Rafa y que no tenía intención de comprarle el piso. Pero la mujer
seguía como una locomotora, sin prestarle atención y no podía darse cuenta de que ella
quería responderle. Tenía el teléfono en la mano y aún seguía manifestando su asombro.
“No es que seamos muy amigos, pero nos llevamos bien. ¿Le importa que llame desde aquí?
Le parecerá raro que no lo haga desde mi casa, ahora que todo el mundo tiene teléfono...”
Interrumpió el monólogo después de marcar el número, esbozó una sonrisa ligeramente
apagada por los monosílabos con los que respondía a la persona que se hallaba al otro lado,
como si su presencia le intimidara, frenando su locuacidad, y se limitó a negar o asentir.
Luego, soltó el auricular, le dio las gracias y repitió su disculpa por irrumpir en la casa a
hora tan temprana.
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“¿Va a quedarse mucho tiempo?”, preguntó despacio. Al escuchar su “no, creo que no”,
no pudo disimular su alivio, sobre todo porque aquel “no, creo que no”, había sido
pronunciado con cierta vacilación. La mujer reparó entonces en el pijama de Ester y en su
propia bata y se disculpó nuevamente de haber entrado con tanta familiaridad, debido a que
conocía al dueño y era a él a quien esperaba encontrar, “además, los pisos son iguales, más o
menos, así que me la sé como si fuese la mía, aunque yo hice obra, tiré un tabique para unir
el comedor y la habitación contigua”. Pasó luego a informarle de la necesidad de esa
llamada. “Tenía que saber quién viene a comer y a qué hora exactamente. Me llevan de
cabeza. Una no puede estar todo el día en casa esperando que vengan, no le parece. Dicen
una hora y vienen a otra, como si una no tuviera más obligaciones, ya se sabe cómo es la
familia, la confianza permite ser informal. Pero no voy a preparar comida para todos si
solamente vienen la mitad...”
A Ester le parecía su explicación extraña. Era como si quisiera desvelarle algo de interés
y omitiera los detalles esenciales. Toda su palabrería le resultaba un tanto fuera de lugar.
Mientras la escuchaba se decía que la mujer pretendía justificarse, caerle simpática para que
su intromisión no la incomodara, porque no podía alcanzar a comprender otros motivos.
Nunca se había tropezado con personas tan parlanchinas y le costaba permanecer atenta a su
explicación, más interesada en aquel gesto de la mujer que, sin interrumpirse, hundió los
dedos dentro del escote. Intuyó que estaba tratando de esconder el tirante o la ballena del
sujetador y miró su pecho. Vio entonces una cadena de oro colgando de su cuello, mientras
ella colocaba en su interior, entre los senos, la medalla, como si exhibirla fuese impudor.
“Vivo aquí más de veinte años, aunque no nací en Madrid, es lo normal, le pasa a casi
todo el mundo, quiero decir, lo de no ser de Madrid. La mayoría ha nacido en otra parte,
—sonrió—. He sido muy trabajadora”. Su gesto, al tratar de mantener oculta la medalla que
pendía de la cadena y recogerse la crencha que se deslizaba del moño blandamente
recogido, delataba cierta inseguridad, no sabía por qué, y el deseo de causarle buena
impresión. Sus cejas se inclinaron hacia abajo al hablarle de los hijos y ahora se elevaban
para demostrar que siempre había salido adelante.
Ester la seguía con asombro, resistiéndose a creer que fuera real, que estuviese allí
delante. Al cabo de varios días de soledad, tras el largo silencio, los fantasmas intuidos al
otro lado del rellano habían tomado cuerpo. No le bastaba a la mujer presentarse, tenía que
hablar de su familia, de Rafa, de ella misma, rodeándose de una retahíla de explicaciones
que aún no podía creer que se las estuviera dando, sin que le hubiese formulado una sola
pregunta. Pensó que después de todo, era normal que se explayase. Su actitud venía a
compensarle del silencio de tantos días, en los que esperó ver un rostro, escuchar una voz,
entrar en la vida familiar de una comunidad cuyos miembros parecían invisibles. La mujer
no paraba de hablar, a pesar de que Ester no le había preguntado quién era, ni lo que
pensaba, dispuesta a desvelarle afectos y pretensiones. Sus palabras invadieron la estancia,
pero, más que escucharla, absorbía sus gestos, los que expresaban satisfacción cada vez que
nombraba a la hija, motivo de su llamada, pendiente de las arrugas junto a los labios,
cuando los extendía sin llegar a sonreír, distendiendo el rostro. Ester dedujo que sus horas
estaban dedicadas a la hija, a los nietos, la descendencia que gracias a la hija le permitía
contemplar la prolongación de ella misma. Miró a la mujer sin maquillaje y sintió que le
abría su mundo. Momentos después, al cerrar la puerta, fue directamente a su cuarto y
escribió en un folio:
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“Es una mujer madura, de aspecto feliz y despreocupado, que se dedica a cuidar de sus
nietos. Satisfecha de hacer bien su papel, de seguir la tradición. Vive sola, pero no siente su
soledad, porque se sabe útil y apenas permanece en casa. Su frente tensa denota cierto
cansancio. Sus dedos se mueven con nerviosismo. Está acostumbrada a aprovechar el
tiempo y si alguien no acude a la hora, o no le informa bien, pierde su seguridad”
Dobló el folio, lo introdujo en el libro y se concentró en el estudio del capítulo siguiente,
convencida de estar cumpliendo al fin el requisito por el que se hallaba en el piso cedido por
el amigo.
No volvió a ver a la mujer en todo el día, pero ya no le importó. Demasiado ocupada en
su propio trabajo, la recordó al ir a la cocina a prepararse la cena. Sin una intención previa,
se asomó a la ventana, tal vez necesitaba ver su rostro de nuevo, descubrir una arruga
diferente que delatase su estado de ánimo a esas horas. La ventana de la vecina se
encontraba abierta, pero el tendedero estaba vacío, y ningún aroma que delatara su actividad
culinaria podía percibirse desde allí. Permaneció un rato asomada, con la esperanza de ver
aparecer un rostro nuevo, y una vez más se percató de que había ido a parar a un edificio
apenas habitado, quizá demasiado viejo para albergar a hombres y mujeres capacitados para
entablar una relación amistosa y entrar y salir cada día de su casa para ir al trabajo. En
muchos momentos, tenía la sensación de hallarse fuera, sosteniendo las viejas paredes de un
mundo que se extinguía. Aquella noche, como en las anteriores, escuchó las puertas del
ascensor abriéndose y cerrándose, los pasos y el golpe último de la casa de enfrente,
echando el cerrojo para guardar en su interior quién sabe a cuántos seres, a altas horas de la
noche, y suspiró aliviada.
Por la mañana, muy temprano, sin poder aguardar más, decidió llamar a la vecina. Era
casi la misma hora en la que ella había irrumpido el día anterior en su casa para llamar por
teléfono. Tuvo que insistir varias veces, dando golpes débiles primero, más fuertes cada vez,
hasta escuchar las pisadas leves de la mujer que le abrió la puerta con temor, después de
haber puesto uno de los ojos en el pequeño cristal y escuchar su voz casi suplicando que le
abriera, tras identificarse como la vecina. Cuando la vio allí delante, le costó reconocerla.
Reparó en sus ojeras pronunciadas, en la medalla de oro que ostentaba en el pecho,
sobresaliendo por encima de la puntilla del camisón, a través de la abertura de la bata, y no
supo qué decir para disculparse.
“Tengo que salir y espero a una amiga. Como no hay portero, no puedo dejarle ningún
recado”, dijo vacilante, con la pretensión de tender un hilo que la obligara a mantener la
amistad iniciada el día anterior. Observó a la mujer mientras le hablaba. Parecía más
pendiente de sus vaqueros ceñidos, de sus cabellos sueltos, que de las palabras, como si
nada de lo que le pudiera decir importase realmente, poco dispuesta a atender a su ruego.
Quizá no se había despertado bien, quizá había pasado una mala noche, quizá estaba harta
de servir a su propia familia y no le sentaba bien verla allí de repente, pidiéndole un favor
que no iba a hacerle. Porque la mujer la miró de arriba abajo, como si fuese la primera vez
que la veía, y aunque asintió, Ester no pudo estar segura de que fuese a complacerla, viendo
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sus ojos sin emoción fijarse en ella igual que se fijan en un trozo de pared. Poco importaba
que aceptase su encargo, mero pretexto para entrar en aquella casa y tender un lazo que la
obligara a prestar atención, vigilando, que era una forma de corresponder a su propia
vigilancia. A pesar de todo, no habría sabido explicarse el impulso que le hizo llamar a su
puerta, la necesidad de verla, de saber que se encontraba allí, que existía. Se lo iba
preguntando al bajar la escalera, sin conseguir acallar la inquietud que le producía
descubrirla al otro lado del rellano, entre objetos familiares, como el cuadro que le
recordaba su propio hogar. También los candelabros de bronce, sobre el aparador de la casa
de Rafa, le traían una imagen conocida. Casi lamentaba que la presencia de la vecina
deshiciese el enigma. Era necesario que siguiera viéndola, que escuchara su voz. Ahora ya
no ponía en duda que habitara aquel piso, y saberlo justificaba que hubiese venido, aunque
no comprendiera todavía la importancia de aquella presencia en su vida. No alcanzaba a ver
el interés de su amigo al cederle la casa, convenciéndola de que iba a disfrutar de la
compañía de personas diferentes, de contactos provechosos para su futuro. No, no lo
entendía, por más vueltas que le diera. Pero tampoco se atrevió a descartar la posibilidad de
una experiencia beneficiosa, por eso no se marchó. Y al regresar esa noche a casa, escribió:
“Demasiado preocupada de su aspecto. Denota que vive sin ilusión. Entregada a los demás,
se contenta con recibir a cambio su afecto y compañía. Su parloteo del otro día era una
especie de disculpa. Hoy he visto el recelo en sus ojos. Desconfía de quien no conoce. Le ha
preocupado que irrumpiera en su casa antes de tenerla arreglada, que no me gustase su
forma de colocar los muebles. Cada vez que miraba hacia el pasillo sentía crecer en ella una
disimulada agitación. Pasar la existencia limitada a su quehacer en el hogar, le ha hecho
olvidar otras metas. Carece de metas. Su mirada está vacía. Viste prendas anticuadas, a
pesar de que no debe tener más de cincuenta años. El uso de la medalla es antigua, me
recuerda a esa joya que mi madre lucía cuando yo era niña. Hasta la puntilla del camisón me
la recuerda. El tiempo se detiene en algunas personas. Para ellas, el futuro es la repetición
del presente que ya es pasado. Habla deprisa para ocultar su frialdad, pero es el miedo, el
recelo, el desconocimiento, lo que le hace comportarse de esa manera. Ayuda a su familia
porque su vida no tiene otro fin y cuando está sola en casa apenas siente que el entorno sea
real. No parece que haya nadie alrededor, porque todo le es ajeno, extraño”.
Volvió a meter el folio dentro del libro, en la página donde se iniciaba la lección que
debería repasar al día siguiente.
Esa misma noche, antes de acostarse, escuchó de nuevo el ascensor, las puertas
abriéndose y cerrándose y por último el golpe al otro lado del rellano, pero ya no se
sorprendió demasiado. Habituada al silencio de la mujer, a la que presentía agazapada detrás
de la puerta, los ruidos de la noche empezaban a ser una música apropiada.
A la mañana siguiente, mientras tragaba a pequeños sorbos la leche, se asomó a la
ventana y vio de nuevo las sábanas tendidas, lo que le recordó que debería llamar otra vez a
su puerta. No entendía bien por qué sentía el impulso de hacerlo y se repitió que necesitaba
captar un gesto diferente, confirmar su primera impresión. Convertirla en motivo de estudio,
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justificaba su curiosidad, la que en muchos momentos quiso desterrar por insana, al darse
cuenta de que lo suyo era un espionaje sin fundamento, al que se asía como un deber
ineludible, acatando así el propósito oscuro de su amigo al prestarle su casa. Dejó la taza
sobre la mesa y salió al rellano, sin preocuparse de la hora. Sentía igual que un aguijón
traspasándole la frente, la necesidad de perturbar el descanso de la vecina y extraer un
sobresalto que marcara en su rostro una emoción diferente. Sólo así se vería compensada del
aburrimiento y la inutilidad de su estancia en el piso cedido por su amigo.
La mujer apareció vestida, a pesar de que era muy temprano. Sus profundas ojeras, el
aire dubitativo, le hicieron sospechar que no se había acostado en toda la noche. “Vive la
angustia de la soledad cuando se apagan las luces, al regresar a su nido vacío”, pensó,
viéndola frente a ella, sin palabras, aunque no aparentaba sorpresa y esta vez la acogió con
una sonrisa, excusándose. “No le di el recado a su amiga, porque no la vi llegar”, dijo,
mientras se arrancaba una horquilla del cabello. No la miraba. Tampoco la invitó a pasar, y
su brazo en la puerta le impedía a la joven pronunciar la frase que prolongaría su estancia
allí, en el rellano, con la pierna hacia delante, justo en el sitio que ocupaba la puerta si la
mujer trataba de cerrarla. Desde algún lugar de la casa llegaba una respiración profunda que
anunciaba la presencia de otra persona. Pensó que debería cerciorarse, no imaginaba a nadie
más allí dentro, compartiendo el silencio. Ninguna voz atravesaba los flacos tabiques. “Tuve
que salir un rato, su amiga, a lo mejor, vino entonces”, dejó caer la mujer para no ser
descortés, aunque era evidente su deseo de cerrar la puerta.
Inconscientemente, los ojos de la joven se fijaron en el pasillo oscuro, recorrieron
puertas y paredes con el afán de descubrir a otra persona, aunque sólo fuese en el
movimiento de una baldosa, o el chirriar de unos goznes, pero no vio a nadie. La mujer
sostenía la puerta por el borde como si quisiera evitar que llevara a cabo su deseo de
entrar y recorrer el pasillo, del que sólo percibía en la semipenumbra una maceta de
helechos bajo la ventana, blancas paredes y la reproducción de un cuadro famoso, el de “El
pintor y la modelo”, de Picasso, el mismo que había visto el día anterior, con cierto
asombro, porque destacaba allí como un postizo. Pese a todo, no fue lo más sorprendente
descubrirlo. Al final del corredor de escasos metros distinguió un viejo teléfono negro
adosado a la pared. Miró a la mujer, esperando que dijera alguna frase que sirviese de
disculpa, una excusa tan breve como la de que estaba estropeado, o “no funciona, por eso
tuve que usar el suyo”, pero no lo dijo. Su frente estaba tensa y la mano que tenía puesta
ahora en el pomo de la puerta parecía agarrotada, presionando el metal con los dedos como
si quisiera cerrarla. Las arrugas próximas a los labios se convirtieron en bolsas que caían
hacia abajo, ahora que sus labios no se extendían, y sus ojos permanecían entreabiertos
mirándola como se mira un trozo de pared. “Ese cuadro...” balbuceó Ester. “Es una
reproducción”, le atajó la mujer, haciéndola sonreír con su aclaración. “Si naturalmente, no
es posible tener un original de Picasso, costaría una fortuna. A mí me gusta mucho. En mi
casa. quiero decir, la de mis padres, hay una reproducción de su época azul y...” De pronto,
le pareció inútil seguir hablando en el umbral, demasiado torpe para encontrar el argumento
que obligara a la mujer a excusarse por no dejarla entrar. En un intento de suplir la disculpa
que la vecina no había pronunciado, se le escapó su propia disculpa. “No tiene importancia.
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Me refiero a lo de mi amiga. Seguramente, telefonearía antes de venir y al ver que yo no
estaba en casa, decidió no hacerlo. Hoy no tengo que salir”, dijo al fin, mintiendo, sin
explicarse por qué se inventaba ahora una excusa tan tonta, cuando faltaban dos horas para
el examen, un examen definitivo que le haría estar ausente toda la mañana.
Al entrar de nuevo en casa, en lugar de terminar su desayuno, se fue directamente al
libro, extrajo el folio y escribió:
“Es supersticiosa. Probablemente, devota, para aplacar sus miedos. Desconfía de mí porque
soy joven y no me conoce. Ignora mi estado y mi relación con el dueño de la casa. Vino a
telefonear desde aquí para percatarse. Le tranquiliza saber que estoy sola, porque de lo
contrario, pensaría que soy la amante de Rafa. Aunque todavía recela algo. Ha debido sufrir
algún desengaño, tal vez con la hija, o con el yerno, es más probable que no se lleve bien
con él, lo que provoca su actitud de distanciamiento de cualquier joven independiente que
viva lejos de su familia. Su cuerpo se pone tenso y respira aceleradamente cada vez que
llamo a su puerta. Eso explica que percibiera alguna otra presencia, un aliento diferente.
Pero no había nadie más. Era su propia respiración, una ansiedad que se esfuerza en ocultar.
Tras su aparente cordialidad se esconde una gran angustia”.
Dobló el folio y volvió a colocarlo al final de la lección, convencida de que sus
observaciones tendrían utilidad en lo sucesivo, al aportar con su práctica un mecanismo
intuitivo que avivaba su interés en el otro y venían a justificar la actitud del amigo —nunca
aclarada— de cederle el piso por unos días, sabiendo que la soledad obliga a mirar y a
escuchar.
Más que su profesor, Rafa era un buen compañero. Se esforzaba para que le vieran como
un amigo, próximo a ellos, con sus mismos problemas, nunca distante ni por encima del
grupo. Y lo había conseguido. Su disposición a escuchar cualquier desahogo sin mostrar
sorpresa, hacía que los demás confiaran en él y ni siquiera cuando trataba de orientarles
parecía echar mano de sus conocimientos, lo que venía a confirmar una y otra vez que
observar era un capítulo muy importante. Ester había aceptado desde el primer día que el
silencio y la concentración, sin intercambio de opiniones, constituye en sí mismo una
asignatura, al convertir al otro en centro en el que pueden verse representados, en cada
gesto, los sentimientos más dispares. En las primeras sesiones, se limitó a prestar atención a
los demás, tomando nota de cada movimiento de sus manos, de un parpadeo, un leve
temblor de los labios, convencida de que era el camino, la mejor manera de ir
introduciéndose en ese tratado de gestos y palabras que informa e inicia en el camino que al
fin puede llevarnos a la deducción.
“Ver la propia realidad, descubrirse a sí mismo, es indispensable. A menudo cerramos
los ojos a lo que nos resulta ingrato. Es una forma de engañarnos”, había dicho Rafa en
alguna ocasión, para alentarles a salir de su silencio. Ester recordaba ahora sus propios
comentarios confesando su ignorancia respecto a los suyos. Fue el comienzo, el primer
paso. “Seguramente, no tengo el interés que se necesita para conocerles. Nunca he deseado
saber qué piensan los demás, cómo se sienten las personas que me rodean. Entrar en la
intimidad de otro, me parece un asalto. Creo que su intimidad les pertenece”, explicó poco
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convencida, para justificar su ignorancia. La falta de diálogo y su escasa participación en la
vida familiar, le había llevado al fin al estudio de una ciencia a la que asirse para integrarse
y saberse parte de los otros. Estaba agradecida a su amigo porque, sin anunciárselo, le había
proporcionado lo que iba a ser, de ahora en adelante, una forma de mirar que le pondría en
contacto con los demás, desechando el temor de irrumpir en su intimidad. Sería en ellos, en
las personas observadas, donde podría ver y entender lo que escondido en su interior, nunca
trató de explicarse.
Esa mañana, cuando la vecina cerró la puerta y regresó a casa despacio, volcó la
impresión en el folio y cerró el libro, se detuvo delante del espejo, dispuesta a percatarse de
su gesto, del más habitual, el más reconocible para ella, el que expresara mejor sus
sentimientos, y luego trató de borrar su huella, liberarse de cualquier movimiento de la
frente, del párpado o la mejilla, que delatara nerviosismo o vacilación, movida por el
repentino entusiasmo volcado en la asignatura, cuya utilidad veía tan clara que casi le
parecía innecesaria la prueba que tendría que pasar.
Lo que descubrió momentos después. al salir de casa, destruyó su gesto, aquel
optimismo con el que iba a enfrentarse al examen, deshaciendo de golpe sus deducciones
acerca de la mujer, para devolverla a un estado de ingenua ignorancia, el que tantas veces
confesó, al admitir su total desconocimiento de los otros. Lo que vio vino a informarle, con
la rapidez de una instantánea, de una realidad intuida desde hacía años, pero siempre
desterrada, acallada en su conciencia que se oponía a verla. Allí, en el rellano, bastaron unos
segundos para aceptar lo que su mente rechazaba. El rápido encuentro aclaró sus dudas,
confirmó sus recelos y le ratificó en sus sospechas, invalidando todo lo demás. Qué tontas e
inservibles le parecieron de pronto sus anotaciones acerca de la mujer. Qué absurdas. Con la
velocidad del rayo, recordó las palabras de Rafa. “A menudo cerramos los ojos a lo que nos
resulta ingrato. Ver la propia realidad, descubrirse a sí mismo...” Cómo entendía ahora lo
que quiso decirle. Había bastado unos segundos para darse cuenta. Aquella mañana, al
cerrar la puerta, se dio de bruces en el rellano con su padre, saliendo de la casa de enfrente,
con la prisa del que teme hacer tarde. Comprendió entonces el deseo de agradar de la
mujer, sus explicaciones sin venir a cuento y su incomodidad cada vez que Ester llamó a su
puerta, dispuesta a irrumpir en un hogar donde podría descubrir la presencia del padre.
Comprendió la actitud contradictoria de la mujer de ir a su encuentro y rehuirla después.
Comprendió, sobre todo, que el amigo le había ofrecido su casa para que supiera algo del
hombre que era su padre, con el que convivió durante años, sin saber nada de su vida. Y
supo, también, que sus intuiciones no habían desvelado la personalidad de su vecina, una
mujer muy distinta a la que describió en sus precipitadas conclusiones. En ellas se hallaba
una parte de su ingenua y siempre mecánica inteligencia que le informaba de la propia
conducta, de sus miedos y limitaciones nunca confesados. Aunque ese día aprobó el
examen, Ester se suspendió a sí misma. Tenía muy bien aprendidas las lecciones del libro,
pero esta otra lección práctica venía a anular todo lo demás. Seguramente, nunca sería una
buena sicóloga.
13
2
El profesor se detuvo un instante, repasando en su mente las palabras grabadas en la
cinta hasta obtener la imagen del momento en que fueron pronunciadas. Se hacía necesario
revisar cada gesto de su alumna para cerciorarse de que, pese al tono tranquilo en que había
lanzado la frase, se encerraba una dosis de enojo. Y al recuperar el instante captó el
endurecimiento en su mirada, desprovista del afecto de amiga y de la admiración que
durante meses la hizo inseparable. Defraudada, insistía con su silencio para que él se
disculpara, pero no supo darse cuenta, mientras urdía una explicación con el propósito de
prolongar la charla que ella se abstenía de continuar. Fue entonces cuando la observó
entornando los o.1os prisioneros de un recelo que, ahora, en su recuerdo, eran el mejor
testimonio de la desconfianza surgida de pronto. La realidad había provocado un
distanciamiento. Ester le contemplaba como se contempla al enemigo. “En el fondo es
cierto”, dijo él con mucha calma “lo que quise es que pasaras el examen y lo has
conseguido. Has aprobado. Ésa es la razón principal, la que debe importarte. No hay mucho
ruido en mi casa, es un buen lugar para concentrarse. Ya sé, ya sé que no era indispensable,
que tal vez habrías aprobado sin encerrarte en mi piso, pero, ¿de qué te quejas? Muchas
alumnas se sentirían agradecidas si les prestara mi casa. Te he dado el trato de amiga. ¿Que
no era esa mi intención? Si estás enojada es que no has comprendido nada. No se va a
ninguna parte cerrando los ojos. No queriendo ver lo que tenemos delante, no se resuelve el
conflicto. Hay que ir a él, entrar en él. ¿Que no es un problema? ¿Que se trata de algo
íntimo y personal? Tienes razón. Íntimo, personal, precisamente lo que intentamos
desentrañar. No, el cerebro es una parte, diría que imposible de abarcar, pero los
sentimientos que tanto condicionan… ¿Que no te atreves a mirarle a la cara? Probablemente
necesites más tiempo para asimilarlo y encontrar las palabras. No esperes su disculpa. No
está obligado a explicártelo. Tiene derecho a vivir su propia vida, al margen de la tuya. Eres
tú quien debe entenderlo. Ésa es la cuestión. Ahora no lo admites porgue estás dolida,
piensas que yo también te he engañado al ocultarte algo que deberías saber. Sólo pretendí
que lo descubrieses por ti misma, que aceptaras hechos que seguramente sospechabas sin
querer reconocerlos. Es tu defecto, no el suyo. Es tu problema. No has sabido desligarte,
sigues unida a tu padre, a pesar de que no eres una niña. Deja de pensar en lo que podrías
haber hecho y no hiciste, en cómo has podido influir en él. Nadie es culpable. Su conducta
es normal. La tuya no”.
Ahora piensa que fue demasiado duro, demasiado sincero, quizá porque veía en su rostro
el rechazo, la enemistad, una actitud que no esperaba, la que le descubría un lado de Ester
que creía desterrado. Fue como si de pronto aflorase toda su infancia y no quisiera salir de
ella.
14
“Debes soltar amarras. Ya veo, piensas que estoy abusando de tu confianza, que conocer
tus inquietudes me ha hecho tomarme una libertad que no me has dado, que no te parece que
deba tomarme. Pues lo siento. Siento haberte defraudado. Crees que me he aprovechado de
tus confidencias, que sé de ti más que tú de mí, es natural. No hay ninguna traición en ello.
Todos necesitamos reservar una parte de nuestra intimidad. No darse enteramente es una
especie de escudo para defendernos, ahora te sientes mal, porque nunca sospechaste que tu
padre pudiera amar a alguien que no fueras tú. Solamente conoces el lado de su paternidad.
¿Qué sabes de otros momentos, de otras relaciones, de su vida, antes de que tú nacieras? No
rehuyas el momento de encontrarte con él cara a cara. Aunque te cueste, debes aceptarlo.
Aceptarlo será admitir que es otro, además de tu padre. Tú también eres otra persona,
además de hija”.
Ha vuelto a detener la grabadora. Han transcurrido tres días desde el momento en que
Ester se presentó en el aula, después de terminar la clase para comunicarle que tenía cosas
que hacer y la reunión de grupo siempre se prolongaba demasiado. Tenía razón, salían
mucho más tarde de la hora que en principio se estableció. Antes de dar media vuelta para
marcharse, le miró durante un rato, como si no se atreviera a comunicarle lo que parecía ser
ya una decisión: “No pienso participar en más ficciones”, dijo. Fue un reproche en el que no
adivinó la despedida. Le asombraba su tono altivo, decepcionado. En las reuniones, Ester
había ido integrándose poco a poco. No podía sospechar su repentino desencanto. En dos
meses, había aumentado el número de personas, en la misma medida que se fue rompiendo
la corteza, esa armadura que el recelo pone sobre el pecho y atenaza los labios, antes de que
se establezca la comunicación. Sesión tras sesión, paulatinamente, se resquebraja la corteza
y suenan frases que después de varios encuentros se han convertido en confesión. Cada uno
piensa que su problema es más importante, más complicado, que tiene más necesidad de ser
escuchado. Pero ese día, Ester apenas habló para decirle que estaba contenta con el
resultado del examen. Advirtió en su gesto, en los ojos semientornados y los labios unidos,
que haber salido airosa no importaba nada. “No pienso tomar parte en más ficciones”, dijo.
Y aunque nada pareciese encerrar en la frase una despedida, se quedó allí, fingiendo estar
buscando algo entre sus apuntes, para disimular la impaciencia que le producía su silencio,
decepcionada, esperando que le preguntase algo acerca de la vecina. Él aguardó un instante,
haciéndole ver que era ella la que debía opinar. “Ya sé por qué tenías tanto interés en que
fuera a tu casa, ahora ya lo sé", dijo al fin, y se detuvo sólo el tiempo necesario que le
permitiera comprender la causa de su actitud más distante. Ester se negaba a pronunciar la
frase. Decir que había visto a su padre le producía tanto enojo como humillación y hacía
todo lo posible para evitar darle ese gusto, convencida de la intención de Rafa, y dolida de
que hubiese actuado a sus espaldas, urdiendo una trama que ella consideraba indigna, no
sabía bien por qué. El sentimiento se adueñó de Ester, impidiéndole razonar. “No hacía falta
planear las cosas con tanto misterio. Ninguna falta”, le reprochó. “¿A qué te refieres?”, le
preguntó, sin comprender el misterio. “Justamente pretendía lo contrario, acabar con el
misterio, yo no lo llamaría así, pero cuando se esconde una conducta, cuando existe una
doble vida... es mejor aclararlo. Es lo normal. Además, has disfrutado de unos días
tranquilos y has aprobado el examen. ¿De qué te quejas?”
15
Ahora comprende que no debió hablarle en la forma que lo hizo, que su fallo fue tratarla
como amiga, de tú a tú, prescindiendo del tono profesoral que siempre desterró. Lo
comprende al recordar su gesto. Ester le acusaba con la mirada, dejando entrever en sus
palabras que se había inmiscuido demasiado. Lo dedujo de su cortedad, de la falta de
confianza para expresar claramente sus sentimientos, delatando que era incómodo seguir,
aunque luchaba para no demostrar su enojo, reprimiendo el gesto y la acción que su
incomodidad pudiera provocar, pero sin evitar que sus ojos le mirasen como se mira al
intruso que conoce nuestro secreto, aquello que no nos confesamos a nosotros mismos, o lo
que se nos ha ocultado.
Al reproducir sus palabras y recordarla allí delante, dispuesta a marcharse, pero inmóvil,
piensa que obedecía a un impulso infantil, tan infantil como su actitud reservada de las
primeras reuniones, en las que se limitaba a escuchar a los demás, poco dispuesta a indagar
en los recovecos de su personalidad anulada por afectos y culpas desmedidas. Fue después
de varias sesiones, al cabo de un mes, cuando, al conocer los problemas de otros jóvenes, se
sintió estimulada.
“Me he relacionado poco con personas de mi edad y si alguna vez hice amistad con
alguien, no he podido alejar de mí la sensación de culpa. No sé bien por qué. También ahora
me parece cometer alguna digresión por el hecho de estar aquí, entre otras personas. He
dicho culpable, aunque no sé si es la palabra que debería decir. Simplemente, no me siento
bien.”
Nunca, hasta ese momento, había hablado de sí misma y lo hizo despacio, confiando en
que alguien intervendría para impedir que continuara. Pero nadie preguntó, esperando que
terminara de exponer su relación familiar y al ver que callaba, sonó un ¿por qué? que la
obligó a seguir.
“Es... como si estuviera traicionando a alguien, a la persona a quien debo corresponder,
a la persona que me ha dedicado su tiempo, olvidando su propia existencia”.
De pronto, enmudeció. Supuso que se arrepentía de haberse sincerado. “En la próxima
reunión podrías hablar de todo eso”, la animó él. “Lo haría si supiera explicarme bien, si
conociera la causa, pero no sé la razón por la cual me siento culpable”, se disculpó. “Hablar
en voz alta mientras los demás nos escuchan es una manera de aclarar las ideas. Obliga a
hacer un esfuerzo para que nos entiendan y cuando los otros nos entienden, empezamos a
entendernos”, le dijo.
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Aquella tarde la reunión se disolvió sin que hubiera vuelto a hablar, y se dio cuenta de
que no iba a ser fácil conquistar su confianza. Cuando se despidió, quiso insistir, asegurarse
de que volvería. “Si prefieres hacerlo a solas, si la presencia de los demás es un
inconveniente...”, se interrumpió al comprender que se excedía en su interés, implicándose
demasiado en una tarea que empezaba a dar sus frutos después de dos meses de prácticas.
No quería perder la oportunidad de eliminar barreras. Ganar su confianza, aproximarse,
suponía en cierto modo un triunfo, después de haber pasado un tiempo de total desconexión
con las personas que deberían ver en él a un aliado.
Semanas después, le sorprendió Ester con una crítica. “Esta normalidad no me parece
normal”, dijo de pronto, “me refiero a que nadie se asombra. Nada de lo que podamos decir
extraña a nadie”. Su tono era amistoso, sólo pretendía mostrar su desconcierto. “Podría
venir a deciros que he matado a mi madre, o que me acuesto con mi hermana y nadie se
alteraría. No es normal. Es una actitud magnánima, que no admite la sorpresa, que no
critica. Y está muy bien, pero el resto de la gente, esa sociedad para la que nos preparamos,
no se comporta así, de manera que no sirve lo que aquí hagamos”.
“Si lo que buscas es provocar el asombro de los demás, te has equivocado, sería mejor
que fueses a contar tu vida a una revista”, le replicó con dureza, “pero si realmente deseas
dedicarte a la sicología, estas reuniones pueden ayudarte, son el lado práctico, un
documento vivo, mucho más vivo que las clases”.
Recordándolo ahora, reconoce que su reproche fue más efectivo que aquel primer
intento de acercarse a ella razonándole, porque a partir de ese momento su participación en
el grupo fue total, hasta que dejó de acudir.
Ha revisado varias veces las conversaciones grabadas, en busca de una pista que le
oriente, que le descubra el motivo por el que abandonó. Son muchas las personas que
desisten después de algún tiempo. Tal vez esperaba una solución. Piensan que exponer sus
problemas es suficiente. En el caso de Ester se trataba de una historia con principio y final.
La ha escuchado en varias ocasiones, sabe casi de memoria toda la cinta. “Mi familia no es
representativa. De niña me sentía orgullosa de esa diferencia, pero a medida que crecí, me di
cuenta de que más que aportarme una experiencia beneficiosa, me había impedido vivir la
normalidad, incapacitándome para la convivencia. ¿Que si me considero insociable? No,
exactamente. No soy insociable.” A la pregunta de si se lleva bien con sus padres tarda en
contestar. La pausa corrobora la duda antes de responder, una duda que se repite varias
veces, cuya huella ha quedado en las pausas, aunque como en este caso asintiera. “Sí, muy
bien, cuando tengo ocasión. Habitualmente...” Ha detenido la cinta tras una larga pausa,
porque Ester se interrumpió. Retrocede. “Sí, muy bien, cuando tengo ocasión.
Habitualmente... la verdad, con mi madre no tuve muchos momentos...” Hay una vacilación.
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Va a decir algo que luego no dice. “Era actriz, muy buena, según creo, eso es lo que asegura
mi padre, una gran actriz, pero apenas pude darme cuenta. Murió muy joven”. Pulsa el
botón de retroceso varias veces. “Murió muy joven. Murió muy joven...” Y al fin, su
pregunta. ¿De veras está muerta?, ¿cómo murió?, que corta el hilo de la historia, al no saber
qué responder. Entran otras voces. El concepto de familia es criticado. “P” se queja de la
protección excesiva. “A” lamenta no haber dialogado nunca con sus padres. “J” expone su
fracaso en los estudios y la dificultad para encontrar trabajo. Al final de esa sesión, Ester
abrió el bolso, sacó el billetero y repartió algunas invitaciones para ir al teatro. En la parte
izquierda, vio la fotografía de un hombre joven y le preguntó quién era. ¿No estarás
casada?, se atrevió a bromear. Quería obligarle a reconocer su dependencia al padre, al que
utilizaba como excusa, poniéndole como obstáculo en la consecución de un fin personal.
Ester cerró el billetero, lo guardó en el bolso y sin responder, se alejó.
En las semanas que siguieron, permaneció callada, aunque era evidente que su interés
crecía al escuchar las confesiones de los componentes del grupo. Y cuando “A” desahogó su
frustración, nacida en el seno familiar, que había instalado en ella la desconfianza del amor
de la pareja, Ester recibió el impulso que necesitaba para continuar. “En mi caso, sucede lo
contrario. Es tan buena mi relación que no creo poder repetirla con otra persona. Pienso que
convivir, depositar mi confianza en alguien que no sea mi padre me defraudará. Me ocurre...
me ocurre que me siento en deuda, no sé bien por qué. Cada vez que decido algo por mí
misma, cada vez que intento pensar sólo en mí, siento que estoy cometiendo una traición”.
Hay una larga pausa que le recuerda el silencio que se hizo después. Nadie quería
interrumpirla, porque el rostro de Ester, demasiado tenso, anunciaba que iba a seguir
hablando, que sus facciones deberían distenderse dejando escapar lo que nunca había
revelado, lo que tal vez acababa de descubrirse a sí misma. Sin embargo, no dijo nada, a
pesar de que los otros intentaron sacarla de su silencio. “¿Traición, a quién?”, le preguntó.
Recuerda su mirada confundida, los labios unidos, frotándose, un gesto que no tradujo en
palabras y no consta en la grabadora.
Aquel había sido el primer paso. Nunca se explicó con las palabras, como lograba
hacerlo con sus prolongados silencios, después de la frase breve, pronunciada con esfuerzo,
un esfuerzo con el que delataba estar descubriéndose sentimientos que no deseaba aceptar.
Los dedos de Rafa hacen retroceder la cinta. “Me he relacionado poco con personas de
mi edad, y cuando lo he hecho, no he podido dejar de sentirme culpable...”
Absorto, no oye entrar a Juana que, reclinada en el marco de la puerta, le interrumpe.
—Y dices que no has vuelto a verla. Bien, yo no me preocuparía tanto. Estoy segura de
que te ha ocurrido en otras ocasiones y no le has dado importancia. No es la primera
alumna, ni será la última, que abandone sin dar una razón ni despedirse.
—Sí. Lo que pasa es que, en este caso, cometí el error de inmiscuirme, y ahora estoy
pagando el precio de haberlo hecho. Pensé que no me costaría ayudarla, tenía en mis manos
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la solución. Quise abrirle los ojos, que aceptara la realidad, que conociera a la persona con
quien vivía. No era mi intención molestarla, ni rebajar a su padre. Me parece estúpido que
se lo haya tomado así. Su relación con mi vecina, Amanda, es casi ejemplar. Lo que yo
busqué fue su acercamiento. Que su encuentro les sirviera para sincerarse. ¿Por qué piensa
Ester que su madre ha muerto? Amanda asegura que vive. Nunca entenderé que resulte más
cómoda la mentira, que decir las cosas como son. A lo mejor, lo que me ocurre es que llevo
poco tiempo preocupándome de los problemas de otros.
—Callar no es mentir. Y muchas veces es preferible a ir dando explicaciones.
—Puede. Pero inventar la muerte de un ser querido...
—¿Y si no la inventó? ¿Y si está muerta?
—Entonces, le ha mentido a Amanda.
—Es tan probable, que yo no me preocuparía.
—Lo que me preocupa es que desistiera. Que dejara de venir a las reuniones no me
parecería tan raro. Que haya abandonado las clases de la Facultad es más alarmante. ¿Por
qué?
—Qué sé yo. Es joven. Quizás pensó que perdía el tiempo aprendiendo que hay que
vivir pendiente del prójimo y escuchar en una grabadora sus desahogos veinte veces antes
de irse a dormir. —Juana sonríe, le divierte su seriedad— Además, no olvides que has
destruido el ideal paterno.
—No hay nada que me divierta en este asunto.
—Perdona. Es que te he visto ya en otra ocasión escuchando esa grabadora.
—Yo no he destruido ningún ideal. Tantas cosas se resuelven en una conversación a
tiempo.
—Casi nada. Estás tan acostumbrado a que las personas vengan a ti como se va al
confesionario, que piensas que es fácil descubrir los sentimientos. Y no lo es. No.
—Sé muy bien que no lo es. Sólo quise dinamitar el muro que les separaba, facilitarle el
camino.
—Y hasta es probable que lo consiguieras. Resuelto el problema, ya no te necesita.
Sabes, en mi opinión, el rarito eres tú. ¿Cuánto tiempo llevas aquí, escuchando la cinta? La
has hecho retroceder varias veces, no lo niegues, ni siquiera me oíste llegar. Estabas absorto.
No tiene nada que responder. Se ha quedado mirando la grabadora, luchando con la
tentación de volver atrás, de recuperar la voz nuevamente.
—¿A qué viene ahora tanto interés? Si no me equivoco, ha pasado casi un año. No te
imagino obsesionado, poniendo la cinta una y otra vez. Dime una cosa, ¿es esa joven la
razón de que no hayas vuelto al piso que le dejaste?
—No. Aunque, esa mujer, Amanda, hace que me sienta incómodo. Hoy no me ha
llamado, pero cuando lo hace se pone muy pesada. Confiaba en que le resolviera el
crucigrama.
—¿Qué crucigrama?
—No sé si te lo he dicho. A raíz de aquel encuentro, sospechó que padre e hija sintieron
lo mismo. El resultado fue, que él tampoco volvió a casa de Amanda. Veinte años de
relación y, de pronto, deja de verla.
—Muchas relaciones se rompen, sin que aparentemente haya ocurrido nada. Basta
recapacitar un poco…
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—Amanda no lo ve así. Y si hubo algo entre ellos, me lo oculta. Está sorprendida. Su
sorpresa no parece fingimiento. Aunque no me lo dice, en el fondo siente que soy culpable
de todo. La idea fue mía. Sabe que le dejé el piso a Ester, sabe que era su hija. Tengo que
admitir que no me apetece regresar a aquella casa, no quiero enterarme de nada. Ya ves, es
allí donde guardo mis libros, donde he pasado los mejores años.
—No me creo que no hayas ido.
—Si he de ser totalmente sincero, he ido alguna vez. Pero he tratado de rehuir el
encuentro. Toda esta historia pesa en mi ánimo como un grave error.
—Y ahora somos un par de idiotas elucubrando acerca de personas que no conocemos.
Qué más te da a ti lo que haya sucedido después. No son tu familia. No eres responsable de
los actos de todas las personas que pasan cerca de ti, ni siquiera de las que vienen a contarte
sus problemas.
Mientras le hablaba, él ha vuelto a pulsar la tecla y aguarda con gesto intrigado la frase
que le dé la clave, algo que está en su mente, tal vez una certeza que no se atreve a
comunicar a nadie, demasiado habituado a escuchar, sin argumentos ni razones que
expliquen su propia actitud.
“... alguien a quien debo corresponder, porque me ha dedicado su vida, olvidando su
propia existencia... Es tan buena mi relación que no creo poder repetirla, poder repetirla…
poder repetirla...”
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3
Algo había fallado, no sabía qué. Durante años se vanaglorió de su capacidad para captar
el deseo, la apetencia o el trauma que conduce a obsesionarse con un objeto determinado. Le
bastaba repasar con la mirada al posible cliente para deducir del atuendo, del tic inadvertido
que dobla un dedo, obliga a recogerse una crencha, a frotarse un punto de la cara para
traducir del gesto ese anhelo oculto que convierte al indiferente en observador interesado, la
pieza que él cazaría con destreza llevándole por la senda de una ansiedad incipiente, hasta
volverle ávido, hasta crear la necesidad que le haría echar en falta la posesión de lo que
antes de ese momento no supo que debería poseer. Pero algo falló esta vez. Casi no podía
creerlo. “Usted sabe tan bien como yo que este trasto no sirve para nada. Lo suyo son
palabras”, había dicho ella. Su mano tembló un instante al señalar una tira de cuero, perdido
ante el rechazo que derribaba con brío su discurso. No le ofendía tanto verse calificado de
charlatán, como haberse equivocado en su juicio sobre la mujer. La había visto en varias
ocasiones delante del escaparate contemplando este mismo cofre tallado que ahora cerraba
delante de él, sobre el mostrador, con mano firme, tan firme como rotunda era la frase.
“Usted sabe tan bien como yo que este trasto no sirve para nada.”
De pronto, se derrumbaba su entusiasmo, sintiendo el dardo de sus palabras atravesando
veinte años de profesión, una profesión que sentía, para la que vivía creando cada día
nuevos métodos de acercamiento al cliente. Porque lo suyo se trataba de un arte que iba más
allá de un medio de vida, un arte que establecía un vínculo entre el objeto y la persona,
después de haber atrapado de uno y otro el lado oculto con el que armonizarían, uniéndolos
para siempre.
Con la velocidad del relámpago, vino a su mente aquel lejano día en que descubriera,
por casualidad, la magia que emana de las cosas, por encima de su utilidad. Fue en su
primera escapada al extranjero, siendo estudiante de arquitectura en busca de la antigüedad,
cuando sin dinero ni amigos, palpó la estilográfica en el bolsillo interior de la chaqueta.
“Ahora los jóvenes no lleváis chaqueta, no usáis estilográficas, algunos ni bolígrafo.”
¡Cuántas veces le contó a su hijo aquella aventura! Cuántas veces le vio sonreír sin
comprender su audacia, expresando con su displicencia “a mí no va a pasarme, para eso
están los cheques de viaje y las tarjetas”, que su rollo estaba fuera del tiempo que ambos
vivían. Su hijo no podría nunca comprender la angustia de aquel momento, ningún joven
podría, seguramente. “Sin dinero, sin amigos, teniendo que salir adelante. Grecia estaba
muy lejos, mucho más que hoy, que se va en tres horas en un vuelo directo. Apenas lograba
hacerme entender por señas. Entonces, descubrí mi estilográfica en el bolsillo, la mostré en
medio de la plaza de la Concordia. La levanté por encima de las cabezas como si se tratara
de un trofeo”.
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La gente le miró creyendo que estaba loco, porque gesticulaba, convirtiendo cada
ademán en una acción trascendente, al quitarle la capucha, al tomar el periódico de un
viandante, para escribir en él con caracteres griegos el nombre de la plaza. Varias personas
se detuvieron, sospechando que se había perdido y buscaba orientarse, momento que
aprovechó para mover la mano hábilmente sobre el papel con el fin de escribir el mismo
nombre en cuatro idiomas, cuatro lenguas, cuya traducción pudieran reconocer. Era inútil
hablarles, por eso trató de que sus gestos fueran elocuentes. Al poco rato se vio rodeado de
un círculo de personas que discutían entre sí para explicarse unos a otros lo que realmente
necesitaba aquel muchacho extranjero perdido en Atenas. Sólo uno de ellos leyó con interés
las letras, el trazo distinto, y reparó en la pluma. Él la puso entre sus dedos y le invitó a
escribir algo. El hombre dibujó un garabato que debía ser su firma y sonrió satisfecho.
Todos miraron entonces las letras así estampadas, los caracteres griegos y latinos, y se
fijaron luego en la estilográfica que en su mano parecía tener alas para crear figuras
distintas, un pájaro, una flor. Todos empezaron a mirar su mano, como si pensaran que las
formas que iban quedando en la hoja de periódico se debían a una cualidad especial de la
pluma, una cualidad que podrían adquirir si la compraban. Extendió el periódico delante del
grupo y alzó de nuevo el instrumento que producía signos diferentes. Nunca supo si la
magia que hizo detenerse a un buen número de personas provenía de su misma letra, del
objeto mostrado, o de la contundencia de sus gestos, queriendo atraerles sin voz, porque
ellos se fijaban en él, en sus manos, en la estilográfica, en las palabras escritas, como si la
tinta tuviera el poder de transformar la lengua y la cualidad de dibujar, confiriendo destreza
a la mano más torpe. Lo sorprendente fue que al pronunciar una cantidad, varios hombres
quisieron comprarla. Quizá era más singular de lo que él pensaba. En aquel instante lamentó
no llevar los bolsillos repletos de estilográficas. Les había mostrado su ligereza colocándola
en el bolsillo, fijándola en el borde de la camisa, junto a la botonadura. Nada nuevo, y sin
embargo, su actitud en medio de aquella plaza de una ciudad extranjera lo convirtió en
originalidad, descubriéndole a él mismo la atracción del objeto, por encima de su servicio, o
su belleza. Aprovechando el momento de hipnosis, buscó en sus bolsillos, en los que
conservaba un lápiz de varios colores, y se dedicó a mover la diminuta clavija que hacía
salir la mina verde, la azul, la roja, dibujando con cada una de ellas el nombre deseado. La
necesidad le confería el arrojo que nunca tuvo. De pronto, en una tarde calurosa, rodeado de
gente extraña, se sorprendió al detectar ese vínculo desconocido entre el objeto y la persona,
un vínculo que brota con rapidez, anulando toda reflexión y concede a las cosas su
importancia, al reparar en los entresijos, en las pequeñas piezas, su interior, el material, todo
lo que se transforma súbitamente y lo convierte en una especie de amuleto, algo cuya
posesión puede ser un fin.
Al día siguiente volvió a la Acrópolis. Quería contemplar de nuevo todo lo que sus ojos
habían admirado poco antes, lo que desde lejos poseía la grandeza que el paso del tiempo
concede a la piedra, al esfuerzo de los hombres unidos. Entonces comprendió la fascinación
que no emanaba de la piedra, que no pertenecía intrínsecamente a la obra de arte, más
intuida que percibida, y se convenció de que también allí se establecía un vínculo casi
sagrado que magnificaba todo lo contemplado y alcanzaba al propio observador.
23
Después de aquel viaje, sin ser del todo consciente, se perfiló su futuro. Fue a partir de
entonces cuando empezó a mirar todo lo que le rodeaba considerando el pro y el contra, el
material del que estaba hecho, la utilidad, la armonía del objeto con el entorno. Al año
siguiente había abandonado la carrera para dedicarse a ofrecer a los demás todo aquello que
pudiera formar parte de su vida.
Miró a la mujer y se sintió defraudado. “Usted sabe tan bien como yo que este trasto no
sirve para nada”. La frase venía a derribar una convicción mantenida a lo largo de veinte
años. ¿Cómo podía haberse equivocado tanto? Él presumía de poseer una intuición especial
que como un aparato de Rayos X detectaba las apetencias del posible comprador.
—¿Ha reparado en la perfección de su tallado? —dijo, sin darse por vencido, mientras
sus dedos señalaban la tapa, y miraba el brazo de la mujer envuelto en el chal.
No era vieja, ni joven. No era clásica ni moderna, pero había algo en ella que le hizo
pensar en una afición por las antigüedades. Tal vez fue aquella manera de enroscar el chal a
su brazo, anudado desde la muñeca, para caer luego hacia la espalda, después de rozar su
cuello. No era lo usual. Había en la mujer algo diferente, que no casaba con su repentina
displicencia al rechazar el cofre. Por otra parte, estaba seguro de haberla visto detenerse
delante del escaparate en varias ocasiones, sin decidirse a entrar. Adivinó que el objeto de su
contemplación era este cofre, en el centro, rodeado de bagatelas que no podían interesar
tanto. Su insistencia, al pararse cada vez que pasaba por delante de la tienda, le hizo
presentir su deseo, esa lucha interna del que codicia un objeto con afán de coleccionista, sin
desoír la voz que condena el capricho, por excesivo e inútil. Cuando la vio al fin entrar en la
tienda, no tuvo ninguna duda. El deseo era más fuerte que la sensatez imponiendo su
tacañería. Fue a su encuentro. No quería dejar en manos de otro el placer que le producía
desvelar los secretos íntimos del cofre, la magia que los años y la habilidad de manos
desconocidas le habían transferido con su amor. Ella le escuchó con interés. Creía haberla
convencido, viendo en sus ojos la complacencia, aunque nada dijera al principio, mientras él
se embalaba en un discurso que duró varios minutos, antes de que la joven pronunciara la
desafortunada frase que rompía el encanto, destruyendo el vínculo, cuando más convencido
estaba de la fortaleza del vínculo, la que siempre construía con palabras, argumentos que
nacían de largas reflexiones, sin permitirse nunca la frase hecha, ni el tópico facilón.
Cuando ya la creía conquistada, le sorprendió su frialdad. Todo se derrumbó. Porque no dijo
las palabras que los clientes utilizan como contrapunto, antes de caer sumisamente en manos
del vendedor. No dijo, “es demasiado grande”, o “no sabría donde ponerlo”, o “no hace
juego con la decoración”, o “mis muebles son de metacrilato”. No. Se limitó a despreciar las
cualidades del cofre, dudando del servicio que podría prestarle. La actitud de la mujer, su
desprecio, vino a deshacer momentáneamente sus convicciones, quedándose atrapado en el
agujero de un error que le obligaba a aceptar su ignorancia, su falta de intuición. Y eso no se
lo perdonaba. Trató de sonreír, mientras seguía preguntándose con qué fin había entrado allí,
si nunca deseó adquirir el cofre que durante días vigiló desde el otro lado del escaparate.
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Como si pudiera leer sus pensamientos y le urgiera darle una respuesta, la mujer se
dirigió al dependiente y pidió que le mostrara un escorpión. Lo observó durante un rato, lo
acarició y, sin más, decidió llevárselo. Esta compra rápida de una baratija de escaso valor,
destrozaba el corazón del vendedor frustrado que se consoló diciéndose que su equivocación
partía de aquel primer juicio que confundía el objetivo de la compradora. “Lo que miraba
era el escorpión. Nunca le interesó el cofre”, pensó, mientras salía a la calle para contemplar
desde ella el escaparate. Una vez allí, comprobó con sorpresa que no había ningún escorpión
y por lo tanto no podía haberlo visto, porque el que compró había salido de una vitrina
interior. su decepción era demasiado grande, le impedía volver a colocar el cofre único en el
centro del escaparate, considerando que su excesivo amor hacia un trabajo artesanal le había
confundido.
Al recordar nuevamente el escenario de aquel instante vivido en un país extranjero que
le convirtió en vendedor en unas horas, sonrió ante la ironía. Lograr convencer a los demás
del valor y la utilidad de algo insignificante, fue más fácil entonces que persuadir ahora de
la belleza y el testimonio que encerraba cada curva, cada porción de madera combinada con
el cuero y el metal. Quizás era un síntoma claro de su propia decadencia como vendedor.
Depositó el cofre en una vitrina en el interior del establecimiento y olvidó el incidente,
aunque no lograse borrar el sentimiento de fracaso que pesaba en su ánimo. Y hasta es
posible que se hubiese planteado su continuidad en un negocio que durante años le
proporcionó más satisfacciones que fracasos, siendo intermediario entre el ser y el
objeto, si una nueva sorpresa no hubiera venido a destruir su seguridad, al enjuiciar
actitudes que durante años representaban la clave del deseo y el trauma.
Dos días después, reapareció en la tienda aquella mujer que no era joven ni vieja, ni
clásica ni moderna. Ya no lucía el chal. Cubierta con un blusón que le daba otra apariencia,
casi no habría podido reconocerla. Pero su voz seguía siendo igual de sonora, casi musical,
cuando preguntó al dependiente por el cofre. Desde el interior, escuchó el tono preocupado
y adivinó su ansiedad. Asomó la cabeza. Quería cerciorarse de que era la misma mujer que
días antes respondiera con tanta indiferencia. Parecía tener prisa. Sin objetar nada, dio las
señas donde debería enviarlo, hizo que lo apartara, pagó y salió, sin haber mirado apenas el
cofre, como si se tratase de un encargo, una compra ajena a su deseo. Cuando se marchó,
quiso comprobar la venta, asombrado de la rapidez con que se había realizado. Al acercarse
al mostrador, miró inconscientemente en la vitrina el lugar vacío, mientras el dependiente lo
embalaba cuidadosamente. El empleado sonreía complacido, halagado por un logro que le
colocaba por encima de su patrón y, al ver que no le felicitaba por la venta, pensó que hasta
era posible que en adelante añorase el cofre, al menos no parecía que le molestase tanto
como a él contemplarlo durante meses, sin poder deshacerse de su presencia. Una pieza
única que nadie iba a adquirir nunca, llegó a pensar, pero no lo dijo, no quería contrariarle.
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—Al fin se decidió —se atrevió a decir.
—Es una pieza demasiado valiosa. No puede ir a parar a cualquier casa.
Fue entonces cuando el empleado opinó, sin pensar si se trataba de una excusa, o un
deseo de consolar al dueño por no haber consolidado él la venta, que había ido a parar a
buenas manos.
—Es una actriz. La vi actuar una vez en El Marquina.
—¿Una actriz? Qué extraña actitud la suya —se limitó a murmurar.
Se miraron ambos sin que ninguno de ellos lograse comprender lo que el otro estaba
pensando.
El triunfo del empleado y el desconcierto de su jefe, les impidió ver al hombre de
cabellos negros, demasiado negros para su rostro ajado, que permanecía quieto delante del
escaparate desde hacía un rato. Tampoco le habían visto llegar cuando la mujer estaba
ultimando su encargo, ni podían sospechar que fuese la ausencia del cofre la causa de su
interés.
El hombre aguardó durante unos minutos, antes de reanudar su camino, después de
haberse dirigido a la puerta sin decidirse a entrar. Por eso no pudieron sorprenderse cuando,
días después, les visitó diciendo estar muy interesado en el cofre. No era raro que alguien
quisiera comprarlo, aunque no parecía ser la clase de persona que suele adquirir una
antigüedad... Sin embargo, el hombre demostró ser un entendido, al describirles el cofre con
todo lujo de detalles, convenciéndoles de que conseguirlo sería para él recuperar un trozo de
su pasado. El empleado había pasado al interior a consultarle; “¿Le doy las señas? Dice que
puede ofrecer más de lo que vale. A lo mejor, esa mujer, la actriz, prefiere vendérselo”.
No era su norma ir facilitando direcciones, pero el hombre parecía tan interesado, que al
fin accedió a dárselas.
Una semana después, se presentó en la tienda un señor, cuyo rostro no le era del todo
desconocido, preguntando por el actual dueño del cofre. Hizo que le atendiera el empleado.
No quería desvelar su identidad. Había visto en alguna ocasión su rostro sin arrugas y
aquellos ademanes que delataban una pulcritud tan estudiada como su forma de vestir. Le
dijo al empleado que si le pedía las señas, se las diera, sin más.
—Pero, no sabemos quién es. Ha preguntado por el comprador. Le interesa el comprador
más que el cofre.
—No importa. Déselas. Tanto tiempo sin venderlo, y ahora todos lo quieren. Vaya, vaya,
déjeme en paz —fue todo su comentario.
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4
Había pasado la mañana recorriendo el monte desde el que podía divisar los pueblos
igual que manchas esparcidas en la lejanía. No sabía por qué lo hacía, qué buscaba cada vez
que salía de casa con el ánimo de acaparar alguna imagen nueva. Nada lo era, por más que
él tratara de hallar un ángulo que le proporcionase esa visión personal que sólo la mente o el
corazón consigue alguna vez.
Durante algún tiempo se entusiasmó permitiéndose la libertad de recomponer el paisaje
incorporando imágenes ajenas a él, imágenes que parecían velar con su presencia un espacio
sin nombre que servía de fondo a rostros y cuerpos suspendidos allí, cual fantasmas, testigos
de épocas diferentes. No le interesaba captar lo que todos veían y conocían. Lo real
representaba ese primer paso que daría lugar a mundos oscuros, insospechados, que ponían
delante de los ojos del espectador poco imaginativo la intuición de un enigma. No sabía la
razón que le había guiado hasta allí. No era asiduo a las tertulias. Escuchó, sin proponérselo,
cómo solucionaría uno de los contertulios el problema de Bosnia, para acabar con la guerra,
mientras un Joven expresaba su disconformidad y una mujer madura largaba una
conferencia, convencida de poseer la fórmula que remediaría el paro en toda Europa. Oía las
frases agresivas, entremezcladas, y las voces apasionadas elevándose una sobre otra para
imponerse, cuando reparó en la joven que observaba los rostros en silencio, sin participar en
las múltiples discusiones que cada parecer engendraba. Daba la sensación de que se sentía
apabullada. No dejaba de mirar el rostro de la persona que en ese momento emitía su
opinión y a ratos le pareció que iba a abrir los labios para contradecirle, para oponerse con
algún argumento, algo que en silencio había razonado mientras le escuchaba y se arrepentía
antes de airearlo, porque luego, sin abrir la boca, hacía un mohín que podría traducirse por
un “qué más da”, que daba portazo a sus propias conclusiones y sus ojos se detenían en el
rostro que a continuación gesticulaba con cierto apasionamiento, para enfatizar cada frase,
colocándola a la altura a la que en esos momentos se había llegado a base de críticas y
conclusiones.
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Al descubrirla allí, incómoda, presintió que aquella joven se había equivocado de
reunión, como él mismo, poco dado a la discusión a pesar de ser el promotor de tanta
algarabía, sirviendo sus propios intereses. Por eso le llamó la atención ver un rostro nuevo,
aunque tenía la impresión de conocerla. Seguramente, habría ido en compañía de alguien, y
sólo buscaba matar unas horas de aburrimiento, tomar una copa, divertirse, sin sospechar
que iba a encontrarse rodeada de conferenciantes dispuestos a pelearse por una frase mal
interpretada, dando vueltas y vueltas a cada opinión, con el único fin de colocarse encima,
hacer que su voz sonara más fuerte, que su opinión prevaleciera sobre las otras.
Miró las fotografías expuestas en las paredes, apenas visibles en la semipenumbra del
café, y se dijo que al menos él tenía una razón para estar allí, aunque, en verdad, nadie
contemplaba su obra. Pese a todo, no podía ocultarse cierta complacencia al verla repartida,
devolviéndole con su casi anónima presencia la fe en un trabajo del que en otros momentos
deseó huir, convencido de que no eran sus ojos los que creaban aquellas imágenes, ni su
destreza. Todo existía ya y podría ser captado por tantas otras cámaras, demasiadas cámaras,
demasiados ojos, tantos que sólo pensarlo le hacía desistir en su empeño de ser cada día más
original. Saber que nunca iba a descubrir nada, por muchas combinaciones que hiciera,
convertía su trabajo en una tarea estúpida. Alguna vez se preguntó de dónde le venía aquel
afán suyo de perseguir la diferencia, lo inaudito. lo sorprendente. Y se contestaba que la
rutina vivida desde la infancia había sido el motor de todas sus insatisfacciones actuales.
Sumido en la desazón que le producía contemplar sus fotos y no saberse dueño ni
creador absoluto de las imágenes, ahora prisioneras, como el pájaro que se arrebata al
paisaje para introducirlo en una jaula, dejó de atender a los razonamientos que iban
amontonándose, cruzados, en una discusión múltiple y acalorada. Observó el rostro de la
joven luchando por evadirse de aquel insensato guirigay y tradujo de las arrugas de los
párpados una fatiga que alteraba su gesto, queriendo escaparse. Poco después la vio
levantarse, ir hacia la barra, pedir algo. Pero, en lugar de volver a la mesa, se quedó allí, de
espaldas, como si buscara un respiro, alejada de los otros. Fue entonces cuando decidió
acercarse. Ella acababa de mirar el reloj, tal vez esperaba a alguien, mientras daba un
pequeño sorbo al whisky
—Hablan demasiado —se quejó él, mirando hacia la mesa—. Seguramente no tienen
ocasión de hacerlo cuando están con los suyos.
La joven no prestó atención a su comentario. Se limitó a mirarle con bastante frialdad.
De su indiferencia dedujo que no le entendía, o no deseaba darle la razón, porque habría
detectado en su tono un reproche con el que no estaba de acuerdo. Insistió, suavizando su
crítica.
—Me pasa a menudo. Vengo para encontrarme con alguien dispuesto a decirme algo,
aunque sea “buenas tardes”, y ¿qué me encuentro? Esto. Esto es lo que me encuentro, que
no hay tiempo ni para un saludo. Así que empiezo a beber y sin darme cuenta acabo trompa.
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Ella sonrió, le miró un instante, y pronunció un “buenas tardes” que sonó demasiado
irónico.
—Crees que exagero, ¿verdad?, lo noto en tu sonrisa. Quieres disimular que te burlas,
pero te burlas. Lo que te digo es cierto, me siento un poco perdido, no tengo con quien
hablar. ¿A ti no te pasa?
—¿El qué?
—¿Cómo que qué? —la miró desconcertado, dudando si debería continuar—, lo de
ponerse trompa. Si no hablas, bebes, y si bebes, acabas...
—Diciendo tonterías —completó ella—. No. A mí no me pasa.
—Mejor para ti. Me gusta escuchar, no creas. No suelo hacerlo... me refiero a
“escuchar”, mi trabajo no me lo permite, a no ser que hable con la cámara, y todavía no he
llegado a eso. Así que, me vengo aquí de vez en cuando, para enterarme de lo que dicen los
demás.
—Ya. ¿Y te has enterado?
—No.
—Tampoco te he visto tomar parte. No has hablado.
—Me fatiga hacerlo. En realidad, vengo por cuestiones de trabajo. Las fotos que ves ahí
colgadas son mías. He dicho que las ves, pero no las ves, estás de espaldas. ¿Te extraña que
las haya colgado? Quizá no sea lo más apropiado, me refiero a lo de exhibirlas en un lugar
como éste. Nadie las mira. Y si las mira, es todo lo más que hace. Pero en algún sitio tengo
que ponerlas, después de haber trabajado tanto, porque no son fotografías corrientes, eso
tendrás que admitirlo. Míralas, míralas, no cobro por mirarlas.
Le molestaba que la joven no se interesara. Habría sido una cortesía por su parte girar la
cabeza, hacer un intento por descubrir su obra, en vez de repiquetear con los dedos
impacientes la madera de la barra y sorber otro trago, concentrada en el vaso, sin atender a
sus palabras.
—¿Esperas a alguien? ¿Te molesto?
Ella se sorprendió de que fuese tan directo y se encogió de hombros, como si no supiera
qué responder.
—Oye, a ti te pasa algo, seguro. ¿De verdad no quieres ver mis fotos?
Fue entonces cuando se volvió. Lo hizo lentamente, hasta que su rostro quedó en línea
recta a la altura de una de las fotografías colgada en la pared a dos metros de distancia.
—¿Qué es? —preguntó, aunque sus ojos inexpresivos no mostraban asombro y más bien
parecía sentirse obligada a corresponderle después de su insistencia.
Él pasó por alto su indiferencia, demasiado anhelante para desaprovechar la ocasión de
explicar el motivo de aquellas imágenes.
—Te sorprende, ¿eh? No me extraña. Lo normal es que te hayas sorprendido, porque yo
no fotografío lo que todos ven, no. Busco algo más. A partir de la imagen, de la sombra, la
luz, lo insignificante, y lo más bello, creo, reúno, transformo. En una palabra: me lo invento.
Te estarás preguntando que por qué lo hago. No, no me lo preguntes, te lo explico. ¿Qué
mérito tendría que mostrase aquí rostros y paisajes que cualquiera puede contemplar, en
cualquier parte, a cualquier hora del día, sin que le atraiga lo suficiente para llevárselo a su
casa, o archivarlo en su mente con objeto de recordarlo alguna vez, o meterlo en un álbum
para enseñárselo a los amigos...?
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Se había lanzado, sin pausa, perdido en el propio entusiasmo.
—Si me enrollo, me cortas, es mi defecto.
—Qué raro. Acabas de decirme que te fatiga hablar.
—Y es verdad. Me fatiga. No suelo hablar cuando trabajo. Y si estoy con otra gente,
prefiero dejar que opinen ellos. Si hablara, no trabajaría bien. Y opinar cuando los otros
opinan, no me resulta fácil, aunque todavía no sé qué pasaría si lo hiciera, porque nunca lo
he hecho. Me he perdido... Verás... ¿dónde estaba? Ah, sí, lo que pasa es que depende del
tema, si es de lo mío, como lo tengo aprendido, y no puedo negar que me entusiasma, pues,
no sé nunca dónde cortar. ¿Te has fijado en el otro, el que hay en el rincón?, aunque no lo
parezca, es el cuerpo anciano de mi madre.
—¿Tu madre?
Rió él entonces. Al fin había conseguido interesarla.
—Lo sabía, sabía que te ibas a sorprender. No falla. Nunca falla. Así es como yo la
recuerdo. Es que soy algo poeta. Intento cazar, fíjate que digo cazar, no captar. Lo que hago
con mi cámara es cazar una imagen que sea moldeable, traducir en ella mis sentimientos, la
visión que yo tengo, ya sé que es difícil de entender.
—No te preocupes, me estoy esforzando, aunque cuesta de adivinar que sea tu padre
—ironizó la joven, tratando de penetrar con sus ojos la foto. Dio unos pasos para acercarse.—
Lo siento —dijo— por más que me esfuerce, solamente veo un árbol, un eucalipto, ¿no?
—Sí, un eucalipto. Fuerte. Alto, de olor saludable, capaz de desatascar los pulmones
cuando se aspira su vaho. Crece por encima de los otros y sus raíces se extienden
generosamente, sus hojas se multiplican, igual que los días…
Hizo una pausa para darle tiempo a emitir su opinión. Pero ella no parecía dispuesta a
darla, atenta, casi absorta, en su afán de interpretar imágenes. Sospechó de su silencio que
aguardaba más información, y continuó.
—Todo puede modificarse, ¿no es maravilloso? Siempre actúo libremente, plasmando
una realidad que, aislada, no aporta nada y, sin embargo, al formar parte de un conjunto
sirve, acentúa, ennoblece, estimula...
—Y eso es... así, o se trata de una mancha, porque una hoja no parece —preguntó,
mientras su meñique se movía medio encorvado por la timidez, la misma que le obligaba a
suavizar el tono, ya sin ironía, y casi pidiendo disculpas anticipadamente por su ignorancia.
—Es una flor, una hermosa flor, una cala, ¿a que es bonita?, saliendo del tronco, bajo las
finas hojas...
Ella le miró aturdida y no encontró seguramente las palabras que debería pronunciar
para no defraudarle, porque no dijo nada.
—Ya sé, ya sé que no es posible, que nunca brotará una cala de un tronco de eucalipto.
Es mi visión personal, y mi libertad. Lo realmente válido es la significación que aporta. He
sacralizado el árbol. Esa flor completa la imagen, el símbolo de esa fortaleza maternal...
Esperaba que ahora le daría la razón y empezó a vanagloriarse de su capacidad de
inventiva. Si ella le respondiese en este momento, “no digas más chorradas, yo no veo a tu
madre en ese árbol, aunque no la conozco”, se habría echado a reír. Pero no parecía
dispuesta a llevarle la contraria, por más que desconfiara de sus explicaciones y no
aceptara todo lo que dijese, porque se puso seria. Su seriedad casi le hizo desistir a él, por
temor a pasarse de rosca, al no saber discernir si su gesto ensombrecido era provocado por
un sentimiento de agravio, o se debía a simple incomodidad por tener que prestarle atención.
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De todos modos, había algo extraño en ella. Estaba seguro de que algo le preocupaba,
causándole el ensimismamiento que le mantuvo callada al principio, y le inclinaba ahora a
escucharle para salir de él. Tal vez no llegó la persona que aguardaba. Aunque podría ser, al
contrario, que se hubiese refugiado allí para evitar a alguien que le hacía sentirse incómoda.
La observó mientras se llevaba el vaso a los labios, sin darse cuenta de que estaba vacío.
Él tomó el vaso para colocarlo en la barra. La mano de la mujer se quedó en el aire,
indecisa.
—Parece que en lugar de un vaso, te he arrancado algo valioso. ¿Quieres otro?
Ella movió la cabeza rechazando su invitación y abrió el bolso.
—Desde luego, está claro que no te gusta hablar nada. A tu lado soy un charlatán
—opinó, queriendo retenerla— ¿no vas a dejarme que te explique las razones que me
llevaron a cazar las cuatro imágenes que asemejan ser una, a pesar de que son cuatro, con el
fin de…?
—¿Nunca has fotografiado personas?
La pregunta le dejó sin habla. Era aquel tono que empleaba, haciendo que cada palabra
pareciese trascendente, aunque no expresara nada de particular.
—No. Prefiero los objetos, el paisaje, un edificio, una calle. Combinaciones, algo que
sorprenda, que...
—Que necesite ser explicado.
—No, no, lo que importa es el impacto, lo que la imagen comunica.
—Pues yo prefiero a las personas. Un rostro comunica mejor que un objeto.
—Oye, ¿siempre eres así?
—Así, ¿cómo?
—No sé. Hablas muy bien, pero no gastas la voz.
—Perdona, me voy.
—¿No te gustaría ver mi obra? Está bien, soy un pesado, lo admito, no me mires así, por
favor. Lo que me pasa es que no suelo tener oportunidad de hablar de mí, ni de mi obra. Si
te ha molestado toda esta historia del eucalipto, olvídala. Era una broma. Has sido muy
amable siguiéndome la corriente todo el rato. Y muy paciente, sí. Ya ves, me ilusiona
colgarlos aquí. Los de la tertulia son amiguetes míos, y muy intelectuales, pero nada. Les
han echado un vistazo y se han sentado para hablar de política. ¿De verdad no quieres venir
a mi estudio?
—¿No se enfadarán tus amigos si te marchas?
—¿Estos? Ni se enteran. Vamos, te enseñaré un mural compuesto por cuatro ciudades de
cuatro países diferentes. Si adivinas el nombre de cada una de ellas, te invito a cenar.
—¿Vives lejos?
—No. Aquí al lado.
Casi le sorprendió que aceptase su invitación, sobre todo porque su actitud había
cambiado y hasta parecía complacida de poder acompañarle hasta el estudio, a pesar de que
no mostraba mucho interés en conocer sus fotografías. Percibía cierto automatismo en sus
ademanes, en su manera de andar, como quien no va a parte alguna, y en las respuestas
vagas, breves, dejaba ver más aburrimiento que otra cosa, una apatía que le impedía tomar
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partido, y todavía menos entusiasmarse. Una actitud que no casaba con su indumentaria
desenfadada que le hizo imaginarla más joven de lo que en realidad era. Al pasar bajo la luz
del farol, detectó cierta tensión en sus mandíbulas y supuso que su falta de interés podría ser
cansancio. Extraño le resultó que, pese a la indiferencia manifestada, se hubiese avenido a
aceptar su proposición, dejándose llevar sin asombro, hasta colocarse delante del mural
que había prometido enseñarle en su estudio.
—¿Qué te parece? A simple vista es una imagen corriente de cualquier zona urbana.
Pero si te fijas, no es tan corriente. Concéntrate, a lo mejor, lo aciertas y te invito a cenar. No
es fácil, no creas, tuve la precaución de tomar imágenes que no son reconocibles, vamos,
que no iba a fotografiar la Torre Eiffel o la de Pisa, puedes suponerlo. No, si ya sé que no es
fácil que lo aciertes. Pero, siéntate. Tienes mucho tiempo, todo el que necesites.
Se fue un instante al baño. Quería dejarla sola, que se sintiera como en su casa, que
mirase al fin un punto determinado, dispuesta a desentrañar el modelo. Al volver a la sala, le
sorprendió verla delante de un cuadro más pequeño, en lugar de observar el gran paisaje
urbano. Estaba tan absorta que no le oyó llegar y su pregunta le produjo sobresalto.
—Veo que te gusta ese cuadro. Es uno de mis primeros trabajos.
—Es original. Dijiste que nunca fotografiabas a las personas.
—Ahora no. Al principio, sí, como aprendizaje.
—¿Son familiares?
—No. Rostros, solamente rostros.
—Eso ya lo veo.
—Pertenecen a personas famosas, de épocas distintas, de profesiones diferentes. Los
reuní en círculo, girando, giran aunque no lo adviertas.
Tampoco ahora se escandalizó, absorta en el rostro de mujer sin contorno, evaporándose
en un resplandor que daba a sus ojos, su nariz y su boca la apariencia de un mensaje.
—Cuesta distinguir si es hombre o mujer, porque están muy retocados, pero hay rasgos
indiscutibles.
—Uní los rostros, ¿ves? —dijo poniendo un dedo sobre el cristal— Difuminé sus
mandíbulas, sus ojos, y sus bocas y narices quedan suspendidas ahí. No tener mandíbulas
les iguala.
—Pero los ojos conservan la mirada, y en ella se aprecia la diferencia. Este es un rostro
de mujer.
—Lo es —aceptó admirado.
—Me gusta.
—Nadie me compraría una foto donde aparece irreconocible, lo sé, pero fue un
capricho.
—Yo sí te la compraría —susurró
—Porque no eres tú.
Lo afirmó convencido de que ella bromeaba, resarciéndose con su alabanza de las burlas
anteriores. No podía creer que fuera sincera.
—Lo de esos rostros me ha dado una idea, acabas de inspirarme y eso siempre es bueno.
El próximo paisaje que cace por ahí irá acompañado de algún rostro. Podría ser el tuyo. ¿Te
lo imaginas? Flotando en el espacio, sobre un bosque, un valle, un estercolero…
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Vio que ella hacía ademán de marcharse y se interrumpió.
—¿Cómo? ¿Te vas ya? ¿Y mi invitación a cenar, no sirve?
—No he adivinado el nombre de las ciudades.
De nuevo le sorprendía verla dirigirse hacia la puerta sin pronunciar una despedida, ni
decir su nombre. Antes de salir, se volvió hacia él de repente.
—Quiero hacer un trato contigo.
—Un trato. Suena raro... pero, adelante, soy una persona asequible, estoy dispuesto a
todo.
—Puedes aceptarlo o no. Si me dejas venir a verte todas las semanas, te pagaré una
cantidad de dinero, la que estimes suficiente.
Le costaba creer que lo hubiera dicho. “Dinero”, pensó, era lo menos que podía esperar.
“Dinero”.
—¿Pagarme? ¿A mí? ¿Por qué?
No le ofendía, simplemente estaba asombrado. Nunca lo habría imaginado. Y parecía
una proposición muy normal, porque ella aguardaba su respuesta como si se tratara de
contratar un trabajo, sin sospechar que le ofendiera, animándole con naturalidad con un “¿te
hace?” que le desconcertó todavía más.
—¿Tanto te ha gustado mi rollo? ¿O buscas un confesor? Si quieres venir a contarme tus
penas, no soy el más adecuado. Si estás sola, cómprate un perro.
Se dio cuenta de que su brusquedad la hería, aunque permanecía junto a la puerta sin
intención de marcharse, aguardando una respuesta. Luego, levantó la cabeza y los ojos de la
mujer, que ya no le parecía joven, buscaron el círculo de rostros. Pensó que debía estar
convenciéndose de que en realidad giraban, y se preguntó qué grado de soledad es necesario
para comprarse la compañía de alguien capaz de escuchar. De su aspecto desenfadado no era
fácil deducir que perteneciera a esa clase de personas solitarias, sin amigos ni familia. No.
—Acabamos de conocernos. Apenas me has hablado, no sé tu nombre, y me ofreces
dinero. Esto es muy extraño —dijo en voz alta.
Se dio cuenta de que sus palabras no eran nuevas, las había escuchado alguna vez en la
boca de mujeres, y se arrepintió convencido de que sería mejor permanecer callado, al no
contar con las referencias necesarias en las que apoyarse en un caso como éste.
—Sé que lo es. Ya te he dicho que puedes aceptarlo o no —dijo ella con naturalidad,
sacándole del apuro—. Necesito que alguien me hable, y que no lo haga por motivos de
trabajo. Si te paras a pensarlo, no es tan raro.
—Es insólito —se defendió él.
—Me ha costado proponértelo. No me sorprende que te lo tomes así. ¿Sabes por qué es
tan extraña mi proposición? porque nadie se atreve a hacer algo tan, tan...
—Tonto —concluyó él.
—¿Tonto? No, no lo es. En todo caso, frustrante, pero no lo es más que pagarte un coito,
o una compañía para jugar alas cartas, yeso lo hace mucha gente habitualmente. Es lo
normal.
—Pues, yo no lo hago.
—Es una suerte. Si no te interesa, no tienes por qué aceptarlo —dijo, dando media
vuelta.
—Espera, espera. Se me ocurre algo. Si de verdad, como dices, necesitas escuchar mi
voz.
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—Tu voz o la de cualquiera, a ver si lo entiendes. Necesito salir de mí misma, de mi
trabajo, escuchar a otro puede hacerme pensar en asuntos que no me conciernen, y eso no es
malo para mí.
—Si estás aburrida, puedo darte alguna idea para salir del aburrimiento.
—No tiene ninguna gracia. No es una broma. Hablo en serio. Hay cosas que olvidar. El
trabajo me absorbe demasiado, no me desprendo de su influjo. Necesito desprenderme de él.
Y de mis miedos.
—¿Miedos? ¿Tienes miedo de algo?
Empezaba a comprender su actitud en la cafetería, absorta, confundida, sin prestarle
atención, sin participar en nada, atada a alguna obsesión.
—No sé, no estoy segura. Creo que alguien me sigue. He detectado su presencia en
varias ocasiones. No le conozco. A veces dudo. Llevo a cuestas mi profesión, no sé
abandonarla, quizá todo esté en mi imaginación. Es difícil de explicar. Me siento atrapada.
—A mí no me conoces.
—Por eso precisamente eres tú quien puede ayudarme.
—Bien, bien, de acuerdo. Si me permites, a cambio, hacerte alguna foto. —Ella
vaciló— Eso estaría mejor, ¿no te parece? No tengo prejuicios, ¿sabes?, pero todavía no he
llegado a cobrar por no hacer nada, y tú me pides que lo haga. Pues bien, prefiero ser yo el
que trabaje. Ese es el precio, hacerte fotografías. De esta manera cumpliré tu deseo. A partir
de ahora, introduciré el rostro de una persona en mi obra, porque eres una persona, ¿verdad?
—¿Tú, qué crees?
—¿Te parece bien?
—La decisión es tuya. Volveré a esta hora la próxima semana. Un lunes, como hoy.
Antes de que pudiera discutirlo, ella cerró la puerta a sus espaldas y desapareció de su
vista. Corrió hacia la ventana, sin reparar en que no podía ver la calle desde ella, el tejado se
lo impedía. Fue un movimiento inconsciente. Necesitaba ver cómo se alejaba para
convencerse de que era real. O quizás no, quizás solamente quería comprobar que había un
hombre apostado en alguna esquina dispuesto a seguirla. No poder comprobarlo facilitó la
duda acerca de todo lo que ella había dicho. “Seguramente, quiere darse importancia. No es
la clase de mujer por la que uno se siente atraído”.
Por primera vez, lamentó que un trozo de tejado le impidiera observar a la mujer que se
perdía entre los coches, dejando que la duda se adueñara de su mente, preguntándose qué
habría visto en él para hacerle una proposición tan singular. “Un bufón”, pensó, “eso es lo
que ha visto, a un bufón. Le han divertido mis bromas y ha decidido pagarme para
garantizar que cada vez que venga a verme le haré un numerito. Y me he rebajado al aceptar
su juego”.
Antes de irse a dormir, sin embargo, concluyó que, pese a todo, la joven no había
apartado sus ojos de algunas fotografías, lo que era un buen comienzo. Muchos clientes
surgían de forma casual y acababan siendo los más adictos. Por lo pronto, iba a servirle de
modelo.
35
5
Amanda colgó el teléfono. No quería ponerse pesada insistiendo y que fuera otra
persona la que le aclarase todo el embrollo, un embrollo del que no conseguía salir, por más
vueltas que le diera. Por eso insistía. Estaba segura de que Rafa, el sicólogo, sabía lo
sucedido mejor que ella, que no lograba hacerse a la idea de lo que estaba ocurriendo. El
desconcierto la había relegado a las tareas del hogar en los últimos días, tras varios intentos
por localizar a la persona que debería estar enterada, lo suficientemente enterada para darle
una explicación. Nunca, no en los años de juventud, sintió la desazón que ahora colmaba sus
noches, sobre todo sus noches, al no saber a quién acudir. Se decía que, después de todo, no
se trataba de una desgracia, ni de un accidente, ni tan siquiera de una ruptura. Lo que ponía
cierta turbiedad a sus pensamientos era notar aquel peso en la conciencia, haber dado crédito
al vecino, ella que presumía de no tener doblez, confiando en sus conocimientos de sicólogo
que le pedía su colaboración. Si hasta se sintió orgullosa de que se lo pidiera. Fingir, en este
caso, fue aportar un granito de arena para resolver un conflicto. Accedió sin vacilar a toda
una trama. Dejarse ver, conseguir que Ester se sintiera atraída, solamente eso, bien sencillo.
“¿Nada más?”, preguntó asombrada de que una cosa tan sencilla necesitara de tanto secreto.
Y siguió las instrucciones del vecino, sin pararse a pensar que sería el cebo. “Eso es lo que
fui, el cebo. Una tonta. No he desconfiado nunca, eso es lo que me pasa, que soy tonta”, se
repite una y otra vez, mientras plancha y cocina, viéndose envuelta en algo que no buscó y
que le ha traído como resultado la ausencia de Pedro. “Ni una llamada, ni un recado.
Algunas veces se iba de viaje, pero me lo decía antes. Y si no puede venir, por cualquier
circunstancia, me telefonea. Lo de ahora es distinto”.
Padre e hija habían desaparecido repentinamente de sus vidas, sin que ninguno de ellos
supiera lo ocurrido después de su encuentro en el rellano. AAmanda le urgía que alguien
apareciese, que llegara alguna información que la apaciguara, haciendo que sus dudas se
desvanecieran.
En la soledad de su cuarto, le asediaban cada noche un sinfín de preguntas que no podía
responderse. Todo se volvía oscuridad y en su cabeza no cabían los argumentos con los que
aplacar la angustia que renacía Junto a la almohada, sin poder mitigarla. Al principio, no le
preocupó su ausencia. Quince años de relación, permitían la confianza de no tener que
justificar un olvido, posponer la cita, prestar más atención a otros asuntos. Pensaba que era
justo dedicar algunas horas a la hija, a la que sin duda tendría que contarle muchas cosas.
Nunca le había forzado a dar una excusa. Entre ellos sobraban las explicaciones con que las
parejas suelen justificarse uno a otro los malos entendidos. Fue ella misma la que implantó
desde el primer día la norma de entrar y salir cuando quisiera, sin que nadie en su familia
tomara partido, fuera del círculo en el que ella y Pedro se movían para entregarse lo mejor
que poseían, a salvo de las miradas críticas y los problemas que ponen una carga prosaica,
capaz de enturbiar un idilio que se mantenía como el primer día, sin altibajos.
BAJO LOS TIBIOS OJOS DE MI MADRE AMAPOLA (1998) Rosa Romá
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BAJO LOS TIBIOS OJOS DE MI MADRE AMAPOLA (1998) Rosa Romá

  • 1. BAJO LOS TIBIOS OJOS DE MI MADRE AMAPOLA (1998) Santos Chávez Rosa Romá
  • 2. 2
  • 3. 3 1 La puerta está siempre cerrada. Se pregunta por qué le importa tanto conocer el rostro de los dueños de este piso, si acaba de llegar como quién dice y no va a permanecer mucho tiempo al otro lado del rellano. Hay algo que no entiende en la actitud de su profesor, la repentina generosidad de que hizo gala ofreciéndole su piso. “Allí podrás prepararte mejor”, le había dicho. Y aceptó sin vacilar, convencida de estar necesitando un cambio de aires. No detectó nada extraño en su decisión. Todo era normal. Entonces, por qué le inquieta ver una prenda colgada en el tendedero. Lleva dos días, solamente dos días en la casa, y no ha logrado ver a nadie. Eso es lo que le pasa. Estaba convencida de que la iniciativa de él obedecía a algún plan premeditado, no sabía exactamente cuál. Quizá todo se deba a su imaginación. A su necesidad de contactar con alguien. Al llegar, pensó que iba a entablar relación con otras personas, a enterarse de sus vidas. Pero no se escucha una voz que le haga sospechar que alguien habita en el interior de la casa de en frente. Aunque está esa prenda colgada en el tendedero sin que haya podido captar el instante, contemplar las manos que la colocaron ahí, y ahora aguarda, espía, asomándose de vez en cuando, para dar con la persona cuya presencia adivina por las noches conversando con alguien. Quizás la sueña. Quizás son ecos lejanos que traslada a este silencio que ahora la envuelve. Se retira de la ventana movida por cierta culpabilidad que trata de acallar diciéndose que lo suyo no es un capricho, forma parte de una lección impuesta que le obliga a integrarse en un grupo. Esa es la razón de que viniera, la de entrar por unos días en un vecindario diferente que puede ofrecerle la sorpresa de lo inhabitual, haciéndole reparar en lo cotidiano, aunque sólo sea durante unas horas, para conocer rostros nuevos, problemas y obligaciones de personas que quedan fuera de su mundo. Han sido demasiados los años transcurridos en un internado. Rafa tiene razón. Es preciso salir al encuentro de los demás, superar la incapacidad de comunicarse con ellos, romper el silencio, esa sensación que le embarga cuando se ve rodeada de gente sin poder participar en sus acciones, ni reír sus chistes, vacía de palabras y poco dispuesta a comprender sus ilusiones y estímulos.
  • 4. 4 Aceptó pasar unos días en el piso prestado, aceptó que era bueno aprender la vida de los otros observándoles, conviviendo con ellos. Pero, ¿dónde están? Por la mañana, al asomarse al deslunado, sus ojos han buscado la camisa en el tendedero. Una camisa gris con rayas oscuras que ayer permaneció colgada todo el día sobre las cuerdas de la casa contigua, cuya cocina se encuentra al otro lado del tabique, aunque ninguna voz le descubre al dueño de esa camisa. Ahora, la ventana está cerrada. Ningún olor de guisos, ni el rumor del agua saliendo de algún grifo o lavadora. Nada. “Si necesitas algo, llamas a la vecina, la del piso que hay al otro lado del rellano”, recuerda que le aconsejó. En realidad, no ha necesitado llamarla. Solamente le ocurre que, al cabo de dos días, se le hace insoportable estar sola y el silencio pesa igual que una losa. Los libros le acompañan. Ha estudiado más, mucho más que si estuviera en la habitación de una residencia, o en casa de una amiga y, sin embargo, siente que su esfuerzo es pueril, que las teorías añaden una carga más a su quehacer, al no lograr su aligeramiento, el que le proporcionaría desprenderse de una parte de esas teorías con la realización de otras acciones que le permitirían desarrollarlas, verificarlas, no sabe bien cómo, tal vez los otros le den la solución. Ha pasado todo el día dentro de la casa. Por la noche, le pareció escuchar varias veces la cisterna del water. Sintió deseos de levantarse y asomarse al patio, en busca de alguna luz, aunque habría sido inútil hacerlo. La casa de enfrente da a otro patio, y es más probable que se trate de la cisterna del piso de arriba o el de abajo. Al levantarse se asomó de nuevo, con el tazón en la mano, mientras desayunaba y, casi sin querer, sin pensar lo que estaba haciendo, sus ojos se posaron sobre el tendedero. En lugar de la camisa, había ropa blanca. Descubrir unas sábanas tendidas, le ha hecho contener el aliento, sin poder asimilar tan de repente los cambios operados. Ningún ruido venía de la cocina de al lado, pero la ropa estaba allí tendida de las cuerdas y sin proponérselo ha vigilado el tendedero desde la mesa que hay junto al ventanal. Allí, con el libro abierto, dispuesta a preparar su examen, se ha permitido descansar de vez en cuando, apartando los ojos para ponerlos en el ángulo del tendedero que se deja ver, con la esperanza y el deseo de que aparezca el rostro o el atisbo de una presencia en cualquier movimiento de la ropa. La cabeza inclinándose sobre las cuerdas, la mano recogiendo una sábana, una pinza que cae... mientras se pregunta cómo será la mujer, qué edad tendrá y cuál será su estado y su estatura. Han pasado las horas sin que nadie se asomara al ventanal. Ninguna mano movió las cuerdas. Es ya de noche y las sábanas siguen ahí. Cuando llegó a esta casa pensaba encontrar rostros risueños, manos tendidas hacia ella, familias que le permitieran entrar en su vida. ¿Por qué si no tanto interés en que se instalara? “Aprender la vida cotidiana”, “leer en las acciones, aprender del gesto”. Son frases que acuden ahora para justificar su espionaje y avivar las dudas que el silencio iniciaron. Nadie se ha interesado. A nadie le importa si el piso está ocupado o vacío. Podría haber entrado a robar, adueñarse de la casa, sin que advirtieran su presencia. Le avergüenza admitir que su decepción le ha obligado a permanecer atenta a cualquier ruido, más pendiente del
  • 5. 5 vecindario que de sus propios asuntos. Por la tarde, la ropa sigue en el tendedero. Lamenta tener que salir, perderse la oportunidad de descubrir las manos de esa vecina que no se hace visible. Una vez en el rellano, delante de la puerta, piensa que debería llamar, presentarse, que es buena hora, el momento apropiado para encontrar a la dueña. Duda. Le inquieta no conocer su rostro, ni la reacción que puede causar en ella. Se dice que es sencillo, que no tiene nada de particular, ni puede considerarse intrusión. “Sólo tengo que decir: soy la nueva vecina. Aunque, no es cierto, tendré que explicarle que no voy a permanecer mucho tiempo, que Rafa es mi profesor, que...” Se acerca, se detiene. Le parece escuchar unos pasos quedos y aguarda, convencida de que de un momento a otro la puerta se abrirá. Pero no sale nadie, nadie abre la puerta, aunque al otro lado se agita una respiración. Suavemente, con cautela, deja caer los nudillos, el índice y el corazón sobre la puerta, cerca del ojo cuyo cristal parece ocupado por una sombra. “Me están observando, hay alguien detrás de ese agujero”, piensa. Golpea de nuevo. Pero nadie responde a su llamada. La puerta sigue cerrada. Quizás esa respiración agitada que presiente al otro lado es la suya, acelerada a causa de la ansiedad que le produce el silencio, la ausencia, que es como un enigma, por inesperado, en lo que supuso sería una intensa vida dentro del vecindario. Desciende por la escalera. Al llegar al primer piso, escucha un golpe, unos pasos. Aguarda hasta que se pierden en lo alto. El ascensor baja. Su aspecto, tan viejo como el edificio, le inspira desconfianza, nunca lo toma. Se detiene, observa su interior cuando llega al nivel donde se encuentra. Está vacío. Alguien ha apretado el botón desde el portal. Corre escaleras abajo, necesita verle. Al llegar al portal, el ascensor ha emprendido la subida. Dos días, casi tres días, aún no ha logrado ver un rostro. “¿Por qué me hizo venir? Creí que iba a ser una experiencia buena. Él también lo pensó. Está convencido de que no sé cómo son los demás. Desconozco sus aspiraciones, sus miedos, lo que les complace o les disgusta. Tiene razón. No sé nada. He vivido aparte, en otro lugar, y ahora me estoy llenando de teorías.” Por la noche, después de cenar, casi inconscientemente, se asoma a la ventana de la cocina para echar una mirada. En el tendedero vecino, las sábanas están colgadas todavía, a pesar de que el aire cálido de la tarde ha debido secarlas. Ni una voz, ni una risa, a través del ventanal cerrado, sólo el ascensor deteniéndose en el rellano le hará pensar, en la madrugada, que los habitantes del piso vecino tienen una vida nocturna intensa. El estruendo metálico de la puerta externa del ascensor, unida al clap, clap del interior y el golpe con que cada noche se abre o se cierra la casa, le trae la consciencia de que son varias las personas que lo habitan, simplemente porque el sonido es tan fuerte que debe ser provocado por muchas manos. Por la mañana, después del desayuno, la ropa ha desaparecido del tendedero. La ausencia de las sábanas le da la certeza de que es allí realmente donde se escuchan las pisadas, el portazo y luego, el ascensor. Sin embargo, no logra ver a nadie entrar o salir de la casa durante el día, y vuelve a preguntarse por qué su amigo insistió tanto en la conveniencia de que pasara unos días en el piso prestado, como si al hacerlo estuviese
  • 6. 6 aceptando su diagnóstico y la forma de corregir su ignorancia. “Debo interesarme. Debo ser yo la que se acerque. Romper el hielo que me impide entablar una relación. Soy culpable de todo lo que me pasa. Seguramente, debí insistir, anunciarme, presentarme. Hay cosas que se aprenden conviviendo, sin que nadie nos las enseñe. Aunque no sé qué es exactamente lo que tengo que aprender. ¿Qué lección voy a tomar aquí, mirando un día tras otro las rendijas, persiguiendo el rastro de un vecindario invisible?” “Es preciso integrarse. Hay que saber mirar”, le había dicho Rafa en varias ocasiones. Ester acató sus palabras como una enseñanza que debería poner en práctica. “Y aquí estoy, tratando de aprender a mirar, sin poder ver, demasiado pendiente de cualquier variación en el cierre de las ventanas, en el ruido de los grifos, en los olores que el extractor esparce por el deslunado. Durante los días sucesivos vigiló la puerta del otro lado del rellano, con el oído atento a los goznes que nunca sonaron. Desde la ventana de la cocina, espiaba dispuesta a desentrañar el origen de rumores, sin captar siquiera el olor de un guiso que le trajera la evidencia de ese alguien, habitante de un espacio próximo. Al atardecer, cuando las luces de la calle se encendían, volvía a escuchar el ascensor seguido de pasos en el rellano y el golpe de una puerta próxima cerrándose. Los sonidos, sin rostro, iban llenando su mente de imágenes fantásticas, pululando por un mundo espectral que se desvanecía cada mañana, al asomarse después del desayuno al patio de luces para aspirar la vida que emanaba de las cocinas y los tendederos, al descubrir las ropas allí expuestas, como único vestigio de los avatares cotidianos de aquellos habitantes invisibles. Fue al quinto día cuando escuchó por primera vez las frases, los sonidos tan esperados. La presencia de la vecina deshizo el enigma. Sonó el timbre de la puerta a las nueve de la mañana y al abrir descubrió en el rellano a la mujer de bata larga, con el cabello alborotado, preguntando si podía usar su teléfono. Asintió. Antes de darle tiempo a indicarle el camino, la mujer se había adelantado hacia el comedor, con la seguridad de quien conoce bien la casa, sin dejar de hablar, entonando un monólogo en el que se excusaba de su atuendo, de la hora temprana, de su cabello sin peinar, para pasar después a hacer preguntas que no esperan respuesta. “¿Usted es nueva, verdad? ¿Ha comprado la casa? ¿La ha alquilado? No sabía que hubiese cambiado de dueño. A decir verdad, él para poco en casa, quiero decir, como es joven y siempre está ocupado... apenas se le ve. Me extraña que no me dijera nada. Tampoco se despidió.” Ester abrió varias veces la boca para explicar que no iba a permanecer mucho tiempo allí, que era amiga de Rafa y que no tenía intención de comprarle el piso. Pero la mujer seguía como una locomotora, sin prestarle atención y no podía darse cuenta de que ella quería responderle. Tenía el teléfono en la mano y aún seguía manifestando su asombro. “No es que seamos muy amigos, pero nos llevamos bien. ¿Le importa que llame desde aquí? Le parecerá raro que no lo haga desde mi casa, ahora que todo el mundo tiene teléfono...” Interrumpió el monólogo después de marcar el número, esbozó una sonrisa ligeramente apagada por los monosílabos con los que respondía a la persona que se hallaba al otro lado, como si su presencia le intimidara, frenando su locuacidad, y se limitó a negar o asentir. Luego, soltó el auricular, le dio las gracias y repitió su disculpa por irrumpir en la casa a hora tan temprana.
  • 7. 7 “¿Va a quedarse mucho tiempo?”, preguntó despacio. Al escuchar su “no, creo que no”, no pudo disimular su alivio, sobre todo porque aquel “no, creo que no”, había sido pronunciado con cierta vacilación. La mujer reparó entonces en el pijama de Ester y en su propia bata y se disculpó nuevamente de haber entrado con tanta familiaridad, debido a que conocía al dueño y era a él a quien esperaba encontrar, “además, los pisos son iguales, más o menos, así que me la sé como si fuese la mía, aunque yo hice obra, tiré un tabique para unir el comedor y la habitación contigua”. Pasó luego a informarle de la necesidad de esa llamada. “Tenía que saber quién viene a comer y a qué hora exactamente. Me llevan de cabeza. Una no puede estar todo el día en casa esperando que vengan, no le parece. Dicen una hora y vienen a otra, como si una no tuviera más obligaciones, ya se sabe cómo es la familia, la confianza permite ser informal. Pero no voy a preparar comida para todos si solamente vienen la mitad...” A Ester le parecía su explicación extraña. Era como si quisiera desvelarle algo de interés y omitiera los detalles esenciales. Toda su palabrería le resultaba un tanto fuera de lugar. Mientras la escuchaba se decía que la mujer pretendía justificarse, caerle simpática para que su intromisión no la incomodara, porque no podía alcanzar a comprender otros motivos. Nunca se había tropezado con personas tan parlanchinas y le costaba permanecer atenta a su explicación, más interesada en aquel gesto de la mujer que, sin interrumpirse, hundió los dedos dentro del escote. Intuyó que estaba tratando de esconder el tirante o la ballena del sujetador y miró su pecho. Vio entonces una cadena de oro colgando de su cuello, mientras ella colocaba en su interior, entre los senos, la medalla, como si exhibirla fuese impudor. “Vivo aquí más de veinte años, aunque no nací en Madrid, es lo normal, le pasa a casi todo el mundo, quiero decir, lo de no ser de Madrid. La mayoría ha nacido en otra parte, —sonrió—. He sido muy trabajadora”. Su gesto, al tratar de mantener oculta la medalla que pendía de la cadena y recogerse la crencha que se deslizaba del moño blandamente recogido, delataba cierta inseguridad, no sabía por qué, y el deseo de causarle buena impresión. Sus cejas se inclinaron hacia abajo al hablarle de los hijos y ahora se elevaban para demostrar que siempre había salido adelante. Ester la seguía con asombro, resistiéndose a creer que fuera real, que estuviese allí delante. Al cabo de varios días de soledad, tras el largo silencio, los fantasmas intuidos al otro lado del rellano habían tomado cuerpo. No le bastaba a la mujer presentarse, tenía que hablar de su familia, de Rafa, de ella misma, rodeándose de una retahíla de explicaciones que aún no podía creer que se las estuviera dando, sin que le hubiese formulado una sola pregunta. Pensó que después de todo, era normal que se explayase. Su actitud venía a compensarle del silencio de tantos días, en los que esperó ver un rostro, escuchar una voz, entrar en la vida familiar de una comunidad cuyos miembros parecían invisibles. La mujer no paraba de hablar, a pesar de que Ester no le había preguntado quién era, ni lo que pensaba, dispuesta a desvelarle afectos y pretensiones. Sus palabras invadieron la estancia, pero, más que escucharla, absorbía sus gestos, los que expresaban satisfacción cada vez que nombraba a la hija, motivo de su llamada, pendiente de las arrugas junto a los labios, cuando los extendía sin llegar a sonreír, distendiendo el rostro. Ester dedujo que sus horas estaban dedicadas a la hija, a los nietos, la descendencia que gracias a la hija le permitía contemplar la prolongación de ella misma. Miró a la mujer sin maquillaje y sintió que le abría su mundo. Momentos después, al cerrar la puerta, fue directamente a su cuarto y escribió en un folio:
  • 8. 8 “Es una mujer madura, de aspecto feliz y despreocupado, que se dedica a cuidar de sus nietos. Satisfecha de hacer bien su papel, de seguir la tradición. Vive sola, pero no siente su soledad, porque se sabe útil y apenas permanece en casa. Su frente tensa denota cierto cansancio. Sus dedos se mueven con nerviosismo. Está acostumbrada a aprovechar el tiempo y si alguien no acude a la hora, o no le informa bien, pierde su seguridad” Dobló el folio, lo introdujo en el libro y se concentró en el estudio del capítulo siguiente, convencida de estar cumpliendo al fin el requisito por el que se hallaba en el piso cedido por el amigo. No volvió a ver a la mujer en todo el día, pero ya no le importó. Demasiado ocupada en su propio trabajo, la recordó al ir a la cocina a prepararse la cena. Sin una intención previa, se asomó a la ventana, tal vez necesitaba ver su rostro de nuevo, descubrir una arruga diferente que delatase su estado de ánimo a esas horas. La ventana de la vecina se encontraba abierta, pero el tendedero estaba vacío, y ningún aroma que delatara su actividad culinaria podía percibirse desde allí. Permaneció un rato asomada, con la esperanza de ver aparecer un rostro nuevo, y una vez más se percató de que había ido a parar a un edificio apenas habitado, quizá demasiado viejo para albergar a hombres y mujeres capacitados para entablar una relación amistosa y entrar y salir cada día de su casa para ir al trabajo. En muchos momentos, tenía la sensación de hallarse fuera, sosteniendo las viejas paredes de un mundo que se extinguía. Aquella noche, como en las anteriores, escuchó las puertas del ascensor abriéndose y cerrándose, los pasos y el golpe último de la casa de enfrente, echando el cerrojo para guardar en su interior quién sabe a cuántos seres, a altas horas de la noche, y suspiró aliviada. Por la mañana, muy temprano, sin poder aguardar más, decidió llamar a la vecina. Era casi la misma hora en la que ella había irrumpido el día anterior en su casa para llamar por teléfono. Tuvo que insistir varias veces, dando golpes débiles primero, más fuertes cada vez, hasta escuchar las pisadas leves de la mujer que le abrió la puerta con temor, después de haber puesto uno de los ojos en el pequeño cristal y escuchar su voz casi suplicando que le abriera, tras identificarse como la vecina. Cuando la vio allí delante, le costó reconocerla. Reparó en sus ojeras pronunciadas, en la medalla de oro que ostentaba en el pecho, sobresaliendo por encima de la puntilla del camisón, a través de la abertura de la bata, y no supo qué decir para disculparse. “Tengo que salir y espero a una amiga. Como no hay portero, no puedo dejarle ningún recado”, dijo vacilante, con la pretensión de tender un hilo que la obligara a mantener la amistad iniciada el día anterior. Observó a la mujer mientras le hablaba. Parecía más pendiente de sus vaqueros ceñidos, de sus cabellos sueltos, que de las palabras, como si nada de lo que le pudiera decir importase realmente, poco dispuesta a atender a su ruego. Quizá no se había despertado bien, quizá había pasado una mala noche, quizá estaba harta de servir a su propia familia y no le sentaba bien verla allí de repente, pidiéndole un favor que no iba a hacerle. Porque la mujer la miró de arriba abajo, como si fuese la primera vez que la veía, y aunque asintió, Ester no pudo estar segura de que fuese a complacerla, viendo
  • 9. 9 sus ojos sin emoción fijarse en ella igual que se fijan en un trozo de pared. Poco importaba que aceptase su encargo, mero pretexto para entrar en aquella casa y tender un lazo que la obligara a prestar atención, vigilando, que era una forma de corresponder a su propia vigilancia. A pesar de todo, no habría sabido explicarse el impulso que le hizo llamar a su puerta, la necesidad de verla, de saber que se encontraba allí, que existía. Se lo iba preguntando al bajar la escalera, sin conseguir acallar la inquietud que le producía descubrirla al otro lado del rellano, entre objetos familiares, como el cuadro que le recordaba su propio hogar. También los candelabros de bronce, sobre el aparador de la casa de Rafa, le traían una imagen conocida. Casi lamentaba que la presencia de la vecina deshiciese el enigma. Era necesario que siguiera viéndola, que escuchara su voz. Ahora ya no ponía en duda que habitara aquel piso, y saberlo justificaba que hubiese venido, aunque no comprendiera todavía la importancia de aquella presencia en su vida. No alcanzaba a ver el interés de su amigo al cederle la casa, convenciéndola de que iba a disfrutar de la compañía de personas diferentes, de contactos provechosos para su futuro. No, no lo entendía, por más vueltas que le diera. Pero tampoco se atrevió a descartar la posibilidad de una experiencia beneficiosa, por eso no se marchó. Y al regresar esa noche a casa, escribió: “Demasiado preocupada de su aspecto. Denota que vive sin ilusión. Entregada a los demás, se contenta con recibir a cambio su afecto y compañía. Su parloteo del otro día era una especie de disculpa. Hoy he visto el recelo en sus ojos. Desconfía de quien no conoce. Le ha preocupado que irrumpiera en su casa antes de tenerla arreglada, que no me gustase su forma de colocar los muebles. Cada vez que miraba hacia el pasillo sentía crecer en ella una disimulada agitación. Pasar la existencia limitada a su quehacer en el hogar, le ha hecho olvidar otras metas. Carece de metas. Su mirada está vacía. Viste prendas anticuadas, a pesar de que no debe tener más de cincuenta años. El uso de la medalla es antigua, me recuerda a esa joya que mi madre lucía cuando yo era niña. Hasta la puntilla del camisón me la recuerda. El tiempo se detiene en algunas personas. Para ellas, el futuro es la repetición del presente que ya es pasado. Habla deprisa para ocultar su frialdad, pero es el miedo, el recelo, el desconocimiento, lo que le hace comportarse de esa manera. Ayuda a su familia porque su vida no tiene otro fin y cuando está sola en casa apenas siente que el entorno sea real. No parece que haya nadie alrededor, porque todo le es ajeno, extraño”. Volvió a meter el folio dentro del libro, en la página donde se iniciaba la lección que debería repasar al día siguiente. Esa misma noche, antes de acostarse, escuchó de nuevo el ascensor, las puertas abriéndose y cerrándose y por último el golpe al otro lado del rellano, pero ya no se sorprendió demasiado. Habituada al silencio de la mujer, a la que presentía agazapada detrás de la puerta, los ruidos de la noche empezaban a ser una música apropiada. A la mañana siguiente, mientras tragaba a pequeños sorbos la leche, se asomó a la ventana y vio de nuevo las sábanas tendidas, lo que le recordó que debería llamar otra vez a su puerta. No entendía bien por qué sentía el impulso de hacerlo y se repitió que necesitaba captar un gesto diferente, confirmar su primera impresión. Convertirla en motivo de estudio,
  • 10. 10 justificaba su curiosidad, la que en muchos momentos quiso desterrar por insana, al darse cuenta de que lo suyo era un espionaje sin fundamento, al que se asía como un deber ineludible, acatando así el propósito oscuro de su amigo al prestarle su casa. Dejó la taza sobre la mesa y salió al rellano, sin preocuparse de la hora. Sentía igual que un aguijón traspasándole la frente, la necesidad de perturbar el descanso de la vecina y extraer un sobresalto que marcara en su rostro una emoción diferente. Sólo así se vería compensada del aburrimiento y la inutilidad de su estancia en el piso cedido por su amigo. La mujer apareció vestida, a pesar de que era muy temprano. Sus profundas ojeras, el aire dubitativo, le hicieron sospechar que no se había acostado en toda la noche. “Vive la angustia de la soledad cuando se apagan las luces, al regresar a su nido vacío”, pensó, viéndola frente a ella, sin palabras, aunque no aparentaba sorpresa y esta vez la acogió con una sonrisa, excusándose. “No le di el recado a su amiga, porque no la vi llegar”, dijo, mientras se arrancaba una horquilla del cabello. No la miraba. Tampoco la invitó a pasar, y su brazo en la puerta le impedía a la joven pronunciar la frase que prolongaría su estancia allí, en el rellano, con la pierna hacia delante, justo en el sitio que ocupaba la puerta si la mujer trataba de cerrarla. Desde algún lugar de la casa llegaba una respiración profunda que anunciaba la presencia de otra persona. Pensó que debería cerciorarse, no imaginaba a nadie más allí dentro, compartiendo el silencio. Ninguna voz atravesaba los flacos tabiques. “Tuve que salir un rato, su amiga, a lo mejor, vino entonces”, dejó caer la mujer para no ser descortés, aunque era evidente su deseo de cerrar la puerta. Inconscientemente, los ojos de la joven se fijaron en el pasillo oscuro, recorrieron puertas y paredes con el afán de descubrir a otra persona, aunque sólo fuese en el movimiento de una baldosa, o el chirriar de unos goznes, pero no vio a nadie. La mujer sostenía la puerta por el borde como si quisiera evitar que llevara a cabo su deseo de entrar y recorrer el pasillo, del que sólo percibía en la semipenumbra una maceta de helechos bajo la ventana, blancas paredes y la reproducción de un cuadro famoso, el de “El pintor y la modelo”, de Picasso, el mismo que había visto el día anterior, con cierto asombro, porque destacaba allí como un postizo. Pese a todo, no fue lo más sorprendente descubrirlo. Al final del corredor de escasos metros distinguió un viejo teléfono negro adosado a la pared. Miró a la mujer, esperando que dijera alguna frase que sirviese de disculpa, una excusa tan breve como la de que estaba estropeado, o “no funciona, por eso tuve que usar el suyo”, pero no lo dijo. Su frente estaba tensa y la mano que tenía puesta ahora en el pomo de la puerta parecía agarrotada, presionando el metal con los dedos como si quisiera cerrarla. Las arrugas próximas a los labios se convirtieron en bolsas que caían hacia abajo, ahora que sus labios no se extendían, y sus ojos permanecían entreabiertos mirándola como se mira un trozo de pared. “Ese cuadro...” balbuceó Ester. “Es una reproducción”, le atajó la mujer, haciéndola sonreír con su aclaración. “Si naturalmente, no es posible tener un original de Picasso, costaría una fortuna. A mí me gusta mucho. En mi casa. quiero decir, la de mis padres, hay una reproducción de su época azul y...” De pronto, le pareció inútil seguir hablando en el umbral, demasiado torpe para encontrar el argumento que obligara a la mujer a excusarse por no dejarla entrar. En un intento de suplir la disculpa que la vecina no había pronunciado, se le escapó su propia disculpa. “No tiene importancia.
  • 11. 11 Me refiero a lo de mi amiga. Seguramente, telefonearía antes de venir y al ver que yo no estaba en casa, decidió no hacerlo. Hoy no tengo que salir”, dijo al fin, mintiendo, sin explicarse por qué se inventaba ahora una excusa tan tonta, cuando faltaban dos horas para el examen, un examen definitivo que le haría estar ausente toda la mañana. Al entrar de nuevo en casa, en lugar de terminar su desayuno, se fue directamente al libro, extrajo el folio y escribió: “Es supersticiosa. Probablemente, devota, para aplacar sus miedos. Desconfía de mí porque soy joven y no me conoce. Ignora mi estado y mi relación con el dueño de la casa. Vino a telefonear desde aquí para percatarse. Le tranquiliza saber que estoy sola, porque de lo contrario, pensaría que soy la amante de Rafa. Aunque todavía recela algo. Ha debido sufrir algún desengaño, tal vez con la hija, o con el yerno, es más probable que no se lleve bien con él, lo que provoca su actitud de distanciamiento de cualquier joven independiente que viva lejos de su familia. Su cuerpo se pone tenso y respira aceleradamente cada vez que llamo a su puerta. Eso explica que percibiera alguna otra presencia, un aliento diferente. Pero no había nadie más. Era su propia respiración, una ansiedad que se esfuerza en ocultar. Tras su aparente cordialidad se esconde una gran angustia”. Dobló el folio y volvió a colocarlo al final de la lección, convencida de que sus observaciones tendrían utilidad en lo sucesivo, al aportar con su práctica un mecanismo intuitivo que avivaba su interés en el otro y venían a justificar la actitud del amigo —nunca aclarada— de cederle el piso por unos días, sabiendo que la soledad obliga a mirar y a escuchar. Más que su profesor, Rafa era un buen compañero. Se esforzaba para que le vieran como un amigo, próximo a ellos, con sus mismos problemas, nunca distante ni por encima del grupo. Y lo había conseguido. Su disposición a escuchar cualquier desahogo sin mostrar sorpresa, hacía que los demás confiaran en él y ni siquiera cuando trataba de orientarles parecía echar mano de sus conocimientos, lo que venía a confirmar una y otra vez que observar era un capítulo muy importante. Ester había aceptado desde el primer día que el silencio y la concentración, sin intercambio de opiniones, constituye en sí mismo una asignatura, al convertir al otro en centro en el que pueden verse representados, en cada gesto, los sentimientos más dispares. En las primeras sesiones, se limitó a prestar atención a los demás, tomando nota de cada movimiento de sus manos, de un parpadeo, un leve temblor de los labios, convencida de que era el camino, la mejor manera de ir introduciéndose en ese tratado de gestos y palabras que informa e inicia en el camino que al fin puede llevarnos a la deducción. “Ver la propia realidad, descubrirse a sí mismo, es indispensable. A menudo cerramos los ojos a lo que nos resulta ingrato. Es una forma de engañarnos”, había dicho Rafa en alguna ocasión, para alentarles a salir de su silencio. Ester recordaba ahora sus propios comentarios confesando su ignorancia respecto a los suyos. Fue el comienzo, el primer paso. “Seguramente, no tengo el interés que se necesita para conocerles. Nunca he deseado saber qué piensan los demás, cómo se sienten las personas que me rodean. Entrar en la intimidad de otro, me parece un asalto. Creo que su intimidad les pertenece”, explicó poco
  • 12. 12 convencida, para justificar su ignorancia. La falta de diálogo y su escasa participación en la vida familiar, le había llevado al fin al estudio de una ciencia a la que asirse para integrarse y saberse parte de los otros. Estaba agradecida a su amigo porque, sin anunciárselo, le había proporcionado lo que iba a ser, de ahora en adelante, una forma de mirar que le pondría en contacto con los demás, desechando el temor de irrumpir en su intimidad. Sería en ellos, en las personas observadas, donde podría ver y entender lo que escondido en su interior, nunca trató de explicarse. Esa mañana, cuando la vecina cerró la puerta y regresó a casa despacio, volcó la impresión en el folio y cerró el libro, se detuvo delante del espejo, dispuesta a percatarse de su gesto, del más habitual, el más reconocible para ella, el que expresara mejor sus sentimientos, y luego trató de borrar su huella, liberarse de cualquier movimiento de la frente, del párpado o la mejilla, que delatara nerviosismo o vacilación, movida por el repentino entusiasmo volcado en la asignatura, cuya utilidad veía tan clara que casi le parecía innecesaria la prueba que tendría que pasar. Lo que descubrió momentos después. al salir de casa, destruyó su gesto, aquel optimismo con el que iba a enfrentarse al examen, deshaciendo de golpe sus deducciones acerca de la mujer, para devolverla a un estado de ingenua ignorancia, el que tantas veces confesó, al admitir su total desconocimiento de los otros. Lo que vio vino a informarle, con la rapidez de una instantánea, de una realidad intuida desde hacía años, pero siempre desterrada, acallada en su conciencia que se oponía a verla. Allí, en el rellano, bastaron unos segundos para aceptar lo que su mente rechazaba. El rápido encuentro aclaró sus dudas, confirmó sus recelos y le ratificó en sus sospechas, invalidando todo lo demás. Qué tontas e inservibles le parecieron de pronto sus anotaciones acerca de la mujer. Qué absurdas. Con la velocidad del rayo, recordó las palabras de Rafa. “A menudo cerramos los ojos a lo que nos resulta ingrato. Ver la propia realidad, descubrirse a sí mismo...” Cómo entendía ahora lo que quiso decirle. Había bastado unos segundos para darse cuenta. Aquella mañana, al cerrar la puerta, se dio de bruces en el rellano con su padre, saliendo de la casa de enfrente, con la prisa del que teme hacer tarde. Comprendió entonces el deseo de agradar de la mujer, sus explicaciones sin venir a cuento y su incomodidad cada vez que Ester llamó a su puerta, dispuesta a irrumpir en un hogar donde podría descubrir la presencia del padre. Comprendió la actitud contradictoria de la mujer de ir a su encuentro y rehuirla después. Comprendió, sobre todo, que el amigo le había ofrecido su casa para que supiera algo del hombre que era su padre, con el que convivió durante años, sin saber nada de su vida. Y supo, también, que sus intuiciones no habían desvelado la personalidad de su vecina, una mujer muy distinta a la que describió en sus precipitadas conclusiones. En ellas se hallaba una parte de su ingenua y siempre mecánica inteligencia que le informaba de la propia conducta, de sus miedos y limitaciones nunca confesados. Aunque ese día aprobó el examen, Ester se suspendió a sí misma. Tenía muy bien aprendidas las lecciones del libro, pero esta otra lección práctica venía a anular todo lo demás. Seguramente, nunca sería una buena sicóloga.
  • 13. 13 2 El profesor se detuvo un instante, repasando en su mente las palabras grabadas en la cinta hasta obtener la imagen del momento en que fueron pronunciadas. Se hacía necesario revisar cada gesto de su alumna para cerciorarse de que, pese al tono tranquilo en que había lanzado la frase, se encerraba una dosis de enojo. Y al recuperar el instante captó el endurecimiento en su mirada, desprovista del afecto de amiga y de la admiración que durante meses la hizo inseparable. Defraudada, insistía con su silencio para que él se disculpara, pero no supo darse cuenta, mientras urdía una explicación con el propósito de prolongar la charla que ella se abstenía de continuar. Fue entonces cuando la observó entornando los o.1os prisioneros de un recelo que, ahora, en su recuerdo, eran el mejor testimonio de la desconfianza surgida de pronto. La realidad había provocado un distanciamiento. Ester le contemplaba como se contempla al enemigo. “En el fondo es cierto”, dijo él con mucha calma “lo que quise es que pasaras el examen y lo has conseguido. Has aprobado. Ésa es la razón principal, la que debe importarte. No hay mucho ruido en mi casa, es un buen lugar para concentrarse. Ya sé, ya sé que no era indispensable, que tal vez habrías aprobado sin encerrarte en mi piso, pero, ¿de qué te quejas? Muchas alumnas se sentirían agradecidas si les prestara mi casa. Te he dado el trato de amiga. ¿Que no era esa mi intención? Si estás enojada es que no has comprendido nada. No se va a ninguna parte cerrando los ojos. No queriendo ver lo que tenemos delante, no se resuelve el conflicto. Hay que ir a él, entrar en él. ¿Que no es un problema? ¿Que se trata de algo íntimo y personal? Tienes razón. Íntimo, personal, precisamente lo que intentamos desentrañar. No, el cerebro es una parte, diría que imposible de abarcar, pero los sentimientos que tanto condicionan… ¿Que no te atreves a mirarle a la cara? Probablemente necesites más tiempo para asimilarlo y encontrar las palabras. No esperes su disculpa. No está obligado a explicártelo. Tiene derecho a vivir su propia vida, al margen de la tuya. Eres tú quien debe entenderlo. Ésa es la cuestión. Ahora no lo admites porgue estás dolida, piensas que yo también te he engañado al ocultarte algo que deberías saber. Sólo pretendí que lo descubrieses por ti misma, que aceptaras hechos que seguramente sospechabas sin querer reconocerlos. Es tu defecto, no el suyo. Es tu problema. No has sabido desligarte, sigues unida a tu padre, a pesar de que no eres una niña. Deja de pensar en lo que podrías haber hecho y no hiciste, en cómo has podido influir en él. Nadie es culpable. Su conducta es normal. La tuya no”. Ahora piensa que fue demasiado duro, demasiado sincero, quizá porque veía en su rostro el rechazo, la enemistad, una actitud que no esperaba, la que le descubría un lado de Ester que creía desterrado. Fue como si de pronto aflorase toda su infancia y no quisiera salir de ella.
  • 14. 14 “Debes soltar amarras. Ya veo, piensas que estoy abusando de tu confianza, que conocer tus inquietudes me ha hecho tomarme una libertad que no me has dado, que no te parece que deba tomarme. Pues lo siento. Siento haberte defraudado. Crees que me he aprovechado de tus confidencias, que sé de ti más que tú de mí, es natural. No hay ninguna traición en ello. Todos necesitamos reservar una parte de nuestra intimidad. No darse enteramente es una especie de escudo para defendernos, ahora te sientes mal, porque nunca sospechaste que tu padre pudiera amar a alguien que no fueras tú. Solamente conoces el lado de su paternidad. ¿Qué sabes de otros momentos, de otras relaciones, de su vida, antes de que tú nacieras? No rehuyas el momento de encontrarte con él cara a cara. Aunque te cueste, debes aceptarlo. Aceptarlo será admitir que es otro, además de tu padre. Tú también eres otra persona, además de hija”. Ha vuelto a detener la grabadora. Han transcurrido tres días desde el momento en que Ester se presentó en el aula, después de terminar la clase para comunicarle que tenía cosas que hacer y la reunión de grupo siempre se prolongaba demasiado. Tenía razón, salían mucho más tarde de la hora que en principio se estableció. Antes de dar media vuelta para marcharse, le miró durante un rato, como si no se atreviera a comunicarle lo que parecía ser ya una decisión: “No pienso participar en más ficciones”, dijo. Fue un reproche en el que no adivinó la despedida. Le asombraba su tono altivo, decepcionado. En las reuniones, Ester había ido integrándose poco a poco. No podía sospechar su repentino desencanto. En dos meses, había aumentado el número de personas, en la misma medida que se fue rompiendo la corteza, esa armadura que el recelo pone sobre el pecho y atenaza los labios, antes de que se establezca la comunicación. Sesión tras sesión, paulatinamente, se resquebraja la corteza y suenan frases que después de varios encuentros se han convertido en confesión. Cada uno piensa que su problema es más importante, más complicado, que tiene más necesidad de ser escuchado. Pero ese día, Ester apenas habló para decirle que estaba contenta con el resultado del examen. Advirtió en su gesto, en los ojos semientornados y los labios unidos, que haber salido airosa no importaba nada. “No pienso tomar parte en más ficciones”, dijo. Y aunque nada pareciese encerrar en la frase una despedida, se quedó allí, fingiendo estar buscando algo entre sus apuntes, para disimular la impaciencia que le producía su silencio, decepcionada, esperando que le preguntase algo acerca de la vecina. Él aguardó un instante, haciéndole ver que era ella la que debía opinar. “Ya sé por qué tenías tanto interés en que fuera a tu casa, ahora ya lo sé", dijo al fin, y se detuvo sólo el tiempo necesario que le permitiera comprender la causa de su actitud más distante. Ester se negaba a pronunciar la frase. Decir que había visto a su padre le producía tanto enojo como humillación y hacía todo lo posible para evitar darle ese gusto, convencida de la intención de Rafa, y dolida de que hubiese actuado a sus espaldas, urdiendo una trama que ella consideraba indigna, no sabía bien por qué. El sentimiento se adueñó de Ester, impidiéndole razonar. “No hacía falta planear las cosas con tanto misterio. Ninguna falta”, le reprochó. “¿A qué te refieres?”, le preguntó, sin comprender el misterio. “Justamente pretendía lo contrario, acabar con el misterio, yo no lo llamaría así, pero cuando se esconde una conducta, cuando existe una doble vida... es mejor aclararlo. Es lo normal. Además, has disfrutado de unos días tranquilos y has aprobado el examen. ¿De qué te quejas?”
  • 15. 15 Ahora comprende que no debió hablarle en la forma que lo hizo, que su fallo fue tratarla como amiga, de tú a tú, prescindiendo del tono profesoral que siempre desterró. Lo comprende al recordar su gesto. Ester le acusaba con la mirada, dejando entrever en sus palabras que se había inmiscuido demasiado. Lo dedujo de su cortedad, de la falta de confianza para expresar claramente sus sentimientos, delatando que era incómodo seguir, aunque luchaba para no demostrar su enojo, reprimiendo el gesto y la acción que su incomodidad pudiera provocar, pero sin evitar que sus ojos le mirasen como se mira al intruso que conoce nuestro secreto, aquello que no nos confesamos a nosotros mismos, o lo que se nos ha ocultado. Al reproducir sus palabras y recordarla allí delante, dispuesta a marcharse, pero inmóvil, piensa que obedecía a un impulso infantil, tan infantil como su actitud reservada de las primeras reuniones, en las que se limitaba a escuchar a los demás, poco dispuesta a indagar en los recovecos de su personalidad anulada por afectos y culpas desmedidas. Fue después de varias sesiones, al cabo de un mes, cuando, al conocer los problemas de otros jóvenes, se sintió estimulada. “Me he relacionado poco con personas de mi edad y si alguna vez hice amistad con alguien, no he podido alejar de mí la sensación de culpa. No sé bien por qué. También ahora me parece cometer alguna digresión por el hecho de estar aquí, entre otras personas. He dicho culpable, aunque no sé si es la palabra que debería decir. Simplemente, no me siento bien.” Nunca, hasta ese momento, había hablado de sí misma y lo hizo despacio, confiando en que alguien intervendría para impedir que continuara. Pero nadie preguntó, esperando que terminara de exponer su relación familiar y al ver que callaba, sonó un ¿por qué? que la obligó a seguir. “Es... como si estuviera traicionando a alguien, a la persona a quien debo corresponder, a la persona que me ha dedicado su tiempo, olvidando su propia existencia”. De pronto, enmudeció. Supuso que se arrepentía de haberse sincerado. “En la próxima reunión podrías hablar de todo eso”, la animó él. “Lo haría si supiera explicarme bien, si conociera la causa, pero no sé la razón por la cual me siento culpable”, se disculpó. “Hablar en voz alta mientras los demás nos escuchan es una manera de aclarar las ideas. Obliga a hacer un esfuerzo para que nos entiendan y cuando los otros nos entienden, empezamos a entendernos”, le dijo.
  • 16. 16 Aquella tarde la reunión se disolvió sin que hubiera vuelto a hablar, y se dio cuenta de que no iba a ser fácil conquistar su confianza. Cuando se despidió, quiso insistir, asegurarse de que volvería. “Si prefieres hacerlo a solas, si la presencia de los demás es un inconveniente...”, se interrumpió al comprender que se excedía en su interés, implicándose demasiado en una tarea que empezaba a dar sus frutos después de dos meses de prácticas. No quería perder la oportunidad de eliminar barreras. Ganar su confianza, aproximarse, suponía en cierto modo un triunfo, después de haber pasado un tiempo de total desconexión con las personas que deberían ver en él a un aliado. Semanas después, le sorprendió Ester con una crítica. “Esta normalidad no me parece normal”, dijo de pronto, “me refiero a que nadie se asombra. Nada de lo que podamos decir extraña a nadie”. Su tono era amistoso, sólo pretendía mostrar su desconcierto. “Podría venir a deciros que he matado a mi madre, o que me acuesto con mi hermana y nadie se alteraría. No es normal. Es una actitud magnánima, que no admite la sorpresa, que no critica. Y está muy bien, pero el resto de la gente, esa sociedad para la que nos preparamos, no se comporta así, de manera que no sirve lo que aquí hagamos”. “Si lo que buscas es provocar el asombro de los demás, te has equivocado, sería mejor que fueses a contar tu vida a una revista”, le replicó con dureza, “pero si realmente deseas dedicarte a la sicología, estas reuniones pueden ayudarte, son el lado práctico, un documento vivo, mucho más vivo que las clases”. Recordándolo ahora, reconoce que su reproche fue más efectivo que aquel primer intento de acercarse a ella razonándole, porque a partir de ese momento su participación en el grupo fue total, hasta que dejó de acudir. Ha revisado varias veces las conversaciones grabadas, en busca de una pista que le oriente, que le descubra el motivo por el que abandonó. Son muchas las personas que desisten después de algún tiempo. Tal vez esperaba una solución. Piensan que exponer sus problemas es suficiente. En el caso de Ester se trataba de una historia con principio y final. La ha escuchado en varias ocasiones, sabe casi de memoria toda la cinta. “Mi familia no es representativa. De niña me sentía orgullosa de esa diferencia, pero a medida que crecí, me di cuenta de que más que aportarme una experiencia beneficiosa, me había impedido vivir la normalidad, incapacitándome para la convivencia. ¿Que si me considero insociable? No, exactamente. No soy insociable.” A la pregunta de si se lleva bien con sus padres tarda en contestar. La pausa corrobora la duda antes de responder, una duda que se repite varias veces, cuya huella ha quedado en las pausas, aunque como en este caso asintiera. “Sí, muy bien, cuando tengo ocasión. Habitualmente...” Ha detenido la cinta tras una larga pausa, porque Ester se interrumpió. Retrocede. “Sí, muy bien, cuando tengo ocasión. Habitualmente... la verdad, con mi madre no tuve muchos momentos...” Hay una vacilación.
  • 17. 17 Va a decir algo que luego no dice. “Era actriz, muy buena, según creo, eso es lo que asegura mi padre, una gran actriz, pero apenas pude darme cuenta. Murió muy joven”. Pulsa el botón de retroceso varias veces. “Murió muy joven. Murió muy joven...” Y al fin, su pregunta. ¿De veras está muerta?, ¿cómo murió?, que corta el hilo de la historia, al no saber qué responder. Entran otras voces. El concepto de familia es criticado. “P” se queja de la protección excesiva. “A” lamenta no haber dialogado nunca con sus padres. “J” expone su fracaso en los estudios y la dificultad para encontrar trabajo. Al final de esa sesión, Ester abrió el bolso, sacó el billetero y repartió algunas invitaciones para ir al teatro. En la parte izquierda, vio la fotografía de un hombre joven y le preguntó quién era. ¿No estarás casada?, se atrevió a bromear. Quería obligarle a reconocer su dependencia al padre, al que utilizaba como excusa, poniéndole como obstáculo en la consecución de un fin personal. Ester cerró el billetero, lo guardó en el bolso y sin responder, se alejó. En las semanas que siguieron, permaneció callada, aunque era evidente que su interés crecía al escuchar las confesiones de los componentes del grupo. Y cuando “A” desahogó su frustración, nacida en el seno familiar, que había instalado en ella la desconfianza del amor de la pareja, Ester recibió el impulso que necesitaba para continuar. “En mi caso, sucede lo contrario. Es tan buena mi relación que no creo poder repetirla con otra persona. Pienso que convivir, depositar mi confianza en alguien que no sea mi padre me defraudará. Me ocurre... me ocurre que me siento en deuda, no sé bien por qué. Cada vez que decido algo por mí misma, cada vez que intento pensar sólo en mí, siento que estoy cometiendo una traición”. Hay una larga pausa que le recuerda el silencio que se hizo después. Nadie quería interrumpirla, porque el rostro de Ester, demasiado tenso, anunciaba que iba a seguir hablando, que sus facciones deberían distenderse dejando escapar lo que nunca había revelado, lo que tal vez acababa de descubrirse a sí misma. Sin embargo, no dijo nada, a pesar de que los otros intentaron sacarla de su silencio. “¿Traición, a quién?”, le preguntó. Recuerda su mirada confundida, los labios unidos, frotándose, un gesto que no tradujo en palabras y no consta en la grabadora. Aquel había sido el primer paso. Nunca se explicó con las palabras, como lograba hacerlo con sus prolongados silencios, después de la frase breve, pronunciada con esfuerzo, un esfuerzo con el que delataba estar descubriéndose sentimientos que no deseaba aceptar. Los dedos de Rafa hacen retroceder la cinta. “Me he relacionado poco con personas de mi edad, y cuando lo he hecho, no he podido dejar de sentirme culpable...” Absorto, no oye entrar a Juana que, reclinada en el marco de la puerta, le interrumpe. —Y dices que no has vuelto a verla. Bien, yo no me preocuparía tanto. Estoy segura de que te ha ocurrido en otras ocasiones y no le has dado importancia. No es la primera alumna, ni será la última, que abandone sin dar una razón ni despedirse. —Sí. Lo que pasa es que, en este caso, cometí el error de inmiscuirme, y ahora estoy pagando el precio de haberlo hecho. Pensé que no me costaría ayudarla, tenía en mis manos
  • 18. 18 la solución. Quise abrirle los ojos, que aceptara la realidad, que conociera a la persona con quien vivía. No era mi intención molestarla, ni rebajar a su padre. Me parece estúpido que se lo haya tomado así. Su relación con mi vecina, Amanda, es casi ejemplar. Lo que yo busqué fue su acercamiento. Que su encuentro les sirviera para sincerarse. ¿Por qué piensa Ester que su madre ha muerto? Amanda asegura que vive. Nunca entenderé que resulte más cómoda la mentira, que decir las cosas como son. A lo mejor, lo que me ocurre es que llevo poco tiempo preocupándome de los problemas de otros. —Callar no es mentir. Y muchas veces es preferible a ir dando explicaciones. —Puede. Pero inventar la muerte de un ser querido... —¿Y si no la inventó? ¿Y si está muerta? —Entonces, le ha mentido a Amanda. —Es tan probable, que yo no me preocuparía. —Lo que me preocupa es que desistiera. Que dejara de venir a las reuniones no me parecería tan raro. Que haya abandonado las clases de la Facultad es más alarmante. ¿Por qué? —Qué sé yo. Es joven. Quizás pensó que perdía el tiempo aprendiendo que hay que vivir pendiente del prójimo y escuchar en una grabadora sus desahogos veinte veces antes de irse a dormir. —Juana sonríe, le divierte su seriedad— Además, no olvides que has destruido el ideal paterno. —No hay nada que me divierta en este asunto. —Perdona. Es que te he visto ya en otra ocasión escuchando esa grabadora. —Yo no he destruido ningún ideal. Tantas cosas se resuelven en una conversación a tiempo. —Casi nada. Estás tan acostumbrado a que las personas vengan a ti como se va al confesionario, que piensas que es fácil descubrir los sentimientos. Y no lo es. No. —Sé muy bien que no lo es. Sólo quise dinamitar el muro que les separaba, facilitarle el camino. —Y hasta es probable que lo consiguieras. Resuelto el problema, ya no te necesita. Sabes, en mi opinión, el rarito eres tú. ¿Cuánto tiempo llevas aquí, escuchando la cinta? La has hecho retroceder varias veces, no lo niegues, ni siquiera me oíste llegar. Estabas absorto. No tiene nada que responder. Se ha quedado mirando la grabadora, luchando con la tentación de volver atrás, de recuperar la voz nuevamente. —¿A qué viene ahora tanto interés? Si no me equivoco, ha pasado casi un año. No te imagino obsesionado, poniendo la cinta una y otra vez. Dime una cosa, ¿es esa joven la razón de que no hayas vuelto al piso que le dejaste? —No. Aunque, esa mujer, Amanda, hace que me sienta incómodo. Hoy no me ha llamado, pero cuando lo hace se pone muy pesada. Confiaba en que le resolviera el crucigrama. —¿Qué crucigrama? —No sé si te lo he dicho. A raíz de aquel encuentro, sospechó que padre e hija sintieron lo mismo. El resultado fue, que él tampoco volvió a casa de Amanda. Veinte años de relación y, de pronto, deja de verla. —Muchas relaciones se rompen, sin que aparentemente haya ocurrido nada. Basta recapacitar un poco…
  • 19. 19 —Amanda no lo ve así. Y si hubo algo entre ellos, me lo oculta. Está sorprendida. Su sorpresa no parece fingimiento. Aunque no me lo dice, en el fondo siente que soy culpable de todo. La idea fue mía. Sabe que le dejé el piso a Ester, sabe que era su hija. Tengo que admitir que no me apetece regresar a aquella casa, no quiero enterarme de nada. Ya ves, es allí donde guardo mis libros, donde he pasado los mejores años. —No me creo que no hayas ido. —Si he de ser totalmente sincero, he ido alguna vez. Pero he tratado de rehuir el encuentro. Toda esta historia pesa en mi ánimo como un grave error. —Y ahora somos un par de idiotas elucubrando acerca de personas que no conocemos. Qué más te da a ti lo que haya sucedido después. No son tu familia. No eres responsable de los actos de todas las personas que pasan cerca de ti, ni siquiera de las que vienen a contarte sus problemas. Mientras le hablaba, él ha vuelto a pulsar la tecla y aguarda con gesto intrigado la frase que le dé la clave, algo que está en su mente, tal vez una certeza que no se atreve a comunicar a nadie, demasiado habituado a escuchar, sin argumentos ni razones que expliquen su propia actitud. “... alguien a quien debo corresponder, porque me ha dedicado su vida, olvidando su propia existencia... Es tan buena mi relación que no creo poder repetirla, poder repetirla… poder repetirla...”
  • 20. 20
  • 21. 21 3 Algo había fallado, no sabía qué. Durante años se vanaglorió de su capacidad para captar el deseo, la apetencia o el trauma que conduce a obsesionarse con un objeto determinado. Le bastaba repasar con la mirada al posible cliente para deducir del atuendo, del tic inadvertido que dobla un dedo, obliga a recogerse una crencha, a frotarse un punto de la cara para traducir del gesto ese anhelo oculto que convierte al indiferente en observador interesado, la pieza que él cazaría con destreza llevándole por la senda de una ansiedad incipiente, hasta volverle ávido, hasta crear la necesidad que le haría echar en falta la posesión de lo que antes de ese momento no supo que debería poseer. Pero algo falló esta vez. Casi no podía creerlo. “Usted sabe tan bien como yo que este trasto no sirve para nada. Lo suyo son palabras”, había dicho ella. Su mano tembló un instante al señalar una tira de cuero, perdido ante el rechazo que derribaba con brío su discurso. No le ofendía tanto verse calificado de charlatán, como haberse equivocado en su juicio sobre la mujer. La había visto en varias ocasiones delante del escaparate contemplando este mismo cofre tallado que ahora cerraba delante de él, sobre el mostrador, con mano firme, tan firme como rotunda era la frase. “Usted sabe tan bien como yo que este trasto no sirve para nada.” De pronto, se derrumbaba su entusiasmo, sintiendo el dardo de sus palabras atravesando veinte años de profesión, una profesión que sentía, para la que vivía creando cada día nuevos métodos de acercamiento al cliente. Porque lo suyo se trataba de un arte que iba más allá de un medio de vida, un arte que establecía un vínculo entre el objeto y la persona, después de haber atrapado de uno y otro el lado oculto con el que armonizarían, uniéndolos para siempre. Con la velocidad del relámpago, vino a su mente aquel lejano día en que descubriera, por casualidad, la magia que emana de las cosas, por encima de su utilidad. Fue en su primera escapada al extranjero, siendo estudiante de arquitectura en busca de la antigüedad, cuando sin dinero ni amigos, palpó la estilográfica en el bolsillo interior de la chaqueta. “Ahora los jóvenes no lleváis chaqueta, no usáis estilográficas, algunos ni bolígrafo.” ¡Cuántas veces le contó a su hijo aquella aventura! Cuántas veces le vio sonreír sin comprender su audacia, expresando con su displicencia “a mí no va a pasarme, para eso están los cheques de viaje y las tarjetas”, que su rollo estaba fuera del tiempo que ambos vivían. Su hijo no podría nunca comprender la angustia de aquel momento, ningún joven podría, seguramente. “Sin dinero, sin amigos, teniendo que salir adelante. Grecia estaba muy lejos, mucho más que hoy, que se va en tres horas en un vuelo directo. Apenas lograba hacerme entender por señas. Entonces, descubrí mi estilográfica en el bolsillo, la mostré en medio de la plaza de la Concordia. La levanté por encima de las cabezas como si se tratara de un trofeo”.
  • 22. 22 La gente le miró creyendo que estaba loco, porque gesticulaba, convirtiendo cada ademán en una acción trascendente, al quitarle la capucha, al tomar el periódico de un viandante, para escribir en él con caracteres griegos el nombre de la plaza. Varias personas se detuvieron, sospechando que se había perdido y buscaba orientarse, momento que aprovechó para mover la mano hábilmente sobre el papel con el fin de escribir el mismo nombre en cuatro idiomas, cuatro lenguas, cuya traducción pudieran reconocer. Era inútil hablarles, por eso trató de que sus gestos fueran elocuentes. Al poco rato se vio rodeado de un círculo de personas que discutían entre sí para explicarse unos a otros lo que realmente necesitaba aquel muchacho extranjero perdido en Atenas. Sólo uno de ellos leyó con interés las letras, el trazo distinto, y reparó en la pluma. Él la puso entre sus dedos y le invitó a escribir algo. El hombre dibujó un garabato que debía ser su firma y sonrió satisfecho. Todos miraron entonces las letras así estampadas, los caracteres griegos y latinos, y se fijaron luego en la estilográfica que en su mano parecía tener alas para crear figuras distintas, un pájaro, una flor. Todos empezaron a mirar su mano, como si pensaran que las formas que iban quedando en la hoja de periódico se debían a una cualidad especial de la pluma, una cualidad que podrían adquirir si la compraban. Extendió el periódico delante del grupo y alzó de nuevo el instrumento que producía signos diferentes. Nunca supo si la magia que hizo detenerse a un buen número de personas provenía de su misma letra, del objeto mostrado, o de la contundencia de sus gestos, queriendo atraerles sin voz, porque ellos se fijaban en él, en sus manos, en la estilográfica, en las palabras escritas, como si la tinta tuviera el poder de transformar la lengua y la cualidad de dibujar, confiriendo destreza a la mano más torpe. Lo sorprendente fue que al pronunciar una cantidad, varios hombres quisieron comprarla. Quizá era más singular de lo que él pensaba. En aquel instante lamentó no llevar los bolsillos repletos de estilográficas. Les había mostrado su ligereza colocándola en el bolsillo, fijándola en el borde de la camisa, junto a la botonadura. Nada nuevo, y sin embargo, su actitud en medio de aquella plaza de una ciudad extranjera lo convirtió en originalidad, descubriéndole a él mismo la atracción del objeto, por encima de su servicio, o su belleza. Aprovechando el momento de hipnosis, buscó en sus bolsillos, en los que conservaba un lápiz de varios colores, y se dedicó a mover la diminuta clavija que hacía salir la mina verde, la azul, la roja, dibujando con cada una de ellas el nombre deseado. La necesidad le confería el arrojo que nunca tuvo. De pronto, en una tarde calurosa, rodeado de gente extraña, se sorprendió al detectar ese vínculo desconocido entre el objeto y la persona, un vínculo que brota con rapidez, anulando toda reflexión y concede a las cosas su importancia, al reparar en los entresijos, en las pequeñas piezas, su interior, el material, todo lo que se transforma súbitamente y lo convierte en una especie de amuleto, algo cuya posesión puede ser un fin. Al día siguiente volvió a la Acrópolis. Quería contemplar de nuevo todo lo que sus ojos habían admirado poco antes, lo que desde lejos poseía la grandeza que el paso del tiempo concede a la piedra, al esfuerzo de los hombres unidos. Entonces comprendió la fascinación que no emanaba de la piedra, que no pertenecía intrínsecamente a la obra de arte, más intuida que percibida, y se convenció de que también allí se establecía un vínculo casi sagrado que magnificaba todo lo contemplado y alcanzaba al propio observador.
  • 23. 23 Después de aquel viaje, sin ser del todo consciente, se perfiló su futuro. Fue a partir de entonces cuando empezó a mirar todo lo que le rodeaba considerando el pro y el contra, el material del que estaba hecho, la utilidad, la armonía del objeto con el entorno. Al año siguiente había abandonado la carrera para dedicarse a ofrecer a los demás todo aquello que pudiera formar parte de su vida. Miró a la mujer y se sintió defraudado. “Usted sabe tan bien como yo que este trasto no sirve para nada”. La frase venía a derribar una convicción mantenida a lo largo de veinte años. ¿Cómo podía haberse equivocado tanto? Él presumía de poseer una intuición especial que como un aparato de Rayos X detectaba las apetencias del posible comprador. —¿Ha reparado en la perfección de su tallado? —dijo, sin darse por vencido, mientras sus dedos señalaban la tapa, y miraba el brazo de la mujer envuelto en el chal. No era vieja, ni joven. No era clásica ni moderna, pero había algo en ella que le hizo pensar en una afición por las antigüedades. Tal vez fue aquella manera de enroscar el chal a su brazo, anudado desde la muñeca, para caer luego hacia la espalda, después de rozar su cuello. No era lo usual. Había en la mujer algo diferente, que no casaba con su repentina displicencia al rechazar el cofre. Por otra parte, estaba seguro de haberla visto detenerse delante del escaparate en varias ocasiones, sin decidirse a entrar. Adivinó que el objeto de su contemplación era este cofre, en el centro, rodeado de bagatelas que no podían interesar tanto. Su insistencia, al pararse cada vez que pasaba por delante de la tienda, le hizo presentir su deseo, esa lucha interna del que codicia un objeto con afán de coleccionista, sin desoír la voz que condena el capricho, por excesivo e inútil. Cuando la vio al fin entrar en la tienda, no tuvo ninguna duda. El deseo era más fuerte que la sensatez imponiendo su tacañería. Fue a su encuentro. No quería dejar en manos de otro el placer que le producía desvelar los secretos íntimos del cofre, la magia que los años y la habilidad de manos desconocidas le habían transferido con su amor. Ella le escuchó con interés. Creía haberla convencido, viendo en sus ojos la complacencia, aunque nada dijera al principio, mientras él se embalaba en un discurso que duró varios minutos, antes de que la joven pronunciara la desafortunada frase que rompía el encanto, destruyendo el vínculo, cuando más convencido estaba de la fortaleza del vínculo, la que siempre construía con palabras, argumentos que nacían de largas reflexiones, sin permitirse nunca la frase hecha, ni el tópico facilón. Cuando ya la creía conquistada, le sorprendió su frialdad. Todo se derrumbó. Porque no dijo las palabras que los clientes utilizan como contrapunto, antes de caer sumisamente en manos del vendedor. No dijo, “es demasiado grande”, o “no sabría donde ponerlo”, o “no hace juego con la decoración”, o “mis muebles son de metacrilato”. No. Se limitó a despreciar las cualidades del cofre, dudando del servicio que podría prestarle. La actitud de la mujer, su desprecio, vino a deshacer momentáneamente sus convicciones, quedándose atrapado en el agujero de un error que le obligaba a aceptar su ignorancia, su falta de intuición. Y eso no se lo perdonaba. Trató de sonreír, mientras seguía preguntándose con qué fin había entrado allí, si nunca deseó adquirir el cofre que durante días vigiló desde el otro lado del escaparate.
  • 24. 24 Como si pudiera leer sus pensamientos y le urgiera darle una respuesta, la mujer se dirigió al dependiente y pidió que le mostrara un escorpión. Lo observó durante un rato, lo acarició y, sin más, decidió llevárselo. Esta compra rápida de una baratija de escaso valor, destrozaba el corazón del vendedor frustrado que se consoló diciéndose que su equivocación partía de aquel primer juicio que confundía el objetivo de la compradora. “Lo que miraba era el escorpión. Nunca le interesó el cofre”, pensó, mientras salía a la calle para contemplar desde ella el escaparate. Una vez allí, comprobó con sorpresa que no había ningún escorpión y por lo tanto no podía haberlo visto, porque el que compró había salido de una vitrina interior. su decepción era demasiado grande, le impedía volver a colocar el cofre único en el centro del escaparate, considerando que su excesivo amor hacia un trabajo artesanal le había confundido. Al recordar nuevamente el escenario de aquel instante vivido en un país extranjero que le convirtió en vendedor en unas horas, sonrió ante la ironía. Lograr convencer a los demás del valor y la utilidad de algo insignificante, fue más fácil entonces que persuadir ahora de la belleza y el testimonio que encerraba cada curva, cada porción de madera combinada con el cuero y el metal. Quizás era un síntoma claro de su propia decadencia como vendedor. Depositó el cofre en una vitrina en el interior del establecimiento y olvidó el incidente, aunque no lograse borrar el sentimiento de fracaso que pesaba en su ánimo. Y hasta es posible que se hubiese planteado su continuidad en un negocio que durante años le proporcionó más satisfacciones que fracasos, siendo intermediario entre el ser y el objeto, si una nueva sorpresa no hubiera venido a destruir su seguridad, al enjuiciar actitudes que durante años representaban la clave del deseo y el trauma. Dos días después, reapareció en la tienda aquella mujer que no era joven ni vieja, ni clásica ni moderna. Ya no lucía el chal. Cubierta con un blusón que le daba otra apariencia, casi no habría podido reconocerla. Pero su voz seguía siendo igual de sonora, casi musical, cuando preguntó al dependiente por el cofre. Desde el interior, escuchó el tono preocupado y adivinó su ansiedad. Asomó la cabeza. Quería cerciorarse de que era la misma mujer que días antes respondiera con tanta indiferencia. Parecía tener prisa. Sin objetar nada, dio las señas donde debería enviarlo, hizo que lo apartara, pagó y salió, sin haber mirado apenas el cofre, como si se tratase de un encargo, una compra ajena a su deseo. Cuando se marchó, quiso comprobar la venta, asombrado de la rapidez con que se había realizado. Al acercarse al mostrador, miró inconscientemente en la vitrina el lugar vacío, mientras el dependiente lo embalaba cuidadosamente. El empleado sonreía complacido, halagado por un logro que le colocaba por encima de su patrón y, al ver que no le felicitaba por la venta, pensó que hasta era posible que en adelante añorase el cofre, al menos no parecía que le molestase tanto como a él contemplarlo durante meses, sin poder deshacerse de su presencia. Una pieza única que nadie iba a adquirir nunca, llegó a pensar, pero no lo dijo, no quería contrariarle.
  • 25. 25 —Al fin se decidió —se atrevió a decir. —Es una pieza demasiado valiosa. No puede ir a parar a cualquier casa. Fue entonces cuando el empleado opinó, sin pensar si se trataba de una excusa, o un deseo de consolar al dueño por no haber consolidado él la venta, que había ido a parar a buenas manos. —Es una actriz. La vi actuar una vez en El Marquina. —¿Una actriz? Qué extraña actitud la suya —se limitó a murmurar. Se miraron ambos sin que ninguno de ellos lograse comprender lo que el otro estaba pensando. El triunfo del empleado y el desconcierto de su jefe, les impidió ver al hombre de cabellos negros, demasiado negros para su rostro ajado, que permanecía quieto delante del escaparate desde hacía un rato. Tampoco le habían visto llegar cuando la mujer estaba ultimando su encargo, ni podían sospechar que fuese la ausencia del cofre la causa de su interés. El hombre aguardó durante unos minutos, antes de reanudar su camino, después de haberse dirigido a la puerta sin decidirse a entrar. Por eso no pudieron sorprenderse cuando, días después, les visitó diciendo estar muy interesado en el cofre. No era raro que alguien quisiera comprarlo, aunque no parecía ser la clase de persona que suele adquirir una antigüedad... Sin embargo, el hombre demostró ser un entendido, al describirles el cofre con todo lujo de detalles, convenciéndoles de que conseguirlo sería para él recuperar un trozo de su pasado. El empleado había pasado al interior a consultarle; “¿Le doy las señas? Dice que puede ofrecer más de lo que vale. A lo mejor, esa mujer, la actriz, prefiere vendérselo”. No era su norma ir facilitando direcciones, pero el hombre parecía tan interesado, que al fin accedió a dárselas. Una semana después, se presentó en la tienda un señor, cuyo rostro no le era del todo desconocido, preguntando por el actual dueño del cofre. Hizo que le atendiera el empleado. No quería desvelar su identidad. Había visto en alguna ocasión su rostro sin arrugas y aquellos ademanes que delataban una pulcritud tan estudiada como su forma de vestir. Le dijo al empleado que si le pedía las señas, se las diera, sin más. —Pero, no sabemos quién es. Ha preguntado por el comprador. Le interesa el comprador más que el cofre. —No importa. Déselas. Tanto tiempo sin venderlo, y ahora todos lo quieren. Vaya, vaya, déjeme en paz —fue todo su comentario.
  • 26. 26
  • 27. 27 4 Había pasado la mañana recorriendo el monte desde el que podía divisar los pueblos igual que manchas esparcidas en la lejanía. No sabía por qué lo hacía, qué buscaba cada vez que salía de casa con el ánimo de acaparar alguna imagen nueva. Nada lo era, por más que él tratara de hallar un ángulo que le proporcionase esa visión personal que sólo la mente o el corazón consigue alguna vez. Durante algún tiempo se entusiasmó permitiéndose la libertad de recomponer el paisaje incorporando imágenes ajenas a él, imágenes que parecían velar con su presencia un espacio sin nombre que servía de fondo a rostros y cuerpos suspendidos allí, cual fantasmas, testigos de épocas diferentes. No le interesaba captar lo que todos veían y conocían. Lo real representaba ese primer paso que daría lugar a mundos oscuros, insospechados, que ponían delante de los ojos del espectador poco imaginativo la intuición de un enigma. No sabía la razón que le había guiado hasta allí. No era asiduo a las tertulias. Escuchó, sin proponérselo, cómo solucionaría uno de los contertulios el problema de Bosnia, para acabar con la guerra, mientras un Joven expresaba su disconformidad y una mujer madura largaba una conferencia, convencida de poseer la fórmula que remediaría el paro en toda Europa. Oía las frases agresivas, entremezcladas, y las voces apasionadas elevándose una sobre otra para imponerse, cuando reparó en la joven que observaba los rostros en silencio, sin participar en las múltiples discusiones que cada parecer engendraba. Daba la sensación de que se sentía apabullada. No dejaba de mirar el rostro de la persona que en ese momento emitía su opinión y a ratos le pareció que iba a abrir los labios para contradecirle, para oponerse con algún argumento, algo que en silencio había razonado mientras le escuchaba y se arrepentía antes de airearlo, porque luego, sin abrir la boca, hacía un mohín que podría traducirse por un “qué más da”, que daba portazo a sus propias conclusiones y sus ojos se detenían en el rostro que a continuación gesticulaba con cierto apasionamiento, para enfatizar cada frase, colocándola a la altura a la que en esos momentos se había llegado a base de críticas y conclusiones.
  • 28. 28 Al descubrirla allí, incómoda, presintió que aquella joven se había equivocado de reunión, como él mismo, poco dado a la discusión a pesar de ser el promotor de tanta algarabía, sirviendo sus propios intereses. Por eso le llamó la atención ver un rostro nuevo, aunque tenía la impresión de conocerla. Seguramente, habría ido en compañía de alguien, y sólo buscaba matar unas horas de aburrimiento, tomar una copa, divertirse, sin sospechar que iba a encontrarse rodeada de conferenciantes dispuestos a pelearse por una frase mal interpretada, dando vueltas y vueltas a cada opinión, con el único fin de colocarse encima, hacer que su voz sonara más fuerte, que su opinión prevaleciera sobre las otras. Miró las fotografías expuestas en las paredes, apenas visibles en la semipenumbra del café, y se dijo que al menos él tenía una razón para estar allí, aunque, en verdad, nadie contemplaba su obra. Pese a todo, no podía ocultarse cierta complacencia al verla repartida, devolviéndole con su casi anónima presencia la fe en un trabajo del que en otros momentos deseó huir, convencido de que no eran sus ojos los que creaban aquellas imágenes, ni su destreza. Todo existía ya y podría ser captado por tantas otras cámaras, demasiadas cámaras, demasiados ojos, tantos que sólo pensarlo le hacía desistir en su empeño de ser cada día más original. Saber que nunca iba a descubrir nada, por muchas combinaciones que hiciera, convertía su trabajo en una tarea estúpida. Alguna vez se preguntó de dónde le venía aquel afán suyo de perseguir la diferencia, lo inaudito. lo sorprendente. Y se contestaba que la rutina vivida desde la infancia había sido el motor de todas sus insatisfacciones actuales. Sumido en la desazón que le producía contemplar sus fotos y no saberse dueño ni creador absoluto de las imágenes, ahora prisioneras, como el pájaro que se arrebata al paisaje para introducirlo en una jaula, dejó de atender a los razonamientos que iban amontonándose, cruzados, en una discusión múltiple y acalorada. Observó el rostro de la joven luchando por evadirse de aquel insensato guirigay y tradujo de las arrugas de los párpados una fatiga que alteraba su gesto, queriendo escaparse. Poco después la vio levantarse, ir hacia la barra, pedir algo. Pero, en lugar de volver a la mesa, se quedó allí, de espaldas, como si buscara un respiro, alejada de los otros. Fue entonces cuando decidió acercarse. Ella acababa de mirar el reloj, tal vez esperaba a alguien, mientras daba un pequeño sorbo al whisky —Hablan demasiado —se quejó él, mirando hacia la mesa—. Seguramente no tienen ocasión de hacerlo cuando están con los suyos. La joven no prestó atención a su comentario. Se limitó a mirarle con bastante frialdad. De su indiferencia dedujo que no le entendía, o no deseaba darle la razón, porque habría detectado en su tono un reproche con el que no estaba de acuerdo. Insistió, suavizando su crítica. —Me pasa a menudo. Vengo para encontrarme con alguien dispuesto a decirme algo, aunque sea “buenas tardes”, y ¿qué me encuentro? Esto. Esto es lo que me encuentro, que no hay tiempo ni para un saludo. Así que empiezo a beber y sin darme cuenta acabo trompa.
  • 29. 29 Ella sonrió, le miró un instante, y pronunció un “buenas tardes” que sonó demasiado irónico. —Crees que exagero, ¿verdad?, lo noto en tu sonrisa. Quieres disimular que te burlas, pero te burlas. Lo que te digo es cierto, me siento un poco perdido, no tengo con quien hablar. ¿A ti no te pasa? —¿El qué? —¿Cómo que qué? —la miró desconcertado, dudando si debería continuar—, lo de ponerse trompa. Si no hablas, bebes, y si bebes, acabas... —Diciendo tonterías —completó ella—. No. A mí no me pasa. —Mejor para ti. Me gusta escuchar, no creas. No suelo hacerlo... me refiero a “escuchar”, mi trabajo no me lo permite, a no ser que hable con la cámara, y todavía no he llegado a eso. Así que, me vengo aquí de vez en cuando, para enterarme de lo que dicen los demás. —Ya. ¿Y te has enterado? —No. —Tampoco te he visto tomar parte. No has hablado. —Me fatiga hacerlo. En realidad, vengo por cuestiones de trabajo. Las fotos que ves ahí colgadas son mías. He dicho que las ves, pero no las ves, estás de espaldas. ¿Te extraña que las haya colgado? Quizá no sea lo más apropiado, me refiero a lo de exhibirlas en un lugar como éste. Nadie las mira. Y si las mira, es todo lo más que hace. Pero en algún sitio tengo que ponerlas, después de haber trabajado tanto, porque no son fotografías corrientes, eso tendrás que admitirlo. Míralas, míralas, no cobro por mirarlas. Le molestaba que la joven no se interesara. Habría sido una cortesía por su parte girar la cabeza, hacer un intento por descubrir su obra, en vez de repiquetear con los dedos impacientes la madera de la barra y sorber otro trago, concentrada en el vaso, sin atender a sus palabras. —¿Esperas a alguien? ¿Te molesto? Ella se sorprendió de que fuese tan directo y se encogió de hombros, como si no supiera qué responder. —Oye, a ti te pasa algo, seguro. ¿De verdad no quieres ver mis fotos? Fue entonces cuando se volvió. Lo hizo lentamente, hasta que su rostro quedó en línea recta a la altura de una de las fotografías colgada en la pared a dos metros de distancia. —¿Qué es? —preguntó, aunque sus ojos inexpresivos no mostraban asombro y más bien parecía sentirse obligada a corresponderle después de su insistencia. Él pasó por alto su indiferencia, demasiado anhelante para desaprovechar la ocasión de explicar el motivo de aquellas imágenes. —Te sorprende, ¿eh? No me extraña. Lo normal es que te hayas sorprendido, porque yo no fotografío lo que todos ven, no. Busco algo más. A partir de la imagen, de la sombra, la luz, lo insignificante, y lo más bello, creo, reúno, transformo. En una palabra: me lo invento. Te estarás preguntando que por qué lo hago. No, no me lo preguntes, te lo explico. ¿Qué mérito tendría que mostrase aquí rostros y paisajes que cualquiera puede contemplar, en cualquier parte, a cualquier hora del día, sin que le atraiga lo suficiente para llevárselo a su casa, o archivarlo en su mente con objeto de recordarlo alguna vez, o meterlo en un álbum para enseñárselo a los amigos...?
  • 30. 30 Se había lanzado, sin pausa, perdido en el propio entusiasmo. —Si me enrollo, me cortas, es mi defecto. —Qué raro. Acabas de decirme que te fatiga hablar. —Y es verdad. Me fatiga. No suelo hablar cuando trabajo. Y si estoy con otra gente, prefiero dejar que opinen ellos. Si hablara, no trabajaría bien. Y opinar cuando los otros opinan, no me resulta fácil, aunque todavía no sé qué pasaría si lo hiciera, porque nunca lo he hecho. Me he perdido... Verás... ¿dónde estaba? Ah, sí, lo que pasa es que depende del tema, si es de lo mío, como lo tengo aprendido, y no puedo negar que me entusiasma, pues, no sé nunca dónde cortar. ¿Te has fijado en el otro, el que hay en el rincón?, aunque no lo parezca, es el cuerpo anciano de mi madre. —¿Tu madre? Rió él entonces. Al fin había conseguido interesarla. —Lo sabía, sabía que te ibas a sorprender. No falla. Nunca falla. Así es como yo la recuerdo. Es que soy algo poeta. Intento cazar, fíjate que digo cazar, no captar. Lo que hago con mi cámara es cazar una imagen que sea moldeable, traducir en ella mis sentimientos, la visión que yo tengo, ya sé que es difícil de entender. —No te preocupes, me estoy esforzando, aunque cuesta de adivinar que sea tu padre —ironizó la joven, tratando de penetrar con sus ojos la foto. Dio unos pasos para acercarse.— Lo siento —dijo— por más que me esfuerce, solamente veo un árbol, un eucalipto, ¿no? —Sí, un eucalipto. Fuerte. Alto, de olor saludable, capaz de desatascar los pulmones cuando se aspira su vaho. Crece por encima de los otros y sus raíces se extienden generosamente, sus hojas se multiplican, igual que los días… Hizo una pausa para darle tiempo a emitir su opinión. Pero ella no parecía dispuesta a darla, atenta, casi absorta, en su afán de interpretar imágenes. Sospechó de su silencio que aguardaba más información, y continuó. —Todo puede modificarse, ¿no es maravilloso? Siempre actúo libremente, plasmando una realidad que, aislada, no aporta nada y, sin embargo, al formar parte de un conjunto sirve, acentúa, ennoblece, estimula... —Y eso es... así, o se trata de una mancha, porque una hoja no parece —preguntó, mientras su meñique se movía medio encorvado por la timidez, la misma que le obligaba a suavizar el tono, ya sin ironía, y casi pidiendo disculpas anticipadamente por su ignorancia. —Es una flor, una hermosa flor, una cala, ¿a que es bonita?, saliendo del tronco, bajo las finas hojas... Ella le miró aturdida y no encontró seguramente las palabras que debería pronunciar para no defraudarle, porque no dijo nada. —Ya sé, ya sé que no es posible, que nunca brotará una cala de un tronco de eucalipto. Es mi visión personal, y mi libertad. Lo realmente válido es la significación que aporta. He sacralizado el árbol. Esa flor completa la imagen, el símbolo de esa fortaleza maternal... Esperaba que ahora le daría la razón y empezó a vanagloriarse de su capacidad de inventiva. Si ella le respondiese en este momento, “no digas más chorradas, yo no veo a tu madre en ese árbol, aunque no la conozco”, se habría echado a reír. Pero no parecía dispuesta a llevarle la contraria, por más que desconfiara de sus explicaciones y no aceptara todo lo que dijese, porque se puso seria. Su seriedad casi le hizo desistir a él, por temor a pasarse de rosca, al no saber discernir si su gesto ensombrecido era provocado por un sentimiento de agravio, o se debía a simple incomodidad por tener que prestarle atención.
  • 31. 31 De todos modos, había algo extraño en ella. Estaba seguro de que algo le preocupaba, causándole el ensimismamiento que le mantuvo callada al principio, y le inclinaba ahora a escucharle para salir de él. Tal vez no llegó la persona que aguardaba. Aunque podría ser, al contrario, que se hubiese refugiado allí para evitar a alguien que le hacía sentirse incómoda. La observó mientras se llevaba el vaso a los labios, sin darse cuenta de que estaba vacío. Él tomó el vaso para colocarlo en la barra. La mano de la mujer se quedó en el aire, indecisa. —Parece que en lugar de un vaso, te he arrancado algo valioso. ¿Quieres otro? Ella movió la cabeza rechazando su invitación y abrió el bolso. —Desde luego, está claro que no te gusta hablar nada. A tu lado soy un charlatán —opinó, queriendo retenerla— ¿no vas a dejarme que te explique las razones que me llevaron a cazar las cuatro imágenes que asemejan ser una, a pesar de que son cuatro, con el fin de…? —¿Nunca has fotografiado personas? La pregunta le dejó sin habla. Era aquel tono que empleaba, haciendo que cada palabra pareciese trascendente, aunque no expresara nada de particular. —No. Prefiero los objetos, el paisaje, un edificio, una calle. Combinaciones, algo que sorprenda, que... —Que necesite ser explicado. —No, no, lo que importa es el impacto, lo que la imagen comunica. —Pues yo prefiero a las personas. Un rostro comunica mejor que un objeto. —Oye, ¿siempre eres así? —Así, ¿cómo? —No sé. Hablas muy bien, pero no gastas la voz. —Perdona, me voy. —¿No te gustaría ver mi obra? Está bien, soy un pesado, lo admito, no me mires así, por favor. Lo que me pasa es que no suelo tener oportunidad de hablar de mí, ni de mi obra. Si te ha molestado toda esta historia del eucalipto, olvídala. Era una broma. Has sido muy amable siguiéndome la corriente todo el rato. Y muy paciente, sí. Ya ves, me ilusiona colgarlos aquí. Los de la tertulia son amiguetes míos, y muy intelectuales, pero nada. Les han echado un vistazo y se han sentado para hablar de política. ¿De verdad no quieres venir a mi estudio? —¿No se enfadarán tus amigos si te marchas? —¿Estos? Ni se enteran. Vamos, te enseñaré un mural compuesto por cuatro ciudades de cuatro países diferentes. Si adivinas el nombre de cada una de ellas, te invito a cenar. —¿Vives lejos? —No. Aquí al lado. Casi le sorprendió que aceptase su invitación, sobre todo porque su actitud había cambiado y hasta parecía complacida de poder acompañarle hasta el estudio, a pesar de que no mostraba mucho interés en conocer sus fotografías. Percibía cierto automatismo en sus ademanes, en su manera de andar, como quien no va a parte alguna, y en las respuestas vagas, breves, dejaba ver más aburrimiento que otra cosa, una apatía que le impedía tomar
  • 32. 32 partido, y todavía menos entusiasmarse. Una actitud que no casaba con su indumentaria desenfadada que le hizo imaginarla más joven de lo que en realidad era. Al pasar bajo la luz del farol, detectó cierta tensión en sus mandíbulas y supuso que su falta de interés podría ser cansancio. Extraño le resultó que, pese a la indiferencia manifestada, se hubiese avenido a aceptar su proposición, dejándose llevar sin asombro, hasta colocarse delante del mural que había prometido enseñarle en su estudio. —¿Qué te parece? A simple vista es una imagen corriente de cualquier zona urbana. Pero si te fijas, no es tan corriente. Concéntrate, a lo mejor, lo aciertas y te invito a cenar. No es fácil, no creas, tuve la precaución de tomar imágenes que no son reconocibles, vamos, que no iba a fotografiar la Torre Eiffel o la de Pisa, puedes suponerlo. No, si ya sé que no es fácil que lo aciertes. Pero, siéntate. Tienes mucho tiempo, todo el que necesites. Se fue un instante al baño. Quería dejarla sola, que se sintiera como en su casa, que mirase al fin un punto determinado, dispuesta a desentrañar el modelo. Al volver a la sala, le sorprendió verla delante de un cuadro más pequeño, en lugar de observar el gran paisaje urbano. Estaba tan absorta que no le oyó llegar y su pregunta le produjo sobresalto. —Veo que te gusta ese cuadro. Es uno de mis primeros trabajos. —Es original. Dijiste que nunca fotografiabas a las personas. —Ahora no. Al principio, sí, como aprendizaje. —¿Son familiares? —No. Rostros, solamente rostros. —Eso ya lo veo. —Pertenecen a personas famosas, de épocas distintas, de profesiones diferentes. Los reuní en círculo, girando, giran aunque no lo adviertas. Tampoco ahora se escandalizó, absorta en el rostro de mujer sin contorno, evaporándose en un resplandor que daba a sus ojos, su nariz y su boca la apariencia de un mensaje. —Cuesta distinguir si es hombre o mujer, porque están muy retocados, pero hay rasgos indiscutibles. —Uní los rostros, ¿ves? —dijo poniendo un dedo sobre el cristal— Difuminé sus mandíbulas, sus ojos, y sus bocas y narices quedan suspendidas ahí. No tener mandíbulas les iguala. —Pero los ojos conservan la mirada, y en ella se aprecia la diferencia. Este es un rostro de mujer. —Lo es —aceptó admirado. —Me gusta. —Nadie me compraría una foto donde aparece irreconocible, lo sé, pero fue un capricho. —Yo sí te la compraría —susurró —Porque no eres tú. Lo afirmó convencido de que ella bromeaba, resarciéndose con su alabanza de las burlas anteriores. No podía creer que fuera sincera. —Lo de esos rostros me ha dado una idea, acabas de inspirarme y eso siempre es bueno. El próximo paisaje que cace por ahí irá acompañado de algún rostro. Podría ser el tuyo. ¿Te lo imaginas? Flotando en el espacio, sobre un bosque, un valle, un estercolero…
  • 33. 33 Vio que ella hacía ademán de marcharse y se interrumpió. —¿Cómo? ¿Te vas ya? ¿Y mi invitación a cenar, no sirve? —No he adivinado el nombre de las ciudades. De nuevo le sorprendía verla dirigirse hacia la puerta sin pronunciar una despedida, ni decir su nombre. Antes de salir, se volvió hacia él de repente. —Quiero hacer un trato contigo. —Un trato. Suena raro... pero, adelante, soy una persona asequible, estoy dispuesto a todo. —Puedes aceptarlo o no. Si me dejas venir a verte todas las semanas, te pagaré una cantidad de dinero, la que estimes suficiente. Le costaba creer que lo hubiera dicho. “Dinero”, pensó, era lo menos que podía esperar. “Dinero”. —¿Pagarme? ¿A mí? ¿Por qué? No le ofendía, simplemente estaba asombrado. Nunca lo habría imaginado. Y parecía una proposición muy normal, porque ella aguardaba su respuesta como si se tratara de contratar un trabajo, sin sospechar que le ofendiera, animándole con naturalidad con un “¿te hace?” que le desconcertó todavía más. —¿Tanto te ha gustado mi rollo? ¿O buscas un confesor? Si quieres venir a contarme tus penas, no soy el más adecuado. Si estás sola, cómprate un perro. Se dio cuenta de que su brusquedad la hería, aunque permanecía junto a la puerta sin intención de marcharse, aguardando una respuesta. Luego, levantó la cabeza y los ojos de la mujer, que ya no le parecía joven, buscaron el círculo de rostros. Pensó que debía estar convenciéndose de que en realidad giraban, y se preguntó qué grado de soledad es necesario para comprarse la compañía de alguien capaz de escuchar. De su aspecto desenfadado no era fácil deducir que perteneciera a esa clase de personas solitarias, sin amigos ni familia. No. —Acabamos de conocernos. Apenas me has hablado, no sé tu nombre, y me ofreces dinero. Esto es muy extraño —dijo en voz alta. Se dio cuenta de que sus palabras no eran nuevas, las había escuchado alguna vez en la boca de mujeres, y se arrepintió convencido de que sería mejor permanecer callado, al no contar con las referencias necesarias en las que apoyarse en un caso como éste. —Sé que lo es. Ya te he dicho que puedes aceptarlo o no —dijo ella con naturalidad, sacándole del apuro—. Necesito que alguien me hable, y que no lo haga por motivos de trabajo. Si te paras a pensarlo, no es tan raro. —Es insólito —se defendió él. —Me ha costado proponértelo. No me sorprende que te lo tomes así. ¿Sabes por qué es tan extraña mi proposición? porque nadie se atreve a hacer algo tan, tan... —Tonto —concluyó él. —¿Tonto? No, no lo es. En todo caso, frustrante, pero no lo es más que pagarte un coito, o una compañía para jugar alas cartas, yeso lo hace mucha gente habitualmente. Es lo normal. —Pues, yo no lo hago. —Es una suerte. Si no te interesa, no tienes por qué aceptarlo —dijo, dando media vuelta. —Espera, espera. Se me ocurre algo. Si de verdad, como dices, necesitas escuchar mi voz.
  • 34. 34 —Tu voz o la de cualquiera, a ver si lo entiendes. Necesito salir de mí misma, de mi trabajo, escuchar a otro puede hacerme pensar en asuntos que no me conciernen, y eso no es malo para mí. —Si estás aburrida, puedo darte alguna idea para salir del aburrimiento. —No tiene ninguna gracia. No es una broma. Hablo en serio. Hay cosas que olvidar. El trabajo me absorbe demasiado, no me desprendo de su influjo. Necesito desprenderme de él. Y de mis miedos. —¿Miedos? ¿Tienes miedo de algo? Empezaba a comprender su actitud en la cafetería, absorta, confundida, sin prestarle atención, sin participar en nada, atada a alguna obsesión. —No sé, no estoy segura. Creo que alguien me sigue. He detectado su presencia en varias ocasiones. No le conozco. A veces dudo. Llevo a cuestas mi profesión, no sé abandonarla, quizá todo esté en mi imaginación. Es difícil de explicar. Me siento atrapada. —A mí no me conoces. —Por eso precisamente eres tú quien puede ayudarme. —Bien, bien, de acuerdo. Si me permites, a cambio, hacerte alguna foto. —Ella vaciló— Eso estaría mejor, ¿no te parece? No tengo prejuicios, ¿sabes?, pero todavía no he llegado a cobrar por no hacer nada, y tú me pides que lo haga. Pues bien, prefiero ser yo el que trabaje. Ese es el precio, hacerte fotografías. De esta manera cumpliré tu deseo. A partir de ahora, introduciré el rostro de una persona en mi obra, porque eres una persona, ¿verdad? —¿Tú, qué crees? —¿Te parece bien? —La decisión es tuya. Volveré a esta hora la próxima semana. Un lunes, como hoy. Antes de que pudiera discutirlo, ella cerró la puerta a sus espaldas y desapareció de su vista. Corrió hacia la ventana, sin reparar en que no podía ver la calle desde ella, el tejado se lo impedía. Fue un movimiento inconsciente. Necesitaba ver cómo se alejaba para convencerse de que era real. O quizás no, quizás solamente quería comprobar que había un hombre apostado en alguna esquina dispuesto a seguirla. No poder comprobarlo facilitó la duda acerca de todo lo que ella había dicho. “Seguramente, quiere darse importancia. No es la clase de mujer por la que uno se siente atraído”. Por primera vez, lamentó que un trozo de tejado le impidiera observar a la mujer que se perdía entre los coches, dejando que la duda se adueñara de su mente, preguntándose qué habría visto en él para hacerle una proposición tan singular. “Un bufón”, pensó, “eso es lo que ha visto, a un bufón. Le han divertido mis bromas y ha decidido pagarme para garantizar que cada vez que venga a verme le haré un numerito. Y me he rebajado al aceptar su juego”. Antes de irse a dormir, sin embargo, concluyó que, pese a todo, la joven no había apartado sus ojos de algunas fotografías, lo que era un buen comienzo. Muchos clientes surgían de forma casual y acababan siendo los más adictos. Por lo pronto, iba a servirle de modelo.
  • 35. 35 5 Amanda colgó el teléfono. No quería ponerse pesada insistiendo y que fuera otra persona la que le aclarase todo el embrollo, un embrollo del que no conseguía salir, por más vueltas que le diera. Por eso insistía. Estaba segura de que Rafa, el sicólogo, sabía lo sucedido mejor que ella, que no lograba hacerse a la idea de lo que estaba ocurriendo. El desconcierto la había relegado a las tareas del hogar en los últimos días, tras varios intentos por localizar a la persona que debería estar enterada, lo suficientemente enterada para darle una explicación. Nunca, no en los años de juventud, sintió la desazón que ahora colmaba sus noches, sobre todo sus noches, al no saber a quién acudir. Se decía que, después de todo, no se trataba de una desgracia, ni de un accidente, ni tan siquiera de una ruptura. Lo que ponía cierta turbiedad a sus pensamientos era notar aquel peso en la conciencia, haber dado crédito al vecino, ella que presumía de no tener doblez, confiando en sus conocimientos de sicólogo que le pedía su colaboración. Si hasta se sintió orgullosa de que se lo pidiera. Fingir, en este caso, fue aportar un granito de arena para resolver un conflicto. Accedió sin vacilar a toda una trama. Dejarse ver, conseguir que Ester se sintiera atraída, solamente eso, bien sencillo. “¿Nada más?”, preguntó asombrada de que una cosa tan sencilla necesitara de tanto secreto. Y siguió las instrucciones del vecino, sin pararse a pensar que sería el cebo. “Eso es lo que fui, el cebo. Una tonta. No he desconfiado nunca, eso es lo que me pasa, que soy tonta”, se repite una y otra vez, mientras plancha y cocina, viéndose envuelta en algo que no buscó y que le ha traído como resultado la ausencia de Pedro. “Ni una llamada, ni un recado. Algunas veces se iba de viaje, pero me lo decía antes. Y si no puede venir, por cualquier circunstancia, me telefonea. Lo de ahora es distinto”. Padre e hija habían desaparecido repentinamente de sus vidas, sin que ninguno de ellos supiera lo ocurrido después de su encuentro en el rellano. AAmanda le urgía que alguien apareciese, que llegara alguna información que la apaciguara, haciendo que sus dudas se desvanecieran. En la soledad de su cuarto, le asediaban cada noche un sinfín de preguntas que no podía responderse. Todo se volvía oscuridad y en su cabeza no cabían los argumentos con los que aplacar la angustia que renacía Junto a la almohada, sin poder mitigarla. Al principio, no le preocupó su ausencia. Quince años de relación, permitían la confianza de no tener que justificar un olvido, posponer la cita, prestar más atención a otros asuntos. Pensaba que era justo dedicar algunas horas a la hija, a la que sin duda tendría que contarle muchas cosas. Nunca le había forzado a dar una excusa. Entre ellos sobraban las explicaciones con que las parejas suelen justificarse uno a otro los malos entendidos. Fue ella misma la que implantó desde el primer día la norma de entrar y salir cuando quisiera, sin que nadie en su familia tomara partido, fuera del círculo en el que ella y Pedro se movían para entregarse lo mejor que poseían, a salvo de las miradas críticas y los problemas que ponen una carga prosaica, capaz de enturbiar un idilio que se mantenía como el primer día, sin altibajos.