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Depto: Historia, Geografía y Cs. Sociales II° M 2014
Control de lectura N°1
Nombre: _____________________________________ II °:______
INSTRUCCIÓN PARA EL CONTROL DE LECTURA.
 Al presentarte al control deberás elaborar un vocabulario (trabajado en clases) de todas aquellas palabras
que te generen dificultad para desarrollar una buena comprensión del texto, vocabulario con el cual te
podrás presentar a rendir el control. La utilización de este vocabulario será parte de la evaluación en un
ítem separado.
“AFÁN DE PRESTIGIO Y MOVILIDAD SOCIAL:
LOS ESPEJOS DE LA APARIENCIA”
Jaime Valenzuela Márquez
 Para una genealogía del arribismo
A fines del siglo XVII, fray Juan de Meléndez, en su obra Tesoros verdaderos de las Yndias, daba
cuenta de una realidad tan profunda como generalizada en los comportamientos sociales de los hispanos, ya
fuesen peninsulares o criollos. Unos y otros, independientemente de su verdadero origen y “calidad”, “[...] se
portan de manera que, si todos no lo son, todos, ó los mas, parecen caualleros en su trato, y en su modo”.
Meléndez apunta, con gran perspicacia, que esta posibilidad de “parecer caballero” la brindaba la emigración a
América, “[...] que no passa español a ella, que si no es cauallero no procure parecerlo, y que le tengan por tal”.
El “Nuevo Mundo”, que ha venido construyendo sus propias jerarquías sociales entre copias del modelo
europeo, mestizajes inevitables, acomodaciones locales y transgresiones de todo tipo, fue nuevo también en
términos de las posibilidades brindadas a los “blancos” peninsulares y a sus descendientes para borrar
antecedentes y renacer de la oscuridad socioeconómica de la que provenía la mayoría. Como señala
más adelante el mismo Meléndez, “[...] aunque en España no aya tenido mas puesto que el de lacayo, o otro
exercicio seruil, en entrando en el Perú en los respetos, en la urbanidad, en la cortesia, y buena cuenta de lo
que tiene a su cargo, se muda en otro varón”
Este ideal social lo encontramos presente desde el comienzo de la conquista, cuando América se
presentó, justamente, como un gran trampolín para una serie de grupos menospreciados o bloqueados en sus
aspiraciones por una sociedad castellana donde el nacimiento determinaba el futuro. Los ideales medievales
emigraron al mismo tiempo que los colonizadores. Éstos los reimplantaron en un territorio donde el pasado
humilde podía ocultarse exitosamente gracias a la ostentación de nuevas riquezas, los honores obtenidos
en la conquista militar y, sobre todo, el hecho de “valer más”, de vivir noblemente.
Al respecto, la discusión historiográfica clásica se sitúa en torno a si el porcentaje y calidad de la
nobleza “verdadera” que emigró a Indias tuvo o no un peso significativo en la conformación de su sociedad y,
sobre todo, de sus élites, que constituyen el objeto específico de la presente colaboración. Sin duda que
hubo una cierta cantidad de los llamados “hidalgos” que atravesaron el Atlántico. También es cierto que estas
personas cultivaban un determinado código de comportamiento y una conciencia de su origen que los
hacía adoptar una posición de distancia y de superioridad. Pero también es cierto que al interior de dicha
categoría existían subdivisiones que marcaban notorias diferencias de alcurnia, riqueza y poder. Así, muchos
hidalgos eran modestos propietarios agrícolas, con una situación sólo reconocida dentro de los límites de su
aldea, existiendo un gran número que vivía derechamente en la indigencia. Como señala Sergio Villalobos, el
gran drama de los hidalgos era su calidad de nobles y la imposibilidad de vivir como grandes señores.
América se les ofreció, pues, como la tierra donde podían concretar estas aspiraciones, borrar su
mediocre condición y sacar a relucir sus polvorientos y oxidados blazones.
No obstante, tampoco podemos decir que ellos fuesen la mayoría; ni siquiera un porcentaje
importante del total de inmigrantes hispanos. Los cronistas y los documentos son engañosos, pues
América estaba lejos y las probanzas de hidalguía podían ser falseadas fácilmente por testigos amigos. Ello
permitía que el hidalgo pobretón se instalase en el “Nuevo Mundo” como un noble de peso, y el villano, a su
vez, emigrase con grandes posibilidades de aludir a una lejana y virtual hidalguía una vez que las riquezas
americanas pudiesen sustentar la apariencia de tal situación.
1
Con ello no pretendemos negar la existencia de un contundente cuerpo legislativo, diseñado desde los
primeros tiempos de la expansión imperial, y que buscaba, justamente, seleccionar a los emigrantes a partir de
una serie de restricciones sociales, religiosas y políticas. Pero es evidente, como en todo proceso histórico de
similar magnitud, que la conquista y colonización de América fraguó sus propias reglas “de hecho”, paralelas o
tangenciales a la normativa oficial.
Así, pues, la mayoría de los hispanos que llegaron a esta tierra y, en particular, a lo que más tarde sería
Chile, fueron personas de origen modesto, villanos o plebeyos, campesinos en buen número, escapando de la
pobreza castellana o probando suerte lejos de la aún inestable Andalucía. Para unos y otros, sin embargo,
esta realidad socioeconómica objetiva quedaba atrás al surcar el océano. Al principio fue la aventura; pero al
poco tiempo ya circulaban las noticias acerca de las riquezas fabulosas y las posibilidades ilimitadas que se
ofrecían al que quisiera embarcar. Noticias que permitían alimentar anhelos y aspiraciones irrealizables
en la tierra de origen. Ya en altamar, la ambición propiamente económica daba pábulo a la idea, compartida
por todos, de vivir como verdaderos “señores”, conforme al ideal forjado y proyectado desde el Medioevo
por la alta nobleza. Una idea que, ya en el contexto americano y en la medida en que la situación material lo
permitiese, pasaría a formar parte de las prácticas y de la propia autor representación de los individuos que
habían logrado posicionarse en los espacios de poder local, negando o simplemente olvidando el verdadero
origen, aquel que era anterior al momento de la conquista y del asentamiento en el “Nuevo Mundo”. Este
proceso se consolidaría en las generaciones posteriores, cuando sus descendientes construirían un andamio
legitimante en torno a aquel “fundador” del “linaje” respectivo, explotando el imaginario nobiliario ligado a
las artes guerreras -luchó con sus armas para extender la soberanía del rey-, reivindicando el hecho
de haber estado entre los primeros pobladores -primer habitador- y ser, en consecuencia, un “benemérito”.
Todo ello apuntaba a afianzar la posición social de las familias respectivas, amparadas en el culto a la memoria
de lo realizado por su ancestro- fundador, a estas alturas revestida de atributos, comportamientos e ideales
claramente “nobles”.
El espacio social que definieron progresivamente estas élites sui generis no estaba definido por un
estatuto jurídico, como la aristocracia europea, sino más bien por una serie de elementos materiales y
simbólicos que la llevaban a ser percibida y reconocida como el grupo dominante por excelencia.
Sin duda, la base esencial era la tierra. Luego de la conquista, el Valle Central de Chile se transformará,
progresivamente, en el "corazón" social y económico del reino, y sus grandes propiedades, en verdaderos
modelos de organización “política” del amplio mundo agrario, encabezados por su propietario,... el “señor”.
El hecho de tener una encomienda -independientemente del número de indígenas que la compusieran-
significaba, por su parte, la pertenencia directa e indiscutida al seno más rancio de dicho grupo: el de las
familias fundadoras del reino. Por lo demás, la identificación entre señor feudal -señor de vasallos- y
encomendero era parte del vocabulario común, cargando con ideales medievales su legitimación social.
Ciertos deberes adscritos a la asignación de la encomienda contribuían a reforzar este imaginario: el cobro
de un tributo a una población servil, la obligación de defender los territorios de su provincia en caso de
emergencia, poseer armas y un caballo, etc.3 De esta manera, el término vecino feudatario (encomendero
habitante en la ciudad) se utilizaba corrientemente por oposición al de morador (ciudadano no encomendero),
incluso si un buen número de documentos reagrupaban bajo el término “vecinos” a todo el patriciado urbano.
En esta misma línea de interpretación, vemos que dichas analogías semánticas se unían a determinaciones
legales, como la temprana tendencia a la perpetuación de las encomiendas como “posesión” familiar,
costumbre que acentuó el carácter servil de los indígenas encomendados. Si bien la legislación diseñada a
mediados del siglo XVI había estipulado una herencia limitada a la primera descendencia del encomendero
original, la práctica normal fue incluirlas dentro del conjunto de posesiones que sustentaban el status de las
principales familias.
El nacimiento de la “aristocracia” chilena se enmarca en este eje temprano y definitivo: la toma de conciencia
de que su posición de dominio, si bien carecía de una riqueza estable y abundante, similar a la de otras
regiones del continente, podía sustentarse en la alimentación permanente de un imaginario del poder de larga
tradición europea. Su origen bélico -el aporte militar y económico a la guerra de Arauco- y señorial -la
repartición oligárquica y a vocación hereditaria de las tierras y de los hombres- serán entonces explotados
como los soportes identitarios locales de dicho grupo. De esta manera, la asociación de significado entre los
conceptos de “señor” y de “vasallo”, que los hispanos aplican a la realidad americana, y que es común a la
representación colonial del “Nuevo Mundo”, en Chile habría alcanzado proporciones específicas. Así, a
diferencia de México o Perú, donde la existencia de una aristocracia indígena prehispánica hubo de ser
respetada e integrada al sistema de referencias nobiliarias europeas, nada de ello existió sobre el territorio
chileno. Por otra parte, la lejanía de los centros de poder de la monarquía (Madrid o Lima), unido a la débil
2
presencia de asentamientos urbanos, permitió elaborar desde un comienzo y por largo tiempo, un sistema de
poder local característico. Los indígenas vencidos se encontraron frente a una sociedad española donde la
imagen ideal del conquistador y del primer habitador reforzaba una conciencia de superioridad y de
“posesión” indiscutible, amparada por la respuesta que encontraban aquí a sus anhelos de “feudos” y
“vasallos”, que la realidad americana traducía como mercedes de tierra y encomiendas4.
Hacia fines del siglo XVII, el desarrollo del inquilinaje campesino como una nueva forma de mano de obra, a
partir de la pérdida de importancia económica tanto de la encomienda como de la esclavitud indígena
-practicada legalmente con los araucanos entre 1608 y 1683-, mantendrá estas categorías de
representación y de dominación. Los inquilinos, sedentarizados en las grandes propiedades, adscritos por
generaciones a su “inventario”, reforzarán el “espíritu señorial” de los primeros tiempos y lo perpetuarán.
 Ser y parecer: las estrategias de la elite en dos épocas
La caída demográfica que afectó a los indígenas y la crisis de los parámetros de la economía de conquista
-agotamiento de la producción de oro- que se produjeron en Chile desde fines del siglo XVI, conllevaron una
reorganización en la base del sistema económico local. La élite originaria carecía ahora de los recursos que
permitían asegurar su modo de vida, pues una encomienda ya no constituía en sí misma un indicador de la
situación económica de su propietario, aunque el prestigio ligado a su estatuto mantenía su importancia.
Así, los límites sociales estrictos que se establecieron en el siglo XVI para la “posesión” de esta fuerza de
trabajo y de prestigio debieron flexibilizarse. “Hombres nuevos” -como les llama Mario Góngora- entraron a
competir por la cima de la jerarquía social, amparados en la riqueza obtenida a través del control del tráfico
comercial con el ejército asentado en la frontera del sur y en sus relaciones con el eje mercantil Lima-Potosí. La
compra de tierras y la obtención de una encomienda, requisitos básicos para acceder plenamente al status de
élite, se perciben como dos de los objetivos prioritarios de estos individuos. Y si bien esto no necesariamente
se alcanza en la primera generación que hizo fortuna, sus hijos o nietos solían incorporarse rápidamente al
estrato de “encomenderos” y con ello gozar del prestigio y de los privilegios simbólicos asociados a dicha
categoría.
Otro mecanismo de integración será directamente la alianza matrimonial con miembros de las
familias “antiguas”, aportando suculentas dotes provenientes de sus negocios a cambio de apellidos
cargados de prestigio. De esta manera, las ambiciones de ascenso social de unos y las perspectivas de buenos
negocios para los otros, se introducían en la propia privacidad familiar, determinando relaciones de pareja y
uniones de por vida “negociadas” por otros -los padres-. Esta práctica, generalizada entre la élite colonial, se
unía a la perspectiva de una descendencia que, nacida de dicha unión, participaría en la consolidación de las
perspectivas que originaron la alianza de sus padres, conjugando apellido prestigioso y patrimonio fresco. En
la intimidad del hogar, la familia se convertía en la escuela que enseñaba a reproducir estos patrones en las
generaciones futuras, a vivir conforme a los valores de la aristocracia “antigua” y a cultivar la memoria del
apellido prestigioso que vertebraba el linaje.
Los límites aristocráticos se abrieron, pues, para usufructuar del espíritu de los negocios, estableciendo
vínculos entre hijos de familias “antiguas” y de familias “nuevas”. Estos últimos, ansiosos por revestirse con los
signos ennoblecedores que los empinaran a dicha cima, buscarán gustosos una ligazón de este tipo que los
imbricara permanentemente con los apellidos prestigiosos enraizados con los primeros tiempos de la
conquista. Las familias “antiguas”, por su parte, abrirán su cerco oligárquico para incorporar a los nuevos
arribistas a cambio de la participación en sus redes mercantiles y en sus capitales, los que ahora podrían
alimentar los gastos necesarios para vivir como un “noble”.
Incluso, llegarán a aceptar, no sin pasar por una coyuntura de resistencia, la irrupción de los “hombres
nuevos” en los cargos políticos locales que antes les eran prácticamente privativos. En efecto, en 1612 la Real
Audiencia de Chile decidía poner a la venta en remate seis vacantes de regimientos y el alferazgo mayor del
Cabildo de Santiago. Mercaderes criollos, pero sobre todo españoles, en búsqueda de un ascenso social
equivalente al poder económico que detentaban, pasaron a ofrecer posturas frente a las cuales los linajes
tradicionales empobrecidos no pudieron competir. La reacción aristocrática fue fulminante,
amparándose en lo único que tenían para oponerse a esta situación: su autor representación social superior y
privilegiada. Sobre esta base subjetiva de exclusión, alzaron su reclamo ante la Audiencia -que les dio
sintomáticamente la razón-, protestando porque los adquirentes de los cargos rematados “no tienen las
partes y calidades que para esto se requieren y que notoriamente son indignos de ser admitidos al
gobierno de tan noble y leal ciudad”.
3
Los afectados, por su parte, contestaron con un discurso diferente, conscientes de su menor valía
social, pero también del poder que les aportaba la riqueza material, señalando, en un lenguaje de
mercaderes, que los oficios rematados no les producirían ganancia alguna; antes bien, estaban pagando
más de lo que ellos valían. Con estas palabras desenmascaraban una estrategia meramente funcional a su
ambición de ocupar los espacios asociados a la élite tradicional, pues contradecía la lógica económica
que había hecho fructificar sus negocios. El objetivo de esta compra, pues, era más que el poder político
otorgado por el cargo propiamente tal, y apuntaba más bien a completar la serie de requisitos
“formales” que se requerían para ser parte de la élite. Pero todos sabían el “quién es quién” de la sociedad
colonial y la élite tradicional, si bien necesitaba de las posibilidades económicas que podía significar
asociarse con esos grupos “inferiores”, no estaba dispuesta a hacerlo a un precio tan alto; ...al menos por el
momento.
En efecto, la élite tradicional tenía razón -desde su punto de vista- en calificar a los rematantes como
“indignos”: Martín García, por ejemplo, había sido maestro sastre en las décadas de 1580 y 1590. Su tienda
prosperó y ya a finales del siglo XVI los documentos notariales lo titulan como “mercader”, dedicándose al
tráfico negrero, arrendando indígenas guarpes a encomenderos de Cuyo, prestando dinero, transportando
mercancías a la frontera del sur, llegando a adquirir su propio navío a comienzos del siglo XVII. Su ascenso
social comienza a marcarse con los signos de la élite cuando adquiere una merced de tierras en el fértil valle
del Puangue. Luego sigue comprando otras tierras cerca de Valparaíso y a lo largo de la ruta que unía el puerto
con la capital, conformando la gran estancia de Curacaví, con lo que quedaba en una posición ventajosa para
sus actividades. Convertido en rico mercader-terrateniente, intentará enseguida escalar las vías más
simbólicas, pero no menos importantes, para aproximarse a la tan anhelada élite social. Desde 1609 figura con
el título de tesorero general de la Santa Cruzada en el obispado de Santiago y tres años más tarde participa en
aquel frustrado intento por adquirir uno de los cargos del Cabildo que fueron rematados por la Real
Audiencia.
Otro caso emblemático de este afán de ascenso social vertiginoso de “hombres nuevos” es el de
Manuel González Chaparro, un extremeño que también muestra orígenes modestos -en la década de 1590 se
le ve con un pequeño capital invertido en el tráfico de carretas entre Santiago y Valparaíso-, pero que en pocos
años ha logrado hacerlo fructificar, reinvirtiéndolo en negocios agropecuarios: arrienda una rica viña y chacra
en el sector de la Chimba de la capital y luego hace lo mismo con la estancia situada en el pueblo de
Melipilla, la que finalmente termina por comprar. La misma operación la realiza en ricas tierras situadas al
norte del río Maipo y en viñas situadas en Mendoza, todo lo cual va engrosando su capital gracias al buen
manejo de la producción agropecuaria en los circuitos de consumo y de especulación. González también
obtiene mercedes de tierra de mano del gobernador, coronando las marcas de prestigio socioeconómico
tradicional con una encomienda en la provincia de Cuyo.
Sus aspiraciones de ascenso propiamente social parecen iniciarse en 1609, al presentar a la Audiencia
sus ejecutorías de hidalguía. Al poco tiempo, González intenta acceder al espacio político reservado al grupo
más conspicuo de la élite, rematando uno de los cargos de regidores perpetuos que se pusieron en venta en
1612. Frustrado este intento por los motivos señalados más arriba, intenta por otro camino. En efecto, en 1615
es designado capitán de la compañía de infantería de los mercaderes de Santiago, accediendo, de esta forma, a
uno de los campos privilegiados de la identidad sociocultural de la élite: el mundo militar. En este mismo
sentido, es de destacar que su yerno, Andrés Jiménez de Lorca, que usufructuó de la contundente dote que
González dejó a su hija, se empinó a la cima de la jerarquía militar -y, por lo tanto, del correspondiente
status social- llegando al grado de Maestre de Campo. Por su parte, el hijo, Domingo González,
heredó la encomienda de Cuyo, donde llegó, al igual que su cuñado, a ser Maestre de Campo. El hijo más
exitoso del “fundador” de este “linaje” fue Sebastián Sánchez Chaparro, puesto que, además, su ascenso lo
llevó a cabo en el mismo Santiago. No sólo logró ingresar al círculo reservado que le había sido vedado a su
padre, sino que su aceptación en el seno de la élite tradicional lo llevó a ocupar los cargos de Procurador del
Cabildo, en 1651, y de Alcalde, al año siguiente. En 1660 coronaba su ascenso sociopolítico con el rango
militar de Maestre de Campo de las milicias de la capital. Conviene detenerse por un momento aquí para
analizar el papel que está cumpliendo lo militar en estas estrategias de movilidad.
Sin duda que ello se basa en la presencia constante, en la historia de Chile colonial, de las prácticas,
actitudes, valores y referentes militares, tanto en el campo de lo real como en el de lo ideal. La guerra contra
los indígenas araucanos aportaba un refuerzo simbólico a las fuentes de prestigio y de status de las élites
hispanocriollas, realimentando el imaginario medieval de los años de conquista. La proyección sensible de la
experiencia bélica del sur facilitó la recreación de un halo de ennoblecimiento ligado al sacrificio, a los valores
militares y a los servicios rendidos a la Corona por los contemporáneos o sus ancestros -fundadores de los
“linajes” respectivos- que echará profundas raíces en la autor representación de su superioridad. La calidad de
4
(descendiente de) conquistador -como la de encomendero- adquiría validez automática de hidalguía en dicho
imaginario.
Prácticamente, todo miembro de la élite santiaguina poseía un grado militar que hacía relucir cada vez
que se podía, y que era ostentado como marca de prestigio, signo
ostensible de su calidad. Estos grados servían, por su parte, no sólo como signo de
superioridad frente al resto de la sociedad, sino como una referencia de las jerarquías individuales en el propio
seno de dicho grupo. Las sesiones del Cabildo presentan abundantes ejemplos sobre el peso honorífico que
tenía dicha graduación en la posición dentro de la jerarquía interna del patriciado urbano. El Corregidor, por
ejemplo, cabeza del Cabildo, portaba siempre el título de General o de Maestre de Campo.
Dentro de esta jerarquización honorífica debemos agregar el hecho de que con los nuevos
gobernadores llegaban prestigiosos oficiales desde España, que luego acompañaban a la máxima autoridad
hacia la frontera del sur. La élite santiaguina se esmeraba por acogerlos y por mostrar explícitamente la
similitud de sus rangos y valías con los nuevos llegados.
El peso simbólico de lo militar jugaba a favor, por lo mismo, en las perspectivas de ascenso social de
los soldados “profesionales” asentados en la frontera con la Araucanía y constituía una manera de acceder a
la élite para un cierto número de españoles. La carrera de las armas, si bien desarrollada en una región
apartada de la capital del reino, constituía un trampolín social importante. Varios ejemplos demuestran que
los servicios prestados por soldados llegados como refuerzo para Arauco muchas veces eran recompensados
no sólo con elevados grados militares, sino también con tierras e incluso encomiendas. El recorrido siguiente
para sus hijos era más o menos común, estableciendo alianzas matrimoniales con miembros de las élites
tradicionales y llegando, eventualmente, a cargos del Cabildo. Con ello completaban los signos de prestigio
necesarios para ser incluidos en el abanico restringido del patriciado santiaguino.
Volviendo, pues, a nuestra discusión sobre los casos de ascenso social que se observaron
durante el siglo XVII, podemos inducir que el rechazo manifestado en 1612 por la élite tradicional al ingreso en
el Cabildo de arribistas enriquecidos no fue permanente. De hecho, sus descendientes fueron sorteando los
prejuicios para irse recargando con los signos necesarios para ingresar a dicho grupo: se tenía el dinero para
comprar una o más estancias, y para establecer relaciones y alianzas con encomenderos tradicionales, lo que
finalmente se traducía en la posibilidad de usufructuar de sus indígenas y, eventualmente, de su amistad e
influencia. La obtención de una encomienda provincial, menos ambicionada, podía ser inmediatamente
esgrimida como un signo indiscutible de prestigio. Luego, los grados militares de las milicias permitían
recargarse de la simbología identitaria favorita de los descendientes de beneméritos, a la vez que su escalafón
constituía un correlato de la propia jerarquía social y del poder político local de sus detentores.
Los mercaderes arribistas de 1612 habían pretendido acceder al pináculo de la élite -el Cabildo-
directamente a través del dinero, sin pasar por fases previas de integración a dicho grupo, fases que, al
parecer, eran consideradas necesarias para revestirse con el prestigio indispensable que debía acompañar a los
integrantes de dicha institución. En la medida en que ellos y sus descendientes comprendieron el rechazo del
primer momento y reelaboraron sus estrategias de ascenso social, se allanaron las dificultades y se pudieron
borrar los antecedentes “indignos” de sus apellidos.
La élite tradicional, por su parte, deseosa de beneficiarse con el dinero y los contactos comerciales de
los “nuevos ricos”, no sólo abrió sus espacios políticos y socioculturales, sino que llegó a franquear, como
hemos dicho, los espacios más íntimos de sus familias, digiriendo las diferencias del origen a través de una
trama inextricable de matrimonios que, a lo largo del siglo XVII, tendieron a fundir en un solo grupo a esta capa
multiforme, grupo en el cual se privilegiará la constatación del éxito social por sobre otros elementos.
Así, pues, las élites del siglo XVII se adaptaron a las nuevas condiciones materiales del reino a través de
un proceso de renovación de sus miembros. Ellas englobaron progresivamente a los nuevos poderosos, ajenos
al lustre hidalgo otorgado por los ascendientes conquistadores, pero que rápidamente se vieron investidos
del aparataje simbólico apropiado, agregando a su poder económico y comercial la obtención de títulos y
grados militares, accediendo a los principales cargos eclesiásticos y del Cabildo.
Además de la incorporación de grandes mercaderes y de oficiales del ejército, las élites procuraron
también fundirse con elementos que renovaran el halo nobiliario. Los altos funcionarios de la Corona y
ciertos letrados -especialmente abogados, formados en las universidades de España, Lima o Charcas-
apostaban también sobre su prestigio para concretar matrimonios ventajosos y ser aceptados progresivamente
en el seno del grupo “aristocrático”. Las familias de los gobernadores y de los funcionarios de la
Audiencia, pese a la prohibición legal vigente, proporcionaban cónyuges potenciales muy apetecidos. Ellos no
sólo alimentaban las esperanzas nobiliarias de las élites coloniales, sino que procuraban una garantía de
5
apoyo político y judicial en los negocios familiares, ampliada por la movilidad geográfica de los funcionarios
en sus diferentes destinaciones a lo largo de su carrera.
En fin, conviene insistir en que más allá del origen y de los porcentajes sanguíneos cargados de
prestigio, el denominador común de todos los que quisieran estar en la cima social era el “modo de vida”. La
divisa fundamental era “vivir de manera noble”, tener una apariencia y un comportamiento, una vestimenta
y un hábitat, que reflejaran el ideal hidalgo que se quería proyectar. Es este aspecto -el más exterior de
todos- el que permite al individuo y a su familia integrarse al grupo de la élite y ser reconocido por el resto de
la sociedad como un miembro de la “aristocracia”. De ahí la importancia de la vestimenta lujosa, de la
posesión de una casa destacada en la ciudad, etc.
Estamos en presencia, por lo tanto, de una conjunción permanente y profunda entre los anhelos y la
vida privada de las personas, por un lado, y lo que era su vida pública, por otro, sin que podamos disociar
los comportamientos de cada uno de estos universos como prácticas y sentimientos diferentes, al menos en el
plano que estamos analizando. Se trata, pues, de un modelo de vida importado y comprendido dentro de una
cultura de las apariencias a través de la cual tiende a definirse lo esencial del honor de este grupo; un apoyo
simbólico a una autor representación nobiliaria vivida e imaginada en este villorrio periférico del imperio
español y en un contexto ideológico y estético tan proclive a estas manifestaciones externas como era el
Barroco.
Lo anterior se reflejará más sistemáticamente a raíz de la instalación de la Real Audiencia en Santiago,
en 1609. En efecto, y como consecuencia de su alta representación, los oidores estaban rodeados de un
protocolo, de insignias, vestimentas y lugares especiales en los eventos litúrgicos, a fin de destacar su rol
preeminente como integrantes de uno de los órganos más importantes de la administración imperial.
Desde su llegada, el tribunal se presentó como un agente catalizador de la élite santiaguina, tanto en sus
aspiraciones nobiliarias como en sus prácticas económicas y políticas. De esta forma, y pasado un primer
tiempo de ajuste y reequilibrio en el plano de los roles públicos, los notables locales -antiguos y “nuevos”-
acogieron a los magistrados y a sus familias, integrándolos en sus redes comerciales y familiares pese a
las prohibiciones legales que existían al respecto. Así, en 1632, el Obispo denunciaba los negocios establecidos
entre dichos oidores y los terratenientes locales, a nivel de la compra de estancias y de ganados, así como la
colusión con el gobernador para la asignación de los mejores corregimientos a personas ligadas
familiarmente con ellos. Tenemos, por ejemplo, el caso de Francisco Machado, archidiácono de la catedral,
originario de Quito, y cuyo padre había sido oidor de Santiago en 1620. Su hermano también fue oidor, a
partir de 1635 y, a través de sus sobrinas, casadas en Chile, estaba emparentado con dos de las más
poderosas familias de la capital.
La relación estrecha con las élites locales constituía una alianza de mutuo interés. Las élites, por un
lado, podían ofrecer riqueza, tierras, prestigio local, etc. Los magistrados, por su parte, otorgaban apoyo
político y un apetecido prestigio ennoblecedor, producto de la gran respetabilidad de sus cargos y del hecho
que fueran letrados y juristas de prestigio. El cronista jesuita Alonso de Ovalle se solazaba, así, de que con los
ministros del Tribunal pasase a Chile “mucha nobleza”.
La presencia de estos “nobles” magistrados, de sus familias, parientes y sirvientes, otorgó un peso
cortesano a la ciudad que antes se veía limitado al rústico Cabildo. A partir de la instalación del
tribunal, entonces, la élite de Santiago comenzó a vivir un cambio en sus hábitos y formas sociales,
catalizados por un grupo que comenzó a ser un verdadero espejo suntuario para la élite local. El lujo y los
gastos de apariencia irrumpieron con fuerza, lo mismo que un cierto refinamiento en las costumbres, como
reclamaba el obispo de Santiago. Según éste, los magistrados, con sus salarios, podían
Ofrecerse a ellos y a sus familias una ostentación que estimulaba la vanidad general y los gastos de los
locales más allá de sus medios reales:
"Otro daño que se ha seguido a los vecinos y moradores de esta ciudad
[...], que después que vino la Audiencia sus trajes y adornos de mujeres son
tan costosos y cortesanos que para sustentarlos me constan que no visten a
sus hijos ni los traen a las escuelas muchos de ellos, por parecer honrados
en la plaza, y rompen sedas y telas y siempre viven adeudados por sustentar
el lustre que no era necesario ni se usaba cuando había en esta ciudad un
teniente general o un corregidor, y se pasaban entonces los vecinos y
moradores con vestirse de paño y tenían más descanso [...]".
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La presencia de la Real Audiencia contribuirá con su parte de protocolo fundamental para
aproximar a la élite de Santiago del sueño cortesano de una capital virreinal como Lima, que era su espejo
recurrente, alejándola, a nivel imaginario, del rol periférico objetivo que cumplía la modesta capital de una
gobernación marginal del imperio español. Esta representación mental, llevada a nivel de las prácticas
culturales de la sociedad civil, tanto en la vida privada como en la pública, la recreación de un estilo de
vida y de una práctica ostentatoria de las apariencias que serán funcionales a las nuevas pautas culturales
gatilladas desde 1609.
Los sueños y aspiraciones nobiliarias de las élites chilenas van más lejos aún, abarcando los
mecanismos más clásicos y elevados de renombre y prestigio a nivel imperial. Es así como, ya desde la
primera mitad del siglo XVII, las familias más poderosas buscan elevar o al menos refrendar su posición a través
de la obtención de un hábito en una orden militar española, la reivindicación de mayorazgos en la Península,
nombramientos a nivel del virreinato y, ya en la segunda mitad de la centuria, la fundación de
nuevos mayorazgos y la obtención de títulos de Castilla. Todo ello, gracias al dinero, que, una vez más,
permitía borra el pasado plebeyo de los ancestros y asegurar la construcción de una memoria histórica
ideal para las generaciones posteriores del “linaje”.
El caso de Pedro de Torres es, en ese sentido, paradigmático. Descendiente de un militar portugués
llegado en 1600, se había dedicado desde joven al comercio con el Perú y la plaza militar de Valdivia. El dinero
acumulado le permitió adquirir cargos públicos de importancia honorífica -como el de tesorero en la
administración de la bula de la Santa Cruzada- y una serie de propiedades rurales. Llegó a poseer una
de las casas mejor ubicadas y avaluadas de Santiago y, en definitiva, la fortuna más importante de su tiempo.
Con ella pudo obtener, en 1684, la aprobación real para fundar un mayorazgo -el primero del reino- y
comprar un título de conde -conde de Sierra Bella-, que le fue concedido por cédula de 1695. Dos años
después sería el turno de Pedro Cortés y Zavala, un rico propietario y comerciante de la región de La Serena,
quien compraría un título de marqués-de Piedra Blanca de Huana, en alusión al nombre de su hacienda-.
Interesa destacar que Cortés descendía de un humilde soldado de la conquista, que había logrado
destacarse en las campañas militares.
Este fue un proceso que se mantuvo a lo largo del período colonial y que se verá reforzado en la
segunda mitad del siglo XVIII, en lo que constituye una segunda época de recomposición de las élites chilenas.
En efecto, durante este período las élites locales van a sufrir una nueva arremetida, ahora por parte de gente
venida desde fuera, desde la propia Península. Los inmigrantes vascos que llegan a instalarse a Chile vienen,
además, con una mentalidad diferente en relación con sus negocios, por lo que en poco tiempo logran
adquirir un patrimonio y un manejo de la realidad local que les permite ya no sólo establecer alianzas
con la élite tradicional, sino ya claramente suplantarlos en el control de algunos de los espacios más sensibles e
importantes del poder local. No serán los vascos los digeridos por la élite criolla, como había sucedido un siglo
y medio antes con los “hombres nuevos”, sino lo contrario.
En todo caso, fue la propia “aristocracia” chilena la que favoreció este vertiginoso ascenso, a partir,
justamente, de sus deseos de vivir como -y con- peninsulares prestigiosos. Los vascos entraron
automáticamente en esta categoría, siendo percibidos de inmediato como buenos partidos para matrimonios
ventajosos. Para entender esta reacción local quizá sea útil la descripción puntillosa y descarnada de los
viajeros Jorge Juan y Antonio de Ulloa, que recorrieron buena parte del continente en la primera mitad del
siglo XVIII:
“Los europeos que llegan a aquellos países son por lo general de un nacimiento bajo en España, o de
linajes poco conocidos, sin educación no otro mérito alguno que los hagan muy recomendables; pero
los criollos, sin hacer distinción de unos a otros, los tratan a todos igualmente con amistad y buena
correspondencia. Basta que sean de Europa, para que mirándolos como personas de gran lustre,
hagan de ellos la mayor estimación y que los traten como dignos de ella [...]”
No obstante los señalado por estos viajeros, lo cierto es que por parte de los recién llegados había
interés en demostrar la prosapia, cuando se tenía, para lo cual con frecuencia mandaban a pedir documentos e
informaciones de nobleza a la Península. En otros casos, como el de Manuel María de Undurraga y Yábar, la
documentación viajó en su equipaje, llegando a Chile con la información necesaria para probar su hidalguía,
limpieza de sangre y soltería.
Nuevamente encontramos casos paradigmáticos que nos muestran todo el universo de estrategias y
de ambiciones sociales y económicas que van permitiendo a estos nuevos inmigrantes acrecentar su
patrimonio e ir escalando desde sus más o menos modestos orígenes al pináculo del prestigio y de la prosapia
asociada al apellido.
7
Entre ellos, podemos señalar el ejemplo de los Eyzaguirre. El primer vizcaíno con este apellido que
llega a Chile es Domingo de Eyzaguirre, luego de algunos años de haber probado fortuna en México. Domingo
era hijo de un modesto hidalgo segundón y había venido a América con la ilusión de reunir, en pocos años, un
caudal que le permitiese solventar las necesidades de su madre y de su hermana soltera. En 1757 se
radicaba en Chile, viviendo primero en La Serena, donde adquirió unos molinos de oro y de harina.
Rápidamente creció su fortuna y su ascenso social, logrando, en 1765, desposar en la catedral de Santiago a
una criolla “de rango” y de origen vasco como él -María Rosa de Arechavala y Alday, sobrina del obispo local-,
unión que lo llevó a establecerse en esta ciudad, cerca de la cual había adquirido la estancia de Tango.
Más que el agro, son los negocios y sus actividades mercantiles lo que más ocupa a Domingo, como se
refleja en sus cartas. No obstante, como parte de los mecanismos clásicos de ascenso social y de alimento del
prestigio en el mundo colonial, Domingo también participa de los espacios brindados por la burocracia
administrativa. Por supuesto, rápidamente ingresa al círculo selecto de la institución que representa a la élite
local, llegando a ser Alcalde del Cabildo en 1768. Dos años más tarde, al comenzar a funcionar la Casa de
Moneda chilena, es nombrado Ensayador Mayor de ella.
Al morir, en 1800, su cuerpo también seguirá los derroteros que alimentaban tradicionalmente el
prestigio simbólico de los linajes elitistas: siendo pariente político del obispo que había construido la nueva
catedral neoclásica de la capital chilena, éste le había
reservado una de las capillas laterales -la dedicada a san Francisco de Sales- para que allí fuesen enterrados él
y sus descendientes. De esta manera, la vida y ambiciones privadas se proyectan y perpetúan en el Más Allá,
recreando espacios mortuorios distintivos y ostentosos que apuntan a cultivar la memoria de los individuos
que los habitan. Desde la mansión a la tumba, pasando por la cotidianeidad privada y la ostentación
pública, la cultura elitista no dejaba escapar ninguna posibilidad para dar cuenta de su condición y de su
prestigio.
Entre los diez hijos vivos de domingo de Eyzaguirre, se destacó Miguel, nacido en 1770, quien siguió
la vida universitaria a través de sus estudios en derecho. Miguel ocupaba, así, otro de los canales privilegiados
para el ascenso y refrendación de posiciones sociales y de poder en el mundo colonial: el universo de los
“letrados”. No obstante, las cartas intercambiadas con su hermano Agustín revelan una gran maestría y
preocupación por tratar asuntos del comercio, pasando rápidamente desde disquisiciones sobre las dificultades
para conseguir una cátedra universitaria a recomendaciones e instrucciones para movimientos de dinero y
oportunidades de compra y venta de productos. Ambos hermanos tenían muy en claro las relaciones
directas que existían entre el dinero, el prestigio y las oportunidades que ofrecía la colonia chilena para un
posicionamiento conveniente. Así, ante el fracaso de las gestiones que estaba llevando a cabo Miguel en
Madrid para defender la cátedra que le había sido otorgada en la Universidad de San Felipe, ante las
pretensiones de Vicente Larraín, cura de la catedral y regente de la Audiencia de Santiago, y sin poder
conseguir tampoco alguna canongía en dicha catedral, Agustín le escribe proponiéndole que regrese, pues
ya tiene concertada una sociedad con él y otra persona, que entre los tres juntarían unos cuarenta mil pesos,
considerándolo un fondo muy bueno para el inicio de sus transacciones; incluso, mencionan a otra familia, “los
Cruces”, que comenzaron con menos “y los vemos hoy muy ricos”. Y luego continúa Agustín:
“Esta propuesta me parece que te es muy ventajosa, pues no te impide para tus pretensiones; desde
donde te hallares puedes agitarlas por medio de tu apoderado y hacer tus viajes; tienes la seguridad
de que estás ganando y no te verás en la miseria en que vienen a quedar los pretendientes. Quita de tu
imaginación los bajos pensamientos de plaza de Moneda y de venirte sin acomodo; siguiendo tú lo
dicho, poniéndonos en el caso que no consigas algún empleo bueno, vendrás con dinero que es mejor
que empleo, libre de pensiones, de pluma y libros, y para entonces ya la memoria de tu viaje
habrá borrado. Ovalle me advirtió esto sin decírselo yo; después me repitió que te vinieses con cien mil
pesos empleados y que serías aquí estimado y respetado siempre”
Los “Cruces” a los que se refiere la carta anterior, son, sin duda, Nicolás y Anselmo de la Cruz y
Bahamonde, comerciantes establecidos en Cádiz con gran fortuna. Contamos, justamente, con un epistolario
del primero de ellos, que abarca los años de 1794 a 1798, y que nos entrega nuevos antecedentes sobre las
conductas, actitudes y ambiciones de este sector.
Nicolás había nacido en Talca, en 1757. En realidad, era hijo de un genovés inmigrado, que al radicarse
allí decidió castellanizar su apellido para así lograr una más rápida integración y mejores posibilidades de
ascenso social en la localidad. En Talca, el joven Nicolás, junto a su hermano Juan Manuel, establecen en
1783 una sociedad comercial. Al poco tiempo decide trasladarse a Cádiz, puerto obligado para el tráfico de
productos y pasajeros entre la Península y sus colonias americanas. Su experiencia hispana fue notablemente
8
exitosa, logrando conformar, en poco tiempo, una red de intereses comerciales que le permitió vivir con gran
opulencia. Su mentalidad “burguesa” lo llevó a trascender sus intereses meramente mercantiles,
convirtiéndose en escritor, traductor y editor, coleccionador de obras de arte, de objetos arqueológicos y de
libros, y hasta en una especie de “mecenas” de su ciudad natal.
Pasados los años, sus aspiraciones tocaban la cúspide de los signos de prestigio válidos en la
mentalidad de Antiguo Régimen. Su anhelo fue entonces alcanzar algún título nobiliario, Cruz o Hábito de
alguna Orden Militar. Esto fue rechazado por la Corona, pero a cambio se le otorgó la Orden Civil de Carlos III,
en grado de Caballero. En 1804 benefició un título de Castilla y obtuvo que se le concediese la denominación
de “Conde de Maule”, en alusión al nombre del corregimiento chileno donde se asentaba su ciudad natal.
Incluso, llegó a pretender un nuevo título, ahora como “Conde de Talca”, pero el propio Cabildo de esta ciudad
se negó a conceder la autorización que era de rigor en estos casos.
Su anhelo por acceder a espacios de legitimación nobiliaria lo llevó, en 1797, hasta Génova, con el fin de
investigar los orígenes de su familia paterna y obtener la documentación que resultaba indispensable para
probar la eventual “nobleza” de dicha rama y alcanzar, así, el ennoblecimiento “legal”, por merced real,
para sí mismo y su familia. Interesa destacar que este viaje lo realizó sin descuido de sus negocios y
aprovechando la coyuntura de la guerra con Inglaterra, con el consiguiente bloqueo de los puertos españoles.
Esta situación había paralizado el tráfico mercantil y permitía desviar momentáneamente la concentración
del rico comerciante hacia ambiciones menos pedestres. Desde esa ciudad escribía a su hermano Juan
Manuel, en Chile, indicándole que ya había encontrado “las pruebas de nobleza de la rama paterna para tu
Cruz de Carlos III”. Pasaba a señalarle que, de hecho, había encontrado información sobre bautismo,
casamientos y entierros de una buena parte de dichos ascendientes, subrayando:
“La familia de Cruz es muy ilustre, emparentada con la primera nobleza de esta ciudad, como es
notorio a todos. La de Cartagena también es distinguida, con los mismos enlaces, y así creo que nada
tendremos que envidiar en este punto. La de Cruz es antigua, hay datos de ella del año. A su
tiempo lo verás todo bien coordinado. Luego que se concluya, que será dentro de 15 días poco más
o menos, enviaré la papelada a don Manuel Núñez para que cuando reciba los que tu le mandes, los
presente al Consejo de Ordenes para tus pruebas. En suma, para tu satisfacción y de toda la casa te
aseguro que estos papeles no son menos brillantes que los de la rama Bahamonde, Herrera, Ocampo,
Cáceres, &a. de nuestra madre, como los verás a su tiempo con sus timbres, escudos”
Quizá amparado con esta información pudo ahora burlarse de “los vizcaínos que van a América,
[que] llevan siempre sus papeles para publicar estas simplezas de cuna, a fin de ser bien recibidos, cuando acá
en sus montañas, no salen de otro triste principio que de una cabaña [...]”.
A fines del año siguiente volvía a escribir a Juan Manuel, para comunicarle que su agente, Manuel Núñez,
ya había recibido los documentos que aquel había enviado desde Chile, agregando:
“Yo creo que estará todo corriente: los de Génova son muy brillantes, con varios Duces en la familia
Cruz, que está emparentada con los Dorías, Negrotis, Cambiasos, Durands, Valvis, Brignolis, etc., sin
ficción. Los mentecatos chilenos se paran en estas boberías. Yo pienso muy distintamente; pero he
querido hacer ver al mundo que nuestra familia está enlazada con la grandeza en Madrid, como
resulta de los papeles de Salamanca y con los nobles y condes de Génova. Todo comprobado y
calificado con documentos incontestables”.
El interés permanente que se observa en Nicolás por obtener cargos y distinciones para sus hermanos
apunta a engrandecer la imagen de su linaje, como queda claro en las citas anteriores. De hecho, los cargos
públicos, aunque sean de gran nivel, no forman parte de su estrategia ennoblecedora. Todo lo contrario, en
su mentalidad proto-burguesa, ellos no harían sino generar preocupaciones y desviar la atención de los
negocios, como se lo indica expresamente a su hermano Vicente, establecido en Talca, que se interesaba por
obtener el nombramiento en una Intendencia; “[...] ya veremos acá -concluía el jefe del clan De la Cruz- si
puede ser un título de Castilla o el grado de Coronel de ejército”
 Las prácticas de la “aristocracia” como espejo cultural para la “movilidad” social de otros grupos
9
Todo este universo de representaciones mentales acerca del honor y de las marcas de prestigio, de
la “limpieza” de los antecedentes del apellido como signo de superioridad y de pertenencia a los segmentos
privilegiados de la sociedad, y de búsqueda de ascensos en la escala simbólica de las jerarquías coloniales,
constituía un eje de funcionamiento permanente de las élites. No obstante, de una u otra manera, y gracias
al mismo poder que le asignaban dichos actores, como energía legitimante que abría puertas sociales,
económicas y políticas, estas prácticas culturales pasaron a formar parte del universo de referentes mentales y
comportamentales del conjunto de la sociedad colonial al momento de consolidar una posición o de
elaborar sus estrategias de movilidad social.
Evidentemente, lo anterior se plasmaba con énfasis y perspectivas diferentes: en sectores
hispanocriollos “intermedios”, por ejemplo, se podía vivir con mayor intensidad la puntillosidad de estos
valores, contenidos y signos, a diferencia de los sectores ubicados en los escalones más bajos de la jerarquía,
para los cuales sólo cabía intentar “engañar” al sistema haciendo uso de los mecanismos más externos de la
apariencia.
En el primer sector pensamos que podemos incluir a Mercedes Cifuentes, quien, en 1796, escribe al
comandante de la unidad donde se encontraba prestando servicio su hijo, próximo a contraer matrimonio. La
angustiada madre solicita la intervención del militar para evitar que se concrete el vínculo aduciendo
razones legales y, sobre todo, sociales. En efecto, la misiva subraya el hecho de que el padre del muchacho
-“hijo legítimo”- “es un sujeto distinguido y colocado en honor; ahora, por mi parte, he nacido en
buenos pañales”. Se corría el riesgo, por lo tanto, de que el joven “se haya de malograr” con la unión, al no
saber si la futura esposa era “de igual calidad, [y] no sólo calidad, sino que ha de constar que ha sido de sumo
recogimiento y muchacha verdadera de recámara”. La madre informa que también envió una carta similar al
padre de la joven y al sacerdote del lugar, a fin de evitar que se concretara la unión “inter no pruebe
su nacimiento, legitimidad, honor y recato.
Las élites -la “nobleza” sui generis de las colonias americanas- actuaba no sólo como un nódulo
de poder y de riqueza, sino también como un centro de referencia cultural y un ejemplo permanente para el
resto del universo humano que buscaba una mejor ubicación en la sociedad. En términos globales, ella
constituía el grupo más disciplinado a nivel religioso, el más consciente de su rol en el sistema de poder
colonial y el más homogéneo culturalmente. Su modo de vida constituía un ideal social para los
hispanocriollos medianos y pobres, un “espejo” que funcionaba en todos los rincones del imaginario social,
en todos los registros culturales del parecer, incluso al momento de la muerte. La élite capitular señalaba esta
situación en 1694, a propósito de la discusión sobre la reglamentación de gastos funerarios de particulares -a
partir de la pragmática suntuaria dictada por el Rey en 1691.
"[...] y asimismo se ha reconocido que las personas inferiores procuran portarse a la manera que los
nobles, de que resulta, no sólo el quererse igualar sino es el de destruirse [...]".
Para los otros grupos sociales y étnicos, como dijimos, este panorama de “usos y costumbres” se
encontraba bastante alejado de su realidad, aunque la perspectiva de la utilización de algunos de sus
mecanismos no se descarta en sus estrategias de búsqueda de cambio y movilidad. Esta hipótesis surge de
la idea de que, de una u otra manera, las formas culturales de las élites jugaban un rol de modelo
más o menos generalizado. El modo de vida, los comportamientos, las apariencias y los gestos hispanos
estaban asociados a la imagen de ascenso y de éxito social -porque emanaban de los grupos dominantes- y de
salvación religiosa -porque eran manipulados moralmente por la Iglesia.
En relación a los habitantes no europeos, los hispanos formaban un sector que, incluso atravesado por
diferencias sociales evidentes, se presentaba galvanizado, con una profunda conciencia de su especificidad, de
su identidad y de todo lo que conllevaba su rol de sector dominante en una sociedad que valoraba
jerárquicamente la proximidad sanguínea con el color blanco de la piel. El adoptar sus hábitos, su apariencia,
en fin, el modelo de “lo español”, se constituía en una referencia de integración, de escape y de éxito social.
Será, justamente, a través de las prácticas de asimilación y de las formas de imitación que desplegarán
los grupos no europeos, por donde se establecerán espacios “negociados” -en términos de mestizaje cultural-
para la “movilidad” social de estos últimos.
La propia Corona incentivaba esta práctica imitativa en el marco de la política persuasiva intentada
con los mapuches a partir de los parlamentos fronterizos. En el de Yumbel (1692), por ejemplo, el gobernador
solicitaba a los principales caciques allí reunidos, "que igualmente han de corresponder como tales vasallos y
procurar de su parte seguir y imitar las costumbres y modo de vivir de los españoles" .
10
De ahí la necesidad de relativizar la caída demográfica de los indígenas de Chile central, demostrada a
partir de la reducción abrupta del número de individuos entregados en encomienda a lo largo del siglo XVII.
Esta reducción no sólo se daba como resultado de muertes o escasez de nacimientos, sino también por las
frecuentes fugas de indígenas -a fin de evitar el trabajo servil- y su posterior “disfraz”, adoptando la lengua y
vestido de los españoles y transculturando su cosmovisión indígena, al menos en apariencia.
Lo anterior explica el hecho de que, en la ordenanza que dictó el Cabildo en 1631 para restringir el lujo
en los vestidos, se hacía explicita una jerarquización oficial de la apariencia externa. Respecto a los grupos no
europeos, se estipulaba:
"[...] que de los naturales ningún indio ni india, de cualquier nación que sea, negro o negra,
mulato o mulata puedan vestirse más que a su uso de ropa de la tierra [...]" .
En 1675, otro decreto edilicio reiteraba el cumplimiento de estas disposiciones, pues había
comenzado a ser una práctica corriente el uso entre los indígenas de capa y melena, atuendo reservado a
los “españoles”.
La pertenencia al sector no europeo se presentaba como un obstáculo al cambio de status; cambio
que, en el caso de los indígenas, por ejemplo, permitía la posibilidad de eludir el trabajo obligatorio en la
encomienda. Por eso, muchos de ellos se hicieron pasar por mestizos, adoptando el apellido de su
encomendero o en algún español- real o inventado- que pretendían fuese su padre. El peso social asignado a
los apellidos era tan fuerte entre los hispanos, que fueron pocos los indígenas que, viviendo entre ellos,
mantuvieron su apellido originario.
El único camino para dejar de ser un “inferior”, pues, pasaba por negar su propio origen y dejar de
parecer lo que se era. Había que intentar aproximarse -asimilarse, si fuese posible- a los grupos
hispanocriollos.
En ciertos casos concurrían circunstancias especiales que permitían no negar el origen étnico para
obtener una mejor posición. Tenemos así dos ejemplos de mujeres indígenas que, al momento de testar, dejan
estipulada dicha condición. No obstante, queda en claro que ellas tuvieron acceso a una situación económica y
a unas condiciones de vida que dependieron de su capacidad de relacionarse con los hispanocriollos y de
adoptar para su beneficio determinadas prácticas cargadas con un signo evidente de los dominadores, como
era el caso del “servicio personal”. Este es el caso de Inés González, “Yndia natural de las probincias del peru”,
soltera, en cuyo testamento, dictado en 1564, declara tener varios indios e indias a su servicio, que la “[...] an
ayudado a ganar e granxear la dicha mi azienda [...]”. Entre estos destaca, al momento de legar sus bienes, a
“francisca my criadayndia de my servicio”, y a “francisca ynga, que llamo my madre” . Otra india, Catalina,
natural de Angol, declaraba en 1596, que su “amo”, el capitán Juan de Barahona, le había dejado “un yndio
biejo llamado Juan macho y una vieja llamada Beatriz, a los cuales e dado de bestir y tratado muy bien”
Al lado de los indígenas, por su parte, una masa de mestizos “emblanquecidos” había logrado
ocultar oficialmente su mezcla, haciéndose reconocer, al menos exteriormente, como “españoles” y
marcando su distancia con los indígenas. Así se entiende luego de leer otro auto, en este caso de la
Audiencia, donde se ordenaba:
"[...] los mestizos y mestizas que hubiere en esta ciudad se vistan de españoles y los indios e
indias que anduvieren en hábito de españoles se vistan de indios, eligiendo cada uno el traje que le
toca [...]” .
No obstante, a mediados del siglo siguiente, José Fernández Campino confirmaba la inoperancia de la
ley y la fuerza del proceso cultural que llevaba a los indígenas a intentar
amestizar su apariencia y, de esta manera, acercarse de alguna manera a “lo hispano”. Además de señalar el
papel de las epidemias y del vagabundaje masivo e incontrolado en la decadencia numérica de la encomienda,
subrayaba la práctica de huir de su lugar de asentamiento habitual para no ser reconocido:
"[...] arreglados entre el común de la gente, y reputados por mestizos [...] por ser cuasi indiferentes
en color y contextura, todos vestidos de una suerte que no se distinguen con los bozales que
tienen al trabajo de la tierra de los infieles [...] y muchos desfigurados gozan de indulto rebozados
con mestizo”
11
La ambigüedad de las apariencias chocaba con el espíritu estamental predominante. La realidad se
imponía, sin embargo, permitiendo a los diferentes estratos étnicos montar algún grado en la escala de
occidentalización y, por lo tanto, de integración social. De ahí que el propio término de “español” esté cubierto
de vaguedad cuando aparece citado en las fuentes chilenas, definiendo, en la práctica, tanto una población de
tipo europea como otra de mestizos fuertemente hispanizados.
Este escenario social se presenta más complejo al estudioso si le agregamos el proceso de
jerarquización que, a su vez, habían vivido internamente los propios hispanocriollos. En efecto, si bien al
comienzo la mayor parte de los conquistadores venía de capas sociales más o menos similares, las diferentes
oportunidades de enriquecimiento y el acceso a elementos simbólicos restringidos, como la obtención de
una encomienda, con su trasfondo señorial, van a establecer una progresiva diferenciación a partir del nódulo
fundador. Ello no hará sino acentuar, por un lado, la ostentación de la hidalguía obtenida o supuesta y, por
otro, -para la mayoría hispanocriolla marginada de dicho estrato privilegiado- la ambición por acceder a
ella... al menos intentando vivir conforme a algunas de las pautas culturales emanadas desde la élite.
Así sucedía, por ejemplo, con algunos artesanos que lograron cierta fortuna con sus oficios,
destinándola a vivir con cierta comodidad y a posibilitarles el acceso a otras fuentes de riqueza y prestigio. El
herrero Alonso Martín de Pablos, por ejemplo, que residía en Santiago a fines del siglo XVI, poseía una
encomienda, una estancia y ganados en el Río de la Plata. Hay incluso cronistas que afirmar, para el caso del
Perú que habían artesanos enriquecidos que sencillamente dejando sus oficios en manos de aprendices
indígenas o mestizos, en un claro indicio de la necesidad de alejarse del trabajo manual para vivir más cerca de
los valores hidalgos.
Siguiendo con la cadena de imitaciones sucesivas y adaptativas, debemos tener en cuenta que los
hispanocriollos de niveles medios y, sobre todo , aquellos claramente pobres , se hallaban presentes en todos
los niveles de la escala social y en el conjunto de las ramas de la economía urbana. Por tanto, compartían
formas de vida , espacios laborales y ,muchas veces , espacios de habitación con mestizos e indígenas que
estaban ansiosos de hispanización , ante los cuales ellos eran vistos como modelos imitables de mimetismo
cultural , que a su vez conducían a un eventual ascenso social a través de la apariencia.
Toda esta complejidad relativiza, por lo tanto, las representaciones de la época sobre los ideales de
movilidad social. Por sobre la meta de pasar por un español -ambición de indígenas, mestizos y “castas”
coloniales- existía otro referente predominante y compartido por los hispanocriollos de estratos modestos y
medios: el ideal de pasar por un “caballero hidalgo”, un “noble”. Y el modelo, a su vez, de este ideal, lo
materializaba, alimentaban y administraban las élites. En palabras de Mario Góngora
“A pesar de que la aristocracia del siglo XVII es un grupo de orígenes heterogéneos, semeja ser un
estamento noble al cual todos perteneciesen por nacimiento y por el tren de la vida ‘honrado’, por el
decoro nobiliario. Se había recibido de España el ethos estamental del ‘caballero’, que atrae el respeto
de todos los estratos sociales, como un máximo ideal cultural. [...]. Mercaderes, artesanos, soldados,
caciques, indios amigos, participaban de la admiración y la envidia de las pautas de vida noble [...]”
Se reproducía, de esta manera, el esquema inicial que guiaba las ambiciones sociales de los
primeros inmigrantes europeos: para los escasos y oscuros hidalgos que llegaron a estos “nuevos mundos”, el
objetivo era alcanzar las más altas categorías nobiliarias; para la mayoría de las personas, de origen más
humilde, al menos quedaba la posibilidad de imitarlos, intentando borrar, al menos en su apariencia y
comportamientos, el verdadero origen.
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  • 1. Depto: Historia, Geografía y Cs. Sociales II° M 2014 Control de lectura N°1 Nombre: _____________________________________ II °:______ INSTRUCCIÓN PARA EL CONTROL DE LECTURA.  Al presentarte al control deberás elaborar un vocabulario (trabajado en clases) de todas aquellas palabras que te generen dificultad para desarrollar una buena comprensión del texto, vocabulario con el cual te podrás presentar a rendir el control. La utilización de este vocabulario será parte de la evaluación en un ítem separado. “AFÁN DE PRESTIGIO Y MOVILIDAD SOCIAL: LOS ESPEJOS DE LA APARIENCIA” Jaime Valenzuela Márquez  Para una genealogía del arribismo A fines del siglo XVII, fray Juan de Meléndez, en su obra Tesoros verdaderos de las Yndias, daba cuenta de una realidad tan profunda como generalizada en los comportamientos sociales de los hispanos, ya fuesen peninsulares o criollos. Unos y otros, independientemente de su verdadero origen y “calidad”, “[...] se portan de manera que, si todos no lo son, todos, ó los mas, parecen caualleros en su trato, y en su modo”. Meléndez apunta, con gran perspicacia, que esta posibilidad de “parecer caballero” la brindaba la emigración a América, “[...] que no passa español a ella, que si no es cauallero no procure parecerlo, y que le tengan por tal”. El “Nuevo Mundo”, que ha venido construyendo sus propias jerarquías sociales entre copias del modelo europeo, mestizajes inevitables, acomodaciones locales y transgresiones de todo tipo, fue nuevo también en términos de las posibilidades brindadas a los “blancos” peninsulares y a sus descendientes para borrar antecedentes y renacer de la oscuridad socioeconómica de la que provenía la mayoría. Como señala más adelante el mismo Meléndez, “[...] aunque en España no aya tenido mas puesto que el de lacayo, o otro exercicio seruil, en entrando en el Perú en los respetos, en la urbanidad, en la cortesia, y buena cuenta de lo que tiene a su cargo, se muda en otro varón” Este ideal social lo encontramos presente desde el comienzo de la conquista, cuando América se presentó, justamente, como un gran trampolín para una serie de grupos menospreciados o bloqueados en sus aspiraciones por una sociedad castellana donde el nacimiento determinaba el futuro. Los ideales medievales emigraron al mismo tiempo que los colonizadores. Éstos los reimplantaron en un territorio donde el pasado humilde podía ocultarse exitosamente gracias a la ostentación de nuevas riquezas, los honores obtenidos en la conquista militar y, sobre todo, el hecho de “valer más”, de vivir noblemente. Al respecto, la discusión historiográfica clásica se sitúa en torno a si el porcentaje y calidad de la nobleza “verdadera” que emigró a Indias tuvo o no un peso significativo en la conformación de su sociedad y, sobre todo, de sus élites, que constituyen el objeto específico de la presente colaboración. Sin duda que hubo una cierta cantidad de los llamados “hidalgos” que atravesaron el Atlántico. También es cierto que estas personas cultivaban un determinado código de comportamiento y una conciencia de su origen que los hacía adoptar una posición de distancia y de superioridad. Pero también es cierto que al interior de dicha categoría existían subdivisiones que marcaban notorias diferencias de alcurnia, riqueza y poder. Así, muchos hidalgos eran modestos propietarios agrícolas, con una situación sólo reconocida dentro de los límites de su aldea, existiendo un gran número que vivía derechamente en la indigencia. Como señala Sergio Villalobos, el gran drama de los hidalgos era su calidad de nobles y la imposibilidad de vivir como grandes señores. América se les ofreció, pues, como la tierra donde podían concretar estas aspiraciones, borrar su mediocre condición y sacar a relucir sus polvorientos y oxidados blazones. No obstante, tampoco podemos decir que ellos fuesen la mayoría; ni siquiera un porcentaje importante del total de inmigrantes hispanos. Los cronistas y los documentos son engañosos, pues América estaba lejos y las probanzas de hidalguía podían ser falseadas fácilmente por testigos amigos. Ello permitía que el hidalgo pobretón se instalase en el “Nuevo Mundo” como un noble de peso, y el villano, a su vez, emigrase con grandes posibilidades de aludir a una lejana y virtual hidalguía una vez que las riquezas americanas pudiesen sustentar la apariencia de tal situación. 1
  • 2. Con ello no pretendemos negar la existencia de un contundente cuerpo legislativo, diseñado desde los primeros tiempos de la expansión imperial, y que buscaba, justamente, seleccionar a los emigrantes a partir de una serie de restricciones sociales, religiosas y políticas. Pero es evidente, como en todo proceso histórico de similar magnitud, que la conquista y colonización de América fraguó sus propias reglas “de hecho”, paralelas o tangenciales a la normativa oficial. Así, pues, la mayoría de los hispanos que llegaron a esta tierra y, en particular, a lo que más tarde sería Chile, fueron personas de origen modesto, villanos o plebeyos, campesinos en buen número, escapando de la pobreza castellana o probando suerte lejos de la aún inestable Andalucía. Para unos y otros, sin embargo, esta realidad socioeconómica objetiva quedaba atrás al surcar el océano. Al principio fue la aventura; pero al poco tiempo ya circulaban las noticias acerca de las riquezas fabulosas y las posibilidades ilimitadas que se ofrecían al que quisiera embarcar. Noticias que permitían alimentar anhelos y aspiraciones irrealizables en la tierra de origen. Ya en altamar, la ambición propiamente económica daba pábulo a la idea, compartida por todos, de vivir como verdaderos “señores”, conforme al ideal forjado y proyectado desde el Medioevo por la alta nobleza. Una idea que, ya en el contexto americano y en la medida en que la situación material lo permitiese, pasaría a formar parte de las prácticas y de la propia autor representación de los individuos que habían logrado posicionarse en los espacios de poder local, negando o simplemente olvidando el verdadero origen, aquel que era anterior al momento de la conquista y del asentamiento en el “Nuevo Mundo”. Este proceso se consolidaría en las generaciones posteriores, cuando sus descendientes construirían un andamio legitimante en torno a aquel “fundador” del “linaje” respectivo, explotando el imaginario nobiliario ligado a las artes guerreras -luchó con sus armas para extender la soberanía del rey-, reivindicando el hecho de haber estado entre los primeros pobladores -primer habitador- y ser, en consecuencia, un “benemérito”. Todo ello apuntaba a afianzar la posición social de las familias respectivas, amparadas en el culto a la memoria de lo realizado por su ancestro- fundador, a estas alturas revestida de atributos, comportamientos e ideales claramente “nobles”. El espacio social que definieron progresivamente estas élites sui generis no estaba definido por un estatuto jurídico, como la aristocracia europea, sino más bien por una serie de elementos materiales y simbólicos que la llevaban a ser percibida y reconocida como el grupo dominante por excelencia. Sin duda, la base esencial era la tierra. Luego de la conquista, el Valle Central de Chile se transformará, progresivamente, en el "corazón" social y económico del reino, y sus grandes propiedades, en verdaderos modelos de organización “política” del amplio mundo agrario, encabezados por su propietario,... el “señor”. El hecho de tener una encomienda -independientemente del número de indígenas que la compusieran- significaba, por su parte, la pertenencia directa e indiscutida al seno más rancio de dicho grupo: el de las familias fundadoras del reino. Por lo demás, la identificación entre señor feudal -señor de vasallos- y encomendero era parte del vocabulario común, cargando con ideales medievales su legitimación social. Ciertos deberes adscritos a la asignación de la encomienda contribuían a reforzar este imaginario: el cobro de un tributo a una población servil, la obligación de defender los territorios de su provincia en caso de emergencia, poseer armas y un caballo, etc.3 De esta manera, el término vecino feudatario (encomendero habitante en la ciudad) se utilizaba corrientemente por oposición al de morador (ciudadano no encomendero), incluso si un buen número de documentos reagrupaban bajo el término “vecinos” a todo el patriciado urbano. En esta misma línea de interpretación, vemos que dichas analogías semánticas se unían a determinaciones legales, como la temprana tendencia a la perpetuación de las encomiendas como “posesión” familiar, costumbre que acentuó el carácter servil de los indígenas encomendados. Si bien la legislación diseñada a mediados del siglo XVI había estipulado una herencia limitada a la primera descendencia del encomendero original, la práctica normal fue incluirlas dentro del conjunto de posesiones que sustentaban el status de las principales familias. El nacimiento de la “aristocracia” chilena se enmarca en este eje temprano y definitivo: la toma de conciencia de que su posición de dominio, si bien carecía de una riqueza estable y abundante, similar a la de otras regiones del continente, podía sustentarse en la alimentación permanente de un imaginario del poder de larga tradición europea. Su origen bélico -el aporte militar y económico a la guerra de Arauco- y señorial -la repartición oligárquica y a vocación hereditaria de las tierras y de los hombres- serán entonces explotados como los soportes identitarios locales de dicho grupo. De esta manera, la asociación de significado entre los conceptos de “señor” y de “vasallo”, que los hispanos aplican a la realidad americana, y que es común a la representación colonial del “Nuevo Mundo”, en Chile habría alcanzado proporciones específicas. Así, a diferencia de México o Perú, donde la existencia de una aristocracia indígena prehispánica hubo de ser respetada e integrada al sistema de referencias nobiliarias europeas, nada de ello existió sobre el territorio chileno. Por otra parte, la lejanía de los centros de poder de la monarquía (Madrid o Lima), unido a la débil 2
  • 3. presencia de asentamientos urbanos, permitió elaborar desde un comienzo y por largo tiempo, un sistema de poder local característico. Los indígenas vencidos se encontraron frente a una sociedad española donde la imagen ideal del conquistador y del primer habitador reforzaba una conciencia de superioridad y de “posesión” indiscutible, amparada por la respuesta que encontraban aquí a sus anhelos de “feudos” y “vasallos”, que la realidad americana traducía como mercedes de tierra y encomiendas4. Hacia fines del siglo XVII, el desarrollo del inquilinaje campesino como una nueva forma de mano de obra, a partir de la pérdida de importancia económica tanto de la encomienda como de la esclavitud indígena -practicada legalmente con los araucanos entre 1608 y 1683-, mantendrá estas categorías de representación y de dominación. Los inquilinos, sedentarizados en las grandes propiedades, adscritos por generaciones a su “inventario”, reforzarán el “espíritu señorial” de los primeros tiempos y lo perpetuarán.  Ser y parecer: las estrategias de la elite en dos épocas La caída demográfica que afectó a los indígenas y la crisis de los parámetros de la economía de conquista -agotamiento de la producción de oro- que se produjeron en Chile desde fines del siglo XVI, conllevaron una reorganización en la base del sistema económico local. La élite originaria carecía ahora de los recursos que permitían asegurar su modo de vida, pues una encomienda ya no constituía en sí misma un indicador de la situación económica de su propietario, aunque el prestigio ligado a su estatuto mantenía su importancia. Así, los límites sociales estrictos que se establecieron en el siglo XVI para la “posesión” de esta fuerza de trabajo y de prestigio debieron flexibilizarse. “Hombres nuevos” -como les llama Mario Góngora- entraron a competir por la cima de la jerarquía social, amparados en la riqueza obtenida a través del control del tráfico comercial con el ejército asentado en la frontera del sur y en sus relaciones con el eje mercantil Lima-Potosí. La compra de tierras y la obtención de una encomienda, requisitos básicos para acceder plenamente al status de élite, se perciben como dos de los objetivos prioritarios de estos individuos. Y si bien esto no necesariamente se alcanza en la primera generación que hizo fortuna, sus hijos o nietos solían incorporarse rápidamente al estrato de “encomenderos” y con ello gozar del prestigio y de los privilegios simbólicos asociados a dicha categoría. Otro mecanismo de integración será directamente la alianza matrimonial con miembros de las familias “antiguas”, aportando suculentas dotes provenientes de sus negocios a cambio de apellidos cargados de prestigio. De esta manera, las ambiciones de ascenso social de unos y las perspectivas de buenos negocios para los otros, se introducían en la propia privacidad familiar, determinando relaciones de pareja y uniones de por vida “negociadas” por otros -los padres-. Esta práctica, generalizada entre la élite colonial, se unía a la perspectiva de una descendencia que, nacida de dicha unión, participaría en la consolidación de las perspectivas que originaron la alianza de sus padres, conjugando apellido prestigioso y patrimonio fresco. En la intimidad del hogar, la familia se convertía en la escuela que enseñaba a reproducir estos patrones en las generaciones futuras, a vivir conforme a los valores de la aristocracia “antigua” y a cultivar la memoria del apellido prestigioso que vertebraba el linaje. Los límites aristocráticos se abrieron, pues, para usufructuar del espíritu de los negocios, estableciendo vínculos entre hijos de familias “antiguas” y de familias “nuevas”. Estos últimos, ansiosos por revestirse con los signos ennoblecedores que los empinaran a dicha cima, buscarán gustosos una ligazón de este tipo que los imbricara permanentemente con los apellidos prestigiosos enraizados con los primeros tiempos de la conquista. Las familias “antiguas”, por su parte, abrirán su cerco oligárquico para incorporar a los nuevos arribistas a cambio de la participación en sus redes mercantiles y en sus capitales, los que ahora podrían alimentar los gastos necesarios para vivir como un “noble”. Incluso, llegarán a aceptar, no sin pasar por una coyuntura de resistencia, la irrupción de los “hombres nuevos” en los cargos políticos locales que antes les eran prácticamente privativos. En efecto, en 1612 la Real Audiencia de Chile decidía poner a la venta en remate seis vacantes de regimientos y el alferazgo mayor del Cabildo de Santiago. Mercaderes criollos, pero sobre todo españoles, en búsqueda de un ascenso social equivalente al poder económico que detentaban, pasaron a ofrecer posturas frente a las cuales los linajes tradicionales empobrecidos no pudieron competir. La reacción aristocrática fue fulminante, amparándose en lo único que tenían para oponerse a esta situación: su autor representación social superior y privilegiada. Sobre esta base subjetiva de exclusión, alzaron su reclamo ante la Audiencia -que les dio sintomáticamente la razón-, protestando porque los adquirentes de los cargos rematados “no tienen las partes y calidades que para esto se requieren y que notoriamente son indignos de ser admitidos al gobierno de tan noble y leal ciudad”. 3
  • 4. Los afectados, por su parte, contestaron con un discurso diferente, conscientes de su menor valía social, pero también del poder que les aportaba la riqueza material, señalando, en un lenguaje de mercaderes, que los oficios rematados no les producirían ganancia alguna; antes bien, estaban pagando más de lo que ellos valían. Con estas palabras desenmascaraban una estrategia meramente funcional a su ambición de ocupar los espacios asociados a la élite tradicional, pues contradecía la lógica económica que había hecho fructificar sus negocios. El objetivo de esta compra, pues, era más que el poder político otorgado por el cargo propiamente tal, y apuntaba más bien a completar la serie de requisitos “formales” que se requerían para ser parte de la élite. Pero todos sabían el “quién es quién” de la sociedad colonial y la élite tradicional, si bien necesitaba de las posibilidades económicas que podía significar asociarse con esos grupos “inferiores”, no estaba dispuesta a hacerlo a un precio tan alto; ...al menos por el momento. En efecto, la élite tradicional tenía razón -desde su punto de vista- en calificar a los rematantes como “indignos”: Martín García, por ejemplo, había sido maestro sastre en las décadas de 1580 y 1590. Su tienda prosperó y ya a finales del siglo XVI los documentos notariales lo titulan como “mercader”, dedicándose al tráfico negrero, arrendando indígenas guarpes a encomenderos de Cuyo, prestando dinero, transportando mercancías a la frontera del sur, llegando a adquirir su propio navío a comienzos del siglo XVII. Su ascenso social comienza a marcarse con los signos de la élite cuando adquiere una merced de tierras en el fértil valle del Puangue. Luego sigue comprando otras tierras cerca de Valparaíso y a lo largo de la ruta que unía el puerto con la capital, conformando la gran estancia de Curacaví, con lo que quedaba en una posición ventajosa para sus actividades. Convertido en rico mercader-terrateniente, intentará enseguida escalar las vías más simbólicas, pero no menos importantes, para aproximarse a la tan anhelada élite social. Desde 1609 figura con el título de tesorero general de la Santa Cruzada en el obispado de Santiago y tres años más tarde participa en aquel frustrado intento por adquirir uno de los cargos del Cabildo que fueron rematados por la Real Audiencia. Otro caso emblemático de este afán de ascenso social vertiginoso de “hombres nuevos” es el de Manuel González Chaparro, un extremeño que también muestra orígenes modestos -en la década de 1590 se le ve con un pequeño capital invertido en el tráfico de carretas entre Santiago y Valparaíso-, pero que en pocos años ha logrado hacerlo fructificar, reinvirtiéndolo en negocios agropecuarios: arrienda una rica viña y chacra en el sector de la Chimba de la capital y luego hace lo mismo con la estancia situada en el pueblo de Melipilla, la que finalmente termina por comprar. La misma operación la realiza en ricas tierras situadas al norte del río Maipo y en viñas situadas en Mendoza, todo lo cual va engrosando su capital gracias al buen manejo de la producción agropecuaria en los circuitos de consumo y de especulación. González también obtiene mercedes de tierra de mano del gobernador, coronando las marcas de prestigio socioeconómico tradicional con una encomienda en la provincia de Cuyo. Sus aspiraciones de ascenso propiamente social parecen iniciarse en 1609, al presentar a la Audiencia sus ejecutorías de hidalguía. Al poco tiempo, González intenta acceder al espacio político reservado al grupo más conspicuo de la élite, rematando uno de los cargos de regidores perpetuos que se pusieron en venta en 1612. Frustrado este intento por los motivos señalados más arriba, intenta por otro camino. En efecto, en 1615 es designado capitán de la compañía de infantería de los mercaderes de Santiago, accediendo, de esta forma, a uno de los campos privilegiados de la identidad sociocultural de la élite: el mundo militar. En este mismo sentido, es de destacar que su yerno, Andrés Jiménez de Lorca, que usufructuó de la contundente dote que González dejó a su hija, se empinó a la cima de la jerarquía militar -y, por lo tanto, del correspondiente status social- llegando al grado de Maestre de Campo. Por su parte, el hijo, Domingo González, heredó la encomienda de Cuyo, donde llegó, al igual que su cuñado, a ser Maestre de Campo. El hijo más exitoso del “fundador” de este “linaje” fue Sebastián Sánchez Chaparro, puesto que, además, su ascenso lo llevó a cabo en el mismo Santiago. No sólo logró ingresar al círculo reservado que le había sido vedado a su padre, sino que su aceptación en el seno de la élite tradicional lo llevó a ocupar los cargos de Procurador del Cabildo, en 1651, y de Alcalde, al año siguiente. En 1660 coronaba su ascenso sociopolítico con el rango militar de Maestre de Campo de las milicias de la capital. Conviene detenerse por un momento aquí para analizar el papel que está cumpliendo lo militar en estas estrategias de movilidad. Sin duda que ello se basa en la presencia constante, en la historia de Chile colonial, de las prácticas, actitudes, valores y referentes militares, tanto en el campo de lo real como en el de lo ideal. La guerra contra los indígenas araucanos aportaba un refuerzo simbólico a las fuentes de prestigio y de status de las élites hispanocriollas, realimentando el imaginario medieval de los años de conquista. La proyección sensible de la experiencia bélica del sur facilitó la recreación de un halo de ennoblecimiento ligado al sacrificio, a los valores militares y a los servicios rendidos a la Corona por los contemporáneos o sus ancestros -fundadores de los “linajes” respectivos- que echará profundas raíces en la autor representación de su superioridad. La calidad de 4
  • 5. (descendiente de) conquistador -como la de encomendero- adquiría validez automática de hidalguía en dicho imaginario. Prácticamente, todo miembro de la élite santiaguina poseía un grado militar que hacía relucir cada vez que se podía, y que era ostentado como marca de prestigio, signo ostensible de su calidad. Estos grados servían, por su parte, no sólo como signo de superioridad frente al resto de la sociedad, sino como una referencia de las jerarquías individuales en el propio seno de dicho grupo. Las sesiones del Cabildo presentan abundantes ejemplos sobre el peso honorífico que tenía dicha graduación en la posición dentro de la jerarquía interna del patriciado urbano. El Corregidor, por ejemplo, cabeza del Cabildo, portaba siempre el título de General o de Maestre de Campo. Dentro de esta jerarquización honorífica debemos agregar el hecho de que con los nuevos gobernadores llegaban prestigiosos oficiales desde España, que luego acompañaban a la máxima autoridad hacia la frontera del sur. La élite santiaguina se esmeraba por acogerlos y por mostrar explícitamente la similitud de sus rangos y valías con los nuevos llegados. El peso simbólico de lo militar jugaba a favor, por lo mismo, en las perspectivas de ascenso social de los soldados “profesionales” asentados en la frontera con la Araucanía y constituía una manera de acceder a la élite para un cierto número de españoles. La carrera de las armas, si bien desarrollada en una región apartada de la capital del reino, constituía un trampolín social importante. Varios ejemplos demuestran que los servicios prestados por soldados llegados como refuerzo para Arauco muchas veces eran recompensados no sólo con elevados grados militares, sino también con tierras e incluso encomiendas. El recorrido siguiente para sus hijos era más o menos común, estableciendo alianzas matrimoniales con miembros de las élites tradicionales y llegando, eventualmente, a cargos del Cabildo. Con ello completaban los signos de prestigio necesarios para ser incluidos en el abanico restringido del patriciado santiaguino. Volviendo, pues, a nuestra discusión sobre los casos de ascenso social que se observaron durante el siglo XVII, podemos inducir que el rechazo manifestado en 1612 por la élite tradicional al ingreso en el Cabildo de arribistas enriquecidos no fue permanente. De hecho, sus descendientes fueron sorteando los prejuicios para irse recargando con los signos necesarios para ingresar a dicho grupo: se tenía el dinero para comprar una o más estancias, y para establecer relaciones y alianzas con encomenderos tradicionales, lo que finalmente se traducía en la posibilidad de usufructuar de sus indígenas y, eventualmente, de su amistad e influencia. La obtención de una encomienda provincial, menos ambicionada, podía ser inmediatamente esgrimida como un signo indiscutible de prestigio. Luego, los grados militares de las milicias permitían recargarse de la simbología identitaria favorita de los descendientes de beneméritos, a la vez que su escalafón constituía un correlato de la propia jerarquía social y del poder político local de sus detentores. Los mercaderes arribistas de 1612 habían pretendido acceder al pináculo de la élite -el Cabildo- directamente a través del dinero, sin pasar por fases previas de integración a dicho grupo, fases que, al parecer, eran consideradas necesarias para revestirse con el prestigio indispensable que debía acompañar a los integrantes de dicha institución. En la medida en que ellos y sus descendientes comprendieron el rechazo del primer momento y reelaboraron sus estrategias de ascenso social, se allanaron las dificultades y se pudieron borrar los antecedentes “indignos” de sus apellidos. La élite tradicional, por su parte, deseosa de beneficiarse con el dinero y los contactos comerciales de los “nuevos ricos”, no sólo abrió sus espacios políticos y socioculturales, sino que llegó a franquear, como hemos dicho, los espacios más íntimos de sus familias, digiriendo las diferencias del origen a través de una trama inextricable de matrimonios que, a lo largo del siglo XVII, tendieron a fundir en un solo grupo a esta capa multiforme, grupo en el cual se privilegiará la constatación del éxito social por sobre otros elementos. Así, pues, las élites del siglo XVII se adaptaron a las nuevas condiciones materiales del reino a través de un proceso de renovación de sus miembros. Ellas englobaron progresivamente a los nuevos poderosos, ajenos al lustre hidalgo otorgado por los ascendientes conquistadores, pero que rápidamente se vieron investidos del aparataje simbólico apropiado, agregando a su poder económico y comercial la obtención de títulos y grados militares, accediendo a los principales cargos eclesiásticos y del Cabildo. Además de la incorporación de grandes mercaderes y de oficiales del ejército, las élites procuraron también fundirse con elementos que renovaran el halo nobiliario. Los altos funcionarios de la Corona y ciertos letrados -especialmente abogados, formados en las universidades de España, Lima o Charcas- apostaban también sobre su prestigio para concretar matrimonios ventajosos y ser aceptados progresivamente en el seno del grupo “aristocrático”. Las familias de los gobernadores y de los funcionarios de la Audiencia, pese a la prohibición legal vigente, proporcionaban cónyuges potenciales muy apetecidos. Ellos no sólo alimentaban las esperanzas nobiliarias de las élites coloniales, sino que procuraban una garantía de 5
  • 6. apoyo político y judicial en los negocios familiares, ampliada por la movilidad geográfica de los funcionarios en sus diferentes destinaciones a lo largo de su carrera. En fin, conviene insistir en que más allá del origen y de los porcentajes sanguíneos cargados de prestigio, el denominador común de todos los que quisieran estar en la cima social era el “modo de vida”. La divisa fundamental era “vivir de manera noble”, tener una apariencia y un comportamiento, una vestimenta y un hábitat, que reflejaran el ideal hidalgo que se quería proyectar. Es este aspecto -el más exterior de todos- el que permite al individuo y a su familia integrarse al grupo de la élite y ser reconocido por el resto de la sociedad como un miembro de la “aristocracia”. De ahí la importancia de la vestimenta lujosa, de la posesión de una casa destacada en la ciudad, etc. Estamos en presencia, por lo tanto, de una conjunción permanente y profunda entre los anhelos y la vida privada de las personas, por un lado, y lo que era su vida pública, por otro, sin que podamos disociar los comportamientos de cada uno de estos universos como prácticas y sentimientos diferentes, al menos en el plano que estamos analizando. Se trata, pues, de un modelo de vida importado y comprendido dentro de una cultura de las apariencias a través de la cual tiende a definirse lo esencial del honor de este grupo; un apoyo simbólico a una autor representación nobiliaria vivida e imaginada en este villorrio periférico del imperio español y en un contexto ideológico y estético tan proclive a estas manifestaciones externas como era el Barroco. Lo anterior se reflejará más sistemáticamente a raíz de la instalación de la Real Audiencia en Santiago, en 1609. En efecto, y como consecuencia de su alta representación, los oidores estaban rodeados de un protocolo, de insignias, vestimentas y lugares especiales en los eventos litúrgicos, a fin de destacar su rol preeminente como integrantes de uno de los órganos más importantes de la administración imperial. Desde su llegada, el tribunal se presentó como un agente catalizador de la élite santiaguina, tanto en sus aspiraciones nobiliarias como en sus prácticas económicas y políticas. De esta forma, y pasado un primer tiempo de ajuste y reequilibrio en el plano de los roles públicos, los notables locales -antiguos y “nuevos”- acogieron a los magistrados y a sus familias, integrándolos en sus redes comerciales y familiares pese a las prohibiciones legales que existían al respecto. Así, en 1632, el Obispo denunciaba los negocios establecidos entre dichos oidores y los terratenientes locales, a nivel de la compra de estancias y de ganados, así como la colusión con el gobernador para la asignación de los mejores corregimientos a personas ligadas familiarmente con ellos. Tenemos, por ejemplo, el caso de Francisco Machado, archidiácono de la catedral, originario de Quito, y cuyo padre había sido oidor de Santiago en 1620. Su hermano también fue oidor, a partir de 1635 y, a través de sus sobrinas, casadas en Chile, estaba emparentado con dos de las más poderosas familias de la capital. La relación estrecha con las élites locales constituía una alianza de mutuo interés. Las élites, por un lado, podían ofrecer riqueza, tierras, prestigio local, etc. Los magistrados, por su parte, otorgaban apoyo político y un apetecido prestigio ennoblecedor, producto de la gran respetabilidad de sus cargos y del hecho que fueran letrados y juristas de prestigio. El cronista jesuita Alonso de Ovalle se solazaba, así, de que con los ministros del Tribunal pasase a Chile “mucha nobleza”. La presencia de estos “nobles” magistrados, de sus familias, parientes y sirvientes, otorgó un peso cortesano a la ciudad que antes se veía limitado al rústico Cabildo. A partir de la instalación del tribunal, entonces, la élite de Santiago comenzó a vivir un cambio en sus hábitos y formas sociales, catalizados por un grupo que comenzó a ser un verdadero espejo suntuario para la élite local. El lujo y los gastos de apariencia irrumpieron con fuerza, lo mismo que un cierto refinamiento en las costumbres, como reclamaba el obispo de Santiago. Según éste, los magistrados, con sus salarios, podían Ofrecerse a ellos y a sus familias una ostentación que estimulaba la vanidad general y los gastos de los locales más allá de sus medios reales: "Otro daño que se ha seguido a los vecinos y moradores de esta ciudad [...], que después que vino la Audiencia sus trajes y adornos de mujeres son tan costosos y cortesanos que para sustentarlos me constan que no visten a sus hijos ni los traen a las escuelas muchos de ellos, por parecer honrados en la plaza, y rompen sedas y telas y siempre viven adeudados por sustentar el lustre que no era necesario ni se usaba cuando había en esta ciudad un teniente general o un corregidor, y se pasaban entonces los vecinos y moradores con vestirse de paño y tenían más descanso [...]". 6
  • 7. La presencia de la Real Audiencia contribuirá con su parte de protocolo fundamental para aproximar a la élite de Santiago del sueño cortesano de una capital virreinal como Lima, que era su espejo recurrente, alejándola, a nivel imaginario, del rol periférico objetivo que cumplía la modesta capital de una gobernación marginal del imperio español. Esta representación mental, llevada a nivel de las prácticas culturales de la sociedad civil, tanto en la vida privada como en la pública, la recreación de un estilo de vida y de una práctica ostentatoria de las apariencias que serán funcionales a las nuevas pautas culturales gatilladas desde 1609. Los sueños y aspiraciones nobiliarias de las élites chilenas van más lejos aún, abarcando los mecanismos más clásicos y elevados de renombre y prestigio a nivel imperial. Es así como, ya desde la primera mitad del siglo XVII, las familias más poderosas buscan elevar o al menos refrendar su posición a través de la obtención de un hábito en una orden militar española, la reivindicación de mayorazgos en la Península, nombramientos a nivel del virreinato y, ya en la segunda mitad de la centuria, la fundación de nuevos mayorazgos y la obtención de títulos de Castilla. Todo ello, gracias al dinero, que, una vez más, permitía borra el pasado plebeyo de los ancestros y asegurar la construcción de una memoria histórica ideal para las generaciones posteriores del “linaje”. El caso de Pedro de Torres es, en ese sentido, paradigmático. Descendiente de un militar portugués llegado en 1600, se había dedicado desde joven al comercio con el Perú y la plaza militar de Valdivia. El dinero acumulado le permitió adquirir cargos públicos de importancia honorífica -como el de tesorero en la administración de la bula de la Santa Cruzada- y una serie de propiedades rurales. Llegó a poseer una de las casas mejor ubicadas y avaluadas de Santiago y, en definitiva, la fortuna más importante de su tiempo. Con ella pudo obtener, en 1684, la aprobación real para fundar un mayorazgo -el primero del reino- y comprar un título de conde -conde de Sierra Bella-, que le fue concedido por cédula de 1695. Dos años después sería el turno de Pedro Cortés y Zavala, un rico propietario y comerciante de la región de La Serena, quien compraría un título de marqués-de Piedra Blanca de Huana, en alusión al nombre de su hacienda-. Interesa destacar que Cortés descendía de un humilde soldado de la conquista, que había logrado destacarse en las campañas militares. Este fue un proceso que se mantuvo a lo largo del período colonial y que se verá reforzado en la segunda mitad del siglo XVIII, en lo que constituye una segunda época de recomposición de las élites chilenas. En efecto, durante este período las élites locales van a sufrir una nueva arremetida, ahora por parte de gente venida desde fuera, desde la propia Península. Los inmigrantes vascos que llegan a instalarse a Chile vienen, además, con una mentalidad diferente en relación con sus negocios, por lo que en poco tiempo logran adquirir un patrimonio y un manejo de la realidad local que les permite ya no sólo establecer alianzas con la élite tradicional, sino ya claramente suplantarlos en el control de algunos de los espacios más sensibles e importantes del poder local. No serán los vascos los digeridos por la élite criolla, como había sucedido un siglo y medio antes con los “hombres nuevos”, sino lo contrario. En todo caso, fue la propia “aristocracia” chilena la que favoreció este vertiginoso ascenso, a partir, justamente, de sus deseos de vivir como -y con- peninsulares prestigiosos. Los vascos entraron automáticamente en esta categoría, siendo percibidos de inmediato como buenos partidos para matrimonios ventajosos. Para entender esta reacción local quizá sea útil la descripción puntillosa y descarnada de los viajeros Jorge Juan y Antonio de Ulloa, que recorrieron buena parte del continente en la primera mitad del siglo XVIII: “Los europeos que llegan a aquellos países son por lo general de un nacimiento bajo en España, o de linajes poco conocidos, sin educación no otro mérito alguno que los hagan muy recomendables; pero los criollos, sin hacer distinción de unos a otros, los tratan a todos igualmente con amistad y buena correspondencia. Basta que sean de Europa, para que mirándolos como personas de gran lustre, hagan de ellos la mayor estimación y que los traten como dignos de ella [...]” No obstante los señalado por estos viajeros, lo cierto es que por parte de los recién llegados había interés en demostrar la prosapia, cuando se tenía, para lo cual con frecuencia mandaban a pedir documentos e informaciones de nobleza a la Península. En otros casos, como el de Manuel María de Undurraga y Yábar, la documentación viajó en su equipaje, llegando a Chile con la información necesaria para probar su hidalguía, limpieza de sangre y soltería. Nuevamente encontramos casos paradigmáticos que nos muestran todo el universo de estrategias y de ambiciones sociales y económicas que van permitiendo a estos nuevos inmigrantes acrecentar su patrimonio e ir escalando desde sus más o menos modestos orígenes al pináculo del prestigio y de la prosapia asociada al apellido. 7
  • 8. Entre ellos, podemos señalar el ejemplo de los Eyzaguirre. El primer vizcaíno con este apellido que llega a Chile es Domingo de Eyzaguirre, luego de algunos años de haber probado fortuna en México. Domingo era hijo de un modesto hidalgo segundón y había venido a América con la ilusión de reunir, en pocos años, un caudal que le permitiese solventar las necesidades de su madre y de su hermana soltera. En 1757 se radicaba en Chile, viviendo primero en La Serena, donde adquirió unos molinos de oro y de harina. Rápidamente creció su fortuna y su ascenso social, logrando, en 1765, desposar en la catedral de Santiago a una criolla “de rango” y de origen vasco como él -María Rosa de Arechavala y Alday, sobrina del obispo local-, unión que lo llevó a establecerse en esta ciudad, cerca de la cual había adquirido la estancia de Tango. Más que el agro, son los negocios y sus actividades mercantiles lo que más ocupa a Domingo, como se refleja en sus cartas. No obstante, como parte de los mecanismos clásicos de ascenso social y de alimento del prestigio en el mundo colonial, Domingo también participa de los espacios brindados por la burocracia administrativa. Por supuesto, rápidamente ingresa al círculo selecto de la institución que representa a la élite local, llegando a ser Alcalde del Cabildo en 1768. Dos años más tarde, al comenzar a funcionar la Casa de Moneda chilena, es nombrado Ensayador Mayor de ella. Al morir, en 1800, su cuerpo también seguirá los derroteros que alimentaban tradicionalmente el prestigio simbólico de los linajes elitistas: siendo pariente político del obispo que había construido la nueva catedral neoclásica de la capital chilena, éste le había reservado una de las capillas laterales -la dedicada a san Francisco de Sales- para que allí fuesen enterrados él y sus descendientes. De esta manera, la vida y ambiciones privadas se proyectan y perpetúan en el Más Allá, recreando espacios mortuorios distintivos y ostentosos que apuntan a cultivar la memoria de los individuos que los habitan. Desde la mansión a la tumba, pasando por la cotidianeidad privada y la ostentación pública, la cultura elitista no dejaba escapar ninguna posibilidad para dar cuenta de su condición y de su prestigio. Entre los diez hijos vivos de domingo de Eyzaguirre, se destacó Miguel, nacido en 1770, quien siguió la vida universitaria a través de sus estudios en derecho. Miguel ocupaba, así, otro de los canales privilegiados para el ascenso y refrendación de posiciones sociales y de poder en el mundo colonial: el universo de los “letrados”. No obstante, las cartas intercambiadas con su hermano Agustín revelan una gran maestría y preocupación por tratar asuntos del comercio, pasando rápidamente desde disquisiciones sobre las dificultades para conseguir una cátedra universitaria a recomendaciones e instrucciones para movimientos de dinero y oportunidades de compra y venta de productos. Ambos hermanos tenían muy en claro las relaciones directas que existían entre el dinero, el prestigio y las oportunidades que ofrecía la colonia chilena para un posicionamiento conveniente. Así, ante el fracaso de las gestiones que estaba llevando a cabo Miguel en Madrid para defender la cátedra que le había sido otorgada en la Universidad de San Felipe, ante las pretensiones de Vicente Larraín, cura de la catedral y regente de la Audiencia de Santiago, y sin poder conseguir tampoco alguna canongía en dicha catedral, Agustín le escribe proponiéndole que regrese, pues ya tiene concertada una sociedad con él y otra persona, que entre los tres juntarían unos cuarenta mil pesos, considerándolo un fondo muy bueno para el inicio de sus transacciones; incluso, mencionan a otra familia, “los Cruces”, que comenzaron con menos “y los vemos hoy muy ricos”. Y luego continúa Agustín: “Esta propuesta me parece que te es muy ventajosa, pues no te impide para tus pretensiones; desde donde te hallares puedes agitarlas por medio de tu apoderado y hacer tus viajes; tienes la seguridad de que estás ganando y no te verás en la miseria en que vienen a quedar los pretendientes. Quita de tu imaginación los bajos pensamientos de plaza de Moneda y de venirte sin acomodo; siguiendo tú lo dicho, poniéndonos en el caso que no consigas algún empleo bueno, vendrás con dinero que es mejor que empleo, libre de pensiones, de pluma y libros, y para entonces ya la memoria de tu viaje habrá borrado. Ovalle me advirtió esto sin decírselo yo; después me repitió que te vinieses con cien mil pesos empleados y que serías aquí estimado y respetado siempre” Los “Cruces” a los que se refiere la carta anterior, son, sin duda, Nicolás y Anselmo de la Cruz y Bahamonde, comerciantes establecidos en Cádiz con gran fortuna. Contamos, justamente, con un epistolario del primero de ellos, que abarca los años de 1794 a 1798, y que nos entrega nuevos antecedentes sobre las conductas, actitudes y ambiciones de este sector. Nicolás había nacido en Talca, en 1757. En realidad, era hijo de un genovés inmigrado, que al radicarse allí decidió castellanizar su apellido para así lograr una más rápida integración y mejores posibilidades de ascenso social en la localidad. En Talca, el joven Nicolás, junto a su hermano Juan Manuel, establecen en 1783 una sociedad comercial. Al poco tiempo decide trasladarse a Cádiz, puerto obligado para el tráfico de productos y pasajeros entre la Península y sus colonias americanas. Su experiencia hispana fue notablemente 8
  • 9. exitosa, logrando conformar, en poco tiempo, una red de intereses comerciales que le permitió vivir con gran opulencia. Su mentalidad “burguesa” lo llevó a trascender sus intereses meramente mercantiles, convirtiéndose en escritor, traductor y editor, coleccionador de obras de arte, de objetos arqueológicos y de libros, y hasta en una especie de “mecenas” de su ciudad natal. Pasados los años, sus aspiraciones tocaban la cúspide de los signos de prestigio válidos en la mentalidad de Antiguo Régimen. Su anhelo fue entonces alcanzar algún título nobiliario, Cruz o Hábito de alguna Orden Militar. Esto fue rechazado por la Corona, pero a cambio se le otorgó la Orden Civil de Carlos III, en grado de Caballero. En 1804 benefició un título de Castilla y obtuvo que se le concediese la denominación de “Conde de Maule”, en alusión al nombre del corregimiento chileno donde se asentaba su ciudad natal. Incluso, llegó a pretender un nuevo título, ahora como “Conde de Talca”, pero el propio Cabildo de esta ciudad se negó a conceder la autorización que era de rigor en estos casos. Su anhelo por acceder a espacios de legitimación nobiliaria lo llevó, en 1797, hasta Génova, con el fin de investigar los orígenes de su familia paterna y obtener la documentación que resultaba indispensable para probar la eventual “nobleza” de dicha rama y alcanzar, así, el ennoblecimiento “legal”, por merced real, para sí mismo y su familia. Interesa destacar que este viaje lo realizó sin descuido de sus negocios y aprovechando la coyuntura de la guerra con Inglaterra, con el consiguiente bloqueo de los puertos españoles. Esta situación había paralizado el tráfico mercantil y permitía desviar momentáneamente la concentración del rico comerciante hacia ambiciones menos pedestres. Desde esa ciudad escribía a su hermano Juan Manuel, en Chile, indicándole que ya había encontrado “las pruebas de nobleza de la rama paterna para tu Cruz de Carlos III”. Pasaba a señalarle que, de hecho, había encontrado información sobre bautismo, casamientos y entierros de una buena parte de dichos ascendientes, subrayando: “La familia de Cruz es muy ilustre, emparentada con la primera nobleza de esta ciudad, como es notorio a todos. La de Cartagena también es distinguida, con los mismos enlaces, y así creo que nada tendremos que envidiar en este punto. La de Cruz es antigua, hay datos de ella del año. A su tiempo lo verás todo bien coordinado. Luego que se concluya, que será dentro de 15 días poco más o menos, enviaré la papelada a don Manuel Núñez para que cuando reciba los que tu le mandes, los presente al Consejo de Ordenes para tus pruebas. En suma, para tu satisfacción y de toda la casa te aseguro que estos papeles no son menos brillantes que los de la rama Bahamonde, Herrera, Ocampo, Cáceres, &a. de nuestra madre, como los verás a su tiempo con sus timbres, escudos” Quizá amparado con esta información pudo ahora burlarse de “los vizcaínos que van a América, [que] llevan siempre sus papeles para publicar estas simplezas de cuna, a fin de ser bien recibidos, cuando acá en sus montañas, no salen de otro triste principio que de una cabaña [...]”. A fines del año siguiente volvía a escribir a Juan Manuel, para comunicarle que su agente, Manuel Núñez, ya había recibido los documentos que aquel había enviado desde Chile, agregando: “Yo creo que estará todo corriente: los de Génova son muy brillantes, con varios Duces en la familia Cruz, que está emparentada con los Dorías, Negrotis, Cambiasos, Durands, Valvis, Brignolis, etc., sin ficción. Los mentecatos chilenos se paran en estas boberías. Yo pienso muy distintamente; pero he querido hacer ver al mundo que nuestra familia está enlazada con la grandeza en Madrid, como resulta de los papeles de Salamanca y con los nobles y condes de Génova. Todo comprobado y calificado con documentos incontestables”. El interés permanente que se observa en Nicolás por obtener cargos y distinciones para sus hermanos apunta a engrandecer la imagen de su linaje, como queda claro en las citas anteriores. De hecho, los cargos públicos, aunque sean de gran nivel, no forman parte de su estrategia ennoblecedora. Todo lo contrario, en su mentalidad proto-burguesa, ellos no harían sino generar preocupaciones y desviar la atención de los negocios, como se lo indica expresamente a su hermano Vicente, establecido en Talca, que se interesaba por obtener el nombramiento en una Intendencia; “[...] ya veremos acá -concluía el jefe del clan De la Cruz- si puede ser un título de Castilla o el grado de Coronel de ejército”  Las prácticas de la “aristocracia” como espejo cultural para la “movilidad” social de otros grupos 9
  • 10. Todo este universo de representaciones mentales acerca del honor y de las marcas de prestigio, de la “limpieza” de los antecedentes del apellido como signo de superioridad y de pertenencia a los segmentos privilegiados de la sociedad, y de búsqueda de ascensos en la escala simbólica de las jerarquías coloniales, constituía un eje de funcionamiento permanente de las élites. No obstante, de una u otra manera, y gracias al mismo poder que le asignaban dichos actores, como energía legitimante que abría puertas sociales, económicas y políticas, estas prácticas culturales pasaron a formar parte del universo de referentes mentales y comportamentales del conjunto de la sociedad colonial al momento de consolidar una posición o de elaborar sus estrategias de movilidad social. Evidentemente, lo anterior se plasmaba con énfasis y perspectivas diferentes: en sectores hispanocriollos “intermedios”, por ejemplo, se podía vivir con mayor intensidad la puntillosidad de estos valores, contenidos y signos, a diferencia de los sectores ubicados en los escalones más bajos de la jerarquía, para los cuales sólo cabía intentar “engañar” al sistema haciendo uso de los mecanismos más externos de la apariencia. En el primer sector pensamos que podemos incluir a Mercedes Cifuentes, quien, en 1796, escribe al comandante de la unidad donde se encontraba prestando servicio su hijo, próximo a contraer matrimonio. La angustiada madre solicita la intervención del militar para evitar que se concrete el vínculo aduciendo razones legales y, sobre todo, sociales. En efecto, la misiva subraya el hecho de que el padre del muchacho -“hijo legítimo”- “es un sujeto distinguido y colocado en honor; ahora, por mi parte, he nacido en buenos pañales”. Se corría el riesgo, por lo tanto, de que el joven “se haya de malograr” con la unión, al no saber si la futura esposa era “de igual calidad, [y] no sólo calidad, sino que ha de constar que ha sido de sumo recogimiento y muchacha verdadera de recámara”. La madre informa que también envió una carta similar al padre de la joven y al sacerdote del lugar, a fin de evitar que se concretara la unión “inter no pruebe su nacimiento, legitimidad, honor y recato. Las élites -la “nobleza” sui generis de las colonias americanas- actuaba no sólo como un nódulo de poder y de riqueza, sino también como un centro de referencia cultural y un ejemplo permanente para el resto del universo humano que buscaba una mejor ubicación en la sociedad. En términos globales, ella constituía el grupo más disciplinado a nivel religioso, el más consciente de su rol en el sistema de poder colonial y el más homogéneo culturalmente. Su modo de vida constituía un ideal social para los hispanocriollos medianos y pobres, un “espejo” que funcionaba en todos los rincones del imaginario social, en todos los registros culturales del parecer, incluso al momento de la muerte. La élite capitular señalaba esta situación en 1694, a propósito de la discusión sobre la reglamentación de gastos funerarios de particulares -a partir de la pragmática suntuaria dictada por el Rey en 1691. "[...] y asimismo se ha reconocido que las personas inferiores procuran portarse a la manera que los nobles, de que resulta, no sólo el quererse igualar sino es el de destruirse [...]". Para los otros grupos sociales y étnicos, como dijimos, este panorama de “usos y costumbres” se encontraba bastante alejado de su realidad, aunque la perspectiva de la utilización de algunos de sus mecanismos no se descarta en sus estrategias de búsqueda de cambio y movilidad. Esta hipótesis surge de la idea de que, de una u otra manera, las formas culturales de las élites jugaban un rol de modelo más o menos generalizado. El modo de vida, los comportamientos, las apariencias y los gestos hispanos estaban asociados a la imagen de ascenso y de éxito social -porque emanaban de los grupos dominantes- y de salvación religiosa -porque eran manipulados moralmente por la Iglesia. En relación a los habitantes no europeos, los hispanos formaban un sector que, incluso atravesado por diferencias sociales evidentes, se presentaba galvanizado, con una profunda conciencia de su especificidad, de su identidad y de todo lo que conllevaba su rol de sector dominante en una sociedad que valoraba jerárquicamente la proximidad sanguínea con el color blanco de la piel. El adoptar sus hábitos, su apariencia, en fin, el modelo de “lo español”, se constituía en una referencia de integración, de escape y de éxito social. Será, justamente, a través de las prácticas de asimilación y de las formas de imitación que desplegarán los grupos no europeos, por donde se establecerán espacios “negociados” -en términos de mestizaje cultural- para la “movilidad” social de estos últimos. La propia Corona incentivaba esta práctica imitativa en el marco de la política persuasiva intentada con los mapuches a partir de los parlamentos fronterizos. En el de Yumbel (1692), por ejemplo, el gobernador solicitaba a los principales caciques allí reunidos, "que igualmente han de corresponder como tales vasallos y procurar de su parte seguir y imitar las costumbres y modo de vivir de los españoles" . 10
  • 11. De ahí la necesidad de relativizar la caída demográfica de los indígenas de Chile central, demostrada a partir de la reducción abrupta del número de individuos entregados en encomienda a lo largo del siglo XVII. Esta reducción no sólo se daba como resultado de muertes o escasez de nacimientos, sino también por las frecuentes fugas de indígenas -a fin de evitar el trabajo servil- y su posterior “disfraz”, adoptando la lengua y vestido de los españoles y transculturando su cosmovisión indígena, al menos en apariencia. Lo anterior explica el hecho de que, en la ordenanza que dictó el Cabildo en 1631 para restringir el lujo en los vestidos, se hacía explicita una jerarquización oficial de la apariencia externa. Respecto a los grupos no europeos, se estipulaba: "[...] que de los naturales ningún indio ni india, de cualquier nación que sea, negro o negra, mulato o mulata puedan vestirse más que a su uso de ropa de la tierra [...]" . En 1675, otro decreto edilicio reiteraba el cumplimiento de estas disposiciones, pues había comenzado a ser una práctica corriente el uso entre los indígenas de capa y melena, atuendo reservado a los “españoles”. La pertenencia al sector no europeo se presentaba como un obstáculo al cambio de status; cambio que, en el caso de los indígenas, por ejemplo, permitía la posibilidad de eludir el trabajo obligatorio en la encomienda. Por eso, muchos de ellos se hicieron pasar por mestizos, adoptando el apellido de su encomendero o en algún español- real o inventado- que pretendían fuese su padre. El peso social asignado a los apellidos era tan fuerte entre los hispanos, que fueron pocos los indígenas que, viviendo entre ellos, mantuvieron su apellido originario. El único camino para dejar de ser un “inferior”, pues, pasaba por negar su propio origen y dejar de parecer lo que se era. Había que intentar aproximarse -asimilarse, si fuese posible- a los grupos hispanocriollos. En ciertos casos concurrían circunstancias especiales que permitían no negar el origen étnico para obtener una mejor posición. Tenemos así dos ejemplos de mujeres indígenas que, al momento de testar, dejan estipulada dicha condición. No obstante, queda en claro que ellas tuvieron acceso a una situación económica y a unas condiciones de vida que dependieron de su capacidad de relacionarse con los hispanocriollos y de adoptar para su beneficio determinadas prácticas cargadas con un signo evidente de los dominadores, como era el caso del “servicio personal”. Este es el caso de Inés González, “Yndia natural de las probincias del peru”, soltera, en cuyo testamento, dictado en 1564, declara tener varios indios e indias a su servicio, que la “[...] an ayudado a ganar e granxear la dicha mi azienda [...]”. Entre estos destaca, al momento de legar sus bienes, a “francisca my criadayndia de my servicio”, y a “francisca ynga, que llamo my madre” . Otra india, Catalina, natural de Angol, declaraba en 1596, que su “amo”, el capitán Juan de Barahona, le había dejado “un yndio biejo llamado Juan macho y una vieja llamada Beatriz, a los cuales e dado de bestir y tratado muy bien” Al lado de los indígenas, por su parte, una masa de mestizos “emblanquecidos” había logrado ocultar oficialmente su mezcla, haciéndose reconocer, al menos exteriormente, como “españoles” y marcando su distancia con los indígenas. Así se entiende luego de leer otro auto, en este caso de la Audiencia, donde se ordenaba: "[...] los mestizos y mestizas que hubiere en esta ciudad se vistan de españoles y los indios e indias que anduvieren en hábito de españoles se vistan de indios, eligiendo cada uno el traje que le toca [...]” . No obstante, a mediados del siglo siguiente, José Fernández Campino confirmaba la inoperancia de la ley y la fuerza del proceso cultural que llevaba a los indígenas a intentar amestizar su apariencia y, de esta manera, acercarse de alguna manera a “lo hispano”. Además de señalar el papel de las epidemias y del vagabundaje masivo e incontrolado en la decadencia numérica de la encomienda, subrayaba la práctica de huir de su lugar de asentamiento habitual para no ser reconocido: "[...] arreglados entre el común de la gente, y reputados por mestizos [...] por ser cuasi indiferentes en color y contextura, todos vestidos de una suerte que no se distinguen con los bozales que tienen al trabajo de la tierra de los infieles [...] y muchos desfigurados gozan de indulto rebozados con mestizo” 11
  • 12. La ambigüedad de las apariencias chocaba con el espíritu estamental predominante. La realidad se imponía, sin embargo, permitiendo a los diferentes estratos étnicos montar algún grado en la escala de occidentalización y, por lo tanto, de integración social. De ahí que el propio término de “español” esté cubierto de vaguedad cuando aparece citado en las fuentes chilenas, definiendo, en la práctica, tanto una población de tipo europea como otra de mestizos fuertemente hispanizados. Este escenario social se presenta más complejo al estudioso si le agregamos el proceso de jerarquización que, a su vez, habían vivido internamente los propios hispanocriollos. En efecto, si bien al comienzo la mayor parte de los conquistadores venía de capas sociales más o menos similares, las diferentes oportunidades de enriquecimiento y el acceso a elementos simbólicos restringidos, como la obtención de una encomienda, con su trasfondo señorial, van a establecer una progresiva diferenciación a partir del nódulo fundador. Ello no hará sino acentuar, por un lado, la ostentación de la hidalguía obtenida o supuesta y, por otro, -para la mayoría hispanocriolla marginada de dicho estrato privilegiado- la ambición por acceder a ella... al menos intentando vivir conforme a algunas de las pautas culturales emanadas desde la élite. Así sucedía, por ejemplo, con algunos artesanos que lograron cierta fortuna con sus oficios, destinándola a vivir con cierta comodidad y a posibilitarles el acceso a otras fuentes de riqueza y prestigio. El herrero Alonso Martín de Pablos, por ejemplo, que residía en Santiago a fines del siglo XVI, poseía una encomienda, una estancia y ganados en el Río de la Plata. Hay incluso cronistas que afirmar, para el caso del Perú que habían artesanos enriquecidos que sencillamente dejando sus oficios en manos de aprendices indígenas o mestizos, en un claro indicio de la necesidad de alejarse del trabajo manual para vivir más cerca de los valores hidalgos. Siguiendo con la cadena de imitaciones sucesivas y adaptativas, debemos tener en cuenta que los hispanocriollos de niveles medios y, sobre todo , aquellos claramente pobres , se hallaban presentes en todos los niveles de la escala social y en el conjunto de las ramas de la economía urbana. Por tanto, compartían formas de vida , espacios laborales y ,muchas veces , espacios de habitación con mestizos e indígenas que estaban ansiosos de hispanización , ante los cuales ellos eran vistos como modelos imitables de mimetismo cultural , que a su vez conducían a un eventual ascenso social a través de la apariencia. Toda esta complejidad relativiza, por lo tanto, las representaciones de la época sobre los ideales de movilidad social. Por sobre la meta de pasar por un español -ambición de indígenas, mestizos y “castas” coloniales- existía otro referente predominante y compartido por los hispanocriollos de estratos modestos y medios: el ideal de pasar por un “caballero hidalgo”, un “noble”. Y el modelo, a su vez, de este ideal, lo materializaba, alimentaban y administraban las élites. En palabras de Mario Góngora “A pesar de que la aristocracia del siglo XVII es un grupo de orígenes heterogéneos, semeja ser un estamento noble al cual todos perteneciesen por nacimiento y por el tren de la vida ‘honrado’, por el decoro nobiliario. Se había recibido de España el ethos estamental del ‘caballero’, que atrae el respeto de todos los estratos sociales, como un máximo ideal cultural. [...]. Mercaderes, artesanos, soldados, caciques, indios amigos, participaban de la admiración y la envidia de las pautas de vida noble [...]” Se reproducía, de esta manera, el esquema inicial que guiaba las ambiciones sociales de los primeros inmigrantes europeos: para los escasos y oscuros hidalgos que llegaron a estos “nuevos mundos”, el objetivo era alcanzar las más altas categorías nobiliarias; para la mayoría de las personas, de origen más humilde, al menos quedaba la posibilidad de imitarlos, intentando borrar, al menos en su apariencia y comportamientos, el verdadero origen. 12
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