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Cuentos Bio-relatables
Adri Delfini - Andrea Bermúdez
Cuentos Bio-relatables
Adri Delfini - Andrea Bermúdez
Colección Plustiplum
Imaginante
editorial
Editor: Oscar Fortuna.
Correcciones: Natalia Soledad Rotelo.
Ilustración de tapa y cuento de contratapa: Adriana Delfini.
© 2012 Adriana Delfini.
© 2012 Andrea Bermúdez.
© De esta edición:
2012 - Editorial Imaginante.
editorialimaginante@hotmail.com
www.editorialimaginante.com.ar
www.facebook.com/editorialimaginante
Impreso en Argentina.
Se permite la reproducción parcial de esta obra siempre que se haga
mención del autor, nombre de la editorial y título de la obra.
Delfini, Adriana - Bermúdez, Andrea.
Cuentos bio-relatables / Adriana Delfini y Andrea
Bermúdez. - 1a ed. - Villa Sáenz Peña :
Imaginante, 2012.
100 p. ; 20x14 cm.
ISBN 978-987-1897-09-4
1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. 3. Relatos.
I. Título
CDD A863
o
Andrea Bermúdez
Ha editado con esta
misma editorial
entrar@salir.ser.estar
Adri Delfini
Ha participado en la
Antología Letras Argentinas
de hoy 2012.
e
Toda mi gratitud para quienes me acompañan
a “carretear” mis sueños,
porque sólo necesitan
un envión…
A todos los lectores, a todos los oyentes…gracias.
Porque de ellos será el reino de los cuentos,
amen…
Sin acentos y con todo el corazón.
Adri
Contacto con Adri Delfini
magiamaya@hotmail.com
www.lazodeamor.net
7
8
Tierra mágica
Una mañana, una mujer común y corriente, que
escribía cuentos y poesía… soñó que llegó al cielo y, al
verla, Dios la recibió con gran alegría, le convidó unos
mates y le dijo:
“Te he llamado porque he constatado tu gran fantasía
y buenos sentimientos y he decidido hacerte un regalo
(curioso allá en la Tierra) pero, si le das un buen uso
será de agrado para muchos.” Y sacó una parcela de
Tierra y se la entregó (era un cuadrado de 1x1 metro).
“Allí sembrarás lo que desees porque es un cuadrado
mágico, y el día que dejes de compartir tu siembra,
veremos”, dijo el Supremo.
La mujer se despertó y a los pies de la cama estaba la
parcela de tierra, la cargó y la depositó en el patio…
allí mismo se puso a sembrar zanahorias, zapallitos y
rabanitos; en un descuido se le volcaron las monedas
del bolsillo y las juntó una por una.
Todos los días regaba sus brotes con amor y al mes
tenía de la huerta mágica las verduras y una plantita
9
también de monedas, ¡qué milagro! ¿no? Todo lo
colocaba en una caja, se guardaba algo para ella y el
resto lo compartía.
Un día se le ocurrió enterrar un huevo y, para su
asombro, a los quince días nació un pollito divino, pero
era solo una prueba, explicar que cosechaba pollitos era
muy complicado. También enterró lapiceras y
crecieron (ésas las llevó al colegio del barrio).
Todas las tardes rezaba frente a la parcela dando las
gracias por haber sido bendecida con ese regalo.
Un día, para su sorpresa, comenzaron a crecer tres
árboles tipo bonsái, agarró la lupa para verlos mejor y
descubrió que las hojas de uno decían “tolerancia”; las
del otro decían “comprensión” y las del tercero, “fe”…
así que cosechó las semillas que nacían de él y
poniéndolas en sobrecitos comenzó a repartirlas a todo
el que se cruzaba en su camino… aún hoy cosecha lo
que ha sembrado.
10
Afluente del mañana
En un pueblo no muy lejano, donde casi todos los
habitantes se conocían (por eso era un pueblo), había
un río profundo de aguas muy claras con peces muy
bonitos que desembocada en un afluente llamado
“afluente del mañana”.
Un día el agua comenzó a verse rosada, todos los
pueblerinos allegados al río bebían de ese agua distinta
y comenzaron a sentir que sus sentimientos fluían en
el amor y la compasión. Se dieron cuenta de que el
agua estaba bendecida, porque su mirada interior de
las cosas era para solidarizarse con los demás, con los
animales y con la naturaleza. Notaron que al bañarse
en esas aguas rosadas no había rencor, ni odio, ni
envidia. Pronto esa misma agua fluía en las casas, la
gente comenzó a llenar botellas para compartir con los
habitantes más alejados del río. Armaron una campaña
para que se divulgue el clamor por ese líquido
precioso… y de pronto comenzó a llover… y caía agua
rosada… quien de ella se empapaba cambiaba la
mirada en su corazón. Cuando cesó la lluvia, volvió a
salir el Sol y se formó un arco iris rosado (¿o qué
esperaban?) anunciando la llegada de un cambio… y
fue así que buscaron a un cartógrafo para que ubicara
en los mapas el lugar misterioso, de corazones puros:
“el afluente del mañana”.
11
Juanito
Estaba sentado en una butaca antes de comenzar la
función, evocando su niñez. Juan fue un niño alegre,
hábil en hacer reír a las personas, siempre ocurrente…
contaba algún chiste o lograba alguna torpeza
(dejándose caer) causando gracia y logrando que todos
se rieran. Se vestía con colores llamativos; por esto y
por su carácter inocente y tierno muchos lo creían un
tonto.
Muchas veces sus compañeros del colegio le jugaban
malas bromas o se burlaban abiertamente de su cuerpo
escuálido y de su expresión despreocupada… lo que
generaba en él una sensación de absoluta soledad.
Entonces Juan se apartaba del grupo y practicaba
piruetas, medias lunas, vueltas carnero o sofisticados
trabalenguas, delante de los vidrios hacía morisquetas
divertidas para ver cuál cara hacía reír más, y así fue
perfeccionando su arte.
Un día pasó por la esquina adonde se reunían los
muchachos del barrio (todos adolescentes).
Lo llamaron: “Ven Juanito”, dijo el más canchero del
grupo.
12
–Me llamo Juan y ya estoy crecido para que me llames
Juanito. ¿No te parece?
–No, no me parece, che –le dijo el otro, provocándolo.
–Bueno, bueno -dijo otro divertido –… ¿qué vas a
hacer de tu vida Juan? Sabiéndote grande aún no
combinas tu ropa, pareces disfrazado ¿qué hiciste con
el buen gusto? ¿Cuándo aprenderás a vestirte? Ja ja ja.
–Y todos rieron con él.
–¿Y qué tiene? A mí me gustan estos colores –dijo Juan,
mirándose.
En eso pasa un avión y todos observaron el cielo.
–Un día voy a viajar por el mundo –dijo Juan en voz
alta y todos comenzaron a burlarse nuevamente.
Pero un día Juan compró el diario, fantaseaba con
trabajar aunque no se sabía bueno para nada, ni sabía
qué hacer (porque la cabeza nunca le dió para terminar
la escuela).
Vió aquel aviso justo para él, se presentó y le tomaron
varias pruebas, reconociendo en él grandes aptitudes.
Nadie se imaginó que un día deberían pagar entrada
para ver al más famoso payaso del Circo Rodas,
“Juanito”, que hoy viaja por todo el mundo… y que
sentado en la butaca, esperando para comenzar la
función, recordaba viejos tiempos.
13
Cajitas musicales
Cecilio era un hombre metódico y ordenado que había
heredado el oficio de su familia. Realizaba, ideaba y
arreglaba con gran meticulosidad “cajas musicales”. De
todos los tamaños y formas, con distintos sonidos y
melodías (que construía afinando, recortando los dientes
a los peines para lograr mejores tonos).
Las inventaba por gusto o por encargo, ya que su precisión
obsecuente hacía que las fabricara de memoria, porque la
vista la había perdido en un accidente.
Vivía solo y se arreglaba muy bien, la obstinación de no
querer molestar a nadie lo había hecho independiente.
Deseaba enamorarse y, teniendo la certeza de que un ser
superior lo escuchaba, pedía en sus monólogos matutinos
–parecidos a una letanía– que esa mujer especial
apareciera.
Todas las semanas creaba un modelo distinto a pedido de
Clarisa, una clienta adorable que llegaba junto a un
delicioso aroma de violetas. Nunca habló demasiado con
ella porque su ceguera era la frontera que no lo dejaba
avanzar para continuar una relación sincera.
Con su memoria fresca en imágenes lograba hacer
obeliscos cuya puerta, al abrirse, dejaba escuchar “La
Cumparsita”, Torres Eiffel donde repiqueteaba “La
Marsellesa”, templos hinduistas que recitaban el “Gayatri
Mantra” y llaveros con las “Cuatro estaciones” de Vivaldi.
Así logró una gran clientela de turistas y curiosos que
gastaban fortunas en sus diseños.
Clarisa era una mujer adorable, que coleccionaba cajitas
musicales desde niña. Todas las noches encendía una
distinta para bienestar de sus sueños angélicos… y para
soñar también con ese vendedor tierno, sin nombre, que
14
le hacía cada semana un diseño diferente. “Si no fuera que
voy todas las semanas se olvidaría de mí”, pensaba ella.
En la oscuridad de su cuarto y en el crepúsculo de su vida,
deseaba con todas sus entrañas que ese comerciante
musical la mirara, ya que ella no podría porque era ciega
de nacimiento.
Al fin, el día menos pensado, Clarisa fue a buscar lo que
había encargado.
–Buenas tardes –dijo Clarisa.
–Buenas tardes, señorita. ¿En qué puedo ayudarla? –dijo
Cecilio, entusiasmado ante el aroma de violetas.
–Vengo a buscar la Góndola que le encargué, ¿se acuerda?
–Cómo no recordarla, señorita Clarisa.
–Disculpe la curiosidad, ¿es muy complicado aprender a
hacer esas cajas que le encomiendo?
–Al contrario, a pesar de la tecnología moderna las cajas
musicales llevan el mismo sistema antiguo de los relojes a
cuerda: muelles enrollados, peines musicales y cilindros…
ni tan sencillo ni tan complicado –dijo dichoso de
compartir con ella.
–¿Cómo es su nombre? –preguntó al fin Clarisa.
–¡Qué descortés he sido, aún no me he presentado! Me
llamo Cecilio, mis padres lo eligieron porque nací el 22
de noviembre, el día de la Patrona de la música.
–¿Sabe el significado de su nombre, Cecilio?
–No, no tengo ni idea.
–Dicen que quiere decir ciego –dijo Clarisa.
–Qué infeliz coincidencia, Clarisa, porque después de un
accidente que tuve estoy ciego.
–Yo creería que es una feliz coincidencia, discúlpeme. Soy
ciega de nacimiento y enseño Braille en colegios. Juro que
me hace feliz conocerlo.
Los ojos que no vieron brillaban de alegría al darse cuenta
de que se estaban mirando con el corazón.
15
Campaña de amor
En un barrio de casa altas, vivían dos hermanas que
aunque no eran mellizas eran bastante parecidas… tanto
fue así que los sinsabores de la vida no lograron abatirlas,
sino que lograron hacerlas crecer, cambiando sus miradas
frente a la existencia, abriendo su corazón para ayudar a
la gente a ser feliz.
Un día se propusieron comenzar una campaña… (rara,
pero campaña al fin) y empezaron a escribir unos cartelitos
que fueron entregando de mano en mano a la salida de
los subtes, de los colegios, de los cines y en las plazas
mientras les contaban alguna anécdota a los niños.
Esa misma gente debería hacer diez copias y repartirlas a
las personas de su entorno y así llegarían a más personas.
Pasó que quienes los recibían, lo tomaban con gracia y les
divertía la idea, así fue que comenzaron a adherirse y hacer
más copias de la idea de esas niñas. Al final lograron que
los cartelitos estuvieran pegados en cada poste, en cada
entrada de los departamentos, en cada confitería y en cada
lugar de trabajo. Cada cartelito decía:
“Hoy haré feliz a alguien con mi sonrisa,
Cópialo y pásalo a 10 personas.
Gracias.”
16
El burbujero
Corina vivía con su bisabuela, su madre y seis
hermanos en una casona antigua y acogedora como la
anciana.
Desde niña se había acostumbrado a escuchar hechos
fantásticos, que parecían tan verídicos como mágicos,
de la voz de su bisabuela.
El tiempo había deshilachado la memoria de María Pía
que aún conservaba sus anécdotas como
entretenimiento de los bisnietos (conocía bien el
lenguaje de los niños).
Nadie se asombró cuando un día dijo:
–Necesito que venga Don Crispino, el escribano. Para
dejar asentado con mi puño y letra que le dejo el Cucú
a Corina.
El Cucú era un reloj antiquísimo, alto como un
hombre de pié, y era la reliquia de sus antepasados.
Lo había heredado de Graciana, su madre. Ésta lo había
traído de la casa de su abuela, a quien se lo había
regalado un indio chaqueño el día que ayudó con la
carreta a salvar al anciano de su pueblo, picado por una
yarará. Estos indios eran conocidos por sus artes
mágicas y tenían ese reloj como un objeto muy
preciado por su poderosa conexión con Tata Dios.
María pía tenía 96 años y sabía que pronto se iría al
cielo, por eso quería dejarle ese armatoste bendito a su
amada bisnieta.
17
Sentada en la mecedora le dijo a Corina:
–Cuando haga mi viaje definitivo necesito un favor.
–¿Qué, gran Mama? –dijo cariñosamente la púber.
–Que no te asustes cuando venga el burbujero, porque
saldrá de este reloj.
–¿Qué burbujero? ¿Qué dices?
–Te darás cuenta enseguida porque tiene una misión.
Besó la mejilla sonrosada de la niña y cerrando los ojos
exhaló un suspiro y partió.
Corina dio aviso a su madre y a sus hermanos, luego a
los vecinos y pronto comenzaron los preparativos
funerarios.
Todos sollozaban la pérdida de esa mujer. Algunos
lloraban por otras pérdidas, algunos también lloraban
por otros muertos, dejando lágrimas por toda la casa,
humedeciendo cada rincón como rocío de la mañana.
Esa noche Corina descansaba en la mecedora,
recordando los relatos de su bisabuela.
Cerró los ojos y oró mientras sus lágrimas brotaban…
en eso escuchó una vocecita luminosa que decía:
–Permiso, permiso…
Sobresaltada, se frotó los párpados, no podía creer lo
que veía. Era un hombrecito más parecido a un duende
que a un ser real. Vestía los colores del arco iris: chaleco
violeta, camisa lila, pantalón verde, zapatos
anaranjados, medias amarillas, corbata azul y una galera
colorada que lo hacía parecer un hongo nuevo.
Ajeno al susto que le dio a la niña, le preguntó:
18
–No me recuerdas ¿no?... claro, eras un bebé la última
vez que vine a esta casa. Conocí a María Pía cuando tu
bisabuelo Gregorio subió al cielo y todos reunidos
también lloraban –estirando la mano, en el que llevaba
un vasito alargado de vidrio tomó la última lágrima que
rodaba por la mejilla de Corina.
–Yo soy el burbujero – y, quitándose la galera, le hizo
una reverencia.
–Ah, ¿qué haces? –preguntó la niña, echándose hacia
atrás.
–Te contaré… siéntate, siéntate –ordenó con un gesto.
Cuando un espíritu llega a las puertas del cielo, le
entregamos una vela para que encuentre el camino
hacia Dios. La gente llora a sus seres queridos y sus
lágrimas apagan su candela, allá en el éter.
Entonces vengo yo a la Tierra a reunir esas lágrimas
para transformarlas en burbujas de colores, que
preservan la luz encendida de las velitas.
–¿Y cómo haces cuando no hay cucús? –preguntó
Corina.
–En todas las casas hay un objeto sagrado de conexión
con el cielo –dijo, y pegando un salto repitió.
–Permiso, permiso debo continuar mi trabajo, hay
mucho por hacer… –justo cuando el reloj cucú
marcaba las doce de la noche.
19
El alquimista
Era un pueblo extraño, lleno de peldaños que subían y
bajaban, se entrecruzaban tanto en las casas como en
las veredas. Era como un gran laberinto de escaleras.
“Vaya a saber qué arquitecto ritualista había diseñado
una ciudad tan distinta”, decían en voz alta los
forasteros al pasar por el lugar.
Algunos ancianos con la memoria más limpia contaban
que fue obra de un alquimista que había ido a vivir una
vez a aquel lugar.
Se encerraba en su laboratorio a interpretar sus láminas
mudas, leyéndolas una y otra vez, pasándolas por las
cuatro lecturas, como le había enseñado su maestro. La
lectura del Agua, del Aire, del Fuego y de la Tierra.
Sabía que cada texto sagrado debía despertar su propio
espíritu y trataba de descifrar el misterio de sus crisoles.
En cada alambique buscaba un milagro nuevo de
transformación y experimentaba con todo lo que se
ponía a su paso.
Por eso había en el pueblo perros verdes, que en lugar
de ladrar sonaban como campanas –era gustoso
escucharlos.
20
Vendía perlas rejuvenecedoras que no todos se
animaban a comprarle, aunque él se veía como un
hombre de cien años y decía que cumpliría 302 el año
entrante. También hacía piedras de adorno que
saltaban según el estado de ánimo del dueño; estrellas
que titilaban al compás de los tambores; cometas que
flotaban en el cielo y por las noches emanaban
luciérnagas. Andaba siempre con un cuenco en la
mano, para juntar neblina por la mañana y rocío por
la tarde –explicaba el alquimista.
Se sentaba en la puesta del Sol a conversar con los
pájaros porque decía que ellos le transmitían fórmulas
nuevas que caían cuando aleteaban los ángeles.
La última vez que lo vieron subía por una escalera al
cielo que había armado toda la noche -con escalones
de ascensos espirituales- dijo, “me los gané venciendo
muchas tentaciones y adquiriendo varias virtudes. No
es que sea un devoto empedernido, pero voy a hablar
cara a cara con el ‘barba’”, -musitó- “…porque a las
sombras interiores hay que hacerles un ajuste desde allí
arriba.”
21
Con el paquete de su vida
Un hombre se levantó una mañana, hizo un paquetito
con su vida y se la llevó debajo del brazo. Cansado y
triste, caminó y caminó, hasta que llegó al río, quiso
tirarla allí, pero antes de hacerlo vió un cartel que decía
“Prohibido tirar vidas aquí”.
Entonces siguió su paso, quiso dejarla en un hospital y
una enfermera que lo vió le dijo:
-“Llévese esa vida de aquí, se le llenará de microbios”…
Deambuló por las calles y la iba a tirar en una esquina
junto a la basura y un hombre le dijo:
-Ni se le ocurra tirar su vida aquí, un día quise hacer
lo mismo y recibí una multa enorme.
Prosiguió su camino hasta que encontró una plaza llena
de diversas fragancias que llegaban de distintos
árboles… entonces se sentó debajo de un gran Tilo. Su
aroma lo relajó, puso sus manos en su cara y lloró, lloró
como si nunca hubiera llorado. Desenvolvió el paquete
y miró su vida como si fuera la de un extraño.
22
Entonces el árbol le habló:
-¿Qué llevas en ese paquete?
-Mi vida… he tratado de dejarla hoy en cualquier lado
y fue imposible. Me siento solo, triste; no encuentro
quien me haga feliz ni quien me quiera.
-Te diré una cosa: hace muchísimo tiempo que estoy
aquí y he aprendido que quisiera ser humano. Aprendí
a dar mis frutos, a compartir mi sombra, a estar de pie
frente a todas las inclemencias y a escuchar. Solo tú
puedes hacerte feliz, porque la felicidad está dentro
tuyo, jamás estamos solos, porque existe una energía
Superior llamada Dios que convive con nosotros, y la
tristeza es un estado que se forma como la lluvia por
condensación. ¿Entiendes? Libera tus pensamientos
negativos en otros más bellos, elígelos como si eligieras
una comida… que sean pensamientos de satisfacción.
Desenrolla tu vida, sacúdela y ponle amor, compártela
y encontrarás más de lo que andas buscando.
-Gracias -dijo el hombre, y se levantó para darle al árbol
un abrazo. Se puso la vida y se fue a vivirla plenamente.
23
Pichón del cielo
Rufino era un hombre de pies cansados y zapatos rotos
(con ventilación decía) de tanto andar la calle y la vida,
hacía muchos años que su hogar era la calle y
cualquiera su familia. Dormía casi siempre en el mismo
rincón de una esquina de Leandro N. Alem y a veces
despertaba con otro gringo al lado o algún perro
solitario como él.
Un día, recorriendo los bares para llenar el “buche”,
encontró un jaulón espacioso y casi limpio, donde
acomodó su frazada escasa de lana y su mochila llena
de añoranzas, su plato de lata y unos diarios que
oficiaban de abanico en verano y de calentador en
invierno, (porque los usaba entre la ropa, para solventar
el frío)… como era ya el atardecer, se durmió.
Lo despertó una melodía extrañamente exquisita, que
nunca había escuchado, y se sobresaltó cuando vió a su
lado un ave tan grande como una criatura, con plumas
blancas tupidas (“¡qué pájaro tan extraño!”, pensó).
Envuelta en sus propias alas la criatura cantaba un
llanto melodioso triste, hondo, celestial. La gente
pasaba; como todos los días miraba de reojo y
caminaba rápido, las horas de las oficinas y los bancos
eran pocas para andar mirando a su alrededor, algunos
hasta se tapaban los oídos para no escuchar aquel canto
único y desgarrador.
24
–¿Qué pájaro es, señor? –le preguntó una señora que
llevaba a una niña invidente de la mano.
–No lo sé señora, desde ayer que está aquí casi inmóvil
y le compartí mi pan y ni lo miró.
“A la noche es como si tuviera luz propia ¿me entiende
lo que le digo, señora? Parecida a la luz mala.
–Qué extraña es… –dijo la mujer.
–¿Puedo tocarlo? –dijo la niña de unos diez años.
–Sí –dijo Rufino –, parece mansita.
La niña comenzó a acariciar las alas, las extremidades,
la cabeza y al sentir un calor extraño dijo: “es un ángel,
mamá.”
–¿Un pichón de ángel? –dijo Rufino, asombrado por
el descubrimiento, porque nunca había visto ni siquiera
en fotografía un mensajero celestial. La gente, al oír
esto, comenzó a amontonarse murmurando: “un ángel,
un ángel, se cayó un ángel.”
–¡Cómo me gustaría poder verlo! –dijo la púber sin
dejar de acariciarlo.
Entonces el ángel se incorporó, besó los ojos de
Candela (así se llamaba la niña) y comenzó a batir las
alas. Despacito se desprendió del suelo hacia el celeste
cielo… mientras Candela movía sus manos
despidiéndose y mirando cómo ese ser luminoso se iba.
La mirada del corazón es muchas veces más plena que
los ojos verdaderos.
25
El vendedor de globos
Ezequiel se acomodó en el viejo banco de la plaza, hacía
veinte años que no volvía al barrio. El reloj del parque
que recordaba en su memoria se averió marcando las
once horas, como queriendo detener esos años en un
instante. Aunque había otro pasto y nuevos columpios,
la calesita era la misma sólo que ahora tenía motor.
Añoró los tiempos en que su abuelo lo llevaba
apretando su mano.
El carrusel, cuando a él lo traían, giraba por la tracción
de caballitos; recordó que les vendaban los ojos para
que al dar las vueltas no se marearan –eran casi diez
vueltas.
Mientras, su abuelo conversaba con Don Emilio, que
tenía un tonel de acero y por diez centavos hacía girar
la rueda para obsequiarnos más barquillos, o con
Telmo, que tenía un organillo y por una monedita su
loro sacaba un papelito con la "suerte” del día.
Más allá estaba Alfonso, un hombre solitario,
bondadoso y menudo, a quien poco se le entendía,
pues hablaba un español rudimentario. Será por eso
que sólo lo llamábamos "el globero”.
Todos los días llegaba con sus globos pegados a varillas
y muchas veces lo vimos cómo los armaba para
venderlos; por cinco centavos nos llevábamos ese látex
de color, redondo como melón, golpeándolo todo el
camino a casa. Alfonso trató un día de henchir los
26
globos con otro sistema para que se sostuvieran en el
aire pero, al explotar, la presión lo tiró para atrás –por
suerte– pero prendió fuego el único sillón que tenía.
–Casi me muero, pensé –dijo el globero a media lengua
–, por eso decidí no morirme más –concluyó.
Y todos creímos entender lo que quiso decir.
“Pasaron unos meses y una mañana ventosa vimos a
Alfonso sentarse en este mismo banco”, recordó
Ezequiel. “Comenzó a inflar sus globos con un aparato
que nunca habíamos visto, los más curiosos nos
acercamos a preguntarle qué era.”
–Es un tubo de Helio –contestaba sin mirarnos.
Se notaba que estaba entusiasmado con su "chiche”
nuevo, los iba insuflando y atando con un hilo a la pata
del banco.
A la tercera vuelta de la calesita, volví a mirar a Alfonso,
curioso de ver qué hacía. Para mi sorpresa, había
inflado miles de globos, tantos que a él casi no se lo
veía.
–Abuelo, mira allá –le grité para que observara el
fenómeno.
El globero había agarrado todos los hilos porque se
disponía a caminar hasta el medio de la plaza. Todos
quedamos anonadados cuando vimos que Alfonso iba
tomando altura sobre los árboles, sin respetar siquiera
el semáforo que se había puesto en rojo.
27
La ventana
Tomasa era una mujer de 82 años que vivía sola (desde
que enviudó). Como se casó a los 55 años no tuvo hijos y
carecía ya de familia.
Vivía de la pensión del difunto y de su jubilación, en una
casa antigua de las llamadas “chorizo” porque las
habitaciones se comunicaban por una puerta interna
además de una externa.
Su vida transcurría mirando por la ventana que tenía dos
postigos y daba a una calle no muy transitada, aunque eso
a ella la tenía sin cuidado porque le encantaba observar a
los vecinos.
Se levantaba bien temprano, se preparaba el mate junto
con unos grisines y se afianzaba frente al vidrio para ver el
movimiento cotidiano, pues nada era más importante que
observar cómo Vicente arreglaba los autos o en dónde
entregaba Omar los sifones.
Tanto era así que una mañana no se dio cuenta de que el
desabillé comenzó a prenderse fuego por acercarse tanto a
la estufa de kerosene.
–Socorro, socorro –gritaba desesperada mientras intentaba
desabotonar la ropa con los dedos deformados por la
artrosis.
28
Vicente, al oír los gritos, corrió, golpeando la ventana justo
a tiempo para saltar sobre la anciana y apagarle el fuego
haciéndola rodar por el suelo.
–Gracias a Dios, Vicente –dijo Tomasa sin salir del susto.
Apenas se había quemado un poco las rodillas. La peor
parte se la llevó el vecino que al apagarla se quemó las
manos y tenía que volver a trabajar.
–No es nada, Tomasa, la próxima vez tenga más cuidado.
Otro día, Tomasa estaba preparando unos fideos y
mientras esperaba que se cocinaran se fue a mirar por la
ventana. Tarde se acordó de la comida, porque el agua
hirvió y apagó el fuego, pero el gas siguió saliendo…
cuando ella regresó a la cocina, vió el fuego apagado,
encendió el fósforo y… PUM. No sólo explotó la cocina,
sino que la presión la tiró para atrás y se rompió tres
costillas.
Los vecinos llamaron a los bomberos al sentir la explosión,
rompieron la puerta, inundaron la casa de agua pero
salvaron sólo la mitad de ella.
Todos comenzaron a preocuparse por la pobre vieja,
dándose cuenta, que no sólo era un peligro para ellos
(puesto que sus casas eran lindantes), sino para ella
misma…
“¿Cómo hacer para alejarla de la ventana?”, se
preguntaban. Nadie se imaginaba que el incentivo de esa
29
extraña mujer para levantarse todas las mañanas era la
ventana… por esa abertura entraba la vida y la energía a
sus poros, mirando a los chicos que pasaban para ir al
colegio o sintiendo gritar los domingos los goles del club
de la vuelta… o cuando el cura, después de la misa, pasaba
y le santiguaba una bendición. Ella se sentía segura y
acompañada a través de los cristales.
Tita le hacía las compras, porque la última vez que había
caminado una cuadra y media hasta el almacén se perdió,
tardó dos horas para reconocer su casa y sólo lo hizo al ver
su preciada ventana.
El sábado a la noche quedó el postigo abierto, era
verano… ¿quién no duerme en esa época del año con las
ventanas abiertas?
Entraron dos muchachos vaya a saber con qué intención,
porque todos sabían que Tomasa vivía sola. Los vecinos
esperaron que se asomara el Domingo. Cuando pasó la
murga con bombos y platillos la anciana no apareció,
entonces fueron a verla y la encontraron sentada tras la
ventana, unos dicen que se murió de un susto y, otros…
de alegría.
30
El roperito
Dorita tenía seis años y sus juegos solitarios nunca
fueron comprendidos por los adultos, que la creían
“rara”.
Muchas horas pasaba en la escuela de doble escolaridad
porque su madre trabajaba, de día en un restorante y
muchas noches de cajera en un boliche, de esos que
pasaban música y en los que la gente adulta se juntaba
para bailar y conocerse (así se lo habían explicado).
“Yo voy a ser como mi mamá cuando sea grande”, se
decía Norita.
La niña encontraba, a pesar del cansancio, un
momento para jugar.
Abría el roperito de dos puertas, con espejos clavados
en ambos interiores y, cerrando las puertas, se sentaba
adentro, jugaba a oscuras, sólo con la mirada
memoriosa de lo que allí se encontraba.
Se probaba uno por uno los zapatos de taco y punta
fina de su madre. Los sacos colgados allí, eran grandes
para sus juegos, pero olían a ella (todo olía a su dulce
perfume).
31
A veces se animaba a entornar una de las aberturas y se
observaba con los pies desnudos en esos enormes
zapatos que parecían ideales para ella, se colgaba
algunos de los collares de finas perlas que su madre
guardaba en un cofre y algún sombrero delicado que
tenía una ínfima pluma de adorno.
Para Norita aquel vetusto y gastado roperito era estar
en Hollywood, porque su madre no tenía tiempo para
compartir con su hija aquellos juegos.
Por eso el “tío” Millán cuidaba de la niña –tampoco
era su tío, solo un antiguo amigo de su madre que
ayudaba con su jubilación y a cambio obtenía una
familia postiza, cuidando a Norita como si fuera su
propia nieta, porque ya no tenía edad para ser padre,
sino abuelo.
Millán le llevaba la merienda, muchas veces haciendo
que jugaba con ella, sabiendo que la niña se sentía a
gusto, con la presencia “etérea” en las ropas de su
madre. Daba golpecitos en la puerta y le decía:
–Señora, su merienda está servida.
–Pase, pase –decía Norita, divertida.
Y él le dejaba la bandeja con la chocolatada y las
tostaditas crujientes.
32
Ella comía a oscuras porque ese lugar tenía luz propia
para ella.
Nadie podía imaginar que la niña extrañaba menos los
arrumacos acariciando las sedas y los sacones de piel de
su madre.
Un día, la vecina del cuarto piso le preguntó:
–¿Qué vas a hacer cuando seas grande, Norita?
–Voy a ser como mi mamá –dijo la niña sonriente.
–¿Y cómo es tu mamá? –preguntó curiosa la vecina,
que siempre veía a la niña de la mano de su tío.
Norita pensó uno, dos y hasta tres minutos… y nada
supo decir de su madre.
–Mi madre huele muy bien –dijo al fin, la niña
satisfecha.
Y en ese instante, se abrió su roperito mental y no halló
aún la apariencia de su madre, sólo objetos y prendas
queridas que siempre acariciaba. Agarró bien fuerte la
mano enorme de su tío, como si hubiese tirado un
ancla… y desde ese momento decidió que cuando fuera
grande iba a ser ella misma.
33
No todos comen lo mismo
Cuando Lidia llegó al neuropsiquiátrico llevaba un
traje, con un pantalón y casaca verde, una camisa
blanca que dejaba ver su cuello blanco y su crucifijo.
Algo despeinada porque el corte de cabello que le
habían hecho era difícil de peinar por su pelo crespo.
Caminaba lento y algo encorvada –denotando cierta
timidez– la cabeza inclinada a un costado y de allí
observaba con sus ojos grandes y saltones. Sobre un
hombro colgaba una mochila, donde llevaba sus
pertenencias… pocas, ya que siempre andaba con la
misma ropa. Sólo una caja de zapatos, cerrada con una
cinta por un costado, llamaba la curiosidad de
cualquiera. Era como un monedero que siempre
llevaba con ella, debajo del brazo izquierdo.
Nadie podía saber qué había dentro de esa caja, hasta
que un día una enfermera quiso mirar y Lidia no solo
ensordeció a toda la comunidad, sino que nos dimos
cuenta de la gravedad de su patología.
“Histeria”, decían los médicos. Lidia era histérica desde
los doce años, cuando había tenido su primer cambio
hormonal, y si estaba medicada no tenía “arranques”.
“Es un problema ovárico”, le habían dicho una vez a
su madre y desde que ella murió, Lidia deambulaba de
hospital en hospital.
–¿Qué llevas en la caja? –preguntó otra interna.
–A sueco –dijo tajante Lidia.
Lidia salía al parque con la caja debajo del brazo y, si
no había nadie a su alrededor, levantaba la tapa y
34
conversaba con lo que llevaba adentro… ya no era raro
verla de lejos hablándole a su caja. Aunque era lo
menos llamativo de todo lo que se veía en el
psiquiátrico.
–¿Puedo hacerle una pregunta? –me dijo una vez.
–Sí, ¿qué necesitás Lidia?
–¿Todavía está la cocinera japonesa? –me preguntó en
voz muy bajita; ella hablaba siempre en un susurro.
–Por supuesto, ella es la que prepara esas comidas ricas
–dije sonriente. Y me conmovió su tristeza, era evidente
que allí tenía un problema.
–¿Pasa algo Lidia? Puedes contarme lo que sea –dije en
tono de confidencia.
–No, gracias.
Agarró su caja y dando media vuelta se fue.
Todas las actividades eran realizadas con su dichosa
caja, tanto era así que a veces, en las charlas grupales,
le ponían una silla al lado para que la apoyara y no le
transpiraran tanto las manos.
El día que pintaron las habitaciones, los pintores iban
sacando las camas y los roperitos, y en un descuido por
su parsimonia al ponerse las medias… comenzó a gritar
como carnero degollado y todos salieron corriendo a
ver qué sucedía.
–¿Qué pasó Lidia? –le preguntamos.
–Sueco, no encuentro mi caja, señora –decía llorando
y caminando de un lado a otro, más rápido que de
costumbre. A un costado de la habitación vió la caja y
la agarró y besándola se la llevó al parque.
Una mañana, le traje una caja nueva de zapatos porque
la que ella tenía se estaba desarmando por las
35
mojaduras y vapores del baño, ya que cuando se bañaba
la caja debía quedar a la vista.
La busqué por todos lados y Lidia no aparecía, hasta
que la vi arrodillada a un costado del jardín junto a los
geranios.
Estaba toda embarrada, haciendo un pozo con las dos
manos.
–¿Qué hacés Lidia? ¡Te estás llenando de barro! –dije
pasmada.
–Del barro somos y a él volvemos –dijo sin inmutarse
y sin mirarme.
–Es cierto, vamos a buscar una palita si querés sembrar
–dije tomándola de un brazo.
–No quiero sembrar, se murió Sueco.
Y ahí vi sus ojos enrojecidos por el llanto.
–¿El zapato? –pregunté intrigada.
–¿Cómo se va a morir un zapato, señorita? A veces
tengo dudas si vos sos doctora o paciente –dijo enojada,
señalándome la caja de zapatos, ahora abierta.
Miré adentro y vi una tortuga mediana.
–¿Una tortuga llevabas en la caja, Lidia?
–No, doctora, un tortugo, se llamaba Sueco, no Sueca.
–¿Y estaba vivo? –insistí.
–Más bien, si no cómo va a morirse, doc… ¿sos tonta
vos? –me repitió.
Y me reí sin gracia por la absurda conversación.
–¿Y por qué no la dejabas caminar por el parque en
todo este tiempo?
–Porque una vez me dijeron que los japoneses comen
sopa de tortuga y la cocinera sigue allí. Vos sí que no
prestas atención –concluyó.
36
Veneno natural
Marcelino se mudó a una casa con un gran terreno, se
enamoró de ese espacio de tierra árido ideal para
plantar sus flores y realizar su soñada huerta. Vivía más
en el patio en contacto con la tierra que con las
baldosas. Sentía que la ansiedad de su vida -aunque no
parecía ansioso- era esperar a que crezcan las plantas.
Descubría en ellas los detalles más delicados: si las había
mordido una hormiga o una babosa, que clase de
pulgón tenía o si asomaba un pimpollo. Muchas tardes
se sentaba a tomar mate para embelesarse con su obra,
festejaba cada vez que una abeja se posaba en una flor
porque la polinizaba.
Estudiaba los fascículos aprendiendo como cultivar sus
flores, atento a los cambios de la Luna para sembrar sus
hortalizas, como una madre cuidaba la alimentación de
la Tierra, la fertilizaba con abono casero (que preparaba
en un hoyo al costado del Pino).
Ese árbol era el culpable de sus noches de insomnio,
porque la acidez que le daba a la tierra la combatía con
37
artilugios naturales, poniendo cáscaras de huevo o
picando caracoles que le habían regalado, ya que
siempre iba al ritmo de la naturaleza.
Un día lluvioso, mirando su huerta a través del
ventanal, vio su reflejo atractivo en el vidrio y reparó
en el tiempo que hacía que no lo llamaban los amigos,
ni las chicas. “¿Qué habrá pasado?” -se preguntó-. Ya
no lo invitaban como antes, su vida social era casi nula.
A veces hasta en el colectivo o en los negocios se sentía
discriminado, se apartaban de él con una mirada
ofensiva… “la gente es rara” -se decía-.
El día que se despertó mejor de su antiguo mal -una
rinitis alérgica que le hacía perder el olfato- se percató
de un olor fuerte y repugnante… ¡puaj! Se levantó de
un salto y comenzó a olisquear su ropa, el baño, la
cocina, las manos. De pronto se iluminó… la gente se
comenzó a alejar de él desde que hacía el veneno
natural para su huerta y le había quedado impregnado
en sus manos un espantoso olor a ajo.
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Buscador de princesa
En un fantástico pueblo de la antigüedad, vivía un
príncipe llamado Antelo, que deseaba con todas sus
ansias casarse y a pesar de todos sus esfuerzos,
celebrando fiestas, reuniones y visitas a otros pueblos,
no encontraba a la mujer con quien él soñaba.
Antelo era realmente un príncipe de cuentos: bello, de
porte atlético y ojos azules como el mismo cielo.
Hablaba griego y latín a la perfección, tenía modales
exquisitos y su castillo era el lugar donde todas las
mujeres que lo conocían o habían escuchado de su
fama de “buscador de princesa” deseaban vivir.
Tres años le llevó la búsqueda, hasta que llegó a sus
oídos que a dos días de viaje en carroza vivía la princesa
Melody.
Ella era la mujer más hermosa, refinada, alegre y
optimista de varios kilómetros a la redonda… cocinaba
cosas deliciosas que compartía con quienes se acercaban
al palacio, dibujaba y trabajaba con arcilla para los
niños más pobres y hacía descansar a todos por las
tardes con dulces melodías en el arpa.
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Pero sólo se casaría con un hombre que hablara hebreo
(como ella), ya que le encantaba la charla amena y era
conversadora. También debería tocar algún
instrumento para acompañarla… (de otra manera no
conocería a nadie).
Fue así que Antelo se propuso estudiar aquel idioma y
practicar con todo su talento distintos instrumentos,
pero sólo pudo tocar algo parecido a una armónica, ya
que no había en aquel pueblo quien le enseñara.
Casi un año le llevó poder conversar más o menos en
hebreo… entonces hizo los preparativos para
emprender el dichoso viaje e ir a conocer a Melody, la
imaginaba desde hace tanto tiempo que sentía que ya
la conocía. Escuchaba tanto hablar de ella, que deseaba
con todas sus ansias matrimoniarla.
Al llegar junto a sus lacayos, lo recibió Anna, la
doncella que acompañaba a la princesa, lo invitó a pasar
y a sentarse en un acogedor sillón de gobelino.
Satisfecho y convencido de seducirla, esperó con los
jazmines apretados en sus manos.
Se abrió la puerta y entró Melody, caminando con la
gracia de la bailarina en sus zapatitos de ballet; su
vestido al talle de tules sobrepuestos le daba un porte
40
de niña, sus piernas cortas, sus curvas y sus pechos
redondos, su sonrisa resplandeciente con sus ojos
alegres y su boca insinuante; traía en sus manitos una
bandeja de galletitas de coco y jengibre horneadas por
ella. Era tan atrayente, carismática, tan pequeñita,
menuda, chiquita, era tan… era enana.
“¿Cómo nadie le dijo que la princesa era enana?”,
pensó. Todas las imágenes pasaban por su mente
vertiginosamente. “¿Qué dirían las mujeres que había
rechazado? ¿La aceptaría su madre? ¿Qué diría su
hermano que tantas veces se burlaba de su corazón
idealista?
Antelo quedó entre absorto y sorprendido, su corazón
decía una cosa y su cabeza hablaba otro idioma.
La princesa se sentó muy amorosa y comenzó a platicar
con alegría, confiando en él sus proyectos, sus gustos,
sus deseos, compartiendo sus anhelos y escuchando los
de él… y fue tan fuerte el amor que se despertó entre
ellos que el príncipe vió realmente a la mujer soñada
en ella. Se borraron las barreras prejuiciosas para darle
paso a la felicidad y al verdadero amor.
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Cumplir un sueño I y II
Era un país muy frío donde todo estaba cubierto de
nieve, los sueños eran muy blancos, siempre bien
abrigados, los niños salían a patinar y a realizar
muñecos de nieve.
Ese año, como otros años, comenzó a llegar gente de
distintos lugares para esquiar… conversaban sobre los
veranos en la playa, jugando con la arena y el olor a sal.
Con tanta energía la describían que a él se le
despertaron las ganas de conocer ese lugar, no quería
sólo imaginar, necesitaba presenciarlo, deambularlo,
sentir por una única vez los rayos de sol, la arena…
“aunque sea lo último que haga”, se dijo.
Con las ganas contenidas y las imágenes de impulso,
comenzó a caminar lentamente hacia donde creía que
quedaba el mar. Caminó, caminó días enteros… hasta
que el calor hizo lo suyo, ¡pobre muñeco de nieve!
*********
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El muñeco de nieve estaba feliz, exultante de disfrutar
el sol, de ver el mar y oler ese aroma tan particular, que
no se dio cuenta de que comenzaba a derretirse. Lejos
de sentir miedo, miró al cielo y oró.
El mozo del restaurante, quien lo observaba entre
asombrado y maravillado, lo vió tan hermoso con su
nariz de zanahoria y su bufanda roja tejida (la cual le
recordó a su abuela)… que corrió y lo cubrió de sal.
Hoy decora el interior del shopping y cada Navidad
miles de niños se fotografían con él porque tiene
plasmada en su cara la alegría.
43
Cambiar la actitud
Cada dos meses Vilma, puntualmente, separaba de su
humilde sueldo dinero que destinaba para ir a ver a la
vidente.
Viajaba casi una hora y media hacia Avellaneda, un
lugar en la Provincia de Buenos Aires. Este hecho lo
consideraba un alimento para el alma, aunque siempre
iba armada de la misma pregunta.
Esta vez no sólo llevaba una novela para distraer la
espera, si no también los restos de la vela que la mujer
le había dicho que lleve, envuelta en un papel de diario
para que ella la interpretara.
Caminó las tres cuadras de tierra y empujó la tranca de
madera. El pasillo era largo y al final estaba el patio,
donde estaban dispuestas como para un baile las sillas
destartaladas de mimbre y algunas de madera.
Distintas plantas adornaban el lugar silencioso, a pesar
de hallarse tanta gente a la espera de su turno “es por
orden de llegaba” le habían dicho la primera vez. A
veces esperaba hasta dos horas hasta poder ver a la
mujer.
Teodosia atendía de lunes a viernes, siempre después
de la una de la tarde, tenía más clientela que un
consultorio médico. Era vidente de nacimiento.
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Cuando era solo una niña, ese don le asustaba un poco,
luego su madre le enseñó a manejarlo para ayudar a los
demás y ganarse la vida.
Sabía que para tener el ambiente “limpio” debía
sahumerear todas las mañanas y las tardes, para
remover las malas energías. Disponía el ambiente para
trabajar encendiendo dos carboncitos donde rociaba
incienso y estoraque, le ponía también una cucharadita
de café, azúcar y yerba para la abundancia, decía.
Ponía un vaso de agua en cada habitación, para que se
asienten las malas vibras. Extendía su paño colorado
con una estrella de David en el centro (que
representaba al hombre en la Tierra) y repetía como
una oración al universo… “Así como es arriba es abajo,
así como es adentro es afuera, amén”.
Batía bien el mazo y le tiraba el Tarot a la gente y
acertaba siempre. Porque en realidad tenía el don de
ver el aura de las personas -esa energía que rodea al
cuerpo-.
Las cartas eran un “soporte”, en realidad no las
necesitaba. Ella podía ver el pasado, el presente y el
futuro al observar a la persona. Pero si lo decía
abiertamente, no iba a poder andar por la calle
tranquila como andaba. La gente la respetaba… a pesar
de que por lo bajo la llamaban la bruja. Como había
45
aprendido a “ver” el bien y el mal de las personas como
un camino de crecimiento y evolución, aprendió a
callarse, porque no todos estaban preparados para oír
las verdades.
No cobraba mucho -para que todos pudieran acceder
a la consulta- y así podía ayudar a sus cuatro hijos.
Gracias a “la Elvia”, la mayor de sus hijas, que había
estudiado antropología, conoció un libro que se
llamada Edda mayor. Allí se narraban historias de los
celtas y los vikingos… y así conoció las runas. Eran
símbolos grabados en maderitas que se interpretaban
como las cartas y también servían de amuletos para la
protección.
Teodosia sabía que todo estaba en el interior de la
persona y que no eran necesarias esas cosas, por eso las
regalaba y la gente se iba contenta. Siempre le daba
prioridad a los que llegaban por el empacho o la
culebrilla porque eran enviados por los médicos del
hospital zonal, a esos ni les cobraba… por compasión.
Vilma quería saber que podía hacer para conquistar a
una persona.
La primera vez la mujer le había enseñado a meditar y
a visualizar al hombre deseado graba en éter, le había
dicho.
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La segunda vez le dijo que se haga baños con ruda, unas
rodajas de limón y romero, para cambiar la energía.
La tercera vez le dio una vela de miel y debía encenderla
nueve días unos minutos hasta que el último día la
dejara consumirse. Y que se repita la pregunta porque
todas las respuestas están dentro de uno.
Esta era la cuarta vez que volvía a la casa de Teodosia,
después de esperar casi dos horas otra vez. Le tocó el
turno y todavía tenía en sus oídos el canto del canario
vecino.
La mujer la observó sin mediar ninguna palabra, y vaya
a saber si por aburrimiento o sensatez, le dijo a Vilma:
-Las personas somos como imanes que atraemos lo que
pensamos. Desde la primera vez que viniste, me
preguntas sobre cómo conquistar a alguien. No sales,
esquivas las reuniones, no tienes ni te haces amigos, en
tu trabajo no te sociabilizas... Lo que vale, hija, es la
actitud. Si quieres conquistar a alguien, vístete con tu
mejor sonrisa, y ve a enfrentar el mundo… con actitud
ganadora conquistarás el mundo.
Ésa fue la última vez que visitó a la vidente.
47
La sonámbula
Adri tenía once años, era ansiosa, inquieta y con mucha
suerte, parecía protegida por un ángel, que
aparentemente tenía mucho trabajo con la niña,
porque era sonámbula.
Eso le decía su madre al referirse a ella, como si esto
que le pasaba fuera un designio del cielo o una
enfermedad incómoda…
“¿Qué querrá decir sonámbula?”, se preguntaba.
Entonces la niña buscó la palabra en un libro que tenía:
“dícese de la persona que padece sueño anormal,
durante el cual se levanta, habla y al despertar no
recuerda ninguno de sus actos”… y realmente no
recordaba nada de nada. A veces tenía como una vaga
remembranza , como si lo hubiese soñado, pero su
madre, enojada, aseguraba la realidad. Sin embargo, se
lo contaba a la mañana:
–Anoche abriste la puerta del departamento, llamaste
el ascensor y te pregunté adónde ibas… al baño, me
contestaste. Bajaste en el ascensor y al ver que la puerta
de calle estaba cerraba volviste y te acostaste. Sos un
peligro, qué suerte que no te apretaste los dedos en el
ascensor y que la puerta de calle te obligó a volver, si
no quién sabe adónde irías.
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–No lo recuerdo –dije, y hasta pensé que hablaba de
otra persona, quizá lo había soñado, ¿cómo iba a hacer
eso?, ¡qué ocurrencia!
Raro fue cuando comencé a verme más rellenita de
cara, de piernas y empecé la dieta a “raja tabla” pero no
pude bajar ni un gramo.
Estaba sentada a la mesa dispuesta a almorzar con mi
mamá. Cuando dejé la miga de pan de la hamburguesa,
mi madre me gritó:
–¡¿Qué hacés?!
–No voy a comer la miga porque me engorda.
–¡Dejáte de joder con ese régimen ridículo que hacés!
Después te levantás y comés tostadas –dijo indignada.
–¿Qué decís?
–Anoche me levanté a las tres de la madrugada, por el
olor a las tostadas, fui a la cocina y te estabas haciendo
también una chocolatada. Te pregunté si eso no te
engordaba, ya que veo que de día te morís de hambre,
y sin pestañear levantaste un hombro y me dijiste
“¿Y…?” así que me fui a acostar, no voy a perder mi
tiempo discutiendo contigo a esa hora –dijo.
–Má, estoy a dieta. ¿Cómo me voy a levantar a comer
y no me voy a acordar de nada? ¿ Y no me quemé? ¿Vos
soñaste? –dije casi ofendida.
–Lo que pasa es que sos sonámbula…
Y yo me quedé pensando, porque era como decirme
extraterrestre, rara, enferma o qué sé yo… pero para
49
mí yo no era así, y encima no podía hacer nada en ese
estado de inconsciencia.
Al otro día mi mamá fue a consultar a un médico.
–Sáquele la alfombra, señora, pero no la asuste ni la
despierte, porque la puede dejar tonta –dijo el
facultativo.
Ella sacó la alfombra, pero Adriana no se despertó. Se
levantó y se fue otra vez al pasillo del departamento.
Como allí no estaba el ascensor volvió a cerrar la puerta
y se acostó.
Su madre, que se desvelaba cada vez que oía ruidos de
noche, la espió y se dio cuenta de que lo de la alfombra
era absurdo porque Adri no sólo bajaba del otro lado
de la cama sino que dormía con medias, entonces
nunca iba a despertarse al sentir el piso frío como creía
el Doctor.
Al otro día la madre le ordenó: “antes de irte a acostar,
quitate las medias.”
–¿Para qué? Tengo frío en los pies –dije casi rogando.
–Ya lo sabrás. Hacelo sólo por hoy, Adri, sé buena –
agregó.
Y yo obedecí. A partir de ese día cada vez que sentía el
piso frío me despertaba… así me curé de ese aspecto
“raro” que me mantenía despierta de noche y dormida
de día… tonta, como dijo el Doctor, no quedé…
aunque hay algunas dudas en este punto.
50
Dedico mis cuentos a
todo ser humano
mayor de 7
y menor de 107
(sin excepciones)
51
Vista panorámica del autor:
Autobiografía no autorizada de mí
Estoy hecha con los hábitos de un pulpo (no pulposa),
con un charco pantanoso en la sesera,
con auroras infernales en mis ganas,
con eternas pasiones a deshora.
Estoy hecha de manteca derretida,
de amapolas incrustadas en los ojos
y de antojos de avioncitos voladores.
Estoy hecha punta-lengua-poesía,
de escoriática memoria adormecida,
corazón con agujero y sin calzones.
Estoy hecha de experiencias muy peludas,
de evidente adicción a la locura
y de-ma-gogia en de-ma-sía.
Estoy hecha sin bolsillos, mucho menos billetera
y de bolsas de residuos que se llenan.
Estoy hecha con dos manos a la izquierda,
la derecha es contramano (¡sí, señor!).
De los restos de algún genio a mí me hicieron,
de un sueñito volador, nada rastrero,
de un tornillo incrustado en este suelo.
No estoy hecha de la letra "a" de “as”,
mucho menos de la letra "b" de “buena”.
Estoy hecha de la zeta de “zurcida“o la "f" de
“flashera”…
(…eso dicen malas lenguas)
Andrea
52
Las puertas que no se abren
¡La cuestión es mirar con atención!
Por ejemplo, desde acá veo la puerta adornada con las
huellas testimoniales de varios intentos desesperados de
mis mascotas por liberarse. Son las dos cosas que le dan
identidad a mi puerta: el color verde de no-puerta y los
grafitis oscuros, ilegibles, de mis tres perros
claustrofóbicos.
Seguramente, si la cerradura pudiera hablar, me
contaría entretenidísimas historias, sobre todo acerca
de uno de los anteriores dueños de la casa, prófugo de
una camisa de fuerza muy merecida. Todavía nos espía,
en diagonal, con las manos sobre el pecho en función
de escudo, las palmas mirando al frente, nervioso.
Sé que está ideando malévolos planes de
recolonización. Él quiere todo lo que no respire más
acá de esta puerta verde, pero es ella la encargada de
hacer el trabajo sucio, la que no está dispuesta a abrirse
para dejarlo entrar e izar la bandera que lo proclame de
nuevo propietario.
53
“Propietario” ¡Qué palabra brillante! “Propietario”
suena casi casi como “doctor” y sucede que, si las
adquisiciones del susodicho son muchas más de las que
le entran en los bolsillos, el propietario en cuestión
crece y se eleva más y más y desde la altura le es
sumamente fácil estudiar los próximos terrenos a
colonizar.
En el fondo, estoy segura que quiere obtener el premio
nobel a la propietariedad. Es la puerta la que se lo
impide, la puerta verde que no se abre, que no lo deja
entrar, la misma puerta verde que no permite a mis tres
claustrofóbicas mascotas recuperar su libertad.
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Tarde, pero seguro
¡La cuestión era decidirse! Una patada a la silla, una
sombra momentánea, un pequeñísimo vértigo….
luego, la luz, el oxígeno inmenso y un precioso renacer.
Pero hacía cuatro horas estaba allí, con sus piernas
cansadas y la mente ofuscada de tanto pensar.
Como de costumbre, atascada en la eterna indecisión:
que sí… que no… que sí… que no…. mientras tanto
el estómago y los intestinos se habían unido y
enmarañado de tal manera que cabían dentro de una
pelota de ping-pong… en las sienes, dos relojes cucú
no paraban de dar la hora indicada.
El corazón, despojado de sordina, avisaba de su
excitación a todo el vecindario…
Y su piel era la piel de una gallina.
Había calculado con anticipación los movimientos y
ahora, que las condiciones eran tan propicias… ¡su
cobardía!
Por las venas le corría la sangre con toda la adrenalina,
como si estuviera en una montaña rusa.
55
Ella, en cambio, se sentía de viaje en el tren fantasma:
los ojos apretados un segundo y, al siguiente,
desorbitadamente abiertos, como si buscara divisar
China desde donde estaba… ¡un cuadro patético, que
imaginaba aun cuando no podía verse!
Al cabo de este tiempo, con las piernas acalambradas,
completamente agotada, trató de pensar cuál era el
motivo que la tenía parada en aquella silla con una soga
en su cuello. Pero nada podía recordar que diera
sentido a tal situación…¡qué tontería!
¡¡¡La vida entonces cobró de nuevo sentido!!! Sonrió,
estaba lista para perdonarse.
De pronto, un tambaleo. Miró hacia abajo, recordó la
voz de su marido decir veinte veces, cada mañana, antes
de irse a su trabajo:
–¡No te olvides de llamar al carpintero, que a esta silla
se le quiebra la pata en cualquier momento!… ¡¡¡y tenía
razón!!!
56
Entrar y salir
Libia tenía la certeza de que todo se reducía a entrar y
salir, ningún otro conocimiento le resultaba más
importante y útil que ése. Después de todo es fácil
comprobar su teoría, todo el que nace, por ejemplo,
entra en la vida y luego de su estadía, larga o corta,
según el Ser Superior disponga, muere, saliendo así de
ella; ése es solo el ejemplo más abarcador de todos los
“entrares y salires” de los que somos parte, podríamos
nombrar un sinnúmero de casos más pero al
ejemplificarlos estaríamos tratando de incapaz al lector
y no es la intención.
Libia se zambulló en aquel libro con el plan de salir de
él en una semana, eso dedicando considerable cantidad
de tiempo a la lectura, ya que se trataba de un volumen
de numerosas páginas.
Los tres primeros días avanzó con rapidez y no mucho
entusiasmo, incluso algún que otro párrafo lo leyó con
su mente totalmente abstraída en asuntos ajenos al
contenido del libro, pero al llegar al capítulo siete, el
título atrajo su atención de un modo particular.
“Podría suceder que ya nunca salgas de aquí”... así se
llamaba esa sección. ¡Era imposible y, además,
completamente fuera de lugar lo que insinuaba, dada
57
la temática del libro en cuestión! ¿Podría no salir de
dónde? ¿A qué se refería?... La cosa es que Libia se
concentró como no lo había hecho hasta el momento
para descubrir el porqué de semejante advertencia en
un manual de Química.
Inmediatamente comenzada la lectura de este singular
capítulo, sintió una extraña presión sobre su piel, como
si alguien le pusiera una maya de nylon que cubriera
enteramente su cuerpo, de la punta de los pies a la
punta de la cabeza. No era una sensación dolorosa pero
sí molesta, especialmente para Libia, que por sobre
todas las cosas era libre. De todas formas continuó la
lectura, un poco porque era la mejor opción si quería
rendir el examen satisfactoriamente, pero más que nada
porque sentía que algo debía descubrir en ese libro que
excedería la intención pedagógica del mismo.
El capítulo siete constaba de treinta páginas muy
nutridas en símbolos, definiciones y fórmulas. Cada
página tenía, además del texto principal, una o dos
pestañas laterales que informaban sobre autores, su
vida, descubrimientos y obra. Estas pestañas estaban
resaltadas con colores llamativos. Habitualmente Libia
se concentraba en el texto central, pero en este caso sus
ojos la llevaban una y otra vez a los lados de la página
y, al hacerlo, sentía un vértigo como si estuviera a
58
punto de caer entre las letras o a la mismísima
profundidad más allá de ellas.
Después de largas horas de lectura, la joven decidió
descansar y continuar al día siguiente, repasó lo leído
convencida de estar a punto de terminar tan
complicado capítulo, pero se sorprendió al darse cuenta
de que había avanzado apenas cuatro páginas... la
presión en su cuerpo continuaba y a esta sensación se
le sumó un dolor insoportable en su mano derecha al
dejar sobre la biblioteca aquel volumen. Se fue a
descansar, o al menos eso era lo planeado, pues poco
pudo dormir; soñaba estar nadando en un mar de letras
y escuchaba una voz grave recitar las fórmulas y repetir
una y otra vez las definiciones. Se despertó a las dos
horas con sudores de fiebre y un dolor tremendo en
ambas muñecas, se dio una ducha y decidió aprovechar
el tiempo de insomnio para avanzar en la lectura. Al
instante que tomó el libro los dolores en sus muñecas
cesaron, pero Libia creyó (y en poco tiempo confirmó)
haber perdido todo poder sobre sus manos que se
movían como con vida propia, la llevaban de acá para
allá por entre la hojas y sus ojos se desviaban hacia
alguna pestaña y engullían la información por encima
de la voluntad de Libia. En pocos días el manual de
Química había adquirido total y completo dominio
59
sobre Libia, llevando a la pobre con él a todas partes.
Es obvio que el examen lo hubiera aprobado con la
mejor nota si no fuera porque jamás pudo pasar en su
lectura del séptimo capítulo. De todas formas, a esta
altura no le importaba mucho a la pobre joven tal
asunto, más bien se concentraba en encontrar la
fórmula para recuperar de nuevo la libertad.
Sus noches se habían convertido en ciclos de
conferencias con los grandes químicos de todos los
tiempos. Lo peor era que después de escucharlos a cada
uno recitar sus nuevos descubrimientos, estos le daban
el tiempo para que ella hiciera lo mismo, exacto punto
del sueño en el que se despertaba con gran agitación.
Así, sobresaltada, se levantó esa mañana y decidió por
fin pedir ayuda. Se vistió, nerviosa y cansada, y se
dirigió a la cocina donde cada mañana su madre
amasaba el pan del día y algún pastel dulce para la
merienda, sin embargo, esa mañana no estaba. En su
lugar, la vecina preparaba un desayuno que consistía
en tostadas, queso y mermelada.
–Buen día, Amelia –dijo Libia, extrañada –¿dónde está
mamá? ¿le pasó algo?
–No, pero sabés lo ocupada que está con esta nueva
investigación, por eso me ofrecí a prepararte el
desayuno.
60
–Gracias –respondió extrañada Libia.
–Faltaba más, ¡con lo que los quiero a ustedes!
¿De qué nueva investigación hablaba Amelia?
Interiormente se reprochó haber estado demasiado
absorta en sus propios asuntos, ya que supuso se había
perdido de algo importante, su madre nunca investigó
más que recetas culinarias, ¿tal vez se trataba de algo de
eso? Antes de volver a preguntar, Amelia le dijo que
podría encontrarla en el taller, señalándole el garaje.
Cuando entró al viejo guarda-coches, lo desconoció, se
había convertido en un laboratorio. Por todos lados
había recipientes con líquidos de diferentes colores, una
pizarra repleta de fórmulas sobre la pared y mecheros
encendidos donde humeaban vaya a saber qué
elementos químicos. Un olor extraño impregnó la nariz
de Libia y la hizo estornudar. Estaba muda del asombro
y sus ojos no alcanzaban a observar todo. De pronto,
escuchó detrás de ella la voz de su madre. Se dio vuelta
con mirada desorbitada ante el espectáculo aquel y ahí
la vio: delantal blanco, la cara pálida, los ojos
bondadosos. La que llevaba la voz de su madre no era
otra que María Curie, fue entonces que entendió la
advertencia en el título del séptimo capítulo de su libro
de Química.
61
Mi visita a Segismundo
Créalo o no yo estuve en esa torre. Nadie, ni siquiera
Calderón, se enteró y eso porque fui extremadamente
cuidadosa.
Era más de media noche cuando llegué. Sigilosamente
entré por una abertura que daba hacia el Oriente. Ya
en el interior lo primero que percibí era el ambiente
sofocante, irrespirable: olía a humedad, a encierro y a
fantasmas, sobre todo a fantasmas…
Fui palpando el frío muro en medio de la negrura del
lugar, guiándome por un pequeño reflejo de luz que
veía frente a mí y que supuse me conduciría al sitio
donde tenían al príncipe. Temblaba de miedo y me
abrumaba la pena por el pobre desgraciado que, sin
buscarlo de ninguna manera, había encontrado aquel
miserable destino.
Por fin llegué a tientas al cuartucho de dónde provenía
la luz, ni bien entré, lo vi, durmiendo sobre unas
mantas viejas y sucias. A unos metros de él, el hombre
que lo custodiaba, también dormido, roncaba
62
ferozmente con una botella antigua de vino, aunque ya
vacía, sobre su pecho.
Me acerqué procurando no hacer ruido y me senté en
el piso de piedra a pocos centímetros del príncipe,
respiré profundamente y comencé a hablar casi en un
susurro con mi boca rosando su oreja peligrosamente.
Esa noche, víspera de su cumpleaños número trece, le
conté todos los cuentos, le describí todos los paisajes y
le descubrí todos los secretos, mientras él dormía.
Antes del amanecer, me escapé casi arrastrándome para
que el guardia no me viera y volví a mi tiempo y a mi
hogar, con la satisfacción de haber cumplido mi buena
acción del día.
63
Salvada
Se había quedado como Job, desierta… de tanto tanto
a nada nada. Era raro seguir respirando a pesar de los
dolores, dolores adentro, dolores afuera, porque los
dolores del alma cuando no tienen espacio se trasladan
a la piel, a la carne, a los ojos, a los dientes. Donde
encuentran un lugarcito para treparse y rasguñar o
morder, ahí están presentes y ocupadísimos en
rompernos a pedazos… por último, se acomodan en la
tráquea y no nos dejan respirar y es entonces cuando
sobreviene la muerte.
Daniela, de todas formas, recogió lo que iba quedando
de ella y lo guardó entre las páginas de sus libros
predilectos. Lo único que le quedó de sí misma al
alcance de sus manos fueron sus manos. Al fin y al
cabo, era todo lo que necesitaría para poder
reconstruirse, pero por el momento no pensaba en eso,
más bien pensaba en desaparecer.
La vida trae sorpresas inimaginables, como que te
toquen la puerta cuando ya nadie toca la puerta,
cuando ni te acordás que hay puerta o para qué sirven
las puertas de una casa.
Convengamos en que primero se asustó con el sonido
del timbre… se colocó de palmas contra la pared y
arrastró las manos para no hacer ruido y para que no
pudieran ver su sombra a través de la ventana. Se fue
arrimando lentamente y, cuando llegó, tocó con su
64
dedo índice la mirilla, pero por supuesto no vio nada.
El corazón latía fuerte, desde la biblioteca…
El timbre sonó otra vez. Daniela tenía miedo, pero más
que miedo, vergüenza, ¿cómo explicaría a quien
estuviera del otro lado que ya no tenía cabeza ni pies
ni cuerpo, que solo le quedaban las manos?
Seguramente se reirían de ella, se burlarían o, lo que es
peor, huirían aterrorizados… timbre otra vez, la mano
izquierda sin consultar nada tomó el picaporte y abrió
la puerta. Del otro lado y a la altura de las manos de
Daniela, había suspendidas don manitos pequeñas, con
las uñas largas y sucias. La manito derecha tomó la
mano izquierda de Daniela y se la apretó, en ese
momento se escuchó un gran alboroto en la biblioteca.
Los ojos y los oídos saltaron de los libros y vinieron a
ver qué pasaba; él corazón también volvió. Daniela
entonces conoció al pequeño que se encontraba detrás
de esas mínimas manitos, la carita rasguñada por las
penas, el corazón mordido. Del cuerpo quedaban
hilachas delgadas… aún tenía cabello, pies y enormes
ojos que pedían y pedían…. su voz, o lo quedaba de
ella, murmuró bajito: “tengo hambre” y esas dos
palabras mágicas reconstruyeron a Daniela que, al verse
entera otra vez, tomó al niño y lo llevó a la cocina
mientras le contaba lo que le haría de comer.
65
De amores a deshora...
No voy a olvidar jamás esos ojos que como dos grandes
almendras me miraban fijamente cada sesenta minutos.
A pesar de los ocho metros de distancia entre nosotros,
pude estudiar cada detalle de su hermosa figura hasta
grabarla en mi mente por completo. Una voz grave y
seductora pertenecía a esa mirada hipnotizadora.
Antes de que ella habitara aquella modernísima y
extraña casa que estaba justo frente a la mía, solía yo
mirar de refilón mis costados, cada vez que me tocaba
salir, buscando novedades que me distrajeran de mi
rutina, pero nada, por interesante que resultara, podría
compararse a la sorpresa que recibí esa mañana.
Exactamente a las seis, me asomé, refunfuñando por
haber tenido que despertarme otra vez temprano.
Acababan de terminar las mini vacaciones que
obligadamente me habían tenido que dar debido a un
desperfecto en el lugar donde habito hasta el día de
hoy, fue entonces que vi a Antonio empujar algo
dentro de la vecina casa vacía, pero no supe qué era
hasta las siete cuando salí nuevamente a cumplir mi
tarea y allí estaba ella, lista para estrenar su voz. Vestía
un atuendo de color amarillo, limpio y aterciopelado,
¡¡¡se la veía tan joven!!! Me enamoré de inmediato con
la suerte de ser correspondido en mis sentimientos. Al
principio sólo nos mirábamos. Yo intentaba escuchar
su música, cosa que me resultaba realmente difícil por
66
no poder parar de entonar la obligada vieja sonatina
que se me había enseñado hacía unos setenta y cinco
años atrás. Justo al tiempo que ella cantaba, yo
comenzaba mi repertorio, mientras Antonio ni se
inmutaba en escucharnos, siempre distraído en su
trabajo minucioso que requería toda su atención. La
melodía que entonaba Umbrela, así se llamaba la
flamante vecina, era un tanto estrafalaria, se parecía a
la música que el hijo de Antonio tiene guardada en un
aparato metálico que él llama “E-ME-PE-TRES”, a mí
no me hubiera gustado en absoluto si no fuera porque
era ella quien la cantaba, con desparpajo y coquetería.
Transcurrido un mes de su llegada, Umbrela comenzó
a jugar un juego peligroso: cuando Antonio estaba
distraído, ella salía de su casa, sin mediar permiso
alguno y además muy a destiempo, me llamaba, con
una pícara voz, tarareando cualquier cosa que se le
ocurriera en el momento; yo desde la ventana trataba
de persuadirla a volver a casa… a callarse; ella sonreía
y, divertida, bailaba unos pasitos de zapateo americano
que a mí me enloquecían de amor y de miedo por lo
que pudiera hacernos Antonio si se percataba, pero
poco a poco me fui relajando y comencé a disfrutar de
las travesuras de mi hermosa enamorada. Sin embargo,
como todo lo bueno termina pronto, también nuestra
felicidad duró lo que un suspiro.
Antonio había enviudado hacía cinco años y le
revoloteaban algunas mujeres del barrio, unas con
67
buenas intenciones y otras por conocer la acomodada
situación económica de este joven talentoso que había
perpetuado un viejo y próspero oficio familiar. Una de
estas mujeres conquistó su corazón y fue quien destrozó
el mío. Venía por las tardes para prepararle café y
conversar con él. Fue ella la que descubrió que
Umbrela salía a deshora y cantaba canciones diferentes,
muchas de ellas verdaderamente mal entonadas. Una
tarde, sin siquiera tener la delicadeza de esperar que
estuviéramos encerrados en nuestras respectivas casas,
comenzó a decirle a Antonio que Umbrela, a la que ella
llamó despectivamente “pajarraco”, y su casa
desentonaban con el resto. No desperdició la ocasión
el hijo de Antonio, que estaba escuchando la
conversación, y le pidió a su padre que le permitiera
utilizar el ridículo artefacto para dar sus primeros pasos
en el oficio. El padre, sorprendido y orgulloso por la
iniciativa de su hijo, no pudo negarse.
Con estupor e impotencia tuve que presenciar cómo
desarmaban la casa vecina esa misma noche y cómo
arrancaban el corazón de mi amada que, antes de
morir, me miró, con sus ojos almendra, como si lo que
le estaban haciendo no le afectara. Incluso entonó una
breve estrofa de una fea canción que yo adoré viniendo
de ella, mientras ahogado en sollozos, trataba de abrir
la ventana de mi vieja casa para maldecir a esos
repugnantes relojeros asesinos…
68
La rebelión
Definitivamente discriminado, no solo él, sino todos
sus iguales, y los no tan iguales.
Preso… limitado por una mano poderosa que regía sus
movimientos, ¿acaso le importaba un pito a su
antipático y autoritario amo conocer su potencial? Él
sabía que podría tomar cualquier dirección con
elegancia, era eficiente y poseía gran destreza,
consideraba un absurdo capricho que le hicieran a un
costado cada vez que daba dos pasos sin importar su
opinión al respecto.
Su indignación llegó al límite esa tarde, cuando al salir
al combate con toda la adrenalina contenida mientras
estuvo “guardado”, quiso adelantarse un poco, solo un
paso más, y el jefe, cara de sabelotodo, se lo impidió.
Uno, dos y a la izquierda, esa era la orden y así se sintió
él; un verdadero cero a la izquierda… pero sería la
última vez, se lo juró a sí mismo por el cielo y el
infierno.
Terminada la batalla, se reunió con su igual y buscó a
los dos paliduchos oponentes, fue a su encuentro con
69
pañuelo blanco de paz para que supieran que solo
deseaba conversar, logró convencerlos: se rebelarían ni
bien se presentara la primer ocasión; todo estaba
arreglado.
La oportunidad llegó pronto, exactamente a la mañana
siguiente. Tomaron posiciones, se hicieron un guiño
cómplice, uno, dos, a la derecha y ni bien su amo se
distrajo, corrió en diagonal y se escondió detrás de un
enano pelado que encontró en su camino, los demás
siguieron su ejemplo.
Al poco rato, desconcertados, creyendo haber visto a
sus caballos moverse por sí mismos y temiendo por su
salud mental, los ajedrecistas pidieron disculpas y
abandonaron la partida.
70
Escapada de un cuento
Si la hubieran arrestado, habría sido declarada
inimputable; bajo los efectos de la cefalea y el vértigo
uno puede robarse más de una mancuspia y varias
bolsas de avena sin darse cuenta de la gravedad de sus
hechos.
Tal vez por mis propias jaquecas me interesé en Leonor
y me dediqué a investigar su paradero. Debió sentirse
muy sola cuando Julio C. decidió que detendrían al
Chango, además cargaba con la responsabilidad de
mantener con vida a la parejita de animalejos que
aullaban y rascaban su mochila desesperadamente.
Después de todo fue por su decisión delictiva que aún
hay en el mundo mancuspias en reproducción, ya que
las de Julio C. murieron apenas finalizado el cuento.
Lo que no sabía Leonor era que estaba infestada. En el
apuro de irse no había llevado consigo medicamentos
y, dos semanas después de la partida, apenas podía
ocuparse de las demandas de las pequeñas bestias; tan
débil y fatigada se encontraba.
Las mancuspias habían mutado a una suerte de conejos
con cabeza de chihuahua, ojos de lechuza y orejas de
elefante y con la característica de reproducirse tan
aceleradamente como jamás se había visto en otro
animal. Tal vez la mutación se debió al cambio de
71
ambiente, ya que Leonor, sin fuerzas para seguir
adelante, acampó muy cerca de un inmundo pantano
y allí la humedad era abrumadora; parecía el lugar
propicio para que un protozoo perdido se transformara
en poco tiempo en un gigantesco dinosaurio. La cosa
es que no habían pasado tres semanas y las dos
mancuspias se habían convertido en catorce, siete
machos y siete hembras, sin contar los que nacieron
muertos.
Leonor no tenía idea de dónde, cómo ni cuándo debía
realizarse la venta, Julio C. no había dado mayores
explicaciones sobre el asunto, pero le urgía
desprenderse lo más rápidamente posible de los
pequeños salvajes ya que no sería capaz de cuidarlos,
asearlos y darles de comer ella sola. Además, escaseaba
el alimento, no solo el de los animales, sino también el
que necesitaba ella para sobrevivir. Por otro lado, lo
poco que comía lo arrojaba en cuestión de minutos,
debido a los vómitos ocasionados por el vértigo.
La mañana anterior al fatal desenlace, Leonor había
caído en una especie de ensoñación alucinógena y
delirante y se mantuvo así durante treinta horas, casi
hasta el final. Increíblemente, en ese lapso de tiempo,
las criaturas, antes tan dependientes, habían
desarrollado la capacidad no sólo de sobrevivir, sino
también de proveerse para el futuro.
72
La mancuspia mayor se ocupaba de pescar pequeños
renacuajos en el agua putrefacta, los mataba a pisotones
hasta convertirlos en una masa gelatinosa. Mientras
tanto, otra mancuspia trituraba entre sus dientes de
conejo las hierbas que crecían a la orilla del pantano,
formando una bola verde que era mezclada en la
asquerosa crema de renacuajo. Con los hocicos llenos
subían sobre Leonor y escupían en las partes del cuerpo
desprovistas de ropa esa preparación abominable.
Pasadas las cuarenta horas de fiebre y delirio, Leonor
recuperó la conciencia. Respiró profundamente
aliviada, el dolor de cabeza había desaparecido por
completo, pero un olor insoportable la impregnaba.
Trató de incorporarse y se dio cuenta de que estaba
inmovilizada. Sintió entre sus dedos la fresca
pegajosidad de la gelatina de renacuajo, su piel estirada
como si se hubiera untado con una mascarilla
astringente. Los parpados le ardían, movió como pudo
la cabeza y recorrió con la mirada sus costados. Allí
estaban, observándola, decenas de mancuspias, vivaces,
con sus ojos saltones, sus orejas alertas y salivándose
igual que se saliva mi perro Sultán ante una porción de
carne asada. Leonor pensó: “¡Qué animales tan
inteligentes!”, justo antes que la hembra iniciara la
comilona.
(Inspirada en “Cefalea” de Julio Cortázar)
73
Curso de fabricación de alas
“Curso de fabricación de alas”, decía el cartel en esa
esquina conocida por la desaparición de gente en las
últimas semanas.
La policía llevó una orden para revisar la vieja casona.
Una niña de cabello dorado abrió la puerta y, sin
preguntar nada, dejó pasar a los oficiales al interior,
mientras los vecinos curiosos esperaban en la vereda de
enfrente la detención de los dueños del lugar a los que
nunca habían visto.
Una hora, dos, tres… algunos regresaron a sus hogares,
otros se quedaron haciendo guardia dispuestos a tener
la primicia de lo que ocurriera. Pero pasaron seis horas
y, desconcertados, decidieron llamar a la comisaria del
pueblo vecino y avisar que los oficiales de su distrito
eran rehenes en la casa misteriosa.
Llegaron, al rato, cuatro uniformados más, con armas
en la mano. Esta vez abrió la puerta un pequeño que
aparentaba tener no más de siete años. Los saludó
amablemente y los invitó a pasar antes de que ellos
dijeran “ay”.
Una hora, dos, tres… la gente agotada se dejó llevar
por la furia y con palos y piedras se dispusieron a
arremeter contra la casa, pero antes de llegar a la puerta,
ésta se abrió por sí sola y también las ventanas, en las
74
que se apretujaron los curiosos en un intento de
entender lo que sucedía en el extraño lugar. Lo que
vieron fue sorprendente: adentro de la vivienda había,
en un salón que parecía ser el único ambiente y, por
cierto, enorme, una considerable cantidad de personas
ubicadas en cómodos pupitres recibiendo una clase, en
la cual los maestros eran niños que no excedían los diez
años; los alumnos, en cambio, eran todos adultos y sólo
dos o tres adolescentes que hacía días faltaban del
pueblo.
Las paredes del salón estaban empapeladas de
fotografías que mostraban la historia de cada uno de
los presentes desde su más tierna niñez. Todo el
alumnado llevaba puestos unos enormes y graciosos
anteojos. Los oficiales también se habían unido al resto
de los atentos discípulos y sus rostros sonrientes
mostraban gran entusiasmo.
En la pizarra se veía escrita una frase con letra infantil
y faltas gravísimas de ortografía: “Bes cosas y dises
‘¿Por qué?’ Pero llo sueño cosas que nunca fueron y
digo ’¿Por qué no?’”
La frase pertenecía a George Bernard Shaw, aunque
pésimamente escrita por los niños, el mensaje de ésta
era claro y profundo.
Los pequeños maestros hablaban con voz de ángeles y
en un idioma que no podían entender quienes se
encontraban mirando desde afuera de la casa, pero que
75
parecía ser comprendido sin dificultad alguna por los
numerosos alumnos que, complacidos, tomaban nota
de todo.
De pronto, uno de los vecinos, desde la calle, señaló
del resto del gentío reunido allí a tres de los supuestos
alumnos que se encontraban en el fondo del salón, la
actitud de estos parecía diferente a la de los demás
oyentes: por momentos se quitaban los grandes
anteojos y movían la cabeza negativamente y con
amargura, luego se volvían a poner los lentes, sonreían
unos momentos, para repetir de nuevo, a los pocos
minutos, la acción de quitárselos y negar con la cabeza.
Al poco rato y cuando parecía haber terminado de
exponer su lección una pequeña gurrumina de no más
de tres años, sonó una campana e inmediatamente
entraron al salón diez chiquilines arrastrando unas
bolsas más grandes que ellos, de las que sacaban y
repartían entre los presentes retazos de telas blancas y
plumas de distintos colores y tamaños.
Alegremente, los alumnos se pusieron a trabajar en la
fabricación de alas y, cuando parecían tener dudas, se
levantaban y se dirigían a los muros para observar
detenidamente las fotos de su niñez, pero enseguida
volvían a retomar la tarea.
Para entonces, los tres hombres del fondo se habían
quitado los anteojos definitivamente y luchaban sin
conseguir darle forma a su trabajo y, cuando los
76
pequeños maestros intentaban persuadirlos a usar sus
lentes y buscar en los muros sus recuerdos, ellos se
impacientaban y con evidente fastidio les señalaban sus
relojes como reprochándoles la pérdida de tiempo que
estas interrupciones les causaban.
Por fin, todos terminaron la consigna y los pequeños
docentes les señalaron una puerta de salida por el fondo
de la casa. Los curiosos salieron corriendo hacia la calle
de atrás para encontrarse con los reaparecidos vecinos
y preguntarles de qué se trataba todo eso, pero cuando
llegaron solo vieron una estela blanca que se perdía en
las alturas y apenas pudieron distinguir los uniformes
de los policías alejándose hacia el horizonte, en un
vuelo que parecía veloz y certero.
Ninguno de los presentes pudo decir palabra por el
asombro que tal suceso había ocasionado en ellos, y así
pasaron un buen rato, mudos y quietos, hasta que un
ruido fuerte y seco los despabiló. Fue entonces que
dirigieron su vista en dirección del estruendoso sonido
y vieron en la plaza, frente a la calle donde se
encontraban, a los tres incrédulos alumnos del fondo,
tratando de desenredarse de unas feas y enormes alas
sobre las que habían caído después de un fallido intento
de vuelo.
77
El viaje
El gusano maratonista estaba repleto de terrícolas. Me
dio un poco de impresión meterme en el vientre de
éste, pero era la manera más fácil de averiguar todo
sobre ellos y sus visitantes.
Estos insectos gigantes siguen una estela que dejan sus
compañeros para mostrarles el camino a los que vienen
atrás. Cada tanto algún huésped se pone molesto y la
gran lombriz deja de andar para escupirlo en lo que
ellos llaman una “estación”, pero antes de hacerlo el
superinsecto emite un gemido largo y agudo,
expresando su disgusto.
El gusano tiene unos poros abiertos en sus costados por
donde se puede mirar el paisaje. Algunos huéspedes en
su interior se acomodan doblando sus patitas y
asentando la parte más gruesa y carnosa de sus cuerpos
sobre una especie de bancos enfrentados y se miran las
antenas chatas, pegadas a la pequeña bola llena de
orificios que tienen sus cuerpos en su extremo superior.
Tal vez es una forma de comunicación silenciosa.
Estuve dos meses allí dentro. Por lo visto no hice
disgustar a la gran oruga porque no se decidía a
vomitarme. Al fin pude salir, subiéndome a la zapatilla
de uno de sus invitados justo antes de que fuera
escupido.
78
¿Qué puedo decir del lugar? Desde mi punto de vista
es el sitio donde los habitantes de este planeta eligen
ejercitar sus patas delanteras, algunos las usan para
alcanzar los bolsillos de sus compañeros terrícolas
cuando estos se distraen y les quitan pequeños objetos,
(creo que lo hacen de juguetones que son), pero a veces,
el despojado se da cuenta y, si está de mal humor y no
quiere jugar a eso, entonces cambian abruptamente de
juego y se hace un revoltijo de extremidades que van y
vienen. Incluso los he visto babearse de tinta roja
(seguramente de la emoción).
Otros huéspedes se acomodan en rincones y juntan sus
piezas bucales en una especie de baile desaforado y sus
apéndices oculares se contraen, de manera que ya no
pueden ver nada de lo que sucede a su alrededor.
(Situación que los obliga a palparse para saber que el
otro todavía está ahí.)
Algunos simplemente se quedan inmóviles, con sus
antenas contraídas y sus bocas abiertas que despiden
una viscosidad transparente y asquerosa…
La historia se repite una y otra vez, que yo recuerde.
Si supiera cómo hacer para molestar a la gran larva y
que me escupa en algún lindo paisaje, volvería a
subirme.
79
El pueblo de la buena fortuna
Todo el mundo intentaba deshacerse de sus bienes,
¡pero era tan difícil!, pues a cada minuto se
multiplicaban. Mientras unos regalaban las joyas casi
con prepotencia a sus vecinos o parientes, otros venían
y les dejaban en el umbral de sus puertas cheques por
más dinero de lo que costaba todo lo que habían
logrado obsequiar. Los negocios ponían a precio
ridículo la mercadería para asegurarse que no ganarían
demasiado aunque hicieran gran cantidad de ventas,
pero entonces los clientes, además de llevarse todo,
dejaban propinas suculentas, no solo a los empleados,
sino a los dueños del lugar. Los peones trabajaban el
doble de lo que aceptaban cobrar a fin de mes y el
campo era tremendamente fructífero, gracias a la
diligencia que ponían estos en hacer que sus amos se
enriquecieran.
Habían inventado días de fiesta: la fiesta de la esquina
más florida del pueblo, la fiesta del gallo que mejor
cantaba, la fiesta de la pesca, de la siembra, de la
cosecha, de las ovejas, de los caballos, y en todas las
fiestas la gente se peleaba por regalarse lo más caro, lo
más lindo, pero a nadie le menguaba la fortuna.
80
Peones, niñeras, patrones, estancieros, remiseros,
sepultureros, maestros, todos eran extremadamente
ricos. El dinero iba de una casa a otra como pasa una
pelota de tenis en pleno juego de un lado de la cancha
al otro lado, para volver luego, y aunque nadie quería
ser tocado por ella, al final todos tenían más de la
cuenta. Algunos enterraban sus billetes en el jardín y
entonces crecía en el mismísimo lugar un árbol con
frutos blancos que brillaban en la oscuridad de las
serenas y hermosas noches pueblerinas, pero lo más
fabuloso era que las semillas de estos frutos no eran otra
cosa que diamantes.
Lo habían intentado todo, incluso donar la mitad de
cuanto tenían, enviándolo a lugares que ni conocían.
Pero cuando lo hicieron, recibieron a cambio un
camión de caudales que alguien les envió
anónimamente y repleto de lingotes de oro. No había
nada que hacer, en este pueblo la buena fortuna era
excesiva, lo quisieran o no sus habitantes.
Un día, llego un turista de nombre Juan, que había
encontrado el pueblo de casualidad por haberse
extraviado de la ruta que lo llevaba a su destino. Fue
amablemente recibido por los más antiguos pobladores
del lugar. Lo llevaron a comer al mejor restaurante y,
81
por supuesto, no le dejaron pagar (cosa que a él lo
alegró grandemente, ya que llevaba muy poco dinero
encima y estaba muerto de hambre). Después de la
suculenta cena, el dueño del restaurante y también
propietario de la posada le dijo que podría usar una de
sus cabañas por tiempo indeterminado y sin costo
alguno.
La ventana del cuarto que tomó prestado Juan daba
hacia un jardín donde había tres blanquísimos y
refulgentes árboles de diamantes que llamaron la
atención del recién llegado. A la mañana siguiente, el
hombre preguntó a Gervasio qué tipo de fruto daban
esos árboles, intrigado porque jamás había visto uno de
esa especie. Gervasio le contó su aventura de esconder
el dinero bajo tierra y cómo esto había ocasionado que
crecieran esos singulares árboles cuyos frutos guardaban
las piedras preciosas. Por supuesto, el forastero no creyó
ni media palabra, sin embargo, quedó sorprendido, sin
lograr entender porqué a esta gente le podría molestar
tanto ser rica, en caso de que realmente lo fueran.
En la noche la intriga pudo más que su discreción y se
fue sigilosamente al jardín. Tomó una pala y comenzó
a cavar alrededor del árbol y ¡oh sorpresa!, allí había,
sin envoltorio alguno, pero en perfectas condiciones,
82
más de 200 000 pesos. Dudó unos minutos en sacarlos,
pero al fin se excusó a sí mismo con el argumento de
que su dueño quiso deshacerse de él, y por lo tanto, no
se trataba de un robo. Fue directo al siguiente árbol e
hizo el mismo trabajo, hallando otra vez idéntica suma
de dinero. Lo mismo ocurrió con el tercer árbol. Luego
puso la tierra en su lugar y se fue a esconder los billetes
en su equipaje.
Al día siguiente, durante el desayuno, Juan le dijo a
Gervasio que tendría que irse por asuntos de trabajo
que lo urgían pero que pronto regresaría, sin embargo,
antes de marcharse le contó sobre las grandes ciudades
y todo lo que con dinero se puede hacer en ellas: cómo
la gente compra, vende y se deja comprar, le contó
sobre las peleas por obtener ganancia y lo importante
que resulta cuidarse de no perder un centavo
innecesariamente, le dijo cuánto prestigio y respeto
despertaba en las personas el individuo que tenía
riquezas y lo miserable que podía llegar a sentirse quien
no hubiera sabido hacerse de una pequeña fortuna. El
turista hablaba tan convincentemente que Gervasio
sintió un inmenso deseo de conocer una ciudad y
entendió que para ser bien recibido debía ser un
hombre verdaderamente rico. Supuso que en las
83
grandes metrópolis todos tendrían mucho más que lo
que tenía cualquier habitante del pueblo y que antes
de ir debía ahorrar (este verbo jamás había sido
utilizado antes en el lugar). Así que después de despedir
al visitante, reunió a su familia, le transmitió con lujo
de detalles y algunas exageraciones propias sus nuevos
conocimientos sobre las grandes ciudades y los
entusiasmó a prepararse para viajar en unos meses,
cuando hubieran logrado ser realmente ricos…
Desde ese día Gervasio cobró un poco más cada plato
a sus clientes y sirvió una ración más pequeña que la
de costumbre. A fin de mes pagó a sus empleados lo
correspondiente a su trabajo, pero les quitó el bono que
solía darles de regalo. Una mañana, notó este buen
hombre que sus tres arboles habían perdido su antigua
brillantez. Tomó uno de los frutos, lo abrió y para su
sorpresa halló que no tenían semilla alguna, ¡los
diamantes se habían esfumado! En otra ocasión esto lo
hubiera alegrado, pero con su nueva expectativa de
volverse rico rápidamente para cumplir su sueño le
preocupó sobremanera. Para colmo de males quiso
desenterrar el dinero, pero éste, como por arte de
magia, había desaparecido. No pudo evitar sentirse
desesperado, su fortuna había disminuido
84
considerablemente y tendría que tomar medidas
drásticas para recuperarla.
Esa noche las porciones de comida fueron un cuarto
de plato y valían el doble. Los clientes preguntaron qué
pasaba, no por el precio excesivo, con el que estaban
muy conformes aunque extrañados, sino por la ración
tan pequeña. Gervasio les explicó lo que había sucedido
con sus árboles y la pérdida de su dinero. Ante tan
buena noticia, los amigos no dudaron en festejar, era
el primero que lograba reducir notablemente su
fortuna, lo que no imaginaron era que a Gervasio no
le hacía ninguna gracia la situación y mucho menos
esos inoportunos festejos, de manera que desanimado
como estaba, y bastante molesto, los trató pésimamente
y estos, a los pocos días, desacostumbrados a los malos
tratos, decidieron cambiar de restaurante, de manera
que la clientela de Gervasio menguó considerablemente
y con ella sus bienes.
Mientras tanto, el resto del pueblo seguía en su lucha
por deshacerse de sus riquezas que aumentaban día tras
día. Por alguna razón el ideal de estos ciudadanos era
tener cuanto necesitaban para vivir, sin guardar lo que
excediera a eso. Fue entonces que a uno de ellos se le
ocurrió mencionar el modo en que Gervasio iba
85
perdiendo su fortuna. De pronto se imaginaron que él
era quien tenía la receta perfecta para quitarse de
encima lo excesivo y decidieron indagar sus actitudes
y seguir su ejemplo. Al poco tiempo de observarlo
aprendieron el extraño modo de comportarse que tenía
actualmente Gervasio y pusieron en acción la
mezquindad de éste, hábito que hasta el momento
jamás se había visto en el lugar.
La receta resultó perfecta. A medida que practicaban la
avaricia rápidamente se empobrecían, pero no solo
adelgazaban sus bolsillos, sino también sus virtudes, y
cuando llegaron a no tener siquiera lo necesario no
pudieron evitar volverse más y más egoístas, gruñones
y solitarios, tratando desesperadamente de conservar
para sí al menos lo indispensable para vivir.
Dicen que en el curso de unos pocos años el pueblo
perdió su fortuna, su belleza y su buen humor y, en
cambio, comenzó a reinar la enemistad y las acciones
deshonestas.
Dicen también que hace mucho tiempo no hay fiestas
ni regalos y que solo queda un vago recuerdo de
aquellos árboles que iluminaban las frescas y alegres
noches pueblerinas…
86
Del otro lado del muro
Etelvina venía a casa dos veces al año y se quedaba unos
pocos días para hacerme compañía. Aunque sus
intenciones eran las mejores, la visita terminaba siendo
un fiasco; mis hábitos lograban sacar lo peor de ella y
lo menos grave que me decía era que tenía costumbres
de vieja ociosa y entrometida, todo porque pasaba
algunas horas del día con mi oreja pegada a un vaso
que apoyaba en la pared. Es verdad que me entretenía
conociendo la vida de esos vecinos a los que nunca les
había visto la cara y que me parecían encantadores,
pero también es cierto que jamás anduve por el barrio
desparramando la información que obtenía a través del
muro.
Una tarde, Etelvina llegó mal humorada por el viaje
agotador de casi ocho horas que tenía que hacer hasta
este viejo pueblo donde yo me empecinaba en
quedarme.
Le serví té, mientras la escuchaba protestar, después
hablamos por un rato de bueyes perdidos, y finalmente
me preguntó lo de siempre, si me había decidido a
vender esa antigua casa y mudarme a un lugar más
interesante, más cerca de ella.
–Por supuesto que no –le dije –, a mí me parece
sumamente interesante este pueblo. Además es donde
crecí y no pienso dejarlo jamás.
87
–Vaya, vaya, ¿qué tendrá de interesante un lugar donde
ya no queda gente?… ¡parece un pueblo fantasma! –
me dijo con sonrisa burlona.
–Los Ivanous son gente espectacular.
–¿Ah, sí? ¿Los visitás seguido?
–No, no los conozco personalmente, pero los escucho
y me parecen fabulosos.
–Veo que seguís con tus costumbres de chusmerío
barato.
No le conteste la agresión.
–Javier, el esposo, hace una exposición de sus esculturas
mañana, en la mansión donde vivían los Morando. Si
querés vamos, vos disfrutás del arte, que tanto te gusta,
y yo conoceré al fin a mis vecinos cara a cara.
–¿Javier Invanous? Me suena el nombre, pero no
recuerdo sus obras. Bueno, podemos ir y de paso,
cuando te presentes, deciles cómo te gusta oír sus
conversaciones detrás de la pared… –se levantó y se fue
a descansar.
Yo, ya libre de Etelvina, tomé de nuevo el vaso y lo
acerqué con cuidado de no hacer ruido en la pared, me
quedé largo rato escuchando a Esther, la esposa de
Javier, tocar una sinfonía de Beethoven. Debían tener
un piano de cola, porque el sonido era perfecto… ¡ni
mi hermana ni nadie en el mundo me quitaría esos
placeres! Me encantaba escuchar a las “geme”, como
las llamaban sus padres, jugar con sus mascotas, calculo
que no tendrían más de seis o siete años, pues eran
88
chispeantes. La abuela también era un encanto, aunque
estaba un poco senil, decía cosas extrañas, hablaba de
Ernesto Calivuri, el fundador del pueblo, como si
tomara el té con él todos los días, aunque Calivuri
había muerto hacía cuarenta años, cuando yo tenía
ocho. Lo mejor era que nadie la contradecía, le seguían
la conversación y ella les contaba con detalles sobre esta
gente de la que hoy ya no queda rastro.
Al otro día nos levantamos con Etelvina en mejores
términos que el día anterior y ella me propuso que nos
preparáramos para ir a la exposición, después de todo
no había mucho más para hacer en el lugar. Aseamos
la casa, comimos algo y nos fuimos, en bicicleta,
porque Etelvina es de ciudad, no le gusta caminar.
En unos minutos llegamos a la mansión. Había un
hombre en la puerta, con una carpeta en la mano, al
cual no conocía, pero eso no era extraño ya que casi no
salía de casa. Nos saludó amablemente y nos preguntó
si éramos las compradoras, le dijimos que no
pensábamos comprar, pero que queríamos ver.
–Está bien, pasen.
Empezaron ahí nomás las críticas de Etelvina:
–Mirá vos, ¡una exposición en una mansión que se cae
de vieja… podrían haber pasado un trapo al menos!
La verdad, tenía razón; el hall de entrada era un asco,
lleno de telarañas, pero los murales eran preciosos y
todos firmados por Javier Ivanous. Evidentemente
habían sido pintados para los Morando hacía bastante,
89
después de todo ellos pasaban largas temporadas de
vacaciones en la casa y tenían tanto dinero que podían
pagar lo que quisieran, lo que no me explicaba era por
qué no contrataban alguna servidumbre que tuviera en
condiciones el lugar para esos eventos.
Pasamos al siguiente salón. Etelvina estaba horrorizada,
había tres bellísimas esculturas gigantescas, pero
estaban llenas de tierra.
–Típico, ¡una exposición en un pueblo fantasma! ¡Falta
que venga un espectro a darnos la bienvenida! –en eso
entró una mujer desde el salón contiguo, con traje rojo
y muy bien arreglada.
–No tiene aspecto de espectro –le dije a Etelvina, que
por primera vez desde su llegada me sonrió, casi
cariñosamente.
–Soy Silvia, ¿son ustedes las compradoras?
–No, no vinimos a comprar nada –dijo Etelvina –, solo
a mirar; los murales son preciosos y estas esculturas
lucirían más si no estuvieran tan abandonadas.
Etelvina me decía chusma a mí, pero ella no podía dejar
de criticar jamás.
–Sí, es verdad –dijo Silvia –, pero es que a la gente que
compra no le importa mucho el estado en que está
todo, no sé qué harán con las obras de arte, pero los
murales no se salvan porque piensan derrumbar este
viejo caserón para hacer una mansión moderna.
Ustedes saben, son gente joven, no le da valor a nada.
Nos quedamos estupefactas.
90
–¿Pero cómo?, ¿se vende la casa? ¿y qué dice Ivanous
sobre el destino de sus murales? –le pregunté alarmada.
–¿Ivanous? ¡Ah, veo que no son del lugar! Javier
Ivanous fue un artista bastante reconocido por aquí,
cuando éste era un pueblo floreciente.
Lamentablemente ellos iban en el mismo avión con los
Calivuri, fundadores del lugar, cuando se enfrentaron
a una tormenta y el avión se precipitó en el río; todos
murieron y se perdieron muchas obras que llevaban
con ellos para exponer en la ciudad, aprovechando que
Esther, su esposa, daría un concierto de piano allí.
No pude descifrar la mirada que me hizo mi hermana
en ese momento, no sé si estaba furiosa, sorprendida o
asustada, nunca antes me había mirado así.
***
Etelvina me dejó traer un bolso chiquito con algunos
recuerdos de mamá, también traje mi vaso escondido
entre la ropa. ¡Extraño la casa! Mi habitación es como
toda habitación de hospital: un poco pequeña, un poco
fría, pero yo me entretengo escuchando a mi vecina,
pegada mi oreja a mi vaso y éste a la pared. Se llama
María, recibe a su amante todos los días y juntos tienen
largas conversaciones.
Él sabe tocar el violín formidablemente y ella canta
como los dioses.
91
Es preferible reír que llorar...
Amelia había aprendido a llorar desde su infancia tan
admirablemente bien que el llanto se convirtió en su
más desarrollado talento. Era tan capaz que podía llorar
en clave de fa y en clave de sol, con o sin sostenidos y
bemoles, estrepitosamente a veces y otras tan sigilosa y
dulce que era un encanto verla. Lloraba por todo:
porque tenía que levantarse, porque tenía que lavarse
los dientes, por tener que despedir a su madre al
quedarse en la escuela, cuando tenía que cerrar el
cuaderno al fin de cada clase también rompía en llanto,
lloraba cuando se enteraba que había terminado el
invierno, en otoño al ver las hojas de los árboles caer,
lloraba cuando tenía que caminar en el jardín al pensar
que estaría probablemente aplastando una hormiga…
(aunque caminaba con gran cuidado), lloraba cuando
el diariero tiraba el diario… (por el golpe que éste se
daba contra el suelo), lloraba si se le caía un pelo o si se
lo cortaban, lloraba cada vez que tenía que cambiarse
la ropa… (por nostalgia a lo que llevaba puesto).
Cuando era jovencita lloraba por estar enamorada y
también por no estarlo, por tener amigos y por no
tenerlos, por terminar de leer un libro o de ver una
92
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  • 5. o Andrea Bermúdez Ha editado con esta misma editorial entrar@salir.ser.estar Adri Delfini Ha participado en la Antología Letras Argentinas de hoy 2012. e
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  • 8. 8
  • 9. Tierra mágica Una mañana, una mujer común y corriente, que escribía cuentos y poesía… soñó que llegó al cielo y, al verla, Dios la recibió con gran alegría, le convidó unos mates y le dijo: “Te he llamado porque he constatado tu gran fantasía y buenos sentimientos y he decidido hacerte un regalo (curioso allá en la Tierra) pero, si le das un buen uso será de agrado para muchos.” Y sacó una parcela de Tierra y se la entregó (era un cuadrado de 1x1 metro). “Allí sembrarás lo que desees porque es un cuadrado mágico, y el día que dejes de compartir tu siembra, veremos”, dijo el Supremo. La mujer se despertó y a los pies de la cama estaba la parcela de tierra, la cargó y la depositó en el patio… allí mismo se puso a sembrar zanahorias, zapallitos y rabanitos; en un descuido se le volcaron las monedas del bolsillo y las juntó una por una. Todos los días regaba sus brotes con amor y al mes tenía de la huerta mágica las verduras y una plantita 9
  • 10. también de monedas, ¡qué milagro! ¿no? Todo lo colocaba en una caja, se guardaba algo para ella y el resto lo compartía. Un día se le ocurrió enterrar un huevo y, para su asombro, a los quince días nació un pollito divino, pero era solo una prueba, explicar que cosechaba pollitos era muy complicado. También enterró lapiceras y crecieron (ésas las llevó al colegio del barrio). Todas las tardes rezaba frente a la parcela dando las gracias por haber sido bendecida con ese regalo. Un día, para su sorpresa, comenzaron a crecer tres árboles tipo bonsái, agarró la lupa para verlos mejor y descubrió que las hojas de uno decían “tolerancia”; las del otro decían “comprensión” y las del tercero, “fe”… así que cosechó las semillas que nacían de él y poniéndolas en sobrecitos comenzó a repartirlas a todo el que se cruzaba en su camino… aún hoy cosecha lo que ha sembrado. 10
  • 11. Afluente del mañana En un pueblo no muy lejano, donde casi todos los habitantes se conocían (por eso era un pueblo), había un río profundo de aguas muy claras con peces muy bonitos que desembocada en un afluente llamado “afluente del mañana”. Un día el agua comenzó a verse rosada, todos los pueblerinos allegados al río bebían de ese agua distinta y comenzaron a sentir que sus sentimientos fluían en el amor y la compasión. Se dieron cuenta de que el agua estaba bendecida, porque su mirada interior de las cosas era para solidarizarse con los demás, con los animales y con la naturaleza. Notaron que al bañarse en esas aguas rosadas no había rencor, ni odio, ni envidia. Pronto esa misma agua fluía en las casas, la gente comenzó a llenar botellas para compartir con los habitantes más alejados del río. Armaron una campaña para que se divulgue el clamor por ese líquido precioso… y de pronto comenzó a llover… y caía agua rosada… quien de ella se empapaba cambiaba la mirada en su corazón. Cuando cesó la lluvia, volvió a salir el Sol y se formó un arco iris rosado (¿o qué esperaban?) anunciando la llegada de un cambio… y fue así que buscaron a un cartógrafo para que ubicara en los mapas el lugar misterioso, de corazones puros: “el afluente del mañana”. 11
  • 12. Juanito Estaba sentado en una butaca antes de comenzar la función, evocando su niñez. Juan fue un niño alegre, hábil en hacer reír a las personas, siempre ocurrente… contaba algún chiste o lograba alguna torpeza (dejándose caer) causando gracia y logrando que todos se rieran. Se vestía con colores llamativos; por esto y por su carácter inocente y tierno muchos lo creían un tonto. Muchas veces sus compañeros del colegio le jugaban malas bromas o se burlaban abiertamente de su cuerpo escuálido y de su expresión despreocupada… lo que generaba en él una sensación de absoluta soledad. Entonces Juan se apartaba del grupo y practicaba piruetas, medias lunas, vueltas carnero o sofisticados trabalenguas, delante de los vidrios hacía morisquetas divertidas para ver cuál cara hacía reír más, y así fue perfeccionando su arte. Un día pasó por la esquina adonde se reunían los muchachos del barrio (todos adolescentes). Lo llamaron: “Ven Juanito”, dijo el más canchero del grupo. 12
  • 13. –Me llamo Juan y ya estoy crecido para que me llames Juanito. ¿No te parece? –No, no me parece, che –le dijo el otro, provocándolo. –Bueno, bueno -dijo otro divertido –… ¿qué vas a hacer de tu vida Juan? Sabiéndote grande aún no combinas tu ropa, pareces disfrazado ¿qué hiciste con el buen gusto? ¿Cuándo aprenderás a vestirte? Ja ja ja. –Y todos rieron con él. –¿Y qué tiene? A mí me gustan estos colores –dijo Juan, mirándose. En eso pasa un avión y todos observaron el cielo. –Un día voy a viajar por el mundo –dijo Juan en voz alta y todos comenzaron a burlarse nuevamente. Pero un día Juan compró el diario, fantaseaba con trabajar aunque no se sabía bueno para nada, ni sabía qué hacer (porque la cabeza nunca le dió para terminar la escuela). Vió aquel aviso justo para él, se presentó y le tomaron varias pruebas, reconociendo en él grandes aptitudes. Nadie se imaginó que un día deberían pagar entrada para ver al más famoso payaso del Circo Rodas, “Juanito”, que hoy viaja por todo el mundo… y que sentado en la butaca, esperando para comenzar la función, recordaba viejos tiempos. 13
  • 14. Cajitas musicales Cecilio era un hombre metódico y ordenado que había heredado el oficio de su familia. Realizaba, ideaba y arreglaba con gran meticulosidad “cajas musicales”. De todos los tamaños y formas, con distintos sonidos y melodías (que construía afinando, recortando los dientes a los peines para lograr mejores tonos). Las inventaba por gusto o por encargo, ya que su precisión obsecuente hacía que las fabricara de memoria, porque la vista la había perdido en un accidente. Vivía solo y se arreglaba muy bien, la obstinación de no querer molestar a nadie lo había hecho independiente. Deseaba enamorarse y, teniendo la certeza de que un ser superior lo escuchaba, pedía en sus monólogos matutinos –parecidos a una letanía– que esa mujer especial apareciera. Todas las semanas creaba un modelo distinto a pedido de Clarisa, una clienta adorable que llegaba junto a un delicioso aroma de violetas. Nunca habló demasiado con ella porque su ceguera era la frontera que no lo dejaba avanzar para continuar una relación sincera. Con su memoria fresca en imágenes lograba hacer obeliscos cuya puerta, al abrirse, dejaba escuchar “La Cumparsita”, Torres Eiffel donde repiqueteaba “La Marsellesa”, templos hinduistas que recitaban el “Gayatri Mantra” y llaveros con las “Cuatro estaciones” de Vivaldi. Así logró una gran clientela de turistas y curiosos que gastaban fortunas en sus diseños. Clarisa era una mujer adorable, que coleccionaba cajitas musicales desde niña. Todas las noches encendía una distinta para bienestar de sus sueños angélicos… y para soñar también con ese vendedor tierno, sin nombre, que 14
  • 15. le hacía cada semana un diseño diferente. “Si no fuera que voy todas las semanas se olvidaría de mí”, pensaba ella. En la oscuridad de su cuarto y en el crepúsculo de su vida, deseaba con todas sus entrañas que ese comerciante musical la mirara, ya que ella no podría porque era ciega de nacimiento. Al fin, el día menos pensado, Clarisa fue a buscar lo que había encargado. –Buenas tardes –dijo Clarisa. –Buenas tardes, señorita. ¿En qué puedo ayudarla? –dijo Cecilio, entusiasmado ante el aroma de violetas. –Vengo a buscar la Góndola que le encargué, ¿se acuerda? –Cómo no recordarla, señorita Clarisa. –Disculpe la curiosidad, ¿es muy complicado aprender a hacer esas cajas que le encomiendo? –Al contrario, a pesar de la tecnología moderna las cajas musicales llevan el mismo sistema antiguo de los relojes a cuerda: muelles enrollados, peines musicales y cilindros… ni tan sencillo ni tan complicado –dijo dichoso de compartir con ella. –¿Cómo es su nombre? –preguntó al fin Clarisa. –¡Qué descortés he sido, aún no me he presentado! Me llamo Cecilio, mis padres lo eligieron porque nací el 22 de noviembre, el día de la Patrona de la música. –¿Sabe el significado de su nombre, Cecilio? –No, no tengo ni idea. –Dicen que quiere decir ciego –dijo Clarisa. –Qué infeliz coincidencia, Clarisa, porque después de un accidente que tuve estoy ciego. –Yo creería que es una feliz coincidencia, discúlpeme. Soy ciega de nacimiento y enseño Braille en colegios. Juro que me hace feliz conocerlo. Los ojos que no vieron brillaban de alegría al darse cuenta de que se estaban mirando con el corazón. 15
  • 16. Campaña de amor En un barrio de casa altas, vivían dos hermanas que aunque no eran mellizas eran bastante parecidas… tanto fue así que los sinsabores de la vida no lograron abatirlas, sino que lograron hacerlas crecer, cambiando sus miradas frente a la existencia, abriendo su corazón para ayudar a la gente a ser feliz. Un día se propusieron comenzar una campaña… (rara, pero campaña al fin) y empezaron a escribir unos cartelitos que fueron entregando de mano en mano a la salida de los subtes, de los colegios, de los cines y en las plazas mientras les contaban alguna anécdota a los niños. Esa misma gente debería hacer diez copias y repartirlas a las personas de su entorno y así llegarían a más personas. Pasó que quienes los recibían, lo tomaban con gracia y les divertía la idea, así fue que comenzaron a adherirse y hacer más copias de la idea de esas niñas. Al final lograron que los cartelitos estuvieran pegados en cada poste, en cada entrada de los departamentos, en cada confitería y en cada lugar de trabajo. Cada cartelito decía: “Hoy haré feliz a alguien con mi sonrisa, Cópialo y pásalo a 10 personas. Gracias.” 16
  • 17. El burbujero Corina vivía con su bisabuela, su madre y seis hermanos en una casona antigua y acogedora como la anciana. Desde niña se había acostumbrado a escuchar hechos fantásticos, que parecían tan verídicos como mágicos, de la voz de su bisabuela. El tiempo había deshilachado la memoria de María Pía que aún conservaba sus anécdotas como entretenimiento de los bisnietos (conocía bien el lenguaje de los niños). Nadie se asombró cuando un día dijo: –Necesito que venga Don Crispino, el escribano. Para dejar asentado con mi puño y letra que le dejo el Cucú a Corina. El Cucú era un reloj antiquísimo, alto como un hombre de pié, y era la reliquia de sus antepasados. Lo había heredado de Graciana, su madre. Ésta lo había traído de la casa de su abuela, a quien se lo había regalado un indio chaqueño el día que ayudó con la carreta a salvar al anciano de su pueblo, picado por una yarará. Estos indios eran conocidos por sus artes mágicas y tenían ese reloj como un objeto muy preciado por su poderosa conexión con Tata Dios. María pía tenía 96 años y sabía que pronto se iría al cielo, por eso quería dejarle ese armatoste bendito a su amada bisnieta. 17
  • 18. Sentada en la mecedora le dijo a Corina: –Cuando haga mi viaje definitivo necesito un favor. –¿Qué, gran Mama? –dijo cariñosamente la púber. –Que no te asustes cuando venga el burbujero, porque saldrá de este reloj. –¿Qué burbujero? ¿Qué dices? –Te darás cuenta enseguida porque tiene una misión. Besó la mejilla sonrosada de la niña y cerrando los ojos exhaló un suspiro y partió. Corina dio aviso a su madre y a sus hermanos, luego a los vecinos y pronto comenzaron los preparativos funerarios. Todos sollozaban la pérdida de esa mujer. Algunos lloraban por otras pérdidas, algunos también lloraban por otros muertos, dejando lágrimas por toda la casa, humedeciendo cada rincón como rocío de la mañana. Esa noche Corina descansaba en la mecedora, recordando los relatos de su bisabuela. Cerró los ojos y oró mientras sus lágrimas brotaban… en eso escuchó una vocecita luminosa que decía: –Permiso, permiso… Sobresaltada, se frotó los párpados, no podía creer lo que veía. Era un hombrecito más parecido a un duende que a un ser real. Vestía los colores del arco iris: chaleco violeta, camisa lila, pantalón verde, zapatos anaranjados, medias amarillas, corbata azul y una galera colorada que lo hacía parecer un hongo nuevo. Ajeno al susto que le dio a la niña, le preguntó: 18
  • 19. –No me recuerdas ¿no?... claro, eras un bebé la última vez que vine a esta casa. Conocí a María Pía cuando tu bisabuelo Gregorio subió al cielo y todos reunidos también lloraban –estirando la mano, en el que llevaba un vasito alargado de vidrio tomó la última lágrima que rodaba por la mejilla de Corina. –Yo soy el burbujero – y, quitándose la galera, le hizo una reverencia. –Ah, ¿qué haces? –preguntó la niña, echándose hacia atrás. –Te contaré… siéntate, siéntate –ordenó con un gesto. Cuando un espíritu llega a las puertas del cielo, le entregamos una vela para que encuentre el camino hacia Dios. La gente llora a sus seres queridos y sus lágrimas apagan su candela, allá en el éter. Entonces vengo yo a la Tierra a reunir esas lágrimas para transformarlas en burbujas de colores, que preservan la luz encendida de las velitas. –¿Y cómo haces cuando no hay cucús? –preguntó Corina. –En todas las casas hay un objeto sagrado de conexión con el cielo –dijo, y pegando un salto repitió. –Permiso, permiso debo continuar mi trabajo, hay mucho por hacer… –justo cuando el reloj cucú marcaba las doce de la noche. 19
  • 20. El alquimista Era un pueblo extraño, lleno de peldaños que subían y bajaban, se entrecruzaban tanto en las casas como en las veredas. Era como un gran laberinto de escaleras. “Vaya a saber qué arquitecto ritualista había diseñado una ciudad tan distinta”, decían en voz alta los forasteros al pasar por el lugar. Algunos ancianos con la memoria más limpia contaban que fue obra de un alquimista que había ido a vivir una vez a aquel lugar. Se encerraba en su laboratorio a interpretar sus láminas mudas, leyéndolas una y otra vez, pasándolas por las cuatro lecturas, como le había enseñado su maestro. La lectura del Agua, del Aire, del Fuego y de la Tierra. Sabía que cada texto sagrado debía despertar su propio espíritu y trataba de descifrar el misterio de sus crisoles. En cada alambique buscaba un milagro nuevo de transformación y experimentaba con todo lo que se ponía a su paso. Por eso había en el pueblo perros verdes, que en lugar de ladrar sonaban como campanas –era gustoso escucharlos. 20
  • 21. Vendía perlas rejuvenecedoras que no todos se animaban a comprarle, aunque él se veía como un hombre de cien años y decía que cumpliría 302 el año entrante. También hacía piedras de adorno que saltaban según el estado de ánimo del dueño; estrellas que titilaban al compás de los tambores; cometas que flotaban en el cielo y por las noches emanaban luciérnagas. Andaba siempre con un cuenco en la mano, para juntar neblina por la mañana y rocío por la tarde –explicaba el alquimista. Se sentaba en la puesta del Sol a conversar con los pájaros porque decía que ellos le transmitían fórmulas nuevas que caían cuando aleteaban los ángeles. La última vez que lo vieron subía por una escalera al cielo que había armado toda la noche -con escalones de ascensos espirituales- dijo, “me los gané venciendo muchas tentaciones y adquiriendo varias virtudes. No es que sea un devoto empedernido, pero voy a hablar cara a cara con el ‘barba’”, -musitó- “…porque a las sombras interiores hay que hacerles un ajuste desde allí arriba.” 21
  • 22. Con el paquete de su vida Un hombre se levantó una mañana, hizo un paquetito con su vida y se la llevó debajo del brazo. Cansado y triste, caminó y caminó, hasta que llegó al río, quiso tirarla allí, pero antes de hacerlo vió un cartel que decía “Prohibido tirar vidas aquí”. Entonces siguió su paso, quiso dejarla en un hospital y una enfermera que lo vió le dijo: -“Llévese esa vida de aquí, se le llenará de microbios”… Deambuló por las calles y la iba a tirar en una esquina junto a la basura y un hombre le dijo: -Ni se le ocurra tirar su vida aquí, un día quise hacer lo mismo y recibí una multa enorme. Prosiguió su camino hasta que encontró una plaza llena de diversas fragancias que llegaban de distintos árboles… entonces se sentó debajo de un gran Tilo. Su aroma lo relajó, puso sus manos en su cara y lloró, lloró como si nunca hubiera llorado. Desenvolvió el paquete y miró su vida como si fuera la de un extraño. 22
  • 23. Entonces el árbol le habló: -¿Qué llevas en ese paquete? -Mi vida… he tratado de dejarla hoy en cualquier lado y fue imposible. Me siento solo, triste; no encuentro quien me haga feliz ni quien me quiera. -Te diré una cosa: hace muchísimo tiempo que estoy aquí y he aprendido que quisiera ser humano. Aprendí a dar mis frutos, a compartir mi sombra, a estar de pie frente a todas las inclemencias y a escuchar. Solo tú puedes hacerte feliz, porque la felicidad está dentro tuyo, jamás estamos solos, porque existe una energía Superior llamada Dios que convive con nosotros, y la tristeza es un estado que se forma como la lluvia por condensación. ¿Entiendes? Libera tus pensamientos negativos en otros más bellos, elígelos como si eligieras una comida… que sean pensamientos de satisfacción. Desenrolla tu vida, sacúdela y ponle amor, compártela y encontrarás más de lo que andas buscando. -Gracias -dijo el hombre, y se levantó para darle al árbol un abrazo. Se puso la vida y se fue a vivirla plenamente. 23
  • 24. Pichón del cielo Rufino era un hombre de pies cansados y zapatos rotos (con ventilación decía) de tanto andar la calle y la vida, hacía muchos años que su hogar era la calle y cualquiera su familia. Dormía casi siempre en el mismo rincón de una esquina de Leandro N. Alem y a veces despertaba con otro gringo al lado o algún perro solitario como él. Un día, recorriendo los bares para llenar el “buche”, encontró un jaulón espacioso y casi limpio, donde acomodó su frazada escasa de lana y su mochila llena de añoranzas, su plato de lata y unos diarios que oficiaban de abanico en verano y de calentador en invierno, (porque los usaba entre la ropa, para solventar el frío)… como era ya el atardecer, se durmió. Lo despertó una melodía extrañamente exquisita, que nunca había escuchado, y se sobresaltó cuando vió a su lado un ave tan grande como una criatura, con plumas blancas tupidas (“¡qué pájaro tan extraño!”, pensó). Envuelta en sus propias alas la criatura cantaba un llanto melodioso triste, hondo, celestial. La gente pasaba; como todos los días miraba de reojo y caminaba rápido, las horas de las oficinas y los bancos eran pocas para andar mirando a su alrededor, algunos hasta se tapaban los oídos para no escuchar aquel canto único y desgarrador. 24
  • 25. –¿Qué pájaro es, señor? –le preguntó una señora que llevaba a una niña invidente de la mano. –No lo sé señora, desde ayer que está aquí casi inmóvil y le compartí mi pan y ni lo miró. “A la noche es como si tuviera luz propia ¿me entiende lo que le digo, señora? Parecida a la luz mala. –Qué extraña es… –dijo la mujer. –¿Puedo tocarlo? –dijo la niña de unos diez años. –Sí –dijo Rufino –, parece mansita. La niña comenzó a acariciar las alas, las extremidades, la cabeza y al sentir un calor extraño dijo: “es un ángel, mamá.” –¿Un pichón de ángel? –dijo Rufino, asombrado por el descubrimiento, porque nunca había visto ni siquiera en fotografía un mensajero celestial. La gente, al oír esto, comenzó a amontonarse murmurando: “un ángel, un ángel, se cayó un ángel.” –¡Cómo me gustaría poder verlo! –dijo la púber sin dejar de acariciarlo. Entonces el ángel se incorporó, besó los ojos de Candela (así se llamaba la niña) y comenzó a batir las alas. Despacito se desprendió del suelo hacia el celeste cielo… mientras Candela movía sus manos despidiéndose y mirando cómo ese ser luminoso se iba. La mirada del corazón es muchas veces más plena que los ojos verdaderos. 25
  • 26. El vendedor de globos Ezequiel se acomodó en el viejo banco de la plaza, hacía veinte años que no volvía al barrio. El reloj del parque que recordaba en su memoria se averió marcando las once horas, como queriendo detener esos años en un instante. Aunque había otro pasto y nuevos columpios, la calesita era la misma sólo que ahora tenía motor. Añoró los tiempos en que su abuelo lo llevaba apretando su mano. El carrusel, cuando a él lo traían, giraba por la tracción de caballitos; recordó que les vendaban los ojos para que al dar las vueltas no se marearan –eran casi diez vueltas. Mientras, su abuelo conversaba con Don Emilio, que tenía un tonel de acero y por diez centavos hacía girar la rueda para obsequiarnos más barquillos, o con Telmo, que tenía un organillo y por una monedita su loro sacaba un papelito con la "suerte” del día. Más allá estaba Alfonso, un hombre solitario, bondadoso y menudo, a quien poco se le entendía, pues hablaba un español rudimentario. Será por eso que sólo lo llamábamos "el globero”. Todos los días llegaba con sus globos pegados a varillas y muchas veces lo vimos cómo los armaba para venderlos; por cinco centavos nos llevábamos ese látex de color, redondo como melón, golpeándolo todo el camino a casa. Alfonso trató un día de henchir los 26
  • 27. globos con otro sistema para que se sostuvieran en el aire pero, al explotar, la presión lo tiró para atrás –por suerte– pero prendió fuego el único sillón que tenía. –Casi me muero, pensé –dijo el globero a media lengua –, por eso decidí no morirme más –concluyó. Y todos creímos entender lo que quiso decir. “Pasaron unos meses y una mañana ventosa vimos a Alfonso sentarse en este mismo banco”, recordó Ezequiel. “Comenzó a inflar sus globos con un aparato que nunca habíamos visto, los más curiosos nos acercamos a preguntarle qué era.” –Es un tubo de Helio –contestaba sin mirarnos. Se notaba que estaba entusiasmado con su "chiche” nuevo, los iba insuflando y atando con un hilo a la pata del banco. A la tercera vuelta de la calesita, volví a mirar a Alfonso, curioso de ver qué hacía. Para mi sorpresa, había inflado miles de globos, tantos que a él casi no se lo veía. –Abuelo, mira allá –le grité para que observara el fenómeno. El globero había agarrado todos los hilos porque se disponía a caminar hasta el medio de la plaza. Todos quedamos anonadados cuando vimos que Alfonso iba tomando altura sobre los árboles, sin respetar siquiera el semáforo que se había puesto en rojo. 27
  • 28. La ventana Tomasa era una mujer de 82 años que vivía sola (desde que enviudó). Como se casó a los 55 años no tuvo hijos y carecía ya de familia. Vivía de la pensión del difunto y de su jubilación, en una casa antigua de las llamadas “chorizo” porque las habitaciones se comunicaban por una puerta interna además de una externa. Su vida transcurría mirando por la ventana que tenía dos postigos y daba a una calle no muy transitada, aunque eso a ella la tenía sin cuidado porque le encantaba observar a los vecinos. Se levantaba bien temprano, se preparaba el mate junto con unos grisines y se afianzaba frente al vidrio para ver el movimiento cotidiano, pues nada era más importante que observar cómo Vicente arreglaba los autos o en dónde entregaba Omar los sifones. Tanto era así que una mañana no se dio cuenta de que el desabillé comenzó a prenderse fuego por acercarse tanto a la estufa de kerosene. –Socorro, socorro –gritaba desesperada mientras intentaba desabotonar la ropa con los dedos deformados por la artrosis. 28
  • 29. Vicente, al oír los gritos, corrió, golpeando la ventana justo a tiempo para saltar sobre la anciana y apagarle el fuego haciéndola rodar por el suelo. –Gracias a Dios, Vicente –dijo Tomasa sin salir del susto. Apenas se había quemado un poco las rodillas. La peor parte se la llevó el vecino que al apagarla se quemó las manos y tenía que volver a trabajar. –No es nada, Tomasa, la próxima vez tenga más cuidado. Otro día, Tomasa estaba preparando unos fideos y mientras esperaba que se cocinaran se fue a mirar por la ventana. Tarde se acordó de la comida, porque el agua hirvió y apagó el fuego, pero el gas siguió saliendo… cuando ella regresó a la cocina, vió el fuego apagado, encendió el fósforo y… PUM. No sólo explotó la cocina, sino que la presión la tiró para atrás y se rompió tres costillas. Los vecinos llamaron a los bomberos al sentir la explosión, rompieron la puerta, inundaron la casa de agua pero salvaron sólo la mitad de ella. Todos comenzaron a preocuparse por la pobre vieja, dándose cuenta, que no sólo era un peligro para ellos (puesto que sus casas eran lindantes), sino para ella misma… “¿Cómo hacer para alejarla de la ventana?”, se preguntaban. Nadie se imaginaba que el incentivo de esa 29
  • 30. extraña mujer para levantarse todas las mañanas era la ventana… por esa abertura entraba la vida y la energía a sus poros, mirando a los chicos que pasaban para ir al colegio o sintiendo gritar los domingos los goles del club de la vuelta… o cuando el cura, después de la misa, pasaba y le santiguaba una bendición. Ella se sentía segura y acompañada a través de los cristales. Tita le hacía las compras, porque la última vez que había caminado una cuadra y media hasta el almacén se perdió, tardó dos horas para reconocer su casa y sólo lo hizo al ver su preciada ventana. El sábado a la noche quedó el postigo abierto, era verano… ¿quién no duerme en esa época del año con las ventanas abiertas? Entraron dos muchachos vaya a saber con qué intención, porque todos sabían que Tomasa vivía sola. Los vecinos esperaron que se asomara el Domingo. Cuando pasó la murga con bombos y platillos la anciana no apareció, entonces fueron a verla y la encontraron sentada tras la ventana, unos dicen que se murió de un susto y, otros… de alegría. 30
  • 31. El roperito Dorita tenía seis años y sus juegos solitarios nunca fueron comprendidos por los adultos, que la creían “rara”. Muchas horas pasaba en la escuela de doble escolaridad porque su madre trabajaba, de día en un restorante y muchas noches de cajera en un boliche, de esos que pasaban música y en los que la gente adulta se juntaba para bailar y conocerse (así se lo habían explicado). “Yo voy a ser como mi mamá cuando sea grande”, se decía Norita. La niña encontraba, a pesar del cansancio, un momento para jugar. Abría el roperito de dos puertas, con espejos clavados en ambos interiores y, cerrando las puertas, se sentaba adentro, jugaba a oscuras, sólo con la mirada memoriosa de lo que allí se encontraba. Se probaba uno por uno los zapatos de taco y punta fina de su madre. Los sacos colgados allí, eran grandes para sus juegos, pero olían a ella (todo olía a su dulce perfume). 31
  • 32. A veces se animaba a entornar una de las aberturas y se observaba con los pies desnudos en esos enormes zapatos que parecían ideales para ella, se colgaba algunos de los collares de finas perlas que su madre guardaba en un cofre y algún sombrero delicado que tenía una ínfima pluma de adorno. Para Norita aquel vetusto y gastado roperito era estar en Hollywood, porque su madre no tenía tiempo para compartir con su hija aquellos juegos. Por eso el “tío” Millán cuidaba de la niña –tampoco era su tío, solo un antiguo amigo de su madre que ayudaba con su jubilación y a cambio obtenía una familia postiza, cuidando a Norita como si fuera su propia nieta, porque ya no tenía edad para ser padre, sino abuelo. Millán le llevaba la merienda, muchas veces haciendo que jugaba con ella, sabiendo que la niña se sentía a gusto, con la presencia “etérea” en las ropas de su madre. Daba golpecitos en la puerta y le decía: –Señora, su merienda está servida. –Pase, pase –decía Norita, divertida. Y él le dejaba la bandeja con la chocolatada y las tostaditas crujientes. 32
  • 33. Ella comía a oscuras porque ese lugar tenía luz propia para ella. Nadie podía imaginar que la niña extrañaba menos los arrumacos acariciando las sedas y los sacones de piel de su madre. Un día, la vecina del cuarto piso le preguntó: –¿Qué vas a hacer cuando seas grande, Norita? –Voy a ser como mi mamá –dijo la niña sonriente. –¿Y cómo es tu mamá? –preguntó curiosa la vecina, que siempre veía a la niña de la mano de su tío. Norita pensó uno, dos y hasta tres minutos… y nada supo decir de su madre. –Mi madre huele muy bien –dijo al fin, la niña satisfecha. Y en ese instante, se abrió su roperito mental y no halló aún la apariencia de su madre, sólo objetos y prendas queridas que siempre acariciaba. Agarró bien fuerte la mano enorme de su tío, como si hubiese tirado un ancla… y desde ese momento decidió que cuando fuera grande iba a ser ella misma. 33
  • 34. No todos comen lo mismo Cuando Lidia llegó al neuropsiquiátrico llevaba un traje, con un pantalón y casaca verde, una camisa blanca que dejaba ver su cuello blanco y su crucifijo. Algo despeinada porque el corte de cabello que le habían hecho era difícil de peinar por su pelo crespo. Caminaba lento y algo encorvada –denotando cierta timidez– la cabeza inclinada a un costado y de allí observaba con sus ojos grandes y saltones. Sobre un hombro colgaba una mochila, donde llevaba sus pertenencias… pocas, ya que siempre andaba con la misma ropa. Sólo una caja de zapatos, cerrada con una cinta por un costado, llamaba la curiosidad de cualquiera. Era como un monedero que siempre llevaba con ella, debajo del brazo izquierdo. Nadie podía saber qué había dentro de esa caja, hasta que un día una enfermera quiso mirar y Lidia no solo ensordeció a toda la comunidad, sino que nos dimos cuenta de la gravedad de su patología. “Histeria”, decían los médicos. Lidia era histérica desde los doce años, cuando había tenido su primer cambio hormonal, y si estaba medicada no tenía “arranques”. “Es un problema ovárico”, le habían dicho una vez a su madre y desde que ella murió, Lidia deambulaba de hospital en hospital. –¿Qué llevas en la caja? –preguntó otra interna. –A sueco –dijo tajante Lidia. Lidia salía al parque con la caja debajo del brazo y, si no había nadie a su alrededor, levantaba la tapa y 34
  • 35. conversaba con lo que llevaba adentro… ya no era raro verla de lejos hablándole a su caja. Aunque era lo menos llamativo de todo lo que se veía en el psiquiátrico. –¿Puedo hacerle una pregunta? –me dijo una vez. –Sí, ¿qué necesitás Lidia? –¿Todavía está la cocinera japonesa? –me preguntó en voz muy bajita; ella hablaba siempre en un susurro. –Por supuesto, ella es la que prepara esas comidas ricas –dije sonriente. Y me conmovió su tristeza, era evidente que allí tenía un problema. –¿Pasa algo Lidia? Puedes contarme lo que sea –dije en tono de confidencia. –No, gracias. Agarró su caja y dando media vuelta se fue. Todas las actividades eran realizadas con su dichosa caja, tanto era así que a veces, en las charlas grupales, le ponían una silla al lado para que la apoyara y no le transpiraran tanto las manos. El día que pintaron las habitaciones, los pintores iban sacando las camas y los roperitos, y en un descuido por su parsimonia al ponerse las medias… comenzó a gritar como carnero degollado y todos salieron corriendo a ver qué sucedía. –¿Qué pasó Lidia? –le preguntamos. –Sueco, no encuentro mi caja, señora –decía llorando y caminando de un lado a otro, más rápido que de costumbre. A un costado de la habitación vió la caja y la agarró y besándola se la llevó al parque. Una mañana, le traje una caja nueva de zapatos porque la que ella tenía se estaba desarmando por las 35
  • 36. mojaduras y vapores del baño, ya que cuando se bañaba la caja debía quedar a la vista. La busqué por todos lados y Lidia no aparecía, hasta que la vi arrodillada a un costado del jardín junto a los geranios. Estaba toda embarrada, haciendo un pozo con las dos manos. –¿Qué hacés Lidia? ¡Te estás llenando de barro! –dije pasmada. –Del barro somos y a él volvemos –dijo sin inmutarse y sin mirarme. –Es cierto, vamos a buscar una palita si querés sembrar –dije tomándola de un brazo. –No quiero sembrar, se murió Sueco. Y ahí vi sus ojos enrojecidos por el llanto. –¿El zapato? –pregunté intrigada. –¿Cómo se va a morir un zapato, señorita? A veces tengo dudas si vos sos doctora o paciente –dijo enojada, señalándome la caja de zapatos, ahora abierta. Miré adentro y vi una tortuga mediana. –¿Una tortuga llevabas en la caja, Lidia? –No, doctora, un tortugo, se llamaba Sueco, no Sueca. –¿Y estaba vivo? –insistí. –Más bien, si no cómo va a morirse, doc… ¿sos tonta vos? –me repitió. Y me reí sin gracia por la absurda conversación. –¿Y por qué no la dejabas caminar por el parque en todo este tiempo? –Porque una vez me dijeron que los japoneses comen sopa de tortuga y la cocinera sigue allí. Vos sí que no prestas atención –concluyó. 36
  • 37. Veneno natural Marcelino se mudó a una casa con un gran terreno, se enamoró de ese espacio de tierra árido ideal para plantar sus flores y realizar su soñada huerta. Vivía más en el patio en contacto con la tierra que con las baldosas. Sentía que la ansiedad de su vida -aunque no parecía ansioso- era esperar a que crezcan las plantas. Descubría en ellas los detalles más delicados: si las había mordido una hormiga o una babosa, que clase de pulgón tenía o si asomaba un pimpollo. Muchas tardes se sentaba a tomar mate para embelesarse con su obra, festejaba cada vez que una abeja se posaba en una flor porque la polinizaba. Estudiaba los fascículos aprendiendo como cultivar sus flores, atento a los cambios de la Luna para sembrar sus hortalizas, como una madre cuidaba la alimentación de la Tierra, la fertilizaba con abono casero (que preparaba en un hoyo al costado del Pino). Ese árbol era el culpable de sus noches de insomnio, porque la acidez que le daba a la tierra la combatía con 37
  • 38. artilugios naturales, poniendo cáscaras de huevo o picando caracoles que le habían regalado, ya que siempre iba al ritmo de la naturaleza. Un día lluvioso, mirando su huerta a través del ventanal, vio su reflejo atractivo en el vidrio y reparó en el tiempo que hacía que no lo llamaban los amigos, ni las chicas. “¿Qué habrá pasado?” -se preguntó-. Ya no lo invitaban como antes, su vida social era casi nula. A veces hasta en el colectivo o en los negocios se sentía discriminado, se apartaban de él con una mirada ofensiva… “la gente es rara” -se decía-. El día que se despertó mejor de su antiguo mal -una rinitis alérgica que le hacía perder el olfato- se percató de un olor fuerte y repugnante… ¡puaj! Se levantó de un salto y comenzó a olisquear su ropa, el baño, la cocina, las manos. De pronto se iluminó… la gente se comenzó a alejar de él desde que hacía el veneno natural para su huerta y le había quedado impregnado en sus manos un espantoso olor a ajo. 38
  • 39. Buscador de princesa En un fantástico pueblo de la antigüedad, vivía un príncipe llamado Antelo, que deseaba con todas sus ansias casarse y a pesar de todos sus esfuerzos, celebrando fiestas, reuniones y visitas a otros pueblos, no encontraba a la mujer con quien él soñaba. Antelo era realmente un príncipe de cuentos: bello, de porte atlético y ojos azules como el mismo cielo. Hablaba griego y latín a la perfección, tenía modales exquisitos y su castillo era el lugar donde todas las mujeres que lo conocían o habían escuchado de su fama de “buscador de princesa” deseaban vivir. Tres años le llevó la búsqueda, hasta que llegó a sus oídos que a dos días de viaje en carroza vivía la princesa Melody. Ella era la mujer más hermosa, refinada, alegre y optimista de varios kilómetros a la redonda… cocinaba cosas deliciosas que compartía con quienes se acercaban al palacio, dibujaba y trabajaba con arcilla para los niños más pobres y hacía descansar a todos por las tardes con dulces melodías en el arpa. 39
  • 40. Pero sólo se casaría con un hombre que hablara hebreo (como ella), ya que le encantaba la charla amena y era conversadora. También debería tocar algún instrumento para acompañarla… (de otra manera no conocería a nadie). Fue así que Antelo se propuso estudiar aquel idioma y practicar con todo su talento distintos instrumentos, pero sólo pudo tocar algo parecido a una armónica, ya que no había en aquel pueblo quien le enseñara. Casi un año le llevó poder conversar más o menos en hebreo… entonces hizo los preparativos para emprender el dichoso viaje e ir a conocer a Melody, la imaginaba desde hace tanto tiempo que sentía que ya la conocía. Escuchaba tanto hablar de ella, que deseaba con todas sus ansias matrimoniarla. Al llegar junto a sus lacayos, lo recibió Anna, la doncella que acompañaba a la princesa, lo invitó a pasar y a sentarse en un acogedor sillón de gobelino. Satisfecho y convencido de seducirla, esperó con los jazmines apretados en sus manos. Se abrió la puerta y entró Melody, caminando con la gracia de la bailarina en sus zapatitos de ballet; su vestido al talle de tules sobrepuestos le daba un porte 40
  • 41. de niña, sus piernas cortas, sus curvas y sus pechos redondos, su sonrisa resplandeciente con sus ojos alegres y su boca insinuante; traía en sus manitos una bandeja de galletitas de coco y jengibre horneadas por ella. Era tan atrayente, carismática, tan pequeñita, menuda, chiquita, era tan… era enana. “¿Cómo nadie le dijo que la princesa era enana?”, pensó. Todas las imágenes pasaban por su mente vertiginosamente. “¿Qué dirían las mujeres que había rechazado? ¿La aceptaría su madre? ¿Qué diría su hermano que tantas veces se burlaba de su corazón idealista? Antelo quedó entre absorto y sorprendido, su corazón decía una cosa y su cabeza hablaba otro idioma. La princesa se sentó muy amorosa y comenzó a platicar con alegría, confiando en él sus proyectos, sus gustos, sus deseos, compartiendo sus anhelos y escuchando los de él… y fue tan fuerte el amor que se despertó entre ellos que el príncipe vió realmente a la mujer soñada en ella. Se borraron las barreras prejuiciosas para darle paso a la felicidad y al verdadero amor. 41
  • 42. Cumplir un sueño I y II Era un país muy frío donde todo estaba cubierto de nieve, los sueños eran muy blancos, siempre bien abrigados, los niños salían a patinar y a realizar muñecos de nieve. Ese año, como otros años, comenzó a llegar gente de distintos lugares para esquiar… conversaban sobre los veranos en la playa, jugando con la arena y el olor a sal. Con tanta energía la describían que a él se le despertaron las ganas de conocer ese lugar, no quería sólo imaginar, necesitaba presenciarlo, deambularlo, sentir por una única vez los rayos de sol, la arena… “aunque sea lo último que haga”, se dijo. Con las ganas contenidas y las imágenes de impulso, comenzó a caminar lentamente hacia donde creía que quedaba el mar. Caminó, caminó días enteros… hasta que el calor hizo lo suyo, ¡pobre muñeco de nieve! ********* 42
  • 43. El muñeco de nieve estaba feliz, exultante de disfrutar el sol, de ver el mar y oler ese aroma tan particular, que no se dio cuenta de que comenzaba a derretirse. Lejos de sentir miedo, miró al cielo y oró. El mozo del restaurante, quien lo observaba entre asombrado y maravillado, lo vió tan hermoso con su nariz de zanahoria y su bufanda roja tejida (la cual le recordó a su abuela)… que corrió y lo cubrió de sal. Hoy decora el interior del shopping y cada Navidad miles de niños se fotografían con él porque tiene plasmada en su cara la alegría. 43
  • 44. Cambiar la actitud Cada dos meses Vilma, puntualmente, separaba de su humilde sueldo dinero que destinaba para ir a ver a la vidente. Viajaba casi una hora y media hacia Avellaneda, un lugar en la Provincia de Buenos Aires. Este hecho lo consideraba un alimento para el alma, aunque siempre iba armada de la misma pregunta. Esta vez no sólo llevaba una novela para distraer la espera, si no también los restos de la vela que la mujer le había dicho que lleve, envuelta en un papel de diario para que ella la interpretara. Caminó las tres cuadras de tierra y empujó la tranca de madera. El pasillo era largo y al final estaba el patio, donde estaban dispuestas como para un baile las sillas destartaladas de mimbre y algunas de madera. Distintas plantas adornaban el lugar silencioso, a pesar de hallarse tanta gente a la espera de su turno “es por orden de llegaba” le habían dicho la primera vez. A veces esperaba hasta dos horas hasta poder ver a la mujer. Teodosia atendía de lunes a viernes, siempre después de la una de la tarde, tenía más clientela que un consultorio médico. Era vidente de nacimiento. 44
  • 45. Cuando era solo una niña, ese don le asustaba un poco, luego su madre le enseñó a manejarlo para ayudar a los demás y ganarse la vida. Sabía que para tener el ambiente “limpio” debía sahumerear todas las mañanas y las tardes, para remover las malas energías. Disponía el ambiente para trabajar encendiendo dos carboncitos donde rociaba incienso y estoraque, le ponía también una cucharadita de café, azúcar y yerba para la abundancia, decía. Ponía un vaso de agua en cada habitación, para que se asienten las malas vibras. Extendía su paño colorado con una estrella de David en el centro (que representaba al hombre en la Tierra) y repetía como una oración al universo… “Así como es arriba es abajo, así como es adentro es afuera, amén”. Batía bien el mazo y le tiraba el Tarot a la gente y acertaba siempre. Porque en realidad tenía el don de ver el aura de las personas -esa energía que rodea al cuerpo-. Las cartas eran un “soporte”, en realidad no las necesitaba. Ella podía ver el pasado, el presente y el futuro al observar a la persona. Pero si lo decía abiertamente, no iba a poder andar por la calle tranquila como andaba. La gente la respetaba… a pesar de que por lo bajo la llamaban la bruja. Como había 45
  • 46. aprendido a “ver” el bien y el mal de las personas como un camino de crecimiento y evolución, aprendió a callarse, porque no todos estaban preparados para oír las verdades. No cobraba mucho -para que todos pudieran acceder a la consulta- y así podía ayudar a sus cuatro hijos. Gracias a “la Elvia”, la mayor de sus hijas, que había estudiado antropología, conoció un libro que se llamada Edda mayor. Allí se narraban historias de los celtas y los vikingos… y así conoció las runas. Eran símbolos grabados en maderitas que se interpretaban como las cartas y también servían de amuletos para la protección. Teodosia sabía que todo estaba en el interior de la persona y que no eran necesarias esas cosas, por eso las regalaba y la gente se iba contenta. Siempre le daba prioridad a los que llegaban por el empacho o la culebrilla porque eran enviados por los médicos del hospital zonal, a esos ni les cobraba… por compasión. Vilma quería saber que podía hacer para conquistar a una persona. La primera vez la mujer le había enseñado a meditar y a visualizar al hombre deseado graba en éter, le había dicho. 46
  • 47. La segunda vez le dijo que se haga baños con ruda, unas rodajas de limón y romero, para cambiar la energía. La tercera vez le dio una vela de miel y debía encenderla nueve días unos minutos hasta que el último día la dejara consumirse. Y que se repita la pregunta porque todas las respuestas están dentro de uno. Esta era la cuarta vez que volvía a la casa de Teodosia, después de esperar casi dos horas otra vez. Le tocó el turno y todavía tenía en sus oídos el canto del canario vecino. La mujer la observó sin mediar ninguna palabra, y vaya a saber si por aburrimiento o sensatez, le dijo a Vilma: -Las personas somos como imanes que atraemos lo que pensamos. Desde la primera vez que viniste, me preguntas sobre cómo conquistar a alguien. No sales, esquivas las reuniones, no tienes ni te haces amigos, en tu trabajo no te sociabilizas... Lo que vale, hija, es la actitud. Si quieres conquistar a alguien, vístete con tu mejor sonrisa, y ve a enfrentar el mundo… con actitud ganadora conquistarás el mundo. Ésa fue la última vez que visitó a la vidente. 47
  • 48. La sonámbula Adri tenía once años, era ansiosa, inquieta y con mucha suerte, parecía protegida por un ángel, que aparentemente tenía mucho trabajo con la niña, porque era sonámbula. Eso le decía su madre al referirse a ella, como si esto que le pasaba fuera un designio del cielo o una enfermedad incómoda… “¿Qué querrá decir sonámbula?”, se preguntaba. Entonces la niña buscó la palabra en un libro que tenía: “dícese de la persona que padece sueño anormal, durante el cual se levanta, habla y al despertar no recuerda ninguno de sus actos”… y realmente no recordaba nada de nada. A veces tenía como una vaga remembranza , como si lo hubiese soñado, pero su madre, enojada, aseguraba la realidad. Sin embargo, se lo contaba a la mañana: –Anoche abriste la puerta del departamento, llamaste el ascensor y te pregunté adónde ibas… al baño, me contestaste. Bajaste en el ascensor y al ver que la puerta de calle estaba cerraba volviste y te acostaste. Sos un peligro, qué suerte que no te apretaste los dedos en el ascensor y que la puerta de calle te obligó a volver, si no quién sabe adónde irías. 48
  • 49. –No lo recuerdo –dije, y hasta pensé que hablaba de otra persona, quizá lo había soñado, ¿cómo iba a hacer eso?, ¡qué ocurrencia! Raro fue cuando comencé a verme más rellenita de cara, de piernas y empecé la dieta a “raja tabla” pero no pude bajar ni un gramo. Estaba sentada a la mesa dispuesta a almorzar con mi mamá. Cuando dejé la miga de pan de la hamburguesa, mi madre me gritó: –¡¿Qué hacés?! –No voy a comer la miga porque me engorda. –¡Dejáte de joder con ese régimen ridículo que hacés! Después te levantás y comés tostadas –dijo indignada. –¿Qué decís? –Anoche me levanté a las tres de la madrugada, por el olor a las tostadas, fui a la cocina y te estabas haciendo también una chocolatada. Te pregunté si eso no te engordaba, ya que veo que de día te morís de hambre, y sin pestañear levantaste un hombro y me dijiste “¿Y…?” así que me fui a acostar, no voy a perder mi tiempo discutiendo contigo a esa hora –dijo. –Má, estoy a dieta. ¿Cómo me voy a levantar a comer y no me voy a acordar de nada? ¿ Y no me quemé? ¿Vos soñaste? –dije casi ofendida. –Lo que pasa es que sos sonámbula… Y yo me quedé pensando, porque era como decirme extraterrestre, rara, enferma o qué sé yo… pero para 49
  • 50. mí yo no era así, y encima no podía hacer nada en ese estado de inconsciencia. Al otro día mi mamá fue a consultar a un médico. –Sáquele la alfombra, señora, pero no la asuste ni la despierte, porque la puede dejar tonta –dijo el facultativo. Ella sacó la alfombra, pero Adriana no se despertó. Se levantó y se fue otra vez al pasillo del departamento. Como allí no estaba el ascensor volvió a cerrar la puerta y se acostó. Su madre, que se desvelaba cada vez que oía ruidos de noche, la espió y se dio cuenta de que lo de la alfombra era absurdo porque Adri no sólo bajaba del otro lado de la cama sino que dormía con medias, entonces nunca iba a despertarse al sentir el piso frío como creía el Doctor. Al otro día la madre le ordenó: “antes de irte a acostar, quitate las medias.” –¿Para qué? Tengo frío en los pies –dije casi rogando. –Ya lo sabrás. Hacelo sólo por hoy, Adri, sé buena – agregó. Y yo obedecí. A partir de ese día cada vez que sentía el piso frío me despertaba… así me curé de ese aspecto “raro” que me mantenía despierta de noche y dormida de día… tonta, como dijo el Doctor, no quedé… aunque hay algunas dudas en este punto. 50
  • 51. Dedico mis cuentos a todo ser humano mayor de 7 y menor de 107 (sin excepciones) 51
  • 52. Vista panorámica del autor: Autobiografía no autorizada de mí Estoy hecha con los hábitos de un pulpo (no pulposa), con un charco pantanoso en la sesera, con auroras infernales en mis ganas, con eternas pasiones a deshora. Estoy hecha de manteca derretida, de amapolas incrustadas en los ojos y de antojos de avioncitos voladores. Estoy hecha punta-lengua-poesía, de escoriática memoria adormecida, corazón con agujero y sin calzones. Estoy hecha de experiencias muy peludas, de evidente adicción a la locura y de-ma-gogia en de-ma-sía. Estoy hecha sin bolsillos, mucho menos billetera y de bolsas de residuos que se llenan. Estoy hecha con dos manos a la izquierda, la derecha es contramano (¡sí, señor!). De los restos de algún genio a mí me hicieron, de un sueñito volador, nada rastrero, de un tornillo incrustado en este suelo. No estoy hecha de la letra "a" de “as”, mucho menos de la letra "b" de “buena”. Estoy hecha de la zeta de “zurcida“o la "f" de “flashera”… (…eso dicen malas lenguas) Andrea 52
  • 53. Las puertas que no se abren ¡La cuestión es mirar con atención! Por ejemplo, desde acá veo la puerta adornada con las huellas testimoniales de varios intentos desesperados de mis mascotas por liberarse. Son las dos cosas que le dan identidad a mi puerta: el color verde de no-puerta y los grafitis oscuros, ilegibles, de mis tres perros claustrofóbicos. Seguramente, si la cerradura pudiera hablar, me contaría entretenidísimas historias, sobre todo acerca de uno de los anteriores dueños de la casa, prófugo de una camisa de fuerza muy merecida. Todavía nos espía, en diagonal, con las manos sobre el pecho en función de escudo, las palmas mirando al frente, nervioso. Sé que está ideando malévolos planes de recolonización. Él quiere todo lo que no respire más acá de esta puerta verde, pero es ella la encargada de hacer el trabajo sucio, la que no está dispuesta a abrirse para dejarlo entrar e izar la bandera que lo proclame de nuevo propietario. 53
  • 54. “Propietario” ¡Qué palabra brillante! “Propietario” suena casi casi como “doctor” y sucede que, si las adquisiciones del susodicho son muchas más de las que le entran en los bolsillos, el propietario en cuestión crece y se eleva más y más y desde la altura le es sumamente fácil estudiar los próximos terrenos a colonizar. En el fondo, estoy segura que quiere obtener el premio nobel a la propietariedad. Es la puerta la que se lo impide, la puerta verde que no se abre, que no lo deja entrar, la misma puerta verde que no permite a mis tres claustrofóbicas mascotas recuperar su libertad. 54
  • 55. Tarde, pero seguro ¡La cuestión era decidirse! Una patada a la silla, una sombra momentánea, un pequeñísimo vértigo…. luego, la luz, el oxígeno inmenso y un precioso renacer. Pero hacía cuatro horas estaba allí, con sus piernas cansadas y la mente ofuscada de tanto pensar. Como de costumbre, atascada en la eterna indecisión: que sí… que no… que sí… que no…. mientras tanto el estómago y los intestinos se habían unido y enmarañado de tal manera que cabían dentro de una pelota de ping-pong… en las sienes, dos relojes cucú no paraban de dar la hora indicada. El corazón, despojado de sordina, avisaba de su excitación a todo el vecindario… Y su piel era la piel de una gallina. Había calculado con anticipación los movimientos y ahora, que las condiciones eran tan propicias… ¡su cobardía! Por las venas le corría la sangre con toda la adrenalina, como si estuviera en una montaña rusa. 55
  • 56. Ella, en cambio, se sentía de viaje en el tren fantasma: los ojos apretados un segundo y, al siguiente, desorbitadamente abiertos, como si buscara divisar China desde donde estaba… ¡un cuadro patético, que imaginaba aun cuando no podía verse! Al cabo de este tiempo, con las piernas acalambradas, completamente agotada, trató de pensar cuál era el motivo que la tenía parada en aquella silla con una soga en su cuello. Pero nada podía recordar que diera sentido a tal situación…¡qué tontería! ¡¡¡La vida entonces cobró de nuevo sentido!!! Sonrió, estaba lista para perdonarse. De pronto, un tambaleo. Miró hacia abajo, recordó la voz de su marido decir veinte veces, cada mañana, antes de irse a su trabajo: –¡No te olvides de llamar al carpintero, que a esta silla se le quiebra la pata en cualquier momento!… ¡¡¡y tenía razón!!! 56
  • 57. Entrar y salir Libia tenía la certeza de que todo se reducía a entrar y salir, ningún otro conocimiento le resultaba más importante y útil que ése. Después de todo es fácil comprobar su teoría, todo el que nace, por ejemplo, entra en la vida y luego de su estadía, larga o corta, según el Ser Superior disponga, muere, saliendo así de ella; ése es solo el ejemplo más abarcador de todos los “entrares y salires” de los que somos parte, podríamos nombrar un sinnúmero de casos más pero al ejemplificarlos estaríamos tratando de incapaz al lector y no es la intención. Libia se zambulló en aquel libro con el plan de salir de él en una semana, eso dedicando considerable cantidad de tiempo a la lectura, ya que se trataba de un volumen de numerosas páginas. Los tres primeros días avanzó con rapidez y no mucho entusiasmo, incluso algún que otro párrafo lo leyó con su mente totalmente abstraída en asuntos ajenos al contenido del libro, pero al llegar al capítulo siete, el título atrajo su atención de un modo particular. “Podría suceder que ya nunca salgas de aquí”... así se llamaba esa sección. ¡Era imposible y, además, completamente fuera de lugar lo que insinuaba, dada 57
  • 58. la temática del libro en cuestión! ¿Podría no salir de dónde? ¿A qué se refería?... La cosa es que Libia se concentró como no lo había hecho hasta el momento para descubrir el porqué de semejante advertencia en un manual de Química. Inmediatamente comenzada la lectura de este singular capítulo, sintió una extraña presión sobre su piel, como si alguien le pusiera una maya de nylon que cubriera enteramente su cuerpo, de la punta de los pies a la punta de la cabeza. No era una sensación dolorosa pero sí molesta, especialmente para Libia, que por sobre todas las cosas era libre. De todas formas continuó la lectura, un poco porque era la mejor opción si quería rendir el examen satisfactoriamente, pero más que nada porque sentía que algo debía descubrir en ese libro que excedería la intención pedagógica del mismo. El capítulo siete constaba de treinta páginas muy nutridas en símbolos, definiciones y fórmulas. Cada página tenía, además del texto principal, una o dos pestañas laterales que informaban sobre autores, su vida, descubrimientos y obra. Estas pestañas estaban resaltadas con colores llamativos. Habitualmente Libia se concentraba en el texto central, pero en este caso sus ojos la llevaban una y otra vez a los lados de la página y, al hacerlo, sentía un vértigo como si estuviera a 58
  • 59. punto de caer entre las letras o a la mismísima profundidad más allá de ellas. Después de largas horas de lectura, la joven decidió descansar y continuar al día siguiente, repasó lo leído convencida de estar a punto de terminar tan complicado capítulo, pero se sorprendió al darse cuenta de que había avanzado apenas cuatro páginas... la presión en su cuerpo continuaba y a esta sensación se le sumó un dolor insoportable en su mano derecha al dejar sobre la biblioteca aquel volumen. Se fue a descansar, o al menos eso era lo planeado, pues poco pudo dormir; soñaba estar nadando en un mar de letras y escuchaba una voz grave recitar las fórmulas y repetir una y otra vez las definiciones. Se despertó a las dos horas con sudores de fiebre y un dolor tremendo en ambas muñecas, se dio una ducha y decidió aprovechar el tiempo de insomnio para avanzar en la lectura. Al instante que tomó el libro los dolores en sus muñecas cesaron, pero Libia creyó (y en poco tiempo confirmó) haber perdido todo poder sobre sus manos que se movían como con vida propia, la llevaban de acá para allá por entre la hojas y sus ojos se desviaban hacia alguna pestaña y engullían la información por encima de la voluntad de Libia. En pocos días el manual de Química había adquirido total y completo dominio 59
  • 60. sobre Libia, llevando a la pobre con él a todas partes. Es obvio que el examen lo hubiera aprobado con la mejor nota si no fuera porque jamás pudo pasar en su lectura del séptimo capítulo. De todas formas, a esta altura no le importaba mucho a la pobre joven tal asunto, más bien se concentraba en encontrar la fórmula para recuperar de nuevo la libertad. Sus noches se habían convertido en ciclos de conferencias con los grandes químicos de todos los tiempos. Lo peor era que después de escucharlos a cada uno recitar sus nuevos descubrimientos, estos le daban el tiempo para que ella hiciera lo mismo, exacto punto del sueño en el que se despertaba con gran agitación. Así, sobresaltada, se levantó esa mañana y decidió por fin pedir ayuda. Se vistió, nerviosa y cansada, y se dirigió a la cocina donde cada mañana su madre amasaba el pan del día y algún pastel dulce para la merienda, sin embargo, esa mañana no estaba. En su lugar, la vecina preparaba un desayuno que consistía en tostadas, queso y mermelada. –Buen día, Amelia –dijo Libia, extrañada –¿dónde está mamá? ¿le pasó algo? –No, pero sabés lo ocupada que está con esta nueva investigación, por eso me ofrecí a prepararte el desayuno. 60
  • 61. –Gracias –respondió extrañada Libia. –Faltaba más, ¡con lo que los quiero a ustedes! ¿De qué nueva investigación hablaba Amelia? Interiormente se reprochó haber estado demasiado absorta en sus propios asuntos, ya que supuso se había perdido de algo importante, su madre nunca investigó más que recetas culinarias, ¿tal vez se trataba de algo de eso? Antes de volver a preguntar, Amelia le dijo que podría encontrarla en el taller, señalándole el garaje. Cuando entró al viejo guarda-coches, lo desconoció, se había convertido en un laboratorio. Por todos lados había recipientes con líquidos de diferentes colores, una pizarra repleta de fórmulas sobre la pared y mecheros encendidos donde humeaban vaya a saber qué elementos químicos. Un olor extraño impregnó la nariz de Libia y la hizo estornudar. Estaba muda del asombro y sus ojos no alcanzaban a observar todo. De pronto, escuchó detrás de ella la voz de su madre. Se dio vuelta con mirada desorbitada ante el espectáculo aquel y ahí la vio: delantal blanco, la cara pálida, los ojos bondadosos. La que llevaba la voz de su madre no era otra que María Curie, fue entonces que entendió la advertencia en el título del séptimo capítulo de su libro de Química. 61
  • 62. Mi visita a Segismundo Créalo o no yo estuve en esa torre. Nadie, ni siquiera Calderón, se enteró y eso porque fui extremadamente cuidadosa. Era más de media noche cuando llegué. Sigilosamente entré por una abertura que daba hacia el Oriente. Ya en el interior lo primero que percibí era el ambiente sofocante, irrespirable: olía a humedad, a encierro y a fantasmas, sobre todo a fantasmas… Fui palpando el frío muro en medio de la negrura del lugar, guiándome por un pequeño reflejo de luz que veía frente a mí y que supuse me conduciría al sitio donde tenían al príncipe. Temblaba de miedo y me abrumaba la pena por el pobre desgraciado que, sin buscarlo de ninguna manera, había encontrado aquel miserable destino. Por fin llegué a tientas al cuartucho de dónde provenía la luz, ni bien entré, lo vi, durmiendo sobre unas mantas viejas y sucias. A unos metros de él, el hombre que lo custodiaba, también dormido, roncaba 62
  • 63. ferozmente con una botella antigua de vino, aunque ya vacía, sobre su pecho. Me acerqué procurando no hacer ruido y me senté en el piso de piedra a pocos centímetros del príncipe, respiré profundamente y comencé a hablar casi en un susurro con mi boca rosando su oreja peligrosamente. Esa noche, víspera de su cumpleaños número trece, le conté todos los cuentos, le describí todos los paisajes y le descubrí todos los secretos, mientras él dormía. Antes del amanecer, me escapé casi arrastrándome para que el guardia no me viera y volví a mi tiempo y a mi hogar, con la satisfacción de haber cumplido mi buena acción del día. 63
  • 64. Salvada Se había quedado como Job, desierta… de tanto tanto a nada nada. Era raro seguir respirando a pesar de los dolores, dolores adentro, dolores afuera, porque los dolores del alma cuando no tienen espacio se trasladan a la piel, a la carne, a los ojos, a los dientes. Donde encuentran un lugarcito para treparse y rasguñar o morder, ahí están presentes y ocupadísimos en rompernos a pedazos… por último, se acomodan en la tráquea y no nos dejan respirar y es entonces cuando sobreviene la muerte. Daniela, de todas formas, recogió lo que iba quedando de ella y lo guardó entre las páginas de sus libros predilectos. Lo único que le quedó de sí misma al alcance de sus manos fueron sus manos. Al fin y al cabo, era todo lo que necesitaría para poder reconstruirse, pero por el momento no pensaba en eso, más bien pensaba en desaparecer. La vida trae sorpresas inimaginables, como que te toquen la puerta cuando ya nadie toca la puerta, cuando ni te acordás que hay puerta o para qué sirven las puertas de una casa. Convengamos en que primero se asustó con el sonido del timbre… se colocó de palmas contra la pared y arrastró las manos para no hacer ruido y para que no pudieran ver su sombra a través de la ventana. Se fue arrimando lentamente y, cuando llegó, tocó con su 64
  • 65. dedo índice la mirilla, pero por supuesto no vio nada. El corazón latía fuerte, desde la biblioteca… El timbre sonó otra vez. Daniela tenía miedo, pero más que miedo, vergüenza, ¿cómo explicaría a quien estuviera del otro lado que ya no tenía cabeza ni pies ni cuerpo, que solo le quedaban las manos? Seguramente se reirían de ella, se burlarían o, lo que es peor, huirían aterrorizados… timbre otra vez, la mano izquierda sin consultar nada tomó el picaporte y abrió la puerta. Del otro lado y a la altura de las manos de Daniela, había suspendidas don manitos pequeñas, con las uñas largas y sucias. La manito derecha tomó la mano izquierda de Daniela y se la apretó, en ese momento se escuchó un gran alboroto en la biblioteca. Los ojos y los oídos saltaron de los libros y vinieron a ver qué pasaba; él corazón también volvió. Daniela entonces conoció al pequeño que se encontraba detrás de esas mínimas manitos, la carita rasguñada por las penas, el corazón mordido. Del cuerpo quedaban hilachas delgadas… aún tenía cabello, pies y enormes ojos que pedían y pedían…. su voz, o lo quedaba de ella, murmuró bajito: “tengo hambre” y esas dos palabras mágicas reconstruyeron a Daniela que, al verse entera otra vez, tomó al niño y lo llevó a la cocina mientras le contaba lo que le haría de comer. 65
  • 66. De amores a deshora... No voy a olvidar jamás esos ojos que como dos grandes almendras me miraban fijamente cada sesenta minutos. A pesar de los ocho metros de distancia entre nosotros, pude estudiar cada detalle de su hermosa figura hasta grabarla en mi mente por completo. Una voz grave y seductora pertenecía a esa mirada hipnotizadora. Antes de que ella habitara aquella modernísima y extraña casa que estaba justo frente a la mía, solía yo mirar de refilón mis costados, cada vez que me tocaba salir, buscando novedades que me distrajeran de mi rutina, pero nada, por interesante que resultara, podría compararse a la sorpresa que recibí esa mañana. Exactamente a las seis, me asomé, refunfuñando por haber tenido que despertarme otra vez temprano. Acababan de terminar las mini vacaciones que obligadamente me habían tenido que dar debido a un desperfecto en el lugar donde habito hasta el día de hoy, fue entonces que vi a Antonio empujar algo dentro de la vecina casa vacía, pero no supe qué era hasta las siete cuando salí nuevamente a cumplir mi tarea y allí estaba ella, lista para estrenar su voz. Vestía un atuendo de color amarillo, limpio y aterciopelado, ¡¡¡se la veía tan joven!!! Me enamoré de inmediato con la suerte de ser correspondido en mis sentimientos. Al principio sólo nos mirábamos. Yo intentaba escuchar su música, cosa que me resultaba realmente difícil por 66
  • 67. no poder parar de entonar la obligada vieja sonatina que se me había enseñado hacía unos setenta y cinco años atrás. Justo al tiempo que ella cantaba, yo comenzaba mi repertorio, mientras Antonio ni se inmutaba en escucharnos, siempre distraído en su trabajo minucioso que requería toda su atención. La melodía que entonaba Umbrela, así se llamaba la flamante vecina, era un tanto estrafalaria, se parecía a la música que el hijo de Antonio tiene guardada en un aparato metálico que él llama “E-ME-PE-TRES”, a mí no me hubiera gustado en absoluto si no fuera porque era ella quien la cantaba, con desparpajo y coquetería. Transcurrido un mes de su llegada, Umbrela comenzó a jugar un juego peligroso: cuando Antonio estaba distraído, ella salía de su casa, sin mediar permiso alguno y además muy a destiempo, me llamaba, con una pícara voz, tarareando cualquier cosa que se le ocurriera en el momento; yo desde la ventana trataba de persuadirla a volver a casa… a callarse; ella sonreía y, divertida, bailaba unos pasitos de zapateo americano que a mí me enloquecían de amor y de miedo por lo que pudiera hacernos Antonio si se percataba, pero poco a poco me fui relajando y comencé a disfrutar de las travesuras de mi hermosa enamorada. Sin embargo, como todo lo bueno termina pronto, también nuestra felicidad duró lo que un suspiro. Antonio había enviudado hacía cinco años y le revoloteaban algunas mujeres del barrio, unas con 67
  • 68. buenas intenciones y otras por conocer la acomodada situación económica de este joven talentoso que había perpetuado un viejo y próspero oficio familiar. Una de estas mujeres conquistó su corazón y fue quien destrozó el mío. Venía por las tardes para prepararle café y conversar con él. Fue ella la que descubrió que Umbrela salía a deshora y cantaba canciones diferentes, muchas de ellas verdaderamente mal entonadas. Una tarde, sin siquiera tener la delicadeza de esperar que estuviéramos encerrados en nuestras respectivas casas, comenzó a decirle a Antonio que Umbrela, a la que ella llamó despectivamente “pajarraco”, y su casa desentonaban con el resto. No desperdició la ocasión el hijo de Antonio, que estaba escuchando la conversación, y le pidió a su padre que le permitiera utilizar el ridículo artefacto para dar sus primeros pasos en el oficio. El padre, sorprendido y orgulloso por la iniciativa de su hijo, no pudo negarse. Con estupor e impotencia tuve que presenciar cómo desarmaban la casa vecina esa misma noche y cómo arrancaban el corazón de mi amada que, antes de morir, me miró, con sus ojos almendra, como si lo que le estaban haciendo no le afectara. Incluso entonó una breve estrofa de una fea canción que yo adoré viniendo de ella, mientras ahogado en sollozos, trataba de abrir la ventana de mi vieja casa para maldecir a esos repugnantes relojeros asesinos… 68
  • 69. La rebelión Definitivamente discriminado, no solo él, sino todos sus iguales, y los no tan iguales. Preso… limitado por una mano poderosa que regía sus movimientos, ¿acaso le importaba un pito a su antipático y autoritario amo conocer su potencial? Él sabía que podría tomar cualquier dirección con elegancia, era eficiente y poseía gran destreza, consideraba un absurdo capricho que le hicieran a un costado cada vez que daba dos pasos sin importar su opinión al respecto. Su indignación llegó al límite esa tarde, cuando al salir al combate con toda la adrenalina contenida mientras estuvo “guardado”, quiso adelantarse un poco, solo un paso más, y el jefe, cara de sabelotodo, se lo impidió. Uno, dos y a la izquierda, esa era la orden y así se sintió él; un verdadero cero a la izquierda… pero sería la última vez, se lo juró a sí mismo por el cielo y el infierno. Terminada la batalla, se reunió con su igual y buscó a los dos paliduchos oponentes, fue a su encuentro con 69
  • 70. pañuelo blanco de paz para que supieran que solo deseaba conversar, logró convencerlos: se rebelarían ni bien se presentara la primer ocasión; todo estaba arreglado. La oportunidad llegó pronto, exactamente a la mañana siguiente. Tomaron posiciones, se hicieron un guiño cómplice, uno, dos, a la derecha y ni bien su amo se distrajo, corrió en diagonal y se escondió detrás de un enano pelado que encontró en su camino, los demás siguieron su ejemplo. Al poco rato, desconcertados, creyendo haber visto a sus caballos moverse por sí mismos y temiendo por su salud mental, los ajedrecistas pidieron disculpas y abandonaron la partida. 70
  • 71. Escapada de un cuento Si la hubieran arrestado, habría sido declarada inimputable; bajo los efectos de la cefalea y el vértigo uno puede robarse más de una mancuspia y varias bolsas de avena sin darse cuenta de la gravedad de sus hechos. Tal vez por mis propias jaquecas me interesé en Leonor y me dediqué a investigar su paradero. Debió sentirse muy sola cuando Julio C. decidió que detendrían al Chango, además cargaba con la responsabilidad de mantener con vida a la parejita de animalejos que aullaban y rascaban su mochila desesperadamente. Después de todo fue por su decisión delictiva que aún hay en el mundo mancuspias en reproducción, ya que las de Julio C. murieron apenas finalizado el cuento. Lo que no sabía Leonor era que estaba infestada. En el apuro de irse no había llevado consigo medicamentos y, dos semanas después de la partida, apenas podía ocuparse de las demandas de las pequeñas bestias; tan débil y fatigada se encontraba. Las mancuspias habían mutado a una suerte de conejos con cabeza de chihuahua, ojos de lechuza y orejas de elefante y con la característica de reproducirse tan aceleradamente como jamás se había visto en otro animal. Tal vez la mutación se debió al cambio de 71
  • 72. ambiente, ya que Leonor, sin fuerzas para seguir adelante, acampó muy cerca de un inmundo pantano y allí la humedad era abrumadora; parecía el lugar propicio para que un protozoo perdido se transformara en poco tiempo en un gigantesco dinosaurio. La cosa es que no habían pasado tres semanas y las dos mancuspias se habían convertido en catorce, siete machos y siete hembras, sin contar los que nacieron muertos. Leonor no tenía idea de dónde, cómo ni cuándo debía realizarse la venta, Julio C. no había dado mayores explicaciones sobre el asunto, pero le urgía desprenderse lo más rápidamente posible de los pequeños salvajes ya que no sería capaz de cuidarlos, asearlos y darles de comer ella sola. Además, escaseaba el alimento, no solo el de los animales, sino también el que necesitaba ella para sobrevivir. Por otro lado, lo poco que comía lo arrojaba en cuestión de minutos, debido a los vómitos ocasionados por el vértigo. La mañana anterior al fatal desenlace, Leonor había caído en una especie de ensoñación alucinógena y delirante y se mantuvo así durante treinta horas, casi hasta el final. Increíblemente, en ese lapso de tiempo, las criaturas, antes tan dependientes, habían desarrollado la capacidad no sólo de sobrevivir, sino también de proveerse para el futuro. 72
  • 73. La mancuspia mayor se ocupaba de pescar pequeños renacuajos en el agua putrefacta, los mataba a pisotones hasta convertirlos en una masa gelatinosa. Mientras tanto, otra mancuspia trituraba entre sus dientes de conejo las hierbas que crecían a la orilla del pantano, formando una bola verde que era mezclada en la asquerosa crema de renacuajo. Con los hocicos llenos subían sobre Leonor y escupían en las partes del cuerpo desprovistas de ropa esa preparación abominable. Pasadas las cuarenta horas de fiebre y delirio, Leonor recuperó la conciencia. Respiró profundamente aliviada, el dolor de cabeza había desaparecido por completo, pero un olor insoportable la impregnaba. Trató de incorporarse y se dio cuenta de que estaba inmovilizada. Sintió entre sus dedos la fresca pegajosidad de la gelatina de renacuajo, su piel estirada como si se hubiera untado con una mascarilla astringente. Los parpados le ardían, movió como pudo la cabeza y recorrió con la mirada sus costados. Allí estaban, observándola, decenas de mancuspias, vivaces, con sus ojos saltones, sus orejas alertas y salivándose igual que se saliva mi perro Sultán ante una porción de carne asada. Leonor pensó: “¡Qué animales tan inteligentes!”, justo antes que la hembra iniciara la comilona. (Inspirada en “Cefalea” de Julio Cortázar) 73
  • 74. Curso de fabricación de alas “Curso de fabricación de alas”, decía el cartel en esa esquina conocida por la desaparición de gente en las últimas semanas. La policía llevó una orden para revisar la vieja casona. Una niña de cabello dorado abrió la puerta y, sin preguntar nada, dejó pasar a los oficiales al interior, mientras los vecinos curiosos esperaban en la vereda de enfrente la detención de los dueños del lugar a los que nunca habían visto. Una hora, dos, tres… algunos regresaron a sus hogares, otros se quedaron haciendo guardia dispuestos a tener la primicia de lo que ocurriera. Pero pasaron seis horas y, desconcertados, decidieron llamar a la comisaria del pueblo vecino y avisar que los oficiales de su distrito eran rehenes en la casa misteriosa. Llegaron, al rato, cuatro uniformados más, con armas en la mano. Esta vez abrió la puerta un pequeño que aparentaba tener no más de siete años. Los saludó amablemente y los invitó a pasar antes de que ellos dijeran “ay”. Una hora, dos, tres… la gente agotada se dejó llevar por la furia y con palos y piedras se dispusieron a arremeter contra la casa, pero antes de llegar a la puerta, ésta se abrió por sí sola y también las ventanas, en las 74
  • 75. que se apretujaron los curiosos en un intento de entender lo que sucedía en el extraño lugar. Lo que vieron fue sorprendente: adentro de la vivienda había, en un salón que parecía ser el único ambiente y, por cierto, enorme, una considerable cantidad de personas ubicadas en cómodos pupitres recibiendo una clase, en la cual los maestros eran niños que no excedían los diez años; los alumnos, en cambio, eran todos adultos y sólo dos o tres adolescentes que hacía días faltaban del pueblo. Las paredes del salón estaban empapeladas de fotografías que mostraban la historia de cada uno de los presentes desde su más tierna niñez. Todo el alumnado llevaba puestos unos enormes y graciosos anteojos. Los oficiales también se habían unido al resto de los atentos discípulos y sus rostros sonrientes mostraban gran entusiasmo. En la pizarra se veía escrita una frase con letra infantil y faltas gravísimas de ortografía: “Bes cosas y dises ‘¿Por qué?’ Pero llo sueño cosas que nunca fueron y digo ’¿Por qué no?’” La frase pertenecía a George Bernard Shaw, aunque pésimamente escrita por los niños, el mensaje de ésta era claro y profundo. Los pequeños maestros hablaban con voz de ángeles y en un idioma que no podían entender quienes se encontraban mirando desde afuera de la casa, pero que 75
  • 76. parecía ser comprendido sin dificultad alguna por los numerosos alumnos que, complacidos, tomaban nota de todo. De pronto, uno de los vecinos, desde la calle, señaló del resto del gentío reunido allí a tres de los supuestos alumnos que se encontraban en el fondo del salón, la actitud de estos parecía diferente a la de los demás oyentes: por momentos se quitaban los grandes anteojos y movían la cabeza negativamente y con amargura, luego se volvían a poner los lentes, sonreían unos momentos, para repetir de nuevo, a los pocos minutos, la acción de quitárselos y negar con la cabeza. Al poco rato y cuando parecía haber terminado de exponer su lección una pequeña gurrumina de no más de tres años, sonó una campana e inmediatamente entraron al salón diez chiquilines arrastrando unas bolsas más grandes que ellos, de las que sacaban y repartían entre los presentes retazos de telas blancas y plumas de distintos colores y tamaños. Alegremente, los alumnos se pusieron a trabajar en la fabricación de alas y, cuando parecían tener dudas, se levantaban y se dirigían a los muros para observar detenidamente las fotos de su niñez, pero enseguida volvían a retomar la tarea. Para entonces, los tres hombres del fondo se habían quitado los anteojos definitivamente y luchaban sin conseguir darle forma a su trabajo y, cuando los 76
  • 77. pequeños maestros intentaban persuadirlos a usar sus lentes y buscar en los muros sus recuerdos, ellos se impacientaban y con evidente fastidio les señalaban sus relojes como reprochándoles la pérdida de tiempo que estas interrupciones les causaban. Por fin, todos terminaron la consigna y los pequeños docentes les señalaron una puerta de salida por el fondo de la casa. Los curiosos salieron corriendo hacia la calle de atrás para encontrarse con los reaparecidos vecinos y preguntarles de qué se trataba todo eso, pero cuando llegaron solo vieron una estela blanca que se perdía en las alturas y apenas pudieron distinguir los uniformes de los policías alejándose hacia el horizonte, en un vuelo que parecía veloz y certero. Ninguno de los presentes pudo decir palabra por el asombro que tal suceso había ocasionado en ellos, y así pasaron un buen rato, mudos y quietos, hasta que un ruido fuerte y seco los despabiló. Fue entonces que dirigieron su vista en dirección del estruendoso sonido y vieron en la plaza, frente a la calle donde se encontraban, a los tres incrédulos alumnos del fondo, tratando de desenredarse de unas feas y enormes alas sobre las que habían caído después de un fallido intento de vuelo. 77
  • 78. El viaje El gusano maratonista estaba repleto de terrícolas. Me dio un poco de impresión meterme en el vientre de éste, pero era la manera más fácil de averiguar todo sobre ellos y sus visitantes. Estos insectos gigantes siguen una estela que dejan sus compañeros para mostrarles el camino a los que vienen atrás. Cada tanto algún huésped se pone molesto y la gran lombriz deja de andar para escupirlo en lo que ellos llaman una “estación”, pero antes de hacerlo el superinsecto emite un gemido largo y agudo, expresando su disgusto. El gusano tiene unos poros abiertos en sus costados por donde se puede mirar el paisaje. Algunos huéspedes en su interior se acomodan doblando sus patitas y asentando la parte más gruesa y carnosa de sus cuerpos sobre una especie de bancos enfrentados y se miran las antenas chatas, pegadas a la pequeña bola llena de orificios que tienen sus cuerpos en su extremo superior. Tal vez es una forma de comunicación silenciosa. Estuve dos meses allí dentro. Por lo visto no hice disgustar a la gran oruga porque no se decidía a vomitarme. Al fin pude salir, subiéndome a la zapatilla de uno de sus invitados justo antes de que fuera escupido. 78
  • 79. ¿Qué puedo decir del lugar? Desde mi punto de vista es el sitio donde los habitantes de este planeta eligen ejercitar sus patas delanteras, algunos las usan para alcanzar los bolsillos de sus compañeros terrícolas cuando estos se distraen y les quitan pequeños objetos, (creo que lo hacen de juguetones que son), pero a veces, el despojado se da cuenta y, si está de mal humor y no quiere jugar a eso, entonces cambian abruptamente de juego y se hace un revoltijo de extremidades que van y vienen. Incluso los he visto babearse de tinta roja (seguramente de la emoción). Otros huéspedes se acomodan en rincones y juntan sus piezas bucales en una especie de baile desaforado y sus apéndices oculares se contraen, de manera que ya no pueden ver nada de lo que sucede a su alrededor. (Situación que los obliga a palparse para saber que el otro todavía está ahí.) Algunos simplemente se quedan inmóviles, con sus antenas contraídas y sus bocas abiertas que despiden una viscosidad transparente y asquerosa… La historia se repite una y otra vez, que yo recuerde. Si supiera cómo hacer para molestar a la gran larva y que me escupa en algún lindo paisaje, volvería a subirme. 79
  • 80. El pueblo de la buena fortuna Todo el mundo intentaba deshacerse de sus bienes, ¡pero era tan difícil!, pues a cada minuto se multiplicaban. Mientras unos regalaban las joyas casi con prepotencia a sus vecinos o parientes, otros venían y les dejaban en el umbral de sus puertas cheques por más dinero de lo que costaba todo lo que habían logrado obsequiar. Los negocios ponían a precio ridículo la mercadería para asegurarse que no ganarían demasiado aunque hicieran gran cantidad de ventas, pero entonces los clientes, además de llevarse todo, dejaban propinas suculentas, no solo a los empleados, sino a los dueños del lugar. Los peones trabajaban el doble de lo que aceptaban cobrar a fin de mes y el campo era tremendamente fructífero, gracias a la diligencia que ponían estos en hacer que sus amos se enriquecieran. Habían inventado días de fiesta: la fiesta de la esquina más florida del pueblo, la fiesta del gallo que mejor cantaba, la fiesta de la pesca, de la siembra, de la cosecha, de las ovejas, de los caballos, y en todas las fiestas la gente se peleaba por regalarse lo más caro, lo más lindo, pero a nadie le menguaba la fortuna. 80
  • 81. Peones, niñeras, patrones, estancieros, remiseros, sepultureros, maestros, todos eran extremadamente ricos. El dinero iba de una casa a otra como pasa una pelota de tenis en pleno juego de un lado de la cancha al otro lado, para volver luego, y aunque nadie quería ser tocado por ella, al final todos tenían más de la cuenta. Algunos enterraban sus billetes en el jardín y entonces crecía en el mismísimo lugar un árbol con frutos blancos que brillaban en la oscuridad de las serenas y hermosas noches pueblerinas, pero lo más fabuloso era que las semillas de estos frutos no eran otra cosa que diamantes. Lo habían intentado todo, incluso donar la mitad de cuanto tenían, enviándolo a lugares que ni conocían. Pero cuando lo hicieron, recibieron a cambio un camión de caudales que alguien les envió anónimamente y repleto de lingotes de oro. No había nada que hacer, en este pueblo la buena fortuna era excesiva, lo quisieran o no sus habitantes. Un día, llego un turista de nombre Juan, que había encontrado el pueblo de casualidad por haberse extraviado de la ruta que lo llevaba a su destino. Fue amablemente recibido por los más antiguos pobladores del lugar. Lo llevaron a comer al mejor restaurante y, 81
  • 82. por supuesto, no le dejaron pagar (cosa que a él lo alegró grandemente, ya que llevaba muy poco dinero encima y estaba muerto de hambre). Después de la suculenta cena, el dueño del restaurante y también propietario de la posada le dijo que podría usar una de sus cabañas por tiempo indeterminado y sin costo alguno. La ventana del cuarto que tomó prestado Juan daba hacia un jardín donde había tres blanquísimos y refulgentes árboles de diamantes que llamaron la atención del recién llegado. A la mañana siguiente, el hombre preguntó a Gervasio qué tipo de fruto daban esos árboles, intrigado porque jamás había visto uno de esa especie. Gervasio le contó su aventura de esconder el dinero bajo tierra y cómo esto había ocasionado que crecieran esos singulares árboles cuyos frutos guardaban las piedras preciosas. Por supuesto, el forastero no creyó ni media palabra, sin embargo, quedó sorprendido, sin lograr entender porqué a esta gente le podría molestar tanto ser rica, en caso de que realmente lo fueran. En la noche la intriga pudo más que su discreción y se fue sigilosamente al jardín. Tomó una pala y comenzó a cavar alrededor del árbol y ¡oh sorpresa!, allí había, sin envoltorio alguno, pero en perfectas condiciones, 82
  • 83. más de 200 000 pesos. Dudó unos minutos en sacarlos, pero al fin se excusó a sí mismo con el argumento de que su dueño quiso deshacerse de él, y por lo tanto, no se trataba de un robo. Fue directo al siguiente árbol e hizo el mismo trabajo, hallando otra vez idéntica suma de dinero. Lo mismo ocurrió con el tercer árbol. Luego puso la tierra en su lugar y se fue a esconder los billetes en su equipaje. Al día siguiente, durante el desayuno, Juan le dijo a Gervasio que tendría que irse por asuntos de trabajo que lo urgían pero que pronto regresaría, sin embargo, antes de marcharse le contó sobre las grandes ciudades y todo lo que con dinero se puede hacer en ellas: cómo la gente compra, vende y se deja comprar, le contó sobre las peleas por obtener ganancia y lo importante que resulta cuidarse de no perder un centavo innecesariamente, le dijo cuánto prestigio y respeto despertaba en las personas el individuo que tenía riquezas y lo miserable que podía llegar a sentirse quien no hubiera sabido hacerse de una pequeña fortuna. El turista hablaba tan convincentemente que Gervasio sintió un inmenso deseo de conocer una ciudad y entendió que para ser bien recibido debía ser un hombre verdaderamente rico. Supuso que en las 83
  • 84. grandes metrópolis todos tendrían mucho más que lo que tenía cualquier habitante del pueblo y que antes de ir debía ahorrar (este verbo jamás había sido utilizado antes en el lugar). Así que después de despedir al visitante, reunió a su familia, le transmitió con lujo de detalles y algunas exageraciones propias sus nuevos conocimientos sobre las grandes ciudades y los entusiasmó a prepararse para viajar en unos meses, cuando hubieran logrado ser realmente ricos… Desde ese día Gervasio cobró un poco más cada plato a sus clientes y sirvió una ración más pequeña que la de costumbre. A fin de mes pagó a sus empleados lo correspondiente a su trabajo, pero les quitó el bono que solía darles de regalo. Una mañana, notó este buen hombre que sus tres arboles habían perdido su antigua brillantez. Tomó uno de los frutos, lo abrió y para su sorpresa halló que no tenían semilla alguna, ¡los diamantes se habían esfumado! En otra ocasión esto lo hubiera alegrado, pero con su nueva expectativa de volverse rico rápidamente para cumplir su sueño le preocupó sobremanera. Para colmo de males quiso desenterrar el dinero, pero éste, como por arte de magia, había desaparecido. No pudo evitar sentirse desesperado, su fortuna había disminuido 84
  • 85. considerablemente y tendría que tomar medidas drásticas para recuperarla. Esa noche las porciones de comida fueron un cuarto de plato y valían el doble. Los clientes preguntaron qué pasaba, no por el precio excesivo, con el que estaban muy conformes aunque extrañados, sino por la ración tan pequeña. Gervasio les explicó lo que había sucedido con sus árboles y la pérdida de su dinero. Ante tan buena noticia, los amigos no dudaron en festejar, era el primero que lograba reducir notablemente su fortuna, lo que no imaginaron era que a Gervasio no le hacía ninguna gracia la situación y mucho menos esos inoportunos festejos, de manera que desanimado como estaba, y bastante molesto, los trató pésimamente y estos, a los pocos días, desacostumbrados a los malos tratos, decidieron cambiar de restaurante, de manera que la clientela de Gervasio menguó considerablemente y con ella sus bienes. Mientras tanto, el resto del pueblo seguía en su lucha por deshacerse de sus riquezas que aumentaban día tras día. Por alguna razón el ideal de estos ciudadanos era tener cuanto necesitaban para vivir, sin guardar lo que excediera a eso. Fue entonces que a uno de ellos se le ocurrió mencionar el modo en que Gervasio iba 85
  • 86. perdiendo su fortuna. De pronto se imaginaron que él era quien tenía la receta perfecta para quitarse de encima lo excesivo y decidieron indagar sus actitudes y seguir su ejemplo. Al poco tiempo de observarlo aprendieron el extraño modo de comportarse que tenía actualmente Gervasio y pusieron en acción la mezquindad de éste, hábito que hasta el momento jamás se había visto en el lugar. La receta resultó perfecta. A medida que practicaban la avaricia rápidamente se empobrecían, pero no solo adelgazaban sus bolsillos, sino también sus virtudes, y cuando llegaron a no tener siquiera lo necesario no pudieron evitar volverse más y más egoístas, gruñones y solitarios, tratando desesperadamente de conservar para sí al menos lo indispensable para vivir. Dicen que en el curso de unos pocos años el pueblo perdió su fortuna, su belleza y su buen humor y, en cambio, comenzó a reinar la enemistad y las acciones deshonestas. Dicen también que hace mucho tiempo no hay fiestas ni regalos y que solo queda un vago recuerdo de aquellos árboles que iluminaban las frescas y alegres noches pueblerinas… 86
  • 87. Del otro lado del muro Etelvina venía a casa dos veces al año y se quedaba unos pocos días para hacerme compañía. Aunque sus intenciones eran las mejores, la visita terminaba siendo un fiasco; mis hábitos lograban sacar lo peor de ella y lo menos grave que me decía era que tenía costumbres de vieja ociosa y entrometida, todo porque pasaba algunas horas del día con mi oreja pegada a un vaso que apoyaba en la pared. Es verdad que me entretenía conociendo la vida de esos vecinos a los que nunca les había visto la cara y que me parecían encantadores, pero también es cierto que jamás anduve por el barrio desparramando la información que obtenía a través del muro. Una tarde, Etelvina llegó mal humorada por el viaje agotador de casi ocho horas que tenía que hacer hasta este viejo pueblo donde yo me empecinaba en quedarme. Le serví té, mientras la escuchaba protestar, después hablamos por un rato de bueyes perdidos, y finalmente me preguntó lo de siempre, si me había decidido a vender esa antigua casa y mudarme a un lugar más interesante, más cerca de ella. –Por supuesto que no –le dije –, a mí me parece sumamente interesante este pueblo. Además es donde crecí y no pienso dejarlo jamás. 87
  • 88. –Vaya, vaya, ¿qué tendrá de interesante un lugar donde ya no queda gente?… ¡parece un pueblo fantasma! – me dijo con sonrisa burlona. –Los Ivanous son gente espectacular. –¿Ah, sí? ¿Los visitás seguido? –No, no los conozco personalmente, pero los escucho y me parecen fabulosos. –Veo que seguís con tus costumbres de chusmerío barato. No le conteste la agresión. –Javier, el esposo, hace una exposición de sus esculturas mañana, en la mansión donde vivían los Morando. Si querés vamos, vos disfrutás del arte, que tanto te gusta, y yo conoceré al fin a mis vecinos cara a cara. –¿Javier Invanous? Me suena el nombre, pero no recuerdo sus obras. Bueno, podemos ir y de paso, cuando te presentes, deciles cómo te gusta oír sus conversaciones detrás de la pared… –se levantó y se fue a descansar. Yo, ya libre de Etelvina, tomé de nuevo el vaso y lo acerqué con cuidado de no hacer ruido en la pared, me quedé largo rato escuchando a Esther, la esposa de Javier, tocar una sinfonía de Beethoven. Debían tener un piano de cola, porque el sonido era perfecto… ¡ni mi hermana ni nadie en el mundo me quitaría esos placeres! Me encantaba escuchar a las “geme”, como las llamaban sus padres, jugar con sus mascotas, calculo que no tendrían más de seis o siete años, pues eran 88
  • 89. chispeantes. La abuela también era un encanto, aunque estaba un poco senil, decía cosas extrañas, hablaba de Ernesto Calivuri, el fundador del pueblo, como si tomara el té con él todos los días, aunque Calivuri había muerto hacía cuarenta años, cuando yo tenía ocho. Lo mejor era que nadie la contradecía, le seguían la conversación y ella les contaba con detalles sobre esta gente de la que hoy ya no queda rastro. Al otro día nos levantamos con Etelvina en mejores términos que el día anterior y ella me propuso que nos preparáramos para ir a la exposición, después de todo no había mucho más para hacer en el lugar. Aseamos la casa, comimos algo y nos fuimos, en bicicleta, porque Etelvina es de ciudad, no le gusta caminar. En unos minutos llegamos a la mansión. Había un hombre en la puerta, con una carpeta en la mano, al cual no conocía, pero eso no era extraño ya que casi no salía de casa. Nos saludó amablemente y nos preguntó si éramos las compradoras, le dijimos que no pensábamos comprar, pero que queríamos ver. –Está bien, pasen. Empezaron ahí nomás las críticas de Etelvina: –Mirá vos, ¡una exposición en una mansión que se cae de vieja… podrían haber pasado un trapo al menos! La verdad, tenía razón; el hall de entrada era un asco, lleno de telarañas, pero los murales eran preciosos y todos firmados por Javier Ivanous. Evidentemente habían sido pintados para los Morando hacía bastante, 89
  • 90. después de todo ellos pasaban largas temporadas de vacaciones en la casa y tenían tanto dinero que podían pagar lo que quisieran, lo que no me explicaba era por qué no contrataban alguna servidumbre que tuviera en condiciones el lugar para esos eventos. Pasamos al siguiente salón. Etelvina estaba horrorizada, había tres bellísimas esculturas gigantescas, pero estaban llenas de tierra. –Típico, ¡una exposición en un pueblo fantasma! ¡Falta que venga un espectro a darnos la bienvenida! –en eso entró una mujer desde el salón contiguo, con traje rojo y muy bien arreglada. –No tiene aspecto de espectro –le dije a Etelvina, que por primera vez desde su llegada me sonrió, casi cariñosamente. –Soy Silvia, ¿son ustedes las compradoras? –No, no vinimos a comprar nada –dijo Etelvina –, solo a mirar; los murales son preciosos y estas esculturas lucirían más si no estuvieran tan abandonadas. Etelvina me decía chusma a mí, pero ella no podía dejar de criticar jamás. –Sí, es verdad –dijo Silvia –, pero es que a la gente que compra no le importa mucho el estado en que está todo, no sé qué harán con las obras de arte, pero los murales no se salvan porque piensan derrumbar este viejo caserón para hacer una mansión moderna. Ustedes saben, son gente joven, no le da valor a nada. Nos quedamos estupefactas. 90
  • 91. –¿Pero cómo?, ¿se vende la casa? ¿y qué dice Ivanous sobre el destino de sus murales? –le pregunté alarmada. –¿Ivanous? ¡Ah, veo que no son del lugar! Javier Ivanous fue un artista bastante reconocido por aquí, cuando éste era un pueblo floreciente. Lamentablemente ellos iban en el mismo avión con los Calivuri, fundadores del lugar, cuando se enfrentaron a una tormenta y el avión se precipitó en el río; todos murieron y se perdieron muchas obras que llevaban con ellos para exponer en la ciudad, aprovechando que Esther, su esposa, daría un concierto de piano allí. No pude descifrar la mirada que me hizo mi hermana en ese momento, no sé si estaba furiosa, sorprendida o asustada, nunca antes me había mirado así. *** Etelvina me dejó traer un bolso chiquito con algunos recuerdos de mamá, también traje mi vaso escondido entre la ropa. ¡Extraño la casa! Mi habitación es como toda habitación de hospital: un poco pequeña, un poco fría, pero yo me entretengo escuchando a mi vecina, pegada mi oreja a mi vaso y éste a la pared. Se llama María, recibe a su amante todos los días y juntos tienen largas conversaciones. Él sabe tocar el violín formidablemente y ella canta como los dioses. 91
  • 92. Es preferible reír que llorar... Amelia había aprendido a llorar desde su infancia tan admirablemente bien que el llanto se convirtió en su más desarrollado talento. Era tan capaz que podía llorar en clave de fa y en clave de sol, con o sin sostenidos y bemoles, estrepitosamente a veces y otras tan sigilosa y dulce que era un encanto verla. Lloraba por todo: porque tenía que levantarse, porque tenía que lavarse los dientes, por tener que despedir a su madre al quedarse en la escuela, cuando tenía que cerrar el cuaderno al fin de cada clase también rompía en llanto, lloraba cuando se enteraba que había terminado el invierno, en otoño al ver las hojas de los árboles caer, lloraba cuando tenía que caminar en el jardín al pensar que estaría probablemente aplastando una hormiga… (aunque caminaba con gran cuidado), lloraba cuando el diariero tiraba el diario… (por el golpe que éste se daba contra el suelo), lloraba si se le caía un pelo o si se lo cortaban, lloraba cada vez que tenía que cambiarse la ropa… (por nostalgia a lo que llevaba puesto). Cuando era jovencita lloraba por estar enamorada y también por no estarlo, por tener amigos y por no tenerlos, por terminar de leer un libro o de ver una 92