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EMILE DURKHEIM: LAS REGLAS DEL MÉTODO SOCIOLÓGICO
PRÓLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN
Estamos tan poco habituados a tratar científicamente los hechos sociales que ciertas proposiciones
contenidas en esta obra, probablemente, sorprenderán al lector. El objeto de toda ciencia es hacer
descubrimientos, y todo descubrimiento desconcierta, más o menos, a las opiniones ya admitidas. En sociología
es preciso que el sabio se decida resueltamente a no dejarse intimidar por los resultados obtenidos en sus
investigaciones, si éstas se han realizado metódicamente.
Estamos todavía demasiado acostumbrados a zanjar todas estas cuestiones de acuerdo con las sugerencias
del sentido común para que podamos fácilmente mantenerlo a distancia de las discusiones sociológicas. Aunque
nos creamos liberados de él, el sentido común nos impone sus juicios sin que nos demos cuenta. Que considere
siempre presente que los modos de pensar a los que él es más propenso son más bien
contrarios que favorables al estudio científico de los fenómenos sociales y, por consiguiente, que se
ponga en guardia contra sus primeras impresiones.
Nuestro método no tiene, por tanto, nada de revolucionario. Incluso en cierto sentido es, en esencia,
conservador, puesto que considera los hechos sociales como cosas cuya naturaleza, por dócil y maleable que
sea, no es modificable a voluntad.
¿No sostiene la esencia del espiritualismo que los fenómenos físicos no pueden derivarse inmediatamente
de los fenómenos orgánicos?. Ahora bien, nuestro método no es en parte más que una aplicación de este
principio a los hechos sociales. De la misma manera que los espiritualistas separan el reino psicológico del
biológico, nosotros separamos el primero del reino social; lo mismo que ellos, nos negamos a explicar lo más
complejo por lo más simple. Nuestro principal objetivo es extender a la conducta humana el racionalismo
científico, haciendo ver que, considerada en el pasado, puede reducirse a relaciones de causa a efecto que una
+operación no menos racional puede transformar, seguidamente, en una serie de reglas para el porvenir. Lo que
se ha llamado en nosotros positivismo no es más que una consecuencia de este racionalismo1
.
PRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN
Cuando apareció este libro por primera vez, suscitó controversias bastantes vivas. Aunque habíamos
declarado muchas veces que la conciencia, tanto individual como social, no era para nosotros nada sustancial
sino solamente un conjunto, más o menos sistematizado, de fenómenos sui generis, se nos tachó de realismo y
de ontologismo. Aunque habíamos dicho expresamente y repetido de todas las maneras que la vida social estaba
hecha, toda ella, de representaciones, se nos acusó de eliminar de la sociología el elemento mental.
Nuestras fórmulas están destinadas a ser reformadas en el futuro. Obtenidas de una práctica personal y
por fuerza restringida, deberán evolucionar necesariamente a medida que se adquiera una experiencia más
amplia y más profunda de la realidad social. En lo que respecta al método, por otra parte, sólo puede hacerse
algo provisional, porque los métodos cambian a medida que avanza la ciencia.
Es indiscutible que los desprecios y las discusiones pasadas no se han disipado todavía por completo. Por
este motivo, quisiéramos aprovecharnos de esta segunda edición para añadir algunas explicaciones a las que
hemos dado anteriormente, responder a ciertas críticas y aportar algunas aclaraciones nuevas sobre ciertos
puntos.
- I -
La proposición según la cual los hechos sociales se deben tratar como cosas –proposición que constituye la
base misma de nuestro método- es la que ha provocado más contradicciones. Se ha considerado paradójico y
escandaloso que asimilemos las realidades del mundo social a las del mundo exterior. En efecto, no decimos que
los hechos sociales son cosas materiales, sino que son cosas con el mismo título que las cosas materiales, aunque
de otra manera.
1
Es decir, que no se lo debe confundir con la metafísica positivista de Comte y Spencer.
¿Qué es en realidad una cosa? La cosa se opone a la idea de la misma manera que lo que se conoce desde
el exterior se opone a lo que se conoce desde el interior. Es cosa todo objeto de conocimiento que no es
naturalmente penetrable para la inteligencia, todo aquello de lo que no podemos darnos una idea adecuada por
un simple procedimiento de análisis mental, todo lo que el espíritu no puede llagar a comprender más que a
condición de salir de sí mismo por vía de la observación y la experimentación, pasando progresivamente de los
caracteres más exteriores y más accesibles inmediatamente a los menos visibles y más profundos. Tratar de los
hechos de un cierto orden como de cosas no es, por consiguiente, clasificarlos en tal o cual categoría de lo real;
es observar frente a ellos una cierta actitud mental. Es abordar su estudio tomando por principio el que se
ignora absolutamente lo que ellos son y que sus propiedades características, como las causas desconocidas de
que dependen, no se pueden descubrir por la introspección, ni siquiera por la introspección más atenta.
En efecto, puede decirse, en este sentido, que todo objeto de la ciencia es una cosa, salvo, acaso, los
objetos matemáticos, porque en lo que respecta a estos últimos, como los construimos nosotros mismos desde
los más sencillos hasta los más complejos, basta, para saber lo que son, mirar dentro de nosotros y analizar
interiormente el proceso mental de donde ellos proceden. Pero cuando se trata de hechos propiamente dichos,
ellos son necesariamente para nosotros, en el momento en que nos ponemos a hacer de ellos ciencia, unos
desconocidos, cosas ignoradas, porque los representantes que hemos podido hacernos de ellos en el curso de la
vida, hechas sin método y sin crítica, carecen de todo valor científico y deben ser mantenidas en cuarentena. En
efecto, aunque para nosotros sean interiores por definición, la conciencia que tenemos de ellos no nos revela ni
su naturaleza interna ni su génesis. La conciencia nos lo hace conocer hasta cierto punto, pero solamente como
las sensaciones nos hacen conocer el calor o la luz, el sonido o la electricidad; nos da de ellos impresiones
confusas, pasajeras, subjetivas, pero no nociones claras y distintas, conceptos explicativos. Y es precisamente
por este motivo por lo que se ha fundado en el presente siglo una psicología objetiva cuya regla fundamental es
estudiar los hechos mentales desde el exterior, es decir, como cosas.
Nuestra regla no implica ninguna concepción metafísica, ninguna especulación sobre el fondo de los seres.
Lo que reclama es que el sociólogo se ponga en el estado de ánimo en que se ponen los físicos, los químicos, los
fisiólogos, cuando se adentran en una región, todavía inexplorada, de su campo científico. Debe, al penetrar en
el mundo social, tener conciencia de que penetra en lo desconocido; es preciso que se sienta en presencia de
hechos cuyas leyes son tan insondables como podrían serlo las de la vida cuando la biología no estaba
constituida; conviene que esté preparado para hacer descubrimientos que lo sorprenderán y lo desconcertarán.
Ahora bien, es también preciso que la sociología haya llegado a ese grado de madurez intelectual. Parece en
verdad que el sociólogo se mueve en medio de cosas inmediatamente transparentes para el espíritu, tan grande
es la facilidad con que se le ve resolver las cuestiones más oscuras. En el estado actual de la ciencia, no
sabemos verdaderamente lo que son las principales instituciones sociales, como el Estado o la familia, el
derecho de propiedad o el contrato, la pena y la responsabilidad; ignoramos casi completamente las causas de
que ellas dependen, las funciones que llenan, las leyes de su evolución; apenas si en algunos puntos empezamos
a entrever alguna luz. Porque lo que importa saber no es la manera en que tal pensador individualmente se
representa tal institución, sino la concepción que de ella tiene el grupo; la única concepción, en efecto,
socialmente eficaz. Ahora bien, ella no se puede conocer mediante la simple observación interior puesto que no
está toda entera dentro de ninguno de nosotros; por ello es necesario encontrar algunos signos exteriores que la
hagan sensible. Además, ella no ha nacido de la nada; es en sí misma efecto de causas externas que hay que
reconocer para poder apreciar su papel en el porvenir. Por tanto, hágase lo que se haga, hay que volver siempre
al mismo método.
- II -
Otra proposición que no ha sido menos discutida que la anterior es la que presenta los fenómenos sociales
como fenómenos externos respecto de los individuos. Pero precisamente porque la sociedad no está compuesta
más que de individuos2
, parece de sentido común que la vida social no pueda tener otro sustrato que la
conciencia individual; de lo contrario, ella parecería descansar en el aire y volar en el vacío.
Toda las veces en que unos elementos cualesquiera combinándose producen, por el hecho de su
combinación, fenómenos nuevos, puede pensarse con razón que estos fenómenos están situados no en los
elementos sino en el todo formado por su unión.
2
La proposición no es, por otra parte, más que parcialmente exacta. Además de los individuos, hay cosas que son elementos integrantes de
la sociedad. Sólo es verdad que los individuos son sus únicos elementos activos.
Apliquemos este principio a la sociología. Si como se reconoce, esta síntesis sui generis que constituye
toda sociedad produce fenómenos nuevos, diferentes de los que hay en las conciencias solitarias, es preciso
admitir que estos hechos específicos residen en la sociedad misma que los producen y no en sus partes, es decir,
en sus miembros. Por tanto son, en este sentido, exteriores a las conciencias individuales, consideradas como
tales, de la misma manera que los caracteres distintivos de la vida son exteriores a las sustancias minerales que
competen al ser vivo. Los hechos sociales no difieren tan sólo en calidad de los hechos psíquicos; ellos tienen
otro sustrato, no evolucionan en el mismo medio, no dependen de las mismas condiciones. Esto no quiere decir
que no sean, ellas también, psíquicos de alguna manera, puesto que todos consisten en maneras de pensar o de
obrar. Pero los estados de conciencia colectiva son de otra naturaleza que los de la conciencia individual; son
representaciones de otra clase. La mentalidad de los grupos no es la de los particulares; tiene sus leyes propias.
Por tanto, las dos ciencias son tan claramente distintas como pueden serlo dos ciencias, aunque por otra parte
pueda haber algunas relaciones entre ellas.
La afirmación de que la materia de la vida social no se puede explicar por factores puramente
psicológicos, es decir, por estados de la conciencia individual, es algo que nos parece del todo evidente. En
efecto, lo que las representaciones colectivas expresan es la forma en que el grupo considera en sus relaciones
con los objetos que lo afectan. Para comprender la forma en que la sociedad se representa a sí misma y al
mundo que o rodea, hay que considerar la naturaleza de la sociedad, no de los particulares. Así, aún cuando la
psicología individual no tuviera secreto alguno para nosotros, no podría darnos la solución de ninguno de estos
problemas, puesto que se refieren a órdenes de hechos que ignora.
Pero una vez reconocida esta heterogeneidad, podemos preguntarnos si las representaciones individuales
y las representaciones colectivas no dejan de parecerse, sin embargo, en tanto que las unas como las otras son
representaciones y si, como consecuencia de estas semejanzas, no serian ciertas leyes abstractas comunes a los
dos reinos. Pero podría ocurrir que la forma en que se atraen o se repelen, se unen o se separan, sea
independiente de su contenido y afecte únicamente a su calidad general de representaciones. A pesar de que
están hechas de una manera diferente, se comportarían en sus relaciones mutuas como lo hacen las
sensaciones, las imágenes o las ideas en el individuo. Se llega así a concebir la posibilidad de una psicología del
todo formal que seria una especie de terreno común para la psicología individual y la sociología; y es esto acaso
lo que constituye el escrúpulo que experimentan ciertos espíritus en distinguir demasiado claramente estas dos
ciencias.
Por tanto, si, como es presumible, ciertas leyes de la mentalidad social recuerdan efectivamente algunas
establecidas por los psicólogos, ello no indica que las primeras sean un simple caso particular de las últimas;
sino que entre las unas y las otras, al lado de diferencias ciertamente importantes, hay semejanzas que la
abstracción podrá deducir y que, por otra parte, se ignoran todavía. Es decir, que en ningún caso la sociología
podría pedir prestada pura y simplemente a la psicología tal o cual proposición para aplicarla tal como es a los
hechos sociales.
- III -
Sólo nos resta decir algunas palabras de la definición que hemos dado de los hechos sociales en nuestro
primer capítulo. Para nosotros consisten en maneras de hacer o de pensar, y son reconocibles por la
particularidad de que son susceptibles de ejercer sobre las conciencias individuales una influencia coercitiva.
Se ha dicho que nosotros explicábamos los fenómenos sociales por la coacción. No tuvimos nunca tal
ambición, y ni siquiera se nos había ocurrido que pudiesen atribuírnosla, por ser completamente contraria a
nuestro método. Lo que nos proponíamos era, no anticipar por vía filosófica las conclusiones de la ciencia, sino
indicar sencillamente mediante que signos exteriores es posible reconocer los hechos de que ella debe tratar, a
fin de que el sabio sepa percibirlos allí donde se encuentren y no los confunda con otros.
También aceptamos de muy buen grado el reproche que se ha hecho a esta definición de no expresar
todos los caracteres del hecho social y, por consiguiente, de no ser la única posible. No hay en efecto, nada
inconcebible en el hecho de que se pueda caracterizar de muchas maneras diferentes; porque no hay motivo
para que no haya más que una sola propiedad distintiva.
Al mismo tiempo que se considera que nuestra definición es demasiado estrecha, se la acusa de ser
demasiado amplia y de abarcar casi todo lo real.
Por otra parte, no hay que extrañarse de que los otros fenómenos de la naturaleza presenten, bajo otras
formas, incluso carácter con arreglo al cual nosotros hemos definido los fenómenos sociales. Esta semejanza
proviene sencillamente de que los unos y los otros son cosas reales. Porque todo lo que es real tiene una
naturaleza definida que se impone, con la que hay que contar y que, aún cuando se consigue neutralizar, no es
jamás vencida completamente. Pero para que haya hechos social, es preciso que por lo menos varios individuos
hayan mezclado sus acciones y que esta combinación haya producido algo nuevo. En efecto, se puede llamar
institución, sin desnaturalizar el sentido de la palabra, a todas las creencias y a todos los modos de conducta
instituidos por la colectividad; entonces se puede definir la sociología diciendo que es la ciencia de las
instituciones, de su génesis y de su funcionamiento3
.
En efecto, esta ciencia no podía nacer más que el día en se hubiese presentido que los fenómenos
sociales, por el hecho de no ser materiales, no dejan de ser cosas reales que exigen estudio.
INTRODUCCIÓN
Hasta ahora, los sociólogos se han preocupado poco de caracterizar y definir el método que aplican al
estudio de los hechos sociales. Así sucede que, en toda la obra de Spencer, el problema metodológico no ocupa
ningún lugar. Es cierto que Mill se ha preocupado bastante ampliamente de la cuestión; pero no ha hecho más
que pasar por el tamiz de su dialéctica lo que Comte había dicho sobre ella, sin añadir a la misma nada
verdaderamente personal.
En efecto, los grandes sociólogos cuyos nombres acabamos de recordar apenas si salen de generalidades
sobre la naturaleza de las sociedades, sobre las relaciones del reino social y del reino biológico, sobre la marcha
general del progreso; incluso la voluminosa sociología de Spencer no tiene apenas otro objeto que mostrar cómo
se aplica la ley de la evolución universal a las sociedades. Ahora bien, para tratar estas cuestiones filosóficas no
son necesarios procedimientos especiales y complejos. Basta con pensar los méritos comparados de la deducción
y de la inducción y realizar una investigación sumaria sobre las fuentes más generales de que dispone la
investigación sociológica. Pero quedaban sin determinar las precauciones que deben tomarse en la observación
de los hechos, la forma en que deben plantearse los principales problemas, el sentido en que debe dirigirse la
investigación, las prácticas especiales que pueden permitirle alcanzar sus fines, las reglas que deben presidir el
manejo de las pruebas.
Nos hemos visto obligados por la fuerza de las mismas cosas a elaborar un método más definido, en
nuestra opinión, más exactamente adaptado a la naturaleza particular de los fenómenos sociales.
3
Del hecho de que las creencias y las prácticas sociales penetren en nosotros desde el exterior no se deduce que las recibamos pasivamente
y sin hacerles sufrir modificaciones. Al pensar en las instituciones colectivas, al asimilarlas, las individualizamos, les damos más o menos
nuestra marca personal; es así como, al pensar en el mundo sensible, cada uno de nosotros lo colorea a su manera y cómo sujetos diferentes
se adaptan de un modo diferente al medio psíquico.
CAPÍTULO I
¿QUÉ ES UN HECHO SOCIAL?
Antes de investigar cual es el método que conviene para el estudio de los hechos sociales, importa saber
cuáles son los hechos a los que así se denomina.
La cuestión es tanto más necesaria cuanto que nos servimos de esta calificación sin precisar mucho. Se la
emplea corrientemente para designar casi todos los fenómenos que pasan en el interior de la sociedad, por poco
que presenten, de forma más o menos general, algún interés social. Pero de esta manera no hay, por así decirlo,
acontecimientos humanos que no puedan llamarse sociales. Por tanto, si estos hechos fuesen sociales, la
sociología no tendría un objeto que le fuese propio y su dominio se confundiría con el de la biología y la
psicología.
Pero, realmente, en toda sociedad hay un grupo determinado de fenómenos que se distinguen por
caracteres definidos de los que estudian las otras ciencias de la naturaleza.
Se trata, por tanto, de modos de obrar, pensar y sentir que presentan la notable propiedad de que existen
fuera de las conciencias individuales.
Estos tipos de conducta o de pensamiento no solamente son exteriores al individuo, sino que están
dotados de una poder imperativo y coercitivo en virtud del cual se le imponen, quiera o no quiera. Sin duda,
cuando yo estoy completamente de acuerdo con ellos, esta coacción no se hace sentir o lo hace levemente y por
ello es inútil. Pero no deja de ser un carácter intrínseco de estos hechos, y la prueba es que ella se afirma desde
el momento en que intento resistir. La conciencia publica se opone a todo acto que las ofenda mediante la
vigilancia que ejerce sobre la conducta de los ciudadanos y las penas especiales de que ella dispone. En otros
casos, la coacción es menos violenta, pero no deja de existir. Por otra parte, la coacción, aunque sea indirecta,
no deja de ser eficaz.
He aquí entonces un orden de hechos que presentan caracteres muy especiales: consisten en formas de
obrar, pensar y sentir, exteriores al individuo y están dotados de un poder de coacción en virtud del cual se le
imponen. En consecuencia, no podrían confundirse con los fenómenos orgánicos, puesto que aquellos consisten
en representaciones y en acciones; ni con los fenómenos psíquicos, los cuales no tienen existencia más que en la
conciencia individual y por ella. Constituyen, por consiguiente, una especie nueva y es a ellos a los que es
necesario reservar y dar la calificación de sociales. Es cierto que el termino coacción, por el cual los definimos,
corre el riesgo de despertar el celo sectario de un individualismo absoluto. Como éste profesa que el individuo
es perfectamente autónomo, le parece que se le disminuye toda vez que se le hace sentir que no depende
solamente de sí mismo. Pero puesto que es indiscutible hoy día que la mayor parte de nuestras ideas y
tendencias no son elaboradas por nosotros, sino que nos vienen del exterior, no pueden penetrar en nosotros
más que imponiéndose; esto es todo lo que significa nuestra definición. Se sabe además que toda coacción social
no es necesariamente exclusiva de la personalidad individual4
.
Podría creerse, de acuerdo con lo que precede, que no encontramos hecho social sino allí donde existe
una organización definida. Pero hay otros hechos que, sin presentar estas formas cristalizadas, tiene la misma
objetividad y el mismo ascendiente sobre el individuo. Es lo que se denomina corrientes sociales. Vienen a cada
uno de nosotros desde el exterior y son susceptibles de arrastrarnos a pesar de nosotros mismos. Que trate un
individuo de oponerse a una de estas manifestaciones colectivas y verá cómo los sentimientos que niega se
vuelven contra él. Ahora bien, si este poder de coacción externa se afirma con esta claridad en los casos de
resistencia, es posible que exista, aún de un modo inconsciente, en los casos contrarios. Entonces somos
víctimas de una ilusión que nos hace creer que hemos elaborado lo que nos ha sido impuesto desde el exterior.
Pero aunque la complacencia con que nos dejamos arrastrar oculta la coacción sufrida, no la suprime. Además,
una vez que han cesado de obrar sus influencias sociales sobre nosotros y una vez que nos encontramos de nuevo
solos, los sentimientos que hemos tenido nos hacen el efecto de algo extraño, donde no nos reconocemos. Es así
como individuos perfectamente inofensivos en su mayoría pueden, reunidos en una muchedumbre, dejarse
arrastrar a la realización de atrocidades.
Es posible, por otra parte, confirmar mediante una experiencia característica esta definición del hecho
social; basta con observar la forma en que se educa a los niños. Cuando se contemplan los hechos tales como
son y como siempre han sido, salta a la vista que toda educación consiste en un esfuerzo continuo para imponer
al niño los modos de ver, sentir y obrar que él no hubiera adquirido espontáneamente. La educación tiene
cabalmente por objeto crear al ser social. Esta presión de todos los instantes que sufre el niño es la presión
misma del medio social que tiende a formarle a su imagen y semejanza, siendo los padres y los maestros nada
más que sus representantes e intermediarios.
4
Por otra parte, esto no quiere decir que toda coacción sea normal. Volveremos más adelante sobre este punto.
Un pensamiento que se encuentra en todas las conciencias particulares, un movimiento que repiten todos
los individuos no son, por ello, hechos sociales. Lo que los constituye son las creencias, las tendencias, las
prácticas del grupo tomado colectivamente; en cuanto a las formas que revisten los estados colectivos
reflejándose en los individuos son cosas de otra especie. En efecto, algunas de estas maneras de obrar o de
pensar adquieren, debido a la repetición, una especie de consistencia que las precipita, por así decirlo, y las
aísla de los acontecimientos particulares que las reflejan.
El hecho social es distinto de sus repercusiones individuales.
Un fenómeno puede tener carácter colectivo sólo si es común a todos los miembros de la sociedad o, por
lo menos, a la mayoría de ellos, es decir si tienen carácter general. Es un estado del grupo que se repite en los
individuos porque se impone a los mismos. Está en cada parte porque está en el todo, pero no está en el todo
porque esté en las partes.
Llegamos, pues, a representarnos de una manera precisa el campo de la sociología. No comprende más
que un grupo determinado de fenómenos. Un hecho social se reconoce por el poder de coacción externo que
ejerce o es susceptible de ejercer sobre los individuos; y la presencia de este poder se reconoce a su vez sea por
la existencia de una sanción determinada, sea por la resistencia que el hecho opone a toda empresa individual
que tienda a violarlo. Sin embargo, se le puede definir también por la difusión que presenta en el interior del
grupo, a condición de que, siguiendo las observaciones precedentes, se tenga cuidado de añadir como
característica segunda y esencial que existe independientemente de las formas individuales que toma al
difundirse. En efecto, la coacción es fácil de comprobar cuando se traduce al exterior por alguna reacción
directa de la sociedad, como ocurre con el derecho, la moral, las creencias, las costumbres, incluso con las
modas. Pero cuando no es más que indirecta, como la que ejerce una organización económica, no siempre se
deja percibir tan claramente.
La sociología no puede desentenderse de lo que concierne al sustrato de la vida colectiva. Sin embargo, el
número y la naturaleza de las partes elementales de que se compone la sociedad, la forma en que están
dispuestas, el grado de cohesión a que han llegado, la distribución de la población sobra la superficie del
territorio, el número y la naturaleza de las vías de comunicación, la forma de las viviendas, etc., no parecen a
primera vista, poder relacionarse con formas de obrar, sentir o pensar.
Llamamos hecho social a toda manera de hacer, fija o no, susceptible de ejercer sobre el individuo una
coacción exterior; o también, que es general dentro de la extensión de una sociedad dada a la vez que posee
una existencia propia, independiente de sus manifestaciones individuales.
CAPÍTULO II.
REGLAS RELATIVAS A LA OBSERVACIÓN DE
LOS HECHOS SOCIALES
La regla primera y más fundamental es considerar a los hechos sociales como cosas.
- I -
En el momento en que un orden nuevo de fenómenos deviene objeto de la ciencia, éstos se encuentran
representados ya en el espíritu, no sólo por imágenes sensibles, sino por una especie de conceptos formados
toscamente. Es que, en efecto, la reflexión es anterior a la ciencia, que no hace más que servirse de aquella
con más método. El hombre no puede vivir en medio de las cosas sin hacerse ideas sobre las mismas de acuerdo
con las cuales regula su conducta. En lugar de observar las cosas, de describirlas, de compararlas, nos
contentamos con tomar conciencia de nuestras ideas, de analizarlas, de combinarlas. En lugar de una ciencia de
realidades, no hacemos que un análisis ideológico. Sin duda, este análisis no excluye necesariamente toda
observación. Es posible apelar a los hechos para confirmar estas nociones o las conclusiones extraídas de ellas.
Pero los hechos no intervienen entonces más que de un modo secundario, en calidad de ejemplos o de pruebas
confirmatorias; no son el objeto de la ciencia. Esta va de las ideas a las cosas, no de las cosas a las ideas.
Es evidente que este método no podría dar resultados objetivos. En efecto, estas nociones o conceptos,
como se les quiera llamar, no son los sustitutos legítimos de las cosas. Producto de la experiencia vulgar, tienen
ante todo por objeto poner nuestras acciones en armonía con el mundo que nos rodea; están formados por la
práctica y para ella. Para que una idea suscite debidamente los movimientos que reclama la naturaleza de una
cosa, no es necesario que exprese fielmente esta naturaleza, sino que basta con que nos haga sentir lo que
tiene la cosa útil o de desventajosa, cómo nos puede servir y cómo nos puede contrariar.
Tal ciencia sólo puede ser una ciencia frustrada y además carece de materia de la que pueda alimentarse.
Tan pronto como existe desaparece, por así decirlo, y se transforma en arte. Desde luego, parece que poseen
todo lo que es preciso para ponernos en condiciones no solamente de comprender lo que es, sino de prescribir lo
que debe ser y los medios de realizarlo. Esta invasión del arte sobre la ciencia, que impide a ésta desarrollarse
es, por otra parte, facilitado por las mismas circunstancias que determinan el despertar de la reflexión
científica, porque como no nace más que para satisfacer necesidades vitales, se encuentra por desgracia
orientada hacia la práctica.
Las nociones de que acabamos de hablar son estas nociones vulgares o prenociones, que señala en la base
de todas las ciencias donde ellas toman el lugar de los hechos.
Los hombres no han esperado el advenimiento de la ciencia social para formarse ideas sobre el derecho,
la moral, la familia, el Estado, la sociedad misma; porque no podían prescindir de ellos para poder vivir. Ahora
bien, es sobre todo en sociología donde estas prenociones se encuentran en estado de dominar a los espíritus y
sustituir a las cosas. En efecto, los hechos sociales no se realizan más que por los hombres, son producto de la
actividad humana.
En efecto, hasta ahora la sociología se ha ocupado más o menos exclusivamente no de cosas sino de
conceptos. Es verdad que Comte ha proclamado que los fenómenos sociales son hechos naturales sometidos a
leyes naturales. Con ello ha reconocido implícitamente su carácter de cosas; porque no hay más que cosas en la
naturaleza. Pero cuando, saliendo de estas generalidades filosóficas, intenta aplicar su principio y hacer surgir
de él la ciencia que contenía, son las ideas lo que toma como objetos de estudio. En efecto, lo que constituye la
materia principal de su sociología es el progreso de la humanidad en el tiempo. Y, en efecto, se trata hasta tal
punto de una representación completamente subjetiva que, en realidad, este progreso de la humanidad no
existe. Lo que existe, lo único que se da a la observación, son sociedades particulares, que nacen, se desarrollan
y mueren independientemente las unas de las otras. En resumen, Comte ha tomado para el desarrollo histórico
la noción que tenía de él y que no difiere mucho de la que hace el vulgo.
Spencer descarta este concepto, pero es para reemplazarlo por otro que no está formado de otra manera.
Él hace de las sociedades, y no de la humanidad, el objeto de la ciencia: sólo que da de las primeras una
definición que hace desvanecer la cosa de que habla para poner en su lugar la prenoción que él tiene. Plantea,
en efecto, como proposición evidente, que “una sociedad no existe más que cuando a la yuxtaposición se une la
cooperación”, de modo que sólo así la unión de individuos se convierte en una sociedad propiamente dicha.
Después, partiendo de este principio de que la cooperación es la esencia de la vida social, divide las sociedades
en dos clases según la naturaleza de la cooperación que domina en ellas. “Hay –dice- una cooperación
espontánea que se efectúa sin premeditación durante la búsqueda de fines de carácter privado; hay también
una cooperación constituida conscientemente que supone la existencia de fines de interés público netamente
reconocidos”. A las primeras les da el nombre de sociedades industriales; a las segundas, el de militares, y se
pude decir de esta distinción que es la idea matriz de su sociología.
Pero esta definición enuncia como cosa lo que no es más que una manera de ver del espíritu. Una vez más
es una cierta manera de concebir la realidad social la que sustituye a esta realidad.
No es sólo en la base de la ciencia donde se encuentran estas nociones vulgares, sino que se las vuelve a
encontrar en cada instante en la trama de los razonamientos. En el estado actual de conocimientos, no sabemos
con certeza qué es el Estado, la soberanía, la libertad política, la democracia, el socialismo, etc.; por
consiguiente, el método exigiría que se prohibiera todo uso de estos conceptos hasta que no fuesen
científicamente construidos.
Los fenómenos sociales son cosas y se los debe tratar como tales. Para demostrar esta proposición no es
necesario filosofar sobre su naturaleza, ni discutir las analogías que presentan con los fenómenos de los reinos
inferiores. Basta comprobar que son el único datum ofrecido al sociólogo. En efecto, se entiende por cosa todo
lo que es dado, todo lo que se ofrece, o, más bien, todo lo que se impone a la observación. Tratar los
fenómenos como cosas es tratarlos en calidad de data que constituyen el punto partida de la ciencia. Los
fenómenos sociales presentan indiscutiblemente este carácter.
Nos es preciso considerar, pues, los fenómenos sociales en sí mismos, separados de los sujetos conscientes
que se los representan; es preciso estudiarlos desde fuera como cosas exteriores; porque es así como se
presentan a nosotros. Si esta exterioridad no es más que aparente, la ilusión se disipará a medida que la ciencia
avance y se verá, por así decirlo, a lo exterior entrar en el interior.
En efecto, se reconoce principalmente una cosa por el hecho que no puede ser modificada por un simple
decreto de la voluntad. No es que sea refractaria a toda modificación. Pero para producir un cambio en ella, no
basta con quererlo, es preciso además un esfuerzo más o menos laborioso, debido a la resistencia que nos opone
y que, por otra parte, no puede siempre ser vencida. Ahora bien, hemos visto que los hechos sociales tienen
esta propiedad. Lejos de ser un producto de nuestra voluntad, la determinan desde el exterior: son como
moldes en los que tenemos que fundir nuestras acciones. Muchas veces es tan grande esta necesidad que no
podemos rehuirla. Pero aún cuando logremos triunfar, la oposición que encontramos basta para advertirnos que
estamos en presencia de una cosa que no depende de nosotros. Por consiguiente, al considerar los fenómenos
sociales como cosas, no haremos más que obrar de acuerdo con su naturaleza.
En definitiva, la reforma que se trata de introducir en sociología es totalmente idéntica a la que ha
transformado la psicología en los últimos treinta años. De la misma manera que Comte y Spencer declaran que
los hechos sociales son hechos de la naturaleza, si tratarlos por ello como cosas, las diferentes escuelas
empíricas habían reconocido, hacía mucho tiempo, el carácter natural de los fenómenos psicológicos, mientras
continuaban aplicándoles un método puramente ideológico. Es este mismo progreso el que todavía tiene que
hacer la sociología. Es preciso que pase de estado subjetivo, que todavía no ha superado, a la fase objetiva.
Por otra parte, este paso es menos difícil de dar en sociología que en psicología. En efecto, los hechos
psíquicos se dan naturalmente como estados del sujeto, del que no parecen separables. Interiores por
definición, parece que no son tratables como exteriores más que violentando su naturaleza. Es preciso no sólo
un esfuerzo de abstracción, sino toda una serie de procedimientos y artificios para llegar a considerarlos de esta
clase. Por el contrario, los hechos sociales tienen de un modo más natural e inmediato todos los caracteres de la
cosa.
- II -
Pero la experiencia de nuestros predecesores nos ha mostrado que para asegurar la realización práctica
de la verdad que acaba de establecerse, no basta con dar una demostración teórica de ella, ni siquiera con
penetrarse en ella. El espíritu se siente tan naturalmente inclinado a desconocerla, que se volverá a caer
inevitablemente en los antiguos procedimientos si no se les somete a una disciplina rigurosa, cuyas reglas
principales, corolarios de la precedentes, vamos a formular.
1.-El primero de estos corolarios es que: es preciso descartar sistemáticamente todas las nociones
previas. Es preciso, por tanto, que el sociólogo, bien en el momento en que se determine el objeto de sus
investigaciones, bien en el curso de sus demostraciones, se prohíba resueltamente el empleo de aquellos
conceptos que se han formado fuera de la ciencia y para necesidades que no tienen nada de científicas. Es
preciso que se libere de estas falsas pruebas que dominan el espíritu del vulgo; que sacuda de una vez para
siempre el yugo de estas categorías a las que un prolongado hábito acaba muchas veces, por volver tiránicas. Si
alguna vez la necesidad le obliga a recurrir a ellas, por lo menos que lo haga teniendo conciencia de su escaso
valor, a fin de no llamarlas a representar en la doctrina un papel del que no son dignas.
Lo que hace a esta liberación particularmente difícil en sociología es que el sentimiento se pone muchas
veces de su parte. Las ideas que nos hacemos de ellas nos subyugan, lo mismo que sus objetos, y adquieren así
una autoridad tal que no soportan la contradicción. Toda opinión que se les oponga es considerada como
enemiga. El solo hecho de someterlas, así como a los fenómenos que expresan, a un frío análisis, altera a ciertos
espíritus.
Muy lejos de traernos claridades superiores a las claridades racionales, están formados exclusivamente
por estados vigorosos, es cierto, pero imprecisos. Concederles semejantes preponderancia es dar la supremacía
a las facultades inferiores de la inteligencia sobre las más elevadas, es condenarse a una logomaquia más o
menos oratoria. Una ciencia hecha de esta manera no puede satisfacer más que a los espíritus que prefieren
pensar más co su sensibilidad que con su entendimiento, que prefieren las síntesis inmediatas y confusas de la
sensación a los análisis luminosos y llenos de paciencia de la razón. El sentimiento es el objeto de la ciencia, no
el criterio de la verdad científica. Por otra parte, no hay ciencia que, en sus comienzos, no haya tropezado con
resistencias análogas. Se puede entonces creer que, perseguido de ciencia en ciencia, terminará este prejuicio
por desaparecer de la sociología, su último retiro, para dejar el terreno libre al sabio.
2.-Pero la regla precedente es completamente negativa. Enseña al sociólogo a escapar del imperio de las
nociones vulgares, para volver su atención hacia los hechos; pero no dice la forma en que debe captar estos
últimos para hacer de ellos un estudio objetivo.
Toda investigación científica se centra en un grupo determinado de fenómenos que responden a una
misma definición. La primera tarea del sociólogo debe ser por ello definir las cosas de que él trata a fin de que
se sepa –y lo sepa él también- cuál es el problema. Es ésta la condición primera y más indispensable de toda
prueba; una teoría, en efecto, sólo es controlable cuando se sabe reconocer los hechos de que ella debe dar
cuenta. Además, puesto que por esta definición inicial de constituye el objeto mismo de la ciencia, esté será, o
no será, una cosa, según la forma en que se haga esta definición.
Para que sea objetiva, es preciso evidentemente que no exprese los fenómenos en función de una idea del
espíritu, sino de las propiedades que le son inherentes. Ahora bien, en el momento en que la investigación va
tan sólo a comenzar, cuando los hechos no han sido sometidos todavía a ninguna elaboración, los únicos
caracteres suyos que se pueden alcanzar son aquellos que se hallan bastante exteriores para ser visibles
inmediatamente. Los que están situados más profundamente son sin duda más esenciales; su valor explicativo es
más alto, pero son desconocidos en esta fase de la ciencia y no se pueden anticipar más que si se sustituye la
realidad por alguna concepción del espíritu. Es por ello que es entre los primeros donde se debe buscar la
materia de esta definición fundamental. De aquí se deriva la siguiente regla: no tomar jamás por objeto de las
investigaciones más que un grupo de fenómenos previamente definidos por ciertos caracteres exteriores que
les son comunes e incluir en la misma investigación a todos los que respondan a esta definición.
Procediendo de esta manera, el sociólogo, desde los primeros pasos, hace pie inmediatamente en la
realidad. En efecto, la forma en que los hechos son clasificados no depende de él, de la formación particular de
su espíritu, sino de la naturaleza de las cosas. Es verdad que la noción así constituida no siempre encaja o
incluso no se adapta generalmente a la noción común. Lo que necesita es constituir con todas las piezas
conceptos nuevos, apropiados a las necesidades de la ciencia y expresados con la ayuda de una terminología
especial. No es, en modo alguno, que el concepto vulgar sea inútil para el sabio; sirve de indicador. Gracias a él
somos informados de que existe en alguna parte un conjunto de fenómenos que son reunidos bajo una misma
denominación y que, por consiguiente, deben tener probablemente caracteres comunes; incluso, como ese
concepto jamás ha dejado de tener cierto contacto con los fenómenos, nos indica a veces, a grandes rasgos, en
qué dirección deben ser investigados. Pero como está burdamente formado, es muy natural que no coincida
exactamente con el concepto científico, instituido con motivo del repetido concepto vulgar.
Por muy evidente e importante que sea esta regla, casi no es observada en sociología. Estamos
acostumbrados de tal modo a servirnos de estas palabras, que vuelven en todo momento durante las
conversaciones y parece inútil precisar el sentido en que las tomamos. Nos referimos simplemente a la noción
común. Ahora bien, ésta es muchas veces ambigua. Esta ambigüedad hace que se reúnan bajo un mismo nombre
y en una misma explicación cosas muy diferentes en realidad. De ahí provienen confusiones inexplicables.
En otros casos se tiene mucho cuidado de definir el objeto sobre el que va a recaer la investigación; pero
en lugar de comprender en la definición y agrupar bajo la misma rúbrica todos los fenómenos que tienen las
mismas propiedades exteriores, se hace entre ellos una selección. Se eligen algunos, una especie de élite, que
se consideran como los únicos que tienen derechos a poseer estos caracteres. En cuanto a los otros, se estima
que han usurpado estos signos distintivos y no se les tiene en cuenta. Pero es fácil prever que de esta manera no
se puede obtener más que una noción subjetiva y truncada. En efecto, esta eliminación no se puede hacer más
que de acuerdo con una idea preconcebida, puesto que en el comienzo de la ciencia ninguna investigación ha
podido establecer todavía la realidad de esta usurpación, en el supuesto de que sea posible. Los fenómenos
elegidos sólo han sido conservados porque eran, más que los otros, conformes con la concepción ideal que uno
se hacía de esta clase de realidad.
Pero se dirá: el definir los fenómenos por sus caracteres aparentes ¿no es atribuir a las propiedades
superficiales una especie de preponderancia sobre los atributos fundamentales?, ¿no es, mediante una inversión
del orden lógico, hacer reposar las cosas sobre la cúspide y no sobre la base? Pero el reproche reposa es una
confusión. Puesto que la definición cuya regla acabamos de dar está colocada al comienzo de la ciencia, no
podría tener por objeto expresar la esencia de la realidad; debe sólo ponernos en condiciones de llegar a ella
posteriormente. Tiene como única función hacernos tomar contacto con las cosas, y como éstas no pueden ser
captadas por el espíritu sino desde afuera, es por sus exteriores como los expresa. Pero esto último no significa
que las explica; suministra únicamente el primer punto de apoyo necesario para nuestras explicaciones.
La objeción seria fundada únicamente si estos caracteres exteriores fueran al mismo tiempo accidentales,
es decir, si no estuviesen vinculados a las propiedades fundamentales. En efecto, en estas condiciones la
ciencia, después de haberlos señalado, no tendría ningún medio de ir más lejos; no podría descender más abajo
en la realidad, puesto que no habría ninguna relación entre la superficie y el fondo. Cuando unos caracteres
determinados se encuentran de una manera idéntica y sin ninguna excepción en todos los fenómenos de un
cierto orden, se puede tener la seguridad de que ellos se relacionan estrechamente con la naturaleza de estos
últimos y que son solidarios con ellos. Por consiguiente, por superficiales que sean, estas propiedades muestran
perfectamente al sabio, siempre que hayan sido observadas metódicamente, el camino que debe seguir para
penetrar más en el fondo de las cosas, son el anillo primero e indispensable de la cadena que la ciencia
desenrollará a continuación en el curso de sus explicaciones.
Puesto que es por medio de la sensación como nos es dado el exterior de las cosas, podemos decir, en
resumen: la ciencia para ser objetiva, debe partir no de conceptos que se han formado sin ella, sino de la
sensación. Es de los datos sensibles de los que debe tomar prestados los elementos de sus definiciones iniciales.
Es de la sensación de donde se desprenden las ideas generales, verdaderas o falsas, científicas o no. El punto de
partida de la ciencia o conocimiento especulativo no podría ser otro que el del conocimiento vulgar o práctico.
Es solamente más allá, es decir, en la forma en que es elaborada después esta materia común, donde empiezan
las divergencias.
3.-Pero la sensación es fácilmente subjetiva. Los caracteres exteriores en función de los cuales define el
objeto de sus investigaciones deben ser lo más objetivos posibles.
Se puede afirmar en principio que los hechos sociales son tanto más susceptibles de ser representados
objetivamente cuanto más desprendidos están de los hechos individuales que los manifiestan.
En efecto, una sensación es tanto más objetiva cuanto mayor fijeza tiene el objeto a que ella se refiere;
porque la condición de toda objetividad es la existencia de un punto de referencia, constante e idéntico, al cual
se pueda referir la representación y que permita todo lo que tiene ésta de variable y subjetivo. Ahora bien, la
vida social, en tanto y en cuanto no ha conseguido aislarse de los acontecimientos particulares que la encarnan
para constituirse aparte, posee cabalmente esta propiedad, porque, como estos acontecimientos no tienen
siempre, en todo momento, la misma fisonomía, y como es inseparable de ellos, le comunican su movilidad.
Consiste entonces en corrientes libres que están perpetuamente en vías de transformación y que la mirada del
observador no consigue fijar.
Por consiguiente, cuando el sociólogo emprende la exploración de un orden cualquiera de hechos
sociales, debe esforzarse por considerarlos desde el plano en que se presentan aislados de sus manifestaciones
individuales. Pero si se quiere seguir una vía metódica, es preciso establecer los primeros cimientos de la
ciencia sobre terreno firme, no sobre arena movediza. Es preciso abordar el reino social por los lugares en que
ofrece más facilidades a la investigación científica. Sólo después de esto será posible seguir más adelante en la
investigación y, por medio de trabajos progresivos de acercamiento, encerrar poco a poco esta realidad huidiza
que el espíritu humano acaso no podrá jamás captar completamente.
CAPÍTULO III.
REGLAS RELATIVAS A LA DISTINCIÓN
DE LO NORMAL Y LO PATOLÓGICO
La observación, conducida con las reglas precedentes, confunde dos órdenes de hechos, muy desiguales
en ciertos aspectos: los que son todo lo que deben ser y los que deberían ser de otra manera de como son, los
fenómenos normales y los fenómenos patológicos. Pero si en ciertos aspectos son de la misma naturaleza, no
dejan por ello de constituir dos variedades diferentes que convienen distinguir. ¿Dispone la ciencia de medios
que permitan hacer esta distinción?
La cuestión es de la mayor importancia. De acuerdo con una teoría, cuyos partidarios se reclutan en las
escuelas más diversas, la ciencia no nos enseñaría nada respecto de lo que debemos querer. No conoce, se dice,
más que hechos que tienen, todos ellos, el mismo valor y el mismo interés; los observa, los explica, pero no los
juzga; para ella no hay nada que sea censurable. El bien y el mal no existen según ella. Nos puede decir cómo
las causas producen sus efectos, no qué fines se deben perseguir. Para saber, no ya lo que es, sino lo que es
deseable, es preciso recurrir a las sugestiones de lo inconsciente, llámesele como se quiera, sentimiento,
instinto, impulso vital, etc. La ciencia se encuentra así destituida, o casi destituida, de toda eficacia práctica y,
por consiguiente, no tiene mucha razón de ser; porque ¿de qué sirve trabajar para conocer lo real, si el
conocimiento que adquirimos no puede servirnos en la vida? ¿Se dirá que, al revelarnos las causas de los
fenómenos, nos suministra los medios de producirlos a nuestro antojo y, por ello, de realizar los fines que
persigue nuestra voluntad por razones supracientíficas? Pero todo medio es, en sí mismo, un fin; porque para
ponerlo en práctica es preciso quererlo como el fin cuya realización prepara ese medio. Hay siempre varios
caminos que llevan a un fin dado; por tanto, hay que elegir entre ellos. Ahora bien, si la ciencia no puede
ayudarnos en la elección del mejor fin ¿cómo podría enseñarnos cuál es el camino mejor para conseguirlo? ¿ Por
qué nos iba a recomendar el camino más rápido con preferencia al más económico, el más seguro antes que el
más sencillo, o a la inversa? Si no puede guiarnos en la determinación de los fines superiores, no será menos
impotente cuando se trate de estos fines secundarios y subordinados, llamados medios.
Es verdad que el método ideológico permite eludir este misticismo y, por otra parte, es el deseo de
eludirlo el que contribuye, en parte, a la persistencia de este método.
Entre la ciencia y el arte ya no hay un abismo, sino que se pasa de la una al otro sin solución de
continuidad. Es verdad que la ciencia no puede descender a los hechos más que por medio del arte, pero el arte
no es más que la prolongación de ciencia. Todavía nos podemos preguntar si la insuficiencia práctica de esta
última no debe ir disminuyendo a medida que las leyes que ella establece vayan expresando de una manera
cada vez más completa la realidad individual.
- I -
Vemos cómo sucede que en sociología, como en historia, los mismos acontecimientos son calificados,
según los sentimientos personales de los sabios, de saludables o desastrosos.
En lugar de pretender de buenas a primeras determinar las relaciones del estado normal y de su contrario
con las fuerzas vitales, busquemos sencillamente algún signo exterior, perceptible de inmediato, pero objetivo,
que nos permita reconocer y distinguir estos dos órdenes de hechos.
Todo fenómeno sociológico, como todo fenómeno social, es susceptible, permaneciendo esencialmente el
mismo, de revestir formas diferentes según los casos. Ahora bien, entre estas formas las hay de dos clases. Unas
son generales en todo la extensión de la especie; se encuentran, si no en todos los individuos, al menos en la
parte de ellos, y si no se repiten de la misma manera en todos los casos en que se observan, sino que varían de
un sujeto a otro, estas variaciones están comprendidas entre límites muy aproximados. Hay otras, por el
contrario, que son excepcionales; no sólo se encuentran más que en la minoría, sino que allí donde se producen
ocurre con frecuencia que no duran toda la vida del individuo. Son una excepción tanto en el tiempo como en el
espacio.
Estamos, por tanto, en presencia de dos variedades distintas de fenómenos, que deben ser designadas con
palabras diferentes. Llamaremos normales a los hechos que se presenten las formas más generales, y daremos a
los otros el nombre de mórbidos o de patológicos. Una vez que se sabe reconocer las especies sociales y
distinguirlas –no tratamos la cuestión con más amplitud- es siempre posible encontrar cuál es la forma más
general que presenta un fenómeno en una especie determinada.
Se ve que un hecho no puede calificarse de patológico más que con relación a una especie dada. Las
condiciones de la salud y la enfermedad no son definibles in abstracto y de una manera absoluta. Cada especie
tiene su salud peculiar, porque posee su tipo medio que le es propio, y la salud de las especies bajas no es
menor que las de las más elevadas. El mismo principio se aplica a la sociología, aunque sea muchas veces
olvidado. Es preciso renunciar a la costumbre, todavía muy extendida, de juzgar una institución, una práctica,
una máxima moral, como si fuesen buenas o malas en sí mismas y por sí mismas para todos los tipos sociales
indistintamente.
Puesto que el punto de referencia con relación al cual se puede juzgar el estado de salud o de
enfermedad varia con las especies, puede variar también para una sola y para la misma especie, si esta llega a
cambiar. Hay sobre todo un orden de variaciones que debemos tener en cuenta porque se producen de un modo
regular en todas las especies; son las que se refieren a la edad. La salud del viejo no es la del adulto, de la
misma manera que ésta no es la del niño; y ocurre lo mismo en las sociedades. Por tanto, un hecho social no
puede llamarse normal para una especie social determinada más que con relación a una fase, igualmente
determinada, de su desarrollo; por consiguiente, para saber si tiene derecho a esta denominación, no basta con
observar bajo qué forma se presenta en la generalidad de las sociedades que pertenecen a esta especie, es
preciso además tener cuidado de considerarlas en la fase correspondiente de su evolución.
Parece que nos limitábamos sencillamente a una definición de palabras; porque no hemos hecho nada más
que agrupar los fenómenos de acuerdo con sus semejanzas y sus diferencias e imponer nombres a los grupos así
formados. Pero en realidad los conceptos que hemos constituido así, aunque tienen la gran ventaja de ser
identificables por caracteres objetivos y fácilmente perceptibles, no se alejan de la noción que nos formamos
comúnmente de la salud y de la enfermedad.
Es verdad que, corrientemente, se entiende también por salud un estado preferible en general a la
enfermedad. Pero esta definición está contenida en la anterior. Si, en efecto, los caracteres cuya concurrencia
forma el tipo normal han podido generalizarse en una especie, ello no es sin motivo.
- II -
No hay que olvidar, en efecto, que si hay interés en distinguir lo normal de lo anormal, es principalmente
con el fin de iluminar la práctica. Ahora bien, para obrar con conocimiento de causa, no basta con saber lo que
debemos querer, sino por qué debemos quererlo. Las proposiciones científicas relativas al estado normal serán
aplicables más inmediatamente a los casos particulares cuando ellas vayan acompañadas de sus razones; porque
entonces se podrá reconocer mejor en qué casos conviene modificarlas al aplicarlas y en qué sentido.
Hay incluso circunstancias en que esta comprobación es rigurosamente necesaria, porque si se empleara
sólo el primer método podría conducir a error. Es lo que ocurre en los periodos de transición en que toda la
especie está a punto de evolucionar sin haberse establecido todavía definitivamente bajo una forma nueva. En
este caso el único tipo normal que en el momento dado aparece realizado y dado por los hechos corresponde al
pasado, y sin embargo no está ya en relación con las nuevas condiciones de existencia. Un hecho puede persistir
así en toda la extensión de la especie, aunque ya no responda a las exigencias de la situación. Por consiguiente,
ya no hay más que las apariencias de la normalidad; porque la generalidad que presenta no es ya más que una
etiqueta engañosa, puesto que no manteniéndose más que por la fuerza ciega del hábito, ella ya no es indicio
de que el fenómeno observado está ligado estrechamente a las condiciones generales de la existencia colectiva.
Esta dificultad es, por otra parte, peculiar de la sociología. Ocurre así todavía en sociología para las sociedades
que pertenecen a las especies inferiores. Porque como muchas de ellas han cubierto ya todo el camino, la ley de
su evolución normal está, o puede ser, establecida. Pero cuando se trata de sociedades más elevadas y más
recientes, esta ley es desconocida por definición, puesto que ellas no han recorrido todavía toda su historia. El
sociólogo puede encontrarse así perplejo para saber si un fenómeno es o no normal, ya que le falta todo punto
de referencia.
Después de haber establecido mediante la observación que el hecho es general, rastreará las condiciones
que han determinado esta generalidad en el pasado e investigará a continuación si se dan todavía esas
condiciones en el presente o sí, por el contrario, han cambiado. En el primer caso tendrá derecho a tratar el
fenómeno como normal y, en el segundo, a negarle este carácter. Por ejemplo, para saber si el estado
económico actual de los pueblos europeos, con la ausencia de organización que los caracteriza, es o no anormal,
se investigará lo que, en el pasado, ha dado nacimiento al mismo. Si estas condiciones son todavía aquellas en
que nuestras sociedades están colocadas, es que esta situación es normal a pesar de las protestas que origine.
Pero si ocurre, por el contrario, que está ligada a esta vieja estructura social que hemos calificado en otra parte
de segmentaria y que, después de haber sido el esqueleto esencial de las sociedades, va esfumándose cada vez
más, deberá llegarse a la conclusión de que constituye ahora un estado mórbido, por universal que ella sea.
Sin embargo, este método no podría sustituir en ningún caso al precedente, ni siquiera ser empleado el
primero. En primer lugar, plantea cuestiones de las que tendremos que hablar más adelante, que sólo pueden
ser abordadas cuando se esta ya bastante avanzado en la ciencia; porque implica, en suma, una explicación casi
completa de los fenómenos, ya que da por determinadas sus causas o sus funciones. Ahora bien, importa que
desde el principio de la investigación se puedan clasificar los hechos en normales y anormales, bajo reserva de
algunos casos excepcionales, a fin de poder asignar a la fisiología su dominio y a la patología el suyo. Luego,
para que un hecho se considere útil o necesario a fin de clasificarlo como normal, hemos de relacionarlo con el
tipo normal. La aplicación de un remedio útil al enfermo podría pasar por un fenómeno normal, mientras que es
evidentemente anormal, porque es solamente en circunstancias anormales cuando tal aplicación tiene esta
utilidad. Si es cierto que todo lo que es normal es útil, a menos que sea necesario, es falso que todo lo que es
útil sea normal. Una vez que se ha comprobado la generalidad del fenómeno, se pueden confirmar los resultados
del primer método, haciendo ver cómo sirve el fenómeno. Podemos entonces formular las tres reglas siguientes:
1.-Un hecho social es normal para un tipo social determinado, considerado en una fase determinada de
su desarrollo, cuando se produce en la medida de las sociedades de esta especie, consideradas en la fase
correspondiente de su evolución.
2.-Se puede comprobar los resultados del método precedente haciendo ver que la generalidad del
fenómeno se relaciona con las condiciones generales de la vida colectiva en el tipo social considerado.
3.-Esta comprobación es necesaria cuando este hecho se refiere a una especie social que no realizado
todavía su evolución integral.
- III -
En sociología, la complejidad y la movilidad mayor de los hechos obligan a tener muchas más
precauciones, como lo prueban los juicios contradictorios de que es objeto el mismo fenómeno por parte de los
distintos sectores.
Si hay un hecho cuyo carácter patológico parece indiscutible, este hecho es el delito.
Clasificar el delito entre los fenómenos de sociología normal no es sólo decir que es un fenómeno
inevitable, aunque lamentablemente debido a la incorregible maldad de los hombres, es afirmar que es un
factor de la salud pública, una parte integrante de toda sociedad sana. Este resultado es, en primer lugar,
bastante sorprendente e incluso nos ha desconcertado durante largo tiempo. Sin embargo, una vez que se
domina esta primera impresión de sorpresa, no es difícil encontrar las razones que explican esta normalidad y
que, al mismo tiempo, la confirman.
En primer lugar, el delito es normal porque una sociedad exenta del mismo es del todo imposible.
El delito, lo hemos mostrado en otra parte, consiste en un acto que ofende ciertos sentimientos
colectivos, dotados de una energía y de una nitidez particulares. Para que en una sociedad dada los actos
calificados de criminales pudiesen dejar de ser cometidos, haría falta que los sentimientos que ellos hieren se
encontrasen en todas las conciencias individuales sin excepción y con el grado de fuerza necesario para
contener los sentimientos contrarios. Ahora bien, suponiendo que esta condición pudiera realizarse
efectivamente, el delito no desaparecería por ello, tan sólo cambiaria de forma; porque la causa misma que
cegaría así las fuentes de la criminalidad abriría inmediatamente otras nuevas.
El delito es por tanto, necesario; se halla ligado a las condiciones fundamentales de toda vida social, pero
por esto mismo es útil; porque estas condiciones de que él es solidario son indispensables para la evolución
normal de la moral y del derecho.
Ocurre que el propio delito representa un papel útil en esta evolución. No solamente él implica que el
camino se halla abierto a los cambios necesarios, sino además, en ciertos casos, prepara directamente estos
cambios. La libertad de pensamiento de que disfrutamos hoy día jamás hubiera podido ser proclamada si las
reglas que la prohibían no hubiesen sido violadas antes de ser solemnemente derogadas. Sin embargo, en aquel
momento, aquella violación era un delito, porque era una ofensa a los sentimientos todavía muy vivos de la
generalidad de las conciencias. Y, sin embargo, este delito era útil porque preludiaba transformaciones que de
día en día se hacían más necesarias.
Desde este punto de vista, los hechos fundamentales de la criminalidad se nos presentan bajo un aspecto
enteramente nuevo. En contra de las ideas corrientes, el delincuente no aparece ya como un ser radicalmente
insociable, como una especie de parásito, de cuerpo extraño e inadmisible, introducido en el seno de la
sociedad; es un agente regular de la vida social. El delito, por su parte, no debe concebirse como un mal que no
podría ser contenido en limites demasiado estrechos; por el contrario, lejos de felicitarse cuando el delito
desciende demasiado sensiblemente por debajo del nivel ordinario, se puede estar seguro de que este progreso
aparente es a la vez contemporáneo y solidario de alguna perturbación social.
La ciencia tiene por objeto el estudio inmediato del tipo normal; ahora bien, si los hechos más generales
pueden ser mórbidos, puede ocurrir que el tipo normal no haya existido jamás en los hechos. Para que la
sociología trate los hechos como cosas, es preciso que el sociólogo sienta la necesidad de adherirse a su escuela.
Ahora bien, como el objeto principal de toda ciencia de la vida, individual o social, es en suma definir el estado
normal, explicarlo y distinguirlo de su opuesto, si la normalidad no se da en las cosas mismas, si por el contrario
es un carácter que nosotros les imprimimos desde fuera, o que les negamos por cualquier razón, ello es debido a
esta saludable dependencia. Las diferentes reglas que hemos establecido hasta ahora son, por tanto,
estrechamente solidarias. Para que la sociología sea verdaderamente una ciencia de las cosas, es preciso que se
considere la generalidad de los fenómenos como criterio de su normalidad.
Nuestro método tiene además la ventaja de regular la acción al mismo tiempo que el pensamiento. Si lo
deseable no es objeto de la observación, pero puede y debe ser determinado por una especie de cálculo mental,
no se puede asignar ningún limite, por así decirlo, a la libre invención de la imaginación que va en busca de lo
mejor.
CAPÍTULO IV.
REGLAS RELATIVAS A LA CONSTITUCIÓN
DE LOS TPOS SOCIALES
Puesto que un hecho social sólo puede ser calificado de normal o de anormal en relación con una especie
social determinada, lo que hemos dicho anteriormente implica que una rama de la sociología está consagrada a
la constitución y clasificación de estas especies.
Esta noción de especie social tiene además la gran ventaja de facilitarnos un término medio entre las dos
concepciones contrarias de la vida colectiva que durante largo tiempo se han repartido entre sí los teóricos; me
refiero al nominalismo de los historiadores y al realismo de los filósofos. Para el historiador, las sociedades
constituyen otras tantas individualidades heterogéneas que no se pueden comparar entre sí. Cada pueblo tiene
su fisonomía, su constitución especial, su derecho, su moral, su organización económica, que le son peculiares
y, por ello, toda generalización es casi imposible. Para el filósofo, por el contrario, todos estos agrupamientos
particulares llamados tribus, ciudades, naciones, no son otra cosa que combinaciones contingentes y
provisionales sin realidad propia. No hay nada real más que la humanidad, y toda evolución social se origina en
los atributos generales de la naturaleza humana. Para los primeros, por consiguiente, la historia no es más que
una serie de acontecimientos que se encadenan sin reproducirse; para los últimos, estos mismos
acontecimientos sólo tienen valor e interés como ilustración de las leyes generales que se hallan inscritas en la
constitución del hombre y que dominan todo el desarrollo histórico. Para aquellos, no se podría aplicar a las
demás sociedades lo que es bueno para una de ellas. Parecería entonces que la realidad social no podría ser
objeto más que de una filosofía abstracta y vaga o de monografías puramente descriptivas. Pero se elude esta
alternativa una vez que se ha reconocido que entre la confusa multitud de las sociedades históricas y el
concepto único, pero ideal, de la humanidad, hay términos medios: son las especies sociales. En la idea de
especie, en efecto, se encuentran ellas reunidas y también la unidad que exige toda investigación
verdaderamente científica y la diversidad que ofrecen los hechos, puesto que la especie es la misma en todos
los individuos que forman parte de ella y, por otra parte, las especies difieren entre sí.
Es por haber desconocido la existencia de especies sociales por lo que Comte ha creído poder presentar el
proceso de las sociedades humanas como idéntico al que de un pueblo único. Es que, en efecto, si sólo existe
una especie social, las sociedades particulares no pueden diferir entre sí más que en el grado, según presenten
de modo más o menos completo los rasgos constitutivos de esta especie única, o que reflejen más o menos
perfectamente a la humanidad.
- I -
Acaso parezca, a primera vista, que no hay otra manera de proceder que estudiar cada sociedad en
particular, hacer de ella una monografía tan exacta y completa como sea posible, luego comparar todas estas
monografías, ver en qué concuerdan y en qué divergen y después, según la importancia relativa de estas
semejanzas y de estas divergencias, clasificar los pueblos en grupos semejantes o diferentes. En apoyo de este
método, se observa que es el único admisible en una ciencia basada en la observación.
Pero, en realidad, esta circunspección no tiene de científica más que la apariencia. En efecto, es inexacto
que la ciencia sólo pueda instituir leyes después de haber pasado revista a todos lo hechos que ellas expresan, ni
formar géneros más que después de hacer descrito en su integridad los individuos que ellos comprenden. El
verdadero método experimental tiende más bien a sustituir los hechos vulgares, que no son demostrativos más
que a condición de ser numerosos y que por consiguiente no permiten obtener más que conclusiones siempre
dudosas, por hechos decisivos y cruciales, como decía Bacon, que por sí mismos y con independencia de su
número tiene un valor y un interés científico. Sobre todo es necesario proceder así cuando se trata de constituir
géneros y especies. Porque hacer el inventario de todos los caracteres que pertenecen a un individuo es un
problema insoluble. Es preciso para ello un criterio que vaya más allá del individuo, criterio que las monografías
mejor hechas no podrían facilitarnos. Incluso, sin llevar las cosas a este extremo, es posible prever que cuanto
más elevado sea el número de caracteres que servirán de base a la clasificación, más difícil será que en los
diversos modos en que se combinan en los casos particulares exhiban semejanzas suficientemente francas y
diferencias suficientemente claras como para permitir la constitución de grupos y de subgrupos definidos.
Pero aunque fuese posible una clasificación según este método, tendría el gran defecto de no rendir los
servicios que son su razón de ser. En efecto, debe ante todo tener por objeto abreviar el trabajo científico,
sustituyendo la multiplicidad indefinida de los individuos por un número restringido de tipos. Sólo será
verdaderamente útil si nos permite clasificar otros caracteres aparte de los que le sirven de fundamentos, si nos
facilita marcos para los hechos futuros. Su papel es ponernos en contacto con puntos de referencia con los que
podamos relacionar otras observaciones que no sean las que nos han suministrado estos puntos de referencia.
Debemos entonces elegir para nuestra clasificación caracteres muy especiales. Es cierto que no pueden
ser conocidos más que si la explicación de los hechos está bastante avanzada. Estas dos partes de la ciencia son
solidarias y progresan paralelamente. Puesto que la naturaleza de toda resultante depende necesariamente de
la naturaleza de los elementos componentes, de su número y de la forma en que se combinan, son
evidentemente estos caracteres los que debemos tomar como base y se verá, en efecto, que es de ellos de los
que dependen los hechos generales de la vida social. Por otra parte, como son de orden morfológico, se podría
llamar Morfología social la parte de la sociología que tiene por fin constituir y clasificar los tipos sociales.
- II -
Spencer ha comprendido bien que la clasificación metódica de los tipos sociales no podía tener otro
fundamento.
“Hemos visto –dice- que la evolución social comienza por pequeños agregados sencillos; que progresa por
la unión de algunos de estos agregados, estos grupos se unen con otros semejantes a ellos para formar
agregados todavía mayores. Por ello nuestra clasificación debe comenzar por las sociedades del primer orden,
es decir, del orden más sencillo”.
Desgraciadamente, para pone en práctica este principio, haría falta comenzar por definir con precisión lo
que se entiende por sociedad simple. Es que, en efecto, la sencillez, tal como él la entiende, consiste
esencialmente en una cierta tosquedad de organización. Pero no es fácil decir con exactitud en qué momento la
organización social es lo bastante rudimentaria para que pueda calificarse de simple; es una cuestión de
apreciación.
También la formula que da respecto de ella es tan indefinida que conviene a toda clase de sociedades.
“Lo mejor que podemos hacer –dice- es considerar como sociedad simple la que forma un todo que no está
sujeto a otro y cuyas partes cooperan con un centro regulador o sin él para obtener ciertos fines de interés
publico. Pero hay muchos pueblos que satisfacen esta condición.
La palabra sencillez tiene un sentido definido sólo si significa ausencia completa de las partes. Por tanto,
se entenderá por sociedad simple toda sociedad que no encierre otra más sencilla que ella; que no sólo esté
realmente reducida a un sector único, sino que además no presente ningún rastro de divisiones anteriores. Es
concebible que no pueda haber una sociedad más simple; es el protoplasma del reino social y, por consiguiente,
la base natural de toda clasificación.
Conocemos una multitud de sociedades que están formadas inmediatamente y sin otro intermediario por
una serie de hordas. Cuando la horda se convierte de esta manera en un sector social, en lugar de ser la
sociedad entera, cambia de nombre y se llama clan, pero conserva los rasgos constitutivos. El clan es, en
efecto, un agregado social que no se resuelve en ningún otro más restringido.
Una vez planteada esta noción de la horda o sociedad de sector único –ya sea concebida como realidad
histórica o como postulado de la ciencia- se tiene el punto de apoyo necesario para construir la escala completa
de los tipos sociales. Se distinguirán tantos tipos fundamentales como maneras haya para la horda de
combinarse consigo misma dando nacimiento a sociedades nuevas y dando lugar a que éstas se combinen entre
sí. Se encontrarán al principio agregados formados por una simple repetición de hordas o de clanes (por darles
su nuevo nombre), sin que estos clanes estén asociados entre sí de manera que formen grupos intermedios entre
el grupo total que los comprende a todos y cada uno de ellos. Están simplemente yuxtapuestos como los
individuos de la horda (polisegmentarias simples). Luego vendrían las sociedades formadas por una reunión de
sociedades de la especie anterior, es decir, las sociedades polisegmentarias compuestas simplemente. Se
encontrarían a continuación las sociedades polisegmentarias compuestas doblemente que resultan de la
yuxtaposición o fusión de las varias sociedades polisegmentarias compuestas simplemente.
Hemos simplificado un poco las cosas para mayor claridad. Suponemos, en efecto, que cada tipo superior
estaba formado por la repetición de sociedades de igual características, a saber, del tipo inmediato inferior.
Ahora bien, nada se opone a que sociedades de especies diversas, situadas a diferente altura en el árbol
genealógico de los tipos sociales, se reúnan a fin de formar una especie nueva.
Se comprende, en efecto, que los fenómenos sociedades deben variar, no solamente según la naturaleza
de los elementos componentes, sino según la forma de su composición; deben sobre todo ser diferentes según
que cada uno de los grupos parciales conserve su vida local o que todos sean arrastrados a la vida general, es
decir, según que estén más o menos estrechamente concentrados. Por consiguiente, se deberá investigar si, en
un momento cualquiera, se produce una fusión completa de estos sectores. Se reconocerá que existe ésta por el
hecho de que esta composición original de la sociedad no afecta a su organización administrativa y política.
Se comenzará por clasificar las sociedades de acuerdo con el grado de composición que presente,
tomando como base la sociedad perfectamente simple o un sector único; en el interior de estas clases se
distinguirán diferentes variedades según que se produzca o no una fusión completa de los sectores iniciales.
- III -
Hemos visto, en efecto, que las sociedades no eran más que combinaciones diferentes de una misma y
única sociedad original. Ahora bien, un mismo elemento no se puede componer consigo mismo y los
componentes que resulten de ello no pueden, a su vez, componerse entre sí más que siguiendo un número de
modos limitado, sobre todo cuando los elementos componentes son poco numerosos; éste es el caso de los
sectores sociales. La gama de combinaciones posibles es entonces finita y, en consecuencia, la mayor parte de
ellas deben, por lo menos, repetirse. Se ve así que hay especies sociales. Además es posible que algunas de
estas combinaciones no se produzcan más que una sola vez. Esto no impide que haya especies.
Hay entonces especies sociales, por la misma razón que hay especies en biología. Estas, en efecto, se
deben al hecho de que los organismos no son más que combinaciones variadas de una misma y única unidad
anatómica. Sin embargo, desde este punto de vista hay una gran diferencia entre los dos reinos. En efecto, en
los animales un factor especial viene a dar a los caracteres específicos una fuerza de resistencia que no tienen
los otros; es la generación. Los primeros, porque son comunes a toda la línea de ascendientes, están arraigados
mucho más fuertemente en el organismo. Debido a ello no se dejan fácilmente dominar por la acción de los
medios ambientales individuales, sino que se mantienen idénticos a sí mismos, a pesar de la diversidad de las
circunstancias exteriores. Hay una fuerza interna que los fija a pesar de las excitaciones para varias que puedan
venir del exterior; es la fuerza de los hábitos hereditarios. Por este motivo se hallan netamente definidos y se
pueden determinar con precisión. En el reino social está ausente esta causa interna. Los caracteres no se
pueden reforzar por la generación, porque no duran más que una generación. Es normal, en efecto, que las
sociedades engendradas sean de otra especie que las sociedades generatrices, porque estas últimas, al
combinarse, dan nacimiento a estructuras completamente nuevas.
CAPÍTULO V.
REGLAS RELATIVAS A LA EXPLICACIÓN
DE LOS HECHOS SOCIALES
Pero la constitución de las especies es, ante todo, un medio de agrupar los hechos para facilitar su
interpretación; la morfología social implica orientarse hacia la parte verdaderamente explicativa de la ciencia.
¿Cuál es el método propio de esta última?
- I -
La mayor parte de los sociólogos creen haber explicado los fenómenos una vez que han hecho ver para
qué sirve y el papel que desempeñan.
Pero este método confunde cuestiones muy diferentes. Hacer ver para qué es útil un hecho no es explicar
cómo ha nacido ni cómo es lo que es. Porque los fines a los cuales sirve suponen la existencia de las propiedades
especificas que lo caracterizan, pero no lo crean. El sentimiento que tenemos de la utilidad que ellas ofrecen
puede muy bien incitarnos a poner estas causas en práctica y a sacar de ellas los efectos que implican, no a
sacar estos efectos de la nada. Esta proposición es evidente, ya se trate tan sólo de fenómenos materiales o
incluso de fenómenos psicológicos.
Lo que muestra bien la dualidad de estos órdenes de investigaciones es que un hecho puede existir sin
servir para nada, bien porque no se haya adaptado a ningún fin vital, bien porque, después de haber sido útil,
haya perdido toda utilidad y haya seguido existiendo por la sola fuerza del hábito. Por lo demás, es una
proposición cierta, tanto en sociología como en biología, que el órgano es independiente de la función, es decir,
que siendo el mismo puede servir para fines diferentes. Ocurre entonces que las causas que le hacen ser son
independientes de los fines a los que el órgano sirve.
Es claro que no queremos decir que las tendencias, necesidades y deseos de los hombres no intervengan
jamás de una manera activa en la evolución social. Por el contrario, es cierto que les es posible, según la forma
en que influyan en las condiciones de que depende un hecho, acelerar o contener su desarrollo. Pero además de
que no pueden en ningún caso hacer una cosa de la nada, su intervención, cualesquiera que sean sus efectos,
solo puede tener lugar en virtud de causas eficientes.
Cuando se ha entrado un poco en contacto con los fenómenos sociales, queda uno sorprendido, por el
contrario, de la asombrosa regularidad con que se producen en las mismas circunstancias. Incluso las prácticas
más minuciosas y en apariencia más pueriles se repiten con la más asombrosa uniformidad.
Por tanto, cuando se va a explicar un fenómeno social, es preciso investigar separadamente la causa
eficiente que lo produce y la función que viene a llenar. Nos servimos de la palabra función con preferencia a la
de fin precisamente porque los fenómenos sociales existen generalmente con miras a los resultados útiles que
ellos producen. Lo que hay que determinar es si existe una correspondencia entre el hecho considerado y las
necesidades generales del organismo social y en qué consiste esta correspondencia, sin preocuparse de saber si
ha sido intencionada o no. Por otra parte, todas estas cuestiones de intención son demasiado subjetivas para
poder tratarlas científicamente.
Y no es, solamente que estos dos órdenes de problemas deban estar separados, sino que, en general,
conviene tratar el primero antes que el segundo. Este orden corresponde, en efecto, al de los hechos. Es natural
que se investigue la causa de un fenómeno antes de intentar determinar sus efectos. Este método es tanto más
lógico cuanto que, una vez resuelta la primera cuestión, ayudará muchas veces a resolver la segunda. En efecto,
el vinculo de solidaridad que una la causa al efecto tiene un carácter de reciprocidad que no ha sido
suficientemente reconocido. Sin duda, el efecto no puede existir sin su causa, pero ésta, a la vez, tiene
necesidad de su efecto. Es de ella donde éste saca su energía, pero también el se la restituye a su vez y, por
consiguiente, no puede desaparecer sin que ella se resienta. Por ejemplo, la reacción social que constituye la
pena es debida a la intensidad de los sentimientos colectivos que ofende el delito; pero por otra parte, ella
tiene por función útil el mantener estos sentimientos en el mismo grado de intensidad, porque no tardarían en
enervarse si los delitos que ellos sufren no fueran castigados. De la misma manera, a medida que el medio social
se vuelve más complejo y más movible, las tradiciones, las creencias ya elaboradas se alteran, se hacen algo
más indeterminadas y más flexibles y se desarrollan las facultades reflexivas, pero estas mismas facultades son
indispensables a las sociedades y a los individuos para adaptarse a un medio más movible y complejo. Así, lejos
de que la causa de los fenómenos sociales consista en una anticipación mental de la función que ellos son
llamados a llenar, esta función consiste, por el contrario, al menos en muchos casos, en mantener la causa
preexistente de donde ellos se derivan; se encontrará entonces más fácilmente la primera, si la última es ya
conocida.
Pero si no se debe proceder más que en segundo lugar a la determinación de la función, ésta no deja de
ser necesaria para que la explicación de los fenómenos sea completa. En efecto, si la utilidad del hecho no es lo
que le hace ser, es preciso generalmente que éste sea útil para que pueda mantenerse. Porque basta con que no
sirva para nada para que sea dañoso, puesto que, en este caso, cuesta sin aportar nada. Por lo tanto, si la
generalidad de los fenómenos sociales tuviese este carácter parasitario, el presupuesto de la organización seria
deficitario y la vida social imposible. Por consiguiente, para dar de esta última una idea satisfactoria, es
necesario mostrar cómo concurren entre sí los fenómenos de que se trata, a fin de poner a la sociedad en
armonía consigo misma y con el exterior.
- II -
Una vez distinguidas estas dos cuestiones, es necesario determinar el método según el cual deben
resolverse.
El método de explicación seguido generalmente por los sociólogos, al mismo tiempo que finalista es
psicológico. Estas dos tendencias son solidarias entre sí. En efecto, si la sociedad no es más que un sistema de
medios instituidos por los hombres con miras a ciertos fines, estos fines solo pueden ser individuales: porque,
antes que la sociedad, no podían existir más que individuos. Por lo tanto, es del individuo de donde emanan las
ideas y necesidades que han determinado la formación de las sociedades y si es de él de donde viene todo, es
necesariamente por él por lo que se debe explicar todo. Además, en la sociedad no hay nada más que
conciencias particulares; es entonces en estas últimas donde se encuentra la fuente de toda evolución social. En
consecuencia, las leyes sociológicas no podrán ser más que un corolario de las leyes más generales de la
psicología; la explicación suprema de la vida colectiva consistirá en hacer ver cómo ella dimana de la naturaleza
humana en general, bien se la deduzca de ella directamente y sin observación previa, bien se la vincule a ella
después de haberla observado.
Según Comte, el hecho que domina la vida social es el progreso y, por otra parte, el progreso depende de
un factor exclusivamente psíquico, a saber, la tendencia que empuja al hombre a desarrollar cada vez más su
naturaleza. Incluso los hechos sociales se derivarían tan inmediatamente de la naturaleza humana que, durante
las primeras fases de la historia, podrían deducirse de la misma directamente sin que fuese necesario recurrir a
la observación. Es verdad que Comte reconoce que es imposible aplicar este método deductivo a los periodos
más avanzados de la evolución. Se refiere a que la distancia entre el punto de partida y el de llegada se vuelve
demasiado considerable para que el espíritu humano, si intentara recorrerlo sin guía, no corriese el riesgo de
perderse. Pero la relación entre las leyes fundamentales de la naturaleza humana y los últimos resultados del
progreso no deja de ser analítica. Las formas más complejas de la civilización no son más que la vida psíquica
desarrollada. Así, aunque las teorías de la psicología no pueden bastar como premisas del razonamiento
sociológico, son la piedra de toque única que permite probar la validez de las preposiciones establecidas
inductivamente. “Ninguna ley de sucesión social –dice Comte- indicada por el método histórico, incluso con
toda la autoridad posible, se deberá admitir de un modo definitivo sino después de haber sido relacionada
racionalmente, de un modo directo o indirecto, pero siempre indiscutible, con la teoría positiva de la
naturaleza humana. Por tanto, será siempre la psicología la que tendrá la última palabra.
Es en la naturaleza de la sociedad misma donde hay que ir a buscar la explicación de la vida social. Se
concibe, en efecto, que puesto que ella rebasa infinitamente al individuo tanto ene el tiempo como en el
espacio, se encuentre en estado de imponer las formas de obrar y pensar que ella ha consagrado por su propia
autoridad. Esta presión, que es el signo distintivo de los hechos sociales, es la que ejercen todos sobre cada
uno.
Pero, se dirá, puesto que los únicos elementos de que está formada la sociedad son los individuos, el
origen primero de los fenómenos sociológicos no puede ser más que psicológico.
La sociedad no es una simple suma de individuos, sino que el sistema formado por su asociación
representa una realidad especifica que tiene sus caracteres propios. Sin duda, no puede producirse nada
colectivo si no existen las conciencias particulares, pero esta condición necesaria no es suficiente. Es preciso
además que estas conciencias estén asociadas, combinadas, y ello de cierta manera; es de esta organización de
donde resulta la vida social y, en consecuencia, es esta combinación la que la explica. Agregándose,
penetrándose, fusionándose, las almas individuales dan nacimiento a un ser psíquico, si se quiere, pero que
constituye una individualidad psíquica de un genero nuevo5
. Es entonces en la naturaleza de esta individualidad,
no en la de las unidades componentes, donde hay que ir a buscar las causas próximas y determinantes de los
hechos que se producen en ella. El grupo piensa, siente, obra de un modo completamente distinto que sus
miembros, si éstos estuvieran aislados. Entonces si se parte de estos últimos, no se podrá comprender nada de
lo que pasa en el grupo. Por consiguiente, todas las veces que un fenómeno social es explicado directamente
por un fenómeno psíquico, se puede asegurar que la explicación es falsa.
Acaso se responda que si la sociedad, una vez formada, es realmente la causa próxima de los fenómenos
sociales, los motivos que han determinado su formación son de naturaleza psicológica. Estamos de acuerdo en
que, cuando los individuos están asociados, su asociación puede dar nacimiento a una vida nueva, pero se
pretende que ella no pueda tener lugar más que por razones individuales. Pero, en realidad, por muy lejos que
nos remontemos en la historia, el hecho de la asociación es el más obligatorio de todos, porque es la fuente de
todas las demás obligaciones.
Lo que ha ocultado a los ojos de tantos sociólogos la insuficiencia de este método es que tomando el
efecto por la causa, les ha ocurrido muchas veces que han atribuido el carácter de condiciones determinantes
de los fenómenos sociales a ciertos estados psíquicos, relativamente definidos y especiales, pero que en
realidad son su consecuencia.
En fin, si la evolución social tuviera realmente su origen en la constitución psicológica del hombre, no se
comprende cómo habría podido producirse. Porque entonces debería admitirse que ella tiene por motor algún
resorte interior de la naturaleza humana. ¿Pero cuál podría ser este resorte? ¿ Sería esta especie de instinto del
que habla Comte y que impulsa al hombre a realizar cada vez más con su naturaleza? Pero esto es responder a la
pregunta con la pregunta y explicar el progreso por medio de una tendencia innata al propio progreso,
verdadera entidad metafísica cuya existencia no la demuestra nada; porque las especies animales, inclusos las
más elevadas, no están en modo alguno aguijoneadas por la necesidad de progresar e incluso entre las
sociedades humanas hay muchas que se complacen en permanecer indefinidamente estancadas. Cuando se ha
demostrado plenamente que las organizaciones sociales cada vez más ilustradas que se han sucedido en el curso
de la historia han tenido por efecto satisfacer cada vez más tal o cual de nuestros deseos fundamentales, no se
ha hecho comprender por ello cómo se han producido. El hecho de que fueran útiles no nos enseña qué factores
determinaron su creación. En una palabra, aún aceptando que son los medios necesarios para alcanzar el fin
perseguido, continúa en pie la pregunta: ¿Cómo, es decir, de qué y por qué están constituidos estos medio?
Entonces llegamos a la regla siguiente: La causa determinante de un hecho social debe buscarse entre los
hechos sociales antecedentes y no entre los estados de la conciencia individual. Por otra parte, se concibe
fácilmente que todo lo que precede se aplica a la determinación de la función, así como a la determinación de
la causa. La función de un hecho social no puede ser más que social, es decir, que consiste en la producción de
efectos socialmente útiles. Por tanto, podemos completar la proposición anterior diciendo: La función de un
hecho social debe buscarse siempre en la relación que tiene con algún fin social.
5
He aquí en qué sentido y por qué motivos se puede y debe hablar de una conciencia colectiva distinta de las conciencias individuales. Para
justificar esta distinción no es necesario realizar una hipótesis de la primera; es una cosa especial y se debe designar con un término
particular, simplemente porque los estados que la constituyen difieren específicamente de los que integran las conciencias particulares.
Este carácter especifico les viene del hecho de que están formados de los mismos elementos. Unos, en efecto, provienen de la naturaleza
del ser orgánico-psíquico tomado aisladamente; los otros de la combinación de una pluralidad de seres de este género. Los resultados no
pueden entonces dejar de ser distintos, puesto que los componentes difieren en este punto. Nuestra definición del hecho social, no hacía,
por otra parte, más que trazar de otra manera esta línea de demarcación.
Por haber desconocido muchas veces esta regla y por haber considerado los fenómenos sociales desde un
punto de vista demasiado psicológico, es por lo que las teorías de los sociólogos parecen a muchas personas
demasiado vagas, demasiado etéreas, demasiado alejadas de la naturaleza especial de las cosas que ellos creen
explicar. Es claro que esto no quiere decir que no sea indispensable para el sociólogo el estudio de los hechos
psíquicos. Si bien la vida colectiva no se deriva de la individual, una y otra están estrechamente relacionadas; si
bien la última no puede explicar la primera, puede por lo menos facilitar su explicación. En primer lugar, como
hemos demostrado, es indiscutible que los hechos sociales son producidos por una elaboración sui generis de los
hechos psíquicos. Pero además esta misma elaboración no carece de analogías con la que se produce en cada
conciencia individual y que transforma progresivamente los elementos primarios (sensaciones, reflejos,
instintos) de que ella está originariamente constituida. No se ha dicho sin motivo del yo que él mismo era una
sociedad. Una cultura psicológica, todavía más que una cultura biológica, constituye entonces para el sociólogo
una propedéutica necesaria; pero no le será útil más que a condición de que se libere de ella después de
haberla recibido y que la rebase completándola con una cultura especialmente sociológica. Es preciso que
renuncie a hacer, de algún modo, de la psicología el centro de sus operaciones, el punto de donde deben partir
y a donde pueden llevarlo las excursiones que se arriesgue a hacer en el mundo social, y que se establezca en el
corazón mismo de los hechos sociales para observarlos de frente y sin intermediarios, no demandando de la
ciencia del individuo más que una preparación general y, en caso necesario, sugestiones útiles6
.
- III -
Puesto que los hechos de la morfología social son de la misma naturaleza que los fenómenos fisiológicos,
se deben explicar de acuerdo con la regla que acabamos de enunciar. Sin embargo, se desprende de todo lo que
precede que desempeñan en la vida colectiva, y por consiguiente en las explicaciones sociológicas, un papel
preponderante.
En efecto, si la condición determinante de los fenómenos sociales consiste, como hemos visto, en el
hecho mismo de la asociación, deben variar con las formas de esta asociación, es decir, siguiendo el modo en
que están agrupadas las partes constituyentes de la sociedad. El primer origen de todo proceso social de alguna
importancia debe buscarse en la constitución del medio social interno.
Incluso es posible precisar más. En efecto, los elementos que componen este medio son de dos clases:
cosas y personas. Entre las cosas hay que comprender, además de los objetos materiales incorporados a la
sociedad, los productos de la actividad social anterior, el derecho constituido, las costumbres establecidas, los
monumentos literarios, artísticos, etc. Pero está claro que no es ni de los unos ni de los otros de donde puede
venir el impulso que determina las transformaciones sociales, porque ellas no encierran ninguna potencia
motriz. Sin duda, habrá que tenerlos en cuenta en las explicaciones que se den. Tienen en efecto cierta
influencia en la evolución social, cuya velocidad y dirección varían según como sean ellos; pero no tienen nada
de lo que es necesario para ponerla en marcha. Son la materia a la que se aplican las fuerza viva. Por
consiguiente, queda como factor activo, el medio propiamente humano.
Entonces el esfuerzo principal del sociólogo deberá tender a descubrir las propiedades de este medio
que sean susceptibles de ejercer una acción sobre el curso de los fenómenos sociales.
Pero esta especie de preponderancia que atribuimos al medio social y más particularmente al medio
humano, no implica que sea preciso ver en él una especie de hecho ultimo y absoluto más allá del cual no se
puede llegar. Es evidente, por el contrario, que el estado en que él se encuentra en cada momento de la
historia depende de causas sociales, de las cuales unas son inherentes a la sociedad misma mientras que otras se
refieren a las acciones y reacciones que se intercambian entre esta sociedad y sus vecinas.
Lo que acabamos de decir del medio general de la sociedad se puede repetir de los medios especiales de
cada uno de los grupos particulares que ella encierra. Sin embargo, la acción de estos medios particulares no
podría tener la importancia del medio general; porque ellos mismos están sometidos a la influencia del último.
Es siempre a éste al que es preciso volver. Es la presión que él ejerce sobre estos grupos parciales la que hace
variar su constitución.
Esta concepción del medio social como factor determinante de la evolución colectiva es de la mayor
importancia. Porque si se la rechaza, la sociología se encuentra en la imposibilidad de establecer ninguna
relación de causalidad.
En efecto, descartado este orden de causas, no hay condiciones concomitantes de las que puedan
depender los fenómenos sociales, porque si el medio social externo, es decir, el que está formado por las
sociedades del medio ambiente, es susceptible de tener alguna acción, es apenas tan sólo sobre las funciones
que tienen por objeto el ataque y la defensa, y además no puede hacer sentir su influencia más que por la
intervención del medio social.
6
Los fenómenos psíquicos no pueden tener consecuencias sociales más que cuando están tan íntimamente unidos a los fenómenos sociales
que la acción de los unos y los otros se confunde necesariamente.
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  • 1. EMILE DURKHEIM: LAS REGLAS DEL MÉTODO SOCIOLÓGICO PRÓLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN Estamos tan poco habituados a tratar científicamente los hechos sociales que ciertas proposiciones contenidas en esta obra, probablemente, sorprenderán al lector. El objeto de toda ciencia es hacer descubrimientos, y todo descubrimiento desconcierta, más o menos, a las opiniones ya admitidas. En sociología es preciso que el sabio se decida resueltamente a no dejarse intimidar por los resultados obtenidos en sus investigaciones, si éstas se han realizado metódicamente. Estamos todavía demasiado acostumbrados a zanjar todas estas cuestiones de acuerdo con las sugerencias del sentido común para que podamos fácilmente mantenerlo a distancia de las discusiones sociológicas. Aunque nos creamos liberados de él, el sentido común nos impone sus juicios sin que nos demos cuenta. Que considere siempre presente que los modos de pensar a los que él es más propenso son más bien contrarios que favorables al estudio científico de los fenómenos sociales y, por consiguiente, que se ponga en guardia contra sus primeras impresiones. Nuestro método no tiene, por tanto, nada de revolucionario. Incluso en cierto sentido es, en esencia, conservador, puesto que considera los hechos sociales como cosas cuya naturaleza, por dócil y maleable que sea, no es modificable a voluntad. ¿No sostiene la esencia del espiritualismo que los fenómenos físicos no pueden derivarse inmediatamente de los fenómenos orgánicos?. Ahora bien, nuestro método no es en parte más que una aplicación de este principio a los hechos sociales. De la misma manera que los espiritualistas separan el reino psicológico del biológico, nosotros separamos el primero del reino social; lo mismo que ellos, nos negamos a explicar lo más complejo por lo más simple. Nuestro principal objetivo es extender a la conducta humana el racionalismo científico, haciendo ver que, considerada en el pasado, puede reducirse a relaciones de causa a efecto que una +operación no menos racional puede transformar, seguidamente, en una serie de reglas para el porvenir. Lo que se ha llamado en nosotros positivismo no es más que una consecuencia de este racionalismo1 . PRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN Cuando apareció este libro por primera vez, suscitó controversias bastantes vivas. Aunque habíamos declarado muchas veces que la conciencia, tanto individual como social, no era para nosotros nada sustancial sino solamente un conjunto, más o menos sistematizado, de fenómenos sui generis, se nos tachó de realismo y de ontologismo. Aunque habíamos dicho expresamente y repetido de todas las maneras que la vida social estaba hecha, toda ella, de representaciones, se nos acusó de eliminar de la sociología el elemento mental. Nuestras fórmulas están destinadas a ser reformadas en el futuro. Obtenidas de una práctica personal y por fuerza restringida, deberán evolucionar necesariamente a medida que se adquiera una experiencia más amplia y más profunda de la realidad social. En lo que respecta al método, por otra parte, sólo puede hacerse algo provisional, porque los métodos cambian a medida que avanza la ciencia. Es indiscutible que los desprecios y las discusiones pasadas no se han disipado todavía por completo. Por este motivo, quisiéramos aprovecharnos de esta segunda edición para añadir algunas explicaciones a las que hemos dado anteriormente, responder a ciertas críticas y aportar algunas aclaraciones nuevas sobre ciertos puntos. - I - La proposición según la cual los hechos sociales se deben tratar como cosas –proposición que constituye la base misma de nuestro método- es la que ha provocado más contradicciones. Se ha considerado paradójico y escandaloso que asimilemos las realidades del mundo social a las del mundo exterior. En efecto, no decimos que los hechos sociales son cosas materiales, sino que son cosas con el mismo título que las cosas materiales, aunque de otra manera. 1 Es decir, que no se lo debe confundir con la metafísica positivista de Comte y Spencer.
  • 2. ¿Qué es en realidad una cosa? La cosa se opone a la idea de la misma manera que lo que se conoce desde el exterior se opone a lo que se conoce desde el interior. Es cosa todo objeto de conocimiento que no es naturalmente penetrable para la inteligencia, todo aquello de lo que no podemos darnos una idea adecuada por un simple procedimiento de análisis mental, todo lo que el espíritu no puede llagar a comprender más que a condición de salir de sí mismo por vía de la observación y la experimentación, pasando progresivamente de los caracteres más exteriores y más accesibles inmediatamente a los menos visibles y más profundos. Tratar de los hechos de un cierto orden como de cosas no es, por consiguiente, clasificarlos en tal o cual categoría de lo real; es observar frente a ellos una cierta actitud mental. Es abordar su estudio tomando por principio el que se ignora absolutamente lo que ellos son y que sus propiedades características, como las causas desconocidas de que dependen, no se pueden descubrir por la introspección, ni siquiera por la introspección más atenta. En efecto, puede decirse, en este sentido, que todo objeto de la ciencia es una cosa, salvo, acaso, los objetos matemáticos, porque en lo que respecta a estos últimos, como los construimos nosotros mismos desde los más sencillos hasta los más complejos, basta, para saber lo que son, mirar dentro de nosotros y analizar interiormente el proceso mental de donde ellos proceden. Pero cuando se trata de hechos propiamente dichos, ellos son necesariamente para nosotros, en el momento en que nos ponemos a hacer de ellos ciencia, unos desconocidos, cosas ignoradas, porque los representantes que hemos podido hacernos de ellos en el curso de la vida, hechas sin método y sin crítica, carecen de todo valor científico y deben ser mantenidas en cuarentena. En efecto, aunque para nosotros sean interiores por definición, la conciencia que tenemos de ellos no nos revela ni su naturaleza interna ni su génesis. La conciencia nos lo hace conocer hasta cierto punto, pero solamente como las sensaciones nos hacen conocer el calor o la luz, el sonido o la electricidad; nos da de ellos impresiones confusas, pasajeras, subjetivas, pero no nociones claras y distintas, conceptos explicativos. Y es precisamente por este motivo por lo que se ha fundado en el presente siglo una psicología objetiva cuya regla fundamental es estudiar los hechos mentales desde el exterior, es decir, como cosas. Nuestra regla no implica ninguna concepción metafísica, ninguna especulación sobre el fondo de los seres. Lo que reclama es que el sociólogo se ponga en el estado de ánimo en que se ponen los físicos, los químicos, los fisiólogos, cuando se adentran en una región, todavía inexplorada, de su campo científico. Debe, al penetrar en el mundo social, tener conciencia de que penetra en lo desconocido; es preciso que se sienta en presencia de hechos cuyas leyes son tan insondables como podrían serlo las de la vida cuando la biología no estaba constituida; conviene que esté preparado para hacer descubrimientos que lo sorprenderán y lo desconcertarán. Ahora bien, es también preciso que la sociología haya llegado a ese grado de madurez intelectual. Parece en verdad que el sociólogo se mueve en medio de cosas inmediatamente transparentes para el espíritu, tan grande es la facilidad con que se le ve resolver las cuestiones más oscuras. En el estado actual de la ciencia, no sabemos verdaderamente lo que son las principales instituciones sociales, como el Estado o la familia, el derecho de propiedad o el contrato, la pena y la responsabilidad; ignoramos casi completamente las causas de que ellas dependen, las funciones que llenan, las leyes de su evolución; apenas si en algunos puntos empezamos a entrever alguna luz. Porque lo que importa saber no es la manera en que tal pensador individualmente se representa tal institución, sino la concepción que de ella tiene el grupo; la única concepción, en efecto, socialmente eficaz. Ahora bien, ella no se puede conocer mediante la simple observación interior puesto que no está toda entera dentro de ninguno de nosotros; por ello es necesario encontrar algunos signos exteriores que la hagan sensible. Además, ella no ha nacido de la nada; es en sí misma efecto de causas externas que hay que reconocer para poder apreciar su papel en el porvenir. Por tanto, hágase lo que se haga, hay que volver siempre al mismo método. - II - Otra proposición que no ha sido menos discutida que la anterior es la que presenta los fenómenos sociales como fenómenos externos respecto de los individuos. Pero precisamente porque la sociedad no está compuesta más que de individuos2 , parece de sentido común que la vida social no pueda tener otro sustrato que la conciencia individual; de lo contrario, ella parecería descansar en el aire y volar en el vacío. Toda las veces en que unos elementos cualesquiera combinándose producen, por el hecho de su combinación, fenómenos nuevos, puede pensarse con razón que estos fenómenos están situados no en los elementos sino en el todo formado por su unión. 2 La proposición no es, por otra parte, más que parcialmente exacta. Además de los individuos, hay cosas que son elementos integrantes de la sociedad. Sólo es verdad que los individuos son sus únicos elementos activos.
  • 3. Apliquemos este principio a la sociología. Si como se reconoce, esta síntesis sui generis que constituye toda sociedad produce fenómenos nuevos, diferentes de los que hay en las conciencias solitarias, es preciso admitir que estos hechos específicos residen en la sociedad misma que los producen y no en sus partes, es decir, en sus miembros. Por tanto son, en este sentido, exteriores a las conciencias individuales, consideradas como tales, de la misma manera que los caracteres distintivos de la vida son exteriores a las sustancias minerales que competen al ser vivo. Los hechos sociales no difieren tan sólo en calidad de los hechos psíquicos; ellos tienen otro sustrato, no evolucionan en el mismo medio, no dependen de las mismas condiciones. Esto no quiere decir que no sean, ellas también, psíquicos de alguna manera, puesto que todos consisten en maneras de pensar o de obrar. Pero los estados de conciencia colectiva son de otra naturaleza que los de la conciencia individual; son representaciones de otra clase. La mentalidad de los grupos no es la de los particulares; tiene sus leyes propias. Por tanto, las dos ciencias son tan claramente distintas como pueden serlo dos ciencias, aunque por otra parte pueda haber algunas relaciones entre ellas. La afirmación de que la materia de la vida social no se puede explicar por factores puramente psicológicos, es decir, por estados de la conciencia individual, es algo que nos parece del todo evidente. En efecto, lo que las representaciones colectivas expresan es la forma en que el grupo considera en sus relaciones con los objetos que lo afectan. Para comprender la forma en que la sociedad se representa a sí misma y al mundo que o rodea, hay que considerar la naturaleza de la sociedad, no de los particulares. Así, aún cuando la psicología individual no tuviera secreto alguno para nosotros, no podría darnos la solución de ninguno de estos problemas, puesto que se refieren a órdenes de hechos que ignora. Pero una vez reconocida esta heterogeneidad, podemos preguntarnos si las representaciones individuales y las representaciones colectivas no dejan de parecerse, sin embargo, en tanto que las unas como las otras son representaciones y si, como consecuencia de estas semejanzas, no serian ciertas leyes abstractas comunes a los dos reinos. Pero podría ocurrir que la forma en que se atraen o se repelen, se unen o se separan, sea independiente de su contenido y afecte únicamente a su calidad general de representaciones. A pesar de que están hechas de una manera diferente, se comportarían en sus relaciones mutuas como lo hacen las sensaciones, las imágenes o las ideas en el individuo. Se llega así a concebir la posibilidad de una psicología del todo formal que seria una especie de terreno común para la psicología individual y la sociología; y es esto acaso lo que constituye el escrúpulo que experimentan ciertos espíritus en distinguir demasiado claramente estas dos ciencias. Por tanto, si, como es presumible, ciertas leyes de la mentalidad social recuerdan efectivamente algunas establecidas por los psicólogos, ello no indica que las primeras sean un simple caso particular de las últimas; sino que entre las unas y las otras, al lado de diferencias ciertamente importantes, hay semejanzas que la abstracción podrá deducir y que, por otra parte, se ignoran todavía. Es decir, que en ningún caso la sociología podría pedir prestada pura y simplemente a la psicología tal o cual proposición para aplicarla tal como es a los hechos sociales. - III - Sólo nos resta decir algunas palabras de la definición que hemos dado de los hechos sociales en nuestro primer capítulo. Para nosotros consisten en maneras de hacer o de pensar, y son reconocibles por la particularidad de que son susceptibles de ejercer sobre las conciencias individuales una influencia coercitiva. Se ha dicho que nosotros explicábamos los fenómenos sociales por la coacción. No tuvimos nunca tal ambición, y ni siquiera se nos había ocurrido que pudiesen atribuírnosla, por ser completamente contraria a nuestro método. Lo que nos proponíamos era, no anticipar por vía filosófica las conclusiones de la ciencia, sino indicar sencillamente mediante que signos exteriores es posible reconocer los hechos de que ella debe tratar, a fin de que el sabio sepa percibirlos allí donde se encuentren y no los confunda con otros. También aceptamos de muy buen grado el reproche que se ha hecho a esta definición de no expresar todos los caracteres del hecho social y, por consiguiente, de no ser la única posible. No hay en efecto, nada inconcebible en el hecho de que se pueda caracterizar de muchas maneras diferentes; porque no hay motivo para que no haya más que una sola propiedad distintiva. Al mismo tiempo que se considera que nuestra definición es demasiado estrecha, se la acusa de ser demasiado amplia y de abarcar casi todo lo real.
  • 4. Por otra parte, no hay que extrañarse de que los otros fenómenos de la naturaleza presenten, bajo otras formas, incluso carácter con arreglo al cual nosotros hemos definido los fenómenos sociales. Esta semejanza proviene sencillamente de que los unos y los otros son cosas reales. Porque todo lo que es real tiene una naturaleza definida que se impone, con la que hay que contar y que, aún cuando se consigue neutralizar, no es jamás vencida completamente. Pero para que haya hechos social, es preciso que por lo menos varios individuos hayan mezclado sus acciones y que esta combinación haya producido algo nuevo. En efecto, se puede llamar institución, sin desnaturalizar el sentido de la palabra, a todas las creencias y a todos los modos de conducta instituidos por la colectividad; entonces se puede definir la sociología diciendo que es la ciencia de las instituciones, de su génesis y de su funcionamiento3 . En efecto, esta ciencia no podía nacer más que el día en se hubiese presentido que los fenómenos sociales, por el hecho de no ser materiales, no dejan de ser cosas reales que exigen estudio. INTRODUCCIÓN Hasta ahora, los sociólogos se han preocupado poco de caracterizar y definir el método que aplican al estudio de los hechos sociales. Así sucede que, en toda la obra de Spencer, el problema metodológico no ocupa ningún lugar. Es cierto que Mill se ha preocupado bastante ampliamente de la cuestión; pero no ha hecho más que pasar por el tamiz de su dialéctica lo que Comte había dicho sobre ella, sin añadir a la misma nada verdaderamente personal. En efecto, los grandes sociólogos cuyos nombres acabamos de recordar apenas si salen de generalidades sobre la naturaleza de las sociedades, sobre las relaciones del reino social y del reino biológico, sobre la marcha general del progreso; incluso la voluminosa sociología de Spencer no tiene apenas otro objeto que mostrar cómo se aplica la ley de la evolución universal a las sociedades. Ahora bien, para tratar estas cuestiones filosóficas no son necesarios procedimientos especiales y complejos. Basta con pensar los méritos comparados de la deducción y de la inducción y realizar una investigación sumaria sobre las fuentes más generales de que dispone la investigación sociológica. Pero quedaban sin determinar las precauciones que deben tomarse en la observación de los hechos, la forma en que deben plantearse los principales problemas, el sentido en que debe dirigirse la investigación, las prácticas especiales que pueden permitirle alcanzar sus fines, las reglas que deben presidir el manejo de las pruebas. Nos hemos visto obligados por la fuerza de las mismas cosas a elaborar un método más definido, en nuestra opinión, más exactamente adaptado a la naturaleza particular de los fenómenos sociales. 3 Del hecho de que las creencias y las prácticas sociales penetren en nosotros desde el exterior no se deduce que las recibamos pasivamente y sin hacerles sufrir modificaciones. Al pensar en las instituciones colectivas, al asimilarlas, las individualizamos, les damos más o menos nuestra marca personal; es así como, al pensar en el mundo sensible, cada uno de nosotros lo colorea a su manera y cómo sujetos diferentes se adaptan de un modo diferente al medio psíquico.
  • 5. CAPÍTULO I ¿QUÉ ES UN HECHO SOCIAL? Antes de investigar cual es el método que conviene para el estudio de los hechos sociales, importa saber cuáles son los hechos a los que así se denomina. La cuestión es tanto más necesaria cuanto que nos servimos de esta calificación sin precisar mucho. Se la emplea corrientemente para designar casi todos los fenómenos que pasan en el interior de la sociedad, por poco que presenten, de forma más o menos general, algún interés social. Pero de esta manera no hay, por así decirlo, acontecimientos humanos que no puedan llamarse sociales. Por tanto, si estos hechos fuesen sociales, la sociología no tendría un objeto que le fuese propio y su dominio se confundiría con el de la biología y la psicología. Pero, realmente, en toda sociedad hay un grupo determinado de fenómenos que se distinguen por caracteres definidos de los que estudian las otras ciencias de la naturaleza. Se trata, por tanto, de modos de obrar, pensar y sentir que presentan la notable propiedad de que existen fuera de las conciencias individuales. Estos tipos de conducta o de pensamiento no solamente son exteriores al individuo, sino que están dotados de una poder imperativo y coercitivo en virtud del cual se le imponen, quiera o no quiera. Sin duda, cuando yo estoy completamente de acuerdo con ellos, esta coacción no se hace sentir o lo hace levemente y por ello es inútil. Pero no deja de ser un carácter intrínseco de estos hechos, y la prueba es que ella se afirma desde el momento en que intento resistir. La conciencia publica se opone a todo acto que las ofenda mediante la vigilancia que ejerce sobre la conducta de los ciudadanos y las penas especiales de que ella dispone. En otros casos, la coacción es menos violenta, pero no deja de existir. Por otra parte, la coacción, aunque sea indirecta, no deja de ser eficaz. He aquí entonces un orden de hechos que presentan caracteres muy especiales: consisten en formas de obrar, pensar y sentir, exteriores al individuo y están dotados de un poder de coacción en virtud del cual se le imponen. En consecuencia, no podrían confundirse con los fenómenos orgánicos, puesto que aquellos consisten en representaciones y en acciones; ni con los fenómenos psíquicos, los cuales no tienen existencia más que en la conciencia individual y por ella. Constituyen, por consiguiente, una especie nueva y es a ellos a los que es necesario reservar y dar la calificación de sociales. Es cierto que el termino coacción, por el cual los definimos, corre el riesgo de despertar el celo sectario de un individualismo absoluto. Como éste profesa que el individuo es perfectamente autónomo, le parece que se le disminuye toda vez que se le hace sentir que no depende solamente de sí mismo. Pero puesto que es indiscutible hoy día que la mayor parte de nuestras ideas y tendencias no son elaboradas por nosotros, sino que nos vienen del exterior, no pueden penetrar en nosotros más que imponiéndose; esto es todo lo que significa nuestra definición. Se sabe además que toda coacción social no es necesariamente exclusiva de la personalidad individual4 . Podría creerse, de acuerdo con lo que precede, que no encontramos hecho social sino allí donde existe una organización definida. Pero hay otros hechos que, sin presentar estas formas cristalizadas, tiene la misma objetividad y el mismo ascendiente sobre el individuo. Es lo que se denomina corrientes sociales. Vienen a cada uno de nosotros desde el exterior y son susceptibles de arrastrarnos a pesar de nosotros mismos. Que trate un individuo de oponerse a una de estas manifestaciones colectivas y verá cómo los sentimientos que niega se vuelven contra él. Ahora bien, si este poder de coacción externa se afirma con esta claridad en los casos de resistencia, es posible que exista, aún de un modo inconsciente, en los casos contrarios. Entonces somos víctimas de una ilusión que nos hace creer que hemos elaborado lo que nos ha sido impuesto desde el exterior. Pero aunque la complacencia con que nos dejamos arrastrar oculta la coacción sufrida, no la suprime. Además, una vez que han cesado de obrar sus influencias sociales sobre nosotros y una vez que nos encontramos de nuevo solos, los sentimientos que hemos tenido nos hacen el efecto de algo extraño, donde no nos reconocemos. Es así como individuos perfectamente inofensivos en su mayoría pueden, reunidos en una muchedumbre, dejarse arrastrar a la realización de atrocidades. Es posible, por otra parte, confirmar mediante una experiencia característica esta definición del hecho social; basta con observar la forma en que se educa a los niños. Cuando se contemplan los hechos tales como son y como siempre han sido, salta a la vista que toda educación consiste en un esfuerzo continuo para imponer al niño los modos de ver, sentir y obrar que él no hubiera adquirido espontáneamente. La educación tiene cabalmente por objeto crear al ser social. Esta presión de todos los instantes que sufre el niño es la presión misma del medio social que tiende a formarle a su imagen y semejanza, siendo los padres y los maestros nada más que sus representantes e intermediarios. 4 Por otra parte, esto no quiere decir que toda coacción sea normal. Volveremos más adelante sobre este punto.
  • 6. Un pensamiento que se encuentra en todas las conciencias particulares, un movimiento que repiten todos los individuos no son, por ello, hechos sociales. Lo que los constituye son las creencias, las tendencias, las prácticas del grupo tomado colectivamente; en cuanto a las formas que revisten los estados colectivos reflejándose en los individuos son cosas de otra especie. En efecto, algunas de estas maneras de obrar o de pensar adquieren, debido a la repetición, una especie de consistencia que las precipita, por así decirlo, y las aísla de los acontecimientos particulares que las reflejan. El hecho social es distinto de sus repercusiones individuales. Un fenómeno puede tener carácter colectivo sólo si es común a todos los miembros de la sociedad o, por lo menos, a la mayoría de ellos, es decir si tienen carácter general. Es un estado del grupo que se repite en los individuos porque se impone a los mismos. Está en cada parte porque está en el todo, pero no está en el todo porque esté en las partes. Llegamos, pues, a representarnos de una manera precisa el campo de la sociología. No comprende más que un grupo determinado de fenómenos. Un hecho social se reconoce por el poder de coacción externo que ejerce o es susceptible de ejercer sobre los individuos; y la presencia de este poder se reconoce a su vez sea por la existencia de una sanción determinada, sea por la resistencia que el hecho opone a toda empresa individual que tienda a violarlo. Sin embargo, se le puede definir también por la difusión que presenta en el interior del grupo, a condición de que, siguiendo las observaciones precedentes, se tenga cuidado de añadir como característica segunda y esencial que existe independientemente de las formas individuales que toma al difundirse. En efecto, la coacción es fácil de comprobar cuando se traduce al exterior por alguna reacción directa de la sociedad, como ocurre con el derecho, la moral, las creencias, las costumbres, incluso con las modas. Pero cuando no es más que indirecta, como la que ejerce una organización económica, no siempre se deja percibir tan claramente. La sociología no puede desentenderse de lo que concierne al sustrato de la vida colectiva. Sin embargo, el número y la naturaleza de las partes elementales de que se compone la sociedad, la forma en que están dispuestas, el grado de cohesión a que han llegado, la distribución de la población sobra la superficie del territorio, el número y la naturaleza de las vías de comunicación, la forma de las viviendas, etc., no parecen a primera vista, poder relacionarse con formas de obrar, sentir o pensar. Llamamos hecho social a toda manera de hacer, fija o no, susceptible de ejercer sobre el individuo una coacción exterior; o también, que es general dentro de la extensión de una sociedad dada a la vez que posee una existencia propia, independiente de sus manifestaciones individuales.
  • 7. CAPÍTULO II. REGLAS RELATIVAS A LA OBSERVACIÓN DE LOS HECHOS SOCIALES La regla primera y más fundamental es considerar a los hechos sociales como cosas. - I - En el momento en que un orden nuevo de fenómenos deviene objeto de la ciencia, éstos se encuentran representados ya en el espíritu, no sólo por imágenes sensibles, sino por una especie de conceptos formados toscamente. Es que, en efecto, la reflexión es anterior a la ciencia, que no hace más que servirse de aquella con más método. El hombre no puede vivir en medio de las cosas sin hacerse ideas sobre las mismas de acuerdo con las cuales regula su conducta. En lugar de observar las cosas, de describirlas, de compararlas, nos contentamos con tomar conciencia de nuestras ideas, de analizarlas, de combinarlas. En lugar de una ciencia de realidades, no hacemos que un análisis ideológico. Sin duda, este análisis no excluye necesariamente toda observación. Es posible apelar a los hechos para confirmar estas nociones o las conclusiones extraídas de ellas. Pero los hechos no intervienen entonces más que de un modo secundario, en calidad de ejemplos o de pruebas confirmatorias; no son el objeto de la ciencia. Esta va de las ideas a las cosas, no de las cosas a las ideas. Es evidente que este método no podría dar resultados objetivos. En efecto, estas nociones o conceptos, como se les quiera llamar, no son los sustitutos legítimos de las cosas. Producto de la experiencia vulgar, tienen ante todo por objeto poner nuestras acciones en armonía con el mundo que nos rodea; están formados por la práctica y para ella. Para que una idea suscite debidamente los movimientos que reclama la naturaleza de una cosa, no es necesario que exprese fielmente esta naturaleza, sino que basta con que nos haga sentir lo que tiene la cosa útil o de desventajosa, cómo nos puede servir y cómo nos puede contrariar. Tal ciencia sólo puede ser una ciencia frustrada y además carece de materia de la que pueda alimentarse. Tan pronto como existe desaparece, por así decirlo, y se transforma en arte. Desde luego, parece que poseen todo lo que es preciso para ponernos en condiciones no solamente de comprender lo que es, sino de prescribir lo que debe ser y los medios de realizarlo. Esta invasión del arte sobre la ciencia, que impide a ésta desarrollarse es, por otra parte, facilitado por las mismas circunstancias que determinan el despertar de la reflexión científica, porque como no nace más que para satisfacer necesidades vitales, se encuentra por desgracia orientada hacia la práctica. Las nociones de que acabamos de hablar son estas nociones vulgares o prenociones, que señala en la base de todas las ciencias donde ellas toman el lugar de los hechos. Los hombres no han esperado el advenimiento de la ciencia social para formarse ideas sobre el derecho, la moral, la familia, el Estado, la sociedad misma; porque no podían prescindir de ellos para poder vivir. Ahora bien, es sobre todo en sociología donde estas prenociones se encuentran en estado de dominar a los espíritus y sustituir a las cosas. En efecto, los hechos sociales no se realizan más que por los hombres, son producto de la actividad humana. En efecto, hasta ahora la sociología se ha ocupado más o menos exclusivamente no de cosas sino de conceptos. Es verdad que Comte ha proclamado que los fenómenos sociales son hechos naturales sometidos a leyes naturales. Con ello ha reconocido implícitamente su carácter de cosas; porque no hay más que cosas en la naturaleza. Pero cuando, saliendo de estas generalidades filosóficas, intenta aplicar su principio y hacer surgir de él la ciencia que contenía, son las ideas lo que toma como objetos de estudio. En efecto, lo que constituye la materia principal de su sociología es el progreso de la humanidad en el tiempo. Y, en efecto, se trata hasta tal punto de una representación completamente subjetiva que, en realidad, este progreso de la humanidad no existe. Lo que existe, lo único que se da a la observación, son sociedades particulares, que nacen, se desarrollan y mueren independientemente las unas de las otras. En resumen, Comte ha tomado para el desarrollo histórico la noción que tenía de él y que no difiere mucho de la que hace el vulgo. Spencer descarta este concepto, pero es para reemplazarlo por otro que no está formado de otra manera. Él hace de las sociedades, y no de la humanidad, el objeto de la ciencia: sólo que da de las primeras una definición que hace desvanecer la cosa de que habla para poner en su lugar la prenoción que él tiene. Plantea, en efecto, como proposición evidente, que “una sociedad no existe más que cuando a la yuxtaposición se une la cooperación”, de modo que sólo así la unión de individuos se convierte en una sociedad propiamente dicha. Después, partiendo de este principio de que la cooperación es la esencia de la vida social, divide las sociedades en dos clases según la naturaleza de la cooperación que domina en ellas. “Hay –dice- una cooperación espontánea que se efectúa sin premeditación durante la búsqueda de fines de carácter privado; hay también una cooperación constituida conscientemente que supone la existencia de fines de interés público netamente reconocidos”. A las primeras les da el nombre de sociedades industriales; a las segundas, el de militares, y se pude decir de esta distinción que es la idea matriz de su sociología.
  • 8. Pero esta definición enuncia como cosa lo que no es más que una manera de ver del espíritu. Una vez más es una cierta manera de concebir la realidad social la que sustituye a esta realidad. No es sólo en la base de la ciencia donde se encuentran estas nociones vulgares, sino que se las vuelve a encontrar en cada instante en la trama de los razonamientos. En el estado actual de conocimientos, no sabemos con certeza qué es el Estado, la soberanía, la libertad política, la democracia, el socialismo, etc.; por consiguiente, el método exigiría que se prohibiera todo uso de estos conceptos hasta que no fuesen científicamente construidos. Los fenómenos sociales son cosas y se los debe tratar como tales. Para demostrar esta proposición no es necesario filosofar sobre su naturaleza, ni discutir las analogías que presentan con los fenómenos de los reinos inferiores. Basta comprobar que son el único datum ofrecido al sociólogo. En efecto, se entiende por cosa todo lo que es dado, todo lo que se ofrece, o, más bien, todo lo que se impone a la observación. Tratar los fenómenos como cosas es tratarlos en calidad de data que constituyen el punto partida de la ciencia. Los fenómenos sociales presentan indiscutiblemente este carácter. Nos es preciso considerar, pues, los fenómenos sociales en sí mismos, separados de los sujetos conscientes que se los representan; es preciso estudiarlos desde fuera como cosas exteriores; porque es así como se presentan a nosotros. Si esta exterioridad no es más que aparente, la ilusión se disipará a medida que la ciencia avance y se verá, por así decirlo, a lo exterior entrar en el interior. En efecto, se reconoce principalmente una cosa por el hecho que no puede ser modificada por un simple decreto de la voluntad. No es que sea refractaria a toda modificación. Pero para producir un cambio en ella, no basta con quererlo, es preciso además un esfuerzo más o menos laborioso, debido a la resistencia que nos opone y que, por otra parte, no puede siempre ser vencida. Ahora bien, hemos visto que los hechos sociales tienen esta propiedad. Lejos de ser un producto de nuestra voluntad, la determinan desde el exterior: son como moldes en los que tenemos que fundir nuestras acciones. Muchas veces es tan grande esta necesidad que no podemos rehuirla. Pero aún cuando logremos triunfar, la oposición que encontramos basta para advertirnos que estamos en presencia de una cosa que no depende de nosotros. Por consiguiente, al considerar los fenómenos sociales como cosas, no haremos más que obrar de acuerdo con su naturaleza. En definitiva, la reforma que se trata de introducir en sociología es totalmente idéntica a la que ha transformado la psicología en los últimos treinta años. De la misma manera que Comte y Spencer declaran que los hechos sociales son hechos de la naturaleza, si tratarlos por ello como cosas, las diferentes escuelas empíricas habían reconocido, hacía mucho tiempo, el carácter natural de los fenómenos psicológicos, mientras continuaban aplicándoles un método puramente ideológico. Es este mismo progreso el que todavía tiene que hacer la sociología. Es preciso que pase de estado subjetivo, que todavía no ha superado, a la fase objetiva. Por otra parte, este paso es menos difícil de dar en sociología que en psicología. En efecto, los hechos psíquicos se dan naturalmente como estados del sujeto, del que no parecen separables. Interiores por definición, parece que no son tratables como exteriores más que violentando su naturaleza. Es preciso no sólo un esfuerzo de abstracción, sino toda una serie de procedimientos y artificios para llegar a considerarlos de esta clase. Por el contrario, los hechos sociales tienen de un modo más natural e inmediato todos los caracteres de la cosa. - II - Pero la experiencia de nuestros predecesores nos ha mostrado que para asegurar la realización práctica de la verdad que acaba de establecerse, no basta con dar una demostración teórica de ella, ni siquiera con penetrarse en ella. El espíritu se siente tan naturalmente inclinado a desconocerla, que se volverá a caer inevitablemente en los antiguos procedimientos si no se les somete a una disciplina rigurosa, cuyas reglas principales, corolarios de la precedentes, vamos a formular. 1.-El primero de estos corolarios es que: es preciso descartar sistemáticamente todas las nociones previas. Es preciso, por tanto, que el sociólogo, bien en el momento en que se determine el objeto de sus investigaciones, bien en el curso de sus demostraciones, se prohíba resueltamente el empleo de aquellos conceptos que se han formado fuera de la ciencia y para necesidades que no tienen nada de científicas. Es preciso que se libere de estas falsas pruebas que dominan el espíritu del vulgo; que sacuda de una vez para siempre el yugo de estas categorías a las que un prolongado hábito acaba muchas veces, por volver tiránicas. Si alguna vez la necesidad le obliga a recurrir a ellas, por lo menos que lo haga teniendo conciencia de su escaso valor, a fin de no llamarlas a representar en la doctrina un papel del que no son dignas. Lo que hace a esta liberación particularmente difícil en sociología es que el sentimiento se pone muchas veces de su parte. Las ideas que nos hacemos de ellas nos subyugan, lo mismo que sus objetos, y adquieren así una autoridad tal que no soportan la contradicción. Toda opinión que se les oponga es considerada como enemiga. El solo hecho de someterlas, así como a los fenómenos que expresan, a un frío análisis, altera a ciertos espíritus.
  • 9. Muy lejos de traernos claridades superiores a las claridades racionales, están formados exclusivamente por estados vigorosos, es cierto, pero imprecisos. Concederles semejantes preponderancia es dar la supremacía a las facultades inferiores de la inteligencia sobre las más elevadas, es condenarse a una logomaquia más o menos oratoria. Una ciencia hecha de esta manera no puede satisfacer más que a los espíritus que prefieren pensar más co su sensibilidad que con su entendimiento, que prefieren las síntesis inmediatas y confusas de la sensación a los análisis luminosos y llenos de paciencia de la razón. El sentimiento es el objeto de la ciencia, no el criterio de la verdad científica. Por otra parte, no hay ciencia que, en sus comienzos, no haya tropezado con resistencias análogas. Se puede entonces creer que, perseguido de ciencia en ciencia, terminará este prejuicio por desaparecer de la sociología, su último retiro, para dejar el terreno libre al sabio. 2.-Pero la regla precedente es completamente negativa. Enseña al sociólogo a escapar del imperio de las nociones vulgares, para volver su atención hacia los hechos; pero no dice la forma en que debe captar estos últimos para hacer de ellos un estudio objetivo. Toda investigación científica se centra en un grupo determinado de fenómenos que responden a una misma definición. La primera tarea del sociólogo debe ser por ello definir las cosas de que él trata a fin de que se sepa –y lo sepa él también- cuál es el problema. Es ésta la condición primera y más indispensable de toda prueba; una teoría, en efecto, sólo es controlable cuando se sabe reconocer los hechos de que ella debe dar cuenta. Además, puesto que por esta definición inicial de constituye el objeto mismo de la ciencia, esté será, o no será, una cosa, según la forma en que se haga esta definición. Para que sea objetiva, es preciso evidentemente que no exprese los fenómenos en función de una idea del espíritu, sino de las propiedades que le son inherentes. Ahora bien, en el momento en que la investigación va tan sólo a comenzar, cuando los hechos no han sido sometidos todavía a ninguna elaboración, los únicos caracteres suyos que se pueden alcanzar son aquellos que se hallan bastante exteriores para ser visibles inmediatamente. Los que están situados más profundamente son sin duda más esenciales; su valor explicativo es más alto, pero son desconocidos en esta fase de la ciencia y no se pueden anticipar más que si se sustituye la realidad por alguna concepción del espíritu. Es por ello que es entre los primeros donde se debe buscar la materia de esta definición fundamental. De aquí se deriva la siguiente regla: no tomar jamás por objeto de las investigaciones más que un grupo de fenómenos previamente definidos por ciertos caracteres exteriores que les son comunes e incluir en la misma investigación a todos los que respondan a esta definición. Procediendo de esta manera, el sociólogo, desde los primeros pasos, hace pie inmediatamente en la realidad. En efecto, la forma en que los hechos son clasificados no depende de él, de la formación particular de su espíritu, sino de la naturaleza de las cosas. Es verdad que la noción así constituida no siempre encaja o incluso no se adapta generalmente a la noción común. Lo que necesita es constituir con todas las piezas conceptos nuevos, apropiados a las necesidades de la ciencia y expresados con la ayuda de una terminología especial. No es, en modo alguno, que el concepto vulgar sea inútil para el sabio; sirve de indicador. Gracias a él somos informados de que existe en alguna parte un conjunto de fenómenos que son reunidos bajo una misma denominación y que, por consiguiente, deben tener probablemente caracteres comunes; incluso, como ese concepto jamás ha dejado de tener cierto contacto con los fenómenos, nos indica a veces, a grandes rasgos, en qué dirección deben ser investigados. Pero como está burdamente formado, es muy natural que no coincida exactamente con el concepto científico, instituido con motivo del repetido concepto vulgar. Por muy evidente e importante que sea esta regla, casi no es observada en sociología. Estamos acostumbrados de tal modo a servirnos de estas palabras, que vuelven en todo momento durante las conversaciones y parece inútil precisar el sentido en que las tomamos. Nos referimos simplemente a la noción común. Ahora bien, ésta es muchas veces ambigua. Esta ambigüedad hace que se reúnan bajo un mismo nombre y en una misma explicación cosas muy diferentes en realidad. De ahí provienen confusiones inexplicables. En otros casos se tiene mucho cuidado de definir el objeto sobre el que va a recaer la investigación; pero en lugar de comprender en la definición y agrupar bajo la misma rúbrica todos los fenómenos que tienen las mismas propiedades exteriores, se hace entre ellos una selección. Se eligen algunos, una especie de élite, que se consideran como los únicos que tienen derechos a poseer estos caracteres. En cuanto a los otros, se estima que han usurpado estos signos distintivos y no se les tiene en cuenta. Pero es fácil prever que de esta manera no se puede obtener más que una noción subjetiva y truncada. En efecto, esta eliminación no se puede hacer más que de acuerdo con una idea preconcebida, puesto que en el comienzo de la ciencia ninguna investigación ha podido establecer todavía la realidad de esta usurpación, en el supuesto de que sea posible. Los fenómenos elegidos sólo han sido conservados porque eran, más que los otros, conformes con la concepción ideal que uno se hacía de esta clase de realidad. Pero se dirá: el definir los fenómenos por sus caracteres aparentes ¿no es atribuir a las propiedades superficiales una especie de preponderancia sobre los atributos fundamentales?, ¿no es, mediante una inversión del orden lógico, hacer reposar las cosas sobre la cúspide y no sobre la base? Pero el reproche reposa es una confusión. Puesto que la definición cuya regla acabamos de dar está colocada al comienzo de la ciencia, no podría tener por objeto expresar la esencia de la realidad; debe sólo ponernos en condiciones de llegar a ella posteriormente. Tiene como única función hacernos tomar contacto con las cosas, y como éstas no pueden ser captadas por el espíritu sino desde afuera, es por sus exteriores como los expresa. Pero esto último no significa que las explica; suministra únicamente el primer punto de apoyo necesario para nuestras explicaciones.
  • 10. La objeción seria fundada únicamente si estos caracteres exteriores fueran al mismo tiempo accidentales, es decir, si no estuviesen vinculados a las propiedades fundamentales. En efecto, en estas condiciones la ciencia, después de haberlos señalado, no tendría ningún medio de ir más lejos; no podría descender más abajo en la realidad, puesto que no habría ninguna relación entre la superficie y el fondo. Cuando unos caracteres determinados se encuentran de una manera idéntica y sin ninguna excepción en todos los fenómenos de un cierto orden, se puede tener la seguridad de que ellos se relacionan estrechamente con la naturaleza de estos últimos y que son solidarios con ellos. Por consiguiente, por superficiales que sean, estas propiedades muestran perfectamente al sabio, siempre que hayan sido observadas metódicamente, el camino que debe seguir para penetrar más en el fondo de las cosas, son el anillo primero e indispensable de la cadena que la ciencia desenrollará a continuación en el curso de sus explicaciones. Puesto que es por medio de la sensación como nos es dado el exterior de las cosas, podemos decir, en resumen: la ciencia para ser objetiva, debe partir no de conceptos que se han formado sin ella, sino de la sensación. Es de los datos sensibles de los que debe tomar prestados los elementos de sus definiciones iniciales. Es de la sensación de donde se desprenden las ideas generales, verdaderas o falsas, científicas o no. El punto de partida de la ciencia o conocimiento especulativo no podría ser otro que el del conocimiento vulgar o práctico. Es solamente más allá, es decir, en la forma en que es elaborada después esta materia común, donde empiezan las divergencias. 3.-Pero la sensación es fácilmente subjetiva. Los caracteres exteriores en función de los cuales define el objeto de sus investigaciones deben ser lo más objetivos posibles. Se puede afirmar en principio que los hechos sociales son tanto más susceptibles de ser representados objetivamente cuanto más desprendidos están de los hechos individuales que los manifiestan. En efecto, una sensación es tanto más objetiva cuanto mayor fijeza tiene el objeto a que ella se refiere; porque la condición de toda objetividad es la existencia de un punto de referencia, constante e idéntico, al cual se pueda referir la representación y que permita todo lo que tiene ésta de variable y subjetivo. Ahora bien, la vida social, en tanto y en cuanto no ha conseguido aislarse de los acontecimientos particulares que la encarnan para constituirse aparte, posee cabalmente esta propiedad, porque, como estos acontecimientos no tienen siempre, en todo momento, la misma fisonomía, y como es inseparable de ellos, le comunican su movilidad. Consiste entonces en corrientes libres que están perpetuamente en vías de transformación y que la mirada del observador no consigue fijar. Por consiguiente, cuando el sociólogo emprende la exploración de un orden cualquiera de hechos sociales, debe esforzarse por considerarlos desde el plano en que se presentan aislados de sus manifestaciones individuales. Pero si se quiere seguir una vía metódica, es preciso establecer los primeros cimientos de la ciencia sobre terreno firme, no sobre arena movediza. Es preciso abordar el reino social por los lugares en que ofrece más facilidades a la investigación científica. Sólo después de esto será posible seguir más adelante en la investigación y, por medio de trabajos progresivos de acercamiento, encerrar poco a poco esta realidad huidiza que el espíritu humano acaso no podrá jamás captar completamente.
  • 11. CAPÍTULO III. REGLAS RELATIVAS A LA DISTINCIÓN DE LO NORMAL Y LO PATOLÓGICO La observación, conducida con las reglas precedentes, confunde dos órdenes de hechos, muy desiguales en ciertos aspectos: los que son todo lo que deben ser y los que deberían ser de otra manera de como son, los fenómenos normales y los fenómenos patológicos. Pero si en ciertos aspectos son de la misma naturaleza, no dejan por ello de constituir dos variedades diferentes que convienen distinguir. ¿Dispone la ciencia de medios que permitan hacer esta distinción? La cuestión es de la mayor importancia. De acuerdo con una teoría, cuyos partidarios se reclutan en las escuelas más diversas, la ciencia no nos enseñaría nada respecto de lo que debemos querer. No conoce, se dice, más que hechos que tienen, todos ellos, el mismo valor y el mismo interés; los observa, los explica, pero no los juzga; para ella no hay nada que sea censurable. El bien y el mal no existen según ella. Nos puede decir cómo las causas producen sus efectos, no qué fines se deben perseguir. Para saber, no ya lo que es, sino lo que es deseable, es preciso recurrir a las sugestiones de lo inconsciente, llámesele como se quiera, sentimiento, instinto, impulso vital, etc. La ciencia se encuentra así destituida, o casi destituida, de toda eficacia práctica y, por consiguiente, no tiene mucha razón de ser; porque ¿de qué sirve trabajar para conocer lo real, si el conocimiento que adquirimos no puede servirnos en la vida? ¿Se dirá que, al revelarnos las causas de los fenómenos, nos suministra los medios de producirlos a nuestro antojo y, por ello, de realizar los fines que persigue nuestra voluntad por razones supracientíficas? Pero todo medio es, en sí mismo, un fin; porque para ponerlo en práctica es preciso quererlo como el fin cuya realización prepara ese medio. Hay siempre varios caminos que llevan a un fin dado; por tanto, hay que elegir entre ellos. Ahora bien, si la ciencia no puede ayudarnos en la elección del mejor fin ¿cómo podría enseñarnos cuál es el camino mejor para conseguirlo? ¿ Por qué nos iba a recomendar el camino más rápido con preferencia al más económico, el más seguro antes que el más sencillo, o a la inversa? Si no puede guiarnos en la determinación de los fines superiores, no será menos impotente cuando se trate de estos fines secundarios y subordinados, llamados medios. Es verdad que el método ideológico permite eludir este misticismo y, por otra parte, es el deseo de eludirlo el que contribuye, en parte, a la persistencia de este método. Entre la ciencia y el arte ya no hay un abismo, sino que se pasa de la una al otro sin solución de continuidad. Es verdad que la ciencia no puede descender a los hechos más que por medio del arte, pero el arte no es más que la prolongación de ciencia. Todavía nos podemos preguntar si la insuficiencia práctica de esta última no debe ir disminuyendo a medida que las leyes que ella establece vayan expresando de una manera cada vez más completa la realidad individual. - I - Vemos cómo sucede que en sociología, como en historia, los mismos acontecimientos son calificados, según los sentimientos personales de los sabios, de saludables o desastrosos. En lugar de pretender de buenas a primeras determinar las relaciones del estado normal y de su contrario con las fuerzas vitales, busquemos sencillamente algún signo exterior, perceptible de inmediato, pero objetivo, que nos permita reconocer y distinguir estos dos órdenes de hechos. Todo fenómeno sociológico, como todo fenómeno social, es susceptible, permaneciendo esencialmente el mismo, de revestir formas diferentes según los casos. Ahora bien, entre estas formas las hay de dos clases. Unas son generales en todo la extensión de la especie; se encuentran, si no en todos los individuos, al menos en la parte de ellos, y si no se repiten de la misma manera en todos los casos en que se observan, sino que varían de un sujeto a otro, estas variaciones están comprendidas entre límites muy aproximados. Hay otras, por el contrario, que son excepcionales; no sólo se encuentran más que en la minoría, sino que allí donde se producen ocurre con frecuencia que no duran toda la vida del individuo. Son una excepción tanto en el tiempo como en el espacio. Estamos, por tanto, en presencia de dos variedades distintas de fenómenos, que deben ser designadas con palabras diferentes. Llamaremos normales a los hechos que se presenten las formas más generales, y daremos a los otros el nombre de mórbidos o de patológicos. Una vez que se sabe reconocer las especies sociales y distinguirlas –no tratamos la cuestión con más amplitud- es siempre posible encontrar cuál es la forma más general que presenta un fenómeno en una especie determinada.
  • 12. Se ve que un hecho no puede calificarse de patológico más que con relación a una especie dada. Las condiciones de la salud y la enfermedad no son definibles in abstracto y de una manera absoluta. Cada especie tiene su salud peculiar, porque posee su tipo medio que le es propio, y la salud de las especies bajas no es menor que las de las más elevadas. El mismo principio se aplica a la sociología, aunque sea muchas veces olvidado. Es preciso renunciar a la costumbre, todavía muy extendida, de juzgar una institución, una práctica, una máxima moral, como si fuesen buenas o malas en sí mismas y por sí mismas para todos los tipos sociales indistintamente. Puesto que el punto de referencia con relación al cual se puede juzgar el estado de salud o de enfermedad varia con las especies, puede variar también para una sola y para la misma especie, si esta llega a cambiar. Hay sobre todo un orden de variaciones que debemos tener en cuenta porque se producen de un modo regular en todas las especies; son las que se refieren a la edad. La salud del viejo no es la del adulto, de la misma manera que ésta no es la del niño; y ocurre lo mismo en las sociedades. Por tanto, un hecho social no puede llamarse normal para una especie social determinada más que con relación a una fase, igualmente determinada, de su desarrollo; por consiguiente, para saber si tiene derecho a esta denominación, no basta con observar bajo qué forma se presenta en la generalidad de las sociedades que pertenecen a esta especie, es preciso además tener cuidado de considerarlas en la fase correspondiente de su evolución. Parece que nos limitábamos sencillamente a una definición de palabras; porque no hemos hecho nada más que agrupar los fenómenos de acuerdo con sus semejanzas y sus diferencias e imponer nombres a los grupos así formados. Pero en realidad los conceptos que hemos constituido así, aunque tienen la gran ventaja de ser identificables por caracteres objetivos y fácilmente perceptibles, no se alejan de la noción que nos formamos comúnmente de la salud y de la enfermedad. Es verdad que, corrientemente, se entiende también por salud un estado preferible en general a la enfermedad. Pero esta definición está contenida en la anterior. Si, en efecto, los caracteres cuya concurrencia forma el tipo normal han podido generalizarse en una especie, ello no es sin motivo. - II - No hay que olvidar, en efecto, que si hay interés en distinguir lo normal de lo anormal, es principalmente con el fin de iluminar la práctica. Ahora bien, para obrar con conocimiento de causa, no basta con saber lo que debemos querer, sino por qué debemos quererlo. Las proposiciones científicas relativas al estado normal serán aplicables más inmediatamente a los casos particulares cuando ellas vayan acompañadas de sus razones; porque entonces se podrá reconocer mejor en qué casos conviene modificarlas al aplicarlas y en qué sentido. Hay incluso circunstancias en que esta comprobación es rigurosamente necesaria, porque si se empleara sólo el primer método podría conducir a error. Es lo que ocurre en los periodos de transición en que toda la especie está a punto de evolucionar sin haberse establecido todavía definitivamente bajo una forma nueva. En este caso el único tipo normal que en el momento dado aparece realizado y dado por los hechos corresponde al pasado, y sin embargo no está ya en relación con las nuevas condiciones de existencia. Un hecho puede persistir así en toda la extensión de la especie, aunque ya no responda a las exigencias de la situación. Por consiguiente, ya no hay más que las apariencias de la normalidad; porque la generalidad que presenta no es ya más que una etiqueta engañosa, puesto que no manteniéndose más que por la fuerza ciega del hábito, ella ya no es indicio de que el fenómeno observado está ligado estrechamente a las condiciones generales de la existencia colectiva. Esta dificultad es, por otra parte, peculiar de la sociología. Ocurre así todavía en sociología para las sociedades que pertenecen a las especies inferiores. Porque como muchas de ellas han cubierto ya todo el camino, la ley de su evolución normal está, o puede ser, establecida. Pero cuando se trata de sociedades más elevadas y más recientes, esta ley es desconocida por definición, puesto que ellas no han recorrido todavía toda su historia. El sociólogo puede encontrarse así perplejo para saber si un fenómeno es o no normal, ya que le falta todo punto de referencia. Después de haber establecido mediante la observación que el hecho es general, rastreará las condiciones que han determinado esta generalidad en el pasado e investigará a continuación si se dan todavía esas condiciones en el presente o sí, por el contrario, han cambiado. En el primer caso tendrá derecho a tratar el fenómeno como normal y, en el segundo, a negarle este carácter. Por ejemplo, para saber si el estado económico actual de los pueblos europeos, con la ausencia de organización que los caracteriza, es o no anormal, se investigará lo que, en el pasado, ha dado nacimiento al mismo. Si estas condiciones son todavía aquellas en que nuestras sociedades están colocadas, es que esta situación es normal a pesar de las protestas que origine. Pero si ocurre, por el contrario, que está ligada a esta vieja estructura social que hemos calificado en otra parte de segmentaria y que, después de haber sido el esqueleto esencial de las sociedades, va esfumándose cada vez más, deberá llegarse a la conclusión de que constituye ahora un estado mórbido, por universal que ella sea.
  • 13. Sin embargo, este método no podría sustituir en ningún caso al precedente, ni siquiera ser empleado el primero. En primer lugar, plantea cuestiones de las que tendremos que hablar más adelante, que sólo pueden ser abordadas cuando se esta ya bastante avanzado en la ciencia; porque implica, en suma, una explicación casi completa de los fenómenos, ya que da por determinadas sus causas o sus funciones. Ahora bien, importa que desde el principio de la investigación se puedan clasificar los hechos en normales y anormales, bajo reserva de algunos casos excepcionales, a fin de poder asignar a la fisiología su dominio y a la patología el suyo. Luego, para que un hecho se considere útil o necesario a fin de clasificarlo como normal, hemos de relacionarlo con el tipo normal. La aplicación de un remedio útil al enfermo podría pasar por un fenómeno normal, mientras que es evidentemente anormal, porque es solamente en circunstancias anormales cuando tal aplicación tiene esta utilidad. Si es cierto que todo lo que es normal es útil, a menos que sea necesario, es falso que todo lo que es útil sea normal. Una vez que se ha comprobado la generalidad del fenómeno, se pueden confirmar los resultados del primer método, haciendo ver cómo sirve el fenómeno. Podemos entonces formular las tres reglas siguientes: 1.-Un hecho social es normal para un tipo social determinado, considerado en una fase determinada de su desarrollo, cuando se produce en la medida de las sociedades de esta especie, consideradas en la fase correspondiente de su evolución. 2.-Se puede comprobar los resultados del método precedente haciendo ver que la generalidad del fenómeno se relaciona con las condiciones generales de la vida colectiva en el tipo social considerado. 3.-Esta comprobación es necesaria cuando este hecho se refiere a una especie social que no realizado todavía su evolución integral. - III - En sociología, la complejidad y la movilidad mayor de los hechos obligan a tener muchas más precauciones, como lo prueban los juicios contradictorios de que es objeto el mismo fenómeno por parte de los distintos sectores. Si hay un hecho cuyo carácter patológico parece indiscutible, este hecho es el delito. Clasificar el delito entre los fenómenos de sociología normal no es sólo decir que es un fenómeno inevitable, aunque lamentablemente debido a la incorregible maldad de los hombres, es afirmar que es un factor de la salud pública, una parte integrante de toda sociedad sana. Este resultado es, en primer lugar, bastante sorprendente e incluso nos ha desconcertado durante largo tiempo. Sin embargo, una vez que se domina esta primera impresión de sorpresa, no es difícil encontrar las razones que explican esta normalidad y que, al mismo tiempo, la confirman. En primer lugar, el delito es normal porque una sociedad exenta del mismo es del todo imposible. El delito, lo hemos mostrado en otra parte, consiste en un acto que ofende ciertos sentimientos colectivos, dotados de una energía y de una nitidez particulares. Para que en una sociedad dada los actos calificados de criminales pudiesen dejar de ser cometidos, haría falta que los sentimientos que ellos hieren se encontrasen en todas las conciencias individuales sin excepción y con el grado de fuerza necesario para contener los sentimientos contrarios. Ahora bien, suponiendo que esta condición pudiera realizarse efectivamente, el delito no desaparecería por ello, tan sólo cambiaria de forma; porque la causa misma que cegaría así las fuentes de la criminalidad abriría inmediatamente otras nuevas. El delito es por tanto, necesario; se halla ligado a las condiciones fundamentales de toda vida social, pero por esto mismo es útil; porque estas condiciones de que él es solidario son indispensables para la evolución normal de la moral y del derecho. Ocurre que el propio delito representa un papel útil en esta evolución. No solamente él implica que el camino se halla abierto a los cambios necesarios, sino además, en ciertos casos, prepara directamente estos cambios. La libertad de pensamiento de que disfrutamos hoy día jamás hubiera podido ser proclamada si las reglas que la prohibían no hubiesen sido violadas antes de ser solemnemente derogadas. Sin embargo, en aquel momento, aquella violación era un delito, porque era una ofensa a los sentimientos todavía muy vivos de la generalidad de las conciencias. Y, sin embargo, este delito era útil porque preludiaba transformaciones que de día en día se hacían más necesarias. Desde este punto de vista, los hechos fundamentales de la criminalidad se nos presentan bajo un aspecto enteramente nuevo. En contra de las ideas corrientes, el delincuente no aparece ya como un ser radicalmente insociable, como una especie de parásito, de cuerpo extraño e inadmisible, introducido en el seno de la sociedad; es un agente regular de la vida social. El delito, por su parte, no debe concebirse como un mal que no podría ser contenido en limites demasiado estrechos; por el contrario, lejos de felicitarse cuando el delito desciende demasiado sensiblemente por debajo del nivel ordinario, se puede estar seguro de que este progreso aparente es a la vez contemporáneo y solidario de alguna perturbación social.
  • 14. La ciencia tiene por objeto el estudio inmediato del tipo normal; ahora bien, si los hechos más generales pueden ser mórbidos, puede ocurrir que el tipo normal no haya existido jamás en los hechos. Para que la sociología trate los hechos como cosas, es preciso que el sociólogo sienta la necesidad de adherirse a su escuela. Ahora bien, como el objeto principal de toda ciencia de la vida, individual o social, es en suma definir el estado normal, explicarlo y distinguirlo de su opuesto, si la normalidad no se da en las cosas mismas, si por el contrario es un carácter que nosotros les imprimimos desde fuera, o que les negamos por cualquier razón, ello es debido a esta saludable dependencia. Las diferentes reglas que hemos establecido hasta ahora son, por tanto, estrechamente solidarias. Para que la sociología sea verdaderamente una ciencia de las cosas, es preciso que se considere la generalidad de los fenómenos como criterio de su normalidad. Nuestro método tiene además la ventaja de regular la acción al mismo tiempo que el pensamiento. Si lo deseable no es objeto de la observación, pero puede y debe ser determinado por una especie de cálculo mental, no se puede asignar ningún limite, por así decirlo, a la libre invención de la imaginación que va en busca de lo mejor.
  • 15. CAPÍTULO IV. REGLAS RELATIVAS A LA CONSTITUCIÓN DE LOS TPOS SOCIALES Puesto que un hecho social sólo puede ser calificado de normal o de anormal en relación con una especie social determinada, lo que hemos dicho anteriormente implica que una rama de la sociología está consagrada a la constitución y clasificación de estas especies. Esta noción de especie social tiene además la gran ventaja de facilitarnos un término medio entre las dos concepciones contrarias de la vida colectiva que durante largo tiempo se han repartido entre sí los teóricos; me refiero al nominalismo de los historiadores y al realismo de los filósofos. Para el historiador, las sociedades constituyen otras tantas individualidades heterogéneas que no se pueden comparar entre sí. Cada pueblo tiene su fisonomía, su constitución especial, su derecho, su moral, su organización económica, que le son peculiares y, por ello, toda generalización es casi imposible. Para el filósofo, por el contrario, todos estos agrupamientos particulares llamados tribus, ciudades, naciones, no son otra cosa que combinaciones contingentes y provisionales sin realidad propia. No hay nada real más que la humanidad, y toda evolución social se origina en los atributos generales de la naturaleza humana. Para los primeros, por consiguiente, la historia no es más que una serie de acontecimientos que se encadenan sin reproducirse; para los últimos, estos mismos acontecimientos sólo tienen valor e interés como ilustración de las leyes generales que se hallan inscritas en la constitución del hombre y que dominan todo el desarrollo histórico. Para aquellos, no se podría aplicar a las demás sociedades lo que es bueno para una de ellas. Parecería entonces que la realidad social no podría ser objeto más que de una filosofía abstracta y vaga o de monografías puramente descriptivas. Pero se elude esta alternativa una vez que se ha reconocido que entre la confusa multitud de las sociedades históricas y el concepto único, pero ideal, de la humanidad, hay términos medios: son las especies sociales. En la idea de especie, en efecto, se encuentran ellas reunidas y también la unidad que exige toda investigación verdaderamente científica y la diversidad que ofrecen los hechos, puesto que la especie es la misma en todos los individuos que forman parte de ella y, por otra parte, las especies difieren entre sí. Es por haber desconocido la existencia de especies sociales por lo que Comte ha creído poder presentar el proceso de las sociedades humanas como idéntico al que de un pueblo único. Es que, en efecto, si sólo existe una especie social, las sociedades particulares no pueden diferir entre sí más que en el grado, según presenten de modo más o menos completo los rasgos constitutivos de esta especie única, o que reflejen más o menos perfectamente a la humanidad. - I - Acaso parezca, a primera vista, que no hay otra manera de proceder que estudiar cada sociedad en particular, hacer de ella una monografía tan exacta y completa como sea posible, luego comparar todas estas monografías, ver en qué concuerdan y en qué divergen y después, según la importancia relativa de estas semejanzas y de estas divergencias, clasificar los pueblos en grupos semejantes o diferentes. En apoyo de este método, se observa que es el único admisible en una ciencia basada en la observación. Pero, en realidad, esta circunspección no tiene de científica más que la apariencia. En efecto, es inexacto que la ciencia sólo pueda instituir leyes después de haber pasado revista a todos lo hechos que ellas expresan, ni formar géneros más que después de hacer descrito en su integridad los individuos que ellos comprenden. El verdadero método experimental tiende más bien a sustituir los hechos vulgares, que no son demostrativos más que a condición de ser numerosos y que por consiguiente no permiten obtener más que conclusiones siempre dudosas, por hechos decisivos y cruciales, como decía Bacon, que por sí mismos y con independencia de su número tiene un valor y un interés científico. Sobre todo es necesario proceder así cuando se trata de constituir géneros y especies. Porque hacer el inventario de todos los caracteres que pertenecen a un individuo es un problema insoluble. Es preciso para ello un criterio que vaya más allá del individuo, criterio que las monografías mejor hechas no podrían facilitarnos. Incluso, sin llevar las cosas a este extremo, es posible prever que cuanto más elevado sea el número de caracteres que servirán de base a la clasificación, más difícil será que en los diversos modos en que se combinan en los casos particulares exhiban semejanzas suficientemente francas y diferencias suficientemente claras como para permitir la constitución de grupos y de subgrupos definidos. Pero aunque fuese posible una clasificación según este método, tendría el gran defecto de no rendir los servicios que son su razón de ser. En efecto, debe ante todo tener por objeto abreviar el trabajo científico, sustituyendo la multiplicidad indefinida de los individuos por un número restringido de tipos. Sólo será verdaderamente útil si nos permite clasificar otros caracteres aparte de los que le sirven de fundamentos, si nos facilita marcos para los hechos futuros. Su papel es ponernos en contacto con puntos de referencia con los que podamos relacionar otras observaciones que no sean las que nos han suministrado estos puntos de referencia.
  • 16. Debemos entonces elegir para nuestra clasificación caracteres muy especiales. Es cierto que no pueden ser conocidos más que si la explicación de los hechos está bastante avanzada. Estas dos partes de la ciencia son solidarias y progresan paralelamente. Puesto que la naturaleza de toda resultante depende necesariamente de la naturaleza de los elementos componentes, de su número y de la forma en que se combinan, son evidentemente estos caracteres los que debemos tomar como base y se verá, en efecto, que es de ellos de los que dependen los hechos generales de la vida social. Por otra parte, como son de orden morfológico, se podría llamar Morfología social la parte de la sociología que tiene por fin constituir y clasificar los tipos sociales. - II - Spencer ha comprendido bien que la clasificación metódica de los tipos sociales no podía tener otro fundamento. “Hemos visto –dice- que la evolución social comienza por pequeños agregados sencillos; que progresa por la unión de algunos de estos agregados, estos grupos se unen con otros semejantes a ellos para formar agregados todavía mayores. Por ello nuestra clasificación debe comenzar por las sociedades del primer orden, es decir, del orden más sencillo”. Desgraciadamente, para pone en práctica este principio, haría falta comenzar por definir con precisión lo que se entiende por sociedad simple. Es que, en efecto, la sencillez, tal como él la entiende, consiste esencialmente en una cierta tosquedad de organización. Pero no es fácil decir con exactitud en qué momento la organización social es lo bastante rudimentaria para que pueda calificarse de simple; es una cuestión de apreciación. También la formula que da respecto de ella es tan indefinida que conviene a toda clase de sociedades. “Lo mejor que podemos hacer –dice- es considerar como sociedad simple la que forma un todo que no está sujeto a otro y cuyas partes cooperan con un centro regulador o sin él para obtener ciertos fines de interés publico. Pero hay muchos pueblos que satisfacen esta condición. La palabra sencillez tiene un sentido definido sólo si significa ausencia completa de las partes. Por tanto, se entenderá por sociedad simple toda sociedad que no encierre otra más sencilla que ella; que no sólo esté realmente reducida a un sector único, sino que además no presente ningún rastro de divisiones anteriores. Es concebible que no pueda haber una sociedad más simple; es el protoplasma del reino social y, por consiguiente, la base natural de toda clasificación. Conocemos una multitud de sociedades que están formadas inmediatamente y sin otro intermediario por una serie de hordas. Cuando la horda se convierte de esta manera en un sector social, en lugar de ser la sociedad entera, cambia de nombre y se llama clan, pero conserva los rasgos constitutivos. El clan es, en efecto, un agregado social que no se resuelve en ningún otro más restringido. Una vez planteada esta noción de la horda o sociedad de sector único –ya sea concebida como realidad histórica o como postulado de la ciencia- se tiene el punto de apoyo necesario para construir la escala completa de los tipos sociales. Se distinguirán tantos tipos fundamentales como maneras haya para la horda de combinarse consigo misma dando nacimiento a sociedades nuevas y dando lugar a que éstas se combinen entre sí. Se encontrarán al principio agregados formados por una simple repetición de hordas o de clanes (por darles su nuevo nombre), sin que estos clanes estén asociados entre sí de manera que formen grupos intermedios entre el grupo total que los comprende a todos y cada uno de ellos. Están simplemente yuxtapuestos como los individuos de la horda (polisegmentarias simples). Luego vendrían las sociedades formadas por una reunión de sociedades de la especie anterior, es decir, las sociedades polisegmentarias compuestas simplemente. Se encontrarían a continuación las sociedades polisegmentarias compuestas doblemente que resultan de la yuxtaposición o fusión de las varias sociedades polisegmentarias compuestas simplemente. Hemos simplificado un poco las cosas para mayor claridad. Suponemos, en efecto, que cada tipo superior estaba formado por la repetición de sociedades de igual características, a saber, del tipo inmediato inferior. Ahora bien, nada se opone a que sociedades de especies diversas, situadas a diferente altura en el árbol genealógico de los tipos sociales, se reúnan a fin de formar una especie nueva. Se comprende, en efecto, que los fenómenos sociedades deben variar, no solamente según la naturaleza de los elementos componentes, sino según la forma de su composición; deben sobre todo ser diferentes según que cada uno de los grupos parciales conserve su vida local o que todos sean arrastrados a la vida general, es decir, según que estén más o menos estrechamente concentrados. Por consiguiente, se deberá investigar si, en un momento cualquiera, se produce una fusión completa de estos sectores. Se reconocerá que existe ésta por el hecho de que esta composición original de la sociedad no afecta a su organización administrativa y política. Se comenzará por clasificar las sociedades de acuerdo con el grado de composición que presente, tomando como base la sociedad perfectamente simple o un sector único; en el interior de estas clases se distinguirán diferentes variedades según que se produzca o no una fusión completa de los sectores iniciales.
  • 17. - III - Hemos visto, en efecto, que las sociedades no eran más que combinaciones diferentes de una misma y única sociedad original. Ahora bien, un mismo elemento no se puede componer consigo mismo y los componentes que resulten de ello no pueden, a su vez, componerse entre sí más que siguiendo un número de modos limitado, sobre todo cuando los elementos componentes son poco numerosos; éste es el caso de los sectores sociales. La gama de combinaciones posibles es entonces finita y, en consecuencia, la mayor parte de ellas deben, por lo menos, repetirse. Se ve así que hay especies sociales. Además es posible que algunas de estas combinaciones no se produzcan más que una sola vez. Esto no impide que haya especies. Hay entonces especies sociales, por la misma razón que hay especies en biología. Estas, en efecto, se deben al hecho de que los organismos no son más que combinaciones variadas de una misma y única unidad anatómica. Sin embargo, desde este punto de vista hay una gran diferencia entre los dos reinos. En efecto, en los animales un factor especial viene a dar a los caracteres específicos una fuerza de resistencia que no tienen los otros; es la generación. Los primeros, porque son comunes a toda la línea de ascendientes, están arraigados mucho más fuertemente en el organismo. Debido a ello no se dejan fácilmente dominar por la acción de los medios ambientales individuales, sino que se mantienen idénticos a sí mismos, a pesar de la diversidad de las circunstancias exteriores. Hay una fuerza interna que los fija a pesar de las excitaciones para varias que puedan venir del exterior; es la fuerza de los hábitos hereditarios. Por este motivo se hallan netamente definidos y se pueden determinar con precisión. En el reino social está ausente esta causa interna. Los caracteres no se pueden reforzar por la generación, porque no duran más que una generación. Es normal, en efecto, que las sociedades engendradas sean de otra especie que las sociedades generatrices, porque estas últimas, al combinarse, dan nacimiento a estructuras completamente nuevas.
  • 18. CAPÍTULO V. REGLAS RELATIVAS A LA EXPLICACIÓN DE LOS HECHOS SOCIALES Pero la constitución de las especies es, ante todo, un medio de agrupar los hechos para facilitar su interpretación; la morfología social implica orientarse hacia la parte verdaderamente explicativa de la ciencia. ¿Cuál es el método propio de esta última? - I - La mayor parte de los sociólogos creen haber explicado los fenómenos una vez que han hecho ver para qué sirve y el papel que desempeñan. Pero este método confunde cuestiones muy diferentes. Hacer ver para qué es útil un hecho no es explicar cómo ha nacido ni cómo es lo que es. Porque los fines a los cuales sirve suponen la existencia de las propiedades especificas que lo caracterizan, pero no lo crean. El sentimiento que tenemos de la utilidad que ellas ofrecen puede muy bien incitarnos a poner estas causas en práctica y a sacar de ellas los efectos que implican, no a sacar estos efectos de la nada. Esta proposición es evidente, ya se trate tan sólo de fenómenos materiales o incluso de fenómenos psicológicos. Lo que muestra bien la dualidad de estos órdenes de investigaciones es que un hecho puede existir sin servir para nada, bien porque no se haya adaptado a ningún fin vital, bien porque, después de haber sido útil, haya perdido toda utilidad y haya seguido existiendo por la sola fuerza del hábito. Por lo demás, es una proposición cierta, tanto en sociología como en biología, que el órgano es independiente de la función, es decir, que siendo el mismo puede servir para fines diferentes. Ocurre entonces que las causas que le hacen ser son independientes de los fines a los que el órgano sirve. Es claro que no queremos decir que las tendencias, necesidades y deseos de los hombres no intervengan jamás de una manera activa en la evolución social. Por el contrario, es cierto que les es posible, según la forma en que influyan en las condiciones de que depende un hecho, acelerar o contener su desarrollo. Pero además de que no pueden en ningún caso hacer una cosa de la nada, su intervención, cualesquiera que sean sus efectos, solo puede tener lugar en virtud de causas eficientes. Cuando se ha entrado un poco en contacto con los fenómenos sociales, queda uno sorprendido, por el contrario, de la asombrosa regularidad con que se producen en las mismas circunstancias. Incluso las prácticas más minuciosas y en apariencia más pueriles se repiten con la más asombrosa uniformidad. Por tanto, cuando se va a explicar un fenómeno social, es preciso investigar separadamente la causa eficiente que lo produce y la función que viene a llenar. Nos servimos de la palabra función con preferencia a la de fin precisamente porque los fenómenos sociales existen generalmente con miras a los resultados útiles que ellos producen. Lo que hay que determinar es si existe una correspondencia entre el hecho considerado y las necesidades generales del organismo social y en qué consiste esta correspondencia, sin preocuparse de saber si ha sido intencionada o no. Por otra parte, todas estas cuestiones de intención son demasiado subjetivas para poder tratarlas científicamente. Y no es, solamente que estos dos órdenes de problemas deban estar separados, sino que, en general, conviene tratar el primero antes que el segundo. Este orden corresponde, en efecto, al de los hechos. Es natural que se investigue la causa de un fenómeno antes de intentar determinar sus efectos. Este método es tanto más lógico cuanto que, una vez resuelta la primera cuestión, ayudará muchas veces a resolver la segunda. En efecto, el vinculo de solidaridad que una la causa al efecto tiene un carácter de reciprocidad que no ha sido suficientemente reconocido. Sin duda, el efecto no puede existir sin su causa, pero ésta, a la vez, tiene necesidad de su efecto. Es de ella donde éste saca su energía, pero también el se la restituye a su vez y, por consiguiente, no puede desaparecer sin que ella se resienta. Por ejemplo, la reacción social que constituye la pena es debida a la intensidad de los sentimientos colectivos que ofende el delito; pero por otra parte, ella tiene por función útil el mantener estos sentimientos en el mismo grado de intensidad, porque no tardarían en enervarse si los delitos que ellos sufren no fueran castigados. De la misma manera, a medida que el medio social se vuelve más complejo y más movible, las tradiciones, las creencias ya elaboradas se alteran, se hacen algo más indeterminadas y más flexibles y se desarrollan las facultades reflexivas, pero estas mismas facultades son indispensables a las sociedades y a los individuos para adaptarse a un medio más movible y complejo. Así, lejos de que la causa de los fenómenos sociales consista en una anticipación mental de la función que ellos son llamados a llenar, esta función consiste, por el contrario, al menos en muchos casos, en mantener la causa preexistente de donde ellos se derivan; se encontrará entonces más fácilmente la primera, si la última es ya conocida.
  • 19. Pero si no se debe proceder más que en segundo lugar a la determinación de la función, ésta no deja de ser necesaria para que la explicación de los fenómenos sea completa. En efecto, si la utilidad del hecho no es lo que le hace ser, es preciso generalmente que éste sea útil para que pueda mantenerse. Porque basta con que no sirva para nada para que sea dañoso, puesto que, en este caso, cuesta sin aportar nada. Por lo tanto, si la generalidad de los fenómenos sociales tuviese este carácter parasitario, el presupuesto de la organización seria deficitario y la vida social imposible. Por consiguiente, para dar de esta última una idea satisfactoria, es necesario mostrar cómo concurren entre sí los fenómenos de que se trata, a fin de poner a la sociedad en armonía consigo misma y con el exterior. - II - Una vez distinguidas estas dos cuestiones, es necesario determinar el método según el cual deben resolverse. El método de explicación seguido generalmente por los sociólogos, al mismo tiempo que finalista es psicológico. Estas dos tendencias son solidarias entre sí. En efecto, si la sociedad no es más que un sistema de medios instituidos por los hombres con miras a ciertos fines, estos fines solo pueden ser individuales: porque, antes que la sociedad, no podían existir más que individuos. Por lo tanto, es del individuo de donde emanan las ideas y necesidades que han determinado la formación de las sociedades y si es de él de donde viene todo, es necesariamente por él por lo que se debe explicar todo. Además, en la sociedad no hay nada más que conciencias particulares; es entonces en estas últimas donde se encuentra la fuente de toda evolución social. En consecuencia, las leyes sociológicas no podrán ser más que un corolario de las leyes más generales de la psicología; la explicación suprema de la vida colectiva consistirá en hacer ver cómo ella dimana de la naturaleza humana en general, bien se la deduzca de ella directamente y sin observación previa, bien se la vincule a ella después de haberla observado. Según Comte, el hecho que domina la vida social es el progreso y, por otra parte, el progreso depende de un factor exclusivamente psíquico, a saber, la tendencia que empuja al hombre a desarrollar cada vez más su naturaleza. Incluso los hechos sociales se derivarían tan inmediatamente de la naturaleza humana que, durante las primeras fases de la historia, podrían deducirse de la misma directamente sin que fuese necesario recurrir a la observación. Es verdad que Comte reconoce que es imposible aplicar este método deductivo a los periodos más avanzados de la evolución. Se refiere a que la distancia entre el punto de partida y el de llegada se vuelve demasiado considerable para que el espíritu humano, si intentara recorrerlo sin guía, no corriese el riesgo de perderse. Pero la relación entre las leyes fundamentales de la naturaleza humana y los últimos resultados del progreso no deja de ser analítica. Las formas más complejas de la civilización no son más que la vida psíquica desarrollada. Así, aunque las teorías de la psicología no pueden bastar como premisas del razonamiento sociológico, son la piedra de toque única que permite probar la validez de las preposiciones establecidas inductivamente. “Ninguna ley de sucesión social –dice Comte- indicada por el método histórico, incluso con toda la autoridad posible, se deberá admitir de un modo definitivo sino después de haber sido relacionada racionalmente, de un modo directo o indirecto, pero siempre indiscutible, con la teoría positiva de la naturaleza humana. Por tanto, será siempre la psicología la que tendrá la última palabra. Es en la naturaleza de la sociedad misma donde hay que ir a buscar la explicación de la vida social. Se concibe, en efecto, que puesto que ella rebasa infinitamente al individuo tanto ene el tiempo como en el espacio, se encuentre en estado de imponer las formas de obrar y pensar que ella ha consagrado por su propia autoridad. Esta presión, que es el signo distintivo de los hechos sociales, es la que ejercen todos sobre cada uno. Pero, se dirá, puesto que los únicos elementos de que está formada la sociedad son los individuos, el origen primero de los fenómenos sociológicos no puede ser más que psicológico.
  • 20. La sociedad no es una simple suma de individuos, sino que el sistema formado por su asociación representa una realidad especifica que tiene sus caracteres propios. Sin duda, no puede producirse nada colectivo si no existen las conciencias particulares, pero esta condición necesaria no es suficiente. Es preciso además que estas conciencias estén asociadas, combinadas, y ello de cierta manera; es de esta organización de donde resulta la vida social y, en consecuencia, es esta combinación la que la explica. Agregándose, penetrándose, fusionándose, las almas individuales dan nacimiento a un ser psíquico, si se quiere, pero que constituye una individualidad psíquica de un genero nuevo5 . Es entonces en la naturaleza de esta individualidad, no en la de las unidades componentes, donde hay que ir a buscar las causas próximas y determinantes de los hechos que se producen en ella. El grupo piensa, siente, obra de un modo completamente distinto que sus miembros, si éstos estuvieran aislados. Entonces si se parte de estos últimos, no se podrá comprender nada de lo que pasa en el grupo. Por consiguiente, todas las veces que un fenómeno social es explicado directamente por un fenómeno psíquico, se puede asegurar que la explicación es falsa. Acaso se responda que si la sociedad, una vez formada, es realmente la causa próxima de los fenómenos sociales, los motivos que han determinado su formación son de naturaleza psicológica. Estamos de acuerdo en que, cuando los individuos están asociados, su asociación puede dar nacimiento a una vida nueva, pero se pretende que ella no pueda tener lugar más que por razones individuales. Pero, en realidad, por muy lejos que nos remontemos en la historia, el hecho de la asociación es el más obligatorio de todos, porque es la fuente de todas las demás obligaciones. Lo que ha ocultado a los ojos de tantos sociólogos la insuficiencia de este método es que tomando el efecto por la causa, les ha ocurrido muchas veces que han atribuido el carácter de condiciones determinantes de los fenómenos sociales a ciertos estados psíquicos, relativamente definidos y especiales, pero que en realidad son su consecuencia. En fin, si la evolución social tuviera realmente su origen en la constitución psicológica del hombre, no se comprende cómo habría podido producirse. Porque entonces debería admitirse que ella tiene por motor algún resorte interior de la naturaleza humana. ¿Pero cuál podría ser este resorte? ¿ Sería esta especie de instinto del que habla Comte y que impulsa al hombre a realizar cada vez más con su naturaleza? Pero esto es responder a la pregunta con la pregunta y explicar el progreso por medio de una tendencia innata al propio progreso, verdadera entidad metafísica cuya existencia no la demuestra nada; porque las especies animales, inclusos las más elevadas, no están en modo alguno aguijoneadas por la necesidad de progresar e incluso entre las sociedades humanas hay muchas que se complacen en permanecer indefinidamente estancadas. Cuando se ha demostrado plenamente que las organizaciones sociales cada vez más ilustradas que se han sucedido en el curso de la historia han tenido por efecto satisfacer cada vez más tal o cual de nuestros deseos fundamentales, no se ha hecho comprender por ello cómo se han producido. El hecho de que fueran útiles no nos enseña qué factores determinaron su creación. En una palabra, aún aceptando que son los medios necesarios para alcanzar el fin perseguido, continúa en pie la pregunta: ¿Cómo, es decir, de qué y por qué están constituidos estos medio? Entonces llegamos a la regla siguiente: La causa determinante de un hecho social debe buscarse entre los hechos sociales antecedentes y no entre los estados de la conciencia individual. Por otra parte, se concibe fácilmente que todo lo que precede se aplica a la determinación de la función, así como a la determinación de la causa. La función de un hecho social no puede ser más que social, es decir, que consiste en la producción de efectos socialmente útiles. Por tanto, podemos completar la proposición anterior diciendo: La función de un hecho social debe buscarse siempre en la relación que tiene con algún fin social. 5 He aquí en qué sentido y por qué motivos se puede y debe hablar de una conciencia colectiva distinta de las conciencias individuales. Para justificar esta distinción no es necesario realizar una hipótesis de la primera; es una cosa especial y se debe designar con un término particular, simplemente porque los estados que la constituyen difieren específicamente de los que integran las conciencias particulares. Este carácter especifico les viene del hecho de que están formados de los mismos elementos. Unos, en efecto, provienen de la naturaleza del ser orgánico-psíquico tomado aisladamente; los otros de la combinación de una pluralidad de seres de este género. Los resultados no pueden entonces dejar de ser distintos, puesto que los componentes difieren en este punto. Nuestra definición del hecho social, no hacía, por otra parte, más que trazar de otra manera esta línea de demarcación.
  • 21. Por haber desconocido muchas veces esta regla y por haber considerado los fenómenos sociales desde un punto de vista demasiado psicológico, es por lo que las teorías de los sociólogos parecen a muchas personas demasiado vagas, demasiado etéreas, demasiado alejadas de la naturaleza especial de las cosas que ellos creen explicar. Es claro que esto no quiere decir que no sea indispensable para el sociólogo el estudio de los hechos psíquicos. Si bien la vida colectiva no se deriva de la individual, una y otra están estrechamente relacionadas; si bien la última no puede explicar la primera, puede por lo menos facilitar su explicación. En primer lugar, como hemos demostrado, es indiscutible que los hechos sociales son producidos por una elaboración sui generis de los hechos psíquicos. Pero además esta misma elaboración no carece de analogías con la que se produce en cada conciencia individual y que transforma progresivamente los elementos primarios (sensaciones, reflejos, instintos) de que ella está originariamente constituida. No se ha dicho sin motivo del yo que él mismo era una sociedad. Una cultura psicológica, todavía más que una cultura biológica, constituye entonces para el sociólogo una propedéutica necesaria; pero no le será útil más que a condición de que se libere de ella después de haberla recibido y que la rebase completándola con una cultura especialmente sociológica. Es preciso que renuncie a hacer, de algún modo, de la psicología el centro de sus operaciones, el punto de donde deben partir y a donde pueden llevarlo las excursiones que se arriesgue a hacer en el mundo social, y que se establezca en el corazón mismo de los hechos sociales para observarlos de frente y sin intermediarios, no demandando de la ciencia del individuo más que una preparación general y, en caso necesario, sugestiones útiles6 . - III - Puesto que los hechos de la morfología social son de la misma naturaleza que los fenómenos fisiológicos, se deben explicar de acuerdo con la regla que acabamos de enunciar. Sin embargo, se desprende de todo lo que precede que desempeñan en la vida colectiva, y por consiguiente en las explicaciones sociológicas, un papel preponderante. En efecto, si la condición determinante de los fenómenos sociales consiste, como hemos visto, en el hecho mismo de la asociación, deben variar con las formas de esta asociación, es decir, siguiendo el modo en que están agrupadas las partes constituyentes de la sociedad. El primer origen de todo proceso social de alguna importancia debe buscarse en la constitución del medio social interno. Incluso es posible precisar más. En efecto, los elementos que componen este medio son de dos clases: cosas y personas. Entre las cosas hay que comprender, además de los objetos materiales incorporados a la sociedad, los productos de la actividad social anterior, el derecho constituido, las costumbres establecidas, los monumentos literarios, artísticos, etc. Pero está claro que no es ni de los unos ni de los otros de donde puede venir el impulso que determina las transformaciones sociales, porque ellas no encierran ninguna potencia motriz. Sin duda, habrá que tenerlos en cuenta en las explicaciones que se den. Tienen en efecto cierta influencia en la evolución social, cuya velocidad y dirección varían según como sean ellos; pero no tienen nada de lo que es necesario para ponerla en marcha. Son la materia a la que se aplican las fuerza viva. Por consiguiente, queda como factor activo, el medio propiamente humano. Entonces el esfuerzo principal del sociólogo deberá tender a descubrir las propiedades de este medio que sean susceptibles de ejercer una acción sobre el curso de los fenómenos sociales. Pero esta especie de preponderancia que atribuimos al medio social y más particularmente al medio humano, no implica que sea preciso ver en él una especie de hecho ultimo y absoluto más allá del cual no se puede llegar. Es evidente, por el contrario, que el estado en que él se encuentra en cada momento de la historia depende de causas sociales, de las cuales unas son inherentes a la sociedad misma mientras que otras se refieren a las acciones y reacciones que se intercambian entre esta sociedad y sus vecinas. Lo que acabamos de decir del medio general de la sociedad se puede repetir de los medios especiales de cada uno de los grupos particulares que ella encierra. Sin embargo, la acción de estos medios particulares no podría tener la importancia del medio general; porque ellos mismos están sometidos a la influencia del último. Es siempre a éste al que es preciso volver. Es la presión que él ejerce sobre estos grupos parciales la que hace variar su constitución. Esta concepción del medio social como factor determinante de la evolución colectiva es de la mayor importancia. Porque si se la rechaza, la sociología se encuentra en la imposibilidad de establecer ninguna relación de causalidad. En efecto, descartado este orden de causas, no hay condiciones concomitantes de las que puedan depender los fenómenos sociales, porque si el medio social externo, es decir, el que está formado por las sociedades del medio ambiente, es susceptible de tener alguna acción, es apenas tan sólo sobre las funciones que tienen por objeto el ataque y la defensa, y además no puede hacer sentir su influencia más que por la intervención del medio social. 6 Los fenómenos psíquicos no pueden tener consecuencias sociales más que cuando están tan íntimamente unidos a los fenómenos sociales que la acción de los unos y los otros se confunde necesariamente.