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JUAN DEL DUERO
(1913-1920)
Prudencio Iglesias Hermida
Edición:
Julio Pollino Tamayo
cinelacion@yahoo.es
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ÍNDICE
Dibujo de portada: Demetrio
INTRODUCCIÓN
-Prudencio Iglesias Hermida (1884-1919), el escritor imprudente…...............….5
-Semblanzas y homenajes……………………...........................................……..11
-Manuscrito de Prudencio Iglesias Hermida (1915)…………........................….20
-Selección de frases y opiniones….......................................................................21
-Caricaturas (1)………................................................................................…….22
-Libros publicados (Orden cronológico)……............................................……..23
-Caricaturas (2)…………………...................................................................…..24
APÉNDICE
-Luis Raemaekers en Madrid (1916)………..................................................…..25
-Luis Raemaekers en España (1916)……………................................................27
-Caricaturas (3)…………………...................................................................…..30
JUAN DEL DUERO
(Orden cronológico de publicación)
0- Publicidad……...........................................................................................…..31
1- Un príncipe del escándalo (1913)…………..........................................……...33
2- El asesinato de Sarah Bernhard (1913).……….........................................…..39
3- Un robo en sagrado. El tesoro de la catedral de Sevilla (1914)…….........…..67
4- Los misterios de la Alhambra (1914)…..................................................…….73
5- Un asesinato en la calle de Velázquez (1914)………………................……..79
6- Un duelo a espada en una catedral (1914)……………....................................85
7- A la plaza de toros de Sevilla. Los gladiadores modernos (1914)…............…93
8- De Madrid al Cairo (1914)…………….....................................................…..99
9- Un robo en el Vaticano (1914)........................................................................135
10- La domadora (1914)…………………….....................................................183
11- Una lucha en el circo de Parish (1914)……………..............................…...191
12- Joffre y el tiempo, aliados (1914).…………................................................193
13- El misterio de los mares (1915)………...................................................….195
14- Juan del Duero viajando por Alemania (1915)……….................................197
15- De caballista a matador de toros (1915)……………...................................199
16- Benavente, De Riaz y Juan del Duero (1917)……............................……..235
17- Juan del Duero. Aventuras Dálmatas (1920)………....................................239
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PRUDENCIO IGLESIAS HERMIDA
(1884-1919)
El escritor imprudente
“El torero, al ejecutar una suerte, no debe acordarse de su vida.” Juan Belmonte
(frase escrita a Prudencio Iglesias Hermida)
Todos cuando somos jóvenes, creemos a pies juntillas que el mundo se ha inaugurado
con nosotros, que todo lo que sentimos, experimentamos, es nuevo, único, especial, que
nadie lo ha sentido antes con tal nivel de intensidad, de pasión, de verdad, que “nos
encontramos en la cumbre de la brutalidad” (Prudencio Iglesias Hermida), y va a ser que
no. Oímos España años 20, y nos imaginamos a un conjunto de personas grises, tristes,
aburridas, que se expresan con un lenguaje trasnochado, engolado, retórico, costumbrista,
vacío, y de nuevo va a ser que no. Como ahora, y siempre, han existido personas que se
salían de la norma (incluso como pionero defensor de la homosexualidad: “cada cual
persigue el goce –la felicidad momentánea– por los caminos que más le agradan”), del
carril, que sentían, se expresaban, como les venía en gana, con plena libertad, imaginación
(escribía biografías, anécdotas, entrevistas, imaginarias), sin pararse en medir las
consecuencias de sus actos, de sus palabras.
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El imprudente gallego (Lugo (“Soy gallego, de Lugo.” (España, el arte el vicio y la
muerte)), o La Coruña según otros, su expediente de estudios en la Universidad Central de
Madrid (1900-1905) afirma que es natural de La Coruña capital, y en uno de sus cuentos,
“Un bandolero español” (Gente extraña), se puede deducir que nació en la aldea de
Lestrove, en otro que en la de Luar (De mi museo)) Prudencio, alias “¡pim! ¡pam! ¡pum!”,
“ese escritor alarmante y magnífico” (Argos), “arrogante y desaprensivo”, “el escritor más
serio, más viril e independiente” (Palmas y pitos), que “escribe como piensa, a puñetazos”
(Rafael Brun), es uno de ellos, alguien que en la actualidad sería un feroz, temido,
provocador, tuitero, un bruto intelectual, “un impulsivo consciente” (José Francés), “hablo
en grande; pienso en alto”, “a veces en un golpe de mala educación está la felicidad”, “me
suena a bronce el corazón”, “la crítica negativa, implacable, es la que da fuerza para
trabajar, el artista fuerte siente la necesidad absoluta de la crítica negativa”, un anarquista,
un romántico desaforado, un punkarra de las letras, el Umbral de comienzos del siglo XX,
“los códigos me repugnan, los jueces me dan asco”, “todo lo que sea libertarse de la ley
me satisface”,“todo hombre colocado al margen del código me es simpático. La ley solo
defiende al fuerte”, “mi amistad es y será siempre para todo el que no lleva una existencia
normal. Nada es más peligroso que un hombre honrado”, “nada hay más repugnante que la
discreción y el egoísmo”.
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Pero sin soberbia, era consciente de las limitaciones de su vehemencia, impulsividad: “Yo
sé perfectamente que mis sinceridades no van a descubrir nuevos continentes al
pensamiento. Intelectualmente, casi me conozco, y sé que los kilómetros que hay desde mí
hacia arriba, verticalmente, pueden representarse por el signo del infinito.” Su estilo es
impetuoso, enérgico, descarnado, exuberante, directo, fluido, ágil, visceral, vitalista,
optimista, anti-nostálgico: “De todo lo pasado, la experiencia nada más. Las lamentaciones
no sirven para nada”. Cuatro de sus frases más famosas son las siguientes: “en España la
gente no sabe insultar”, “o amigo o contra mí: este es mi lema”, “un hombre, para que
merezca mi consideración, necesita compartir mis devociones y mis odios”, y “esa browing
que te has colgado de la cintura el día primero de este mes, no te sirve para nada, si no te
sirve para matarme a mí”, su exclamación favorita: “¡Qué bárbaro!”, y cómo le gustaría
que le llamasen: “El rey de la ensalada de lechuga”. Un periodista-escritor, escritor-
periodista, que escribió en casi todos los periódicos y revistas de la época (Noche, La
Tribuna, El Liberal, El Duende, Por esos mundos, La Esfera, Nuevo Mundo, El Gran Bufón,
El Motín, Prometeo, Toros y toreros, The Kon Leche, La Lidia, La Hormiga de Oro, La hoja
de parra, El Imparcial, etc.), con idéntica virulencia, radicalidad, a veces censurado
(“Renovación española” (n.º 32, 5-9-18). “En este número, además del pie y del cartel de la
portada de K-Hito, arrancó de cuajo del texto de nuestra revista un artículo del fuerte
escritor Prudencio Iglesias Hermida”), era considerado un “polemista terrible”, “el escritor
más serio, más viril e independiente” (Palmas y Pitos), llegando incluso a fundar una
editorial, Mediterráneo (mismo nombre del primer periódico que fundó, “El Mediterráneo”),
y a dirigir varios periódicos de efímera vida, los títulos dejan bien a las claras su
radicalidad: “El bólido”, “La protesta”, “La nave”, “La nueva Europa”, “La palabra libre”.
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Como escritor a secas, le comparaban con Rudyard Kipling, Julio Verne y H.G.Wells,
escribió más de veinte de libros (uno de ellos, “Los legionarios de la muerte” (1912), de
forma anónima y por entregas en el periódico “La Tribuna”, que incluso organizó un
concurso para adivinar quién era el autor), que van desde la recopilación de ensayos y
artículos a novelas cortas, siendo su personaje más conocido, repetido, su alter-ego, el héroe
de acción castizo, castellano, sevillano para más señas y más chulo que un ocho, Juan del
Duero (sus otros dos personajes fetiche son el aventurero Alberto Zaragoza y el ladrón
Pablo Ametller), “el príncipe del escándalo”, el primer gran ladrón, anti-héroe, de la
literatura negra española, nuestro particular Fantômas (1911).
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Incluso tiene una aureola de malditismo, de personaje de culto, literario, fundada en un
hecho extraordinario: el haberse enfrentado a duelo varias veces (cuatro constatadas y una
quinta que se quedó en un mero rumor, supuestamente en 1916 mató de una estocada en la
garganta al periodista y diputado Vicente Gay, rumor difundido por un periódico vespertino
(“El Parlamentario”), y que desmintió la propia realidad, el bueno de Vicente estaba vivo y
nuestro aguerrido héroe Prudencio ni tan siquiera le conocía). Primera vez: en 1914 a sable
cuando era redactor de “El Liberal” con el redactor-jefe de la revista “Nuevo Mundo”, Don
Antonio G. de Linares, saliendo victorioso (Don Antonio con una pequeña herida en la
muñeca derecha, después se reconciliaron, y fueron detenidos por la policía). Segunda: en
1915 a espada francesa contra el también periodista Juan Brassa (a raíz de una polémica
suscitada por Prudencio en un artículo del diario “El Bólido”, que fue contestada por Brassa
en “El Indiscreto”), a seis asaltos, de nuevo saliendo victorioso (el amigo Juan una ligera
herida en la muñeca derecha y antebrazo). Tercera: en 1918 a espada francesa en Ciudad
Lineal con el periodista Durán, sin mayores consecuencias (no se tocaron en ninguno de los
asaltos). Y el último, también en 1918 y a sable contra el periodista Carlos Micó, aliadófilo,
Prudencio germanófilo, “sin consecuencias” (La Libertad, 8-5-1918), o “resultando ambos
contendientes heridos de gravedad” (Diario de Córdoba, 20-6-1918), vamos que como
siempre los periodistas acudiendo a las fuentes. Más el añadido de que se inventaba su
propia biografía, “la sinceridad es un peligro. Sólo se puede emplear para librarnos de una
amenaza mayor. Mentid siempre, en todos los momentos, por gusto, por deporte”, cuajada
de viajes imaginarios, de herencias fabulosas, “poseo minas de oro en Alaska y campos de
petróleo en Norte-América” (Prometeo, 1912), la más graciosa una plantación de arroz, con
leche, de fanfarronerías, “yo maté a mis seis hijos, y sobre el ataúd del último me jugué el
cadáver a una brisca ilustrada”, en comparación Vila-Matas es un aprendiz, un soseras. Por
si fuera poco organizaba exposiciones de pintura (1916) que eran cerradas por la policía
(100 geniales dibujos, “Los desastres de la guerra” (Goya) de la Primera Guerra Mundial,
del pintor holandés Louis Raemaekers, supuestamente clausurada por contravenir la
neutralidad de España en la Primera Guerra Mundial, y por presiones de un príncipe alemán,
en realidad una campaña publicitaria ideada por el propio Prudencio, con cartas al director
incluidas (ver apéndice)), y murió en plena juventud, 35 años, de corta enfermedad, una
angina de pecho, como si de un poeta romántico ruso se tratase.
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Por no hablar de que fue detenido por la policía con 19 años (1903) por apedrear el coche
del Ministro de Hacienda cuando era estudiante de Filosofía en Madrid, como protesta por
la muerte de sus compañeros de Salamanca (documentado artículo sobre este incidente, en
el que estuvo implicado hasta Unamuno:
http://historiasdelcuartodeatras.blogspot.com.es/2013/08/los-indignados-salmantinos-de-
1903.html), y ejerció de picador ocasional, también como cronista taurino, y de corresponsal
en Europa durante la Primera Guerra Mundial, aunque en un rasgo de genialidad jamás salió
de España, redactaba las crónicas desde la terraza del Gran Casino de San Sebastián, vamos
que todo un radical, un emprendedor, un aventurero. Y no lo digo yo, lo dicen abiertamente
también sus contemporáneos, y no son solo “flores llevadas sobre la tumba de un escritor
español” (César González-Ruano):
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“El autor del libro «De mi museo» no es uno de esos jóvenes modernistas de traje
estrafalario, luengas melenas, color de hético y desaliñada presencia; sino muy al
contrario, hombre de elevada estatura, recia complexión y atildaba indumentaria.
No asiste a ninguna peña literaria, ni bebe ajenjo, ni ensalza prostitutas, pero en cambio
su cerebro está repleto de ideas y cultura, y esa cultura y esas ideas sabe llevarlas al libro y
al artículo en un lenguaje castizo y elegante.” Antonio de Lezama (El Liberal, 6-5-1909)
“Suerte es tener el gracejo, y la rebelión que palpitan en la pluma de este joven de la nueva
generación, a la que incumbe dar a luz el Mesías. Él en el día de la elección suprema, con
un incierto parecido a la que preparó la trascendencia de José, debe de apostar por allá su
varal, por si entre todos florece... Hay en él extraordinarias determinantes...” Javier
Gómez de la Serna (Prometeo, nº8, 1909)
“Este crítico de arte, de literatura, de política, de costumbres públicas y hasta de vidas
privadas, es asombroso. No se parece a nadie. Puestos los eruditos a buscarle parentescos
espirituales, sólo le encontrarían como antecesor aquel «matraco» del cuento que pescaba
las truchas con tranca. Como él, a la que pesca la revienta. Y así no tiene que emplear el
escalpelo para hacer la disección de una obra o de un hombre, pues deja esparcido cuantos
hombres y obras llevan dentro con asestar un golpe, uno solo, de la maza que esgrime,
maza junto a la cual la histórica de Juan Diente no llega a ser ni siquiera un liviano junco.
Por eso, en sus juicios. Prudencio Iglesias es definitivo, concluyente. No emplea
eufemismos ni se anda con rodeos. […]
Iglesias es un crítico sincero, que dice lo que piensa sin recatarse. Y prueba de ello es que
así como derriba falsos ídolos a golpes de su maza, limpiando de pedruscos y malezas el
terreno, hace elevarse más y más los pedestales de los verdaderos dioses. Claro que pega
más que acaricia. Pero, ¿acaso no son más los que merecen golpes que los que merecen
cariños ?…” Luis de Oteyza (El Liberal, 2-12-1913)
“Prudencio Iglesias Hermida es un impulsivo consciente. Va más allá de todo, y va con
plena seguridad de sus juicios y de sus agresividades. Tiene el estilo domado de tal modo a
su temperamento, que la misma acometividad del hombre se refleja en las obras del artista.
Escribe a puñetazos, a estocadas y a golpes de cincel. Lo cual no es obstáculo para que si
le place busque y encuentre palabras de seda y de oro para las emociones sencillas y las
vibraciones dulcemente estéticas.” José Francés (Mundo gráfico, 17-9-1913)
“Lo sincero en él es la vehemencia, síntoma de juventud llama que se escapa del foco
pasional, y, como todos los vehementes, Prudencio Iglesias es casi siempre injusto. La
medida de sus amores y de sus odios es la hipérbole. Su elogio y su desdén son siempre
huracanados. ¡Liviano defecto, del que no tardara en reponerse! Su temperamento literario
recuerda el de León Blois por la violencia con que exterioriza su asco de las hipocresías
individuales y sociales y la simpatía con que comenta todo aquello que, aun estando fuera
de las leyes escritas, revela el vigor de las pasiones y el temple de los caracteres. El hombre
zoológico y el hombre deformado por la civilización le interesan a Iglesias por igual; si
bien no oculta el escritor que el primero le parece preferible al segundo.” Manuel Bueno
(El Heraldo de Madrid, 28-3-1914)
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“No habréis leído nada más inquietante que las páginas de Prudencio Iglesias. Su novela
reciente De caballista a matador de toros es una muestra de esta extraña literatura, que no
se parece a ninguna otra, ni antigua ni contemporánea, española ni extranjera; que es
profunda y sinceramente original porque se engendra en la singularidad de un curioso
temperamento. Para juzgar a Iglesias Hermida necesitaría un critico echar mano de un
vocabulario enteramente nuevo en sus menesteres. Ni aún recordando a los más fantásticos
escritores, a Edgar Poe, a Hoffmann, podría hallarle parangón, porque Iglesias Hermida
no utiliza lo misterioso ni lo ultraterreno para forjar sus extraordinarios cuentos; allí no
hay trasgos, ni duendes, ni brujas, ni resucitados, ni almas en pena, sino hombres de carne
y hueso, tan humanos, tan vivos, tan llenos de fuerza y de espíritu, que verlos pasar, luchar,
robar, asesinar, produce escalofríos. Por eso, un crítico que quisiera juzgar a Iglesias
Hermida tendría que traer a estas sentencias de las Letras unas palabras que no utilizó
nunca. Decir de este autor que posee una fecunda fantasía es no decir nada. Compararle
con Fernández y González, con los Dumas, no sería, en este caso, un elogio. Hay que decir
que su originalidad consiste en haber convertido el músculo en corazón, la fuerza en
sentimiento, la violencia en ideal. Toda su fantasía es eso: una divinización de la fuerza y de
la violencia. Y como eso es humano, profundamente humano, verlo vivo, palpitante,
triunfador, nos estremece y nos conturba.
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Es inútil que queramos relegar sus narraciones fantásticas, extraordinarias, a un segundo
orden literario, a un segundo orden folletinesco, que dicen desdeñosamente los cultivadores
de las puras letras, de la novela naturalista o docente o psicológica. La manera de Iglesias
Hermida no es folletín, en el sentido de pseudo-arte que hemos dado a esa palabra; es
literatura, es arte, que producirá el beneficio de remover y renovar el ambiente de
aburrimiento y de monotonía en que nuestras Letras se desperezaban. Nadie dudará de que
a nuestra novela contemporánea, la que escribían las manos decaídas de los maestros de
ayer y las manos impacientes de los noveladores nuevos, le faltaba, ante todo, emoción.
Quien desdeñe este elemento de arte debe confesar que lo hace por encubrir su incapacidad
para utilizarlo, porque, al cabo, la emoción es lo único que hace perdurable la obra
artística. A la labor personal, original, temperamentaria de Iglesias Hermida, le perjudica,
precisamente, su exceso de emoción, el desbordamiento de emoción. Por eso, los que juzgan
ligera o apasionadamente quieren recluir ese género novelesco nuevo en las lindes
desdeñables del folletín. Es lo mismo que, por otras razones, decimos del género teatral de
Arniches o de Muñoz Seca los incapaces de imitarlo o copiarlo o renovarlo. Será absurdo,
truculento, arte inferior, amanerado... será cuanto se quiera; pero si todos pudiéramos
hacer otro tanto, lo haríamos y lo cobraríamos.
Del mismo modo, si cada uno de los que hacen o hemos hecho novelas, hubiésemos
podido forjar tipos, crear hombres y mujeres del temple humano de estas figuras
amedrentadoras y sugestionadoras de Iglesias, nos hubiéramos dado con un canto en los
pechos. Después de esta sinceridad no se le puede pedir a quien habla como lector, y no
como crítico, que entre en otros juicios y escarceos sobre la personalidad literaria de
Iglesias Hermida. Yo digo ahora solamente: «Es un escritor original». No aspiran a otra
cosa cuantos caen en esta sirte engañosa del cultivo de las Letras.” Dionisio Pérez
(Nuevo Mundo, 26-6-1915)
14
“«El Bólido», como anunciaba su desenvuelto y temerario director, es un periódico de
combate, en el que las pasiones tienen la supremacía sobre los intereses y en el que se lucha
a sangre y fuego, sin cuartel.
El temperamento de Prudencio Iglesias Hermida no admite tintas medias, ni
componendas. Prudencio Iglesias ataca de frente, con nobleza, pero encarnizadamente,
hasta exterminar a su contrario.
Esto hace que el público se emocione y se interese por todo cuanto sale de la demoledora
pluma del director de ese «Bólido», que ha venido a estallar sobre la cabeza de tanto
bellaco o intrigante.” El Liberal (6-7-1915)
“Prudencio Iglesias es uno de los escritores de más aguda y vigorosa personalidad. Habla
claro, con la sobriedad de los entendimientos serenos y los espíritus equilibrados. Se
supone equivocadamente que es un violento; no hay tal: Iglesias Hermida es un niño, un
niño encantado de su salud muscular y cerebral, enamorado de la generosidad, de la
bondad y de todas las cosas ingenuas; lo que hay es que la fatalidad le subleva y arremete
contra ella con los ímpetus de un Bayardo. ¡Ay del que entonces se cruce en su camino!
Saldrá seguramente maltrecho, sin perjuicio de que después este niño grande le tienda la
mano y le diga con los ojos casi llorosos: «¡Amigo mío, cuánto siento lo que ha
ocurrido!»” El Liberal (7-1-1915)
“Prudencio Iglesias es gallego, como el cardenal Fonseca. Si Prudencio hubiese nacido en
aquellos días admirables del Renacimiento, él hubiera sido también príncipe romano,
caudillo de las armas, infanzón de las letras y de las artes. Alto y fornido, recio y
coloradote, con la alegría de Juan Ruiz, campesina y serraniega, puesta en el encendido
rostro, con los puños briosos de un señor de pendón y caldera, y tras de las gafas áureas y
episcopales, los ojos vivos y escrutadores de aquellos poetas intensos y zumbones al par, de
aquellos artífices de gracia y maravilla que con tesoros del Oriente hacían surgir de entre
sus dedos la sutil opulencia de las custodias refulgentes, alcázares de Cristo.
Prudencio Iglesias cabalga por la vida y por la literatura sobre un corcel sin freno; pero
no creáis que sin dominio. Como su amigo Juan del Duero, le basta apretar sus piernas de
hierro para detener el impulso del caballo. De esta manera consigue que hasta su
cabalgadura sea inteligente. Cuando veáis que se precipita disparado, no temáis. Él sabe a
dónde va.” Pedro de Répide (El Liberal, 7-1-1915)
“Prudencio Iglesias Hermida es como una montaña en el momento en que un barreno la
hace reventar. Caen, llovidos y sin orden, los despojos de la desgarrada mulera. Esperabais
una matuca de los romanos, y viene una piedra. Y, al revés. Así, cada artículo que escribe
Prudencio equivale a un estallido del barreno de su corazón, y en las cuartillas se mezclan
el puñado de tierra, las losas, racimos de flores, y a lo mejor una calavera que ha
desenterrado la pólvora, y tesoros que estaban escondidos y que la explosión ha devuelto a
la luz… […] La pluma de Prudencio Iglesias Hermida ha sido antes puñal, cuerno de
miura, hueso de salvaje, cetro de rey oriental, canuto con la licencia de aquellos
repatriados, rollo de papiros con jeroglíficos, abanico de maja, tubo de órgano, telescopio,
y un barreno...” F. G. S. (La Lidia, 4-10-1915)
15
“Prudencio Iglesias Hermida, alto, hercúleo; con el cráneo rápido como los luchadores;
con la nuca ancha, roja, de atleta; con los bíceps tensos y duros; con los hombros altos; con
la cólera y la carcajada fáciles, era un hombre temible para los idiotas y para los villanos.
Decía las más desorbitadas audacias, y daba los más incontestables puñetazos. Tenía un
léxico agresivo, centelleante; una aumentativa rapidez de juicio y un bastón que en sus
manos parecía un monolito. Se batió en duelo muchas veces; había dado infinitos puntapiés
efectivos o metafóricos, y satisfacía el genial deseo de escribir libros en un estilo que tan
pronto acaricia el espíritu con dulzuras y sutilezas de una rara armonía musical, como
descendía, desgarrado y procaz, al lenguaje común, salpicado de blasfemias y frases
escatológicas.
Mentía, además, con la prodigalidad de un gran poeta. Sus novelas de aventuras y de
viajes, sus semblanzas de seres fantásticos o de un realismo exótico e inaccesible desde la
calle de Alcalá, parecen escritos de un viajero que encaneció a lo largo de las rutas
universales y de infinitas almas dispersas por los cuatro puntos del planeta durante
cuarenta o cincuenta años.
Y, sin embargo, Prudencio escribía sus novelas extraordinarias antes de cumplir
veinticinco años, y sin haber subido en otro tren que el del Pardo. La primera vez que
abandonó España fue al principio de la guerra europea para ir a Marsella a ver los
regimientos de la India inglesa y volver en seguida a sus paseos acrobáticos del Retiro.
Tenía una inteligencia más allá de las tristes verdades de la Frenología. Un instinto
pendenciero más allá del Código y de la conveniencia personal.
Todos pensamos y decimos alguna vez en la intimidad y la complicidad de los amigos:
«Fulano es un imbécil», «Mengano es un canalla».
Prudencio Iglesias lo decía en letras de molde, y si el aludido protestaba, le daba un
garrotazo, un pinchazo, o un modesto «metido» en la barriga. […] Y aquello, que podía
costarle en los momentos de aparecer el libro unas bofetadas o un duelo, lo costó algo más
a través de los años. La gente olvida los favores y los elogios; pero recuerda siempre los
disfavores y las censuras.
A lo largo de la vida, aquel gran niño generoso, entusiasta o inflexivo, fue sembrando
odios que luego le salían al paso.
A él no le importaba. Se reía de un modo único, jocundo, que le hacía mostrar toda la
dentadura fuerte e igual como la de un león joven.” José Francés (Nuevo Mundo, 25-4-
1919)
16
Con Joaquín Dicenta
“Su aspecto físico; la amplitud retadora de su pecho; lo sanguíneo de su rostro; su
reposado andar, de hombre cauto, previsor de celadas—¡oh, que previsión más razonada la
suya!—, y su acometividad periodística, prosa clara, sin perífrasis, le enajenaron la
voluntad de las almas pusilánimes, le atrajeron la hostilidad de los espíritus miopes, que no
columbraron, en su parca visualidad, más que lo superficial de los hechos, sin cuidarse, con
anterioridad al enjuiciamiento, para evitar así sanciones equivocadas, de bucear en el
fondo limpio, humano, de aquel mar proceloso en apariencia.
Prudencio fue la imagen viva de una eterna paradoja: la del ogro con corazón de niño.
Prudencio fue la encarnación viva de un cuento infantil, de uno de esos cuentos inmortales
en los que surge una caverna obscura, habitada por un ogro gigantón y velludo, guarida
que es el espanto de los caminantes, hasta que cierta e inesperada vez, una niña de rubias
crenchas y de ojos azules, personificación de la inocencia, se atreve a penetrar en el
misterioso antro y observa, deslumbrada, que la obscuridad es aparente, fingida, pues allí
no hay sombras ni ogro; sólo luz, mucha luz, sublimes resplandores de luz y un hombre
como los demás; es decir, como los demás, no: más bueno que los demás, porque es más
justo; porque se encara, desenmascarándole, con el capaz de todas las prevaricaciones, de
todas las concupiscencias, y se abre en cruz, para acogerle sobre su corazón, ante el que,
descalzo, sangrando los pies, sigue el camino de los sin fuerza para oponerse a la tiranía de
los malos, de los sin felicidad en el presente y sin esperanzas en el porvenir.”
Fernando López Martín (Mundo Gráfico, 13-4-1921)
17
“Era un animalote inteligente, generoso, arbitrario. Dijo muchas verdades y mintió mucho.
Fue, sin duda, el más genial de todos los reporteros de España. Se liaba a palos en un café
y escribía crónicas magníficas de la guerra sin salir de Madrid. Estaba siempre dispuesto a
partirse el corazón sin odio y sin importarle un comino la vida. Un día le quiso abrir la
cabeza a una mala mujer. Era la señorita Muerte. Ni le abrió la cabeza ni le pudo sacar
dinero. Ella se le llevó enamorada de su fealdad hermosa, de su brutalidad inteligente.
Yo le recuerdo con admiración y cariño. Como a un toro que escribiera y escribiera bien.
Se llamaba Prudencio Iglesias Hermida.” César González-Ruano (El Heraldo de Madrid,
9-6-1928)
“Nadie, en verdad, cultivó la ciencia del camelo tan concienzudamente como ese poeta
aventurero y medio loco que se llama Prudencio Iglesias Hermida. Años atrás, se entretenía
por las noches preguntando con cavernosa voz por el depósito de cadáveres a los
transeúntes que cruzaban de madrugada el final de la calle Atocha y le divertía mucho la
inquietud del interrogado, que no atrevíase a pensar para qué quería ir aquel individuo a
tan intempestiva hora al depósito de cadáveres… Más de una vez le oí hablar con toda
naturalidad de la mina de arroz con leche de que era dueño en Aranjuez y de sus viajes por
la India, donde nunca estuvo. Ahora, sin duda, convencido de que se debe desconcertar al
público para que el público no olvide, se decidió a hacer extensivos sus camelos a cuanto
escribía, y concibió esa deliciosa colección de infundios que se titula “Gente extraña” e
indigna a las personas de orden por la desfachatez y el desenfado con que están pensados.
Mentir sencillamente es cosa fácil; pero mentir bien y con gracia, sembrando la
estupefacción en quien escucha o lee, tiene, a fe mía, mucha más enjundia que decir verdad;
y Prudencio Iglesias miente con un descaro épico que a cualquiera le deja mudo de estupor.
No me digáis que todo eso es poco serio, porque ninguno, ni aún Prudencio Iglesias, lo
ignora. Poco serio es, ciertamente. No es menos cierto, empero, que nuestros grandes
diarios ya se resentían de un empacho de seriedad y de veracidad, por lo que hoy son una
sonrisa encantadora que seduce al público, harto de leer artículos políticos y de ver
insignificantes realidades, los relatos maravillosos y embusteros que rempoliza porolitos y
tiene una inventiva soñadora inconcebible en este país del expediente y los garbanzos, las
dos mayores negaciones del ensueño.” Germán Gómez de la Mata (El Progreso, 24-3-14)
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“Prudencio Iglesias puede ser violento, sentimental, escéptico, de un ironismo acre; pero
sin dejar de ser un momento el escritor sensacional, interesantísimo, subyugante...”
N. Hernández Luquero (El Pueblo (Valencia), 12-1-1914)
“El caso de Prudencio Iglesias Hermida es único en la literatura española contemporánea,
y aunque no se atendiese más que a su originalidad de buena ley, ya merecería el célebre
escritor todos los honores de un concienzudo estudio por parte de nuestros críticos, sin en
España hubiera críticos literarios. No es, sin embargo, el de la originalidad el sólo mérito
que se advierte en la obra de este popular artista. Porque sin duda nos hallamos ante un
verdadero artista, artista aún con sus brusquedades y dislocamientos, artista antes que
nada y siempre, como el pueblo a quien canta y que tanto le apasiona.
Los libros de Prudencio Iglesias casi exclusivamente dedicados a exaltar el espíritu
nacional, y la raza adquiere en ellos un prestigio bárbaro y heroico; sus personajes -
toreros, lumias, poetas, aventureras, asesinos, ladrones- desfilan por las páginas de encanto
con rapidez de cinta cinematográfica, fascinándonos y atrayéndonos, y hay en su fondo un
poso de optimismo, ya que nos dan las idea de una España fuerte que no ha perdido su
carácter. ¿Negaremos que esto resulta muy consolador cuando no, por desdicha, muy real?
[…] El autor es en definitiva un niño muy grande, que posee un talento enorme y en cuanto
crea pone toda su alma, toda su enorme alma de artista, de párvulo y de atleta inteligente.”
G. G. M. (El Pueblo (Valencia), 10-7-1915)
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“Un raro escritor. Prudencio Iglesias Hermida, el hombre de los quevedos y bigote
recortado, es uno de los modernos escritores, ya que literato no puede llamársele, que más
acerbas diatribas y elogios más apasionados ha merecido de la crítica; pero, tanto los que
le vapulean, como los que le defienden, están acordes en un extremo: en su rara
originalidad.
Pinta, describe cosas y casos tan exóticos y extraños, que a pesar de su irrealidad, nos
subyugan y atraen; sentimos la emoción de esos alardes brutales de valor. Los tipos que
presenta se salen de lo vulgar, son monstruos del bien o del mal; de ojos misteriosos y mirar
profundo y enigmático, centellean rayos de verdosas irisaciones; dibuja bocas sonrientes
que pocas veces sonríen, y cuando lo hacen, es para carcajear sarcásticamente; el cinismo
y la audacia, acompaña por doquier a sus personajes, pero es un cinismo y una audacia
que rebasa los límites de lo extraordinario; la serenidad acompaña casi siempre a esos
cínicos, y los accesos de cólera y rabia los reprimen hasta que estallan con la violencia de
la explosión; esos hombres tienen temple de acero y corazón de bronce; las mujeres,
bellísimas, pero perversas; perspicaz y psicólogo tiene bellos y elevados sentimientos,
aunque ninguno desarrolla ni filosofa; abstrae pero no generaliza; se limita a afirmar que
acaeció, sin preocuparse en averiguar las causas; ha tenido las dotes de no escribir nunca
una cosa insípida, siempre brilló en sus crónicas un rasgo de ingenio y dio una
terminación, arbitraria muchas veces, pero la dio, aunque fuese de una puñalada como una
centella.
Su carácter vehemente y apasionado, le manda no rectificar nunca, y por eso, escribe
como piensa, a puñetazos; las reglas gramaticales no se hicieron para él, y como ellas no se
amolden a sus escritos, éstos no se amoldan a ellas; muchos absurdos tienen razón de ser
para él.
Es el escritor, en fin, que su lectura nos impresiona, con la impresión escalofriante del
vértigo que nos arrastra al precipicio, y que aun a pesar de nuestra oposición rodamos, y…
por eso yo, como tantos otros, leo y admiro esas páginas toda audacia y valor, temeridad y
bravura, virilidad y gallardía.” Rafael Brun (Diario Turolense, 22-1-1917)
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Manuscrito de Prudencio Iglesias Hermida (1915)
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SELECCIÓN DE FRASES Y OPINIONES
1 – “Es mi enemigo todo aquel que, habiendo llegado ya, no me auxilia.”
2 – “La mayor parte del secreto del triunfo en los mediocres es ese: el no sentir dolor
alguno para mendigar favores.”
3 – “La Academia de la Lengua y el Cantábrico. Nadie ha visto nunca juntos mayor
cantidad de atunes. Asilo de inválidos cuyas puertas solo se abren a la recomendación.”
4 – “Una tapia que circunda un terreno es la representación vertical de la ley.”
5 – “El levantino ama el oro, y quizá por esto ama también la luz del sol. Esta distintiva
suya señala su parentesco moral con la raza judía. Y pienso que el levantino no es más que
un judío mal troquelado.”
6 – “El alemán es ingenuo y egoísta como un niño, y como él también siente una tendencia
sorda, cobarde, hacia la crueldad.”
7 – “Un domador es un hombre que nace con la muerte suspendida sobre su cabeza.”
8 – “La horca, al fin, no es otra cosa que una manera decente de terminar la vida.”
9 – “La sangre es decorativa y este es el mayor enemigo de la paz.”
10 – “Un amigo es una bomba cargada de dinamita que no se sabe nunca dónde tiene la
mecha.”
11 – “Las pasiones no me dejan ver. Para admirar y querer completamente a un maestro o
un amigo, necesito que se aleje o se muera. Creo que este defecto es general.”
12 – “Admiro a los que saben perdonar, quizá porque esa virtud es la que más lejos está de
mi alma.”
13 – “Yo no robo. Yo tengo fuerza para crear.”
14 – “El genio es la realización de lo absurdo.”
15 – “La pobreza es el sexto sentido.”
16 – “El triunfo no tiene más secreto que uno: la voluntad.”
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LIBROS PUBLICADOS
(Orden cronológico)
1909 – “De mi museo”
1910 – “Horas trágicas de la historia”
1911 – “Las aventuras del gran mundo”
“El beso de la Hebrea”
1912 – “Una hora de amor de Carolina Otero”
“Las tragedias de mi raza”
1913 – “El asesinato de Sarah Bernhard”
“Príncipes y cortesanas”
“La España trágica”
1914 – “España, el arte, el vicio y la muerte”
“Hombres y cosas de mi patria y de mi tiempo”
1915 – “Un día y una noche en Londres”
“De caballista a matador de toros” (versión corta en 1917)
“En los campos de batalla. La guerra de las naciones”
1916 – “Bajo otras patrias y otros cielos”
“La ermita de los fantasmas”
“Los misterios de las cortes de Europa”
“La última noche del pirata Barbarroja”
“La tragedia de la Hélice”
1917 – “Nuevas hazañas de Juan del Duero” (recopilación de historias cortas publicadas en
“El Liberal” en 1914)
1918 – “De Madrid al Cairo”
“Gente extraña”
“Un robo en el Vaticano”
“España y Alemania: no hay conflicto”
1920 – “Los legionarios de la muerte”
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APÉNDICE
Luis Raemaekers en Madrid
(1916)
Ayer, a las tres de la tarde, con el prestigio que prestó al acto la presencia de distinguidos
representantes de las letras, la artes y el Cuerpo diplomático, se abrió solemnemente la
Exposición Raemaekers en Madrid.
Fue un éxito rotundo.
Los cien dibujos del gran artista holandés ocupan los dos bellos salones del chaflán del
Centro Agrario.
Los transeúntes de la plaza de Canalejas levantan, asombrados, la cabeza, contemplando
por los ventanales del entresuelo suntuoso, entre Príncipe y Carrera, las paredes cubiertas
por los dibujos que han inmortalizado el nombre de Luis Raemaekers.
La colección es portentosa.
Podrá decirse que a veces algún dibujante de primera línea, como Steinlen Forain,
dibujará con más precisión en la línea que Raemaekers; pero jamás en ninguna época ha
podido contemplarse una colección más completa, más grandiosa que la que yo tengo la
suerte de exponer al público madrileño.
Así que mi colección sea admirada en Madrid, Barcelona y quizá algún otro punto
importante de España, yo la regalaré a un museo de Madrid.
Colecciones como ésta que yo poseo existen en el Museo del Louvre y en el Británico. En
España sólo existen dos colecciones de los cien mejores dibujos de Raemaekers: una de las
colecciones la posee en San Sebastián un millonario conocido. La otra colección es esta
mía; y estarán ustedes conformes conmigo en que estoy quedando muy bien. Sin duda, yo
me he gastado en la colección mis pesetas, pero me estoy dando un pisto loco.
Como esos próceres ilustres que alguna vez hacen un regalo bueno al Museo Nacional, yo
también voy a regalar, como ellos, mi colección.
Con que pasen, señores, que la Exposición está abierta.
Otro día les contaré a ustedes cómo es Luis Raemaekers y las cosas interesantes que este
ilustre artista me contó en París.
Y por ahora nada más.
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Luis Raemaekers en España
(1916)
Después de tanta discusión y tan ruda pelea, se ha abierto en San Sebastián la Exposición
Raemaekers.
La lucha con los carlistas se manifestó desde el principio abiertamente.
Las autoridades, al fin, comprendieron el derecho y la libertad que me asistía; el
gobernador de Guipúzcoa, joven, moderno e inteligente, me concedió el permiso, y dio una
nota a los periódicos en que elogiaba a Raemaekers, y manifestaba el derecho que me
reconocía para exponer sus dibujos.
Y expuestos están en los salones del Círculo Republicano de San Sebastián, debido a la
generosidad del presidente y de los socios. El éxito es rotundo. La gente acude como en
romería. Luis Raemaekers puede decirse que está siendo admitido por todo San Sebastián.
Ahora voy a explicarles a ustedes el secreto de esta Exposición, que ha hecho creer a
mucha gente que yo ascendí a millonario de repente o que tengo una mina oculta que sólo
yo sé dónde está.
El día 20 de Agosto, con objeto de observar los asuntos pintorescos que ante mis ojos se
desarrollasen para hacer en seguido un libro por encargo de mi editor el dueño de la Librería
Internacional de Madrid, D. Antonio Navarro, con ese objeto, digo, caí sobre Biarritz. Era
un día que quitaba la cabeza de bonito.
Me fui al puerto viejo por el espléndido paseo de la Virgen. Dormí al sol, feliz como un
vagabundo, y tras la siesta, cerca el atardecer ya, partí hacia mi morada en el Hotel Carlton.
Al entrar en el vestíbulo de la calle Roger, salió un criado a mi encuentro.
—¿Usted es D. Fulano de Tal?
—Sí. Yo soy.
—Pues acaba de venir a buscarle a usted un señor afeitado que dijo que volvería.
—Muy bien.
A la media hora se abrió la puerta de mi cuarto, y apareció el señor afeitado que me
buscaba.
Bajo, ojos penetrantes, fisonomía hebraica. Se casa Willy Rogers, y es el famoso editor
del núm. 25 de la calle Louis de Grand, de París.
Empieza a hablarme en francés. Le detengo el carro instantáneamente.
—No siga usted, señor. No entiendo ni una palabra.
—¡Ah! ¿No habla usted francés?
—No , señor.
—¡Ah! Es terrible esto.
Haciendo esfuerzos extraordinarios comienza a hablar español con lentitud. Lo habla muy
bien. Un castellano viejo y cantarino como el que hablan los judíos de Constantinopla.
Me dice que él sabía que yo debía llegar el 20 de Agosto a Biarritz, y que deseaba
encontrarse conmigo.
Desea ofrecerme en venta la colección famosa de Luis Raemaekers, los cien dibujos de la
guerra.
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—Pero, hombre, eso costará, mucho dinero—le pregunto.
—Tres mil francos.
Es indudable que este hombre ha pensado en llevarse tres mil francos míos de aquí. Lo
contemplo un instante dudando si darle ya con una piedra en la nuca.
Me lleva al Hotel du Palais, el antiguo palacio de la emperatriz Eugenia, donde él vive.
Me enseña la colección.
Colosal.
Me asombra la profundidad de pensamiento y la maestría de ejecución del formidable
dibujante holandés.
—¿Es verdad—le pregunto—que el emperador de Alemania ha puesto precio la cabeza de
Luis Raemaekers?
—Sí, señor. Hoy vale la cabeza del gran dibujante un millón de marcos.
—¡Sopla! ¿Y es verdad también, que ese gran artista ha sido perseguido judicialmente en
su patria, hasta que se alzó contra la persecución injusta el propio presidente del más alto
tribunal de su nación?
—Exacto.
—Está bien—le contesté—. Yo le compro a usted la colección Raemaekers.
Nos arreglamos en el precio y en la forma de pago.
El día 21 de Agosto pasé la frontera de España llevando conmigo, legalmente, la caja de
cuarenta y siete kilos que contenía los cien dibujos de fama universal firmados por Luis
Raemaekers.
Llegué a San Sebastián y publiqué en la Prensa liberal artículos anunciando la Exposición
de los magníficos dibujos de mi propiedad.
Los carlistas gritaron, pero yo grité bastante más. Y se callaron.
Fernando López Monis, que es un político de gran espíritu liberal y verdadera inteligencia,
comprendió mi derecho contra el atropello que los carlistas querían cometer y hubieran
cometido, si hubiesen tenido fuerza para ello.
Como dijo A. Clutton-Broock en las columnas de «La Voz de Guipúzcoa», yo no traté de
imponer mis ideas a nadie: triunfé en mi derecho de exponer mis ideas a los demás.
Miles de personas están desfilando por los salones de la Exposición en la hermosa capital
de Guipúzcoa.
Dentro de poco expondré la colección en Madrid. Más tarde en Barcelona. Después en
toda España.
Colecciones como ésta que yo poseo las tienen el Museo del Louvre y el British Museum.
Yo regalo mi colección al Museo madrileño que la quiera.
Así que yo hable con los dignos directores de esos Museos diré públicamente a cuál se la
regalo.
La obra genial de Luis Raemaekers no va contra Alemania; va contra el militarismo
prusiano, que no es lo mismo.
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Libro anunciado para 1914 que nunca llegó a publicarse, hasta hoy,
que por fin ve la luz, de manera íntegra, más de 100 años después.
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UN PRÍNCIPE DEL ESCÁNDALO
(1913)
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a
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p
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Nueva York un
famoso aventurero español, conocido
en el hampa internacional por
Juan del Duero.
(Telegrama de los periódicos de
estos últimos días.)
Yo sentía por aquel hombre una admiración profunda. Además le estaba agradecido. En un
día negro para mí, aquel hombre me tendió su mano, y en la palma encontré todo lo que
necesitaba. Había, pues, en mi corazón para aquel ser extraño, los dos sentimientos más
fuertes, capaces de engendrar las amistades eternas: admiración y agradecimiento.
Un miserable se acercó a mí un día y me dijo silbando como las serpientes:
—Cuidado. Ese gran amigo de usted, es un antiguo forzado, fugitivo. Estuvo en Ceuta por
matar a un hombre. Dicen que es un ladrón famoso.
Hice callar al miserable, pero, sin querer, observé a mi amigo.
Tenía éste un nombre donde podría encerrarse toda una leyenda de España: se llamaba
Juan del Duero.
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Físicamente, era la cabeza de Antinóo sobre el tronco de un hércules. Moralmente, era
pródigo y justiciero. Vengativo como un indio y agradecido como un perro. Bravo hasta el
heroísmo. Inquietante. Morboso. Bondadoso como un cuáquero, con ráfagas inesperadas de
crueldad que daban escalofríos de miedo.
Una mañana, Juan del Duero se presentó en mi casa y me dijo:
—Acompáñeme usted. Vamos de excursión al Escorial.
—¿Quiere usted pasar un día de campo?
—No, señor. Quiero visitar el Monasterio de San Lorenzo.
Corría el tren entre pintorescos despeñaderos. Juan del Duero hablaba con entusiasmo. Yo,
admirando, como siempre, aquella elocuencia torrencial de mi amigo, pedía en mi ánima
que el pueblo de El Escorial se alejara hasta que la oratoria del Duero empezara a fatigarse.
Pasamos un túnel.
Al poco rato mi amigo siente los impulsos de una necesidad violenta.
—Voy al gabinete reservado. Vuelvo.
Le veo golpear la puerta del reservado y pasar ante mí como una exhalación.
—Está cerrado. Voy al otro vagón.
—Pero oiga usted, se va usted a matar. El tren va volando.
—No importa.
Con una agilidad que asombra, el hombre salta al otro vagón y desaparece corriendo por
el estribo.
Entramos en un túnel con estruendo fragoroso.
Pasan unos minutos. Dos, tres túneles se suceden. Suena el timbre de alarma. El tren va
perdiendo velocidad. Suenan los frenos automáticos y el convoy para. Me lanzo a la vía
buscando a mi compañero de viaje a quien, sin duda, le ha ocurrido una desgracia.
Vuelvo la vista atrás. Los rieles brillan al sol, limpios, sin sangre.
—¿Qué ocurre—pregunto.—¿Alguna desgracia?
—Un robo—me responden.— Acaban de desvalijar a un yanki que viajaba solo.
El robo se había efectuado por un maestro. Sin violencia. El tren volaba. Una portezuela
que se abre da paso a un hombre enmascarado que se lanza sobre el yanki y le sujeta contra
el rostro una careta con cloroformo. Le arrebata el dinero, las alhajas y le deja tendido, sin
hacerle daño, sobre el diván.
—¿Qué señas tiene el ladrón?—le preguntan al yanki.
—Se trata de un hombre voluminoso. La cara la ocultaba un antifaz.
Oyendo esto, noto que me tocan en un hombro. Vuelvo la vista, y me encuentro con mi
compañero de viaje. Se interesa por el robado. Su voz, un poco alterada, y su rostro lívido,
me hacen pensar instintivamente, que aquel hombre es el ladrón.
Los viajeros vuelven a sus vagones. El tren se pone en marcha.
Juan del Duero y yo, asomados al balconcillo del coche, hablamos de los campos verdes
como esmeraldas del Cabo; comentamos las excelencias del Champaña oro viejo y de los
atardeceres de Italia, la banca de Montecarlo, el puente de Brooklyn, las cortesanas de Spa...
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De repente, hago una pregunta rápida y brutal:
—Sea usted franco conmigo. ¿Quién será el personaje misterioso que ha robado al yanki?
—Cualquier hábil salteador de trenes.
—Pero es extraño no haber podido prenderle.
—El ladrón es, sin duda, un maestro. Robó en marcha. Se disfrazó en el estribo.
Aprovechó los túneles. Hombre ágil, vigoroso, bravo y buen actor. Mozo de mucho cuidado.
—¿Lo cree usted así, verdad?
—¡Oh; téngalo usted por seguro!
Nos miramos a los ojos sin pestañear. Acabamos por reírnos cínicamente.
Juan del Duero sacó del bolsillo una sortija de valor artístico y material incalculable.
Poniéndosela en un dedo y contemplándola con el amor de un anticuario, dijo:
—¡Estos yankis!... Y a usted esta sortija que llevaba, digna de un rey.
—Pero hombre... ¿No teme usted que la policía le descubra?
—No, señor. Yo he burlado muchas veces a la policía de Londres, y a los detectives
americanos.
Juan del Duero, sacando la mano ensortijada por la ventanilla del vagón y señalándome a
lo lejos la parrilla imponente del Monasterio de San Lorenzo, me decía:
—¿No le parece a usted que Chateaubriand debía estar dormido cuando afirmó que esta
maravilla del mundo era un cuartel?
La sortija brillaba al sol como una brasa. El tren tomaba una curva. El semicírculo
formado por el convoy permitía en aquel momento que todos los viajeros vieran en la mano
del Duero la sortija robada.
* * *
Como comprenderéis, el ladrón español detenido hace quince días en Nueva York, por la
invencible policía yanqui, no se llama Juan del Duero. Este es su nombre de guerra. Su
apellido legítimo no lo digo porque es harto conocido en la gran sociedad madrileña, donde
se halla rodeado de un prestigio que pronto echarán por tierra los obligados e implacables
telegramas de la prensa.
Hace quince años, este gran aventurero dio su primer escándalo en Madrid. Entró una
noche en el hotel de su novia, en los altos de la Castellana; se consumó el sacrificio
irreparable, arrampló con todo lo que halló a mano y salió pirando, buscando horizontes
para sus empresas.
Era un mozo de alivio.
En París se cargó un día a un distinguido apache rebanándole la nuez como quien monda
una naranja. Fue el amante de la Casco de Oro, a la que un día le partió una pierna de una
sola patada. Desempeñó correctamente un cargo subalterno en la Compañía de los
Sleeping-car americanos.
Y no supe nada más de este hombre hasta que hace tres días me eché a la cara el
telegramita de su apiolamiento.
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Supongo que mi amigo estará encerrado en la misma cárcel que el general Celaya,
detenido también en estos últimos días en la gran ciudad norteamericana.
El general es un asesino que, no obstante, si las conveniencias políticas así lo ordenan,
volverá a presidir la República de su país.
No sé la suerte que le espera al tempestuoso aventurero español. Hago votos porque su
bravura, su desprendimiento y su lealtad, tengan de nuevo amplia experimentación a campo
abierto.
Estos grandes ladrones españoles de exportación son, quizá, los encargados de vengar la
estrechez de la vida nacional.
Aquí no abunda el respeto a lo grande, ni siquiera el respeto a lo ajeno. Son más de los que
parecen los que viven del robo minúsculo y constante.
Y es tal la costumbre nacional de robar, que, sin querer, le roban a usted hasta en la
peluquería, donde, además de exigirle indirectamente la propina, no le devuelven a usted el
pelo que le quitan. En cambio, mire usted cómo el zapatero, al venderle a usted unas botas
nuevas, le devuelve a usted las viejas sin dudarlo un sólo momento.
Broma es esta que no va contra el honrado gremio de peluqueros.
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Otra cosa podría decirse de los mercaderes de libros—de las librerías—entre los cuales, a
excepción de Fussell y Navarro, Alejandro Pueyo y algunos otros inteligentes y pistonudos,
hay cada granuja que se pierde de vista.
Sin que tenga nada que ver con los primeros ni con los segundos, se halla el famoso
librero señor Fe, el de la Puerta del Sol.
Fe; distinguidísimo descendiente de una de las acreditadas virtudes teologales: no creer lo
que no vimos ni cobramos.
Fe, le hizo a un amigo mío la siguiente faena.
—De ese libro nuevo que me trajo usted titulado «Las tragedias de mi raza»—dijo el
librero—no me conviene comprarle a usted, en firme, ningún ejemplar.
—Pero, ¿ni uno solo?
—Ni uno solo. Porque, ¿qué descuento hace usted de sus libros?
—Un descuento digno. Yo no soy un piojoso, ni un idiota que viva de la limosna de un
librero.
—En ese caso—insistió el mercader de libros—puede convenirle a usted enviarme
algunos en comisión. Le acreditaré a usted la firma. Envíeme usted cien, por ejemplo.
—¡Hombre! ¿En firme, ninguno, y en comisión, cien?
Mala, Fe, mala combinación es esa para un autor de libros.
Seguramente pensará lo mismo que yo, el dignísimo librero de la Puerta del Sol.
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ELASESINATO DE SARAH BERNHARD
Aventuras de un príncipe del escándalo
(1913)
A María Guerrero y Fernando Mendoza
con el testimonio de la admiración y el cariño de la juventud de España.
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PRÓLOGO
El Pernales, muerto en Sierra Morena a consecuencia de una discusión sostenida a
balazos con la Guardia civil. Una bala le atravesó de parte a parte toda la asadura y en aquel
mismo momento mi ilustre amigo quedó fiambre para un rato.
Aquel notable bandolero era un perfecto infeliz como lo demostró en una conversación
sostenida en Jaén quince días antes de su muerte. Asistieron conmigo a aquella interesante
entrevista el bravo Chiquito de Begoña, el popular ex ganadero Pepe Vega, y el afamado
luchador español Salvador Almela. Estos tres amigos pueden certificar la verdad de lo que
afirmo.
Comimos juntos. A la hora del café, el pobre Pernales que sostenía debajo de un muslo la
escopeta cargada, me dijo apuntándome con uno de sus dedos que parecía un bastón de
estoque.
—Oye, tú, leiterato. Cuéntame un cuento que me gusta a mí que me amenicen los postres.
—Pero un cuento que sea verdad—siguió diciendo el simpático bandolero—. Si me
cuentas una chirigota te doy asín con la culata en un ojo.
Sonreí como un conejo, tirándole un viaje a la carabina. La culata me hizo el efecto de una
maleta. Afiné la imaginación decidido a todo.
—¿Quieres que te cuente—le pregunté—algunas de las famosas aventuras de Juan del
Duero?
—Cuéntamelas—contestó—. Pero sin retórica. Pan, pan; vino, vino. Si te escurres en
adornos te doy una bofetá que te hago un nudo en el aire.
—Pero hombre, Pernalillos, eres violento. Yo tengo mi manera de contar las cosas.
—Tú no sabes ná de ná—me dijo el Pernales—. Todos los leiteratos sois lo mismo. Tú
eres un pinchapiró, un roba peras que buscas sin encontrarla la cuadratura del picudo. Las
historias de bandidos encontradas sobre los cadáveres de los primeros insurrectos cubanos;
la leyenda del bandolero Juan Manuel, vendida como pan en las épocas de revolución en
Méjico; las vidas de Candelas, José María y Diego Corrientes, el rey de Andalucía… ¿tú
sabes, cacho de pedazo de trozo, la cantidad de miles de duros que han hecho ganar a sus
editores? Todo hombre lleva dentro un ladrón; y todos robamos, todos, sin excepción
ninguna. Escribe vidas de ladrones valientes y te jinchas de duros.
—Pero…—añadió el Pernales después de una pausa—escribe sin retórica te digo. En
seco, como las balas.
Como yo vivo de matar hombres, vive tú de matar lectores. Lector que agarres, sacúdelo
por el pescuezo hasta que lo atolondres: que no os separéis hasta que tú lo sueltes. Y piensa
siempre que tienes ante ti dos públicos: el cerebral (éste no te sirve para nada) y el público
que busca la emoción y la amenidad; éste es el que da el dinero. No te olvides nunca de este
público, aunque algunas veces vayas a buscar al otro.
—Pernales de mi sangre, me dejas hecho un estúpido. ¿Quién te enseñó todo eso?
—La vida que me echó al monte a matar para no morir. Ya ves si sabré yo cosas. Escribe
en seco, te digo. Miéntele con fantesía. Entretenlo. Emociónalo. Y no te creas tú que eso no
vale nada. Escritores de emoción y amenidad fueron, y su recuerdo no se acabará tan pronto,
Alejandro Dumas, Pedro Antonio de Alarcón, Joaquín Dicenta…
—Entonces los escritores de la otra banda, ¿cuáles son, según tú?
—Pues mira, chico: un permazo con genio que se llama Ibsen. Y ahora cuéntame el cuento
y no me hagas hablar más que te voy a endiñar estopa.
Lector: ahí va mi cuento escrito según el catecismo estético del Pernales.
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Un robo.—En el Monasterio del Escorial.—El Cristo de Cellini.
Llegamos al Monasterio. Acababa de morir un lego del convento y se hallaba su cadáver
expuesto en la celda.
Era el día grande de Jueves Santo.
El entierro sería al día siguiente; por petición expresa del difunto, se haría el sepelio a las
cinco de la mañana.
Juan del Duero rogó que le permitieran presentarse al rector del Monasterio.
En presencia del monje, dijo el Duero:
—Somos los dos únicos sobrinos del difunto. Con permiso de la Comunidad venimos a
velarlo.
—Sí, hijos míos. Pasad.
Cruzamos las grandes estancias del convento, los altos claustros, los severos alardes
arquitectónicos del templo de Felipe II.
Llegamos a la celda austera donde, en un ataúd obscuro y pobre, digno de un monje,
descansaba el cadáver de nuestro tío.
Era un viejecito que parecía tallado en marfil amarillo. Tenía la expresión bondadosa del
sepulturero de Shakespeare en el cuadro de Hans titulado: “¡Pobre Yorik!”.
Atardecía. El monje silencioso que velaba el cadáver, nos hizo una inclinación y salió de
la celda. Juan del Duero se acercó a él y, entregándole una moneda de oro, le dijo:
—Deseo que esta noche quede encendida la capilla.
El monje asintió y se fue.
Nos quedamos solos ante el muerto.
Era una cabeza de simpatía tan extraordinaria la del pobre lego, que Juan del Duero
exclamó:
—¿Sería un santo este pobre viejecito?
Contemplamos un rato aquella estatua yacente, y nos acercamos a la única ventana que
tenía la celda. Era baja, daba al jardín, y se hallaba resguardada por una verja de barrotes tan
gruesos como el brazo de un hombre.
Otro monje vino a relevar al que se había ido. Duero le habló de cosas históricas. El monje
elogió al Rey Felipe II. El Duero contestó:
—Aquel temido monarca, tenía en Europa dos nombres muy hermosos: el Tigre del
Mediodía, el Demonio del Escorial.
A fuerza de razonamientos, el Duero consiguió del monje que se marchara a hacer sus
rezos.
Quedamos solos nuevamente ante el cadáver Duero y yo.
—¿Paseamos?
—Bueno.
El Duero, muy quedamente, empezó a hablar. Cruzábamos bajo la bóveda resonante que,
como es sabido, es una de las más anchas y de una osadía de construcción que sorprende.
Desfilamos ante las numerosas celdas ocupadas en otro siglo por los monjes jerónimos y
hoy por los agustinos. Pisamos la hierba que tapiza las losas de los patios silenciosos.
42
Mi acompañante hablaba del tesoro de mármoles y bronces del Panteón. De repente
enmudeció. Observaba con una atención extraña las puertas, los rincones, las escaleras, las
ventanas.
Llegamos al trascoro de la Basílica. El Duero detuvo sus pasos ante el celebérrimo y único
Cristo de mármol blanco de Benvenuto Cellini. Con una voz suave, dirigiéndose a mí, dijo:
—Esta noche he de robar el Cristo del Monasterio.
Confieso que sentí un latigazo de emoción.
El ladrón continuó:
—La muerte de ese pobre viejecito me facilita la empresa. Yo robaría la joya artística de
todos modos; pero toda la exposición y violencia, desaparece con la muerte de ese lego.
—¿Pues qué pensáis hacer; qué procedimiento vais a seguir?—le pregunté.
—Muy fácil. Veréis.
Sacó su reloj. Eran las tres y media de la madrugada.
El Duero esperó todavía unos minutos. Acabó de descorrer, con cuidado, el paño que
cubría a medias la sagrada escultura; a la lucecilla vacilante de una lámpara de aceite,
contemplamos aquella maravilla. El Duero, que hasta entonces había estado sereno, con los
músculos laxos y la mirada tranquila, se transfiguró. Con una voz de energía contenida, me
dio una orden.
43
—Id a la celda. Decidme, luego, si hay alguien al lado del muerto o en los claustros.
Cumplí lo que me ordenaban.
Cuando volví, el Duero había descolgado el Cristo de Cellini, lo había separado de la cruz
donde es fama que el escultor lo había montado por un procedimiento suyo semejante a las
monturas de los brillantes, y lo tenía con los pies apoyados en el suelo, a su lado. Era tan
alto como un hombre. A los resplandores intermitentes de la lámpara, la carne marmórea
presentaba un tono de ámbar y ópalo de una belleza extraordinaria. Tenía los brazos en cruz,
clamantes, con las palmas atravesadas por los clavos: la cabeza en alto.
Juan del Duero, con el sagrado mármol apoyado en el altar, cometió una profanación que
era necesaria sin embargo.
Con una maestría absurda le partió los brazos: dos golpes secos, a cercén, redondo el corto
desde los pectorales al hombro, sin muñón.
Me entregó los brazos. Con el santo cuerpo de maravilla a cuestas, atravesó los claustros
delante de mí. La luna iluminaba aquella escena dantesca.
Nuestras sombras fugitivas salvaban los bajos ventanales y rodaba por los arriates del
jardín.
Llegamos a la celda: solitaria. El famoso ladrón se lanzó como una fiera sobre el lego
yacente. Lo elevó. Lo despojó de la pobre sotana que le servía de mortaja. Colocó la
escultura en el ataúd. Tapó el cuerpo de mármol. Me arrebató los brazos marmóreos y los
colocó debajo de la suprema escultura.
Cruzándose sobre el cuello el cadáver del lego, salió de la celda.
Oí abrir sigilosamente la puertecilla del jardín y, en el marco, a la claridad lunar, vi el
fantasma que huía.
Yo temblaba en la celda velando el cadáver del Cristo de Cellini.
Volvió el Duero. Mientras cubría el rostro maravilloso de la escultura, dijo muy despacio:
—Falta más de una hora para el entierro. Confieso que será un siglo de fiebre para mí.
—¿Miedo?—pregunté.
—A nadie. Emoción nada más.
A las cuatro y media de la madrugada se oyeron los pasos de la Comunidad por los
claustros resonantes.
Sentí verdadero terror.
Juan del Duero cerró el ataúd y se guardó la llave.
Rezaron un responso.
Rechazamos el auxilio que nos ofrecían; cogimos el féretro entre los dos.
El Duero, sosteniendo la caja en los codos, con los brazos cruzados sobre el pecho como
los forzados de Cayena y Tolón, la empujaba hacia mí. Yo aguantaba el empuje con la nuca,
inclinada la cabeza, sintiendo en el trapecio el corte del ataúd como un hachazo.
En el momento de caer la tierra sobre la caja sufrí un desvanecimiento.
El Duero, entre el bordoneo de los terrones, me dijo al oído:
—Eres un bravo. Aguantaste cien kilos de peso.
Nos despedimos de la Comunidad y salimos del pueblo en el primer tren.
…………………………………………………………………………………………………
44
Aprovechando la noche del Viernes Santo volvimos en un auto como un obús a
desenterrar la escultura inmortal.
En la mañana del Sábado de Gloria, cuando, sin duda, se hizo público el robo genial,
rodábamos sobre nuestra máquina de guerra hacia la frontera portuguesa.
Me dejó en el puente internacional diciéndome:
—Toma el tren para Madrid. Espérame en la capital de España.
Partió en el auto, misteriosamente, por la margen portuguesa del río Miño. Yo hice lo que
me ordenaban.
…………………………………………………………………………………………………
45
Una comida estupenda
Media hora antes de llegar el tren, me paseaba por los andenes de la estación del Norte,
respirando ese aire agradable e insano saturado del humo de los trenes.
Tienes más belleza y más poesía el anochecer que el crepúsculo matutino. Pero las nueve
de la mañana de un día muy claro de invierno, tiene el horizonte una luz fría, color ámbar,
que recorta los caminos lejanos, dando al paisaje el brillo y la precisión de una fotografía en
cristal.
Llegó el tren, como un monstruo, rompiendo brutalmente la monotonía y el silencio del
panorama.
Juan del Duero descendió de un vagón y me saludó cordialmente.
Con un ligero portamonedas inglés en la mano rechazó los ofrecimientos de los mozos, y
me dijo con la naturalidad del hombre que sale de su gabinete después de estar cinco o seis
horas sentado:
—¿Vamos a dar un paseo?
Juan del Duero iba sin abrigo. Como esto me extrañara un poco, me explicó:
—Yo voy siempre vestido de verano. Mira, sin chaleco. En climas como este tengo que
despojarme también de la camiseta; de modo que, solamente camisa sin planchar, de verano,
y traje de tela muy flexible.
Juan del Duero reía, enseñando unos dientes de lobo. Las mejillas rojas. El cuello y la
nuca, blancos. Unos hombros anchos y redondos de estatua. Los omoplatos circulares,
poderosos. Y unas manos venosas y musculadas que hacían pensar en el estrangulamiento
sin defensa.
Echamos a andar. Juan del Duero lo miraba todo con cierta ingenuidad, causando un poco
de expectación con su aspecto simpático y terrible.
Desembarazadamente se acercó fuera al palafrén de un coche enorme, y le preguntó en
francés, tan puro, que parecía un francés del siglo XV:
—¿De quién es este aparato?
—Royal Hotel.
Ahora va mi portamantas y el talón de mi equipaje. Toma para mí la habitación que más te
guste. Esta es mi tarjeta. Yo iré luego.
El intérprete, un poco sorprendido, se inclinó. Juan del Duero le dio dos duros.
Y salimos andando, bajo el sol pajizo, por la carretera de San Antonio de la Florida.
—Vengo a España para conocerla—decía Juan del Duero—, guiado por la simpática
leyenda de este país. Conozco lo que se conoce de España en el extranjero: sus bailaoras,
sus tocadores de guitarra, la fama de sus toreros, el cielo sevillano, Granada… y en
zarabanda con todo esto, Los intereses creados, de Benavente, famosos en Londres; Cajal el
localizador de las sensaciones en el cerebro; Velázquez, Goya…, en fin, una tierra grande,
de la cual sólo se descubren, desde lejos, y confusamente, sin orden alguno, las más
elevadas cumbres.
En esto llegábamos a la iglesia de San Antonio de la Florida.
46
—Aquí están—dije yo—los famosos frescos de Goya.
—¡Hombre! ¡Qué oportuna casualidad! Entremos. El humo de las velas y los amarillentos
parpadeantes resplandores, los vitrales llenos de polvo, la alta penumbra en las paredes, el
asombro estúpido de los fieles…, imposible ver nada.
El humo y la falta de cuidado que forzosamente hacía cometer las necesidades del culto
público, hicieron exclamar a Juan del Duero:
—¡Lástima de pinturas ennegrecidas, amenazadas de próxima destrucción! ¿Quién es el
jefe de vuestro gobierno? ¿Por qué no le hacéis saber de un modo serio lo que ocurre? Lo
remediará, seguramente, si es posible.
Salimos sin poder ver nada, y continuamos, charlando, nuestro camino.
Llegamos a los primeros regatos del Manzanares.
Juan del Duero obtuvo el alquiler de una sábana de una vieja lavandera y se bañó
rápidamente en el agua que cortaba de fría.
Salió rojo como un cangrejo.
Entró en reacción, dando saltos acrobáticos.
Con el ímpetu frenético de un lobo hambriento, buscó un lugar donde comer.
Un merendero de adobes.
—Hostelero, sírvenos—dijo.
—No. Yo he almorzado.
—Bueno. Entonces sírveme—rectificó Duero—dos palmos de longaniza y medio metro
de pan. Más un decímetro de cerveza.
—Nos reímos. El hostelero, también.
Como pretendieran servirle de otro modo, se puso serio.
Y no hubo más remedio que tirar de metro y servirle a aquel caballero la comida por el
sistema agrimensor.
¡Nos reíamos poco de la originalidad, mientras Juan del Duero masticaba y tragaba con la
serenidad de un obispo!
47
La serenidad.—Un robo con valor y sangre fría.
Juan del Duero era, sin duda, el hombre más sereno, de valor más frío que he conocido.
Vivía del juego y del robo. Jugaba siempre de ventaja, y para cometer un robo en grande
hacía, invariablemente, una escala de robos pequeños. Tenía una serenidad estatuaria,
absurda, que le valía para salir con bien de los momentos más arriesgados de sus empresas.
Cometió, delante de mí, un robo en la capital de España que es, sin duda, uno de los robos
más ingeniosos y, seguramente, el de mayor sangre fría del mundo.
Pasábamos una mañana por la calle de Carretas. Se quedó parado ante el escaparate de una
joyería contemplando una sortija soberbia compuesta de una perla oriental y un brillante
espléndido, montados sobre guarnición ancha de plantino, embutida de piedras.
La sortija era un sueño.
—¿Quieres hacerme el favor de preguntar lo que vale?—me dijo.
—Sí, señor.
Entré a preguntar. Me contestaron:
—Dos mil quinientas pesetas.
—¡Bah!—exclamó Juan del Duero—. Una porquería. Esta noche luciré yo esa sortija sin
desembolsar un céntimo.
—Para dar los avances preliminares en un timo de importancia—me dijo mientras
avanzábamos por la calle de Carretas hacia la Puerta del Sol—es muy común, aun entre los
más hábiles estafadores, acudir a la respetabilidad de los uniformes nacionales o extranjeros.
Pero robar así, es robar sin voluptuosidad, sin grandeza: es robar solamente con habilidad.
Yo no quiero vestirme de capitán de coraceros o de obispo católico. El joyero va a estar
libre, ante mí, de prejuicios: le voy a dejar toda su libertad de pensamiento.
Gocemos de la belleza del detalle.
Nos fuimos a la fonda. Juan del Duero, en su cuarto, se disfrazó magistralmente de
banquero alemán.
Habitualmente, llevaba el rostro completamente rasurado. Una cabeza noble, de hércules
profesional.
Se adaptó una peluca blanca, con melena discreta, unas leves patillas y un bigote duro,
militar. Quevedos grandes, violeta. Cuello recto; traje negro, de etiqueta. Sortijas. Un
aspecto serio, atrayente, de absoluta respetabilidad.
Los añadidos capilares eran de tal perfección, que resistían el examen más tenaz.
—Vamos—dijo.
Salimos del hotel. A pie, emprendimos el camino de la Puerta del Sol.
La gente contemplaba a aquel caballero de fisonomía tan bonachona, de andar tan
reposado y majestuoso.
Carrera de San Jerónimo, Sol, Carretas. Juan del Duero entró solo en la joyería fatal.
Obsequiosidad por parte del amo y los dependientes.
Juan del Duero, con una sonrisa de infeliz:
—Deseo un pulsera ancha, de oro, lisa o con piedras muy sencillas.
48
—Muy bien… Esta; doscientas pesetas.
—Más cara—contestó Juan del Duero.
—Esta; quinientas pesetas—manifestó el joyero.
—Está bien. ¿Y aquella?
—Setecientas cincuenta pesetas.
—Me conviene. Haga usted el favor de ponerla en un estuche.
El joyero se apresura a cumplir la orden.
El comprador saca muy despacio su cartera y dejándola abierta sobre el mostrador, con un
gran fajo de billetes a la vista, entrega uno de mil pesetas al comerciante.
El joyero lo examina: lo vuelve, lo revuelve.
El caballero sonríe.
—¿Es falso, quizá? No es posible. A ver. Juan del Duero examina su billete.
—Es bueno—dice.
El joyero duda nuevamente.
El banquero cogiendo todos los billetes de su cartera se los ofrece, en baraja, al
comerciante.
—Perdone usted caballero; no es que yo dude ni mucho menos. Es que…
—Oh, no me dé usted explicaciones; no faltaba más—interrumpe Juan del Duero—. Mire
usted: me va usted a hacer el favor de quedarse con estos tres billetes y con la pulsera. Yo
volveré esta tarde. Recogeré la joya y los dos billetes que sobren.
—Oh, no. De ningún modo—protesta el joyero.
—Sí; sí. Hágame usted el favor. Es un capricho.
—Bueno; pero, en ese caso, le ruego que se lleve la pulsera.
Juan del Duero duda. Al fin, exclama.
—Bien; me llevo la pulsera, pero sólo si usted se queda con los tres billetes hasta la noche.
Así queda acordado. Juan del Duero despide con un amistoso, hasta luego; y sale.
El joyero y sus dependientes comentan el caso.
—Es un chiflado. Se ve que le sobra el dinero. Aquí quedan los billetes en el cajón hasta
que vuelva por ellos.
—Ojalá se olvide.
Ríen y callan deseándole al caballero chiflado una desgracia.
En la Puerta del Sol, le pregunto a Juan del Duero.
—¿Por qué le ha dejado usted al joyero los tres billetes de mil pesetas?
—Porque los tres son falsos. Pero esto no es más que la primera parte del robo. Y es
necesaria, porque la segunda parte se asienta sobre la primera. La sortija es mía.
—No lo entiendo.
—Pues no tardarás cuatro horas en entenderlo bien claramente.
Callamos.
Sin querer, pensaba yo en el final de aquel misterio.
El banquero, miraba los tranvías, las casas, el cielo, con la satisfacción del hombre que
acaba de comer opíparamente.
49
A las cuatro de la tarde Juan del Duero, sin disfraz, con su aspecto de siempre, nos dijo
después de comer en el café de un Pasaje:
—Ahora, dando un paseo, pasaremos a recoger la sortijilla.
¡Tenía gracia el desprecio del gran estafador!
A las cinco y cuarto de la tarde Juan del Duero, fumando un estupendo veguero, y seguido
por mí, hizo su entrada triunfal en la joyería condenada.
Era imposible reconocer en aquel hombre hercúleo, joven, rubio, afeitado, con
indumentaria de acróbata, al banquero de cabellera blanca, patillas, grandes quevedos, etc.,
de por la mañana.
El joyero, naturalmente, no lo reconoció.
En el mismo momento que nosotros, entró también en la tienda un oficial de Ingenieros
que esperó, a que nos despacharan a nosotros.
—Esa sortija, de perla oriental y brillante, que tiene usted en el escaparate… ¿hace usted
el favor?… —dijo Juan del Duero.
—Sí, señor… Aquí tiene usted.
Juan del Duero la examinó con detención.
—Es una perla hermosa—dijo—seguramente de los grandes criaderos de Terranova.
Bellísimo ejemplar.
Como el oficial de Ingenieros se inclinara levemente, por curiosidad natural, para
contemplarla, Juan del Duero le ofreció la sortija.
—Véala usted.
—Gracias. Muy hermosa.
—El brillante—prosiguió—es brasileño. Supremo, también. ¿Cuánto vale la sortija?
—Tres mil pesetas—contestó el joyero sin vacilar.
—Es barata—afirmó Juan del Duero vacilando menos aún.
Cogió la sortija, se la encajó en un dedo. Sacó su cartera y entregó con un gesto amplio,
admirable por su sencillez, tres billetes de a mil pesetas.
Se volvió de espaldas al mostrador, se envolvió en humo de su veguero contemplando la
magnificencia que resplandecía en su mano.
—Bueno—dijo Juan del Duero volviéndose—. ¿Está bien?
Un titubeo por parte del joyero.
—Perdone usted… pero…
—Pero ¿qué? Examine usted los billetes, busque usted una lupa, vaya usted a buscarla,
consulte usted, mire usted al trasluz, la numeración, el trazado… en fin…
Eran tantas las cosas que le indicaban a un tiempo que el joyero se atontó un poco.
Hizo unas cuantas operaciones poco precisas. Entró en la trastienda; salió inmediatamente.
Volvió a examinar. Entregando triunfalmente los billetes a Juan del Duero—le dijo con voz
desagradable:
—Son falsos, señor.
Juan del Duero los cogió con tranquilidad, sonriendo; contestó:
—Son falsos, porque usted me los ha cambiado por los buenos. Es usted un artista del
cambiazo, señor.
50
El joyero se quedó mudo de indignación.
Cuando volvió en sí, Juan del Duero le decía al oficial de Ingenieros espectador:
—Tengo la cartera llena de billetes. Desafío a que alguien encuentre entre ellos uno solo,
falso. En cambio…
—En cambio ¿qué?—gritó el joyero—. Es usted un estafador.
—Basta—concluyó Juan del Duero—dirigiéndose a un dependiente:
—Hágame usted el favor de salir en busca de un policía.
El dependiente salió.
El joyero, desesperado, increpaba a Juan del Duero. Este, con tranquilidad le decía al
militar:
—Comprendo la desesperación de este hombre: le ha salido mal un negocio.
El joyero parecía un loco furioso. El oficial de Ingenieros creyó de su deber intervenir y
detener a todos.
Juan del Duero, le dio una estocada mortal a la cuestión.
—Permítame usted señor oficial que haga una manifestación definitiva para este hombre.
Tengo la seguridad de que en esa caja hay más billetes falsos que éstos.
El joyero se quedó helado recordando los tres billetes del anciano chiflado de por la
mañana. Temió un horror.
El oficial, mudo, contempló al joyero.
Juan del Duero saltó el mostrador a la torera, se acercó a la caja, sacó tres billetes de mil,
los examinó; y entregándoselos al oficial, le dijo:
—Vea usted son falsos también.
El joyero se desplomó sobre una silla. El oficial lo socorrió.
Cuando le volvió el sentido, Juan del Duero, le decía:
—Lo perdono a usted. No doy parte a la policía, porque lo pierdo a usted para toda su
vida. La prueba es abrumadora. El oficial, sin saber qué hacer, oyó a Juan del Duero que le
decía:
—Este hombre está perdido, pero por su caballerosidad de usted le ruego que le perdone
como yo. No tiene defensa. Olvidemos lo pasado. Usted se queda con mis billetes legítimos
escamoteados: yo me llevo la sortija. Y en paz. Un tropiezo del que ya nadie se acuerda. El
oficial como es lógico era un gran caballero y calló inclinando la cabeza.
El joyero, vacilante, ni oía, ni veía, como un toro moribundo.
Juan del Duero se descubrió, y salimos.
En la calle nos encontramos el dependiente con el guardia que venían.
El Duero despidió a la autoridad con un:
—No es nada. Un error. Adiós.
En medio de la Puerta del Sol, Juan del Duero examinando su sortija, exclamaba:
—Espléndida joya. Perla oriental. Rubí del Brasil. Espléndida… y barata.
51
El niño de la Gloria.
Íbamos en un tranvía, hacia la Cibeles. Juan del Duero en la plataforma, recostado contra
uno de los largueros que sostienen la mampara de cristales, con los pulgares en las sisas del
chaleco, tenía el aspecto de un hércules cansado.
Al lado del Duero iba un chulo elegantizado con ese aspecto andrógino y repugnante del
torero falsificado y ceñido, recién afeitado siempre. Ojos grandes, obscuros, amariconados.
Juan miró un momento de reojo a su vecino, y no volvió a ocuparse de él. A los pocos
momentos, mi amigo se volvió rápidamente, hizo en el aire un movimiento rápido y mostró
en la mano, ante la sorpresa de todos, una cartera de bolsillo.
¿Qué había pasado?
Habíamos llegado a la Cibeles.
El reloj del Banco señalaba las doce de la mañana.
Juan del Duero se tiró del tranvía, arrastrando consigo, enganchado de una solapa, al chulo
recortado.
Yo me lancé detrás.
Reunidos en el paseo del Prado, Juan del Duero dijo:
—Este caballero es carterista. Con limpieza extraordinaria me sacó la cartera; pero yo,
más hábil que él, se la quité en el aire. Esto es todo.
El carterista protestó con ese cinismo único del chulo de instintos afeminados. Fueron
tales sus desplantes que Juan del Duero indignado por las gallardías ventajistas del chulo, lo
sacudió rudamente por las solapas.
El carterista se creció, se irguió como un gallo. Juan del Duero le dio un golpe de arriba a
abajo, en la cresta.
Luego, despertaron los instintos de pirata de Juan del Duero, y arrimando al chulillo
contra la valla de la casa de Correos por la calle de Montalbán, lo desvalijó como en una
carretera: le quitó el reloj, las sortijas, el dinero: le dio dos trastazos capaces de atolondrar a
un hipopótamo, y lo dejó allí como un barco en dique para reparaciones.
Bonita y rápida, la escena.
Luego salimos, navegando al pairo por la extensión abierta. Prado adelante.
Al poco de navegación (hay que fijarse en lo pintoresco de toda esta parte náutica) Juan
del Duero sacó la cartera del atracado. Billetes, cédulas con distintos nombres, partidas de
nacimiento; el equipaje de todo falsificador vulgar.
En un departamento había diez o doce tarjetas con el nombre de un famoso carterista
español que vive y suena y por ahí anda: Juan Francisco Camargo, Niño de la Gloria.
52
53
El robo del célebre reloj de Luis XVI
Sabido es que el rey guillotinado era un gran relojero.
Luis XVI tenía un reloj famoso fabricado por el belga Degas, y en la “Historia de la
relojería” de Bartolomé Thierry, se lee que el tal reloj estaba tan magistralmente fabricado
que su máquina vence hoy día en precisión al cronómetro más moderno y perfeccionado.
Ese reloj, por lo extraordinario de su maquinaria y la riqueza de su caja, era un ejemplar
de absoluto prestigio entre todos los anticuarios del mundo.
El Duero se enteró un día de que el célebre reloj estaba en Madrid, en poder del anticuario
hebreo de la calle de Cedaceros. Supo que estaba tasado en noventa mil duros. Y decidió
robarlo.
Puso unos telegramas cifrados al extranjero; recibió unos pliegos extraños; bajó a las
estaciones varias veces a recoger envíos; en fin, tuvo unos días de misterios, preparación,
sin duda, del gran golpe.
Una mañana en el hotel, recibió un telegrama; lo abrió delante de nosotros. Exclamó:
—¡Al fin! Mañana llegan.
—¿Quién?—pregunté yo.
—Nadie—contestó él.
Al levantarnos para irnos Duero, parándose ante mí, preguntó:
—¿Puedes venir a buscarme mañana a las nueve? Puedes ganarte unos miles de duros con
una exposición personal relativa nada más.
—Aceptado—contesté.
A la hora marcada del día siguiente llegué al hotel.
Como un verdadero príncipe, por su atavío, me esperaba el Duero.
Me saludó cordialmente. Y siguió paseando lentamente por la estancia como el hombre
que espera algo importante.
Llegó al fin. Un timbrazo del teléfono le hizo dar un salto hacia el aparato.
—¿Quién?… Bueno… Entonces, ¿podemos salir inmediatamente?… ¿Están todos ahí?…
Bueno. Hasta ahora.
Me hizo un gesto. Y salimos.
A la puerta del hotel nos esperaba un auto colosal, de una suntuosidad de millonario
yankee. Subimos. El mecánico recibió la orden de:
—Al Banco de España.
En el primer edificio nacional de crédito el aventurero hizo efectivo, delante de mí, un
cheque de cien mil duros en billetes de mil pesetas. Le compró a un cobrador particular su
cartera y allí metimos los billetes.
Volvimos a subir al auto, mientras el Duero me decía:
—Ahora, valor y sangre fría: como un héroe… A la tienda de antigüedades de la calle de
Cedaceros.
En los minutos que duró el trayecto, monologaba:
—El reloj ya es mío. La psicología de un hebreo es plana: para robarle no hay más que
entregarle más dinero del que se le va a quitar.
54
—Entonces, no hay ganancia; o no os entiendo.
Juan del Duero sonrió. Llegábamos a la tienda de antigüedades.
Las grandes vidrieras en bisel veladas por cortinones negros de terciopelo, giraron
franqueándonos la entrada. Salió el hebreo a recibirnos: envuelto en una toga negra de
terciopelo y seda, gorro negro y oro, barba y melenas blancas, aspecto sacerdotal muy
semejante al del inmortal compositor Carlos Gounod.
Juan del Duero se dirigió a él en francés clásico, purísimo, ese francés de mármol sin
vetas de Anatole France.
—Soy el primer secretario de la Embajada francesa. Estoy comisionado por mi gobierno
para comprarle a usted el reloj de Luis XVI, con destino a nuestro gran Museo. Me dice la
comunicación del Presidente que el cronómetro real está tasado en…
—Cuatrocientos cuarenta y seis mil ochocientos cincuenta francos—dijo el anticuario
inclinándose.
—O sean—añadió Juan del Duero—reducidos a moneda española, noventa mil duros, al
cambio actual del 7 por 100.
—Sí, señor.
Pasamos por unos laberintos suntuosos llenos de reliquias de pasadas edades.
Llegamos a una vitrina aislada en la que se hallaba custodiado el reloj de Luis XVI.
Nos asombró la riqueza de la joya.
Era una rodela de oro, tamaño de la palma de la mano de un gigante. La corona de la
cuerda era un brillante tallado algo más pequeño que el gran Mogol. Unas aspas cruzaban su
tapa, en forma de cruz de San Jorge, formadas por esmeraldas puras, con ese tono del
Océano Índico en las proximidades de una tempestad.
55
Abrimos la joya. La esfera se hallaba rajada en toda su extensión.
—¿Y esto?
—Ah, señor. Sin ese defecto el reloj valdría un millón de francos.
Juan del Duero lo examinó atentamente.
Me pidió la cartera enorme que yo llevaba debajo del brazo.
Entregándosela al hebreo, le ordenó:
—Cuente usted los billetes.
El anticuario sacó del bolsillo una lamparita alemana, de las usadas por los falsificadores
de billetes, empezó a pasar, ante la llama, una por una las anchas vitelas de papel moneda.
La transparencia era tan pura, que se distinguían los granos, las vetas, el tejido menudo del
papel. No era posible equivocarse.
Contó noventa mil duros y suspendió la operación.
El Duero, entregándole el resto de billetes, le dijo:
—Hágame usted el favor de quedarse con todo y con mi secretario en rehenes. Yo voy a la
Embajada a enseñarle la compra al embajador. No cierro trato hasta que mi jefe dé el visto
bueno: es una cosa de subordinación, de cortesía.
—¿Entonces?...—preguntó con irresolución el anticuario.
—Recibirá usted aviso por teléfono. Cobra usted su cuenta y cerrado el trato.
—Muy bien.
56
Juan del Duero partió llevándose la joya. El anticuario encerró los billetes en su caja, y yo
me quedé un poco violento en la tienda de reliquias como en un cementerio del Arte.
El anticuario no se ocupó de mí. Me ofreció una silla. Empezó a revolver sus papeles, con
suspiros de satisfacción, como el hombre que acaba de hacer un gran negocio.
El silencio y la espera injustificada, me estaban desesperando.
De repente, se detiene un coche ante la tienda. Se bajan dos caballeros correctísimos. Uno
de ellos, llamando aparte al anticuario, le habla en secreto. Me observan. El anticuario
palidece. Se dirige un poco vacilante hacia la caja.
El caballero desconocido, encañonándome con una browing, me dice amablemente:
—Queda usted detenido.
—¿Yo, por qué?
—Conocemos el sistema—me dijo el policía—. Esperando el aviso telefónico del
secretario de Embajada, llegan unos yankees compradores a la tienda. En un momento
determinado saltan todos sobre el anticuario, lo asesinan y lo roban. Menos mal que, en este
caso, no se ha consumado el delito.
—El robo ¿se ha efectuado?—pregunta de nuevo el Comisario.
—No, señor. Tengo el importe de la venta en mi caja.
—¿El importe justo?
—No, señor. Diez mil duros más.
—Ah, lo ve usted. El anzuelo estaba bien tirado. Prepare usted los billetes y el inventario
de la joya. Vamos a la Comisaría con todo; menos mal que no ha perdido usted nada.
El Comisario lacró la cartera con los billetes y la sujetó debajo del brazo.
El policía siguió:
—Haga usted el inventario con absoluto detalle, despacio. Cierre usted la tienda: sin
miedo. Uno de nosotros queda ahí fuera.
Empujándome rudamente me gritó: “A la Comisaría.”
El hebreo cerró su tienda temblando.
Subimos al coche, que partió a escape.
Yo iba desesperado, enloquecido. A pesar de esto, noté de repente que el coche no llevaba,
sin duda, el camino de ninguna Comisaría. En aquel momento, el coche abandonaba la calle
de Atocha, y cruzaba como un rayo ante la estación del Mediodía.
—¿Adónde vamos, señores?—pregunté.
No me contestaron.
Detrás del depósito de carbón el coche quedó parado en firme. De un auto soberbio, que
sin duda estaba esperando, descendió Juan del Duero. Avanzó hasta nosotros.
Sonriendo, reclamó la cartera con los billetes.
Me dio cuatro mil duros.
—¿Ha habido violencia?—preguntó.
—Ninguna.
—Pues a escape, que se va el tren.
Dirigiéndose a mí y estrechándome la mano afectuosamente, me dijo:
—No será esta la última vez que nos veamos. La próxima, ¿será en Italia, en Hungría, en
Escocia?… Ya veremos. Hay alguien que nos une misteriosamente. Seréis el cronista de
algunas nuevas hazañas mías.
Volví a la estación al centro de la ciudad.
57
Por la noche, los periódicos relataban la estafa al anticuario de la calle de Cedaceros.
Hablaban del falso Embajador y los falsos policías. Se indicaba la existencia de una banda
formidable de estafadores internacionales, y se decía que toda aquella organización temible
de gentes fuera de la ley, estaba mandada por un aventurero peligrosísimo, español, llamado
algo así como el Guadalquivir o el Guadiana.
Y pasaron dos años sin que yo volviera a tener noticia alguna de aquel ilustre miserable.
58
París.—El asesinato de Sarah Bernhard
Por aquellos días estaba yo en París, de vuelta de Melbourne, adonde había ido con la
representación de una fábrica de pimientos de Calahorra.
Salía yo de los alegres depósitos de fiambres, establecidos en La Morgue, adonde me
había llevado el deseo de saludar a un muerto pariente mío.
Cumplido este agradable y risueño deber de ultratumba, me encontré en el puente del
Obispo con el antiguo e ilustre amigo mío, Juan del Duero.
Este miserable, que a la sazón vivía como siempre, operando para la banda internacional
de estafadores, me saludó con efusión sincera, lo mismo que yo a él, y me invitó a pasear en
su compañía. Acepté, encantado, y escuchando la conversación espiritual y sugestiva de
aquel bandido ejemplar, crucé, despacio, en aquella tarde, todos los puentes del Sena.
Atardecía. El sol, como un gran disco de oro deslustrado. Una atmósfera traslucida,
recortaba con precisión, sobre el horizonte, las siluetas como sombras sin perspectiva. Se
alzaban los perfiles fantasmales de Eiffel, Nuestra Señora de París, la Cúpula de los
Inválidos…
Desde los puentes centrales contemplábamos la línea, en sentido horizontal, accidentada,
de todas las cúpulas, torrecillas y campanarios del viejo París.
¡Qué panorama!
Juan del Duero relataba, pronunciando lentamente, pero sin interrupciones, la historia de
sus robos en los últimos tiempos. La historia de aquel Príncipe del escándalo, recorría, en
sus capítulos, toda la gama espléndida del crimen. Había delitos grandiosos, como el robo
de la cabeza del cadáver de un rey, el escamoteo genial y sencillo de una casa de siete pisos
en Baviera, y el desmantelado silencioso, en una sola noche de toda la escuadra británica.
Pero aquel bandido genial se hallaba preocupado. ¿Por qué? Ahora verás, lector.
Tuve la suerte inmensa de coger a mi hombre en ese momento de sinceridad morbosa de
los bandidos. Aquel hombre guardaba en su pecho un secreto: y su pecho reventaba como
una envoltura de hierro que guardara dinamita.
Tenía absoluta necesidad de hablar.
Cogiéndome temblorosamente por un brazo, me preguntó:
—¿Conoces a Sarah Bernhard?
—¡Pero hombre! Eso es ofenderme. Es lo mismo que preguntarle a un ser civilizado:
“¿Sabes leer? ¿Has oído hablar de San Pablo de Londres, del desierto de Sahara, de las
Pirámides?...”
—Sarah Bernhard duerme en un ataúd—siguió el Príncipe—. Debajo de la almohada tiene
un amuleto, que consiste en un rosario de brillantes negros, valuado en ciento setenta y dos
mil duros. Yo trato de robarle el amuleto, sin retroceder, aunque para ello fuera preciso
matar a Sarah.
—Está bien. ¿Y qué plan tienes para el asesinato?—pregunté yo con sencillez.
—A las nueve de la noche me espera Sarah en su casa; me presento como corresponsal de
un gran periódico americano. La robo y la mato, si se resiste.
—Matarla, es un poco duro. Robar…, está bien. Es cosa admitida, y por todo el mundo
practicada. Pero el asesinato es feo, y más tratándose de una mujer genial, símbolo del Arte
inmortal latino.
59
—No importa.
Seguimos paseando. En silencio. Desde uno de los puentes centrales del Sena,
contemplamos, sobre el horizonte azul, “Prusia”, sin brillo, recortada la sombra espesa de
“Notre Dame”.
Admirábamos la crestería tomada como modelo por los apaches para las sortijas de hierro,
que les sirven a un mismo tiempo de adorno y defensa.
A las nueve en punto de la noche entrábamos en la estancia palatina de Sarah Bernhard:
una estancia de suntuosidad imperial, sin calefacción, con grandes colgaduras y pabellones
de terciopelo negro y plata, con muebles inquietantes de formas geniales, y alfombras
espesas que acolchaban completamente los ruidos. Por los grandes ventanales abiertos
entraba una luz extraña, opalina, como la que fosforece en la gruta del Paussilipo, en
Nápoles.
¡Vaya una casa! En uno de los extremos de la habitación, sobre trébedes de oro, la mancha
obscura, escalofriante del ataúd de Sarah.
Debajo del cabezal de encajes del ataúd, se hallaba, según el Duero, el famoso rosario de
brillantes negros valuado en otro rosario de ciento setenta y dos mil duros.
Un detalle: el féretro de Sarah es de terciopelo y seda con aplicaciones repujadas de oro de
diez y ocho; la armadura, oculta, es de cedro, sin vetas, del monte Líbano.
Apareció ese fantasma con genio que se llama Sarah Bernhard.
Muy bien; muy normal: con la sencillez de un mortal cualquiera.
Nos saludó como si nos conociese de toda la vida:
—¿Qué tal, Duero; y tú, querido Prudencio?
Me quedé espantado: me conocía. Balbucí torpemente y la trágica inmortal mirándome
con fijeza, me preguntó:
—¡Hombre! ¿Eres tartamudo?
—Yo, no, señora.
—¡Qué lastima!
—¿Os divierten los tartamudos?
—Oh, me encantan. Siempre que me presento ante un público, sobre todo en la Habana,
me pregunto ¿cuántos tartamudos estarán escuchándome?
Tartamudos de la inteligencia muchos, casi todos, sobre todo en la Habana.
—¡Sopla! Esta frase de Sarah unida a aquella otra famosa de los monos de levita,
enderezada también contra el mismo público ultramarino, nos da una idea de la estimación
de la trágica inmortal por los habaneros.
Idea injusta, por otra parte, aunque absolutamente respetable por venir de quien viene.
Juan del Duero, aquel aventurero heroico, jefe de una partida fuera de la ley de piratas
internacionales, burlador, muchas veces, del fantasma del presidio y quizá del verdugo,
asesino también, cuando fue preciso, aquel hombre de mundo, además, se hallaba sometido
al influjo excepcional de Sarah.
Hay genios ocultos; sus poseedores son gentes normales, en apariencia, que solamente
sacan el Cristo cuando les conviene. Shakespeare el unigénito pertenecía a esta clase de
genios. Era cazador furtivo de venados, perseguidor de goces de varios tonos por la
campiña, empresario, actor, y antes mozo de caballos, casado y burgués más tarde; pero
solamente era genio ante Otelo, Hamlet, el mercader de Venecia…
60
Sarah es genio a todas horas, sin ella proponérselo y sin notarlo. A su lado se siente un
malestar nervioso inexplicable. Tiene la fuerza oculta de los grandes mediums.
Sarah es espiritista. Cree, con Allan-Kardec, en la aparición de los espíritus, en su influjo,
en las interpolaciones de espíritus fugaces en sentido bueno o malo para los mortales; pero
cree también, con razón, que su espíritu es superior a todos y está, por tanto, sobre todas las
influencias.
Sarah lleva el pelo cortado en melena: es más que hermosa puesto que en su rostro,
original y único, brillan, casi sin interrupciones, los resplandores de sus ojos como fuegos
de San Telmo.
Sarah no tiene color en los ojos: tiene luz. Por esto se explican las confusiones de todos
los grandes y pequeños que han hablado de los ojos de la trágica. Azules, verdes, grises…
según el oriente de la proyección solar sobre ellos.
Otra de las confusiones tradicionales de los interviuvadores cosmopolitas, es lo de la voz
de oro.
De oro, y de plata, y de bronce, lector; de todos estos metales y de algunos más de los
cuales no hay minas en la tierra, es la voz del genio. Voz que te acaricia, que te asusta y que,
por fuerte que seas, a ratos te espanta.
El asesino, estaba atontado. Yo, también.
Sarah se quitó la hopa de ahorcado que la cubría y quedó ante nosotros vestida de hombre.
Hamlet, príncipe de Dinamarca.
Sarah tiene marcadas y bellas sus curvas de mujer: unas curvas delicadas y suaves, como a
través de una gasa.
En aquel Hamlet las curvas se hallaban difuminadas, como en el cuerpo de un hombre que
se ha alejado todavía pocas jornadas de la adolescencia.
Parándose ante nosotros, con las manos a la espalda, la melena flotante, dijo:
—Un argentino que vino a visitarme hace unos años, halló que yo me parecía, en este
traje, a Óscar Wilde. ¡Estúpido! La cara de caballo del desgraciado poeta inglés, su cuerpo
andrógino, ¿en qué podían parecerse a mí?
Sarah se sentó a nuestro lado. Nos miraba con una fijeza extraña que, a mí, por lo menos,
me causaba malestar.
Callábamos todos.
Un tintineo isócrono, como el de un aparato de relojería invisible, nos adormecía
levemente. Sarah, dando a sus ojos una fijeza misteriosa de cataléptica que empieza a
despertar, echó hacia atrás el torso y dejó caer los brazos con inercia.
Sarah sufría una alucinación inexplicable que nosotros no alcanzábamos.
Juan del Duero y yo tuvimos la misma idea.
Había llegado la ocasión de asesinarla.
El Duero, se levantó.
En el mismo momento una voz de armonías nuevas, de inflexiones trágicas, nos heló la
sangre.
—Siéntate, miserable; que te voy a hablar de los estados de tu alma. ¡Asesino!
La voz partía de lugares ignorados, por su eco. Pero, como los labios de Sarah se movían
levemente, era ella la que hablaba.
61
Con clarividencia sobrenatural, propia, como he dicho antes, de un medium tan potente de
espíritu como un faquir, Sarah dijo:
—Venías a asesinarme, lo sé. Queríais robarme, también, mi rosario de brillantes negros,
que es la reliquia de mi ataúd. Habéis perdido el tiempo. Si se tratara de un asesinato vulgar,
lo consumaríais. Pero ¿asesinar a Sarah Bernhard? No os lo perdonaría mi raza latina.
—Oye, es verdad—le dije al Duero.
—A mí no me importa ese perdón de la raza—me contestó el Duero.
—Hombre, no seas bruto y escucha.
Sarah seguía hablando.
—El espíritu de Talma, que está enamorado de mí, me avisó ayer de que pretendían
asesinarme. Estoy tranquila. No podríais conseguirlo. Hay un círculo invisible alrededor de
mí mortal para el que intente atravesarlo.
Aquello se ponía interesante. Había un peligro inminente y era necesario arriesgarse.
El Duero y yo dimos un paso al frente, acercándonos a Sarah.
Cayó un tapiz inmenso sobre la alfombra y surgió un dálmata gigante, vestido como un
Príncipe en un carnaval romano, armado hasta los dientes, y encañonándonos con un arma
corta de vivísimos reflejos.
Muy bien. Sarah Bernhard estaba bien guardada.
Juan del Duero, en carácter de su alcurnia con su frac impecable, sonrió al dálmata.
El dálmata, imponente, hizo un gesto imperceptible de asentimiento.
El Duero le tendió la mano. El dálmata la estrechó.
Sarah salió de su catalepsia, sobresaltada.
—¿Os conocíais?—preguntó.
—Fuimos compañeros en el presidio de Tolón. Huimos juntos. Y juntos hemos decidido
robaros el collar.
Sarah tuvo un gesto, uno de esos gestos geniales capaces de enloquecer de admiración a
todo un público.
Pero el dálmata cambió la dirección del arma corta y encañonó a la trágica.
La mujer-Hamlet, impávida, asistió al robo de su collar. El Duero levantó el cabezal de
encajes del ataúd y suspendió entre los dedos, el rosario maravilloso de brillantes negros.
El guardián traidor preparó la fuga y a paso de lobo salimos del palacio de la reina Sarah
Bernhard.
No huimos en coche ni en automóvil como bandoleros vulgares.
Ágiles y poderosos caballos de Samarcanda nos aguardaban a la puerta.
Montamos.
Volando, a las once de la noche, por la ancha y suntuosa calle del Monte Tabor, oíamos la
voz de Sarah que gritaba como un clarín desde un alto ventanal:
—¡Detenedlos; se llevan la reliquia de los triunfos de Sarah Bernhard!…
Tuve miedo. Al galope de mi caballo me incliné hacia el Duero.
—¡Esos gritos!… Nos van a detener.
—No—dijo el Duero—. Tuve la precaución de avisar a la policía esta mañana; les dije
que esta noche representaríamos, con todo escándalo, la última escena del drama famoso de
Shakespeare “El collar trágico, véneto”.
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JUAN DEL DUERO (1913-1920) Prudencio Iglesias

  • 1. JUAN DEL DUERO (1913-1920) Prudencio Iglesias Hermida Edición: Julio Pollino Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 ÍNDICE Dibujo de portada: Demetrio INTRODUCCIÓN -Prudencio Iglesias Hermida (1884-1919), el escritor imprudente…...............….5 -Semblanzas y homenajes……………………...........................................……..11 -Manuscrito de Prudencio Iglesias Hermida (1915)…………........................….20 -Selección de frases y opiniones….......................................................................21 -Caricaturas (1)………................................................................................…….22 -Libros publicados (Orden cronológico)……............................................……..23 -Caricaturas (2)…………………...................................................................…..24 APÉNDICE -Luis Raemaekers en Madrid (1916)………..................................................…..25 -Luis Raemaekers en España (1916)……………................................................27 -Caricaturas (3)…………………...................................................................…..30 JUAN DEL DUERO (Orden cronológico de publicación) 0- Publicidad……...........................................................................................…..31 1- Un príncipe del escándalo (1913)…………..........................................……...33 2- El asesinato de Sarah Bernhard (1913).……….........................................…..39 3- Un robo en sagrado. El tesoro de la catedral de Sevilla (1914)…….........…..67 4- Los misterios de la Alhambra (1914)…..................................................…….73 5- Un asesinato en la calle de Velázquez (1914)………………................……..79 6- Un duelo a espada en una catedral (1914)……………....................................85 7- A la plaza de toros de Sevilla. Los gladiadores modernos (1914)…............…93 8- De Madrid al Cairo (1914)…………….....................................................…..99 9- Un robo en el Vaticano (1914)........................................................................135 10- La domadora (1914)…………………….....................................................183 11- Una lucha en el circo de Parish (1914)……………..............................…...191 12- Joffre y el tiempo, aliados (1914).…………................................................193 13- El misterio de los mares (1915)………...................................................….195 14- Juan del Duero viajando por Alemania (1915)……….................................197 15- De caballista a matador de toros (1915)……………...................................199 16- Benavente, De Riaz y Juan del Duero (1917)……............................……..235 17- Juan del Duero. Aventuras Dálmatas (1920)………....................................239
  • 4. 4
  • 5. 5 PRUDENCIO IGLESIAS HERMIDA (1884-1919) El escritor imprudente “El torero, al ejecutar una suerte, no debe acordarse de su vida.” Juan Belmonte (frase escrita a Prudencio Iglesias Hermida) Todos cuando somos jóvenes, creemos a pies juntillas que el mundo se ha inaugurado con nosotros, que todo lo que sentimos, experimentamos, es nuevo, único, especial, que nadie lo ha sentido antes con tal nivel de intensidad, de pasión, de verdad, que “nos encontramos en la cumbre de la brutalidad” (Prudencio Iglesias Hermida), y va a ser que no. Oímos España años 20, y nos imaginamos a un conjunto de personas grises, tristes, aburridas, que se expresan con un lenguaje trasnochado, engolado, retórico, costumbrista, vacío, y de nuevo va a ser que no. Como ahora, y siempre, han existido personas que se salían de la norma (incluso como pionero defensor de la homosexualidad: “cada cual persigue el goce –la felicidad momentánea– por los caminos que más le agradan”), del carril, que sentían, se expresaban, como les venía en gana, con plena libertad, imaginación (escribía biografías, anécdotas, entrevistas, imaginarias), sin pararse en medir las consecuencias de sus actos, de sus palabras.
  • 6. 6 El imprudente gallego (Lugo (“Soy gallego, de Lugo.” (España, el arte el vicio y la muerte)), o La Coruña según otros, su expediente de estudios en la Universidad Central de Madrid (1900-1905) afirma que es natural de La Coruña capital, y en uno de sus cuentos, “Un bandolero español” (Gente extraña), se puede deducir que nació en la aldea de Lestrove, en otro que en la de Luar (De mi museo)) Prudencio, alias “¡pim! ¡pam! ¡pum!”, “ese escritor alarmante y magnífico” (Argos), “arrogante y desaprensivo”, “el escritor más serio, más viril e independiente” (Palmas y pitos), que “escribe como piensa, a puñetazos” (Rafael Brun), es uno de ellos, alguien que en la actualidad sería un feroz, temido, provocador, tuitero, un bruto intelectual, “un impulsivo consciente” (José Francés), “hablo en grande; pienso en alto”, “a veces en un golpe de mala educación está la felicidad”, “me suena a bronce el corazón”, “la crítica negativa, implacable, es la que da fuerza para trabajar, el artista fuerte siente la necesidad absoluta de la crítica negativa”, un anarquista, un romántico desaforado, un punkarra de las letras, el Umbral de comienzos del siglo XX, “los códigos me repugnan, los jueces me dan asco”, “todo lo que sea libertarse de la ley me satisface”,“todo hombre colocado al margen del código me es simpático. La ley solo defiende al fuerte”, “mi amistad es y será siempre para todo el que no lleva una existencia normal. Nada es más peligroso que un hombre honrado”, “nada hay más repugnante que la discreción y el egoísmo”.
  • 7. 7 Pero sin soberbia, era consciente de las limitaciones de su vehemencia, impulsividad: “Yo sé perfectamente que mis sinceridades no van a descubrir nuevos continentes al pensamiento. Intelectualmente, casi me conozco, y sé que los kilómetros que hay desde mí hacia arriba, verticalmente, pueden representarse por el signo del infinito.” Su estilo es impetuoso, enérgico, descarnado, exuberante, directo, fluido, ágil, visceral, vitalista, optimista, anti-nostálgico: “De todo lo pasado, la experiencia nada más. Las lamentaciones no sirven para nada”. Cuatro de sus frases más famosas son las siguientes: “en España la gente no sabe insultar”, “o amigo o contra mí: este es mi lema”, “un hombre, para que merezca mi consideración, necesita compartir mis devociones y mis odios”, y “esa browing que te has colgado de la cintura el día primero de este mes, no te sirve para nada, si no te sirve para matarme a mí”, su exclamación favorita: “¡Qué bárbaro!”, y cómo le gustaría que le llamasen: “El rey de la ensalada de lechuga”. Un periodista-escritor, escritor- periodista, que escribió en casi todos los periódicos y revistas de la época (Noche, La Tribuna, El Liberal, El Duende, Por esos mundos, La Esfera, Nuevo Mundo, El Gran Bufón, El Motín, Prometeo, Toros y toreros, The Kon Leche, La Lidia, La Hormiga de Oro, La hoja de parra, El Imparcial, etc.), con idéntica virulencia, radicalidad, a veces censurado (“Renovación española” (n.º 32, 5-9-18). “En este número, además del pie y del cartel de la portada de K-Hito, arrancó de cuajo del texto de nuestra revista un artículo del fuerte escritor Prudencio Iglesias Hermida”), era considerado un “polemista terrible”, “el escritor más serio, más viril e independiente” (Palmas y Pitos), llegando incluso a fundar una editorial, Mediterráneo (mismo nombre del primer periódico que fundó, “El Mediterráneo”), y a dirigir varios periódicos de efímera vida, los títulos dejan bien a las claras su radicalidad: “El bólido”, “La protesta”, “La nave”, “La nueva Europa”, “La palabra libre”.
  • 8. 8 Como escritor a secas, le comparaban con Rudyard Kipling, Julio Verne y H.G.Wells, escribió más de veinte de libros (uno de ellos, “Los legionarios de la muerte” (1912), de forma anónima y por entregas en el periódico “La Tribuna”, que incluso organizó un concurso para adivinar quién era el autor), que van desde la recopilación de ensayos y artículos a novelas cortas, siendo su personaje más conocido, repetido, su alter-ego, el héroe de acción castizo, castellano, sevillano para más señas y más chulo que un ocho, Juan del Duero (sus otros dos personajes fetiche son el aventurero Alberto Zaragoza y el ladrón Pablo Ametller), “el príncipe del escándalo”, el primer gran ladrón, anti-héroe, de la literatura negra española, nuestro particular Fantômas (1911).
  • 9. 9 Incluso tiene una aureola de malditismo, de personaje de culto, literario, fundada en un hecho extraordinario: el haberse enfrentado a duelo varias veces (cuatro constatadas y una quinta que se quedó en un mero rumor, supuestamente en 1916 mató de una estocada en la garganta al periodista y diputado Vicente Gay, rumor difundido por un periódico vespertino (“El Parlamentario”), y que desmintió la propia realidad, el bueno de Vicente estaba vivo y nuestro aguerrido héroe Prudencio ni tan siquiera le conocía). Primera vez: en 1914 a sable cuando era redactor de “El Liberal” con el redactor-jefe de la revista “Nuevo Mundo”, Don Antonio G. de Linares, saliendo victorioso (Don Antonio con una pequeña herida en la muñeca derecha, después se reconciliaron, y fueron detenidos por la policía). Segunda: en 1915 a espada francesa contra el también periodista Juan Brassa (a raíz de una polémica suscitada por Prudencio en un artículo del diario “El Bólido”, que fue contestada por Brassa en “El Indiscreto”), a seis asaltos, de nuevo saliendo victorioso (el amigo Juan una ligera herida en la muñeca derecha y antebrazo). Tercera: en 1918 a espada francesa en Ciudad Lineal con el periodista Durán, sin mayores consecuencias (no se tocaron en ninguno de los asaltos). Y el último, también en 1918 y a sable contra el periodista Carlos Micó, aliadófilo, Prudencio germanófilo, “sin consecuencias” (La Libertad, 8-5-1918), o “resultando ambos contendientes heridos de gravedad” (Diario de Córdoba, 20-6-1918), vamos que como siempre los periodistas acudiendo a las fuentes. Más el añadido de que se inventaba su propia biografía, “la sinceridad es un peligro. Sólo se puede emplear para librarnos de una amenaza mayor. Mentid siempre, en todos los momentos, por gusto, por deporte”, cuajada de viajes imaginarios, de herencias fabulosas, “poseo minas de oro en Alaska y campos de petróleo en Norte-América” (Prometeo, 1912), la más graciosa una plantación de arroz, con leche, de fanfarronerías, “yo maté a mis seis hijos, y sobre el ataúd del último me jugué el cadáver a una brisca ilustrada”, en comparación Vila-Matas es un aprendiz, un soseras. Por si fuera poco organizaba exposiciones de pintura (1916) que eran cerradas por la policía (100 geniales dibujos, “Los desastres de la guerra” (Goya) de la Primera Guerra Mundial, del pintor holandés Louis Raemaekers, supuestamente clausurada por contravenir la neutralidad de España en la Primera Guerra Mundial, y por presiones de un príncipe alemán, en realidad una campaña publicitaria ideada por el propio Prudencio, con cartas al director incluidas (ver apéndice)), y murió en plena juventud, 35 años, de corta enfermedad, una angina de pecho, como si de un poeta romántico ruso se tratase.
  • 10. 10 Por no hablar de que fue detenido por la policía con 19 años (1903) por apedrear el coche del Ministro de Hacienda cuando era estudiante de Filosofía en Madrid, como protesta por la muerte de sus compañeros de Salamanca (documentado artículo sobre este incidente, en el que estuvo implicado hasta Unamuno: http://historiasdelcuartodeatras.blogspot.com.es/2013/08/los-indignados-salmantinos-de- 1903.html), y ejerció de picador ocasional, también como cronista taurino, y de corresponsal en Europa durante la Primera Guerra Mundial, aunque en un rasgo de genialidad jamás salió de España, redactaba las crónicas desde la terraza del Gran Casino de San Sebastián, vamos que todo un radical, un emprendedor, un aventurero. Y no lo digo yo, lo dicen abiertamente también sus contemporáneos, y no son solo “flores llevadas sobre la tumba de un escritor español” (César González-Ruano):
  • 11. 11 “El autor del libro «De mi museo» no es uno de esos jóvenes modernistas de traje estrafalario, luengas melenas, color de hético y desaliñada presencia; sino muy al contrario, hombre de elevada estatura, recia complexión y atildaba indumentaria. No asiste a ninguna peña literaria, ni bebe ajenjo, ni ensalza prostitutas, pero en cambio su cerebro está repleto de ideas y cultura, y esa cultura y esas ideas sabe llevarlas al libro y al artículo en un lenguaje castizo y elegante.” Antonio de Lezama (El Liberal, 6-5-1909) “Suerte es tener el gracejo, y la rebelión que palpitan en la pluma de este joven de la nueva generación, a la que incumbe dar a luz el Mesías. Él en el día de la elección suprema, con un incierto parecido a la que preparó la trascendencia de José, debe de apostar por allá su varal, por si entre todos florece... Hay en él extraordinarias determinantes...” Javier Gómez de la Serna (Prometeo, nº8, 1909) “Este crítico de arte, de literatura, de política, de costumbres públicas y hasta de vidas privadas, es asombroso. No se parece a nadie. Puestos los eruditos a buscarle parentescos espirituales, sólo le encontrarían como antecesor aquel «matraco» del cuento que pescaba las truchas con tranca. Como él, a la que pesca la revienta. Y así no tiene que emplear el escalpelo para hacer la disección de una obra o de un hombre, pues deja esparcido cuantos hombres y obras llevan dentro con asestar un golpe, uno solo, de la maza que esgrime, maza junto a la cual la histórica de Juan Diente no llega a ser ni siquiera un liviano junco. Por eso, en sus juicios. Prudencio Iglesias es definitivo, concluyente. No emplea eufemismos ni se anda con rodeos. […] Iglesias es un crítico sincero, que dice lo que piensa sin recatarse. Y prueba de ello es que así como derriba falsos ídolos a golpes de su maza, limpiando de pedruscos y malezas el terreno, hace elevarse más y más los pedestales de los verdaderos dioses. Claro que pega más que acaricia. Pero, ¿acaso no son más los que merecen golpes que los que merecen cariños ?…” Luis de Oteyza (El Liberal, 2-12-1913) “Prudencio Iglesias Hermida es un impulsivo consciente. Va más allá de todo, y va con plena seguridad de sus juicios y de sus agresividades. Tiene el estilo domado de tal modo a su temperamento, que la misma acometividad del hombre se refleja en las obras del artista. Escribe a puñetazos, a estocadas y a golpes de cincel. Lo cual no es obstáculo para que si le place busque y encuentre palabras de seda y de oro para las emociones sencillas y las vibraciones dulcemente estéticas.” José Francés (Mundo gráfico, 17-9-1913) “Lo sincero en él es la vehemencia, síntoma de juventud llama que se escapa del foco pasional, y, como todos los vehementes, Prudencio Iglesias es casi siempre injusto. La medida de sus amores y de sus odios es la hipérbole. Su elogio y su desdén son siempre huracanados. ¡Liviano defecto, del que no tardara en reponerse! Su temperamento literario recuerda el de León Blois por la violencia con que exterioriza su asco de las hipocresías individuales y sociales y la simpatía con que comenta todo aquello que, aun estando fuera de las leyes escritas, revela el vigor de las pasiones y el temple de los caracteres. El hombre zoológico y el hombre deformado por la civilización le interesan a Iglesias por igual; si bien no oculta el escritor que el primero le parece preferible al segundo.” Manuel Bueno (El Heraldo de Madrid, 28-3-1914)
  • 12. 12 “No habréis leído nada más inquietante que las páginas de Prudencio Iglesias. Su novela reciente De caballista a matador de toros es una muestra de esta extraña literatura, que no se parece a ninguna otra, ni antigua ni contemporánea, española ni extranjera; que es profunda y sinceramente original porque se engendra en la singularidad de un curioso temperamento. Para juzgar a Iglesias Hermida necesitaría un critico echar mano de un vocabulario enteramente nuevo en sus menesteres. Ni aún recordando a los más fantásticos escritores, a Edgar Poe, a Hoffmann, podría hallarle parangón, porque Iglesias Hermida no utiliza lo misterioso ni lo ultraterreno para forjar sus extraordinarios cuentos; allí no hay trasgos, ni duendes, ni brujas, ni resucitados, ni almas en pena, sino hombres de carne y hueso, tan humanos, tan vivos, tan llenos de fuerza y de espíritu, que verlos pasar, luchar, robar, asesinar, produce escalofríos. Por eso, un crítico que quisiera juzgar a Iglesias Hermida tendría que traer a estas sentencias de las Letras unas palabras que no utilizó nunca. Decir de este autor que posee una fecunda fantasía es no decir nada. Compararle con Fernández y González, con los Dumas, no sería, en este caso, un elogio. Hay que decir que su originalidad consiste en haber convertido el músculo en corazón, la fuerza en sentimiento, la violencia en ideal. Toda su fantasía es eso: una divinización de la fuerza y de la violencia. Y como eso es humano, profundamente humano, verlo vivo, palpitante, triunfador, nos estremece y nos conturba.
  • 13. 13 Es inútil que queramos relegar sus narraciones fantásticas, extraordinarias, a un segundo orden literario, a un segundo orden folletinesco, que dicen desdeñosamente los cultivadores de las puras letras, de la novela naturalista o docente o psicológica. La manera de Iglesias Hermida no es folletín, en el sentido de pseudo-arte que hemos dado a esa palabra; es literatura, es arte, que producirá el beneficio de remover y renovar el ambiente de aburrimiento y de monotonía en que nuestras Letras se desperezaban. Nadie dudará de que a nuestra novela contemporánea, la que escribían las manos decaídas de los maestros de ayer y las manos impacientes de los noveladores nuevos, le faltaba, ante todo, emoción. Quien desdeñe este elemento de arte debe confesar que lo hace por encubrir su incapacidad para utilizarlo, porque, al cabo, la emoción es lo único que hace perdurable la obra artística. A la labor personal, original, temperamentaria de Iglesias Hermida, le perjudica, precisamente, su exceso de emoción, el desbordamiento de emoción. Por eso, los que juzgan ligera o apasionadamente quieren recluir ese género novelesco nuevo en las lindes desdeñables del folletín. Es lo mismo que, por otras razones, decimos del género teatral de Arniches o de Muñoz Seca los incapaces de imitarlo o copiarlo o renovarlo. Será absurdo, truculento, arte inferior, amanerado... será cuanto se quiera; pero si todos pudiéramos hacer otro tanto, lo haríamos y lo cobraríamos. Del mismo modo, si cada uno de los que hacen o hemos hecho novelas, hubiésemos podido forjar tipos, crear hombres y mujeres del temple humano de estas figuras amedrentadoras y sugestionadoras de Iglesias, nos hubiéramos dado con un canto en los pechos. Después de esta sinceridad no se le puede pedir a quien habla como lector, y no como crítico, que entre en otros juicios y escarceos sobre la personalidad literaria de Iglesias Hermida. Yo digo ahora solamente: «Es un escritor original». No aspiran a otra cosa cuantos caen en esta sirte engañosa del cultivo de las Letras.” Dionisio Pérez (Nuevo Mundo, 26-6-1915)
  • 14. 14 “«El Bólido», como anunciaba su desenvuelto y temerario director, es un periódico de combate, en el que las pasiones tienen la supremacía sobre los intereses y en el que se lucha a sangre y fuego, sin cuartel. El temperamento de Prudencio Iglesias Hermida no admite tintas medias, ni componendas. Prudencio Iglesias ataca de frente, con nobleza, pero encarnizadamente, hasta exterminar a su contrario. Esto hace que el público se emocione y se interese por todo cuanto sale de la demoledora pluma del director de ese «Bólido», que ha venido a estallar sobre la cabeza de tanto bellaco o intrigante.” El Liberal (6-7-1915) “Prudencio Iglesias es uno de los escritores de más aguda y vigorosa personalidad. Habla claro, con la sobriedad de los entendimientos serenos y los espíritus equilibrados. Se supone equivocadamente que es un violento; no hay tal: Iglesias Hermida es un niño, un niño encantado de su salud muscular y cerebral, enamorado de la generosidad, de la bondad y de todas las cosas ingenuas; lo que hay es que la fatalidad le subleva y arremete contra ella con los ímpetus de un Bayardo. ¡Ay del que entonces se cruce en su camino! Saldrá seguramente maltrecho, sin perjuicio de que después este niño grande le tienda la mano y le diga con los ojos casi llorosos: «¡Amigo mío, cuánto siento lo que ha ocurrido!»” El Liberal (7-1-1915) “Prudencio Iglesias es gallego, como el cardenal Fonseca. Si Prudencio hubiese nacido en aquellos días admirables del Renacimiento, él hubiera sido también príncipe romano, caudillo de las armas, infanzón de las letras y de las artes. Alto y fornido, recio y coloradote, con la alegría de Juan Ruiz, campesina y serraniega, puesta en el encendido rostro, con los puños briosos de un señor de pendón y caldera, y tras de las gafas áureas y episcopales, los ojos vivos y escrutadores de aquellos poetas intensos y zumbones al par, de aquellos artífices de gracia y maravilla que con tesoros del Oriente hacían surgir de entre sus dedos la sutil opulencia de las custodias refulgentes, alcázares de Cristo. Prudencio Iglesias cabalga por la vida y por la literatura sobre un corcel sin freno; pero no creáis que sin dominio. Como su amigo Juan del Duero, le basta apretar sus piernas de hierro para detener el impulso del caballo. De esta manera consigue que hasta su cabalgadura sea inteligente. Cuando veáis que se precipita disparado, no temáis. Él sabe a dónde va.” Pedro de Répide (El Liberal, 7-1-1915) “Prudencio Iglesias Hermida es como una montaña en el momento en que un barreno la hace reventar. Caen, llovidos y sin orden, los despojos de la desgarrada mulera. Esperabais una matuca de los romanos, y viene una piedra. Y, al revés. Así, cada artículo que escribe Prudencio equivale a un estallido del barreno de su corazón, y en las cuartillas se mezclan el puñado de tierra, las losas, racimos de flores, y a lo mejor una calavera que ha desenterrado la pólvora, y tesoros que estaban escondidos y que la explosión ha devuelto a la luz… […] La pluma de Prudencio Iglesias Hermida ha sido antes puñal, cuerno de miura, hueso de salvaje, cetro de rey oriental, canuto con la licencia de aquellos repatriados, rollo de papiros con jeroglíficos, abanico de maja, tubo de órgano, telescopio, y un barreno...” F. G. S. (La Lidia, 4-10-1915)
  • 15. 15 “Prudencio Iglesias Hermida, alto, hercúleo; con el cráneo rápido como los luchadores; con la nuca ancha, roja, de atleta; con los bíceps tensos y duros; con los hombros altos; con la cólera y la carcajada fáciles, era un hombre temible para los idiotas y para los villanos. Decía las más desorbitadas audacias, y daba los más incontestables puñetazos. Tenía un léxico agresivo, centelleante; una aumentativa rapidez de juicio y un bastón que en sus manos parecía un monolito. Se batió en duelo muchas veces; había dado infinitos puntapiés efectivos o metafóricos, y satisfacía el genial deseo de escribir libros en un estilo que tan pronto acaricia el espíritu con dulzuras y sutilezas de una rara armonía musical, como descendía, desgarrado y procaz, al lenguaje común, salpicado de blasfemias y frases escatológicas. Mentía, además, con la prodigalidad de un gran poeta. Sus novelas de aventuras y de viajes, sus semblanzas de seres fantásticos o de un realismo exótico e inaccesible desde la calle de Alcalá, parecen escritos de un viajero que encaneció a lo largo de las rutas universales y de infinitas almas dispersas por los cuatro puntos del planeta durante cuarenta o cincuenta años. Y, sin embargo, Prudencio escribía sus novelas extraordinarias antes de cumplir veinticinco años, y sin haber subido en otro tren que el del Pardo. La primera vez que abandonó España fue al principio de la guerra europea para ir a Marsella a ver los regimientos de la India inglesa y volver en seguida a sus paseos acrobáticos del Retiro. Tenía una inteligencia más allá de las tristes verdades de la Frenología. Un instinto pendenciero más allá del Código y de la conveniencia personal. Todos pensamos y decimos alguna vez en la intimidad y la complicidad de los amigos: «Fulano es un imbécil», «Mengano es un canalla». Prudencio Iglesias lo decía en letras de molde, y si el aludido protestaba, le daba un garrotazo, un pinchazo, o un modesto «metido» en la barriga. […] Y aquello, que podía costarle en los momentos de aparecer el libro unas bofetadas o un duelo, lo costó algo más a través de los años. La gente olvida los favores y los elogios; pero recuerda siempre los disfavores y las censuras. A lo largo de la vida, aquel gran niño generoso, entusiasta o inflexivo, fue sembrando odios que luego le salían al paso. A él no le importaba. Se reía de un modo único, jocundo, que le hacía mostrar toda la dentadura fuerte e igual como la de un león joven.” José Francés (Nuevo Mundo, 25-4- 1919)
  • 16. 16 Con Joaquín Dicenta “Su aspecto físico; la amplitud retadora de su pecho; lo sanguíneo de su rostro; su reposado andar, de hombre cauto, previsor de celadas—¡oh, que previsión más razonada la suya!—, y su acometividad periodística, prosa clara, sin perífrasis, le enajenaron la voluntad de las almas pusilánimes, le atrajeron la hostilidad de los espíritus miopes, que no columbraron, en su parca visualidad, más que lo superficial de los hechos, sin cuidarse, con anterioridad al enjuiciamiento, para evitar así sanciones equivocadas, de bucear en el fondo limpio, humano, de aquel mar proceloso en apariencia. Prudencio fue la imagen viva de una eterna paradoja: la del ogro con corazón de niño. Prudencio fue la encarnación viva de un cuento infantil, de uno de esos cuentos inmortales en los que surge una caverna obscura, habitada por un ogro gigantón y velludo, guarida que es el espanto de los caminantes, hasta que cierta e inesperada vez, una niña de rubias crenchas y de ojos azules, personificación de la inocencia, se atreve a penetrar en el misterioso antro y observa, deslumbrada, que la obscuridad es aparente, fingida, pues allí no hay sombras ni ogro; sólo luz, mucha luz, sublimes resplandores de luz y un hombre como los demás; es decir, como los demás, no: más bueno que los demás, porque es más justo; porque se encara, desenmascarándole, con el capaz de todas las prevaricaciones, de todas las concupiscencias, y se abre en cruz, para acogerle sobre su corazón, ante el que, descalzo, sangrando los pies, sigue el camino de los sin fuerza para oponerse a la tiranía de los malos, de los sin felicidad en el presente y sin esperanzas en el porvenir.” Fernando López Martín (Mundo Gráfico, 13-4-1921)
  • 17. 17 “Era un animalote inteligente, generoso, arbitrario. Dijo muchas verdades y mintió mucho. Fue, sin duda, el más genial de todos los reporteros de España. Se liaba a palos en un café y escribía crónicas magníficas de la guerra sin salir de Madrid. Estaba siempre dispuesto a partirse el corazón sin odio y sin importarle un comino la vida. Un día le quiso abrir la cabeza a una mala mujer. Era la señorita Muerte. Ni le abrió la cabeza ni le pudo sacar dinero. Ella se le llevó enamorada de su fealdad hermosa, de su brutalidad inteligente. Yo le recuerdo con admiración y cariño. Como a un toro que escribiera y escribiera bien. Se llamaba Prudencio Iglesias Hermida.” César González-Ruano (El Heraldo de Madrid, 9-6-1928) “Nadie, en verdad, cultivó la ciencia del camelo tan concienzudamente como ese poeta aventurero y medio loco que se llama Prudencio Iglesias Hermida. Años atrás, se entretenía por las noches preguntando con cavernosa voz por el depósito de cadáveres a los transeúntes que cruzaban de madrugada el final de la calle Atocha y le divertía mucho la inquietud del interrogado, que no atrevíase a pensar para qué quería ir aquel individuo a tan intempestiva hora al depósito de cadáveres… Más de una vez le oí hablar con toda naturalidad de la mina de arroz con leche de que era dueño en Aranjuez y de sus viajes por la India, donde nunca estuvo. Ahora, sin duda, convencido de que se debe desconcertar al público para que el público no olvide, se decidió a hacer extensivos sus camelos a cuanto escribía, y concibió esa deliciosa colección de infundios que se titula “Gente extraña” e indigna a las personas de orden por la desfachatez y el desenfado con que están pensados. Mentir sencillamente es cosa fácil; pero mentir bien y con gracia, sembrando la estupefacción en quien escucha o lee, tiene, a fe mía, mucha más enjundia que decir verdad; y Prudencio Iglesias miente con un descaro épico que a cualquiera le deja mudo de estupor. No me digáis que todo eso es poco serio, porque ninguno, ni aún Prudencio Iglesias, lo ignora. Poco serio es, ciertamente. No es menos cierto, empero, que nuestros grandes diarios ya se resentían de un empacho de seriedad y de veracidad, por lo que hoy son una sonrisa encantadora que seduce al público, harto de leer artículos políticos y de ver insignificantes realidades, los relatos maravillosos y embusteros que rempoliza porolitos y tiene una inventiva soñadora inconcebible en este país del expediente y los garbanzos, las dos mayores negaciones del ensueño.” Germán Gómez de la Mata (El Progreso, 24-3-14)
  • 18. 18 “Prudencio Iglesias puede ser violento, sentimental, escéptico, de un ironismo acre; pero sin dejar de ser un momento el escritor sensacional, interesantísimo, subyugante...” N. Hernández Luquero (El Pueblo (Valencia), 12-1-1914) “El caso de Prudencio Iglesias Hermida es único en la literatura española contemporánea, y aunque no se atendiese más que a su originalidad de buena ley, ya merecería el célebre escritor todos los honores de un concienzudo estudio por parte de nuestros críticos, sin en España hubiera críticos literarios. No es, sin embargo, el de la originalidad el sólo mérito que se advierte en la obra de este popular artista. Porque sin duda nos hallamos ante un verdadero artista, artista aún con sus brusquedades y dislocamientos, artista antes que nada y siempre, como el pueblo a quien canta y que tanto le apasiona. Los libros de Prudencio Iglesias casi exclusivamente dedicados a exaltar el espíritu nacional, y la raza adquiere en ellos un prestigio bárbaro y heroico; sus personajes - toreros, lumias, poetas, aventureras, asesinos, ladrones- desfilan por las páginas de encanto con rapidez de cinta cinematográfica, fascinándonos y atrayéndonos, y hay en su fondo un poso de optimismo, ya que nos dan las idea de una España fuerte que no ha perdido su carácter. ¿Negaremos que esto resulta muy consolador cuando no, por desdicha, muy real? […] El autor es en definitiva un niño muy grande, que posee un talento enorme y en cuanto crea pone toda su alma, toda su enorme alma de artista, de párvulo y de atleta inteligente.” G. G. M. (El Pueblo (Valencia), 10-7-1915)
  • 19. 19 “Un raro escritor. Prudencio Iglesias Hermida, el hombre de los quevedos y bigote recortado, es uno de los modernos escritores, ya que literato no puede llamársele, que más acerbas diatribas y elogios más apasionados ha merecido de la crítica; pero, tanto los que le vapulean, como los que le defienden, están acordes en un extremo: en su rara originalidad. Pinta, describe cosas y casos tan exóticos y extraños, que a pesar de su irrealidad, nos subyugan y atraen; sentimos la emoción de esos alardes brutales de valor. Los tipos que presenta se salen de lo vulgar, son monstruos del bien o del mal; de ojos misteriosos y mirar profundo y enigmático, centellean rayos de verdosas irisaciones; dibuja bocas sonrientes que pocas veces sonríen, y cuando lo hacen, es para carcajear sarcásticamente; el cinismo y la audacia, acompaña por doquier a sus personajes, pero es un cinismo y una audacia que rebasa los límites de lo extraordinario; la serenidad acompaña casi siempre a esos cínicos, y los accesos de cólera y rabia los reprimen hasta que estallan con la violencia de la explosión; esos hombres tienen temple de acero y corazón de bronce; las mujeres, bellísimas, pero perversas; perspicaz y psicólogo tiene bellos y elevados sentimientos, aunque ninguno desarrolla ni filosofa; abstrae pero no generaliza; se limita a afirmar que acaeció, sin preocuparse en averiguar las causas; ha tenido las dotes de no escribir nunca una cosa insípida, siempre brilló en sus crónicas un rasgo de ingenio y dio una terminación, arbitraria muchas veces, pero la dio, aunque fuese de una puñalada como una centella. Su carácter vehemente y apasionado, le manda no rectificar nunca, y por eso, escribe como piensa, a puñetazos; las reglas gramaticales no se hicieron para él, y como ellas no se amolden a sus escritos, éstos no se amoldan a ellas; muchos absurdos tienen razón de ser para él. Es el escritor, en fin, que su lectura nos impresiona, con la impresión escalofriante del vértigo que nos arrastra al precipicio, y que aun a pesar de nuestra oposición rodamos, y… por eso yo, como tantos otros, leo y admiro esas páginas toda audacia y valor, temeridad y bravura, virilidad y gallardía.” Rafael Brun (Diario Turolense, 22-1-1917)
  • 20. 20 Manuscrito de Prudencio Iglesias Hermida (1915)
  • 21. 21 SELECCIÓN DE FRASES Y OPINIONES 1 – “Es mi enemigo todo aquel que, habiendo llegado ya, no me auxilia.” 2 – “La mayor parte del secreto del triunfo en los mediocres es ese: el no sentir dolor alguno para mendigar favores.” 3 – “La Academia de la Lengua y el Cantábrico. Nadie ha visto nunca juntos mayor cantidad de atunes. Asilo de inválidos cuyas puertas solo se abren a la recomendación.” 4 – “Una tapia que circunda un terreno es la representación vertical de la ley.” 5 – “El levantino ama el oro, y quizá por esto ama también la luz del sol. Esta distintiva suya señala su parentesco moral con la raza judía. Y pienso que el levantino no es más que un judío mal troquelado.” 6 – “El alemán es ingenuo y egoísta como un niño, y como él también siente una tendencia sorda, cobarde, hacia la crueldad.” 7 – “Un domador es un hombre que nace con la muerte suspendida sobre su cabeza.” 8 – “La horca, al fin, no es otra cosa que una manera decente de terminar la vida.” 9 – “La sangre es decorativa y este es el mayor enemigo de la paz.” 10 – “Un amigo es una bomba cargada de dinamita que no se sabe nunca dónde tiene la mecha.” 11 – “Las pasiones no me dejan ver. Para admirar y querer completamente a un maestro o un amigo, necesito que se aleje o se muera. Creo que este defecto es general.” 12 – “Admiro a los que saben perdonar, quizá porque esa virtud es la que más lejos está de mi alma.” 13 – “Yo no robo. Yo tengo fuerza para crear.” 14 – “El genio es la realización de lo absurdo.” 15 – “La pobreza es el sexto sentido.” 16 – “El triunfo no tiene más secreto que uno: la voluntad.”
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  • 23. 23 LIBROS PUBLICADOS (Orden cronológico) 1909 – “De mi museo” 1910 – “Horas trágicas de la historia” 1911 – “Las aventuras del gran mundo” “El beso de la Hebrea” 1912 – “Una hora de amor de Carolina Otero” “Las tragedias de mi raza” 1913 – “El asesinato de Sarah Bernhard” “Príncipes y cortesanas” “La España trágica” 1914 – “España, el arte, el vicio y la muerte” “Hombres y cosas de mi patria y de mi tiempo” 1915 – “Un día y una noche en Londres” “De caballista a matador de toros” (versión corta en 1917) “En los campos de batalla. La guerra de las naciones” 1916 – “Bajo otras patrias y otros cielos” “La ermita de los fantasmas” “Los misterios de las cortes de Europa” “La última noche del pirata Barbarroja” “La tragedia de la Hélice” 1917 – “Nuevas hazañas de Juan del Duero” (recopilación de historias cortas publicadas en “El Liberal” en 1914) 1918 – “De Madrid al Cairo” “Gente extraña” “Un robo en el Vaticano” “España y Alemania: no hay conflicto” 1920 – “Los legionarios de la muerte”
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  • 25. 25 APÉNDICE Luis Raemaekers en Madrid (1916) Ayer, a las tres de la tarde, con el prestigio que prestó al acto la presencia de distinguidos representantes de las letras, la artes y el Cuerpo diplomático, se abrió solemnemente la Exposición Raemaekers en Madrid. Fue un éxito rotundo. Los cien dibujos del gran artista holandés ocupan los dos bellos salones del chaflán del Centro Agrario. Los transeúntes de la plaza de Canalejas levantan, asombrados, la cabeza, contemplando por los ventanales del entresuelo suntuoso, entre Príncipe y Carrera, las paredes cubiertas por los dibujos que han inmortalizado el nombre de Luis Raemaekers. La colección es portentosa. Podrá decirse que a veces algún dibujante de primera línea, como Steinlen Forain, dibujará con más precisión en la línea que Raemaekers; pero jamás en ninguna época ha podido contemplarse una colección más completa, más grandiosa que la que yo tengo la suerte de exponer al público madrileño. Así que mi colección sea admirada en Madrid, Barcelona y quizá algún otro punto importante de España, yo la regalaré a un museo de Madrid. Colecciones como ésta que yo poseo existen en el Museo del Louvre y en el Británico. En España sólo existen dos colecciones de los cien mejores dibujos de Raemaekers: una de las colecciones la posee en San Sebastián un millonario conocido. La otra colección es esta mía; y estarán ustedes conformes conmigo en que estoy quedando muy bien. Sin duda, yo me he gastado en la colección mis pesetas, pero me estoy dando un pisto loco. Como esos próceres ilustres que alguna vez hacen un regalo bueno al Museo Nacional, yo también voy a regalar, como ellos, mi colección. Con que pasen, señores, que la Exposición está abierta. Otro día les contaré a ustedes cómo es Luis Raemaekers y las cosas interesantes que este ilustre artista me contó en París. Y por ahora nada más.
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  • 27. 27 Luis Raemaekers en España (1916) Después de tanta discusión y tan ruda pelea, se ha abierto en San Sebastián la Exposición Raemaekers. La lucha con los carlistas se manifestó desde el principio abiertamente. Las autoridades, al fin, comprendieron el derecho y la libertad que me asistía; el gobernador de Guipúzcoa, joven, moderno e inteligente, me concedió el permiso, y dio una nota a los periódicos en que elogiaba a Raemaekers, y manifestaba el derecho que me reconocía para exponer sus dibujos. Y expuestos están en los salones del Círculo Republicano de San Sebastián, debido a la generosidad del presidente y de los socios. El éxito es rotundo. La gente acude como en romería. Luis Raemaekers puede decirse que está siendo admitido por todo San Sebastián. Ahora voy a explicarles a ustedes el secreto de esta Exposición, que ha hecho creer a mucha gente que yo ascendí a millonario de repente o que tengo una mina oculta que sólo yo sé dónde está. El día 20 de Agosto, con objeto de observar los asuntos pintorescos que ante mis ojos se desarrollasen para hacer en seguido un libro por encargo de mi editor el dueño de la Librería Internacional de Madrid, D. Antonio Navarro, con ese objeto, digo, caí sobre Biarritz. Era un día que quitaba la cabeza de bonito. Me fui al puerto viejo por el espléndido paseo de la Virgen. Dormí al sol, feliz como un vagabundo, y tras la siesta, cerca el atardecer ya, partí hacia mi morada en el Hotel Carlton. Al entrar en el vestíbulo de la calle Roger, salió un criado a mi encuentro. —¿Usted es D. Fulano de Tal? —Sí. Yo soy. —Pues acaba de venir a buscarle a usted un señor afeitado que dijo que volvería. —Muy bien. A la media hora se abrió la puerta de mi cuarto, y apareció el señor afeitado que me buscaba. Bajo, ojos penetrantes, fisonomía hebraica. Se casa Willy Rogers, y es el famoso editor del núm. 25 de la calle Louis de Grand, de París. Empieza a hablarme en francés. Le detengo el carro instantáneamente. —No siga usted, señor. No entiendo ni una palabra. —¡Ah! ¿No habla usted francés? —No , señor. —¡Ah! Es terrible esto. Haciendo esfuerzos extraordinarios comienza a hablar español con lentitud. Lo habla muy bien. Un castellano viejo y cantarino como el que hablan los judíos de Constantinopla. Me dice que él sabía que yo debía llegar el 20 de Agosto a Biarritz, y que deseaba encontrarse conmigo. Desea ofrecerme en venta la colección famosa de Luis Raemaekers, los cien dibujos de la guerra.
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  • 29. 29 —Pero, hombre, eso costará, mucho dinero—le pregunto. —Tres mil francos. Es indudable que este hombre ha pensado en llevarse tres mil francos míos de aquí. Lo contemplo un instante dudando si darle ya con una piedra en la nuca. Me lleva al Hotel du Palais, el antiguo palacio de la emperatriz Eugenia, donde él vive. Me enseña la colección. Colosal. Me asombra la profundidad de pensamiento y la maestría de ejecución del formidable dibujante holandés. —¿Es verdad—le pregunto—que el emperador de Alemania ha puesto precio la cabeza de Luis Raemaekers? —Sí, señor. Hoy vale la cabeza del gran dibujante un millón de marcos. —¡Sopla! ¿Y es verdad también, que ese gran artista ha sido perseguido judicialmente en su patria, hasta que se alzó contra la persecución injusta el propio presidente del más alto tribunal de su nación? —Exacto. —Está bien—le contesté—. Yo le compro a usted la colección Raemaekers. Nos arreglamos en el precio y en la forma de pago. El día 21 de Agosto pasé la frontera de España llevando conmigo, legalmente, la caja de cuarenta y siete kilos que contenía los cien dibujos de fama universal firmados por Luis Raemaekers. Llegué a San Sebastián y publiqué en la Prensa liberal artículos anunciando la Exposición de los magníficos dibujos de mi propiedad. Los carlistas gritaron, pero yo grité bastante más. Y se callaron. Fernando López Monis, que es un político de gran espíritu liberal y verdadera inteligencia, comprendió mi derecho contra el atropello que los carlistas querían cometer y hubieran cometido, si hubiesen tenido fuerza para ello. Como dijo A. Clutton-Broock en las columnas de «La Voz de Guipúzcoa», yo no traté de imponer mis ideas a nadie: triunfé en mi derecho de exponer mis ideas a los demás. Miles de personas están desfilando por los salones de la Exposición en la hermosa capital de Guipúzcoa. Dentro de poco expondré la colección en Madrid. Más tarde en Barcelona. Después en toda España. Colecciones como ésta que yo poseo las tienen el Museo del Louvre y el British Museum. Yo regalo mi colección al Museo madrileño que la quiera. Así que yo hable con los dignos directores de esos Museos diré públicamente a cuál se la regalo. La obra genial de Luis Raemaekers no va contra Alemania; va contra el militarismo prusiano, que no es lo mismo.
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  • 31. 31 Libro anunciado para 1914 que nunca llegó a publicarse, hasta hoy, que por fin ve la luz, de manera íntegra, más de 100 años después.
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  • 33. 33 UN PRÍNCIPE DEL ESCÁNDALO (1913) H a s i d o p r e s o e n Nueva York un famoso aventurero español, conocido en el hampa internacional por Juan del Duero. (Telegrama de los periódicos de estos últimos días.) Yo sentía por aquel hombre una admiración profunda. Además le estaba agradecido. En un día negro para mí, aquel hombre me tendió su mano, y en la palma encontré todo lo que necesitaba. Había, pues, en mi corazón para aquel ser extraño, los dos sentimientos más fuertes, capaces de engendrar las amistades eternas: admiración y agradecimiento. Un miserable se acercó a mí un día y me dijo silbando como las serpientes: —Cuidado. Ese gran amigo de usted, es un antiguo forzado, fugitivo. Estuvo en Ceuta por matar a un hombre. Dicen que es un ladrón famoso. Hice callar al miserable, pero, sin querer, observé a mi amigo. Tenía éste un nombre donde podría encerrarse toda una leyenda de España: se llamaba Juan del Duero.
  • 34. 34 Físicamente, era la cabeza de Antinóo sobre el tronco de un hércules. Moralmente, era pródigo y justiciero. Vengativo como un indio y agradecido como un perro. Bravo hasta el heroísmo. Inquietante. Morboso. Bondadoso como un cuáquero, con ráfagas inesperadas de crueldad que daban escalofríos de miedo. Una mañana, Juan del Duero se presentó en mi casa y me dijo: —Acompáñeme usted. Vamos de excursión al Escorial. —¿Quiere usted pasar un día de campo? —No, señor. Quiero visitar el Monasterio de San Lorenzo. Corría el tren entre pintorescos despeñaderos. Juan del Duero hablaba con entusiasmo. Yo, admirando, como siempre, aquella elocuencia torrencial de mi amigo, pedía en mi ánima que el pueblo de El Escorial se alejara hasta que la oratoria del Duero empezara a fatigarse. Pasamos un túnel. Al poco rato mi amigo siente los impulsos de una necesidad violenta. —Voy al gabinete reservado. Vuelvo. Le veo golpear la puerta del reservado y pasar ante mí como una exhalación. —Está cerrado. Voy al otro vagón. —Pero oiga usted, se va usted a matar. El tren va volando. —No importa. Con una agilidad que asombra, el hombre salta al otro vagón y desaparece corriendo por el estribo. Entramos en un túnel con estruendo fragoroso. Pasan unos minutos. Dos, tres túneles se suceden. Suena el timbre de alarma. El tren va perdiendo velocidad. Suenan los frenos automáticos y el convoy para. Me lanzo a la vía buscando a mi compañero de viaje a quien, sin duda, le ha ocurrido una desgracia. Vuelvo la vista atrás. Los rieles brillan al sol, limpios, sin sangre. —¿Qué ocurre—pregunto.—¿Alguna desgracia? —Un robo—me responden.— Acaban de desvalijar a un yanki que viajaba solo. El robo se había efectuado por un maestro. Sin violencia. El tren volaba. Una portezuela que se abre da paso a un hombre enmascarado que se lanza sobre el yanki y le sujeta contra el rostro una careta con cloroformo. Le arrebata el dinero, las alhajas y le deja tendido, sin hacerle daño, sobre el diván. —¿Qué señas tiene el ladrón?—le preguntan al yanki. —Se trata de un hombre voluminoso. La cara la ocultaba un antifaz. Oyendo esto, noto que me tocan en un hombro. Vuelvo la vista, y me encuentro con mi compañero de viaje. Se interesa por el robado. Su voz, un poco alterada, y su rostro lívido, me hacen pensar instintivamente, que aquel hombre es el ladrón. Los viajeros vuelven a sus vagones. El tren se pone en marcha. Juan del Duero y yo, asomados al balconcillo del coche, hablamos de los campos verdes como esmeraldas del Cabo; comentamos las excelencias del Champaña oro viejo y de los atardeceres de Italia, la banca de Montecarlo, el puente de Brooklyn, las cortesanas de Spa...
  • 35. 35 De repente, hago una pregunta rápida y brutal: —Sea usted franco conmigo. ¿Quién será el personaje misterioso que ha robado al yanki? —Cualquier hábil salteador de trenes. —Pero es extraño no haber podido prenderle. —El ladrón es, sin duda, un maestro. Robó en marcha. Se disfrazó en el estribo. Aprovechó los túneles. Hombre ágil, vigoroso, bravo y buen actor. Mozo de mucho cuidado. —¿Lo cree usted así, verdad? —¡Oh; téngalo usted por seguro! Nos miramos a los ojos sin pestañear. Acabamos por reírnos cínicamente. Juan del Duero sacó del bolsillo una sortija de valor artístico y material incalculable. Poniéndosela en un dedo y contemplándola con el amor de un anticuario, dijo: —¡Estos yankis!... Y a usted esta sortija que llevaba, digna de un rey. —Pero hombre... ¿No teme usted que la policía le descubra? —No, señor. Yo he burlado muchas veces a la policía de Londres, y a los detectives americanos. Juan del Duero, sacando la mano ensortijada por la ventanilla del vagón y señalándome a lo lejos la parrilla imponente del Monasterio de San Lorenzo, me decía: —¿No le parece a usted que Chateaubriand debía estar dormido cuando afirmó que esta maravilla del mundo era un cuartel? La sortija brillaba al sol como una brasa. El tren tomaba una curva. El semicírculo formado por el convoy permitía en aquel momento que todos los viajeros vieran en la mano del Duero la sortija robada. * * * Como comprenderéis, el ladrón español detenido hace quince días en Nueva York, por la invencible policía yanqui, no se llama Juan del Duero. Este es su nombre de guerra. Su apellido legítimo no lo digo porque es harto conocido en la gran sociedad madrileña, donde se halla rodeado de un prestigio que pronto echarán por tierra los obligados e implacables telegramas de la prensa. Hace quince años, este gran aventurero dio su primer escándalo en Madrid. Entró una noche en el hotel de su novia, en los altos de la Castellana; se consumó el sacrificio irreparable, arrampló con todo lo que halló a mano y salió pirando, buscando horizontes para sus empresas. Era un mozo de alivio. En París se cargó un día a un distinguido apache rebanándole la nuez como quien monda una naranja. Fue el amante de la Casco de Oro, a la que un día le partió una pierna de una sola patada. Desempeñó correctamente un cargo subalterno en la Compañía de los Sleeping-car americanos. Y no supe nada más de este hombre hasta que hace tres días me eché a la cara el telegramita de su apiolamiento.
  • 36. 36 Supongo que mi amigo estará encerrado en la misma cárcel que el general Celaya, detenido también en estos últimos días en la gran ciudad norteamericana. El general es un asesino que, no obstante, si las conveniencias políticas así lo ordenan, volverá a presidir la República de su país. No sé la suerte que le espera al tempestuoso aventurero español. Hago votos porque su bravura, su desprendimiento y su lealtad, tengan de nuevo amplia experimentación a campo abierto. Estos grandes ladrones españoles de exportación son, quizá, los encargados de vengar la estrechez de la vida nacional. Aquí no abunda el respeto a lo grande, ni siquiera el respeto a lo ajeno. Son más de los que parecen los que viven del robo minúsculo y constante. Y es tal la costumbre nacional de robar, que, sin querer, le roban a usted hasta en la peluquería, donde, además de exigirle indirectamente la propina, no le devuelven a usted el pelo que le quitan. En cambio, mire usted cómo el zapatero, al venderle a usted unas botas nuevas, le devuelve a usted las viejas sin dudarlo un sólo momento. Broma es esta que no va contra el honrado gremio de peluqueros.
  • 37. 37 Otra cosa podría decirse de los mercaderes de libros—de las librerías—entre los cuales, a excepción de Fussell y Navarro, Alejandro Pueyo y algunos otros inteligentes y pistonudos, hay cada granuja que se pierde de vista. Sin que tenga nada que ver con los primeros ni con los segundos, se halla el famoso librero señor Fe, el de la Puerta del Sol. Fe; distinguidísimo descendiente de una de las acreditadas virtudes teologales: no creer lo que no vimos ni cobramos. Fe, le hizo a un amigo mío la siguiente faena. —De ese libro nuevo que me trajo usted titulado «Las tragedias de mi raza»—dijo el librero—no me conviene comprarle a usted, en firme, ningún ejemplar. —Pero, ¿ni uno solo? —Ni uno solo. Porque, ¿qué descuento hace usted de sus libros? —Un descuento digno. Yo no soy un piojoso, ni un idiota que viva de la limosna de un librero. —En ese caso—insistió el mercader de libros—puede convenirle a usted enviarme algunos en comisión. Le acreditaré a usted la firma. Envíeme usted cien, por ejemplo. —¡Hombre! ¿En firme, ninguno, y en comisión, cien? Mala, Fe, mala combinación es esa para un autor de libros. Seguramente pensará lo mismo que yo, el dignísimo librero de la Puerta del Sol.
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  • 39. 39 ELASESINATO DE SARAH BERNHARD Aventuras de un príncipe del escándalo (1913) A María Guerrero y Fernando Mendoza con el testimonio de la admiración y el cariño de la juventud de España.
  • 40. 40 PRÓLOGO El Pernales, muerto en Sierra Morena a consecuencia de una discusión sostenida a balazos con la Guardia civil. Una bala le atravesó de parte a parte toda la asadura y en aquel mismo momento mi ilustre amigo quedó fiambre para un rato. Aquel notable bandolero era un perfecto infeliz como lo demostró en una conversación sostenida en Jaén quince días antes de su muerte. Asistieron conmigo a aquella interesante entrevista el bravo Chiquito de Begoña, el popular ex ganadero Pepe Vega, y el afamado luchador español Salvador Almela. Estos tres amigos pueden certificar la verdad de lo que afirmo. Comimos juntos. A la hora del café, el pobre Pernales que sostenía debajo de un muslo la escopeta cargada, me dijo apuntándome con uno de sus dedos que parecía un bastón de estoque. —Oye, tú, leiterato. Cuéntame un cuento que me gusta a mí que me amenicen los postres. —Pero un cuento que sea verdad—siguió diciendo el simpático bandolero—. Si me cuentas una chirigota te doy asín con la culata en un ojo. Sonreí como un conejo, tirándole un viaje a la carabina. La culata me hizo el efecto de una maleta. Afiné la imaginación decidido a todo. —¿Quieres que te cuente—le pregunté—algunas de las famosas aventuras de Juan del Duero? —Cuéntamelas—contestó—. Pero sin retórica. Pan, pan; vino, vino. Si te escurres en adornos te doy una bofetá que te hago un nudo en el aire. —Pero hombre, Pernalillos, eres violento. Yo tengo mi manera de contar las cosas. —Tú no sabes ná de ná—me dijo el Pernales—. Todos los leiteratos sois lo mismo. Tú eres un pinchapiró, un roba peras que buscas sin encontrarla la cuadratura del picudo. Las historias de bandidos encontradas sobre los cadáveres de los primeros insurrectos cubanos; la leyenda del bandolero Juan Manuel, vendida como pan en las épocas de revolución en Méjico; las vidas de Candelas, José María y Diego Corrientes, el rey de Andalucía… ¿tú sabes, cacho de pedazo de trozo, la cantidad de miles de duros que han hecho ganar a sus editores? Todo hombre lleva dentro un ladrón; y todos robamos, todos, sin excepción ninguna. Escribe vidas de ladrones valientes y te jinchas de duros. —Pero…—añadió el Pernales después de una pausa—escribe sin retórica te digo. En seco, como las balas. Como yo vivo de matar hombres, vive tú de matar lectores. Lector que agarres, sacúdelo por el pescuezo hasta que lo atolondres: que no os separéis hasta que tú lo sueltes. Y piensa siempre que tienes ante ti dos públicos: el cerebral (éste no te sirve para nada) y el público que busca la emoción y la amenidad; éste es el que da el dinero. No te olvides nunca de este público, aunque algunas veces vayas a buscar al otro. —Pernales de mi sangre, me dejas hecho un estúpido. ¿Quién te enseñó todo eso? —La vida que me echó al monte a matar para no morir. Ya ves si sabré yo cosas. Escribe en seco, te digo. Miéntele con fantesía. Entretenlo. Emociónalo. Y no te creas tú que eso no vale nada. Escritores de emoción y amenidad fueron, y su recuerdo no se acabará tan pronto, Alejandro Dumas, Pedro Antonio de Alarcón, Joaquín Dicenta… —Entonces los escritores de la otra banda, ¿cuáles son, según tú? —Pues mira, chico: un permazo con genio que se llama Ibsen. Y ahora cuéntame el cuento y no me hagas hablar más que te voy a endiñar estopa. Lector: ahí va mi cuento escrito según el catecismo estético del Pernales.
  • 41. 41 Un robo.—En el Monasterio del Escorial.—El Cristo de Cellini. Llegamos al Monasterio. Acababa de morir un lego del convento y se hallaba su cadáver expuesto en la celda. Era el día grande de Jueves Santo. El entierro sería al día siguiente; por petición expresa del difunto, se haría el sepelio a las cinco de la mañana. Juan del Duero rogó que le permitieran presentarse al rector del Monasterio. En presencia del monje, dijo el Duero: —Somos los dos únicos sobrinos del difunto. Con permiso de la Comunidad venimos a velarlo. —Sí, hijos míos. Pasad. Cruzamos las grandes estancias del convento, los altos claustros, los severos alardes arquitectónicos del templo de Felipe II. Llegamos a la celda austera donde, en un ataúd obscuro y pobre, digno de un monje, descansaba el cadáver de nuestro tío. Era un viejecito que parecía tallado en marfil amarillo. Tenía la expresión bondadosa del sepulturero de Shakespeare en el cuadro de Hans titulado: “¡Pobre Yorik!”. Atardecía. El monje silencioso que velaba el cadáver, nos hizo una inclinación y salió de la celda. Juan del Duero se acercó a él y, entregándole una moneda de oro, le dijo: —Deseo que esta noche quede encendida la capilla. El monje asintió y se fue. Nos quedamos solos ante el muerto. Era una cabeza de simpatía tan extraordinaria la del pobre lego, que Juan del Duero exclamó: —¿Sería un santo este pobre viejecito? Contemplamos un rato aquella estatua yacente, y nos acercamos a la única ventana que tenía la celda. Era baja, daba al jardín, y se hallaba resguardada por una verja de barrotes tan gruesos como el brazo de un hombre. Otro monje vino a relevar al que se había ido. Duero le habló de cosas históricas. El monje elogió al Rey Felipe II. El Duero contestó: —Aquel temido monarca, tenía en Europa dos nombres muy hermosos: el Tigre del Mediodía, el Demonio del Escorial. A fuerza de razonamientos, el Duero consiguió del monje que se marchara a hacer sus rezos. Quedamos solos nuevamente ante el cadáver Duero y yo. —¿Paseamos? —Bueno. El Duero, muy quedamente, empezó a hablar. Cruzábamos bajo la bóveda resonante que, como es sabido, es una de las más anchas y de una osadía de construcción que sorprende. Desfilamos ante las numerosas celdas ocupadas en otro siglo por los monjes jerónimos y hoy por los agustinos. Pisamos la hierba que tapiza las losas de los patios silenciosos.
  • 42. 42 Mi acompañante hablaba del tesoro de mármoles y bronces del Panteón. De repente enmudeció. Observaba con una atención extraña las puertas, los rincones, las escaleras, las ventanas. Llegamos al trascoro de la Basílica. El Duero detuvo sus pasos ante el celebérrimo y único Cristo de mármol blanco de Benvenuto Cellini. Con una voz suave, dirigiéndose a mí, dijo: —Esta noche he de robar el Cristo del Monasterio. Confieso que sentí un latigazo de emoción. El ladrón continuó: —La muerte de ese pobre viejecito me facilita la empresa. Yo robaría la joya artística de todos modos; pero toda la exposición y violencia, desaparece con la muerte de ese lego. —¿Pues qué pensáis hacer; qué procedimiento vais a seguir?—le pregunté. —Muy fácil. Veréis. Sacó su reloj. Eran las tres y media de la madrugada. El Duero esperó todavía unos minutos. Acabó de descorrer, con cuidado, el paño que cubría a medias la sagrada escultura; a la lucecilla vacilante de una lámpara de aceite, contemplamos aquella maravilla. El Duero, que hasta entonces había estado sereno, con los músculos laxos y la mirada tranquila, se transfiguró. Con una voz de energía contenida, me dio una orden.
  • 43. 43 —Id a la celda. Decidme, luego, si hay alguien al lado del muerto o en los claustros. Cumplí lo que me ordenaban. Cuando volví, el Duero había descolgado el Cristo de Cellini, lo había separado de la cruz donde es fama que el escultor lo había montado por un procedimiento suyo semejante a las monturas de los brillantes, y lo tenía con los pies apoyados en el suelo, a su lado. Era tan alto como un hombre. A los resplandores intermitentes de la lámpara, la carne marmórea presentaba un tono de ámbar y ópalo de una belleza extraordinaria. Tenía los brazos en cruz, clamantes, con las palmas atravesadas por los clavos: la cabeza en alto. Juan del Duero, con el sagrado mármol apoyado en el altar, cometió una profanación que era necesaria sin embargo. Con una maestría absurda le partió los brazos: dos golpes secos, a cercén, redondo el corto desde los pectorales al hombro, sin muñón. Me entregó los brazos. Con el santo cuerpo de maravilla a cuestas, atravesó los claustros delante de mí. La luna iluminaba aquella escena dantesca. Nuestras sombras fugitivas salvaban los bajos ventanales y rodaba por los arriates del jardín. Llegamos a la celda: solitaria. El famoso ladrón se lanzó como una fiera sobre el lego yacente. Lo elevó. Lo despojó de la pobre sotana que le servía de mortaja. Colocó la escultura en el ataúd. Tapó el cuerpo de mármol. Me arrebató los brazos marmóreos y los colocó debajo de la suprema escultura. Cruzándose sobre el cuello el cadáver del lego, salió de la celda. Oí abrir sigilosamente la puertecilla del jardín y, en el marco, a la claridad lunar, vi el fantasma que huía. Yo temblaba en la celda velando el cadáver del Cristo de Cellini. Volvió el Duero. Mientras cubría el rostro maravilloso de la escultura, dijo muy despacio: —Falta más de una hora para el entierro. Confieso que será un siglo de fiebre para mí. —¿Miedo?—pregunté. —A nadie. Emoción nada más. A las cuatro y media de la madrugada se oyeron los pasos de la Comunidad por los claustros resonantes. Sentí verdadero terror. Juan del Duero cerró el ataúd y se guardó la llave. Rezaron un responso. Rechazamos el auxilio que nos ofrecían; cogimos el féretro entre los dos. El Duero, sosteniendo la caja en los codos, con los brazos cruzados sobre el pecho como los forzados de Cayena y Tolón, la empujaba hacia mí. Yo aguantaba el empuje con la nuca, inclinada la cabeza, sintiendo en el trapecio el corte del ataúd como un hachazo. En el momento de caer la tierra sobre la caja sufrí un desvanecimiento. El Duero, entre el bordoneo de los terrones, me dijo al oído: —Eres un bravo. Aguantaste cien kilos de peso. Nos despedimos de la Comunidad y salimos del pueblo en el primer tren. …………………………………………………………………………………………………
  • 44. 44 Aprovechando la noche del Viernes Santo volvimos en un auto como un obús a desenterrar la escultura inmortal. En la mañana del Sábado de Gloria, cuando, sin duda, se hizo público el robo genial, rodábamos sobre nuestra máquina de guerra hacia la frontera portuguesa. Me dejó en el puente internacional diciéndome: —Toma el tren para Madrid. Espérame en la capital de España. Partió en el auto, misteriosamente, por la margen portuguesa del río Miño. Yo hice lo que me ordenaban. …………………………………………………………………………………………………
  • 45. 45 Una comida estupenda Media hora antes de llegar el tren, me paseaba por los andenes de la estación del Norte, respirando ese aire agradable e insano saturado del humo de los trenes. Tienes más belleza y más poesía el anochecer que el crepúsculo matutino. Pero las nueve de la mañana de un día muy claro de invierno, tiene el horizonte una luz fría, color ámbar, que recorta los caminos lejanos, dando al paisaje el brillo y la precisión de una fotografía en cristal. Llegó el tren, como un monstruo, rompiendo brutalmente la monotonía y el silencio del panorama. Juan del Duero descendió de un vagón y me saludó cordialmente. Con un ligero portamonedas inglés en la mano rechazó los ofrecimientos de los mozos, y me dijo con la naturalidad del hombre que sale de su gabinete después de estar cinco o seis horas sentado: —¿Vamos a dar un paseo? Juan del Duero iba sin abrigo. Como esto me extrañara un poco, me explicó: —Yo voy siempre vestido de verano. Mira, sin chaleco. En climas como este tengo que despojarme también de la camiseta; de modo que, solamente camisa sin planchar, de verano, y traje de tela muy flexible. Juan del Duero reía, enseñando unos dientes de lobo. Las mejillas rojas. El cuello y la nuca, blancos. Unos hombros anchos y redondos de estatua. Los omoplatos circulares, poderosos. Y unas manos venosas y musculadas que hacían pensar en el estrangulamiento sin defensa. Echamos a andar. Juan del Duero lo miraba todo con cierta ingenuidad, causando un poco de expectación con su aspecto simpático y terrible. Desembarazadamente se acercó fuera al palafrén de un coche enorme, y le preguntó en francés, tan puro, que parecía un francés del siglo XV: —¿De quién es este aparato? —Royal Hotel. Ahora va mi portamantas y el talón de mi equipaje. Toma para mí la habitación que más te guste. Esta es mi tarjeta. Yo iré luego. El intérprete, un poco sorprendido, se inclinó. Juan del Duero le dio dos duros. Y salimos andando, bajo el sol pajizo, por la carretera de San Antonio de la Florida. —Vengo a España para conocerla—decía Juan del Duero—, guiado por la simpática leyenda de este país. Conozco lo que se conoce de España en el extranjero: sus bailaoras, sus tocadores de guitarra, la fama de sus toreros, el cielo sevillano, Granada… y en zarabanda con todo esto, Los intereses creados, de Benavente, famosos en Londres; Cajal el localizador de las sensaciones en el cerebro; Velázquez, Goya…, en fin, una tierra grande, de la cual sólo se descubren, desde lejos, y confusamente, sin orden alguno, las más elevadas cumbres. En esto llegábamos a la iglesia de San Antonio de la Florida.
  • 46. 46 —Aquí están—dije yo—los famosos frescos de Goya. —¡Hombre! ¡Qué oportuna casualidad! Entremos. El humo de las velas y los amarillentos parpadeantes resplandores, los vitrales llenos de polvo, la alta penumbra en las paredes, el asombro estúpido de los fieles…, imposible ver nada. El humo y la falta de cuidado que forzosamente hacía cometer las necesidades del culto público, hicieron exclamar a Juan del Duero: —¡Lástima de pinturas ennegrecidas, amenazadas de próxima destrucción! ¿Quién es el jefe de vuestro gobierno? ¿Por qué no le hacéis saber de un modo serio lo que ocurre? Lo remediará, seguramente, si es posible. Salimos sin poder ver nada, y continuamos, charlando, nuestro camino. Llegamos a los primeros regatos del Manzanares. Juan del Duero obtuvo el alquiler de una sábana de una vieja lavandera y se bañó rápidamente en el agua que cortaba de fría. Salió rojo como un cangrejo. Entró en reacción, dando saltos acrobáticos. Con el ímpetu frenético de un lobo hambriento, buscó un lugar donde comer. Un merendero de adobes. —Hostelero, sírvenos—dijo. —No. Yo he almorzado. —Bueno. Entonces sírveme—rectificó Duero—dos palmos de longaniza y medio metro de pan. Más un decímetro de cerveza. —Nos reímos. El hostelero, también. Como pretendieran servirle de otro modo, se puso serio. Y no hubo más remedio que tirar de metro y servirle a aquel caballero la comida por el sistema agrimensor. ¡Nos reíamos poco de la originalidad, mientras Juan del Duero masticaba y tragaba con la serenidad de un obispo!
  • 47. 47 La serenidad.—Un robo con valor y sangre fría. Juan del Duero era, sin duda, el hombre más sereno, de valor más frío que he conocido. Vivía del juego y del robo. Jugaba siempre de ventaja, y para cometer un robo en grande hacía, invariablemente, una escala de robos pequeños. Tenía una serenidad estatuaria, absurda, que le valía para salir con bien de los momentos más arriesgados de sus empresas. Cometió, delante de mí, un robo en la capital de España que es, sin duda, uno de los robos más ingeniosos y, seguramente, el de mayor sangre fría del mundo. Pasábamos una mañana por la calle de Carretas. Se quedó parado ante el escaparate de una joyería contemplando una sortija soberbia compuesta de una perla oriental y un brillante espléndido, montados sobre guarnición ancha de plantino, embutida de piedras. La sortija era un sueño. —¿Quieres hacerme el favor de preguntar lo que vale?—me dijo. —Sí, señor. Entré a preguntar. Me contestaron: —Dos mil quinientas pesetas. —¡Bah!—exclamó Juan del Duero—. Una porquería. Esta noche luciré yo esa sortija sin desembolsar un céntimo. —Para dar los avances preliminares en un timo de importancia—me dijo mientras avanzábamos por la calle de Carretas hacia la Puerta del Sol—es muy común, aun entre los más hábiles estafadores, acudir a la respetabilidad de los uniformes nacionales o extranjeros. Pero robar así, es robar sin voluptuosidad, sin grandeza: es robar solamente con habilidad. Yo no quiero vestirme de capitán de coraceros o de obispo católico. El joyero va a estar libre, ante mí, de prejuicios: le voy a dejar toda su libertad de pensamiento. Gocemos de la belleza del detalle. Nos fuimos a la fonda. Juan del Duero, en su cuarto, se disfrazó magistralmente de banquero alemán. Habitualmente, llevaba el rostro completamente rasurado. Una cabeza noble, de hércules profesional. Se adaptó una peluca blanca, con melena discreta, unas leves patillas y un bigote duro, militar. Quevedos grandes, violeta. Cuello recto; traje negro, de etiqueta. Sortijas. Un aspecto serio, atrayente, de absoluta respetabilidad. Los añadidos capilares eran de tal perfección, que resistían el examen más tenaz. —Vamos—dijo. Salimos del hotel. A pie, emprendimos el camino de la Puerta del Sol. La gente contemplaba a aquel caballero de fisonomía tan bonachona, de andar tan reposado y majestuoso. Carrera de San Jerónimo, Sol, Carretas. Juan del Duero entró solo en la joyería fatal. Obsequiosidad por parte del amo y los dependientes. Juan del Duero, con una sonrisa de infeliz: —Deseo un pulsera ancha, de oro, lisa o con piedras muy sencillas.
  • 48. 48 —Muy bien… Esta; doscientas pesetas. —Más cara—contestó Juan del Duero. —Esta; quinientas pesetas—manifestó el joyero. —Está bien. ¿Y aquella? —Setecientas cincuenta pesetas. —Me conviene. Haga usted el favor de ponerla en un estuche. El joyero se apresura a cumplir la orden. El comprador saca muy despacio su cartera y dejándola abierta sobre el mostrador, con un gran fajo de billetes a la vista, entrega uno de mil pesetas al comerciante. El joyero lo examina: lo vuelve, lo revuelve. El caballero sonríe. —¿Es falso, quizá? No es posible. A ver. Juan del Duero examina su billete. —Es bueno—dice. El joyero duda nuevamente. El banquero cogiendo todos los billetes de su cartera se los ofrece, en baraja, al comerciante. —Perdone usted caballero; no es que yo dude ni mucho menos. Es que… —Oh, no me dé usted explicaciones; no faltaba más—interrumpe Juan del Duero—. Mire usted: me va usted a hacer el favor de quedarse con estos tres billetes y con la pulsera. Yo volveré esta tarde. Recogeré la joya y los dos billetes que sobren. —Oh, no. De ningún modo—protesta el joyero. —Sí; sí. Hágame usted el favor. Es un capricho. —Bueno; pero, en ese caso, le ruego que se lleve la pulsera. Juan del Duero duda. Al fin, exclama. —Bien; me llevo la pulsera, pero sólo si usted se queda con los tres billetes hasta la noche. Así queda acordado. Juan del Duero despide con un amistoso, hasta luego; y sale. El joyero y sus dependientes comentan el caso. —Es un chiflado. Se ve que le sobra el dinero. Aquí quedan los billetes en el cajón hasta que vuelva por ellos. —Ojalá se olvide. Ríen y callan deseándole al caballero chiflado una desgracia. En la Puerta del Sol, le pregunto a Juan del Duero. —¿Por qué le ha dejado usted al joyero los tres billetes de mil pesetas? —Porque los tres son falsos. Pero esto no es más que la primera parte del robo. Y es necesaria, porque la segunda parte se asienta sobre la primera. La sortija es mía. —No lo entiendo. —Pues no tardarás cuatro horas en entenderlo bien claramente. Callamos. Sin querer, pensaba yo en el final de aquel misterio. El banquero, miraba los tranvías, las casas, el cielo, con la satisfacción del hombre que acaba de comer opíparamente.
  • 49. 49 A las cuatro de la tarde Juan del Duero, sin disfraz, con su aspecto de siempre, nos dijo después de comer en el café de un Pasaje: —Ahora, dando un paseo, pasaremos a recoger la sortijilla. ¡Tenía gracia el desprecio del gran estafador! A las cinco y cuarto de la tarde Juan del Duero, fumando un estupendo veguero, y seguido por mí, hizo su entrada triunfal en la joyería condenada. Era imposible reconocer en aquel hombre hercúleo, joven, rubio, afeitado, con indumentaria de acróbata, al banquero de cabellera blanca, patillas, grandes quevedos, etc., de por la mañana. El joyero, naturalmente, no lo reconoció. En el mismo momento que nosotros, entró también en la tienda un oficial de Ingenieros que esperó, a que nos despacharan a nosotros. —Esa sortija, de perla oriental y brillante, que tiene usted en el escaparate… ¿hace usted el favor?… —dijo Juan del Duero. —Sí, señor… Aquí tiene usted. Juan del Duero la examinó con detención. —Es una perla hermosa—dijo—seguramente de los grandes criaderos de Terranova. Bellísimo ejemplar. Como el oficial de Ingenieros se inclinara levemente, por curiosidad natural, para contemplarla, Juan del Duero le ofreció la sortija. —Véala usted. —Gracias. Muy hermosa. —El brillante—prosiguió—es brasileño. Supremo, también. ¿Cuánto vale la sortija? —Tres mil pesetas—contestó el joyero sin vacilar. —Es barata—afirmó Juan del Duero vacilando menos aún. Cogió la sortija, se la encajó en un dedo. Sacó su cartera y entregó con un gesto amplio, admirable por su sencillez, tres billetes de a mil pesetas. Se volvió de espaldas al mostrador, se envolvió en humo de su veguero contemplando la magnificencia que resplandecía en su mano. —Bueno—dijo Juan del Duero volviéndose—. ¿Está bien? Un titubeo por parte del joyero. —Perdone usted… pero… —Pero ¿qué? Examine usted los billetes, busque usted una lupa, vaya usted a buscarla, consulte usted, mire usted al trasluz, la numeración, el trazado… en fin… Eran tantas las cosas que le indicaban a un tiempo que el joyero se atontó un poco. Hizo unas cuantas operaciones poco precisas. Entró en la trastienda; salió inmediatamente. Volvió a examinar. Entregando triunfalmente los billetes a Juan del Duero—le dijo con voz desagradable: —Son falsos, señor. Juan del Duero los cogió con tranquilidad, sonriendo; contestó: —Son falsos, porque usted me los ha cambiado por los buenos. Es usted un artista del cambiazo, señor.
  • 50. 50 El joyero se quedó mudo de indignación. Cuando volvió en sí, Juan del Duero le decía al oficial de Ingenieros espectador: —Tengo la cartera llena de billetes. Desafío a que alguien encuentre entre ellos uno solo, falso. En cambio… —En cambio ¿qué?—gritó el joyero—. Es usted un estafador. —Basta—concluyó Juan del Duero—dirigiéndose a un dependiente: —Hágame usted el favor de salir en busca de un policía. El dependiente salió. El joyero, desesperado, increpaba a Juan del Duero. Este, con tranquilidad le decía al militar: —Comprendo la desesperación de este hombre: le ha salido mal un negocio. El joyero parecía un loco furioso. El oficial de Ingenieros creyó de su deber intervenir y detener a todos. Juan del Duero, le dio una estocada mortal a la cuestión. —Permítame usted señor oficial que haga una manifestación definitiva para este hombre. Tengo la seguridad de que en esa caja hay más billetes falsos que éstos. El joyero se quedó helado recordando los tres billetes del anciano chiflado de por la mañana. Temió un horror. El oficial, mudo, contempló al joyero. Juan del Duero saltó el mostrador a la torera, se acercó a la caja, sacó tres billetes de mil, los examinó; y entregándoselos al oficial, le dijo: —Vea usted son falsos también. El joyero se desplomó sobre una silla. El oficial lo socorrió. Cuando le volvió el sentido, Juan del Duero, le decía: —Lo perdono a usted. No doy parte a la policía, porque lo pierdo a usted para toda su vida. La prueba es abrumadora. El oficial, sin saber qué hacer, oyó a Juan del Duero que le decía: —Este hombre está perdido, pero por su caballerosidad de usted le ruego que le perdone como yo. No tiene defensa. Olvidemos lo pasado. Usted se queda con mis billetes legítimos escamoteados: yo me llevo la sortija. Y en paz. Un tropiezo del que ya nadie se acuerda. El oficial como es lógico era un gran caballero y calló inclinando la cabeza. El joyero, vacilante, ni oía, ni veía, como un toro moribundo. Juan del Duero se descubrió, y salimos. En la calle nos encontramos el dependiente con el guardia que venían. El Duero despidió a la autoridad con un: —No es nada. Un error. Adiós. En medio de la Puerta del Sol, Juan del Duero examinando su sortija, exclamaba: —Espléndida joya. Perla oriental. Rubí del Brasil. Espléndida… y barata.
  • 51. 51 El niño de la Gloria. Íbamos en un tranvía, hacia la Cibeles. Juan del Duero en la plataforma, recostado contra uno de los largueros que sostienen la mampara de cristales, con los pulgares en las sisas del chaleco, tenía el aspecto de un hércules cansado. Al lado del Duero iba un chulo elegantizado con ese aspecto andrógino y repugnante del torero falsificado y ceñido, recién afeitado siempre. Ojos grandes, obscuros, amariconados. Juan miró un momento de reojo a su vecino, y no volvió a ocuparse de él. A los pocos momentos, mi amigo se volvió rápidamente, hizo en el aire un movimiento rápido y mostró en la mano, ante la sorpresa de todos, una cartera de bolsillo. ¿Qué había pasado? Habíamos llegado a la Cibeles. El reloj del Banco señalaba las doce de la mañana. Juan del Duero se tiró del tranvía, arrastrando consigo, enganchado de una solapa, al chulo recortado. Yo me lancé detrás. Reunidos en el paseo del Prado, Juan del Duero dijo: —Este caballero es carterista. Con limpieza extraordinaria me sacó la cartera; pero yo, más hábil que él, se la quité en el aire. Esto es todo. El carterista protestó con ese cinismo único del chulo de instintos afeminados. Fueron tales sus desplantes que Juan del Duero indignado por las gallardías ventajistas del chulo, lo sacudió rudamente por las solapas. El carterista se creció, se irguió como un gallo. Juan del Duero le dio un golpe de arriba a abajo, en la cresta. Luego, despertaron los instintos de pirata de Juan del Duero, y arrimando al chulillo contra la valla de la casa de Correos por la calle de Montalbán, lo desvalijó como en una carretera: le quitó el reloj, las sortijas, el dinero: le dio dos trastazos capaces de atolondrar a un hipopótamo, y lo dejó allí como un barco en dique para reparaciones. Bonita y rápida, la escena. Luego salimos, navegando al pairo por la extensión abierta. Prado adelante. Al poco de navegación (hay que fijarse en lo pintoresco de toda esta parte náutica) Juan del Duero sacó la cartera del atracado. Billetes, cédulas con distintos nombres, partidas de nacimiento; el equipaje de todo falsificador vulgar. En un departamento había diez o doce tarjetas con el nombre de un famoso carterista español que vive y suena y por ahí anda: Juan Francisco Camargo, Niño de la Gloria.
  • 52. 52
  • 53. 53 El robo del célebre reloj de Luis XVI Sabido es que el rey guillotinado era un gran relojero. Luis XVI tenía un reloj famoso fabricado por el belga Degas, y en la “Historia de la relojería” de Bartolomé Thierry, se lee que el tal reloj estaba tan magistralmente fabricado que su máquina vence hoy día en precisión al cronómetro más moderno y perfeccionado. Ese reloj, por lo extraordinario de su maquinaria y la riqueza de su caja, era un ejemplar de absoluto prestigio entre todos los anticuarios del mundo. El Duero se enteró un día de que el célebre reloj estaba en Madrid, en poder del anticuario hebreo de la calle de Cedaceros. Supo que estaba tasado en noventa mil duros. Y decidió robarlo. Puso unos telegramas cifrados al extranjero; recibió unos pliegos extraños; bajó a las estaciones varias veces a recoger envíos; en fin, tuvo unos días de misterios, preparación, sin duda, del gran golpe. Una mañana en el hotel, recibió un telegrama; lo abrió delante de nosotros. Exclamó: —¡Al fin! Mañana llegan. —¿Quién?—pregunté yo. —Nadie—contestó él. Al levantarnos para irnos Duero, parándose ante mí, preguntó: —¿Puedes venir a buscarme mañana a las nueve? Puedes ganarte unos miles de duros con una exposición personal relativa nada más. —Aceptado—contesté. A la hora marcada del día siguiente llegué al hotel. Como un verdadero príncipe, por su atavío, me esperaba el Duero. Me saludó cordialmente. Y siguió paseando lentamente por la estancia como el hombre que espera algo importante. Llegó al fin. Un timbrazo del teléfono le hizo dar un salto hacia el aparato. —¿Quién?… Bueno… Entonces, ¿podemos salir inmediatamente?… ¿Están todos ahí?… Bueno. Hasta ahora. Me hizo un gesto. Y salimos. A la puerta del hotel nos esperaba un auto colosal, de una suntuosidad de millonario yankee. Subimos. El mecánico recibió la orden de: —Al Banco de España. En el primer edificio nacional de crédito el aventurero hizo efectivo, delante de mí, un cheque de cien mil duros en billetes de mil pesetas. Le compró a un cobrador particular su cartera y allí metimos los billetes. Volvimos a subir al auto, mientras el Duero me decía: —Ahora, valor y sangre fría: como un héroe… A la tienda de antigüedades de la calle de Cedaceros. En los minutos que duró el trayecto, monologaba: —El reloj ya es mío. La psicología de un hebreo es plana: para robarle no hay más que entregarle más dinero del que se le va a quitar.
  • 54. 54 —Entonces, no hay ganancia; o no os entiendo. Juan del Duero sonrió. Llegábamos a la tienda de antigüedades. Las grandes vidrieras en bisel veladas por cortinones negros de terciopelo, giraron franqueándonos la entrada. Salió el hebreo a recibirnos: envuelto en una toga negra de terciopelo y seda, gorro negro y oro, barba y melenas blancas, aspecto sacerdotal muy semejante al del inmortal compositor Carlos Gounod. Juan del Duero se dirigió a él en francés clásico, purísimo, ese francés de mármol sin vetas de Anatole France. —Soy el primer secretario de la Embajada francesa. Estoy comisionado por mi gobierno para comprarle a usted el reloj de Luis XVI, con destino a nuestro gran Museo. Me dice la comunicación del Presidente que el cronómetro real está tasado en… —Cuatrocientos cuarenta y seis mil ochocientos cincuenta francos—dijo el anticuario inclinándose. —O sean—añadió Juan del Duero—reducidos a moneda española, noventa mil duros, al cambio actual del 7 por 100. —Sí, señor. Pasamos por unos laberintos suntuosos llenos de reliquias de pasadas edades. Llegamos a una vitrina aislada en la que se hallaba custodiado el reloj de Luis XVI. Nos asombró la riqueza de la joya. Era una rodela de oro, tamaño de la palma de la mano de un gigante. La corona de la cuerda era un brillante tallado algo más pequeño que el gran Mogol. Unas aspas cruzaban su tapa, en forma de cruz de San Jorge, formadas por esmeraldas puras, con ese tono del Océano Índico en las proximidades de una tempestad.
  • 55. 55 Abrimos la joya. La esfera se hallaba rajada en toda su extensión. —¿Y esto? —Ah, señor. Sin ese defecto el reloj valdría un millón de francos. Juan del Duero lo examinó atentamente. Me pidió la cartera enorme que yo llevaba debajo del brazo. Entregándosela al hebreo, le ordenó: —Cuente usted los billetes. El anticuario sacó del bolsillo una lamparita alemana, de las usadas por los falsificadores de billetes, empezó a pasar, ante la llama, una por una las anchas vitelas de papel moneda. La transparencia era tan pura, que se distinguían los granos, las vetas, el tejido menudo del papel. No era posible equivocarse. Contó noventa mil duros y suspendió la operación. El Duero, entregándole el resto de billetes, le dijo: —Hágame usted el favor de quedarse con todo y con mi secretario en rehenes. Yo voy a la Embajada a enseñarle la compra al embajador. No cierro trato hasta que mi jefe dé el visto bueno: es una cosa de subordinación, de cortesía. —¿Entonces?...—preguntó con irresolución el anticuario. —Recibirá usted aviso por teléfono. Cobra usted su cuenta y cerrado el trato. —Muy bien.
  • 56. 56 Juan del Duero partió llevándose la joya. El anticuario encerró los billetes en su caja, y yo me quedé un poco violento en la tienda de reliquias como en un cementerio del Arte. El anticuario no se ocupó de mí. Me ofreció una silla. Empezó a revolver sus papeles, con suspiros de satisfacción, como el hombre que acaba de hacer un gran negocio. El silencio y la espera injustificada, me estaban desesperando. De repente, se detiene un coche ante la tienda. Se bajan dos caballeros correctísimos. Uno de ellos, llamando aparte al anticuario, le habla en secreto. Me observan. El anticuario palidece. Se dirige un poco vacilante hacia la caja. El caballero desconocido, encañonándome con una browing, me dice amablemente: —Queda usted detenido. —¿Yo, por qué? —Conocemos el sistema—me dijo el policía—. Esperando el aviso telefónico del secretario de Embajada, llegan unos yankees compradores a la tienda. En un momento determinado saltan todos sobre el anticuario, lo asesinan y lo roban. Menos mal que, en este caso, no se ha consumado el delito. —El robo ¿se ha efectuado?—pregunta de nuevo el Comisario. —No, señor. Tengo el importe de la venta en mi caja. —¿El importe justo? —No, señor. Diez mil duros más. —Ah, lo ve usted. El anzuelo estaba bien tirado. Prepare usted los billetes y el inventario de la joya. Vamos a la Comisaría con todo; menos mal que no ha perdido usted nada. El Comisario lacró la cartera con los billetes y la sujetó debajo del brazo. El policía siguió: —Haga usted el inventario con absoluto detalle, despacio. Cierre usted la tienda: sin miedo. Uno de nosotros queda ahí fuera. Empujándome rudamente me gritó: “A la Comisaría.” El hebreo cerró su tienda temblando. Subimos al coche, que partió a escape. Yo iba desesperado, enloquecido. A pesar de esto, noté de repente que el coche no llevaba, sin duda, el camino de ninguna Comisaría. En aquel momento, el coche abandonaba la calle de Atocha, y cruzaba como un rayo ante la estación del Mediodía. —¿Adónde vamos, señores?—pregunté. No me contestaron. Detrás del depósito de carbón el coche quedó parado en firme. De un auto soberbio, que sin duda estaba esperando, descendió Juan del Duero. Avanzó hasta nosotros. Sonriendo, reclamó la cartera con los billetes. Me dio cuatro mil duros. —¿Ha habido violencia?—preguntó. —Ninguna. —Pues a escape, que se va el tren. Dirigiéndose a mí y estrechándome la mano afectuosamente, me dijo: —No será esta la última vez que nos veamos. La próxima, ¿será en Italia, en Hungría, en Escocia?… Ya veremos. Hay alguien que nos une misteriosamente. Seréis el cronista de algunas nuevas hazañas mías. Volví a la estación al centro de la ciudad.
  • 57. 57 Por la noche, los periódicos relataban la estafa al anticuario de la calle de Cedaceros. Hablaban del falso Embajador y los falsos policías. Se indicaba la existencia de una banda formidable de estafadores internacionales, y se decía que toda aquella organización temible de gentes fuera de la ley, estaba mandada por un aventurero peligrosísimo, español, llamado algo así como el Guadalquivir o el Guadiana. Y pasaron dos años sin que yo volviera a tener noticia alguna de aquel ilustre miserable.
  • 58. 58 París.—El asesinato de Sarah Bernhard Por aquellos días estaba yo en París, de vuelta de Melbourne, adonde había ido con la representación de una fábrica de pimientos de Calahorra. Salía yo de los alegres depósitos de fiambres, establecidos en La Morgue, adonde me había llevado el deseo de saludar a un muerto pariente mío. Cumplido este agradable y risueño deber de ultratumba, me encontré en el puente del Obispo con el antiguo e ilustre amigo mío, Juan del Duero. Este miserable, que a la sazón vivía como siempre, operando para la banda internacional de estafadores, me saludó con efusión sincera, lo mismo que yo a él, y me invitó a pasear en su compañía. Acepté, encantado, y escuchando la conversación espiritual y sugestiva de aquel bandido ejemplar, crucé, despacio, en aquella tarde, todos los puentes del Sena. Atardecía. El sol, como un gran disco de oro deslustrado. Una atmósfera traslucida, recortaba con precisión, sobre el horizonte, las siluetas como sombras sin perspectiva. Se alzaban los perfiles fantasmales de Eiffel, Nuestra Señora de París, la Cúpula de los Inválidos… Desde los puentes centrales contemplábamos la línea, en sentido horizontal, accidentada, de todas las cúpulas, torrecillas y campanarios del viejo París. ¡Qué panorama! Juan del Duero relataba, pronunciando lentamente, pero sin interrupciones, la historia de sus robos en los últimos tiempos. La historia de aquel Príncipe del escándalo, recorría, en sus capítulos, toda la gama espléndida del crimen. Había delitos grandiosos, como el robo de la cabeza del cadáver de un rey, el escamoteo genial y sencillo de una casa de siete pisos en Baviera, y el desmantelado silencioso, en una sola noche de toda la escuadra británica. Pero aquel bandido genial se hallaba preocupado. ¿Por qué? Ahora verás, lector. Tuve la suerte inmensa de coger a mi hombre en ese momento de sinceridad morbosa de los bandidos. Aquel hombre guardaba en su pecho un secreto: y su pecho reventaba como una envoltura de hierro que guardara dinamita. Tenía absoluta necesidad de hablar. Cogiéndome temblorosamente por un brazo, me preguntó: —¿Conoces a Sarah Bernhard? —¡Pero hombre! Eso es ofenderme. Es lo mismo que preguntarle a un ser civilizado: “¿Sabes leer? ¿Has oído hablar de San Pablo de Londres, del desierto de Sahara, de las Pirámides?...” —Sarah Bernhard duerme en un ataúd—siguió el Príncipe—. Debajo de la almohada tiene un amuleto, que consiste en un rosario de brillantes negros, valuado en ciento setenta y dos mil duros. Yo trato de robarle el amuleto, sin retroceder, aunque para ello fuera preciso matar a Sarah. —Está bien. ¿Y qué plan tienes para el asesinato?—pregunté yo con sencillez. —A las nueve de la noche me espera Sarah en su casa; me presento como corresponsal de un gran periódico americano. La robo y la mato, si se resiste. —Matarla, es un poco duro. Robar…, está bien. Es cosa admitida, y por todo el mundo practicada. Pero el asesinato es feo, y más tratándose de una mujer genial, símbolo del Arte inmortal latino.
  • 59. 59 —No importa. Seguimos paseando. En silencio. Desde uno de los puentes centrales del Sena, contemplamos, sobre el horizonte azul, “Prusia”, sin brillo, recortada la sombra espesa de “Notre Dame”. Admirábamos la crestería tomada como modelo por los apaches para las sortijas de hierro, que les sirven a un mismo tiempo de adorno y defensa. A las nueve en punto de la noche entrábamos en la estancia palatina de Sarah Bernhard: una estancia de suntuosidad imperial, sin calefacción, con grandes colgaduras y pabellones de terciopelo negro y plata, con muebles inquietantes de formas geniales, y alfombras espesas que acolchaban completamente los ruidos. Por los grandes ventanales abiertos entraba una luz extraña, opalina, como la que fosforece en la gruta del Paussilipo, en Nápoles. ¡Vaya una casa! En uno de los extremos de la habitación, sobre trébedes de oro, la mancha obscura, escalofriante del ataúd de Sarah. Debajo del cabezal de encajes del ataúd, se hallaba, según el Duero, el famoso rosario de brillantes negros valuado en otro rosario de ciento setenta y dos mil duros. Un detalle: el féretro de Sarah es de terciopelo y seda con aplicaciones repujadas de oro de diez y ocho; la armadura, oculta, es de cedro, sin vetas, del monte Líbano. Apareció ese fantasma con genio que se llama Sarah Bernhard. Muy bien; muy normal: con la sencillez de un mortal cualquiera. Nos saludó como si nos conociese de toda la vida: —¿Qué tal, Duero; y tú, querido Prudencio? Me quedé espantado: me conocía. Balbucí torpemente y la trágica inmortal mirándome con fijeza, me preguntó: —¡Hombre! ¿Eres tartamudo? —Yo, no, señora. —¡Qué lastima! —¿Os divierten los tartamudos? —Oh, me encantan. Siempre que me presento ante un público, sobre todo en la Habana, me pregunto ¿cuántos tartamudos estarán escuchándome? Tartamudos de la inteligencia muchos, casi todos, sobre todo en la Habana. —¡Sopla! Esta frase de Sarah unida a aquella otra famosa de los monos de levita, enderezada también contra el mismo público ultramarino, nos da una idea de la estimación de la trágica inmortal por los habaneros. Idea injusta, por otra parte, aunque absolutamente respetable por venir de quien viene. Juan del Duero, aquel aventurero heroico, jefe de una partida fuera de la ley de piratas internacionales, burlador, muchas veces, del fantasma del presidio y quizá del verdugo, asesino también, cuando fue preciso, aquel hombre de mundo, además, se hallaba sometido al influjo excepcional de Sarah. Hay genios ocultos; sus poseedores son gentes normales, en apariencia, que solamente sacan el Cristo cuando les conviene. Shakespeare el unigénito pertenecía a esta clase de genios. Era cazador furtivo de venados, perseguidor de goces de varios tonos por la campiña, empresario, actor, y antes mozo de caballos, casado y burgués más tarde; pero solamente era genio ante Otelo, Hamlet, el mercader de Venecia…
  • 60. 60 Sarah es genio a todas horas, sin ella proponérselo y sin notarlo. A su lado se siente un malestar nervioso inexplicable. Tiene la fuerza oculta de los grandes mediums. Sarah es espiritista. Cree, con Allan-Kardec, en la aparición de los espíritus, en su influjo, en las interpolaciones de espíritus fugaces en sentido bueno o malo para los mortales; pero cree también, con razón, que su espíritu es superior a todos y está, por tanto, sobre todas las influencias. Sarah lleva el pelo cortado en melena: es más que hermosa puesto que en su rostro, original y único, brillan, casi sin interrupciones, los resplandores de sus ojos como fuegos de San Telmo. Sarah no tiene color en los ojos: tiene luz. Por esto se explican las confusiones de todos los grandes y pequeños que han hablado de los ojos de la trágica. Azules, verdes, grises… según el oriente de la proyección solar sobre ellos. Otra de las confusiones tradicionales de los interviuvadores cosmopolitas, es lo de la voz de oro. De oro, y de plata, y de bronce, lector; de todos estos metales y de algunos más de los cuales no hay minas en la tierra, es la voz del genio. Voz que te acaricia, que te asusta y que, por fuerte que seas, a ratos te espanta. El asesino, estaba atontado. Yo, también. Sarah se quitó la hopa de ahorcado que la cubría y quedó ante nosotros vestida de hombre. Hamlet, príncipe de Dinamarca. Sarah tiene marcadas y bellas sus curvas de mujer: unas curvas delicadas y suaves, como a través de una gasa. En aquel Hamlet las curvas se hallaban difuminadas, como en el cuerpo de un hombre que se ha alejado todavía pocas jornadas de la adolescencia. Parándose ante nosotros, con las manos a la espalda, la melena flotante, dijo: —Un argentino que vino a visitarme hace unos años, halló que yo me parecía, en este traje, a Óscar Wilde. ¡Estúpido! La cara de caballo del desgraciado poeta inglés, su cuerpo andrógino, ¿en qué podían parecerse a mí? Sarah se sentó a nuestro lado. Nos miraba con una fijeza extraña que, a mí, por lo menos, me causaba malestar. Callábamos todos. Un tintineo isócrono, como el de un aparato de relojería invisible, nos adormecía levemente. Sarah, dando a sus ojos una fijeza misteriosa de cataléptica que empieza a despertar, echó hacia atrás el torso y dejó caer los brazos con inercia. Sarah sufría una alucinación inexplicable que nosotros no alcanzábamos. Juan del Duero y yo tuvimos la misma idea. Había llegado la ocasión de asesinarla. El Duero, se levantó. En el mismo momento una voz de armonías nuevas, de inflexiones trágicas, nos heló la sangre. —Siéntate, miserable; que te voy a hablar de los estados de tu alma. ¡Asesino! La voz partía de lugares ignorados, por su eco. Pero, como los labios de Sarah se movían levemente, era ella la que hablaba.
  • 61. 61 Con clarividencia sobrenatural, propia, como he dicho antes, de un medium tan potente de espíritu como un faquir, Sarah dijo: —Venías a asesinarme, lo sé. Queríais robarme, también, mi rosario de brillantes negros, que es la reliquia de mi ataúd. Habéis perdido el tiempo. Si se tratara de un asesinato vulgar, lo consumaríais. Pero ¿asesinar a Sarah Bernhard? No os lo perdonaría mi raza latina. —Oye, es verdad—le dije al Duero. —A mí no me importa ese perdón de la raza—me contestó el Duero. —Hombre, no seas bruto y escucha. Sarah seguía hablando. —El espíritu de Talma, que está enamorado de mí, me avisó ayer de que pretendían asesinarme. Estoy tranquila. No podríais conseguirlo. Hay un círculo invisible alrededor de mí mortal para el que intente atravesarlo. Aquello se ponía interesante. Había un peligro inminente y era necesario arriesgarse. El Duero y yo dimos un paso al frente, acercándonos a Sarah. Cayó un tapiz inmenso sobre la alfombra y surgió un dálmata gigante, vestido como un Príncipe en un carnaval romano, armado hasta los dientes, y encañonándonos con un arma corta de vivísimos reflejos. Muy bien. Sarah Bernhard estaba bien guardada. Juan del Duero, en carácter de su alcurnia con su frac impecable, sonrió al dálmata. El dálmata, imponente, hizo un gesto imperceptible de asentimiento. El Duero le tendió la mano. El dálmata la estrechó. Sarah salió de su catalepsia, sobresaltada. —¿Os conocíais?—preguntó. —Fuimos compañeros en el presidio de Tolón. Huimos juntos. Y juntos hemos decidido robaros el collar. Sarah tuvo un gesto, uno de esos gestos geniales capaces de enloquecer de admiración a todo un público. Pero el dálmata cambió la dirección del arma corta y encañonó a la trágica. La mujer-Hamlet, impávida, asistió al robo de su collar. El Duero levantó el cabezal de encajes del ataúd y suspendió entre los dedos, el rosario maravilloso de brillantes negros. El guardián traidor preparó la fuga y a paso de lobo salimos del palacio de la reina Sarah Bernhard. No huimos en coche ni en automóvil como bandoleros vulgares. Ágiles y poderosos caballos de Samarcanda nos aguardaban a la puerta. Montamos. Volando, a las once de la noche, por la ancha y suntuosa calle del Monte Tabor, oíamos la voz de Sarah que gritaba como un clarín desde un alto ventanal: —¡Detenedlos; se llevan la reliquia de los triunfos de Sarah Bernhard!… Tuve miedo. Al galope de mi caballo me incliné hacia el Duero. —¡Esos gritos!… Nos van a detener. —No—dijo el Duero—. Tuve la precaución de avisar a la policía esta mañana; les dije que esta noche representaríamos, con todo escándalo, la última escena del drama famoso de Shakespeare “El collar trágico, véneto”.