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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
COLECCIÓN CUADERNOS DE JORNADAS 8
LA ACTUAL NOVELA ESPAÑOLA:
¿UN NUEVO DESENCANTO?
COLECCIÓN CUADERNOS DEJORNADAS
JUAN ANTONIO MASOLIVER RODENAS
LA ACTUAL NOVELA ESPAÑOLA:
¿UN NUEVO DESENCANTO?
F A C U LT A D DE FILO SO FÍA Y L E T R A S
U N IV E R S ID A D N A C I O N A L A U T Ó N O M A DE M É X IC O '
P r ó lo g o
i
Al margen de los vaivenes de la historia, las buenas novelas escritas
por españoles siempre han encontrado buenos lectores en este lado
del Atlántico.
La miseria cultural que trajeron consigo esa madre de todas las
miserias que fue el alzamiento franquista dejulio de 1936 y su desen­
lace victorioso, en abril de 1939, se hizo tristemente notoria en una
depresión agónica de todas las vertientes de la creación literaria.
Toda la imaginación, el impulso crítico y la creatividad que asper­
jaron por tierras de España y el mundo, entre otros, los miembros
de las generaciones del 98 y del 27 debieron ceder abruptamente su
lugar a la muerte, el exilio y la censura. En los tiempos borrosos y
dolorosos de la más cruda represión ideológica y moral franquista,
buena parte de la mejor literatura española posible hubo de ser pari­
da fuera de España. Juan Ramón Jiménez, José Bergamín, Luis
Cernuda, Ramón Sender, Manuel Altolaguirre, Max Aub y qtj^s
encontraron en América un avatar propicio de sus respectivas pa­
trias literarias; de modo que, así como forjaron en este suelo hos­
pitalario nuevas e importantes obras, también encontraron en él a
muchos de sus mejores lectores. Sabido es, sin embargo, qu,e .oj, si­
quiera las más feroces dictaduras pueden aniquilar la buena escritu­
ra. Junto con Vicente Aleixandre y Dámaso Alonso, Luis Rosales y
los hermanos Panero, Blas de Otero, Gil de Biedma, Pere Gimferrer
y otros destacados poetas, la España franquista pudo albergar— en
gran medida, a su pesar— a una relevante y amplia nómina de na­
rradores: Camilo José Cela, Miguel Delibes, Ana María Matute,
Carmen Martín Gaite, Rafael Sánchez Ferlosio, Juan Goytisolo, Juan
Benet, Juan Marsé y otros.
D
La accidentada historia de la que apenas dan cuenta las líneas
antecedentes no ha sido ajena a la Facultad de Filosofía y Letras de
la UNAM, entidad que puede presumir con justicia de ser, en este país,
el principal centro de producción de lectores de literatura en lengua
hispana y de concentrar buena parte de los más connotados lectores
de dicha literatura. La fértil presencia en su seno de eminentes inte­
lectuales y académicos expulsados por la violencia franquista, así
como la continuación de su influjo, por medio de la generación de
quienes llegaron aquí en las inmediaciones de 1939 siendo niños o
fueron hijos de algunos de aquéllos, mantuvo vivos los vínculos de
esta facultad con la mencionada literatura, especialmente durante
los años de la dictadura de Franco.
Esto explica, tal vez,
estuvieron rodeados de un.halo de heroicidad, y,, por momentos, de
condescendencia, especialmente en todo aquello que concerniera a
aspectos temáticos, inevitablemente determinados por expectativas
y posturas de cariz ideológico.
Es mucho lo que ha llovido desde 1975 -—año en que muere Fran­
co y comienza a desmoronarse el régimen que instauró a sangre y
fuego— y tanto la narrativa española como los nexos que con ella
han mantenido aquí sus lectores han evolucionado ostensiblemente.
Este es un dato de obligada consideración a la hora de tomar en nues­
tras manos el fecundo estudio de Juan Antonio Masoliver Rodenas
sobre la novela española de los últimos tiempos, que aquí se presenta.
Para quienes tienen un mínimo de familiaridad con la crítica li­
teraria actual, Masoliver Rodenas no necesita ser presentado. Sus
frecuentes reseñas y análisis críticos en revistas como la recién des­
aparecida Vuelta y en suplementos como La Jornada Semanal,
así como la publicación esporádica aunque impactante de algunos
de sus poemas, lo convirtieron en uno de los críticos más respeta­
dos de la década en curso. Por otra parte, su destacada labor como
profesor universitario, en Inglaterra, ha posibilitado también una
persistente relación con intelectuales, críticos y académicos mexi­
canos, muchos de ellos vinculados estrechamente con la Facultad
de Filosofía y Letras. Todo ello dio pie a que, en 1996, se le inclu­
yera en la selecta lista de maestros que imparten las cátedras ex­
traordinarias de dicha facultad.
El
Lo que el curioso lector encontrará en este escrito de Masoliver
Rodenas titulado La actual novela española: ¿un nuevo desencan­
to? es, justamente, el contenido de un ciclo de conferencias sobre el
tema que formaron parte del programa de la Cátedra Extraordinaria
“Maestros del Exilio Español” de 1996. Es muy probable que entre
la elaboración de este estudio y su actual aparición en forma de
libro medien algunos acontecimientos puntuales de relativa impor­
tancia en el desenvolvimiento de la narrativa española. Ninguno de
ellos, sin embargo, pondrá en entredicho la innegable pertinencia
de su sentido general. Novelas más, novelas menos; autores más,
autores menos: la aguda mirada crítica de Masoliver Rodenas, así
como la enjundia y amenidad con que expone sus intuiciones —es
decir, sus radicales visiones— hacen del texto en referencia un orácu­
lo obligante y perdurable para todo aquel que, desde la curiosidad
individual o desde las exigencias profesionales, desee conocer a
fondo la narrativa española de la era posfranquista.
Es verdad que en tan pocas páginas es imposible abarcar y apre­
tar a satisfacción todo lo que concierne a la narrativa española de
este último cuarto de siglo, sin embargo, nunca fue ése el propósito
que movió a Masoliver Rodenas a realizar su ensayo crítico. Su
meta consistió, más bien, en esclarecer en lo posible el sentido de
tan interesante fenómeno cultural. Y, para eso, más que el registro
extenuante de todo lo que puebla el mundo de la novelística espa­
ñola de los últimos años, lo que se requiere es esa capacidad que
tiene de sobra el crítico catalán para comprender el bosque, a partir
del examen singular de sus árboles más representativos: eso que el
propio Masoliver considera “la novela más significativa de cada
autor”, desde la irrupción de la hornada de escritores que, en su
momento, se conoció como “los novísimos”.
Según Masoliver Rodenas— y esto es lo que interesa destacar—
el sentido de la novela española de fin de siglo y milenio es una
nueva modalidad del desencanto. Esta es, desde luego, una tesis
cuestionable, pero sobre todo es una tesis fecunda: suscita la re­
flexión, abre el debate y — lo más importante— orienta la lectura,
en la medida en que es el corolario de un ejemplar ejercicio del
siempre difícil arte de leer. Se podrá discutir todo lo que se quiera
sobre el tino y la pertinencia de la referida tesis masoliveriana, pero
0
una apreciación honesta del trabajo de su defensor y de las bases a
las que acude para sustentarla impone reconocer, sin vacilaciones,
que sus lecturas de las obras más relevantes de Félix de Azúa, Alva­
ro Pombo, Javier Marías, Justo Navarro, Enrique Vila-Matas, Juan
José Millas... y los aún más jóvenes Mariano Antolín Rato, Ray
Loriga, Benjamín Prado, Francisco Casavella, Pedro Maestre, entre
otros, son y seguirán siendo una referencia inevitable para quienes
se interesen seriamente en el tema.
Así pues, la publicación de La actual novela española: ¿un nue­
vo desencanto? es otra aportación cultural y académica de la que la
Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM puede enorgullecerse
con plena justicia. Más aún cuando, con ello, contribuirá a la rica
serie de pequeños y grandes homenajes con que la comunidad uni­
versitaria honrará, una vez más, a los grandes maestros exiliados
españoles, ahora que se cumplen los 60 años de la ignominia que
los condenó a la diáspora.
Josu Landa
L a a c tu a l n o v e la e s p a ñ o la :
¿ u n n u e v o d e s e n c a n to ?
Juan Antonio Masoliver Rodenas
En todos los escritores que empezaron a publicar a partir de 1939,
terminada la Guerra Civil, inevitable punto de partida cuando se ha­
bla de narrativa contemporánea, hay una serie de preocupaciones
comunes. A diferencia de las generaciones, que son diacrónicas, gru­
pos en general antagónicos condicionados por los cambios históricos
o, por lo menos, expresión de dichos cambios, lo contemporáneo lo
concebimos sincrónicamente, como un conjunto no necesariamente
armónico pero que comparte unas mismas experiencias o las con­
secuencias de unas mismas experiencias. ¿La Guerra Civil?, se pre­
guntará más de uno, sorprendido. ¿Quién se acuerda de la Guerra
Civil? ¿Quién se acuerda de la represión o la miseria de los primeros
años, largos primeros años de larga posguerra? Los vemos, como las
fotos que los ilustran, en blanco y negro, como se ven las cosas que
pertenecen definitivamente al pasado.
i¿•jí* S on precisamente los éserltore^rrtTmorecrrettdOTrs de la resrli-
frc ^ •jj dad, los poseedores de recuerdos de cosas que no vivieron pero que,
f por lo que les afectaron, deciden recuperar. Aparición del eterno
' femenino (1993) de Alvaro Pombo, La casa del padre (1994) de
Justo Navarro y, en parte, La larga marcha (1996) de Rafael Chirbes
son excelentes ejemplos, como veremos, de lo que acabo de decir.
Y por eso mismo creo justificado iniciar este recorrido con los es­
critores que empezaron a publicar en los primeros años del
franquismo, aunque sólo sea para ver la distancia que los separa
(o la que no los separa) de los que sólo han visto la Guerra Civil a
D
través de los libros. En todo caso, esta etapa sólo servirá de punto
de referencia.
En el panorama de nuestra novelística contemporánea distingui­
ré tres etapas. La primera, o inmóvil, se inicia apenas terminada la
Guerra Civil con Lafamilia de Pascual Duarte (1942) de Camilo
José Cela. El recuerdo de la guerra, sus consecuencias, los difíciles
años de la primera década del franquismo, con una España dividida,
pobre, aislada y atemorizada, y con sus mejores escritores muertos
o en el exilio, crean un vacío literario desolador; la misma novela de
Cela tiene problemas con la censura y su influencia es, por aquel
entonces, muy limitada pese a ser, por un lado, rabiosamente realis­
ta y por el otro audazmente experimental. O tal vez, realismo y ex-
perimentalismo resultaban, en aquellos momentos, demasiado in­
cómodos. Por el contrario. La colmena, prohibida en España y
publicada en Buenos Aires en 1951, se convertirá, junto con El
Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio, publicada en 1951, en una de
las propuestas narrativas más radicales y en una de las propuestas
menos convencionales del realismo, pues el realismo es lo que do­
mina en esa época tanto en la poesía (Gabriel Celaya, Blas de Otero,
José Hierro) como en la novela (de Ignacio Aldecoa aJuan Goytisolo)
- o el ensayo (La hora del lector de José María Castellet. de 1957) y,
junto con el realismo, el realismo social o socialista, con novelas de
desigual calidad, víctimas muchas de ellas de una arcadización del
proletariado en la línea del peor realismo soviético. Entre los títulos
más representativos de esta monocromática tendencia podemos ci­
tar Central eléctrica (1956) de Jesús López Pacheco, La piqueta
(1958) de Antonio Ferres, La mina (1960) de Armando López Sali­
nas o Las ciegas hormigas ( 1960) de Ramón Pinilla.
Desde nuestra perspectiva de hoy estas novelas pertenecen a lo
que llamo narrativa inmóvil), no como un término despectivo, sino
porque en nada pueden influir en los nuevos escritores. Sin embar­
go, sin ellas difícilmente se puede entender la que puede conside­
rarse como la década más rica en planteamientos de nuestra narrati­
va contemporánea y la primera que se propone como una dinámica
unidad de visión: la década de los sesentas, que coincide con un
tímido principio de apertura política, económica y cultural. Las pro­
puestas renovadoras de Cela y Sánchez Ferlosio, que sirvieron de
q
estímulo; los artísticamente peligrosos límites del realismo social
por otro lado, que sirvieron de advertencia; y la presencia de la
nueva novela latinoamericana que se inicia con La ciudady los pe­
rros de Mario Vargas Llosa, publicada en Barcelona en 1962; todo
contribuye al boom de la narrativa española con novelas como Tiem­
po de silencio (1962) de Luis Martín-Santos, Últimas tardes con
Teresa (1966) de Juan Marsé, Señas de identidad (1966), Reivin­
dicación del Conde Don Julián (1969) de Juan Goytisolo y. los
últimos serán los primeros, Volverás a Región (1967) y Una me­
ditación (1969) de Juan Benet.
A diferencia de los narradores de la década de los cincuentas, los
de la década de los sesentas siguen en activo y son una presencia
dominante en la literatura de hoy. Me pregunto, sin embargo, si no
es con esa década que se cierra una etapa: con la excepción de Juan
Benet, cuya influencia sobre los “novísimos” es decisiva (nunca se
había visto una influencia tan clara y tan positiva sobre toda una
generación) y la más difusa de Martín-Santos en escritores de difí­
cil calificación generacional como Rafael Chirbes, especialmente
en la mencionada La larga marcha, los demás escritores han deja­
do de ejercer la mínima influencia y pueden considerarse, por lo
tanto, presencias notables pero inmóviles. Conviene señalar asimis­
mo que, con la excepción de Benet, ninguno de ellos se ha salido de
la esfera del realismo. En todo caso, lo que han hecho ha sido mos­
trar las infinitas posibilidades de la tradición realista.
Cae el telón. Se va a iniciar un nuevo espectáculo, espectáculo
en el que van a desaparecer las sombras de la Generación del 98;
la España de charanga y pandereta, el esperpento, el humor ne­
gro y el malhumor, la convicción de que la realidad es lo que uno
ve, y el escritor, el privilegiado testigo de esa realidad: su notario y
su sacerdote.
He repetido, hasta caer en el tan útil como temido lugar común,
que la agonía del franquismo no se inicia en 1975 con la agonía del
dictador, sino a principios de la década de los setentas: el proceso
de Burgos de 1970 representa, en su arbitrariedad y arrogancia, un
indicio de debilidad. Esta debilidad se ve confirmada con el aten­
tado al vicepresidente del gobierno y teórico sucesor de Franco, el
almirante Luis Carrero-Blanco. Por una vez, que no será la última,
un grupo terrorista se enfrenta y vence al terrorismo de Estado. Por
su parte, los jóvenes han vuelto la espalda al franquismo. Las re­
vueltas estudiantiles en París y México confirman el nacimiento de
una nueva narrativa de los “novísimos” como lo está, en otra direc­
ción, en la de los más recientes narradores, los surgidos en la déca­
da de los noventas. Estajuventud, hija de unos padres acomodados,
viaja sin restricciones y conoce nuevas experiencias. Los Pirineos
se borran como frontera africana y el españolismo se ve sustituido
por el europeísmo. España como tema y sobre todo como problema
ha desaparecido. En 1971 José María Castellet publica Nueve novísi­
mos, una antología de poetas que acabarán por afirmarse, muchos
de ellos, como novelistas: Manuel Vázquez Montalbán, Félix de
Azúa, Vicente Molina Foix y Ana María Moix.
Una serie de acontecimientos políticos contribuyeron a la eufo­
ria, que es el sentimiento dominante de la década: euforia, osadía,
desenfadada iconoclastia, sentido del juego y de la aventura son
sentimientos que los escritores compartían con la mayoría de los
españoles; los jóvenes y los rejuvenecidos. En 1974 llegan de Por­
tugal aires de fronda, pero esta vez la fronda es la llamada “Revolu­
ción de los claveles”. En 1975 muere Franco, en lo que parecía el
último acto esperpéntico, a partir del cual España entraba (jefiniti-
vamente en la modernidad con la proclamación del joven monarca
Juan Carlos 1. La etapa de transición democrática culmina con la
promulgación de la Constitución de 1978; conoce un esperpéntico
paréntesis (ahora sí el último): el intento de golpe de Estado del 23
de febrero de 1981, y culmina con el triunfo del PSOE (Partido So­
cialista Obrero Español) en las elecciones de 1982, con el también
joven Felipe González como Presidente del Gobierno. Una década,
pues, que dura excepcionalmente catorce años: de 1968 a 1982. La
contemplación y la fiesta, si puedo parafrasear al crítico peruano
Julio Ortega, durará todavía unos años más.
Sin embargo, en el encanto estaban ya los gérmenes del desen­
canto. La insistencia de Felipe González, en el XXVlll Congreso del
PSOE celebrado en mayo de 1979, de que se eliminara la definición
del partido como exclusivamente marxista, el claro apoyo de la so-
cialdemocracia alemana a los socialistas españoles o el ingreso de
España en la OTAN en 1982, indicaban claramente cuál iba a ser la
B
cauta política de González. Y tal vez convendría indicar aquí una
importante diferenciación: el pragmatismo de Felipe González lle­
vó al pasotismo, la traición a ciertos ideales o a cierta ideología (los
términos pueden confundirse), y la progresiva arrogancia y corrup­
ción del partido en el poder llevaron, antes de llevar al triunfo del
Partido Popular, al desencanto. Los “novísimos” eran hijos del en­
canto. El desencanto los convierte en escritores distintos, de ahí que
no se hayan agotado. Los “pasotas” pasan tanto que ni siquiera es­
criben. El “pasota” rechaza el establishment y es, por lo tanto, un
marginado. Su rebeldía es provocadora pero también pasiva. Y, sin
embargo, para ser derrotado por la sociedad no es necesario enfren­
tarse a ella. Se trata de ver, en primer lugar, si es posible sobrevivir
al margen de ella e incluso si es posible vivir. Es lo que veremos
más tarde, cuando hablemos del último grupo de escritores, los que
surgen en la década de los noventa.
En todo caso, el desencanto corresponde, por excelencia, a los
más encantados: a los “novísimos” y a otros escritores paralelos a
los “novísimos” y que también empiezan a publicar en la década
de los setentas, y en parte a escritores como Muñoz Molina o Justo
Navarro, que empiezan a publicar en la década de ios ochentas. En
estos últimos, más que desencanto puede hablarse de una actitud
ética de la que los “novísimos” carecieron al principio, convenci­
dos como estaban de la superioridad e independencia del arte, no
sólo de la literatura sino del cine, la pintura y la música, tan presen­
tes en su narrativa. Simplificando, se podría decir que la realidad
despertó en los “novísimos” una conciencia ética que acabó por
imponerse sobre el deslumbramiento artístico, la aventura exclusi­
vamente novelesca y el juego; que los “posnovísmos”, para quienes
la aventura narrativa no tuvo connotaciones culturales explícitas,
nunca vivieron de espaldas a la conciencia ética, aunque dicha con­
ciencia no siempre apareciese en su escritura; y, que los escritores a
los que yo llamo “pasotas” por llamarlos de algún modo, ponen en
duda la moral convencional y sustituyen la cultura por la contra­
cultura, para abrazar la amoralidad o el nihilismo. Sin embargo, el
“pasotismo” fue más un fenómeno social que artístico.
Este esquema es, desde luego, tan exacto como simplista. En efec­
to, he elegido más bien casos extremos de escritores que rechazan
na
una fácil clasificación y, al mismo tiempo, he excluido a escrito­
res de talento que no entran en el esquema que me he trazado. Hay,
desde luego, una estética de los “novísimos”, y las coincidencias
que señala Castellet en su antología siguen siendo válidas. Sin em­
bargo, pierden mucha de su fuerza si se señalan asimismo las radi­
cales diferencias que hay, por ejemplo, entre poetas como Vázquez
Montalbán, Pere Gimferrer o Leopoldo María Panero. Como narra­
dor, Félix de Azúa ha sido el más realista de los “novísimos” y su
humor, ajeno a la pirueta, el más agresivo. Por el contrario, Javier
Marías, el “novísimo” por excelencia, es quien, de forma más radi­
cal, concibe la novela como una aventura de la imaginación apoya­
da en modelos literarios que comparten dicha estética. En el caso de
Vicente Molina Foix, el complejo y oscuro mundo de referencias a
la infancia se apoya, por mucho que parezca un juego, en experien­
cias morales que dejan huellas o heridas de carácter moral. En cuanto
a Vázquez Montalbán, si como poeta abre con Una educación sen­
timental (1967) una de las direcciones de los “novísimos”, su com­
promiso político, su ética política como narrador, lo aleja comple­
tamente de ese grupo.
Me interesan aquí dos casos extremos. El de Javier Marías y el
de Félix de Azúa, uno de los ejemplos más claros de desencanto.
En Todas las almas, publicada en 1989, hay un cambio radical,
insinuado ya en El hombre sentimental, de 1986. El empleo si$te-
% fflátififl monólogo indica el abandono de la pura aventura narra-
tiva.por una mayor proyección de la personalidad y aún de la bio­
grafía del narrador en el interior de la novela, una proyección que
sé irá acentuando en Corazón tan blanco (1993) y en Mañana en la
batalla piensa en mí (1994), hasta el punto de poder considerarse
como una trilogía, la trilogía del desarraigo. Hay en las tres un
desdoblamiento geográfico (Oxford/Madrid, La Habana/Madrid,
Londres/Madrid) que expresa una esquizofrenia cultural que indi­
ca la incomodidad y la necesidad (o la inevitabilidad) de ser espa­
ñol, que veremos asimismo en los mejores textos de Alvaro Pombo
{Relatos sobre lafalta de sustancia, de 1977 y El metro de platino
iridiado, de 1990) y Enrique Vila-Matas, sobre todo en su mejor
novela hasta la fecha, Lejos de Veracruz (1995). Una esquizofrenia
o un desencanto ante lo español (“madrileño y supersticioso o ya
i
anglicano y estoico”, dice Marías en Todas las almas) que en los
novelistas “pasotas” se expresará, con su mimetismo de la cultu­
ra norteamericana, como desprecio. En todo caso, frente al cos­
mopolitismo del narrador (una actitud que es una filosofía) está el
español de charanga y pandereta como, de nuevo en Todas las al­
mas, esos “vivarachos grupos de turistas españoles con que me cru­
zaba algunos sábados y que iban invariablemente batiendo palmas,
como es su costumbre en el extranjero”.
Mañana en la batalla piensa en mí tiene un interés especial para
el tema que nos preocupa aquí. Javier Marías basa la unidad, la va­
riedad, la tensión y la interpretación del libro en la compleja red de
relaciones. Compleja, absorbente y enormemente clara. La relación
más significativa (y ésta es una de las lecturas posibles) está entre
un pasado que el narrador no vivió, un pasado más inmediato que si
vivió y un presente que es ya la puerta abierta que mira a este cerca­
no futuro que es el principio del nuevo milenio. Y estas relaciones
están activadas por el pensamiento incesante del narrador en “esta
ciudad nunca inmóvil y en la que dormir es difícil”. Para empezar,
está la imagen obsesiva de la Guerra Civil, imagen que ni Marías ni
ninguno de nosotros puede borrar. Así, cuando empieza a llover,
los transeúntes de la Gran Vía huyen “como cuando sus antepa­
sados que llevaban sombrero y faldas largas corrían para proteger­
se de los bombardeos [...] según he visto en los documentales y
fotos de nuestra Guerra Civil padecida: aún viven algunos de los
que corrieron entonces para no ser matados”.
Los aviones en la habitación del hijo de Marta Téllez y los avio­
nes de la película de la televisión, son fantasmas de batallas que
fueron y de batallas que pueden volver, inesperadas pero reales, co­
mo la muerte de Marta Téllez, tragedia shakesperiana que nos lleva
a otra tragedia: la de la naturaleza trágica de la monarquía y la de la
especial naturaleza de nuestra monarquía. El Soberano no aparece
como el centro de lajuventud y la vitalidad que caracterizaba a los
primeros años de la democracia española, sino como un ser solita­
rio rodeado de unos cuantos lacayos mediocres. El Unico, “así es
como lo llaman los de su entorno, el Único, el Solo, Solus, hasta el
Solitario y de ahí el Llanero Solitario, Only the Lonely, también lo
llaman, y Only You”. Se destaca pues su soledad, una soledad que
IB
es el tema dominante de gran parte de nuestra narrativa actual. Un
rey símbolo de su tiempo, hombre sin cualidades, anodino reflejo
de nuestra propia identidad. Lo que más le duele es que nadie lo
conozca al cabo de veinte años, “tal como van las cosas voy a pasar
a la historia sin atributos”. Si se compara con Enrique IV o Enrique
V, “yo no soy así, mi rostro y mis palabras no dicen nada, y ya va
siendo hora de que eso cambie”. Entre las batallas que atormentan
al narrador (recuerdos, evocaciones, asociaciones en el vértigo del
pensamiento y de la imaginación) están, pues, la Guerra Civil, la
Batalla de Inglaterra y la batalla interior de este rey que se dice y
nos dice, en su estéril desolación, que ya va siendo hora de que eso
cambie.
La inmediata posguerra y la monarquía están en el centro abso­
luto de Aparición del eternofemenino contada por S. M. el Rey de
Alvaro Pombo. Pombo es un buen ejemplo de los peligros de hablar
en términos generacionales. Nacido, como los “novísimos” Vázquez
Montalbán o Martínez Sarrión en 1939, lo que comparte con los
escritores que nacieron al final de la Guerra Civil es el peso de la in­
fancia', la importancia de las relaciones familiares y de amistad, el
énfasis en los conflictos individuales por encima de los sociales, la
presencia de unos principios éticos que no coinciden con la moral
convencional, la necesidad de narrar y de subrayar el carácter no­
velesco de la realidad aunque sea siempre fiel a sus experiencias y
rechace la imaginación frívola o gratuita, la esquizofrenia cultural
y la necesidad de crear una voz narrativa inconfundibje.
Las diferencias son también notables. Pombo ha vivido durante
muchos años al margen de la vida literaria española. Licenciado en
Filosofía por la Universidad Complutense y por la Universidad de
Londres es, literariamente, un autodidacta que ha buscado a sus
escritores (a sus poetas, sobre todo) a través de la filosofía. De ahí
su interés, entre otros, por Rilke, Eliot o Wallace Stevens, poetas de
la experiencia y del pensamiento. Pues no el pensar incesante, como
en el caso de Marías, sino el pensamiento convertido en acción na­
rrativa es uno de los aspectos más originales de sus textos, en los
que los conceptos se integran en la acción: reflexión, acción y con­
ducta aparecen íntimamente unidos. Hay que añadir su peculiar
humor (el humor del escritor siempre presente, más que el de los
i
personajes) y, asimismo, la intensidad poética y el carácter verbal
de su prosa, una prosa de naturaleza oral maravillosamente trans­
formada en escritura.
La narrativa de Pombo es una narrativa de la experiencia, de ahí
la importancia de su biografía, tanto la revelada como la simplemen­
te insinuada o la más oculta. El Santander de su infancia privilegia­
da está siempre presente y allí encuentra su sustancia más poética,
pero este mundo de la infancia no aparece como una evocación
nostálgica sino como una percepción: la mirada (más que los senti­
mientos) del niño permanece en el mundo del adulto, un adulto, por
otro lado, que no ha perdido del todo su inocencia infantil aun cuan­
do, por razones más sentimentales que físicas, necesite hundirse en
el lodo. La infancia en el seno de una familia acomodada (la mis­
ma que aparecerá en las memorias del también santanderino Jesús
Pardo Autorretrato sin retoques publicadas en 1996), una niñez ro­
deada de mujeres, la homosexualidad y un catolicismo a un mismo
tiempo beato e irreverente, unamunianamente heterodoxo, son los
ejes de su narrativa.
La homosexualidad y la religión son (los datos del Pombo ado­
lescente se le escapan al lector) las razones más obvias de su huida
a Londres. La suya y la de sus protagonistas que son, de nuevo una­
munianamente, parte de él. Es en Londres donde escribe uno de sus
libros más importantes, expresión del conflicto entre represión y li­
beración, Relatos sobre lafalta de sustancia. Ya el título apunta a
otro de los aspectos centrales de toda su obra. En Mañana después
de la batalla piensa en mí el Rey vive dramáticamente su falta de
sustancia, lo que lo incapacita para la verdadera naturaleza trágica
de sus antepasados. Los personajes de Pombo son mediocres y no
viven trágicamente sino patéticamente su mediocridad. Es el narra­
dor quien descubre y nos revela la verdadera sustancia, la riqueza
espiritual de unos seres aparentemente anodinos lo cual no implica
negar su mediocridad, que es expresión, por otro lado, de la medio­
cridad circundante; por el contrario: esa realidad circundante no
sólo es mediocre sino también vulgar y cruel.
Aparición del eternofemenino reúne, radicalmente modificados,
todos los aspectos que he señalado de la narrativa de Pombo. La mo­
dificación se debe a que, como Telepena de Celia Cecilia Villalobo
0
(1995) está escrita en clave paródica, Aparición del eternofemenino
es un claro ejemplo de cómo Pombo no evoca la infancia sino que se
sitúa en ella, vuelve a ser (ayudado por una memoria prodigiosa para
las imágenes y las voces, prodigiosa y meticulosa) el niño que fue,
sin dejar de ser el adulto irónico que reconstruye y reinventa su pasa­
do. Un pasado que es, por otro lado, el de muchos de nosotros
Como en Marías, la orfandad real y simbólica está asociada con
la infancia, como lquestá la casa, centro obsesivo, mientras que la
calle aparece en otro plano, como si fuesen dos mundos distintos, el
uuo alejado siempre del otro, irreconciliables como pueden serlo
el mundo exterior y el mundo interior o de recogimiento. Y es así
en toda su obra, desde los Relatos sobre lafalta de sustancia a su
reciente Donde las mujeres (1996). Las casas de Marías suelen es­
tar vacías, o ya no le pertenecen al narrador, es espacio de soledad,
a veces lugar de paso, o regresa a lo que fue su hogar como un
intruso: es la negación del hogar. Tampoco en Pombo es un espacio
convencionalmente hogareño, pero sí es el núcleo familiar, núcleo
de fidelidades y de conflictos en el que conviven varias generacio­
nes. En el caso dqAparición del eternofemenino, generaciones que
comparten la experiencia de la posguerra.
Las referencias a la Guerra Civil son frecuentes, lo que explica,
entre otras cosas, la orfandad real y simbólica: “¡Porque a mí no me
digas que en España después de una guerra de tres años no han que­
dado huérfanas ningunas!”, “¡pues anda que no las hay aquí en Espa­
ña. huérfanas!” Se hace referencia a que los alemanes y los españoles
son aliados, a la guerra de Abisinia y a la simpatía por los italianos.
Don Rodolfo viste de uniforme, es jefe de centuria, va al bar de Fa­
lange, sale con las del Auxilio Social y “aparte del boxeo, de lo que
hablaba es del imperio y las consignas”, y como lleva en la casa va­
rios años de preceptor de los chicos (de Jorge, el narrador, a quien
llaman Ceporro, y de José Luis, el Chino) deja una profunda (profun­
damente paródica, quiero decir) huella en ellos. Por eso, cuando to­
dos descubren que ha besado a Belinda y que hay que tomar una de­
cisión drástica, Jorge lo defiende ante la escandalizada abuela:
La tuve que parar los pies en seco [...] Rodolfo, abuela, don
Rodolfo, que me diga, es todo un caballero y a Belinda la besó
por compromiso, para que dejara de llorar. Además es jefe de
centuria, si la ha besado, sería porque fuera su deber [...] Estaba
yo dispuesto a no ceder ni medio paso, daba igual lo que costase,
hay cosas más valiosas que la vida —don Rodolfo siempre lo
había dicho—, como por ejemplo un camarada.
No debemos olvidar, naturalmente, que Jorge es un niño y que
utiliza un lenguaje mimetizado como el que utilizarán, en otro con­
texto, los personajes de José Angel Mañas. Aunque esta “infanti-
lización” del lenguaje no es exclusiva de los niños, sino que respon­
de a una infantilización general, aquí está la brillantejustificación y
utilización de la parodia: dado que esas mentes infantiles y menta­
lidades ínfantilizadas carecen de capacidad crítica, la crítica apare­
ce expresada a través de la parodia de los gestos y las palabras. Los
personajes no son grotescos. Los niños resultan conmovedores gra*
cias a la capacidad del escritor de recrear un universo de candidez y
fantasía. Los mayores son, simplemente, personajes sin sustancia,
parecidos a otros personajes sin sustancia de las novelas y cuentos
de Pombo: nos resultan, en cierto modo, familiares. Así, ese tío
Gabriel que “se queda abajo en su despacho leyendo a Campoamor
y los periódicos ingleses y ABC”, ¿no podría ser el soso tío Eduardo
de Relatos sobre lafalta de sustancial Y esa doña Blanca que nos
dice que “lo que lloraba es de alegría por estar desayunando todos
juntos y que lo que no había es que olvidarse de dar las gracias lo
primero a Dios y al Generalísimo después, por poder estar desa­
yunando en paz”, ¿no podría ser cualquier tía de la época y hasta
de nuestra época?
Pombo ha conseguido, pues, reconstruir los primeros años de la
posguerra a través del lenguaje de un grupo, sin necesidad alguna
de salir a la calle para recuperar una sociedad que aquí no aparece
retratada sino expresada. Una aventura monologante que encontra­
rá una no menos audaz continuación en La casa delpadre (1994) de
Justo Navarro. A diferencia de La casa delpadre, donde él desarro­
llo cronológico nos lleva hasta el presente y, en el presente, hasta el
Rey, en Aparición del eternofemenino tiene una extraña resonan­
cia, pues está alejada de los hechos que se narran o verbalizan, aun­
que no necesariamente de los lectores, que han contemplado toda la
SI
animada escena como se contempla una fotografía: como contem­
plamos, en efecto, la escena o foto final del libro: ‘'Belinda y don
Rodolfo con sus trajes de boda, y la abuela y doña Blanca ya senta­
das. Y Rollo con el pelo dado bien de fijador y la raya hecha per­
fecta, a la izquierda de Belinda”. Pero esta foto está contemplada
desde un tiempo abierto, frente al tiempo que el narrador desearía
inmovilizar, convertir en el tiempo absoluto de la infancia. Y ese
mismo deseo (“Y así seguido, mucho rato igual hasta el final, como
si acabar fuera imposible y el final no fuese el fin de nada para
ninguno de nosotros todos...”) indica la conciencia del paso del tiem­
po, que nos sitúa en el tiempo del lector. Y el tiempo del lector es el
tiempo del rey.
Al fin y al cabo, el propio narrador, condenado también él al
pensamiento incesante como los narradores (el narrador) de Javier
Marías, reconoce su fragilidad: “Lo que tiene de peor pensar es eso:
que lo que no sales es de dudas. Yo preferirá no pensar. Preferiría
ser el Chino, que tiene sentimientos sin pensarlos. Por eso es un
soldado nato, comandante en jefe de los tres ejércitos. Yo sólo soy
el rey, en cambio, y sólo tengo el poder de hablar y de pensar”. Un
rey que es, simultáneamente, el rey sin atributos de Marías y, paró­
dicamente, el rey de las tragedias de Shakespeare:
Y eso es lo que significa ser el rey: estar tú solo en la terraza de
Palacio Real que da a poniente, sin poderte mover y sin poder
ninguno de la casa encontrar la solución por ti. Fui a asentarme a
la terraza un rato para que fuese todo igual, lo que pensaba y lo
que hacía, encorvado y con el pelo puesto blanco en una noche y
abrumado por el peso del destino.
Nacido en Granada en 1953 y poeta ajeno a toda tradición re­
conocible, Justo Navarro es el autor de extrañas novelas en las que
retrata, en una prosa que no es ajena a su experiencia poética, el
extraño espectáculo de fragmentación y destrucción que ofrece la
civilización contemporánea. Los paisajes de Hermana muerte (1989)
o Accidentes íntimos (1990) no corresponden necesaria o estricta­
mente a una geografía española sino a una geografía interior que se
proyecta hacia un exterior que ha perdido igualmente su centro. La
casa del padre representa su novela más ambiciosa y marca una
nueva dirección; el desarraigo es el mismo, pero ahora tiene su ori­
gen no en la apocalíptica civilización contemporánea, que ha frag­
mentado nuestra identidad y nuestra forma de percibir la realidad,
sino en una sociedad muy concreta: la española de los primeros
años de la posguerra, que se proyectará o prolongará a nuestro pre­
sente más inmediato.
Las coincidencias con Aparición del eternofemenino de Pombo
son desconcertantes, sobre todo porque en sus novelas anteriores
no tenían nada en común. La escritura de Pombo se aferra a unas
raíces autobiográficas de forma reiterada, obsesiva. Los paisajes,
tan presentes en toda su obra, de Santander a Londres, son paisa­
jes vividos por él. En Justo Navarro el desarraigo le impide aferrar­
se a paisajes identificables, de ahí el sentimiento de desolación, de
abandono, de desdoblamiento. La diferencia entre las dos novelas
que comento aquí está, en todo caso, en que en Pombo hay el retrato
de un grupo familiar, un mundo cerrado que vive de espaldas a la
sociedad, mientras que en Justo Navarro hay un marco geográfico
y social muy amplio. Sin embargo, el resultado es el mismo. Lo que
se nos ofrece no es tanto el documento de una época siniestra como,
paradójicamente, la experiencia. Y digo paradójicamente porque
de la inmediata posguerra Pombo podía recordar muy poco y Justo
Navarro nada. Y sin embargo, el encanto de ambos libros esta pre­
cisamente en que las voces monologantes son voces auténticas que
nos llegan de otro tiempo, sin que por ello sean una evocación. Son
voces que oímos como un presente porque, parece advertirnos Nava­
rro, todavía forman parte de nuestro presente.
Si en Pombo lo que domina es la parodia, en Navarro la recons­
trucción es brutal a todos los niveles. Las voces de la novela se
convierten en imágenes: las nítidas imágenes de los fantasmas de
las pesadillas. Y sin embargo, lo que buscan los personajes es olvi­
dar, pues sólo olvidando es posible alcanzar la felicidad, "la me­
moria feliz y limpia está hecha de olvidos”. La tarea del narrador
es, precisamente, recordar, mostrarnos que no hay olvido posible y,
por lo tanto, que no hay felicidad posible. Y puesto que los lazos
con el pasado no se han roto, el pasado sigue siendo parte de nuestro
presente. El protagonista de la novela es un individuo y en ningún
i
momento pierde su identidad, pero es también un símbolo, un sím­
bolo de una historia que empezó en 1939, cuando el país quedó
dividido en vencedores y vencidos, y que se ha prolongado hasta el
presente. Por eso ahora, a pesar de los cambios (agonía del fran­
quismo, final de la dictadura, reinstauración de la monarquía, transi­
ción democrática, democracia, ingreso en lo que es hoy la Unión
Europea), tiene numerosos amigos y “como buen compañero de
armas, el mejor; el rey, ha palpado bromeando los restos de metra­
lla que todavía me quedan entre la piel y la carne; como buenas
samaritanas las mujeres de ministros y presidentes me han llenado
de café la taza”. ¿Qué es lo que salva al narrador?; el cinismo, un
cinismo que consiste en saber olvidar, como han sabido olvidar
Manuel Fraga Iribarne y tantos otros hacedores y deshacedores de
dictaduras y democracias: “Yo siempre he tenido poca memoria,
pero buena. Tengo mala memoria y buenos recuerdos. Y tengo bue­
nos amigos, muchos, muchos, muchos. He sido feliz: he viajado
con buena suerte, he hecho un buen viaje. Si alguien me pidiera un
resumen de mi vida en tres palabras, le diría. He sido feliz. Sí, he
sido feliz y soy feliz”.
Alvaro Pombo, Javier Marías y Justo Navarro, escritores que
pertenecen a tres etapas distintas de nuestro presente histórico, no
han querido olvidar la Guerra Civil o las consecuencias de la Gue­
rra Civil, los años difíciles de la posguerra, conscientes de que un
vendaval puede de pronto levantar el poso de algo que creíamos
desaparecido para siempre. Con una divertida familiaridad, que no
oculta ni niega un significado simbólico más profundo, nos han acer­
cado a la figura de un rey que sólo puede ser nuestro rey porque no
hemos conocido otro y porque no tendría sentido lógico narrativo
que fuese otro. En ninguna de las tres novelas hay una directa in­
tención política: el testimonio, hábilmente recreado, es suficiente.
Y más allá de este testimonio son muchas otras las situaciones y
los significados. En las tres hay humor y buen humor, en las tres los
sentimientos (relaciones amorosas, familiares o de amistad) tienen
una presencia determinante y en las tres la narración en primera
persona no conduce a un proceso sicológico sino reflexivo o medi­
tativo. Son novelas amenas, en las que la reflexión sobre la con­
dición humana no cae ni en la crónica ni en el trascendentalismo. Y
SI
parte de su vigor está en la dinámica verbal y en la no menos diná­
mica organización de los materiales narrativos.
Si incluyo en este grupo a Enrique Vila-Matas es por tres razo­
nes: en primer lugar, porque, sin alejarme del tema que me ocupa,
hago todo lo posible para que este tema no me obligue a descartar a
las que para mí son las mejores novelas de nuestra narrativa actual.
En segundo lugar, de nuevo, porque se trata de un escritor singular
que pone en tela de juicio el concepto de generación. Y en tercer
lugar, porque pese a poner en tela de juicio el concepto de gene­
ración es igualmente sensible, aunque sea una sensibilidad que apa­
rezca de forma más tangencial, a la realidad de su época, una época
en crisis caracterizada más por las interrogantes que por las respues­
tas. Podría sentirme tentado a decir que en su caso es una crisis que
rebasa lo puramente nacional, pero ahora ésta es una hipótesis
que no me interesa. Lo que me interesa subrayar, en todo caso, es la
sutileza de los planteamientos de Vila-Matas, porque en esta sutile­
za está una de las claves de su originalidad.
El desencanto de Vila-Matas no tiene sus raíces en la situación
política española, que nunca aparece en sus libros, ajenos a la cró­
nica. Es su cosmopolitismo el que lo lleva a ver críticamente los
defectos de nuestra sociedad desde una perspectiva que Jaime Gil
de Biedma, en su poema “Apología y petición”, llama "metafísi­
ca”. Escribe Gil de Biedma:
Quiero creer que nuestro mal gobierno
es un vulgar negocio de los hombres
y no una metafísica.
Suponemos que también Vila-Matas entiende que los males del
país tienen un origen histórico pero, al presentarlos al margen de la
historia, se convierten en crónicos y “metafísicos”. En él no puede
hablarse de desencanto, porque nunca ha vivido el encanto. En “Me
dicen que diga quién soy”, de su libro de relatos Suicidios ejempla­
res (1991), Babákua, la península del Mal, es fácilmente identi-
ficable con la península ibérica. Los babakuanos son difamatorios,
mentirosos, “todo el mundo, incluso los curas, cultivan el arte de
la mentira [...] Hay incluso monumentos dedicados a la Mentira”.
“Y la envidia, por si no lo sabe, es una de las pasiones nacionales
en Babàkua. Y la envidia, por si tampoco lo sabe, es una de las
manifestaciones más claras de lo verdaderamente diabòlico”. El
“país de todos los demonios” de Gil de Biedma se convierte aquí
en un país diabólico, es decir, en la esencia o metafísica del mal. Y
este país primitivo, inútilmente ocultado bajo el nombre de Babàkua,
puesto que sus defectos nos son demasiado familiares para que nos
podamos engañar, pero significativamente llamado así porque al
fin y al cabo Africa sigue empezando en los Pirineos, aparece di­
rectamente como España en “Los amores que duran todauna vida”,
del mismo libro. Fernando, alter ego de Vila-Matas, siente una pro­
funda aflicción por España, “a la que veía hundida eternamente por
nuestra congènita incompetencia en todo”; su tema predilecto es el
del “bochornoso pasado colonial español” y, “tal vez porque había
bebido desmesuradamente, el lamento por el pasado y presente po­
lítico de España sonaba francamente duro y desgarrador”. Termina
suicidándose y deja una carta en la que explica que “como se es­
taba muriendo literalmente de vergüenza, de la vergüenza de ser
español, prefirió no prolongar tanto sufrimiento y darse muer­
te él mismo”.
También en Hijos sin hijos (1993) las referencias a España y
lo español tienen una connotación negativa y sarcástica. En “Los
de abajo”, el narrador, a quien es fácil identificar con el propio
Vila-Matas, en 1992 ha terminado un libro que es, “sin darse cuen­
ta, una Breve y heterodoxa Flistoria de España de los últimos 41
años. Una historia en la que este país aparece más bien como tie­
rra baldía y desheredada, sin demasiado futuro, casi yerma, muerta
para la gracia de la vida”. No sorprende, pues, que para el narra­
dor de “La familia suspendida”, Barcelona sea “una población con
vistas y maneras mediterráneas y se nota mucho que en otro tiempo
tuvo mundo y fue ambiciosa. Pero la verdad es que hoy no es
nada” aunque, si para escapar del Congreso Eucaristico
[...] subes a un tren en marcha y viajas tierra adentro, descubres
que aún no habías visto la verdadera y sofocante polvareda de la
nada [y] si en Barcelona hay algunas personas que discrepan de
su atmósfera, en Zaragoza no vi yo que discrepara nadie. Allí,
entre tanto conformismo, hasta las imprentas parecen libres de
toda sospecha, y triunfa, del todo más obsceno y militar, una cosa
beata y muy cursi, algo asi como un patriotismo de campanario.
Yo, que procedo de la muy distinguida [...] familia romana de los
Massimo, forzosamente tuve que sentirme incómodo al llegar a
esa lejana ciudad.
En este sentirse incómodo está la clave de la lectura de Lejos de
Veracruz (1995), donde sospechamos que los viajes del narrador no
son reales sino que obedecen a una necesidad de huir a través de la
imaginación, y es a través de la escritura que consigue transformar
sus aspiraciones en realidad. El viaje es, pues, una forma de evasión
y la única aventura verdadera es la aventura de la imaginación. Y
así, en uno de sus viajes (un descenso al infierno) cree haber mata­
do a Dios, hasta que se da cuenta de que “el famoso Dios era sólo un
pobre diablo, un desgraciado, unjodido chulito de Badajoz”, mien­
tras que en otro viaje se queda manco, como sus admirados Cervantes
y Valle-Inclán. En realidad, el hermano que viaja desesperadamen­
te en busca de aventuras pero también de una paz imposible, sím­
bolo de “la triste travesía de nuestro siglo en busca de un silencioso
litoral sin pájaros”, y el hermano que escribe libros de viaje sin mo­
verse de su burguesa casa de Barcelona son la misma persona, y lo
que acaba por triunfar al final es la escritura.
La existencia “real” de Veracruz aparece ya como una necesidad
más que como una experiencia vivida al principio del libro:
[...] la ciudad a la que, en vista de que no me acaban de conven­
cer, por un motivo u otro, ninguno de los muchos lugares que he
visitado a lo largo de mi lamentable y ya clausurada vida viajera,
he elegido caprichosamente como mi lugar preferido y centro
absoluto de toda mi nostalgia: una elección que es caprichosa
pero que entiendo debo hacer, ya que si quiero ser como todos
esos escritores tristes y elegantes que tanto me gustan, necesito
forzosamente contar con algún interesante sentimiento de nostal­
gia, hacia algo o alguien.
Es, además, una realidad vista a través del delirio del alcohol: lo
que el narrador recuerda no son los hechos, que tal vez nunca exis-
a
tieron, sino la fantasmagoría creada por la bebida. El protagonis­
ta de Historias del Kronen (1994), de José Ángel Mañas, tras cada
uno de sus viajes vertiginosos por el alcohol y la droga, no recuer­
da nada. Sólo vive, pues, el presente, un presente que desaparece
una vez vivido. El protagonista de Lejos de Veracruz modifica y
mejora la realidad.
Este protagonista al principio está en favor de la acción y contra
el parasitsmo de la escritura: “Prefiero mil veces a las mujeres, y úl­
timamente también los viajes”, “mi obra maestra será mi vida”. Lo
que quiere es “ver mundo, huir del enfermizo arte familiar”. Huir
pues, de este pensamiento incesante al que están condenados Javier
Marías, Alvaro Pombo o Justo Navarro. Más tarde, esta categórica
afirmación se le presenta como un dilema: “no se me escapaba que
o bien se vive a fondo la vida a costa de ser un Indiana Jones y un
paleto, o bien se escribe y se le da un significado a la existencia, pero
entonces no puede vivirse. Dicho de otro modo: si estás en la vida
eres insignificante; si quieres significar, estás muerto”. Finamente,
la muerte de su hermano Antonio le concede la oportunidad de en­
contrar un refugio “donde poder protegerme de la maldita y horren­
da vida verdadera”:ahora se ha invertido el significado de la huida.
De esta horrenda vida verdadera es parte la realidad circundan­
te; la hemos visto en sus cuentos, aunque ahora de forma menos
visible, porque la sutileza es aquí más necesaria y también porque
lo es la exigencia de crear una novela sin dispersiones y perfectamen­
te estructurada. Para empezar, la relación entre los dos hermanos
viene a sustituir a la esquizofrenia cultural que liemos visto en Marías
y Pombo. Hay referencias burlonas a la realidad más inmediata, la
catalana. De su prima Carmen llegó a admirar sus largas pestañas,
“ese pañuelo rosa en el cuello, el acento tan sensual de su voz payesa
y provinciana”. Cada vez que regresa a Barcelona, “me sentía como
un pasajero en tránsito hacia ciudades lejanas”. La visita ai consu­
lado español en Niza le devuelve “a la realidad de la que había
intentado, por el amor de una mulata, escapar: España” y, al llegar
a su hotel en el zócalo de la Ciudad de México, “sentí que era muy
doloroso tener que volver a la terrible España”.
Sus padres tuvieron que exiliarse a México al final de la Guerra
Civil y en Teruel tiene presente todo el rato “el laberinto carnicero
en que se convirtió durante la Guerra Civil”. Cuando visita la bella
Antigua con su amigo Sergio Pitol, recuerda la historia, las frases
tópicas "ligadas al aburrimiento de un texto escolar que había memo-
rizado con monotonía de lluvia en los cristales en los días franquis­
tas”. Y cuando los padres deciden regresar a Barcelona, de donde
salieron cuando eran niños, nace un malestar en la relación entre
ellos que va a pagar el hermano del narrador, Máximo, “porque le
dio por relacionar sus constantes peleas desde que pusieran pie en
aquella incómoda España franquista —tan distinta de la alegría
veracruzana que había dejado atrás— con el inminente nacimiento
de su segundo hijo”.
Cuando los viajes dejan de ser un estímulo para él, “para el muer­
to en vida que soy yo”, siente que “el Mediterráneo no está nada
mal para vivir como un derrotado en la vida y ser enterrado miran­
do el patético azul de sus aguas. No está nada mal. En cuanto al
resto de España, todos aquellos lugares que no baña este mar [...]
yo diría que componen una provincia triste del norte de Africa”.
Insatisfecho en el extranjero e insatisfecho en su propio país, acaba
por convertirse en un verdadero apátrida, una condición que parece
compartir con la mayoría de los personajes de las novelas que co­
mento aquí:
Y es que ningún sitio me atrae especialmente, ningún lugar me
fascina al máximo porque no ignoro que si existiera en esta vida
un colosal y extraordinario encanto, éste para él consistiría en es­
tar donde no estoy para desde allí poder desear dónde estar, que
sería en ninguna parte. De modo que no soy de Veracruz, y pun­
to. Y si lo soy es porque no me queda otro remedio que ser de
algún lugar y, como escritor, tener cierta nostalgia de él.
En ninguno de estos escritores hay referencias demasiado con­
cretas a la sociedad española actual: han ido a las calces del de­
sencanto y de este modo han podido escamotear la crónica sin por
ello escamotear la realidad. La literatura ha salido beneficiada. Hay
dos escritores, en cambio, en los que el desencanto (el que llevará
finalmente, en 1996, a la caída del gobierno socialista de Feli­
pe González y la subida al poder del derechista Partido Popular de
José María Aznar) es el tema central: Félix de Azúa y Juan José Millás,
el primero nacido en 1944 en Barcelona, espacio central si no pro­
tagonista de muchas de sus novelas, y el segundo en 1946 en Valen­
cia, aunque vive en Madrid desde los seis años. Las razones por las
que me detengo menos en estas novelas de lo que podría esperarse,
puesto que están más cerca del tema que estoy desarrollando aquí,
son esencialmente dos: porque la crítica a la realidad contemporá­
nea es tan obvia que no necesita redundantes interpretaciones mías
y, en parte consecuencia de la primera razón, porque tanto Dema­
siadas preguntas (1994) como Tonto, muerto, bastardo e invisible
(1995) son novelas muy inferiores en calidad a las comentadas an­
teriormente e inferiores, asimismo, a otras novelas escritas por el los.
Notablemente inferiores si las comparamos, en el caso de Azúa,
con Mansura (1984), Historia de un idiota contada por sí mismo
(1986) o Diario de un hombre humillado (1987), y en el de Millás
con Cerbero son las sombras (1975), Visión del ahogado (1977), El
desorden de tu nombre (1988) o La soledad era esto (1990).
Félix de Azúa es uno de los “novísimos” incluido en la antología
de Castellet, pero dado que es coetáneo de un escritor tan poco “no­
vísimo” como Millás, esta calificación carece aquí de interés; sobre
todo si tenemos en cuenta que una de sus cualidades más notables
es la cruel inteligencia de su sarcasmo, del humor negro y del es­
perpento, algo que no solemos, porque no podemos, identificar con
los “novísimos”. Ya en Diario de un hombre humillado el protago­
nista, que es de Barcelona aunque vive allí como un forastero o
como un muerto banal, se pregunta cómo es posible vivir en tiem­
pos de absoluta miseria. Esos tiempos son ahora mucho más con­
cretos, el primer lustro del franquismo, y hay una crítica mucho
más severa. La curiosa mezcla de elementos costumbristas y grotesos
acaba por convertirlo todo en una caricatura. Los personajes care­
cen de alma y, por lo tanto, de capacidad dramática y de verosimi­
litud. Y la crítica es tan sistemáticamente negativa que acaba por
caer en el exhibicionismo y en el lugar común.
Sin embargo, frente al realismo burdo, la sordidez, el mal gusto, la
complacencia por lo repugnante, el efectismo y cierto sabor anacró­
nico, hay una nueva percepción de la sociedad española contemporá­
nea. Como tantos personajes de la actual narrativa española, el pro­
tagonista, Dámaso Medina, es huérfano: “Ni he sido hijo ni he sido
padre”, nos dice para expresar su soledad. Vive en un Madrid donde
las casas “con cubierta de teja pueblerina” conviven con “el espeso
muro de humo y gases”. La edad del protagonista, sesenta y dos años,
permite abarcar un amplio marco cronológico. Hay unas referencias
a la República que responden a cierta retórica (la de los malos y los
buenos, los vencedores y los vencidos) que no por verdadera deja de
ser un lugar común, como esa calle de antiguos palacetes “resto del
patriciado republicano, donde alguna vez latió un corazón o se empa­
ñó una lealtad, pero ahora nadie los habitaba y por lo tanto eran ino­
centes y huecos. Los que habían sido ocupados, tras la requisa im­
puesta por los vencedores en 1940, albergaban oficinas y servicios
gubernamentales”. Se nos habla también de la Guerra Civil, del
franquismo y de la represión franquista: “la cárcel, las comisarías, los
juzgados y las ventanillas por donde latermitera franquista proyecta­
ba sus mandíbulas para roer inmisericorde los huesos de una pobla­
ción escuálida a la que despreciaba por su callada sumisión”. Pero
la denuncia central del libro es la pervivencia del franquismo tras la
muerte de Franco, simbolizada por las paredes de esa sala de la comi­
saría “donde pocos años atrás colgaban en eterna pero desdichada
vigilancia los retratos del general Franco, y su Abel, el engominado
polemista Primo de Rivera. Aún no habían colocado la fotografía del
rey Juan Carlos, pero ya faltaba poco”.
Cuando se habla del nuevo orden, el que promete la fotografía
todavía no colocada de Juan Carlos, no se trata tanto de celebrar un
cambio como de incorporarse a dicho cambio para frenarlo y pa­
ra aprovecharse de él como se estuvieron aprovechando todos en un
pasado muy cercano: “Desde la muerte del Generalísimo, el mundo
(el suyo) se había convulsionado y las certezas andaban revueltas
[...] Aquellos que no pudieran, de ninguna manera, adaptarse al nuevo
orden surgido del cataclismo, iban a extinguirse”. Aunque también
es cierto que para muchos la transición a la democracia representa­
ba el fin del mundo, una nueva división como la que dividió a los
españoles con la Guerra Civil: “quizás somos nosotros que cada
vez estamos más hartos y deseando que se nos lleve de este mundo
cada vez más nuevo e insoportable”, dice el comisario. Y así, a pro­
pósito del gobierno de Adolfo Suárez se nos dice que:
31
[...] en aquel año de 1980 la vida del gobierno, del ministro y del
mismo Aguilar agonizaba como un animal que, tras haber recibi­
do la herida de muerte, aún patalea con rabia, pero sin convic­
ción. De hecho, todos aquellos suntuosos funcionarios estaban
tan muertos como el Caudillo, pero ellos lo ignoraban y con paté­
tica candidez creían ser la nueva vida del Estado.
Si pasamos por alto el irritante tono de predicador, esa crisis
generacional creada por la crisis política y por los difíciles años de
la transición es el aspecto más original de la novela, y a Azúa cabe
el mérito de haber sido el primero en novelarla. Sin embargo, va
todavía más lejos al apuntar a una nueva élite: la creada por el so­
cialismo de Felipe González:
Todavía en 1980 el mucho dinero en manos de un infeliz resulta­
ba peligroso. No porque el dinero fuera más o menos legal, sino
porque todavía en 1980 los pobres carecían de permiso para ac­
ceder a las grandes fortunas. Si deseaban mantenerse con vida,
los pobres debían andarse con ojo para no acumular mucho dine­
ro. El club de los potentados sólo se abrió a partir de 1982.
En efecto, el 28 de octubre de 1982 se celebraron las elecciones
generales que aniquilaron a lá"UCDy dieron el poder al l’soi; de Fe­
lipe González. Sin ninguna intención profètica o irónica nos dice
Paul Preston en su imprescindible The Triumph ofDemocracy: “Los
socialistas habían sido elegidos por un electorado serio, que había
sufrido los tormentos del terrorismo y la conspiración militar. Es­
peraban ofrecer un gobierno serio”. La respuesta crítica, en clave
grotesca y absurda, nos la da Juan José Millas en Tonto, muerto,
bastardo e invisible. Creo que el éxito de esta novela no se debe
tanto a sus aciertos como al hecho de que es la primera novela dedi­
cada a criticar sistemáticamente los desaciertos del gobierno socia­
lista, que por desgracia han sido muchos y están a la vista de todos.
Milláses, pues, el escritor del desencanto por excelencia. Su actitud
es negativa porque no aparece, o él no la presenta, una alternativa
encantadora. Si hubiese una alternativa ya no habría desencanto. Y
para expresar esta sensación, esa realidad de vacío, el novelista re­
curre al absurdo demencial. En este sentido, no deja de ser un fiel
cronista. En todo caso, su fracaso como narrador está en la puerili­
dad de algunos planteamientos y en una inverosimilitud no siempre
justificada artísticamente. Valle-lnclán creaba peleles, y el resul­
tado era una visión trágica de la sociedad. Los peleles de Millás
carecen de grandeza y de convicción. Los símbolos son demasiado
obvios y reiterativos; el material, muy disperso. Así que no puede
maravillarnos que el propio narrador acepte que “el rompecabezas
de mi vida no dejaba de armarse y yo tenía que acudir a mover otra
pieza”. Eso es precisamente lo que ocurre con la novela, y al final la
red de asociaciones para alcanzar cierta unidad acaba por confundir
o por fatigar.
Quién sabe si la culpa no es de Millás sino de la realidad que él
nos está describiendo. En todo caso, tenemos que agradecerle que,
en tiempos de pusilanimidad moral, en los que criticar a una su­
puesta izquierda parece indicar, no se sabe por qué extraña lógica,
que se está apoyando a la derecha (cosa, por otro lado, democrática­
mente lícita), tenemos que agradecerle, digo, que se haya atrevido a
poner las cartas boca arriba, más allá de todo escrúpulo, en una
actitud que le permite follar
[...] todo lo follable, sin puntos de vista morales, sin posiciones
políticas, desertizado de este espacio que llaman conciencia, por­
que los universos carecen de conciencia moral y yo era un uni­
verso autocontenido o que se contenía a sí mismo y no necesitaba
esa voz, la de la conciencia, que en las novelas se encargaba de
rellenar la oquedad moral que constituye la conciencia del relato
o la mala conciencia del narrador.
Una teoría del distanciamiento que coincide con la que expresa
Valle-lnclán en Los cuernos de don Friolera.
Vayamos a lo nuestro. Como en otros escritores, también aquí
hay un sentimiento de orfandad o desarraigo, desde el momento en
que los padres del protagonista mueren en un incendio. De ahí sur­
girá uno de los significados de ese bigote postizo que le ha de ser­
vir para cambiar de personalidad. También aquí los viajes, no im­
porta si reales o imaginarios, sirven para huir de la realidad. La
realidad del narrador es muy concreta. Jesús trabaja en la papelera
del Estado y acaba de poner en marcha un proyecto muy ambicio­
so en el que colabora un equipo de sociólogos socialdemócratas
dirigidos por él, que consiste en elaborar el perfil del tipo de traba­
jador que la empresa va a necesitar durante los próximos veinte
años para sobrevivir y resultar competitiva.
El problema surge cuando a él le sale un perfil que no encaja
exactamente con lo que se le exige, y “yo mismo me dejé fuera sin
darme cuenta, quizá por eso descubrieron que era tonto”. En con­
secuencia, el jefe de personal le comunica que tiene que prescindir
de él: “Las reglas del juego están cambiando”, le dice. Y él mismo
reconoce que
[...] el mercado está saturado de gente joven dispuesta a pisarle el
cuello a su padre por un contrato de seis meses [...] Toda una vida
pendiente de la calificación de los otros, de su mirada, para cons­
truirme una identidad que resultó ser una prótesis con la que po­
der salir de aquel barrio y triunfar, y ahora resulta que no había
salido o que había abandonado en él al niño que me lloraba por
las noches, ese niño minusválido y bastardo y muerto e invisible.
En su situación de desempleado, tratará de recuperar su verdade­
ra identidad, de regresar por las infinitas ranuras de la novela (de
las puertas, de los pasillos, de las huchas, del sexo) al niño que fue.
El bigote postizo ha de ayudarle a recuperar dicha identidad.
Y le llevará a descubrir, asimismo, la verdadera identidad de los
rectores de la nueva sociedad democrática española: “Yo había em­
pezado a tomar las cosas que quería porque había evolucionado
más que cualquier socialdemócrata de mierda, cuyo deseo se llena
con un coche de importación o una casa con jardín”, la casa con
jardín y piscina que tienen por ejemplo, añado yo, los padres de
Carlos, el protagonista de Historias del Kronen. Identificados con
los yuppies,
[...] los más avanzados, los socialdemócratas, pensaban que un
empleado era una inversión, invertían en gente, la compraban,
iban al mercado de cuerpos, les hacían análisis de orina y tests de
inteligencia, y decían éste sí, éste no Dios mío, no se puede llevar
una existencia más imaginaria, sobre todo si recordábamos los
barrios de los que habíamos salido.
Pero esos barrios humildes son, precisamente, signo y símbolo
de la traición, lo primero que intentan olvidar.
El modelo más visible e ilustre en esta novela es Luis, amigo de
la infancia del narrador: “[...] quizá el huelemierdas de Luis había
llevado una existencia más real que yo, porque Luis ya mostraba
habilidades socialdemócratas cuando éramos pequeños, era un ver­
dadero gánster, en el sentido más noble que tiene esta palabra”. La
conclusión del narrador no puede ser más brutal y explícita: “la so-
cialdemocracia se caracteriza por ser la única filosofía de la vida
que permite hacer lo contrario de lo que predica en nombre de
lo que predica”. ¿Qué ocurre entonces con las generaciones (pues
son más que una) al borde del milenio? Sin empleo, con un senti­
miento de orfandad y de derrota, Jesús acude a los anuncios por
palabras en busca de un trabajo, una salida a lo real:
Volver, pues, a los anuncios por palabra, después de haber sido
tantos años un habitante de las secciones de economía y bolsa o
de las páginas de política internacional, era un modo de regresar
al suburbio, al barrio, en cierto modo el fin de siglo era también
un suburbio del tiempo, un arrabal repleto de miseria sobre el
más allá, una ruina, en fin, una ruina socialdemócrata.
Resulta especialmente difícil encasillar a Rafael Chirbes, nacido
en Valencia en 1942. De todos los escritores mencionados aquí, es el
que más claramente pertenece a una tradición realista, aunque no es
ajeno a los nuevos planteamientos de la narrativa contemporánea.
Pese a su interés por la historia española más reciente, evita la cró­
nica y trata de hurgar en la sicología de los personajes, en sus senti­
mientos y en sus contradicciones. Y también la estructura narrativa
se sale de la linealidad convencional, pese a que las novelas se desarro­
llan dentro de una clara cronología. Desde su primera novela, Mimou
(1988), ha mostrado una especial capacidad para fundir la sordidez y
la ternura, así como realidad e invención para ofrecernos una intensa
humanización de la historia vivida como una experiencia; los des­
plazamientos temporales (del pasado al presente) y geográficos dan
a su escritura una especial vitalidad; su interés por la España de la
posguerra se ha ido acentuando progresivamente. En Los disparos
del cazador (1994) encontramos ya el germen de lo que será su no­
vela más espléndida y ambiciosa, La larga marcha. La novela se
remonta a los primeros años de la posguerra y se centra en la década
de los cincuentas, cuando, gracias a la especulación edilicia, se con­
solida la figura del nuevo rico surgida en la década de los cuarentas
con el estraperlo. El protagonista, digno representante de esa nueva
clase, es un hombre vulgar, ambicioso, obsesionado por el dinero y
por el poder, y alimentado por un profundo rencor. Este rencor es el
que nos da su dimensión más humana, una dimensión tan sórdi­
da que impide todo sentimiento de compasión por parte del lector.
Los disparos del cazador, pese a su compleja estructura, se cen­
tra en un protagonista a través del cual se refleja un aspecto de la
sociedad española. En La larga marcha hay, en cambio, una visión
totalizadora. Como en Corazón tan blanco de Javier Marías, El metro
de platino iridiado de Alvaro Pombo, La casa del padre de Justo
Navarro o Lejos de Veracruz de Enrique Vila-Matas, el escritor ha
decidido llevar a un límite extremo sus posibilidades narrativas y
crear la novela, es decir, un mundo que abarque todos los mundos
narrativos anteriores y los desborde: un todo que borre esta impre­
sión de “fragmento” que, a diferencia del cuento, suele tener la no­
vela contemporánea. Y, asimismo, cualquier texto suyo anterior
adquiere un carácter fragmentario o precario.
La larga marcha es, como suelen serlo este tipo de proyectos,
una novela extensa, primera parte de las dos que han de mostrarnos
la historia contemporánea española, desde laGuerra Civil hasta nues­
tros días. El periodo cubierto aquí, a través de dos generaciones, es
esencialmente el que va de la inmediata posguerra a la agonía del
franquismo. No hay un protagonista único. El contrapunto, hábil­
mente controlado por el narrador, permite abarcar todas las clases
sociales y casi todas las regiones de la geografía española. Los datos
históricos son escasos: los imprescindibles para poder ahondar en el
rico mundo interior de los personajes. Y a los conflictos de tipo
social creados por la dictadura se añaden los conflictos de las rela­
ciones familiares, los de amistad, los sexuales y los amorosos. Po­
cas veces un mundo tan poblado de personajes ha acumulado tanta
soledad. Aquí no hay vencedores y vencidos: puede decirse que es
una guerra en la que, como ocurre por otro lado con todas las guerras
civiles, todos son, de una forma o de otra, perdedores. Lo que hay,
en todo caso, son los que, al margen del bando en que han luchado,
han triunfado gracias a su oportunismo y los que han fracasado.
Y Chirbes no toma partido. Entre los fracasados y desengañados
están tanto los que lucharon por la República como los que lo hicie­
ron con los nacionalistas. Hay un profundo sentimiento de orfan­
dad, las familias se desintegran y los más pobres se ven obligados a
emigrar a Madrid, “en aquel Madrid en el que cada vez había más
gente desesperada, gente que huía y que creía que iba a encontrar
un refugio precisamente en el mayor descampado de la nación”.
Dominan el hambre, el miedo, la miseria y el dolor, simbolizados
por este perro que, en la oscuridad de la noche, busca comida y es
agredido por un mastín y luego atropellado por un camión: “Tenía
tanto miedo y dolor y hambre, que ya ni siquiera pensaba en co­
mer”. O por el pantano que va a cubrir a media docena de aldeas del
valle de Meira: “Con la casa, los prados, la huerta y los animales
condenados a desaparecer, Manuel se sentía convertido en una tris­
te sombra de sí mismo”. La lejanía del pueblo está vista como un
desarraigo y también como un fracaso, pues nadie va a triunfar en
Madrid, donde lo único que vemos es una sórdida picaresca. Por
eso, muchos personajes se refugian en la bebida; para Gregorio, “la
borrachera era el consuelo de los que vagaban sin rumbo en tierra
ajena”, mientras que para Pedro del Moral “el vino es una medici­
na que calma al principio ese dolor, y luego lo acrecienta”.
En realidad, nada calma el dolor de los personajes de esta nove­
la, especialmente a los de la primera generación, la de los que han
vivido la guerra, una guerra que “fue una orgía de odio y destruc­
ción” pues “la guerra, incluso la más noble, la más justa, sacaba la
bestia que el hombre llevaba dentro”. Y algo une a los dos bandos¿£.
el miedo. Un miedo que las nuevas generaciones no van a sentir.
Los hijos de los que lucharon viven en una España muy distinta. Ha
desaparecido el ambiente de sordidez de la primera parte del libro y
ha desaparecido también o se ha atenuado el tono dramáticamente
tierno. La voz del narrador es ahora más perceptible, una voz llena
de sarcasmo hacia los señoritos, los estudiantes involucrados en
una lucha clandestina cuyas consecuencias son incapaces de medir.
Una actividad política que se confunde con la necesidad sexual.
a
“Por eso, no sería arriesgado afirmar, con la perspectiva que con­
cede el paso de los años, que la vida intelectual y la rebeldía que
mostraba de un modo casi exhibicionista el grupo de El Laurel, se
sostenía en muchos casos sobre un pudoroso e invisible cimiento
amoroso”.
Estamos ahora en la década de los sesentas, que ha de culminar
en “la revolución que había empezado a crecer: París, Tlatelolco,
Praga”. Un grupo de estudiantes se reúne en el cuarto de estudio de
Gloria, “con la certeza de que nadie podía sospechar que se conspi­
rase en aquel chalet situado en la parte alta de Serrano”. En prin­
cipio, parece unirlos la solidaridad política, pero las fisuras son cada
vez más visibles. Para empezar, la armonía entre las clases sociales
es sólo aparente. Las razones por las que luchan los “hijos de papá”
y los hijos de aquellos emigrantes que nunca llegaron a integrarse
plenamente en la capital son muy distintas. En efecto, esta segun­
da parte no está dominada por el sarcasmo, gracias precisamente a
la presencia de los muchachos de origen humilde que o bien no lo
han olvidado (José Luis del Moral, Gregorio) o bien tratan de ne­
garlo (Luis Coronado). La simpatía del narrador por los pobres es
visible y son ellos los que están dotados de una profunda huma­
nidad hija del sufrimiento y del desarraigo. Un desarraigo que se
manifiesta también en las conflictivas relaciones sexuales.
Y en el llanto. Un llanto que, sin caer en el sentimentalismo,
recorre las páginas del libro. Las razones de este llanto son nume­
rosas, podría decirse que todos los sentimientos de los personajes
acaban por encontrar su máxima expresión en las lágrimas. Gregorio,
ante la declaración de Julián, “lloraba porque tenía frío, porque esta­
ba solo y porque había tenido miedo de quemarse al calor de ciertas
palabras”. Don Vicente Tabarca, un republicano amigo de Negrín
que vive con el miedo constante de que lo detengan, siente “rencor
por las palabras de esperanza que habían llevado a tanta gente a
envolverse en banderas rojas, a llorar de ilusión en los cinco conti­
nentes ante la hoz y el martillo [...], a soñar algo que no había llega­
do, que no iba a llegar nunca, y cuya tardanza lo había llenado de
sangre y miedo”. Por eso, mientras escucha la emisora clandestina
La Pirenaica, “tenía la cabeza apoyada sobre la madera de la caja y
sollozaba procurando que no lo oyera su mujer”. No hay lágrimas,
en cambio, en los ojos de Pedro del Moral, a pesar de que su mujer
murió a los escasos días de dar a luz y de que “lo persigue el recuer­
do de la blancura y suavidad de ella” y a pesar, también, de que en
un extraño accidente de tren pierde las dos piernas. Y de que tam­
bién él, “desde ei mirador de su pobreza, habla soñado en cosas
hermosas [...], pensaba que la posguerra iba a ser hermosa, y de
ellos, de quienes habían servido a la bandera española contra las
hordas de la república”. Mientras que Gloria Seseña de Giner, al
descubrir que su hija participa en actividades clandestinas, “oyó de
nuevo las sirenas que anunciaban los bombardeos en mitad de la
noche de un Madrid asediado y volvió a ver cómo entraba en el es­
tudio aquella horda de pistoleros” y empezó a llorar, “lloró de pena
y de rabia, pero sobre todo de miedo”.
En esta novela, de una forma o de otra, todos han pagado las
consecuencias de la guerra, de la posguerra y de los largos años de
dictadura. De una forma o de otra, todos han participado en conso­
lidar una situación para beneficiarse de ella, para huir de ella o para
luchar contra ella. Lg primera generación wvje. en la derrota v en ei
desengaño. La segunda, termina en una cárcel franquista. Lo que ha
ocurrido con esta generación es bien sabido: es la generación que
sube al poder al triunfar el PSOE. El primer Presidente del Gobier-
no de la nueva democracia española, Adolfo Suárez, procedía del
franquismo y tuvo la suficiente astucia y sensatez como para enten­
der la inevitabilidad de la democracia. Felipe González, como la
mayoría de los miembros de su gobierno, procedía de la lucha clan­
destina. “Fueron tiempos de enorme vitalidad”, diría Gloria Giner
más de veinte años después, cuando la entrevistaron para un pro­
grama televisivo acerca de la transición.
Es de suponer que la continuación de esta larga marcha abarca­
rá los años de la transición democrática, los de la consolidación de
la democracia y los del desencanto o del desengaño. Con La lar­
ga marcha Rafael Chirbes ha mostrado con brillantes resultados
que se puede concebir “históricamente” el presente, que se puede
«aÜ&cer novela histórica sin caer en la crónica y que se puede escribir
una novela realista sin caer en la descripción, en el afán objetivador,
en el discurso ideológico o en la interpretación, para acercarse a la
realidad histórica a través de las vivencias y sentimientos de sus
personajes, todos ellos sin exclusiones protagonistas. Y nos ha ofre­
cido, asimismo, la visión más completa de lo que es la sociedad
española contemporánea, desde la Guerra Civil hasta nuestros días.
A diferencia del protagonista de La casa del padre de Justo Nava­
rro, aquí nadie ha hecho un buen viaje porque nadie a podido o ha
querido olvidar.
Llegamos así a la última etapa de este largo itinerario, la que
afecta a los escritores (y a los lectores) que han de convertirse en
los protagonistas del próximo milenio. Escritores que tienen ciertos
precedentes que no son necesariamente influencias directas. Éste es
el grupo más compacto y el que ha marcado una ruptura más ra­
dical. En la narrativa española contemporánea ha habido rupturas
radicales que han afectado a la estructura de la novela o a su lengua­
je. Podríamos citar, entre otros autores, a Camilo José Cela, Rafael
Sánchez Ferlosio, Luis Martín-Santos, Juan Goytislo o Julián Ríos.
Ahora, por primera vez, lo que se pone en entredicho es la tradición
cultural, para dar paso a lo que se ha llamado la contracultura.
Mariano Antolín Rato es el único que acepta tanto la cultura tradi­
cional como la contracultura y el único en el que hay una propuesta
explícita o polémica en el enfrentamiento entre dos conceptos de
cultura, más que entre generaciones. Por su edad, podría ser un es­
critor “novísimo”, pero ya hemos dicho que los “novísimos”, si bien
se abren a ciertas propuestas contraculturales, las integran a lo cul­
tural. En el caso de José María Riera de Leyva, escritor imposible
de situar generacionalmente, no hay referencias culturales o con­
traculturales explícitas aunque la influencia dominante es la del cine
y la publicidad, y su desenfado y la ausencia de referencias a “la
otra” sociedad lo acercan a esos escritores “pasotas” (aquí se haría
necesaria una redefinición del término “pasotas” o por lo menos
una matización).
De entre los jóvenes, Ray Loriga y Benjamín Prado son los más
cercanos a Riera de Leyva. Lo que destaca en ellos es la actitud
impertérrita y aun divertida, sin agresividad, ante la violencia y la
locura en la que viven sumergidos. Curiosamente, la desolación y
la ternura acompañan a esos seres encerrados en una habitación o
en el núcleo familiar y de relaciones amorosas o lanzados a las au­
topistas en una desenfrenada carrera que es al mismo tiempo huida
y búsqueda. Las drogas, el alcohol, el sexo y la música pop son más
estimulantes que antídotos. Viven hedonísticamente, pero son ca­
paces de reflexionar sobre el mundo que les rodea. Marginados, vi­
ven como si los marginados fueran el resto de la sociedad. La ciega
admiración de muchos de estos escritores por el grupo musical
Nirvana y especialmente por el fallecido Kurt Cobain es lo que me
ha llevado a hablar de una “estética Nirvana” o de un “grupo
N irvana” que agruparía a escritores como Francisco Casavella, Ray
Loriga, José Angel Mañas, Benjamín Prado, Félix Romeo o Pedro
Maestre, y que podemos identificar a través de un “decálogo” de
veinte mandamientos. Estos veinte mandamientos o puntos nos per­
miten identificar el grado de su fanatismo o fidelidad a una estéti­
ca que encuentra a su figura más ortodoxa en Ray Loriga y la más
heterodoxa en el Pedro Maestre de Matando dinosaurios con tira-
chinas (1996), puesto que en esta novela hay ciertos elementos crí­
ticos o revisionistas desde el interior mismo de dicha estética. Los
veinte mandamientos, que nos permiten asimismo comprobar lo que
los une y los separa de pioneros como Antolín Rato o Riera de Leyva,
serían:
— Identificación con los héroes de lacontracultura (música y cine).
— La presencia de lo norteamericano y la ausencia de una tradi­
ción española.
— El testimonio de la desaparición de los valores convencionales
en lo moral, lo social y lo literario y del vacío creado por dicha
desaparición.
— Importancia del consumismo y la publicidad.
— Presencia del deporte, especialmente del fútbol.
— Importancia de la televisión, generalmente denigrada y expre­
sión de pasividad y de incomunicación familiar.
— Fetichismo en la indumentaria (chaqueta y botas de cuero).
— Obsesión por la violencia, relacionada con el alcohol, las drogas
y la pasión por la velocidad: nihilismo y autodestrucción.
— Locura o desequilibrio.
— Sexualidad sin erotismo y relación de pareja en crisis. Frecuen­
cia del onanismo.
— La insalvable distancia entre el mundo masculino y el femenino.
— Ausencia de ideología y crítica al gobierno socialista.
ES
— La familia, los amigos y el amor como centros de conflicto
afectivo.
— Soledad y fracaso.
— Paisajes urbanos y autopistas.
— Conciencia generacional e importancia del grupo.
— Breves escenas contrapuntistas que sustituyen al capítulo
tradicional.
— Ausencia de notas líricas.
— Dominio del monólogo.
— Humor.
De cada una de estas generaciones hemos elegido la novela más
significativa de cada autor y la que mejor ilustre el tema del desen­
canto que estoy tratando aquí. Esta decisión resulta peligrosamente
limitativa en el caso de Botas de cuero español (1995) de Mariano
Antolín Rato, ya que la fuerte carga de soledad y melancolía sólo
adquiere su más auténtico significado si vemos la novela como el
final de un proceso narrativo que coincide con el final de lajuven­
tud o, dicho más brutalmente, con el inicio de la decadencia. Esta
novela puede servir a los escritores más jóvenes como una adver­
tencia de que todo carpe diem tiene su ubisunt, de que la exaltación
del cuerpo termina en conciencia de la degradación del cuerpo. La
resaca de esta borrachera es definitiva. La poesía de Jaime Gil de
Biedma, uno de los poetas más abiertamente respetados por las dis­
tintas generaciones, es el mejor ejemplo. El interés dramático de
Botas de cuero español está en el empeño de su autor por defender
una estética que la naturaleza humana parece haber reservado para
los jóvenes.
Si de Antolín Rato arranca toda la actual novela de la contra-
cultura, hay una serie de importantes vínculos con los novelistas de
su generación (nació en 1943 y publicó su primera novela. Cuando
900 mil Machaprox, en 1973) y con la novela de tradición realista,
pese a que ningún escritor ha llegado tan lejos en la integración del
lenguaje del comic y el de la ciencia ficción. Incluso en sus prime­
ras obras hay ya una burla de las convenciones de la sociedad en la
que le ha tocado vivir y establece una relación ambiguamente iróni­
ca o paródica con el culto a los adelantos científicos o los medios de
comunicación. En Botas de cuero español el marco cronológico es
ES
mucho más amplio, no sólo para señalar el deterioro físico de! na­
rrador sino, asimismo, el conflicto generacional. Don Arturo Tristán
“combatió en la División Azul en la extinta Unión Soviética”. Para
el narrador, en su época de estudiante, “por culpa de Franco, hasta
daba vergüenza ser español y más de una vez me identifiqué como
mexicano”, y en su infancia oía “el boletín de noticias de Radio
Nacional que ellos llamaban ‘El parte’ y venía antes de un toque de
corneta y los gritos de rigor en memoria de los caídos por Dios y
por España y su Revolución Nacional sindicalista”. En cuanto a sus
padres,
[...] les había tocado una juventud marcada por una guerra que
muchos aún llamaban Cruzada [...] Durante esa guerra civil qui­
zá no pasaron los mejores años de su vida, pero probablemente
estuvieron cerca de sentirlo así, y poreso celebraron como “Vein­
ticinco Años de Paz” la época cuartelera, disciplinada, mojigata,
de mucho rosario en familia y mucho demonio masón y comu­
nista en la que me tocó nacer.
Sin otro contexto, esto podría parecer una complacida evocación
del pasado, como el que recuerda a carcajadas las desdichas del
servicio militar, o una justificación de las taras del presente. Aquí
hay algo más que una educación sentimental: como en el caso de
Azúa y de Millás, pero de forma más explícita y categórica, se esta­
blece una estrecha relación entre aquel pasado y nuestro presente,
por lo que no sorprende que “los hijos de los oligarcas de siempre
ocupen puestos equivalentes a los de sus padres y abuelos, pero
desde posturas más comprensivas, con mayor libertad y conside­
rándose más europeos”. Todos están “atrapados en el transcurrir de
unas generaciones que se suceden sin que nadie individualmente
sea responsable de ellas. Los que vienen detrás atribuyen a los mayo­
res — y a mi, quiéralo o no, ya me ha llegado la hora— la creación
de una época”.
Se explica de este modo la crítica a la época actual. Los que viven
en la urbanización, con paradójico sarcasmo llamada Rosa Luxem-
burgo, son “un producto sociológico directo de la década socialista”
integrada por “progres instalados, modernos, europeos, profesiona­
les, arquitectos que a veces les duele España, ¡país!”, capaces, “si se
presentara la ocasión, de dejar que mataran nuevamente a la comu­
nista libertaria enemiga acérrima de la socialdemocracia que da nom­
bre al sitio donde consumen su existencia”. Por su parte, “a los del
Partido Popular, que son mayoría en el Ayuntamiento de Cañedo, no
parece que les moleste demostrar su fascismo, residual o no”. Una
de las calles sigue llamándose Avenida del Generalísimo, y “hay
una plaza Mártires del 18 de Julio y otras dos calles, que yo sepa, son
José Antonio Primode Rivera y Almirante Carrero Blanco”. Resulta
imposible, pues, “permanecer ajeno a este entorno que se impone
por derecho propio y remite, quiérase o no, a una realidad insufrible
que, en ocasiones, lo machaca a uno con la idea de que es cierto el
puñetero, por consabido, tópico de la ‘España negra’”,
Antolín Rato no limita su crítica a España, sino que la extiende a
Europa y a la sociedad moderna en general donde “una explosión
demográfica en una parte del globo y una explosión tecnológica en
la otra, no parece una buena receta para un orden internacional esta­
ble”. El escritor constata que vivimos en una época sin ideales.
[...] Antes, cuando Auschwitz era un recuerdo reciente y la ani­
quilación nuclear no sólo parecía posible, sino probable, había
menos espacio para la ironja que ahora, pues en los momentos en
que el dolor es real y presente los ideales surgen por todas partes.
La amenaza aparentemente fue desapareciendo y se impuso la
ironía a la escala existente desde hace un par de decenios.
Esto lo lleva a seguir afirmando —en realidad, defendiendo—
los ideales de los años sesentas: “En el fondo nunca he dejado de
pertenecer a ellos, lo mismo que Scott Fitzgerald siempre vivió en
los años veintes, y no me importa que sea así porque me parece que
esas dos décadas han sido las más interesantes y divertidas de este
siglo”, y está de acuerdo con la frase de Warhol que dice que “con
los años sesentas se terminó todo porque la gente olvidó lo que eran
las emociones y jamás volvió a recordarlo”.
Todas estas citas extraídas de Botas de cuero español ilustran la
diferencia radical entre Antolín Rato y los escritores más recientes
que comparten con él la reivindicación de la contracultura. En
Antolín Rato hay claramente un desencanto en el que se mezclan
varios factores que conducen todos ellos al vacío. También él es el
Llanero Solitario, Only the Lonely, que se enfrenta con el final de
una época y con el final de su propia vida. Vale la pena que cite el
último párrafo del libro, en el que se condensa todo lo que he dicho
y que responde al interrogante de si la novela española está expre­
sando un nuevo desencanto que nos ha de acompañar al final de
TSWTnllenlu:
Seguiré recorriendo, al menos mientras pueda, unas carreteras
rectas trazadas por el teclear casi constante que ahora, cuando he
tomado la decisión de acostarme, abandono, aunque no sin echar
antes una ojeada por la ventana y distinguir los chopos, auténti­
cos seres para la muerte salvados de la vecina arboricida pero no
de las excavadoras que convertirán en un solar este espacio desde
el que veo las siluetas de esos árboles dibujarse nítidamente en el
cielo y pienso que pasarán unos cuantos años, unos cuantos me­
ses, unos cuantos días, y habrá llegado el final del siglo veinte, y
que si entonces aún sigo vivo, como espero, seré un hombre del
siglo pasado y supongo que no me gustará. ¿O sí?
Por lo vistot el destino de las sucesivas generaciones españolas
es volver olímpicamente la espalda a las generaciones anteriores.
Cuando no despectivamente, como en el caso de Carlos, el protago­
nista de Historias del Kronen, el personaje más destructivo y, junto
con el Jaime o Jimmy Jazz de Quédate (1993) de Francisco Casa-
vella, el más autodestructivo. Para Carlos, “el budismo es algo ya
un poco pasado, ¿no? Apesta ajipismo y a sesentaiochismo’'. Y su
tío José Antonio
[...] es de la mejor cosecha sesentaiochista, un dueño millonario
de una editorial afiliada al Partido Comunista [...] el rollo sesen­
taiochista pseudoprogre de siempre. Son los viejos los que lo tie­
nen todo: la guita y el poder. Ni siquiera nos han dejado la rebel­
día: ya la agotaron todos los putos marxistas y los putos jipis de
su época.
No sale mejor parada la generación de los ochentas: “Almod
la movida, Alaska, La Tripulación y las tonterías de sie
La cultura tradicional está representada aquí por la poesía. El
ES
padre lee a '‘un tal Gil de Biedma”, pero “a mí no me gusta la poe­
sía. La poesía es sentimental, críptica y aburrida. Me repugna. Es
un género en extinción: no hay nadie que pueda vivir de la poesía
en estos tiempos. Es una cultura muerta”. Para él, la última época
lírica fue la de entreguerras. Luego vino el cine y luego la televi­
sión: “la cultura de nuestra época es la de la televisión. Cuando
vemos algo que nos impresiona siempre tenemos la sensación de
estar viendo una película”. Y, en efecto, ante estos escritores de la
contracultura el lector tiene la sensación de estar viendo y viviendo
el glamoroso mundo de la publicidad (en el caso de Riera de Leyva),
de las canciones (en el caso de Ray Loriga, Benjamín Prado, Fran­
cisco Casavella, José Angel Mañas) o el de las películas (en el caso
de Mañas). Un viaje a través de la imaginación estimulado por el
alcohol y/o las drogas. Una cultura mimètica (la aprendida de los
cantantes o de los artistas de cine, ocasionalmente de algún escritor
rebelde o, mejor dicho, de algún personaje de novela, y procedentes
todos ellos, en general, de Estados Unidos) que es posible “actuar”
o “representar”, apropiarse de ella a través de la indumentaria, del
lenguaje y de los recorridos en coche por la ciudad o por las auto­
pistas, muchas veces a velocidades suicidas.
Esta cultura mimètica no^iempre se asimila de la misma forma
ni responde a las mismas necesidades. Es siempre una cultura vi­
sual y acústica. El grado de hedonismo es siempre el mismo, pero
no lo es el nivel de destrucción o de autodestrucción. En todos los
personajes hay un ingrediente de locura, pero los niveles de esta
locura son muy variables. En todo caso, podría casi detectarse una
evolución cronológica que va de la amable locura o simplemente
extravagancia de los personajes de Riera de Leyva al desenfreno
violento de los de Quédate o de Historias del Kronen. Conviene
subrayar que, como en el resto de las novelas que he mencionado
aquí, son siempre relatos en primera persona y con frecuencia el
escritor se proyecta en la figura del narrador. Este tipo de narración
en primera persona trata de reflejar, precisamente, la conciencia
generacional, la ansiedad y la incomunicación pese a que, a difer
o Navarro, ahora dom ina la conversación, que puede volverse obse­
siva, como ocurre en Historias del Kronen. -
■ s
Los recorridos solitarios de José María Riera de Leyva cuentan
con la divertida complicidad del lector. Riera de Leyva es el ejem­
plo más contundente del peligro de encasillar a los escritores gene­
racionalmente. Nacido en Almería en 1934, ha vivido en Barcelona
desde niño y se le puede integrar dentro del numeroso grupo de
escritores catalanes en lengua castellana. No se le puede integrar,
en cambio, en ningún grupo generacional. No publicó su primera
novela importante o “resonante” hasta 1989, Lejos de Marrakech,
con la que inicia una trayectoria que culmina en Aves de paso, a mi
juicio su mejor novela. En un viaje que nunca sabemos si es real o
imaginario, y que en todo caso está estimulado siempre por su ima­
ginación voyeurística, el narrador parte en su furgoneta “sin rumbo
fijo. Sólo por el placer de sentirse en movimiento” y “con la esti­
mulante sensación de que me dirijo hacia un lugar misterioso, un
territorio sin límites, donde el tiempo no existe y donde, para bien o
para mal, todo es posible”. Si lo más llamativo es lo que crea su
imaginación perversa e incesante, mientras bebe cerveza tras cer­
veza sin dejar de acechar a unas rubias llamativas recién salidas de
un anuncio, Aves de paso no deja de ser, más allá de su innegable y
brillante seducción y de la ausencia de referencias políticas concre­
tas, un testimonio (un panorama, cabe decir aquí) de nuestras so­
ciedades modernas. Los paisajes de la sensualidad pueden serlo tam­
bién de la desolación; de forma explícita, del racismo, y de forma
explícita y simbólica, de la violencia: atracos, accidentes de coche
y, sobre todo los incendios, que parecen formar parte integrante del
paisaje y que en nada pueden alterar el orden de esa sociedad
hedonista: “Desde donde estaba yo no se podía ver nada, pero el
aire olía a humo, a leña quemada, y por encima de la iglesia el cielo
oscuro estaba rojizo. Desde lejos llegaba un ruido como de cancio­
nes, interrumpidas de vez en cuando por aplausos, gritos y voces
que coreaban alguna cosa. Supuse que se trataba de una fiesta”.
Ray Loriga y Benjamín Prado y en cierto modo Pedro Maestre,
representan una nueva etapa de esta trayectoria narrativa. De Pedro
Maestre apenas si me ocupo aquí por parecerme un epígono. En
todo caso, el interés de Matando dinosaurios con tirachinas resi­
de en que revela los límites de una estética cuyo principal defecto
está en su acusada reiteración. Maestre, nacido en Alicante en 1967,
S
por un lado se siente atraído por los planteamientos de los “Nirvana”
y al mismo tiempo los pone en duda, e incluso al protagonista el bar
La Borrachería le gusta con reparos porque “es guitarrero a tope,
aunque con un toque demasiado nirvanero”. Por otro lado, busca
una salida realista. Hay en su novela sordidez, pesimismo y una
clara preocupación social. A la televisión hay que añadir aquí
la presencia constante del teléfono, más expresión de soledad que
de comunicación (“y te mueres de sed por una voz conocida”), como
lo es el onanismo, otra constante de la nueva narrativa española, lo
que no deja de resultar sorprendente y paradójico en una de las so­
ciedades más permisivas de Europa.
Novela de conflictos generacionales y de relaciones familiares y
de amistad, aquí la voluntad de vivir el presente se ve entorpecida
por la conciencia del pasado y del futuro: “lo que si sé es que mi
madre no quiere desengancharse del pasado, yo sí, no quiero ser
más su esclavo, por eso hay tantos términos de guerra en la novela,
sí, me dejo de sermones...”. Y pasado y presente confluyen para
ofrecer un futuro desolador, el que les va a ofrecer el nuevo milenio.
Le dice al abuelo muerto:
[...] sí, ya sé que mi padre de chaval rebuscaba las basuras para
encontrar un mendrugo de pan y que tú comiste ratas en la gue­
rra, pero también es muy fuerte lo que está pasando ahora, ¡cono!,
que no tenemos futuro hasta por lo menos dentro de diez años,
cuando ya seamos prematuramente viejos y estemos cansados de
no creer en nada.
Ray Loriga, nacido en 1967 y residente en Madrid, es el repre­
sentante por excelencia del “grupo Nirvana”. Caídos del cielo ( 1995)
es su cuarta novela y en la que mejor se conciban, dentro de un
contexto narrativo más nítido que en sus novelas anteriores, la
impasibilidad ante la violencia, la naturalidad en las relaciones sexua­
les, la locura, el humor y la identificación con la contracultura. Si
en Héroes (1993) el protagonista viajaba sin necesidad de salir de
su habitación, ahora se trata de la historia de un recorrido: el reco­
rrido de un solitario atractivo, flemático, esencialmente bueno y
algo raro que mata a dos personas y que acaba siendo acribillado
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La actual novela española: ¿Un nuevo desencanto? Autor: Juan Antonio Masoliver Ródenas.

  • 1. m lira«wm«? km kMmmMasaiiver Ukm FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO COLECCIÓN CUADERNOS DE JORNADAS 8
  • 2. LA ACTUAL NOVELA ESPAÑOLA: ¿UN NUEVO DESENCANTO? COLECCIÓN CUADERNOS DEJORNADAS
  • 3. JUAN ANTONIO MASOLIVER RODENAS LA ACTUAL NOVELA ESPAÑOLA: ¿UN NUEVO DESENCANTO? F A C U LT A D DE FILO SO FÍA Y L E T R A S U N IV E R S ID A D N A C I O N A L A U T Ó N O M A DE M É X IC O '
  • 4. P r ó lo g o i Al margen de los vaivenes de la historia, las buenas novelas escritas por españoles siempre han encontrado buenos lectores en este lado del Atlántico. La miseria cultural que trajeron consigo esa madre de todas las miserias que fue el alzamiento franquista dejulio de 1936 y su desen­ lace victorioso, en abril de 1939, se hizo tristemente notoria en una depresión agónica de todas las vertientes de la creación literaria. Toda la imaginación, el impulso crítico y la creatividad que asper­ jaron por tierras de España y el mundo, entre otros, los miembros de las generaciones del 98 y del 27 debieron ceder abruptamente su lugar a la muerte, el exilio y la censura. En los tiempos borrosos y dolorosos de la más cruda represión ideológica y moral franquista, buena parte de la mejor literatura española posible hubo de ser pari­ da fuera de España. Juan Ramón Jiménez, José Bergamín, Luis Cernuda, Ramón Sender, Manuel Altolaguirre, Max Aub y qtj^s encontraron en América un avatar propicio de sus respectivas pa­ trias literarias; de modo que, así como forjaron en este suelo hos­ pitalario nuevas e importantes obras, también encontraron en él a muchos de sus mejores lectores. Sabido es, sin embargo, qu,e .oj, si­ quiera las más feroces dictaduras pueden aniquilar la buena escritu­ ra. Junto con Vicente Aleixandre y Dámaso Alonso, Luis Rosales y los hermanos Panero, Blas de Otero, Gil de Biedma, Pere Gimferrer y otros destacados poetas, la España franquista pudo albergar— en gran medida, a su pesar— a una relevante y amplia nómina de na­ rradores: Camilo José Cela, Miguel Delibes, Ana María Matute, Carmen Martín Gaite, Rafael Sánchez Ferlosio, Juan Goytisolo, Juan Benet, Juan Marsé y otros. D
  • 5. La accidentada historia de la que apenas dan cuenta las líneas antecedentes no ha sido ajena a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, entidad que puede presumir con justicia de ser, en este país, el principal centro de producción de lectores de literatura en lengua hispana y de concentrar buena parte de los más connotados lectores de dicha literatura. La fértil presencia en su seno de eminentes inte­ lectuales y académicos expulsados por la violencia franquista, así como la continuación de su influjo, por medio de la generación de quienes llegaron aquí en las inmediaciones de 1939 siendo niños o fueron hijos de algunos de aquéllos, mantuvo vivos los vínculos de esta facultad con la mencionada literatura, especialmente durante los años de la dictadura de Franco. Esto explica, tal vez, estuvieron rodeados de un.halo de heroicidad, y,, por momentos, de condescendencia, especialmente en todo aquello que concerniera a aspectos temáticos, inevitablemente determinados por expectativas y posturas de cariz ideológico. Es mucho lo que ha llovido desde 1975 -—año en que muere Fran­ co y comienza a desmoronarse el régimen que instauró a sangre y fuego— y tanto la narrativa española como los nexos que con ella han mantenido aquí sus lectores han evolucionado ostensiblemente. Este es un dato de obligada consideración a la hora de tomar en nues­ tras manos el fecundo estudio de Juan Antonio Masoliver Rodenas sobre la novela española de los últimos tiempos, que aquí se presenta. Para quienes tienen un mínimo de familiaridad con la crítica li­ teraria actual, Masoliver Rodenas no necesita ser presentado. Sus frecuentes reseñas y análisis críticos en revistas como la recién des­ aparecida Vuelta y en suplementos como La Jornada Semanal, así como la publicación esporádica aunque impactante de algunos de sus poemas, lo convirtieron en uno de los críticos más respeta­ dos de la década en curso. Por otra parte, su destacada labor como profesor universitario, en Inglaterra, ha posibilitado también una persistente relación con intelectuales, críticos y académicos mexi­ canos, muchos de ellos vinculados estrechamente con la Facultad de Filosofía y Letras. Todo ello dio pie a que, en 1996, se le inclu­ yera en la selecta lista de maestros que imparten las cátedras ex­ traordinarias de dicha facultad. El
  • 6. Lo que el curioso lector encontrará en este escrito de Masoliver Rodenas titulado La actual novela española: ¿un nuevo desencan­ to? es, justamente, el contenido de un ciclo de conferencias sobre el tema que formaron parte del programa de la Cátedra Extraordinaria “Maestros del Exilio Español” de 1996. Es muy probable que entre la elaboración de este estudio y su actual aparición en forma de libro medien algunos acontecimientos puntuales de relativa impor­ tancia en el desenvolvimiento de la narrativa española. Ninguno de ellos, sin embargo, pondrá en entredicho la innegable pertinencia de su sentido general. Novelas más, novelas menos; autores más, autores menos: la aguda mirada crítica de Masoliver Rodenas, así como la enjundia y amenidad con que expone sus intuiciones —es decir, sus radicales visiones— hacen del texto en referencia un orácu­ lo obligante y perdurable para todo aquel que, desde la curiosidad individual o desde las exigencias profesionales, desee conocer a fondo la narrativa española de la era posfranquista. Es verdad que en tan pocas páginas es imposible abarcar y apre­ tar a satisfacción todo lo que concierne a la narrativa española de este último cuarto de siglo, sin embargo, nunca fue ése el propósito que movió a Masoliver Rodenas a realizar su ensayo crítico. Su meta consistió, más bien, en esclarecer en lo posible el sentido de tan interesante fenómeno cultural. Y, para eso, más que el registro extenuante de todo lo que puebla el mundo de la novelística espa­ ñola de los últimos años, lo que se requiere es esa capacidad que tiene de sobra el crítico catalán para comprender el bosque, a partir del examen singular de sus árboles más representativos: eso que el propio Masoliver considera “la novela más significativa de cada autor”, desde la irrupción de la hornada de escritores que, en su momento, se conoció como “los novísimos”. Según Masoliver Rodenas— y esto es lo que interesa destacar— el sentido de la novela española de fin de siglo y milenio es una nueva modalidad del desencanto. Esta es, desde luego, una tesis cuestionable, pero sobre todo es una tesis fecunda: suscita la re­ flexión, abre el debate y — lo más importante— orienta la lectura, en la medida en que es el corolario de un ejemplar ejercicio del siempre difícil arte de leer. Se podrá discutir todo lo que se quiera sobre el tino y la pertinencia de la referida tesis masoliveriana, pero 0
  • 7. una apreciación honesta del trabajo de su defensor y de las bases a las que acude para sustentarla impone reconocer, sin vacilaciones, que sus lecturas de las obras más relevantes de Félix de Azúa, Alva­ ro Pombo, Javier Marías, Justo Navarro, Enrique Vila-Matas, Juan José Millas... y los aún más jóvenes Mariano Antolín Rato, Ray Loriga, Benjamín Prado, Francisco Casavella, Pedro Maestre, entre otros, son y seguirán siendo una referencia inevitable para quienes se interesen seriamente en el tema. Así pues, la publicación de La actual novela española: ¿un nue­ vo desencanto? es otra aportación cultural y académica de la que la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM puede enorgullecerse con plena justicia. Más aún cuando, con ello, contribuirá a la rica serie de pequeños y grandes homenajes con que la comunidad uni­ versitaria honrará, una vez más, a los grandes maestros exiliados españoles, ahora que se cumplen los 60 años de la ignominia que los condenó a la diáspora. Josu Landa
  • 8. L a a c tu a l n o v e la e s p a ñ o la : ¿ u n n u e v o d e s e n c a n to ? Juan Antonio Masoliver Rodenas En todos los escritores que empezaron a publicar a partir de 1939, terminada la Guerra Civil, inevitable punto de partida cuando se ha­ bla de narrativa contemporánea, hay una serie de preocupaciones comunes. A diferencia de las generaciones, que son diacrónicas, gru­ pos en general antagónicos condicionados por los cambios históricos o, por lo menos, expresión de dichos cambios, lo contemporáneo lo concebimos sincrónicamente, como un conjunto no necesariamente armónico pero que comparte unas mismas experiencias o las con­ secuencias de unas mismas experiencias. ¿La Guerra Civil?, se pre­ guntará más de uno, sorprendido. ¿Quién se acuerda de la Guerra Civil? ¿Quién se acuerda de la represión o la miseria de los primeros años, largos primeros años de larga posguerra? Los vemos, como las fotos que los ilustran, en blanco y negro, como se ven las cosas que pertenecen definitivamente al pasado. i¿•jí* S on precisamente los éserltore^rrtTmorecrrettdOTrs de la resrli- frc ^ •jj dad, los poseedores de recuerdos de cosas que no vivieron pero que, f por lo que les afectaron, deciden recuperar. Aparición del eterno ' femenino (1993) de Alvaro Pombo, La casa del padre (1994) de Justo Navarro y, en parte, La larga marcha (1996) de Rafael Chirbes son excelentes ejemplos, como veremos, de lo que acabo de decir. Y por eso mismo creo justificado iniciar este recorrido con los es­ critores que empezaron a publicar en los primeros años del franquismo, aunque sólo sea para ver la distancia que los separa (o la que no los separa) de los que sólo han visto la Guerra Civil a D
  • 9. través de los libros. En todo caso, esta etapa sólo servirá de punto de referencia. En el panorama de nuestra novelística contemporánea distingui­ ré tres etapas. La primera, o inmóvil, se inicia apenas terminada la Guerra Civil con Lafamilia de Pascual Duarte (1942) de Camilo José Cela. El recuerdo de la guerra, sus consecuencias, los difíciles años de la primera década del franquismo, con una España dividida, pobre, aislada y atemorizada, y con sus mejores escritores muertos o en el exilio, crean un vacío literario desolador; la misma novela de Cela tiene problemas con la censura y su influencia es, por aquel entonces, muy limitada pese a ser, por un lado, rabiosamente realis­ ta y por el otro audazmente experimental. O tal vez, realismo y ex- perimentalismo resultaban, en aquellos momentos, demasiado in­ cómodos. Por el contrario. La colmena, prohibida en España y publicada en Buenos Aires en 1951, se convertirá, junto con El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio, publicada en 1951, en una de las propuestas narrativas más radicales y en una de las propuestas menos convencionales del realismo, pues el realismo es lo que do­ mina en esa época tanto en la poesía (Gabriel Celaya, Blas de Otero, José Hierro) como en la novela (de Ignacio Aldecoa aJuan Goytisolo) - o el ensayo (La hora del lector de José María Castellet. de 1957) y, junto con el realismo, el realismo social o socialista, con novelas de desigual calidad, víctimas muchas de ellas de una arcadización del proletariado en la línea del peor realismo soviético. Entre los títulos más representativos de esta monocromática tendencia podemos ci­ tar Central eléctrica (1956) de Jesús López Pacheco, La piqueta (1958) de Antonio Ferres, La mina (1960) de Armando López Sali­ nas o Las ciegas hormigas ( 1960) de Ramón Pinilla. Desde nuestra perspectiva de hoy estas novelas pertenecen a lo que llamo narrativa inmóvil), no como un término despectivo, sino porque en nada pueden influir en los nuevos escritores. Sin embar­ go, sin ellas difícilmente se puede entender la que puede conside­ rarse como la década más rica en planteamientos de nuestra narrati­ va contemporánea y la primera que se propone como una dinámica unidad de visión: la década de los sesentas, que coincide con un tímido principio de apertura política, económica y cultural. Las pro­ puestas renovadoras de Cela y Sánchez Ferlosio, que sirvieron de q
  • 10. estímulo; los artísticamente peligrosos límites del realismo social por otro lado, que sirvieron de advertencia; y la presencia de la nueva novela latinoamericana que se inicia con La ciudady los pe­ rros de Mario Vargas Llosa, publicada en Barcelona en 1962; todo contribuye al boom de la narrativa española con novelas como Tiem­ po de silencio (1962) de Luis Martín-Santos, Últimas tardes con Teresa (1966) de Juan Marsé, Señas de identidad (1966), Reivin­ dicación del Conde Don Julián (1969) de Juan Goytisolo y. los últimos serán los primeros, Volverás a Región (1967) y Una me­ ditación (1969) de Juan Benet. A diferencia de los narradores de la década de los cincuentas, los de la década de los sesentas siguen en activo y son una presencia dominante en la literatura de hoy. Me pregunto, sin embargo, si no es con esa década que se cierra una etapa: con la excepción de Juan Benet, cuya influencia sobre los “novísimos” es decisiva (nunca se había visto una influencia tan clara y tan positiva sobre toda una generación) y la más difusa de Martín-Santos en escritores de difí­ cil calificación generacional como Rafael Chirbes, especialmente en la mencionada La larga marcha, los demás escritores han deja­ do de ejercer la mínima influencia y pueden considerarse, por lo tanto, presencias notables pero inmóviles. Conviene señalar asimis­ mo que, con la excepción de Benet, ninguno de ellos se ha salido de la esfera del realismo. En todo caso, lo que han hecho ha sido mos­ trar las infinitas posibilidades de la tradición realista. Cae el telón. Se va a iniciar un nuevo espectáculo, espectáculo en el que van a desaparecer las sombras de la Generación del 98; la España de charanga y pandereta, el esperpento, el humor ne­ gro y el malhumor, la convicción de que la realidad es lo que uno ve, y el escritor, el privilegiado testigo de esa realidad: su notario y su sacerdote. He repetido, hasta caer en el tan útil como temido lugar común, que la agonía del franquismo no se inicia en 1975 con la agonía del dictador, sino a principios de la década de los setentas: el proceso de Burgos de 1970 representa, en su arbitrariedad y arrogancia, un indicio de debilidad. Esta debilidad se ve confirmada con el aten­ tado al vicepresidente del gobierno y teórico sucesor de Franco, el almirante Luis Carrero-Blanco. Por una vez, que no será la última,
  • 11. un grupo terrorista se enfrenta y vence al terrorismo de Estado. Por su parte, los jóvenes han vuelto la espalda al franquismo. Las re­ vueltas estudiantiles en París y México confirman el nacimiento de una nueva narrativa de los “novísimos” como lo está, en otra direc­ ción, en la de los más recientes narradores, los surgidos en la déca­ da de los noventas. Estajuventud, hija de unos padres acomodados, viaja sin restricciones y conoce nuevas experiencias. Los Pirineos se borran como frontera africana y el españolismo se ve sustituido por el europeísmo. España como tema y sobre todo como problema ha desaparecido. En 1971 José María Castellet publica Nueve novísi­ mos, una antología de poetas que acabarán por afirmarse, muchos de ellos, como novelistas: Manuel Vázquez Montalbán, Félix de Azúa, Vicente Molina Foix y Ana María Moix. Una serie de acontecimientos políticos contribuyeron a la eufo­ ria, que es el sentimiento dominante de la década: euforia, osadía, desenfadada iconoclastia, sentido del juego y de la aventura son sentimientos que los escritores compartían con la mayoría de los españoles; los jóvenes y los rejuvenecidos. En 1974 llegan de Por­ tugal aires de fronda, pero esta vez la fronda es la llamada “Revolu­ ción de los claveles”. En 1975 muere Franco, en lo que parecía el último acto esperpéntico, a partir del cual España entraba (jefiniti- vamente en la modernidad con la proclamación del joven monarca Juan Carlos 1. La etapa de transición democrática culmina con la promulgación de la Constitución de 1978; conoce un esperpéntico paréntesis (ahora sí el último): el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, y culmina con el triunfo del PSOE (Partido So­ cialista Obrero Español) en las elecciones de 1982, con el también joven Felipe González como Presidente del Gobierno. Una década, pues, que dura excepcionalmente catorce años: de 1968 a 1982. La contemplación y la fiesta, si puedo parafrasear al crítico peruano Julio Ortega, durará todavía unos años más. Sin embargo, en el encanto estaban ya los gérmenes del desen­ canto. La insistencia de Felipe González, en el XXVlll Congreso del PSOE celebrado en mayo de 1979, de que se eliminara la definición del partido como exclusivamente marxista, el claro apoyo de la so- cialdemocracia alemana a los socialistas españoles o el ingreso de España en la OTAN en 1982, indicaban claramente cuál iba a ser la B
  • 12. cauta política de González. Y tal vez convendría indicar aquí una importante diferenciación: el pragmatismo de Felipe González lle­ vó al pasotismo, la traición a ciertos ideales o a cierta ideología (los términos pueden confundirse), y la progresiva arrogancia y corrup­ ción del partido en el poder llevaron, antes de llevar al triunfo del Partido Popular, al desencanto. Los “novísimos” eran hijos del en­ canto. El desencanto los convierte en escritores distintos, de ahí que no se hayan agotado. Los “pasotas” pasan tanto que ni siquiera es­ criben. El “pasota” rechaza el establishment y es, por lo tanto, un marginado. Su rebeldía es provocadora pero también pasiva. Y, sin embargo, para ser derrotado por la sociedad no es necesario enfren­ tarse a ella. Se trata de ver, en primer lugar, si es posible sobrevivir al margen de ella e incluso si es posible vivir. Es lo que veremos más tarde, cuando hablemos del último grupo de escritores, los que surgen en la década de los noventa. En todo caso, el desencanto corresponde, por excelencia, a los más encantados: a los “novísimos” y a otros escritores paralelos a los “novísimos” y que también empiezan a publicar en la década de los setentas, y en parte a escritores como Muñoz Molina o Justo Navarro, que empiezan a publicar en la década de ios ochentas. En estos últimos, más que desencanto puede hablarse de una actitud ética de la que los “novísimos” carecieron al principio, convenci­ dos como estaban de la superioridad e independencia del arte, no sólo de la literatura sino del cine, la pintura y la música, tan presen­ tes en su narrativa. Simplificando, se podría decir que la realidad despertó en los “novísimos” una conciencia ética que acabó por imponerse sobre el deslumbramiento artístico, la aventura exclusi­ vamente novelesca y el juego; que los “posnovísmos”, para quienes la aventura narrativa no tuvo connotaciones culturales explícitas, nunca vivieron de espaldas a la conciencia ética, aunque dicha con­ ciencia no siempre apareciese en su escritura; y, que los escritores a los que yo llamo “pasotas” por llamarlos de algún modo, ponen en duda la moral convencional y sustituyen la cultura por la contra­ cultura, para abrazar la amoralidad o el nihilismo. Sin embargo, el “pasotismo” fue más un fenómeno social que artístico. Este esquema es, desde luego, tan exacto como simplista. En efec­ to, he elegido más bien casos extremos de escritores que rechazan na
  • 13. una fácil clasificación y, al mismo tiempo, he excluido a escrito­ res de talento que no entran en el esquema que me he trazado. Hay, desde luego, una estética de los “novísimos”, y las coincidencias que señala Castellet en su antología siguen siendo válidas. Sin em­ bargo, pierden mucha de su fuerza si se señalan asimismo las radi­ cales diferencias que hay, por ejemplo, entre poetas como Vázquez Montalbán, Pere Gimferrer o Leopoldo María Panero. Como narra­ dor, Félix de Azúa ha sido el más realista de los “novísimos” y su humor, ajeno a la pirueta, el más agresivo. Por el contrario, Javier Marías, el “novísimo” por excelencia, es quien, de forma más radi­ cal, concibe la novela como una aventura de la imaginación apoya­ da en modelos literarios que comparten dicha estética. En el caso de Vicente Molina Foix, el complejo y oscuro mundo de referencias a la infancia se apoya, por mucho que parezca un juego, en experien­ cias morales que dejan huellas o heridas de carácter moral. En cuanto a Vázquez Montalbán, si como poeta abre con Una educación sen­ timental (1967) una de las direcciones de los “novísimos”, su com­ promiso político, su ética política como narrador, lo aleja comple­ tamente de ese grupo. Me interesan aquí dos casos extremos. El de Javier Marías y el de Félix de Azúa, uno de los ejemplos más claros de desencanto. En Todas las almas, publicada en 1989, hay un cambio radical, insinuado ya en El hombre sentimental, de 1986. El empleo si$te- % fflátififl monólogo indica el abandono de la pura aventura narra- tiva.por una mayor proyección de la personalidad y aún de la bio­ grafía del narrador en el interior de la novela, una proyección que sé irá acentuando en Corazón tan blanco (1993) y en Mañana en la batalla piensa en mí (1994), hasta el punto de poder considerarse como una trilogía, la trilogía del desarraigo. Hay en las tres un desdoblamiento geográfico (Oxford/Madrid, La Habana/Madrid, Londres/Madrid) que expresa una esquizofrenia cultural que indi­ ca la incomodidad y la necesidad (o la inevitabilidad) de ser espa­ ñol, que veremos asimismo en los mejores textos de Alvaro Pombo {Relatos sobre lafalta de sustancia, de 1977 y El metro de platino iridiado, de 1990) y Enrique Vila-Matas, sobre todo en su mejor novela hasta la fecha, Lejos de Veracruz (1995). Una esquizofrenia o un desencanto ante lo español (“madrileño y supersticioso o ya i
  • 14. anglicano y estoico”, dice Marías en Todas las almas) que en los novelistas “pasotas” se expresará, con su mimetismo de la cultu­ ra norteamericana, como desprecio. En todo caso, frente al cos­ mopolitismo del narrador (una actitud que es una filosofía) está el español de charanga y pandereta como, de nuevo en Todas las al­ mas, esos “vivarachos grupos de turistas españoles con que me cru­ zaba algunos sábados y que iban invariablemente batiendo palmas, como es su costumbre en el extranjero”. Mañana en la batalla piensa en mí tiene un interés especial para el tema que nos preocupa aquí. Javier Marías basa la unidad, la va­ riedad, la tensión y la interpretación del libro en la compleja red de relaciones. Compleja, absorbente y enormemente clara. La relación más significativa (y ésta es una de las lecturas posibles) está entre un pasado que el narrador no vivió, un pasado más inmediato que si vivió y un presente que es ya la puerta abierta que mira a este cerca­ no futuro que es el principio del nuevo milenio. Y estas relaciones están activadas por el pensamiento incesante del narrador en “esta ciudad nunca inmóvil y en la que dormir es difícil”. Para empezar, está la imagen obsesiva de la Guerra Civil, imagen que ni Marías ni ninguno de nosotros puede borrar. Así, cuando empieza a llover, los transeúntes de la Gran Vía huyen “como cuando sus antepa­ sados que llevaban sombrero y faldas largas corrían para proteger­ se de los bombardeos [...] según he visto en los documentales y fotos de nuestra Guerra Civil padecida: aún viven algunos de los que corrieron entonces para no ser matados”. Los aviones en la habitación del hijo de Marta Téllez y los avio­ nes de la película de la televisión, son fantasmas de batallas que fueron y de batallas que pueden volver, inesperadas pero reales, co­ mo la muerte de Marta Téllez, tragedia shakesperiana que nos lleva a otra tragedia: la de la naturaleza trágica de la monarquía y la de la especial naturaleza de nuestra monarquía. El Soberano no aparece como el centro de lajuventud y la vitalidad que caracterizaba a los primeros años de la democracia española, sino como un ser solita­ rio rodeado de unos cuantos lacayos mediocres. El Unico, “así es como lo llaman los de su entorno, el Único, el Solo, Solus, hasta el Solitario y de ahí el Llanero Solitario, Only the Lonely, también lo llaman, y Only You”. Se destaca pues su soledad, una soledad que IB
  • 15. es el tema dominante de gran parte de nuestra narrativa actual. Un rey símbolo de su tiempo, hombre sin cualidades, anodino reflejo de nuestra propia identidad. Lo que más le duele es que nadie lo conozca al cabo de veinte años, “tal como van las cosas voy a pasar a la historia sin atributos”. Si se compara con Enrique IV o Enrique V, “yo no soy así, mi rostro y mis palabras no dicen nada, y ya va siendo hora de que eso cambie”. Entre las batallas que atormentan al narrador (recuerdos, evocaciones, asociaciones en el vértigo del pensamiento y de la imaginación) están, pues, la Guerra Civil, la Batalla de Inglaterra y la batalla interior de este rey que se dice y nos dice, en su estéril desolación, que ya va siendo hora de que eso cambie. La inmediata posguerra y la monarquía están en el centro abso­ luto de Aparición del eternofemenino contada por S. M. el Rey de Alvaro Pombo. Pombo es un buen ejemplo de los peligros de hablar en términos generacionales. Nacido, como los “novísimos” Vázquez Montalbán o Martínez Sarrión en 1939, lo que comparte con los escritores que nacieron al final de la Guerra Civil es el peso de la in­ fancia', la importancia de las relaciones familiares y de amistad, el énfasis en los conflictos individuales por encima de los sociales, la presencia de unos principios éticos que no coinciden con la moral convencional, la necesidad de narrar y de subrayar el carácter no­ velesco de la realidad aunque sea siempre fiel a sus experiencias y rechace la imaginación frívola o gratuita, la esquizofrenia cultural y la necesidad de crear una voz narrativa inconfundibje. Las diferencias son también notables. Pombo ha vivido durante muchos años al margen de la vida literaria española. Licenciado en Filosofía por la Universidad Complutense y por la Universidad de Londres es, literariamente, un autodidacta que ha buscado a sus escritores (a sus poetas, sobre todo) a través de la filosofía. De ahí su interés, entre otros, por Rilke, Eliot o Wallace Stevens, poetas de la experiencia y del pensamiento. Pues no el pensar incesante, como en el caso de Marías, sino el pensamiento convertido en acción na­ rrativa es uno de los aspectos más originales de sus textos, en los que los conceptos se integran en la acción: reflexión, acción y con­ ducta aparecen íntimamente unidos. Hay que añadir su peculiar humor (el humor del escritor siempre presente, más que el de los i
  • 16. personajes) y, asimismo, la intensidad poética y el carácter verbal de su prosa, una prosa de naturaleza oral maravillosamente trans­ formada en escritura. La narrativa de Pombo es una narrativa de la experiencia, de ahí la importancia de su biografía, tanto la revelada como la simplemen­ te insinuada o la más oculta. El Santander de su infancia privilegia­ da está siempre presente y allí encuentra su sustancia más poética, pero este mundo de la infancia no aparece como una evocación nostálgica sino como una percepción: la mirada (más que los senti­ mientos) del niño permanece en el mundo del adulto, un adulto, por otro lado, que no ha perdido del todo su inocencia infantil aun cuan­ do, por razones más sentimentales que físicas, necesite hundirse en el lodo. La infancia en el seno de una familia acomodada (la mis­ ma que aparecerá en las memorias del también santanderino Jesús Pardo Autorretrato sin retoques publicadas en 1996), una niñez ro­ deada de mujeres, la homosexualidad y un catolicismo a un mismo tiempo beato e irreverente, unamunianamente heterodoxo, son los ejes de su narrativa. La homosexualidad y la religión son (los datos del Pombo ado­ lescente se le escapan al lector) las razones más obvias de su huida a Londres. La suya y la de sus protagonistas que son, de nuevo una­ munianamente, parte de él. Es en Londres donde escribe uno de sus libros más importantes, expresión del conflicto entre represión y li­ beración, Relatos sobre lafalta de sustancia. Ya el título apunta a otro de los aspectos centrales de toda su obra. En Mañana después de la batalla piensa en mí el Rey vive dramáticamente su falta de sustancia, lo que lo incapacita para la verdadera naturaleza trágica de sus antepasados. Los personajes de Pombo son mediocres y no viven trágicamente sino patéticamente su mediocridad. Es el narra­ dor quien descubre y nos revela la verdadera sustancia, la riqueza espiritual de unos seres aparentemente anodinos lo cual no implica negar su mediocridad, que es expresión, por otro lado, de la medio­ cridad circundante; por el contrario: esa realidad circundante no sólo es mediocre sino también vulgar y cruel. Aparición del eternofemenino reúne, radicalmente modificados, todos los aspectos que he señalado de la narrativa de Pombo. La mo­ dificación se debe a que, como Telepena de Celia Cecilia Villalobo 0
  • 17. (1995) está escrita en clave paródica, Aparición del eternofemenino es un claro ejemplo de cómo Pombo no evoca la infancia sino que se sitúa en ella, vuelve a ser (ayudado por una memoria prodigiosa para las imágenes y las voces, prodigiosa y meticulosa) el niño que fue, sin dejar de ser el adulto irónico que reconstruye y reinventa su pasa­ do. Un pasado que es, por otro lado, el de muchos de nosotros Como en Marías, la orfandad real y simbólica está asociada con la infancia, como lquestá la casa, centro obsesivo, mientras que la calle aparece en otro plano, como si fuesen dos mundos distintos, el uuo alejado siempre del otro, irreconciliables como pueden serlo el mundo exterior y el mundo interior o de recogimiento. Y es así en toda su obra, desde los Relatos sobre lafalta de sustancia a su reciente Donde las mujeres (1996). Las casas de Marías suelen es­ tar vacías, o ya no le pertenecen al narrador, es espacio de soledad, a veces lugar de paso, o regresa a lo que fue su hogar como un intruso: es la negación del hogar. Tampoco en Pombo es un espacio convencionalmente hogareño, pero sí es el núcleo familiar, núcleo de fidelidades y de conflictos en el que conviven varias generacio­ nes. En el caso dqAparición del eternofemenino, generaciones que comparten la experiencia de la posguerra. Las referencias a la Guerra Civil son frecuentes, lo que explica, entre otras cosas, la orfandad real y simbólica: “¡Porque a mí no me digas que en España después de una guerra de tres años no han que­ dado huérfanas ningunas!”, “¡pues anda que no las hay aquí en Espa­ ña. huérfanas!” Se hace referencia a que los alemanes y los españoles son aliados, a la guerra de Abisinia y a la simpatía por los italianos. Don Rodolfo viste de uniforme, es jefe de centuria, va al bar de Fa­ lange, sale con las del Auxilio Social y “aparte del boxeo, de lo que hablaba es del imperio y las consignas”, y como lleva en la casa va­ rios años de preceptor de los chicos (de Jorge, el narrador, a quien llaman Ceporro, y de José Luis, el Chino) deja una profunda (profun­ damente paródica, quiero decir) huella en ellos. Por eso, cuando to­ dos descubren que ha besado a Belinda y que hay que tomar una de­ cisión drástica, Jorge lo defiende ante la escandalizada abuela: La tuve que parar los pies en seco [...] Rodolfo, abuela, don Rodolfo, que me diga, es todo un caballero y a Belinda la besó
  • 18. por compromiso, para que dejara de llorar. Además es jefe de centuria, si la ha besado, sería porque fuera su deber [...] Estaba yo dispuesto a no ceder ni medio paso, daba igual lo que costase, hay cosas más valiosas que la vida —don Rodolfo siempre lo había dicho—, como por ejemplo un camarada. No debemos olvidar, naturalmente, que Jorge es un niño y que utiliza un lenguaje mimetizado como el que utilizarán, en otro con­ texto, los personajes de José Angel Mañas. Aunque esta “infanti- lización” del lenguaje no es exclusiva de los niños, sino que respon­ de a una infantilización general, aquí está la brillantejustificación y utilización de la parodia: dado que esas mentes infantiles y menta­ lidades ínfantilizadas carecen de capacidad crítica, la crítica apare­ ce expresada a través de la parodia de los gestos y las palabras. Los personajes no son grotescos. Los niños resultan conmovedores gra* cias a la capacidad del escritor de recrear un universo de candidez y fantasía. Los mayores son, simplemente, personajes sin sustancia, parecidos a otros personajes sin sustancia de las novelas y cuentos de Pombo: nos resultan, en cierto modo, familiares. Así, ese tío Gabriel que “se queda abajo en su despacho leyendo a Campoamor y los periódicos ingleses y ABC”, ¿no podría ser el soso tío Eduardo de Relatos sobre lafalta de sustancial Y esa doña Blanca que nos dice que “lo que lloraba es de alegría por estar desayunando todos juntos y que lo que no había es que olvidarse de dar las gracias lo primero a Dios y al Generalísimo después, por poder estar desa­ yunando en paz”, ¿no podría ser cualquier tía de la época y hasta de nuestra época? Pombo ha conseguido, pues, reconstruir los primeros años de la posguerra a través del lenguaje de un grupo, sin necesidad alguna de salir a la calle para recuperar una sociedad que aquí no aparece retratada sino expresada. Una aventura monologante que encontra­ rá una no menos audaz continuación en La casa delpadre (1994) de Justo Navarro. A diferencia de La casa delpadre, donde él desarro­ llo cronológico nos lleva hasta el presente y, en el presente, hasta el Rey, en Aparición del eternofemenino tiene una extraña resonan­ cia, pues está alejada de los hechos que se narran o verbalizan, aun­ que no necesariamente de los lectores, que han contemplado toda la SI
  • 19. animada escena como se contempla una fotografía: como contem­ plamos, en efecto, la escena o foto final del libro: ‘'Belinda y don Rodolfo con sus trajes de boda, y la abuela y doña Blanca ya senta­ das. Y Rollo con el pelo dado bien de fijador y la raya hecha per­ fecta, a la izquierda de Belinda”. Pero esta foto está contemplada desde un tiempo abierto, frente al tiempo que el narrador desearía inmovilizar, convertir en el tiempo absoluto de la infancia. Y ese mismo deseo (“Y así seguido, mucho rato igual hasta el final, como si acabar fuera imposible y el final no fuese el fin de nada para ninguno de nosotros todos...”) indica la conciencia del paso del tiem­ po, que nos sitúa en el tiempo del lector. Y el tiempo del lector es el tiempo del rey. Al fin y al cabo, el propio narrador, condenado también él al pensamiento incesante como los narradores (el narrador) de Javier Marías, reconoce su fragilidad: “Lo que tiene de peor pensar es eso: que lo que no sales es de dudas. Yo preferirá no pensar. Preferiría ser el Chino, que tiene sentimientos sin pensarlos. Por eso es un soldado nato, comandante en jefe de los tres ejércitos. Yo sólo soy el rey, en cambio, y sólo tengo el poder de hablar y de pensar”. Un rey que es, simultáneamente, el rey sin atributos de Marías y, paró­ dicamente, el rey de las tragedias de Shakespeare: Y eso es lo que significa ser el rey: estar tú solo en la terraza de Palacio Real que da a poniente, sin poderte mover y sin poder ninguno de la casa encontrar la solución por ti. Fui a asentarme a la terraza un rato para que fuese todo igual, lo que pensaba y lo que hacía, encorvado y con el pelo puesto blanco en una noche y abrumado por el peso del destino. Nacido en Granada en 1953 y poeta ajeno a toda tradición re­ conocible, Justo Navarro es el autor de extrañas novelas en las que retrata, en una prosa que no es ajena a su experiencia poética, el extraño espectáculo de fragmentación y destrucción que ofrece la civilización contemporánea. Los paisajes de Hermana muerte (1989) o Accidentes íntimos (1990) no corresponden necesaria o estricta­ mente a una geografía española sino a una geografía interior que se proyecta hacia un exterior que ha perdido igualmente su centro. La
  • 20. casa del padre representa su novela más ambiciosa y marca una nueva dirección; el desarraigo es el mismo, pero ahora tiene su ori­ gen no en la apocalíptica civilización contemporánea, que ha frag­ mentado nuestra identidad y nuestra forma de percibir la realidad, sino en una sociedad muy concreta: la española de los primeros años de la posguerra, que se proyectará o prolongará a nuestro pre­ sente más inmediato. Las coincidencias con Aparición del eternofemenino de Pombo son desconcertantes, sobre todo porque en sus novelas anteriores no tenían nada en común. La escritura de Pombo se aferra a unas raíces autobiográficas de forma reiterada, obsesiva. Los paisajes, tan presentes en toda su obra, de Santander a Londres, son paisa­ jes vividos por él. En Justo Navarro el desarraigo le impide aferrar­ se a paisajes identificables, de ahí el sentimiento de desolación, de abandono, de desdoblamiento. La diferencia entre las dos novelas que comento aquí está, en todo caso, en que en Pombo hay el retrato de un grupo familiar, un mundo cerrado que vive de espaldas a la sociedad, mientras que en Justo Navarro hay un marco geográfico y social muy amplio. Sin embargo, el resultado es el mismo. Lo que se nos ofrece no es tanto el documento de una época siniestra como, paradójicamente, la experiencia. Y digo paradójicamente porque de la inmediata posguerra Pombo podía recordar muy poco y Justo Navarro nada. Y sin embargo, el encanto de ambos libros esta pre­ cisamente en que las voces monologantes son voces auténticas que nos llegan de otro tiempo, sin que por ello sean una evocación. Son voces que oímos como un presente porque, parece advertirnos Nava­ rro, todavía forman parte de nuestro presente. Si en Pombo lo que domina es la parodia, en Navarro la recons­ trucción es brutal a todos los niveles. Las voces de la novela se convierten en imágenes: las nítidas imágenes de los fantasmas de las pesadillas. Y sin embargo, lo que buscan los personajes es olvi­ dar, pues sólo olvidando es posible alcanzar la felicidad, "la me­ moria feliz y limpia está hecha de olvidos”. La tarea del narrador es, precisamente, recordar, mostrarnos que no hay olvido posible y, por lo tanto, que no hay felicidad posible. Y puesto que los lazos con el pasado no se han roto, el pasado sigue siendo parte de nuestro presente. El protagonista de la novela es un individuo y en ningún i
  • 21. momento pierde su identidad, pero es también un símbolo, un sím­ bolo de una historia que empezó en 1939, cuando el país quedó dividido en vencedores y vencidos, y que se ha prolongado hasta el presente. Por eso ahora, a pesar de los cambios (agonía del fran­ quismo, final de la dictadura, reinstauración de la monarquía, transi­ ción democrática, democracia, ingreso en lo que es hoy la Unión Europea), tiene numerosos amigos y “como buen compañero de armas, el mejor; el rey, ha palpado bromeando los restos de metra­ lla que todavía me quedan entre la piel y la carne; como buenas samaritanas las mujeres de ministros y presidentes me han llenado de café la taza”. ¿Qué es lo que salva al narrador?; el cinismo, un cinismo que consiste en saber olvidar, como han sabido olvidar Manuel Fraga Iribarne y tantos otros hacedores y deshacedores de dictaduras y democracias: “Yo siempre he tenido poca memoria, pero buena. Tengo mala memoria y buenos recuerdos. Y tengo bue­ nos amigos, muchos, muchos, muchos. He sido feliz: he viajado con buena suerte, he hecho un buen viaje. Si alguien me pidiera un resumen de mi vida en tres palabras, le diría. He sido feliz. Sí, he sido feliz y soy feliz”. Alvaro Pombo, Javier Marías y Justo Navarro, escritores que pertenecen a tres etapas distintas de nuestro presente histórico, no han querido olvidar la Guerra Civil o las consecuencias de la Gue­ rra Civil, los años difíciles de la posguerra, conscientes de que un vendaval puede de pronto levantar el poso de algo que creíamos desaparecido para siempre. Con una divertida familiaridad, que no oculta ni niega un significado simbólico más profundo, nos han acer­ cado a la figura de un rey que sólo puede ser nuestro rey porque no hemos conocido otro y porque no tendría sentido lógico narrativo que fuese otro. En ninguna de las tres novelas hay una directa in­ tención política: el testimonio, hábilmente recreado, es suficiente. Y más allá de este testimonio son muchas otras las situaciones y los significados. En las tres hay humor y buen humor, en las tres los sentimientos (relaciones amorosas, familiares o de amistad) tienen una presencia determinante y en las tres la narración en primera persona no conduce a un proceso sicológico sino reflexivo o medi­ tativo. Son novelas amenas, en las que la reflexión sobre la con­ dición humana no cae ni en la crónica ni en el trascendentalismo. Y SI
  • 22. parte de su vigor está en la dinámica verbal y en la no menos diná­ mica organización de los materiales narrativos. Si incluyo en este grupo a Enrique Vila-Matas es por tres razo­ nes: en primer lugar, porque, sin alejarme del tema que me ocupa, hago todo lo posible para que este tema no me obligue a descartar a las que para mí son las mejores novelas de nuestra narrativa actual. En segundo lugar, de nuevo, porque se trata de un escritor singular que pone en tela de juicio el concepto de generación. Y en tercer lugar, porque pese a poner en tela de juicio el concepto de gene­ ración es igualmente sensible, aunque sea una sensibilidad que apa­ rezca de forma más tangencial, a la realidad de su época, una época en crisis caracterizada más por las interrogantes que por las respues­ tas. Podría sentirme tentado a decir que en su caso es una crisis que rebasa lo puramente nacional, pero ahora ésta es una hipótesis que no me interesa. Lo que me interesa subrayar, en todo caso, es la sutileza de los planteamientos de Vila-Matas, porque en esta sutile­ za está una de las claves de su originalidad. El desencanto de Vila-Matas no tiene sus raíces en la situación política española, que nunca aparece en sus libros, ajenos a la cró­ nica. Es su cosmopolitismo el que lo lleva a ver críticamente los defectos de nuestra sociedad desde una perspectiva que Jaime Gil de Biedma, en su poema “Apología y petición”, llama "metafísi­ ca”. Escribe Gil de Biedma: Quiero creer que nuestro mal gobierno es un vulgar negocio de los hombres y no una metafísica. Suponemos que también Vila-Matas entiende que los males del país tienen un origen histórico pero, al presentarlos al margen de la historia, se convierten en crónicos y “metafísicos”. En él no puede hablarse de desencanto, porque nunca ha vivido el encanto. En “Me dicen que diga quién soy”, de su libro de relatos Suicidios ejempla­ res (1991), Babákua, la península del Mal, es fácilmente identi- ficable con la península ibérica. Los babakuanos son difamatorios, mentirosos, “todo el mundo, incluso los curas, cultivan el arte de la mentira [...] Hay incluso monumentos dedicados a la Mentira”.
  • 23. “Y la envidia, por si no lo sabe, es una de las pasiones nacionales en Babàkua. Y la envidia, por si tampoco lo sabe, es una de las manifestaciones más claras de lo verdaderamente diabòlico”. El “país de todos los demonios” de Gil de Biedma se convierte aquí en un país diabólico, es decir, en la esencia o metafísica del mal. Y este país primitivo, inútilmente ocultado bajo el nombre de Babàkua, puesto que sus defectos nos son demasiado familiares para que nos podamos engañar, pero significativamente llamado así porque al fin y al cabo Africa sigue empezando en los Pirineos, aparece di­ rectamente como España en “Los amores que duran todauna vida”, del mismo libro. Fernando, alter ego de Vila-Matas, siente una pro­ funda aflicción por España, “a la que veía hundida eternamente por nuestra congènita incompetencia en todo”; su tema predilecto es el del “bochornoso pasado colonial español” y, “tal vez porque había bebido desmesuradamente, el lamento por el pasado y presente po­ lítico de España sonaba francamente duro y desgarrador”. Termina suicidándose y deja una carta en la que explica que “como se es­ taba muriendo literalmente de vergüenza, de la vergüenza de ser español, prefirió no prolongar tanto sufrimiento y darse muer­ te él mismo”. También en Hijos sin hijos (1993) las referencias a España y lo español tienen una connotación negativa y sarcástica. En “Los de abajo”, el narrador, a quien es fácil identificar con el propio Vila-Matas, en 1992 ha terminado un libro que es, “sin darse cuen­ ta, una Breve y heterodoxa Flistoria de España de los últimos 41 años. Una historia en la que este país aparece más bien como tie­ rra baldía y desheredada, sin demasiado futuro, casi yerma, muerta para la gracia de la vida”. No sorprende, pues, que para el narra­ dor de “La familia suspendida”, Barcelona sea “una población con vistas y maneras mediterráneas y se nota mucho que en otro tiempo tuvo mundo y fue ambiciosa. Pero la verdad es que hoy no es nada” aunque, si para escapar del Congreso Eucaristico [...] subes a un tren en marcha y viajas tierra adentro, descubres que aún no habías visto la verdadera y sofocante polvareda de la nada [y] si en Barcelona hay algunas personas que discrepan de su atmósfera, en Zaragoza no vi yo que discrepara nadie. Allí,
  • 24. entre tanto conformismo, hasta las imprentas parecen libres de toda sospecha, y triunfa, del todo más obsceno y militar, una cosa beata y muy cursi, algo asi como un patriotismo de campanario. Yo, que procedo de la muy distinguida [...] familia romana de los Massimo, forzosamente tuve que sentirme incómodo al llegar a esa lejana ciudad. En este sentirse incómodo está la clave de la lectura de Lejos de Veracruz (1995), donde sospechamos que los viajes del narrador no son reales sino que obedecen a una necesidad de huir a través de la imaginación, y es a través de la escritura que consigue transformar sus aspiraciones en realidad. El viaje es, pues, una forma de evasión y la única aventura verdadera es la aventura de la imaginación. Y así, en uno de sus viajes (un descenso al infierno) cree haber mata­ do a Dios, hasta que se da cuenta de que “el famoso Dios era sólo un pobre diablo, un desgraciado, unjodido chulito de Badajoz”, mien­ tras que en otro viaje se queda manco, como sus admirados Cervantes y Valle-Inclán. En realidad, el hermano que viaja desesperadamen­ te en busca de aventuras pero también de una paz imposible, sím­ bolo de “la triste travesía de nuestro siglo en busca de un silencioso litoral sin pájaros”, y el hermano que escribe libros de viaje sin mo­ verse de su burguesa casa de Barcelona son la misma persona, y lo que acaba por triunfar al final es la escritura. La existencia “real” de Veracruz aparece ya como una necesidad más que como una experiencia vivida al principio del libro: [...] la ciudad a la que, en vista de que no me acaban de conven­ cer, por un motivo u otro, ninguno de los muchos lugares que he visitado a lo largo de mi lamentable y ya clausurada vida viajera, he elegido caprichosamente como mi lugar preferido y centro absoluto de toda mi nostalgia: una elección que es caprichosa pero que entiendo debo hacer, ya que si quiero ser como todos esos escritores tristes y elegantes que tanto me gustan, necesito forzosamente contar con algún interesante sentimiento de nostal­ gia, hacia algo o alguien. Es, además, una realidad vista a través del delirio del alcohol: lo que el narrador recuerda no son los hechos, que tal vez nunca exis- a
  • 25. tieron, sino la fantasmagoría creada por la bebida. El protagonis­ ta de Historias del Kronen (1994), de José Ángel Mañas, tras cada uno de sus viajes vertiginosos por el alcohol y la droga, no recuer­ da nada. Sólo vive, pues, el presente, un presente que desaparece una vez vivido. El protagonista de Lejos de Veracruz modifica y mejora la realidad. Este protagonista al principio está en favor de la acción y contra el parasitsmo de la escritura: “Prefiero mil veces a las mujeres, y úl­ timamente también los viajes”, “mi obra maestra será mi vida”. Lo que quiere es “ver mundo, huir del enfermizo arte familiar”. Huir pues, de este pensamiento incesante al que están condenados Javier Marías, Alvaro Pombo o Justo Navarro. Más tarde, esta categórica afirmación se le presenta como un dilema: “no se me escapaba que o bien se vive a fondo la vida a costa de ser un Indiana Jones y un paleto, o bien se escribe y se le da un significado a la existencia, pero entonces no puede vivirse. Dicho de otro modo: si estás en la vida eres insignificante; si quieres significar, estás muerto”. Finamente, la muerte de su hermano Antonio le concede la oportunidad de en­ contrar un refugio “donde poder protegerme de la maldita y horren­ da vida verdadera”:ahora se ha invertido el significado de la huida. De esta horrenda vida verdadera es parte la realidad circundan­ te; la hemos visto en sus cuentos, aunque ahora de forma menos visible, porque la sutileza es aquí más necesaria y también porque lo es la exigencia de crear una novela sin dispersiones y perfectamen­ te estructurada. Para empezar, la relación entre los dos hermanos viene a sustituir a la esquizofrenia cultural que liemos visto en Marías y Pombo. Hay referencias burlonas a la realidad más inmediata, la catalana. De su prima Carmen llegó a admirar sus largas pestañas, “ese pañuelo rosa en el cuello, el acento tan sensual de su voz payesa y provinciana”. Cada vez que regresa a Barcelona, “me sentía como un pasajero en tránsito hacia ciudades lejanas”. La visita ai consu­ lado español en Niza le devuelve “a la realidad de la que había intentado, por el amor de una mulata, escapar: España” y, al llegar a su hotel en el zócalo de la Ciudad de México, “sentí que era muy doloroso tener que volver a la terrible España”. Sus padres tuvieron que exiliarse a México al final de la Guerra Civil y en Teruel tiene presente todo el rato “el laberinto carnicero
  • 26. en que se convirtió durante la Guerra Civil”. Cuando visita la bella Antigua con su amigo Sergio Pitol, recuerda la historia, las frases tópicas "ligadas al aburrimiento de un texto escolar que había memo- rizado con monotonía de lluvia en los cristales en los días franquis­ tas”. Y cuando los padres deciden regresar a Barcelona, de donde salieron cuando eran niños, nace un malestar en la relación entre ellos que va a pagar el hermano del narrador, Máximo, “porque le dio por relacionar sus constantes peleas desde que pusieran pie en aquella incómoda España franquista —tan distinta de la alegría veracruzana que había dejado atrás— con el inminente nacimiento de su segundo hijo”. Cuando los viajes dejan de ser un estímulo para él, “para el muer­ to en vida que soy yo”, siente que “el Mediterráneo no está nada mal para vivir como un derrotado en la vida y ser enterrado miran­ do el patético azul de sus aguas. No está nada mal. En cuanto al resto de España, todos aquellos lugares que no baña este mar [...] yo diría que componen una provincia triste del norte de Africa”. Insatisfecho en el extranjero e insatisfecho en su propio país, acaba por convertirse en un verdadero apátrida, una condición que parece compartir con la mayoría de los personajes de las novelas que co­ mento aquí: Y es que ningún sitio me atrae especialmente, ningún lugar me fascina al máximo porque no ignoro que si existiera en esta vida un colosal y extraordinario encanto, éste para él consistiría en es­ tar donde no estoy para desde allí poder desear dónde estar, que sería en ninguna parte. De modo que no soy de Veracruz, y pun­ to. Y si lo soy es porque no me queda otro remedio que ser de algún lugar y, como escritor, tener cierta nostalgia de él. En ninguno de estos escritores hay referencias demasiado con­ cretas a la sociedad española actual: han ido a las calces del de­ sencanto y de este modo han podido escamotear la crónica sin por ello escamotear la realidad. La literatura ha salido beneficiada. Hay dos escritores, en cambio, en los que el desencanto (el que llevará finalmente, en 1996, a la caída del gobierno socialista de Feli­ pe González y la subida al poder del derechista Partido Popular de
  • 27. José María Aznar) es el tema central: Félix de Azúa y Juan José Millás, el primero nacido en 1944 en Barcelona, espacio central si no pro­ tagonista de muchas de sus novelas, y el segundo en 1946 en Valen­ cia, aunque vive en Madrid desde los seis años. Las razones por las que me detengo menos en estas novelas de lo que podría esperarse, puesto que están más cerca del tema que estoy desarrollando aquí, son esencialmente dos: porque la crítica a la realidad contemporá­ nea es tan obvia que no necesita redundantes interpretaciones mías y, en parte consecuencia de la primera razón, porque tanto Dema­ siadas preguntas (1994) como Tonto, muerto, bastardo e invisible (1995) son novelas muy inferiores en calidad a las comentadas an­ teriormente e inferiores, asimismo, a otras novelas escritas por el los. Notablemente inferiores si las comparamos, en el caso de Azúa, con Mansura (1984), Historia de un idiota contada por sí mismo (1986) o Diario de un hombre humillado (1987), y en el de Millás con Cerbero son las sombras (1975), Visión del ahogado (1977), El desorden de tu nombre (1988) o La soledad era esto (1990). Félix de Azúa es uno de los “novísimos” incluido en la antología de Castellet, pero dado que es coetáneo de un escritor tan poco “no­ vísimo” como Millás, esta calificación carece aquí de interés; sobre todo si tenemos en cuenta que una de sus cualidades más notables es la cruel inteligencia de su sarcasmo, del humor negro y del es­ perpento, algo que no solemos, porque no podemos, identificar con los “novísimos”. Ya en Diario de un hombre humillado el protago­ nista, que es de Barcelona aunque vive allí como un forastero o como un muerto banal, se pregunta cómo es posible vivir en tiem­ pos de absoluta miseria. Esos tiempos son ahora mucho más con­ cretos, el primer lustro del franquismo, y hay una crítica mucho más severa. La curiosa mezcla de elementos costumbristas y grotesos acaba por convertirlo todo en una caricatura. Los personajes care­ cen de alma y, por lo tanto, de capacidad dramática y de verosimi­ litud. Y la crítica es tan sistemáticamente negativa que acaba por caer en el exhibicionismo y en el lugar común. Sin embargo, frente al realismo burdo, la sordidez, el mal gusto, la complacencia por lo repugnante, el efectismo y cierto sabor anacró­ nico, hay una nueva percepción de la sociedad española contemporá­ nea. Como tantos personajes de la actual narrativa española, el pro­
  • 28. tagonista, Dámaso Medina, es huérfano: “Ni he sido hijo ni he sido padre”, nos dice para expresar su soledad. Vive en un Madrid donde las casas “con cubierta de teja pueblerina” conviven con “el espeso muro de humo y gases”. La edad del protagonista, sesenta y dos años, permite abarcar un amplio marco cronológico. Hay unas referencias a la República que responden a cierta retórica (la de los malos y los buenos, los vencedores y los vencidos) que no por verdadera deja de ser un lugar común, como esa calle de antiguos palacetes “resto del patriciado republicano, donde alguna vez latió un corazón o se empa­ ñó una lealtad, pero ahora nadie los habitaba y por lo tanto eran ino­ centes y huecos. Los que habían sido ocupados, tras la requisa im­ puesta por los vencedores en 1940, albergaban oficinas y servicios gubernamentales”. Se nos habla también de la Guerra Civil, del franquismo y de la represión franquista: “la cárcel, las comisarías, los juzgados y las ventanillas por donde latermitera franquista proyecta­ ba sus mandíbulas para roer inmisericorde los huesos de una pobla­ ción escuálida a la que despreciaba por su callada sumisión”. Pero la denuncia central del libro es la pervivencia del franquismo tras la muerte de Franco, simbolizada por las paredes de esa sala de la comi­ saría “donde pocos años atrás colgaban en eterna pero desdichada vigilancia los retratos del general Franco, y su Abel, el engominado polemista Primo de Rivera. Aún no habían colocado la fotografía del rey Juan Carlos, pero ya faltaba poco”. Cuando se habla del nuevo orden, el que promete la fotografía todavía no colocada de Juan Carlos, no se trata tanto de celebrar un cambio como de incorporarse a dicho cambio para frenarlo y pa­ ra aprovecharse de él como se estuvieron aprovechando todos en un pasado muy cercano: “Desde la muerte del Generalísimo, el mundo (el suyo) se había convulsionado y las certezas andaban revueltas [...] Aquellos que no pudieran, de ninguna manera, adaptarse al nuevo orden surgido del cataclismo, iban a extinguirse”. Aunque también es cierto que para muchos la transición a la democracia representa­ ba el fin del mundo, una nueva división como la que dividió a los españoles con la Guerra Civil: “quizás somos nosotros que cada vez estamos más hartos y deseando que se nos lleve de este mundo cada vez más nuevo e insoportable”, dice el comisario. Y así, a pro­ pósito del gobierno de Adolfo Suárez se nos dice que: 31
  • 29. [...] en aquel año de 1980 la vida del gobierno, del ministro y del mismo Aguilar agonizaba como un animal que, tras haber recibi­ do la herida de muerte, aún patalea con rabia, pero sin convic­ ción. De hecho, todos aquellos suntuosos funcionarios estaban tan muertos como el Caudillo, pero ellos lo ignoraban y con paté­ tica candidez creían ser la nueva vida del Estado. Si pasamos por alto el irritante tono de predicador, esa crisis generacional creada por la crisis política y por los difíciles años de la transición es el aspecto más original de la novela, y a Azúa cabe el mérito de haber sido el primero en novelarla. Sin embargo, va todavía más lejos al apuntar a una nueva élite: la creada por el so­ cialismo de Felipe González: Todavía en 1980 el mucho dinero en manos de un infeliz resulta­ ba peligroso. No porque el dinero fuera más o menos legal, sino porque todavía en 1980 los pobres carecían de permiso para ac­ ceder a las grandes fortunas. Si deseaban mantenerse con vida, los pobres debían andarse con ojo para no acumular mucho dine­ ro. El club de los potentados sólo se abrió a partir de 1982. En efecto, el 28 de octubre de 1982 se celebraron las elecciones generales que aniquilaron a lá"UCDy dieron el poder al l’soi; de Fe­ lipe González. Sin ninguna intención profètica o irónica nos dice Paul Preston en su imprescindible The Triumph ofDemocracy: “Los socialistas habían sido elegidos por un electorado serio, que había sufrido los tormentos del terrorismo y la conspiración militar. Es­ peraban ofrecer un gobierno serio”. La respuesta crítica, en clave grotesca y absurda, nos la da Juan José Millas en Tonto, muerto, bastardo e invisible. Creo que el éxito de esta novela no se debe tanto a sus aciertos como al hecho de que es la primera novela dedi­ cada a criticar sistemáticamente los desaciertos del gobierno socia­ lista, que por desgracia han sido muchos y están a la vista de todos. Milláses, pues, el escritor del desencanto por excelencia. Su actitud es negativa porque no aparece, o él no la presenta, una alternativa encantadora. Si hubiese una alternativa ya no habría desencanto. Y para expresar esta sensación, esa realidad de vacío, el novelista re­ curre al absurdo demencial. En este sentido, no deja de ser un fiel
  • 30. cronista. En todo caso, su fracaso como narrador está en la puerili­ dad de algunos planteamientos y en una inverosimilitud no siempre justificada artísticamente. Valle-lnclán creaba peleles, y el resul­ tado era una visión trágica de la sociedad. Los peleles de Millás carecen de grandeza y de convicción. Los símbolos son demasiado obvios y reiterativos; el material, muy disperso. Así que no puede maravillarnos que el propio narrador acepte que “el rompecabezas de mi vida no dejaba de armarse y yo tenía que acudir a mover otra pieza”. Eso es precisamente lo que ocurre con la novela, y al final la red de asociaciones para alcanzar cierta unidad acaba por confundir o por fatigar. Quién sabe si la culpa no es de Millás sino de la realidad que él nos está describiendo. En todo caso, tenemos que agradecerle que, en tiempos de pusilanimidad moral, en los que criticar a una su­ puesta izquierda parece indicar, no se sabe por qué extraña lógica, que se está apoyando a la derecha (cosa, por otro lado, democrática­ mente lícita), tenemos que agradecerle, digo, que se haya atrevido a poner las cartas boca arriba, más allá de todo escrúpulo, en una actitud que le permite follar [...] todo lo follable, sin puntos de vista morales, sin posiciones políticas, desertizado de este espacio que llaman conciencia, por­ que los universos carecen de conciencia moral y yo era un uni­ verso autocontenido o que se contenía a sí mismo y no necesitaba esa voz, la de la conciencia, que en las novelas se encargaba de rellenar la oquedad moral que constituye la conciencia del relato o la mala conciencia del narrador. Una teoría del distanciamiento que coincide con la que expresa Valle-lnclán en Los cuernos de don Friolera. Vayamos a lo nuestro. Como en otros escritores, también aquí hay un sentimiento de orfandad o desarraigo, desde el momento en que los padres del protagonista mueren en un incendio. De ahí sur­ girá uno de los significados de ese bigote postizo que le ha de ser­ vir para cambiar de personalidad. También aquí los viajes, no im­ porta si reales o imaginarios, sirven para huir de la realidad. La realidad del narrador es muy concreta. Jesús trabaja en la papelera
  • 31. del Estado y acaba de poner en marcha un proyecto muy ambicio­ so en el que colabora un equipo de sociólogos socialdemócratas dirigidos por él, que consiste en elaborar el perfil del tipo de traba­ jador que la empresa va a necesitar durante los próximos veinte años para sobrevivir y resultar competitiva. El problema surge cuando a él le sale un perfil que no encaja exactamente con lo que se le exige, y “yo mismo me dejé fuera sin darme cuenta, quizá por eso descubrieron que era tonto”. En con­ secuencia, el jefe de personal le comunica que tiene que prescindir de él: “Las reglas del juego están cambiando”, le dice. Y él mismo reconoce que [...] el mercado está saturado de gente joven dispuesta a pisarle el cuello a su padre por un contrato de seis meses [...] Toda una vida pendiente de la calificación de los otros, de su mirada, para cons­ truirme una identidad que resultó ser una prótesis con la que po­ der salir de aquel barrio y triunfar, y ahora resulta que no había salido o que había abandonado en él al niño que me lloraba por las noches, ese niño minusválido y bastardo y muerto e invisible. En su situación de desempleado, tratará de recuperar su verdade­ ra identidad, de regresar por las infinitas ranuras de la novela (de las puertas, de los pasillos, de las huchas, del sexo) al niño que fue. El bigote postizo ha de ayudarle a recuperar dicha identidad. Y le llevará a descubrir, asimismo, la verdadera identidad de los rectores de la nueva sociedad democrática española: “Yo había em­ pezado a tomar las cosas que quería porque había evolucionado más que cualquier socialdemócrata de mierda, cuyo deseo se llena con un coche de importación o una casa con jardín”, la casa con jardín y piscina que tienen por ejemplo, añado yo, los padres de Carlos, el protagonista de Historias del Kronen. Identificados con los yuppies, [...] los más avanzados, los socialdemócratas, pensaban que un empleado era una inversión, invertían en gente, la compraban, iban al mercado de cuerpos, les hacían análisis de orina y tests de inteligencia, y decían éste sí, éste no Dios mío, no se puede llevar una existencia más imaginaria, sobre todo si recordábamos los barrios de los que habíamos salido.
  • 32. Pero esos barrios humildes son, precisamente, signo y símbolo de la traición, lo primero que intentan olvidar. El modelo más visible e ilustre en esta novela es Luis, amigo de la infancia del narrador: “[...] quizá el huelemierdas de Luis había llevado una existencia más real que yo, porque Luis ya mostraba habilidades socialdemócratas cuando éramos pequeños, era un ver­ dadero gánster, en el sentido más noble que tiene esta palabra”. La conclusión del narrador no puede ser más brutal y explícita: “la so- cialdemocracia se caracteriza por ser la única filosofía de la vida que permite hacer lo contrario de lo que predica en nombre de lo que predica”. ¿Qué ocurre entonces con las generaciones (pues son más que una) al borde del milenio? Sin empleo, con un senti­ miento de orfandad y de derrota, Jesús acude a los anuncios por palabras en busca de un trabajo, una salida a lo real: Volver, pues, a los anuncios por palabra, después de haber sido tantos años un habitante de las secciones de economía y bolsa o de las páginas de política internacional, era un modo de regresar al suburbio, al barrio, en cierto modo el fin de siglo era también un suburbio del tiempo, un arrabal repleto de miseria sobre el más allá, una ruina, en fin, una ruina socialdemócrata. Resulta especialmente difícil encasillar a Rafael Chirbes, nacido en Valencia en 1942. De todos los escritores mencionados aquí, es el que más claramente pertenece a una tradición realista, aunque no es ajeno a los nuevos planteamientos de la narrativa contemporánea. Pese a su interés por la historia española más reciente, evita la cró­ nica y trata de hurgar en la sicología de los personajes, en sus senti­ mientos y en sus contradicciones. Y también la estructura narrativa se sale de la linealidad convencional, pese a que las novelas se desarro­ llan dentro de una clara cronología. Desde su primera novela, Mimou (1988), ha mostrado una especial capacidad para fundir la sordidez y la ternura, así como realidad e invención para ofrecernos una intensa humanización de la historia vivida como una experiencia; los des­ plazamientos temporales (del pasado al presente) y geográficos dan a su escritura una especial vitalidad; su interés por la España de la posguerra se ha ido acentuando progresivamente. En Los disparos
  • 33. del cazador (1994) encontramos ya el germen de lo que será su no­ vela más espléndida y ambiciosa, La larga marcha. La novela se remonta a los primeros años de la posguerra y se centra en la década de los cincuentas, cuando, gracias a la especulación edilicia, se con­ solida la figura del nuevo rico surgida en la década de los cuarentas con el estraperlo. El protagonista, digno representante de esa nueva clase, es un hombre vulgar, ambicioso, obsesionado por el dinero y por el poder, y alimentado por un profundo rencor. Este rencor es el que nos da su dimensión más humana, una dimensión tan sórdi­ da que impide todo sentimiento de compasión por parte del lector. Los disparos del cazador, pese a su compleja estructura, se cen­ tra en un protagonista a través del cual se refleja un aspecto de la sociedad española. En La larga marcha hay, en cambio, una visión totalizadora. Como en Corazón tan blanco de Javier Marías, El metro de platino iridiado de Alvaro Pombo, La casa del padre de Justo Navarro o Lejos de Veracruz de Enrique Vila-Matas, el escritor ha decidido llevar a un límite extremo sus posibilidades narrativas y crear la novela, es decir, un mundo que abarque todos los mundos narrativos anteriores y los desborde: un todo que borre esta impre­ sión de “fragmento” que, a diferencia del cuento, suele tener la no­ vela contemporánea. Y, asimismo, cualquier texto suyo anterior adquiere un carácter fragmentario o precario. La larga marcha es, como suelen serlo este tipo de proyectos, una novela extensa, primera parte de las dos que han de mostrarnos la historia contemporánea española, desde laGuerra Civil hasta nues­ tros días. El periodo cubierto aquí, a través de dos generaciones, es esencialmente el que va de la inmediata posguerra a la agonía del franquismo. No hay un protagonista único. El contrapunto, hábil­ mente controlado por el narrador, permite abarcar todas las clases sociales y casi todas las regiones de la geografía española. Los datos históricos son escasos: los imprescindibles para poder ahondar en el rico mundo interior de los personajes. Y a los conflictos de tipo social creados por la dictadura se añaden los conflictos de las rela­ ciones familiares, los de amistad, los sexuales y los amorosos. Po­ cas veces un mundo tan poblado de personajes ha acumulado tanta soledad. Aquí no hay vencedores y vencidos: puede decirse que es una guerra en la que, como ocurre por otro lado con todas las guerras
  • 34. civiles, todos son, de una forma o de otra, perdedores. Lo que hay, en todo caso, son los que, al margen del bando en que han luchado, han triunfado gracias a su oportunismo y los que han fracasado. Y Chirbes no toma partido. Entre los fracasados y desengañados están tanto los que lucharon por la República como los que lo hicie­ ron con los nacionalistas. Hay un profundo sentimiento de orfan­ dad, las familias se desintegran y los más pobres se ven obligados a emigrar a Madrid, “en aquel Madrid en el que cada vez había más gente desesperada, gente que huía y que creía que iba a encontrar un refugio precisamente en el mayor descampado de la nación”. Dominan el hambre, el miedo, la miseria y el dolor, simbolizados por este perro que, en la oscuridad de la noche, busca comida y es agredido por un mastín y luego atropellado por un camión: “Tenía tanto miedo y dolor y hambre, que ya ni siquiera pensaba en co­ mer”. O por el pantano que va a cubrir a media docena de aldeas del valle de Meira: “Con la casa, los prados, la huerta y los animales condenados a desaparecer, Manuel se sentía convertido en una tris­ te sombra de sí mismo”. La lejanía del pueblo está vista como un desarraigo y también como un fracaso, pues nadie va a triunfar en Madrid, donde lo único que vemos es una sórdida picaresca. Por eso, muchos personajes se refugian en la bebida; para Gregorio, “la borrachera era el consuelo de los que vagaban sin rumbo en tierra ajena”, mientras que para Pedro del Moral “el vino es una medici­ na que calma al principio ese dolor, y luego lo acrecienta”. En realidad, nada calma el dolor de los personajes de esta nove­ la, especialmente a los de la primera generación, la de los que han vivido la guerra, una guerra que “fue una orgía de odio y destruc­ ción” pues “la guerra, incluso la más noble, la más justa, sacaba la bestia que el hombre llevaba dentro”. Y algo une a los dos bandos¿£. el miedo. Un miedo que las nuevas generaciones no van a sentir. Los hijos de los que lucharon viven en una España muy distinta. Ha desaparecido el ambiente de sordidez de la primera parte del libro y ha desaparecido también o se ha atenuado el tono dramáticamente tierno. La voz del narrador es ahora más perceptible, una voz llena de sarcasmo hacia los señoritos, los estudiantes involucrados en una lucha clandestina cuyas consecuencias son incapaces de medir. Una actividad política que se confunde con la necesidad sexual. a
  • 35. “Por eso, no sería arriesgado afirmar, con la perspectiva que con­ cede el paso de los años, que la vida intelectual y la rebeldía que mostraba de un modo casi exhibicionista el grupo de El Laurel, se sostenía en muchos casos sobre un pudoroso e invisible cimiento amoroso”. Estamos ahora en la década de los sesentas, que ha de culminar en “la revolución que había empezado a crecer: París, Tlatelolco, Praga”. Un grupo de estudiantes se reúne en el cuarto de estudio de Gloria, “con la certeza de que nadie podía sospechar que se conspi­ rase en aquel chalet situado en la parte alta de Serrano”. En prin­ cipio, parece unirlos la solidaridad política, pero las fisuras son cada vez más visibles. Para empezar, la armonía entre las clases sociales es sólo aparente. Las razones por las que luchan los “hijos de papá” y los hijos de aquellos emigrantes que nunca llegaron a integrarse plenamente en la capital son muy distintas. En efecto, esta segun­ da parte no está dominada por el sarcasmo, gracias precisamente a la presencia de los muchachos de origen humilde que o bien no lo han olvidado (José Luis del Moral, Gregorio) o bien tratan de ne­ garlo (Luis Coronado). La simpatía del narrador por los pobres es visible y son ellos los que están dotados de una profunda huma­ nidad hija del sufrimiento y del desarraigo. Un desarraigo que se manifiesta también en las conflictivas relaciones sexuales. Y en el llanto. Un llanto que, sin caer en el sentimentalismo, recorre las páginas del libro. Las razones de este llanto son nume­ rosas, podría decirse que todos los sentimientos de los personajes acaban por encontrar su máxima expresión en las lágrimas. Gregorio, ante la declaración de Julián, “lloraba porque tenía frío, porque esta­ ba solo y porque había tenido miedo de quemarse al calor de ciertas palabras”. Don Vicente Tabarca, un republicano amigo de Negrín que vive con el miedo constante de que lo detengan, siente “rencor por las palabras de esperanza que habían llevado a tanta gente a envolverse en banderas rojas, a llorar de ilusión en los cinco conti­ nentes ante la hoz y el martillo [...], a soñar algo que no había llega­ do, que no iba a llegar nunca, y cuya tardanza lo había llenado de sangre y miedo”. Por eso, mientras escucha la emisora clandestina La Pirenaica, “tenía la cabeza apoyada sobre la madera de la caja y sollozaba procurando que no lo oyera su mujer”. No hay lágrimas,
  • 36. en cambio, en los ojos de Pedro del Moral, a pesar de que su mujer murió a los escasos días de dar a luz y de que “lo persigue el recuer­ do de la blancura y suavidad de ella” y a pesar, también, de que en un extraño accidente de tren pierde las dos piernas. Y de que tam­ bién él, “desde ei mirador de su pobreza, habla soñado en cosas hermosas [...], pensaba que la posguerra iba a ser hermosa, y de ellos, de quienes habían servido a la bandera española contra las hordas de la república”. Mientras que Gloria Seseña de Giner, al descubrir que su hija participa en actividades clandestinas, “oyó de nuevo las sirenas que anunciaban los bombardeos en mitad de la noche de un Madrid asediado y volvió a ver cómo entraba en el es­ tudio aquella horda de pistoleros” y empezó a llorar, “lloró de pena y de rabia, pero sobre todo de miedo”. En esta novela, de una forma o de otra, todos han pagado las consecuencias de la guerra, de la posguerra y de los largos años de dictadura. De una forma o de otra, todos han participado en conso­ lidar una situación para beneficiarse de ella, para huir de ella o para luchar contra ella. Lg primera generación wvje. en la derrota v en ei desengaño. La segunda, termina en una cárcel franquista. Lo que ha ocurrido con esta generación es bien sabido: es la generación que sube al poder al triunfar el PSOE. El primer Presidente del Gobier- no de la nueva democracia española, Adolfo Suárez, procedía del franquismo y tuvo la suficiente astucia y sensatez como para enten­ der la inevitabilidad de la democracia. Felipe González, como la mayoría de los miembros de su gobierno, procedía de la lucha clan­ destina. “Fueron tiempos de enorme vitalidad”, diría Gloria Giner más de veinte años después, cuando la entrevistaron para un pro­ grama televisivo acerca de la transición. Es de suponer que la continuación de esta larga marcha abarca­ rá los años de la transición democrática, los de la consolidación de la democracia y los del desencanto o del desengaño. Con La lar­ ga marcha Rafael Chirbes ha mostrado con brillantes resultados que se puede concebir “históricamente” el presente, que se puede «aÜ&cer novela histórica sin caer en la crónica y que se puede escribir una novela realista sin caer en la descripción, en el afán objetivador, en el discurso ideológico o en la interpretación, para acercarse a la realidad histórica a través de las vivencias y sentimientos de sus
  • 37. personajes, todos ellos sin exclusiones protagonistas. Y nos ha ofre­ cido, asimismo, la visión más completa de lo que es la sociedad española contemporánea, desde la Guerra Civil hasta nuestros días. A diferencia del protagonista de La casa del padre de Justo Nava­ rro, aquí nadie ha hecho un buen viaje porque nadie a podido o ha querido olvidar. Llegamos así a la última etapa de este largo itinerario, la que afecta a los escritores (y a los lectores) que han de convertirse en los protagonistas del próximo milenio. Escritores que tienen ciertos precedentes que no son necesariamente influencias directas. Éste es el grupo más compacto y el que ha marcado una ruptura más ra­ dical. En la narrativa española contemporánea ha habido rupturas radicales que han afectado a la estructura de la novela o a su lengua­ je. Podríamos citar, entre otros autores, a Camilo José Cela, Rafael Sánchez Ferlosio, Luis Martín-Santos, Juan Goytislo o Julián Ríos. Ahora, por primera vez, lo que se pone en entredicho es la tradición cultural, para dar paso a lo que se ha llamado la contracultura. Mariano Antolín Rato es el único que acepta tanto la cultura tradi­ cional como la contracultura y el único en el que hay una propuesta explícita o polémica en el enfrentamiento entre dos conceptos de cultura, más que entre generaciones. Por su edad, podría ser un es­ critor “novísimo”, pero ya hemos dicho que los “novísimos”, si bien se abren a ciertas propuestas contraculturales, las integran a lo cul­ tural. En el caso de José María Riera de Leyva, escritor imposible de situar generacionalmente, no hay referencias culturales o con­ traculturales explícitas aunque la influencia dominante es la del cine y la publicidad, y su desenfado y la ausencia de referencias a “la otra” sociedad lo acercan a esos escritores “pasotas” (aquí se haría necesaria una redefinición del término “pasotas” o por lo menos una matización). De entre los jóvenes, Ray Loriga y Benjamín Prado son los más cercanos a Riera de Leyva. Lo que destaca en ellos es la actitud impertérrita y aun divertida, sin agresividad, ante la violencia y la locura en la que viven sumergidos. Curiosamente, la desolación y la ternura acompañan a esos seres encerrados en una habitación o en el núcleo familiar y de relaciones amorosas o lanzados a las au­ topistas en una desenfrenada carrera que es al mismo tiempo huida
  • 38. y búsqueda. Las drogas, el alcohol, el sexo y la música pop son más estimulantes que antídotos. Viven hedonísticamente, pero son ca­ paces de reflexionar sobre el mundo que les rodea. Marginados, vi­ ven como si los marginados fueran el resto de la sociedad. La ciega admiración de muchos de estos escritores por el grupo musical Nirvana y especialmente por el fallecido Kurt Cobain es lo que me ha llevado a hablar de una “estética Nirvana” o de un “grupo N irvana” que agruparía a escritores como Francisco Casavella, Ray Loriga, José Angel Mañas, Benjamín Prado, Félix Romeo o Pedro Maestre, y que podemos identificar a través de un “decálogo” de veinte mandamientos. Estos veinte mandamientos o puntos nos per­ miten identificar el grado de su fanatismo o fidelidad a una estéti­ ca que encuentra a su figura más ortodoxa en Ray Loriga y la más heterodoxa en el Pedro Maestre de Matando dinosaurios con tira- chinas (1996), puesto que en esta novela hay ciertos elementos crí­ ticos o revisionistas desde el interior mismo de dicha estética. Los veinte mandamientos, que nos permiten asimismo comprobar lo que los une y los separa de pioneros como Antolín Rato o Riera de Leyva, serían: — Identificación con los héroes de lacontracultura (música y cine). — La presencia de lo norteamericano y la ausencia de una tradi­ ción española. — El testimonio de la desaparición de los valores convencionales en lo moral, lo social y lo literario y del vacío creado por dicha desaparición. — Importancia del consumismo y la publicidad. — Presencia del deporte, especialmente del fútbol. — Importancia de la televisión, generalmente denigrada y expre­ sión de pasividad y de incomunicación familiar. — Fetichismo en la indumentaria (chaqueta y botas de cuero). — Obsesión por la violencia, relacionada con el alcohol, las drogas y la pasión por la velocidad: nihilismo y autodestrucción. — Locura o desequilibrio. — Sexualidad sin erotismo y relación de pareja en crisis. Frecuen­ cia del onanismo. — La insalvable distancia entre el mundo masculino y el femenino. — Ausencia de ideología y crítica al gobierno socialista. ES
  • 39. — La familia, los amigos y el amor como centros de conflicto afectivo. — Soledad y fracaso. — Paisajes urbanos y autopistas. — Conciencia generacional e importancia del grupo. — Breves escenas contrapuntistas que sustituyen al capítulo tradicional. — Ausencia de notas líricas. — Dominio del monólogo. — Humor. De cada una de estas generaciones hemos elegido la novela más significativa de cada autor y la que mejor ilustre el tema del desen­ canto que estoy tratando aquí. Esta decisión resulta peligrosamente limitativa en el caso de Botas de cuero español (1995) de Mariano Antolín Rato, ya que la fuerte carga de soledad y melancolía sólo adquiere su más auténtico significado si vemos la novela como el final de un proceso narrativo que coincide con el final de lajuven­ tud o, dicho más brutalmente, con el inicio de la decadencia. Esta novela puede servir a los escritores más jóvenes como una adver­ tencia de que todo carpe diem tiene su ubisunt, de que la exaltación del cuerpo termina en conciencia de la degradación del cuerpo. La resaca de esta borrachera es definitiva. La poesía de Jaime Gil de Biedma, uno de los poetas más abiertamente respetados por las dis­ tintas generaciones, es el mejor ejemplo. El interés dramático de Botas de cuero español está en el empeño de su autor por defender una estética que la naturaleza humana parece haber reservado para los jóvenes. Si de Antolín Rato arranca toda la actual novela de la contra- cultura, hay una serie de importantes vínculos con los novelistas de su generación (nació en 1943 y publicó su primera novela. Cuando 900 mil Machaprox, en 1973) y con la novela de tradición realista, pese a que ningún escritor ha llegado tan lejos en la integración del lenguaje del comic y el de la ciencia ficción. Incluso en sus prime­ ras obras hay ya una burla de las convenciones de la sociedad en la que le ha tocado vivir y establece una relación ambiguamente iróni­ ca o paródica con el culto a los adelantos científicos o los medios de comunicación. En Botas de cuero español el marco cronológico es ES
  • 40. mucho más amplio, no sólo para señalar el deterioro físico de! na­ rrador sino, asimismo, el conflicto generacional. Don Arturo Tristán “combatió en la División Azul en la extinta Unión Soviética”. Para el narrador, en su época de estudiante, “por culpa de Franco, hasta daba vergüenza ser español y más de una vez me identifiqué como mexicano”, y en su infancia oía “el boletín de noticias de Radio Nacional que ellos llamaban ‘El parte’ y venía antes de un toque de corneta y los gritos de rigor en memoria de los caídos por Dios y por España y su Revolución Nacional sindicalista”. En cuanto a sus padres, [...] les había tocado una juventud marcada por una guerra que muchos aún llamaban Cruzada [...] Durante esa guerra civil qui­ zá no pasaron los mejores años de su vida, pero probablemente estuvieron cerca de sentirlo así, y poreso celebraron como “Vein­ ticinco Años de Paz” la época cuartelera, disciplinada, mojigata, de mucho rosario en familia y mucho demonio masón y comu­ nista en la que me tocó nacer. Sin otro contexto, esto podría parecer una complacida evocación del pasado, como el que recuerda a carcajadas las desdichas del servicio militar, o una justificación de las taras del presente. Aquí hay algo más que una educación sentimental: como en el caso de Azúa y de Millás, pero de forma más explícita y categórica, se esta­ blece una estrecha relación entre aquel pasado y nuestro presente, por lo que no sorprende que “los hijos de los oligarcas de siempre ocupen puestos equivalentes a los de sus padres y abuelos, pero desde posturas más comprensivas, con mayor libertad y conside­ rándose más europeos”. Todos están “atrapados en el transcurrir de unas generaciones que se suceden sin que nadie individualmente sea responsable de ellas. Los que vienen detrás atribuyen a los mayo­ res — y a mi, quiéralo o no, ya me ha llegado la hora— la creación de una época”. Se explica de este modo la crítica a la época actual. Los que viven en la urbanización, con paradójico sarcasmo llamada Rosa Luxem- burgo, son “un producto sociológico directo de la década socialista” integrada por “progres instalados, modernos, europeos, profesiona­ les, arquitectos que a veces les duele España, ¡país!”, capaces, “si se
  • 41. presentara la ocasión, de dejar que mataran nuevamente a la comu­ nista libertaria enemiga acérrima de la socialdemocracia que da nom­ bre al sitio donde consumen su existencia”. Por su parte, “a los del Partido Popular, que son mayoría en el Ayuntamiento de Cañedo, no parece que les moleste demostrar su fascismo, residual o no”. Una de las calles sigue llamándose Avenida del Generalísimo, y “hay una plaza Mártires del 18 de Julio y otras dos calles, que yo sepa, son José Antonio Primode Rivera y Almirante Carrero Blanco”. Resulta imposible, pues, “permanecer ajeno a este entorno que se impone por derecho propio y remite, quiérase o no, a una realidad insufrible que, en ocasiones, lo machaca a uno con la idea de que es cierto el puñetero, por consabido, tópico de la ‘España negra’”, Antolín Rato no limita su crítica a España, sino que la extiende a Europa y a la sociedad moderna en general donde “una explosión demográfica en una parte del globo y una explosión tecnológica en la otra, no parece una buena receta para un orden internacional esta­ ble”. El escritor constata que vivimos en una época sin ideales. [...] Antes, cuando Auschwitz era un recuerdo reciente y la ani­ quilación nuclear no sólo parecía posible, sino probable, había menos espacio para la ironja que ahora, pues en los momentos en que el dolor es real y presente los ideales surgen por todas partes. La amenaza aparentemente fue desapareciendo y se impuso la ironía a la escala existente desde hace un par de decenios. Esto lo lleva a seguir afirmando —en realidad, defendiendo— los ideales de los años sesentas: “En el fondo nunca he dejado de pertenecer a ellos, lo mismo que Scott Fitzgerald siempre vivió en los años veintes, y no me importa que sea así porque me parece que esas dos décadas han sido las más interesantes y divertidas de este siglo”, y está de acuerdo con la frase de Warhol que dice que “con los años sesentas se terminó todo porque la gente olvidó lo que eran las emociones y jamás volvió a recordarlo”. Todas estas citas extraídas de Botas de cuero español ilustran la diferencia radical entre Antolín Rato y los escritores más recientes que comparten con él la reivindicación de la contracultura. En Antolín Rato hay claramente un desencanto en el que se mezclan
  • 42. varios factores que conducen todos ellos al vacío. También él es el Llanero Solitario, Only the Lonely, que se enfrenta con el final de una época y con el final de su propia vida. Vale la pena que cite el último párrafo del libro, en el que se condensa todo lo que he dicho y que responde al interrogante de si la novela española está expre­ sando un nuevo desencanto que nos ha de acompañar al final de TSWTnllenlu: Seguiré recorriendo, al menos mientras pueda, unas carreteras rectas trazadas por el teclear casi constante que ahora, cuando he tomado la decisión de acostarme, abandono, aunque no sin echar antes una ojeada por la ventana y distinguir los chopos, auténti­ cos seres para la muerte salvados de la vecina arboricida pero no de las excavadoras que convertirán en un solar este espacio desde el que veo las siluetas de esos árboles dibujarse nítidamente en el cielo y pienso que pasarán unos cuantos años, unos cuantos me­ ses, unos cuantos días, y habrá llegado el final del siglo veinte, y que si entonces aún sigo vivo, como espero, seré un hombre del siglo pasado y supongo que no me gustará. ¿O sí? Por lo vistot el destino de las sucesivas generaciones españolas es volver olímpicamente la espalda a las generaciones anteriores. Cuando no despectivamente, como en el caso de Carlos, el protago­ nista de Historias del Kronen, el personaje más destructivo y, junto con el Jaime o Jimmy Jazz de Quédate (1993) de Francisco Casa- vella, el más autodestructivo. Para Carlos, “el budismo es algo ya un poco pasado, ¿no? Apesta ajipismo y a sesentaiochismo’'. Y su tío José Antonio [...] es de la mejor cosecha sesentaiochista, un dueño millonario de una editorial afiliada al Partido Comunista [...] el rollo sesen­ taiochista pseudoprogre de siempre. Son los viejos los que lo tie­ nen todo: la guita y el poder. Ni siquiera nos han dejado la rebel­ día: ya la agotaron todos los putos marxistas y los putos jipis de su época. No sale mejor parada la generación de los ochentas: “Almod la movida, Alaska, La Tripulación y las tonterías de sie La cultura tradicional está representada aquí por la poesía. El ES
  • 43. padre lee a '‘un tal Gil de Biedma”, pero “a mí no me gusta la poe­ sía. La poesía es sentimental, críptica y aburrida. Me repugna. Es un género en extinción: no hay nadie que pueda vivir de la poesía en estos tiempos. Es una cultura muerta”. Para él, la última época lírica fue la de entreguerras. Luego vino el cine y luego la televi­ sión: “la cultura de nuestra época es la de la televisión. Cuando vemos algo que nos impresiona siempre tenemos la sensación de estar viendo una película”. Y, en efecto, ante estos escritores de la contracultura el lector tiene la sensación de estar viendo y viviendo el glamoroso mundo de la publicidad (en el caso de Riera de Leyva), de las canciones (en el caso de Ray Loriga, Benjamín Prado, Fran­ cisco Casavella, José Angel Mañas) o el de las películas (en el caso de Mañas). Un viaje a través de la imaginación estimulado por el alcohol y/o las drogas. Una cultura mimètica (la aprendida de los cantantes o de los artistas de cine, ocasionalmente de algún escritor rebelde o, mejor dicho, de algún personaje de novela, y procedentes todos ellos, en general, de Estados Unidos) que es posible “actuar” o “representar”, apropiarse de ella a través de la indumentaria, del lenguaje y de los recorridos en coche por la ciudad o por las auto­ pistas, muchas veces a velocidades suicidas. Esta cultura mimètica no^iempre se asimila de la misma forma ni responde a las mismas necesidades. Es siempre una cultura vi­ sual y acústica. El grado de hedonismo es siempre el mismo, pero no lo es el nivel de destrucción o de autodestrucción. En todos los personajes hay un ingrediente de locura, pero los niveles de esta locura son muy variables. En todo caso, podría casi detectarse una evolución cronológica que va de la amable locura o simplemente extravagancia de los personajes de Riera de Leyva al desenfreno violento de los de Quédate o de Historias del Kronen. Conviene subrayar que, como en el resto de las novelas que he mencionado aquí, son siempre relatos en primera persona y con frecuencia el escritor se proyecta en la figura del narrador. Este tipo de narración en primera persona trata de reflejar, precisamente, la conciencia generacional, la ansiedad y la incomunicación pese a que, a difer o Navarro, ahora dom ina la conversación, que puede volverse obse­ siva, como ocurre en Historias del Kronen. -
  • 44. ■ s Los recorridos solitarios de José María Riera de Leyva cuentan con la divertida complicidad del lector. Riera de Leyva es el ejem­ plo más contundente del peligro de encasillar a los escritores gene­ racionalmente. Nacido en Almería en 1934, ha vivido en Barcelona desde niño y se le puede integrar dentro del numeroso grupo de escritores catalanes en lengua castellana. No se le puede integrar, en cambio, en ningún grupo generacional. No publicó su primera novela importante o “resonante” hasta 1989, Lejos de Marrakech, con la que inicia una trayectoria que culmina en Aves de paso, a mi juicio su mejor novela. En un viaje que nunca sabemos si es real o imaginario, y que en todo caso está estimulado siempre por su ima­ ginación voyeurística, el narrador parte en su furgoneta “sin rumbo fijo. Sólo por el placer de sentirse en movimiento” y “con la esti­ mulante sensación de que me dirijo hacia un lugar misterioso, un territorio sin límites, donde el tiempo no existe y donde, para bien o para mal, todo es posible”. Si lo más llamativo es lo que crea su imaginación perversa e incesante, mientras bebe cerveza tras cer­ veza sin dejar de acechar a unas rubias llamativas recién salidas de un anuncio, Aves de paso no deja de ser, más allá de su innegable y brillante seducción y de la ausencia de referencias políticas concre­ tas, un testimonio (un panorama, cabe decir aquí) de nuestras so­ ciedades modernas. Los paisajes de la sensualidad pueden serlo tam­ bién de la desolación; de forma explícita, del racismo, y de forma explícita y simbólica, de la violencia: atracos, accidentes de coche y, sobre todo los incendios, que parecen formar parte integrante del paisaje y que en nada pueden alterar el orden de esa sociedad hedonista: “Desde donde estaba yo no se podía ver nada, pero el aire olía a humo, a leña quemada, y por encima de la iglesia el cielo oscuro estaba rojizo. Desde lejos llegaba un ruido como de cancio­ nes, interrumpidas de vez en cuando por aplausos, gritos y voces que coreaban alguna cosa. Supuse que se trataba de una fiesta”. Ray Loriga y Benjamín Prado y en cierto modo Pedro Maestre, representan una nueva etapa de esta trayectoria narrativa. De Pedro Maestre apenas si me ocupo aquí por parecerme un epígono. En todo caso, el interés de Matando dinosaurios con tirachinas resi­ de en que revela los límites de una estética cuyo principal defecto está en su acusada reiteración. Maestre, nacido en Alicante en 1967, S
  • 45. por un lado se siente atraído por los planteamientos de los “Nirvana” y al mismo tiempo los pone en duda, e incluso al protagonista el bar La Borrachería le gusta con reparos porque “es guitarrero a tope, aunque con un toque demasiado nirvanero”. Por otro lado, busca una salida realista. Hay en su novela sordidez, pesimismo y una clara preocupación social. A la televisión hay que añadir aquí la presencia constante del teléfono, más expresión de soledad que de comunicación (“y te mueres de sed por una voz conocida”), como lo es el onanismo, otra constante de la nueva narrativa española, lo que no deja de resultar sorprendente y paradójico en una de las so­ ciedades más permisivas de Europa. Novela de conflictos generacionales y de relaciones familiares y de amistad, aquí la voluntad de vivir el presente se ve entorpecida por la conciencia del pasado y del futuro: “lo que si sé es que mi madre no quiere desengancharse del pasado, yo sí, no quiero ser más su esclavo, por eso hay tantos términos de guerra en la novela, sí, me dejo de sermones...”. Y pasado y presente confluyen para ofrecer un futuro desolador, el que les va a ofrecer el nuevo milenio. Le dice al abuelo muerto: [...] sí, ya sé que mi padre de chaval rebuscaba las basuras para encontrar un mendrugo de pan y que tú comiste ratas en la gue­ rra, pero también es muy fuerte lo que está pasando ahora, ¡cono!, que no tenemos futuro hasta por lo menos dentro de diez años, cuando ya seamos prematuramente viejos y estemos cansados de no creer en nada. Ray Loriga, nacido en 1967 y residente en Madrid, es el repre­ sentante por excelencia del “grupo Nirvana”. Caídos del cielo ( 1995) es su cuarta novela y en la que mejor se conciban, dentro de un contexto narrativo más nítido que en sus novelas anteriores, la impasibilidad ante la violencia, la naturalidad en las relaciones sexua­ les, la locura, el humor y la identificación con la contracultura. Si en Héroes (1993) el protagonista viajaba sin necesidad de salir de su habitación, ahora se trata de la historia de un recorrido: el reco­ rrido de un solitario atractivo, flemático, esencialmente bueno y algo raro que mata a dos personas y que acaba siendo acribillado