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Fue necesario un nuevo lenguaje para explicarlo
El texto es un extracto del libro "EL SEÑOR", editado por Ediciones Cristiandad
Romano Guardini
Todos los relatos evangélicos refieren un misterioso acontecimiento que se produjo al tercer día de
la muerte de Jesús. Su misma forma literaria confiere a estos relatos un carácter peculiar: se cortan
siempre de modo bastante abrupto, se entrecruzan unos con otros y contienen un cúmulo de
contrastes y contradicciones difíciles de explicar. Por otra parte, dan la impresión de estar transidos
de un halo portentoso, que supera todas las formas que, habitualmente, reviste la experiencia
humana.
Si combinamos los diversos relatos según la probable sucesión histórica de los hechos, tendremos una
secuencia, más o menos como la siguiente:
"Pasado el sábado, al clarear el primer día de la semana...se produjo
un violento temblor de tierra, porque un ángel del Señor bajó del
cielo, corrió la losa de la entrada del sepulcro y se sentó encima2. Su
aspecto era como el del relámpago y su vestido era blanco como la
nieve. Al ver al ángel, los centinelas se echaron a temblar, y se quedaron
como muertos " (Mt 28, 1-4)3
"Cumplido el descanso del sábado, María Magdalena, María la de
Santiago y Salomé compraron perfumes para ir a embalsamar a Jesús.
El primer día de la semana, muy de madrugada, a la salida del sol,
fueron al sepulcro. E iban comentando entre ellas:
-¿Quién nos correrá la losa de la entrada del sepulcro?
Pero, al levantar la vista, observaron que la losa ya estaba corrida;
y eso que era muy grande". (Mc. 16, 1-4)
"Y entraron pero no encontraron el cuerpo del Señor Jesús" (Lc. 24,3)
"María Magdalena se volvió corriendo, para contárselo a Simón Pedro
y al otro discípulo a quién Jesús tanto quería. Y les dijo:
-Se han llevado del Sepulcro al Señor, y no sabemos dónde
lo han puesto.
Al oír eso, Pedro y el otro discípulo se fueron rápidamente al
sepulcro. Salieron corriendo los dos juntos" (Jn 20, 2-4)
"[Mientras las otras mujeres que habían quedado en el sepulcro
no sabían qué pensar de lo sucedido], se presentaron dos hombres con
vestidos deslumbrantes. Ellas, despavoridas, no hacían más que mirar
al suelo. Pero ellos les dijeron:
-¿Por qué buscais entre los muertos al que está vivo? No está aquí;
ha resucitado. Acordaos de lo que él os dijo cuando aún estaba
en Galilea: El Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de
pecadores, y lo crucificarán, pero al tercer día resucitará" (Lc. 24, 4-7)
"Y ahora, marchaos y decid a sus discípulos y a Pedro que él va
delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis, como os digo" (Mc. 16, 7)
"Entonces ellas recordaron sus palabras, volvieron del sepulcro y
anunciaron todo eso a los Once y a todos los demás" (Lc 24, 8-9) 4
"[De los discípulos que salieron corriendo juntos hacia el sepulcro],
el otro discípulo [Juan] corría más que Pedro y llegó al sepulcro
antes que él. Se asomó al interior y vio las vendas en el suelo; pero no
entró. Detrás llegó Simón Pedro; entró en el sepulcro y vio las vendas en
el suelo: pero el sudario que había envuelto la cabeza de Jesús no estaba
en el suelo con las demás vendas, sino que estaba enrollado aparte.
Entonces, entró también el otro discípulo, el que había llegado primero.
Y al ver aquello, creyó. Es que hasta entonces, los discípulos no habían
entendido la Escritura según la cual Jesús tenía que resucitar de entre
los muertos. A continuación, los dos discípulos se volvieron a casa.
Fuera, junto al sepulcro, estaba María Magdalena llorando. Sin dejar
de llorar, se asomó una vez más al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de
un blanco deslumbrante, sentados en el lugar donde había estado el
cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. Ellos le preguntaron:
-¿Por qué lloras, mujer?
Ella contestó:
-Porque se han llevado a mi Señor y no sé donde lo han puesto.
Dicho esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús, de pie, pero no lo reconoció.
Jesús le preguntó:
-¿Por qué lloras, mujer? ¿A quién buscas?
Ella, tomándolo por el hortelano, le contestó:
-Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto, que yo misma iré a
recogerlo.
Jesús le dijo:
-¡María!
Ella se volvió hacia él y exclamó en arameo:
-Rabbuní (que quiere decir "Maestro mío").
[y se echó a sus pies, para abrazarlo. Pero]
Jesús le dijo:
-Suéltame ya, que todavía no he subido a mi Padre. Anda, ve a decirle a
mis hermanos: "Subo a mi Padre, que es vuestro Padre; y a mi Dios, que
es vuestro Dios"
María se fue corriendo adonde estaban los discípulos y les anunció:
-He visto al Señor.
Y les contó lo que Jesús le había dicho. (Jn. 20, 4-8)
Lo que aquí se cuenta es tan extraordinario, que resulta increíble. Jesús de Nazaret, Maestro de un
pequeño grupo de discípulos, personaje al que mucha gente había considerado como Mesías, pero
condenado a muerte y ajusticiado por sus enemigos, ha vuelto a la vida. Y no sólo a una vida como la de
Sócrates describía a sus discípulos antes de morir, en la que el alma seguiría viviendo en otra dimensión
mucho mejor y de más abiertas perspectivas. Y tampoco a esa vida que se atribuye al difunto cuya imagen
y recuerdo siguen vivos en el espíritu de sus descendientes, a modo de instrucción y pauta de vida. ¡Nada
de eso! La vida resucitada de Jesús es una vida real, en cuerpo y alma, en carne y sangre. La vida
arrancada, destruida, aniquilada en la cruz ha despertado y vuelve a latir de nuevo; aunque, eso sí, en una
condición totalmente nueva y transformada.
Nuestros sentimientos se rebelan contra esta exigencia de la fe. Pero es que, si no fuera así, tendríamos
buenos motivos para ser desconfiados, y hasta podríamos preguntarnos si, en la práctica, no estaremos
aceptando esos relatos como si fueran una leyenda. De hecho, lo que aquí se afirma es tan inaudito, que la
reacción más espontánea es rebelarse contra ello. En consecuencia, no es extraño que la versión oficial
ofrecida entonces por la autoridad competente, a saber, que mientras los guardias dormían, habían venido
los discípulos de Jesús y habían robado su cadáver (cf. Mt. 28 11-15) fuera creída por mucha gente.
Es un hecho que más de una vez se ha pretendido separar el fenómeno de la resurrección del resto de los
acontecimientos que dibujan la verdadera imagen de la vida del Señor. Y eso se ha llevado a cabo de muy
diversas maneras. Muchas veces, y ya desde los mismo comienzos, se acudió a una burda suposición,
según la cual los seguidores de Jesús habrían cometido un verdadero fraude, calificado de piadoso con
ciertas reservas, según la mentalidad de los defensores de dicha hipótesis. No cabe duda que el
fundamento de esta teoría es aquella versión oficial de las autoridades, a la que acabamos de hacer
referencia.
Mucho más serias parecen otras dos teorías que se han propuesto en época moderna. Según la primera, los
discípulos creyeron con toda su alma que Jesús era el Mesías. Ahora bien, mantener viva esa fe requería
tanto mayo esfuerzo, cuanto más crítica se volvía la situación externa. Hasta el último momento, y con
una tensión verdaderamente lacerante, esperaron la gran victoria mesiánica y la destrucción de los
enemigos. Pero cuando se produjo la gran catástrofe, el mundo se les vino abajo. Un desaliento sin límites
se cebó con ellos. Pero, de pronto, por uno de esos mecanismos misteriosos con los que la vida suele salir
airosa aún de la más terrible amenaza, surgió de su subconsciente una certeza absoluta: ¡Él está vivo! Esa
iluminación tan vívida con que la desesperación se supera a sí misma creó ciertas visiones en las que los
discípulos creyeron ver físicamente presente el objeto de sus ansias más profundas. Mejor dicho, las
visiones nacidas de la actividad del subconsciente produjeron su convicción de que estaban en lo cierto.
Esta creencia elaborada por los primeros interesados fue asumida posteriormente por los demás seguidores
de Jesús. Y desde ahí se fue abriendo paso a lo largo de toda la historia posterior...
La otra teoría nació de la vivencia misma de la comunidad cristiana. Según esta hipótesis, la comunidad
primitiva, rodeada de enemigos y gentes extrañas a ella, sintió necesidad no sólo de unos contenidos que
pudieran mantenerla unida en su interior y defenderla de amenazas exteriores, sino también de una figura
divina y de un acontecimiento en el que se fundara la realidad de la salvación. Como ocurría en otras
religiones, en las que existían ciertas figuras cúlticas cuyo destino mitológico se representaba y se
actualizaba en las celebraciones litúrgicas, también en la comunidad cristiana primitiva se forjó la figura
de un ser supraterreno: Jesús, el Señor, cuyo destino sagrado se convirtió en contenido fundamental de su
culto y pauta de existencia...De ese modo, la experiencia religiosa de la primitiva comunidad cristiana dio
vida a la figura de "Cristo", con un significado totalmente distinto del que tenía "Jesús de Nazaret", como
personaje histórico. Éste fue un hombre, un genio religioso tremendamente creativo, que vivió y murió
como todos los hombres; en una sola cosa fue distinto a los demás: en el significado incomparablemente
profundo de su muerte. Sólo una vivencia como la de Pascua transformó a Jesús de Nazaret en Kyrios
Cristos, el Señor glorioso de la fe, que vive por el Espíritu, actúa con el poder de ese mismo Espíritu, y
vendrá a juzgar al mundo como supremo y soberano juez del universo. Pero entre estas dos personalidades
no hay ninguna unidad, a menos que se difumine esa afirmación tan diáfana y se diga que sólo la fe
percibe esa unidad; pero eso quiere decir que la unidad no existe más que en el sentimiento y la vivencia
espiritual de cada individuo.
Contra esas teorías se pueden hacer muchas objeciones. En la Sagrada escritura no hay el más mínimo
indicio de que los apóstoles esperaran una resurrección, en cualquier sentido. Más bien, se resistieron a
aceptar esa idea, hasta que el hecho mismo los obligó a doblegarse... Podríamos objetar que la esencia de
tales visiones o intuiciones religiosas radica en el hecho de que la percepción consciente parece volverse
contra ellas, así como en la necesidad de superar la aporía que ellas encierran, aunque -mejor dicho,
porque- proceden de la interioridad del subconsciente. Es posible; pero la forma en la que se manifiesta
esa experiencia deberá corresponder a las categorías psicológicas del sujeto. Por otro lado, la figura de un
Dios hecho hombre, que entrara en el reino celeste conservando su propia corporalidad, resultaba
totalmente extraña a la mentalidad del judaísmo. Una figura así jamás habría ayudado al subconsciente de
unos pescadores galileos a superar su depresión... Finalmente, y sobre todo, habría que decir que un
acontecimiento como éste, de auténtica revolución religiosa, quizá hubiera podido mantenerse durante
algún tiempo, durante unos pocos años de entusiasmo, o incluso en una situación de inculta espiritualidad,
pero jamás habría originado un movimiento de tanta y tan universal repercusión como el cristianismo,
cuyo núcleo fundamental esta indisolublemente unido a la fe en la resurrección de Jesús. Hay que estar
ciego para aventurarse a hacer unas afirmaciones como las que acabamos de exponer. Pero el hecho es que
la ciencia, con su pretensión de aséptica objetividad, es bastante ciega en muchas ocasiones,
concretamente en determinados aspectos en los que una voluntad larvada le impone mirar hacia otro
lado... Sin embargo, todo esto no es aún lo decisivo; si lo hemos mencionado aquí es para despejar el
camino hacia lo verdaderamente importante.
Pablo de Tarso, que no experimentó la crisis por la que atravesaron los demás apóstoles, describe así lo
esencial de este acontecimiento: "Si Cristo no resucitó, vuestra fe es ilusoria y seguís con vuestros
pecados. (...) Si la esperanza que tenemos en Cristo es sólo para esta vida, somos los más desgraciados de
los hombres" (1Cor 15, 17.19). Eso significa que la resurrección de Jesús de entre los muertos es la piedra
de toque para que la fe cristiana siga existiendo o se derrumbe por completo. No es un elemento marginal
de la fe o un producto mitológico basado en categorías históricas que posteriormente pueda ser desgajado
de su núcleo sin que, por ello, peligre su propia esencia. Todo lo contrario; la resurrección de Jesús es el
centro vital del cristianismo.
El planteamiento de Pablo nos remite una vez más a Jesús. ¿Qué idea se había hecho él sobre su propia
resurrección? Con bastante frecuencia, pero sobre todo en tres ocasiones puntuales durante su viaje a
Jerusalén, Jesús hizo referencia explícita a su muerte. Pero lo más relevante es que cada una de esas veces
añadió que al tercer día iba resucitar. En estas declaraciones cobra fuerza un elemento clave de la
personalidad de Jesús: su actitud peculiar frente a la muerte. Para Jesús el hecho de la muerte no tiene el
mismo significado que para nosotros, como ya hemos explicado en un capítulo anterior. Jesús sólo conoce
una muerte que va seguida de la resurrección: y una resurrección inmediata, que se produce en nuestro
propio tiempo histórico.
Así nos vemos confrontados con la tarea más importante y, a la vez, más ardua de una teología cristiana:
comprender la existencia del Señor. A un simple fiel, que vive en el seno de la comunidad salvífica, que
cree y trata de imitar a su Maestro, le resulta fácil entender esa existencia. Pero lo que aquí nos planteamos
es una comprensión consciente, reflexiva, que ponga en juego nuestra capacidad de pensar, porque
también esa clase actividad está llamada a prestar servicio a la causa de Jesús. Y eso implica que este
razonamiento, en cuanto tal, tendrá que estar dispuesto a dejarse bautizar, para convertirse en reflexión
cristiana. La tarea que nos ocupa aquí, a saber, la comprensión razonada de la vida de Jesús o, lo que es lo
mismo, la interpretación de su propia autoconciencia, es tremendamente difícil. Dos peligros acechan en
este terreno: empezar por un análisis de la auténtica psicología humana, dejando a un lado todo lo que
supera ese aspecto, o partir del dogma y centrarse en lo sobrehumano de la personalidad de Jesús, sin
entrar en su manifestación visible. Lo más adecuado será, sin duda, tratar de sintonizar con la figura
viviente del Señor Jesús y comprobar lo radicalmente humano que se muestra en todo momento, aunque
sin prescindir del hecho de que una verdadera comprensión de esa humanidad deberá estar necesariamente
transida de algo que no sólo no es reductible a categorías de genialidad, o al simple dinamismo de una
experiencia religiosa, sino que pertenece al ámbito de la propia santidad de Dios.
La actitud de Jesús frente al mundo es muy distinta de la nuestra. Ante los hombres, no se comporta como
un hombre cualquiera. Ante Dios, su actitud no es la del creyente. Ante la comprensión de sí mismo, es
decir, de su propia existencia, ante la vida y ante la muerte, Jesús no reacciona como cualquiera de
nosotros. En todos estos aspectos actúa ya el hecho de la resurrección.
Lo dicho nos sitúa ante una alternativa absolutamente fundamental. Si tomamos como medida de la
realidad nuestra existencia tal como es, el mundo tal como se mueve a nuestro alrededor y el modo en que
toma forma nuestras ideas y nuestros sentimientos, y desde esa perspectiva juzgamos la personalidad de
Jesús, la fe en la resurrección se nos presentará como mero producto de una conmoción religiosa, como
resultado de la incipiente vida de una comunidad específica, o sea, una creación puramente ilusoria.
Entonces será sólo cuestión de lógica comprobar con que rapidez se esfuma esa creencia, con sus
presupuestos y sus conclusiones, para abrir camino al llamado cristianismo puro, que no será más que una
ética superficial o una religiosidad sin sustancia... La alternativa es caer en la cuenta de lo que realmente
exige la figura de Jesús, que no es otra cosa que la fe. Comprenderemos entonces que esa figura no ha
aparecido en este mundo para revelarnos nuevos conocimientos o provocarnos experiencias de orden
mundano, sino para liberarnos de la fascinación del mundo. Será entonces cuando escuchemos sus
exigencias y las pongamos en práctica. Aceptaremos el propio Cristo las categorías más adecuadas para
reflexionar sobre su persona. Estaremos abiertos a aprender que él no impulsa la dinámica del mundo por
medios de valores o energías más nobles o más íntimas, sino que con él da comienzo la nueva existencia.
Realizaremos en toda su plenitud ese cambio de rumbo que se llama fe y que hará que ya no pensemos
desde postulados mundanos, prescindiendo de Jesús, sino desde el punto de vista de Jesús, prescindiendo
de todo lo demás. Entonces, ya no diremos que en el mundo no existe la resurrección de los muertos y, en
consecuencia, el mensaje de la resurrección es un mito. Más bien, podremos decir que Jesús ha resucitado
y, por consiguiente, la resurrección es posible; es más, la resurrección de Jesús es el fundamento radical de
un mundo verdaderamente auténtico.
En la resurrección se revela todo lo que, desde el principio, estaba ya latente en la persona de Jesús, Hijo
del hombre e Hijo de Dios. Cuando reflexionamos sobre nuestra propia existencia, se produce en el
interior de cada uno de nosotros una especie de impulso que surge de la oscuridad de nuestra niñez y se
remonta a etapas más o menos lejanas, según nuestra capacidad de rememoración. Y ese impulso crece
hasta un punto culminante, para luego ir descendiendo hasta que, más o menos pletórico, o con gran
brusquedad, termina por hundirse. Este arco de nuestra existencia arranca del nacimiento y termina en la
muerte. Todo el tiempo anterior está bajo el dominio de una oscuridad en la que, llenos de asombro,
queremos hallar respuesta al enigma de cómo ha sido posible que hayamos empezado a vivir. Y después
de la desaparición de ese mismo arco, vuelve a haber oscuridad, sobre la que flota una cierta sensación de
esperanza.... Pero en el caso de Jesús, la situación es diferente. El arco de su existencia no empieza en su
nacimiento, sino que se curva en una dirección regresiva a la eternidad. Según sus propias palabras:
"Antes de que Abrahán existiera, yo soy" (Jn 8, 58) La afirmación no es de un místico cristiano del siglo
II, como alguien ha dicho, sino expresión directa de una vivencia íntima de Jesús. Y en el otro extremo, el
arco de su existencia no se hunde con su muerte, sino que recoge toda su vida y la prolonga a la eternidad,
como lo predice sobre sí mismo el propio Jesús: "[los hombres] le darán muerte, pero al tercer día
resucitará" (Mt 17, 23). La percepción que Jesús tiene de su propia existencia y su actitud personal ante la
muerte es infinitamente más amplia y profunda que la nuestra. Para él, la muerte no es más que un trámite
de paso, una transición, aunque cargada de dolor y de amargo significado. "¿No era preciso que el Mesías
sufriera todo eso para entrar en su gloria?" Ésa es la pregunta del Señor a los discípulos que iban camino
de Emaús (Lc 24, 26)...La resurrección hace realidad lo que Jesús ha llevado siempre en su interior. Por
tanto, rechazar el hecho de la resurrección equivale a negar a l vez, lo que este acontecimiento significa en
la vida y en la conciencia de Jesús. Todo lo demás no merece ni siquiera el nombre de fe.
Sin embargo, las narraciones evangélicas relatan con toda claridad una experiencia de tipo visionario. ¡Los
discípulos tuvieron, realmente, visiones!... Y es verdad. Por consiguiente, lo único que hay que hacer es
restituir a esa palabra su auténtico significado. Lo que se le ocurre espontáneamente al lector, cuando lee
esta frase: "ha sido una visión", responde a una percepción más bien reciente. Pero la frase tiene también
un sentido muy antiguo. Por lo que aquí nos interesa, la palabra aparece ya en el Antiguo Testamento,
donde el término "visión" significa "imagen, percepción, contemplación". Pero no en sentido de una
simple experiencia cuyo significado fuera puramente subjetivo, sino como la invasión de esa experiencia
por una realidad superior. Qué duda cabe que los discípulos, tanto junto al sepulcro como en el camino de
Emaús, en el cenáculo, o en la ribera del lago de Genesaret, tuvieron visiones. Pero eso quiere decir que
vieron vivo al Señor, como realidad que estaba en el mundo, aunque no pertenecía al mundo, realidad
encuadrada en los parámetros del mundo, pero dueña y señora de sus leyes. Contemplar esa realidad era
mucho más -y, al mismo tiempo, diferente- que ver un árbol al borde del camino, o a un hombre entrar por
la puerta. Contemplarle a él, a Jesús resucitado, suponía una conmoción profunda, una explosión que hacía
saltar todas las vivencias cotidianas. De ahí que la narración esté sembrada de una nueva terminología:
Jesús "aparece" y "desaparece"; "de repente" se encuentra en medio de la sala; uno se da la vuelta, y ve a
Jesús "a su lado", etc. (cf. Mc16,9.14; Lc 24, 31.36). Así se explica también que el relato sea tan abrupto,
entrecortado, fluctuante, incluso contradictorio. De hecho, ésta parece la mejor manera de dar forma a
unos contenidos que demandan una expresividad de nuevo cuño, porque han hecho saltar los viejos
moldes.
1- Por lo general, sigo el orden que presenta August Vezin en su Concordancia de los evangelios (Freiburg
1938) 187ss. Las adiciones explicativas que van en corchetes son del autor.
2-El sepulcro era una cavidad excavada en la roca; la losa era una plancha de piedra colocada en posición
vertical, a modo de puerta.
3-Evidentemente, resuena aquí un eco de lo que contaron los guardias sobre su experiencia en la mañana
de Pascua. Ese primer relato, junto con la versión oficial, de que los discípulos habían robado el cadáver,
empezó a circular entre el pueblo provocando lógico sobresalto.
4-No cabe duda que los dos discípulos a los que se hace referencia en Lc 24, 13ss. salieron camino de
Emaús al oír ese primer relato, al que no podían dar crédito.
Resurrección. romano guardini
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  • 1. Fue necesario un nuevo lenguaje para explicarlo El texto es un extracto del libro "EL SEÑOR", editado por Ediciones Cristiandad Romano Guardini Todos los relatos evangélicos refieren un misterioso acontecimiento que se produjo al tercer día de la muerte de Jesús. Su misma forma literaria confiere a estos relatos un carácter peculiar: se cortan siempre de modo bastante abrupto, se entrecruzan unos con otros y contienen un cúmulo de contrastes y contradicciones difíciles de explicar. Por otra parte, dan la impresión de estar transidos de un halo portentoso, que supera todas las formas que, habitualmente, reviste la experiencia humana. Si combinamos los diversos relatos según la probable sucesión histórica de los hechos, tendremos una secuencia, más o menos como la siguiente: "Pasado el sábado, al clarear el primer día de la semana...se produjo un violento temblor de tierra, porque un ángel del Señor bajó del cielo, corrió la losa de la entrada del sepulcro y se sentó encima2. Su aspecto era como el del relámpago y su vestido era blanco como la nieve. Al ver al ángel, los centinelas se echaron a temblar, y se quedaron como muertos " (Mt 28, 1-4)3 "Cumplido el descanso del sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron perfumes para ir a embalsamar a Jesús. El primer día de la semana, muy de madrugada, a la salida del sol, fueron al sepulcro. E iban comentando entre ellas: -¿Quién nos correrá la losa de la entrada del sepulcro? Pero, al levantar la vista, observaron que la losa ya estaba corrida; y eso que era muy grande". (Mc. 16, 1-4) "Y entraron pero no encontraron el cuerpo del Señor Jesús" (Lc. 24,3) "María Magdalena se volvió corriendo, para contárselo a Simón Pedro y al otro discípulo a quién Jesús tanto quería. Y les dijo: -Se han llevado del Sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto. Al oír eso, Pedro y el otro discípulo se fueron rápidamente al sepulcro. Salieron corriendo los dos juntos" (Jn 20, 2-4) "[Mientras las otras mujeres que habían quedado en el sepulcro no sabían qué pensar de lo sucedido], se presentaron dos hombres con vestidos deslumbrantes. Ellas, despavoridas, no hacían más que mirar al suelo. Pero ellos les dijeron: -¿Por qué buscais entre los muertos al que está vivo? No está aquí; ha resucitado. Acordaos de lo que él os dijo cuando aún estaba en Galilea: El Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de pecadores, y lo crucificarán, pero al tercer día resucitará" (Lc. 24, 4-7) "Y ahora, marchaos y decid a sus discípulos y a Pedro que él va delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis, como os digo" (Mc. 16, 7) "Entonces ellas recordaron sus palabras, volvieron del sepulcro y anunciaron todo eso a los Once y a todos los demás" (Lc 24, 8-9) 4 "[De los discípulos que salieron corriendo juntos hacia el sepulcro], el otro discípulo [Juan] corría más que Pedro y llegó al sepulcro
  • 2. antes que él. Se asomó al interior y vio las vendas en el suelo; pero no entró. Detrás llegó Simón Pedro; entró en el sepulcro y vio las vendas en el suelo: pero el sudario que había envuelto la cabeza de Jesús no estaba en el suelo con las demás vendas, sino que estaba enrollado aparte. Entonces, entró también el otro discípulo, el que había llegado primero. Y al ver aquello, creyó. Es que hasta entonces, los discípulos no habían entendido la Escritura según la cual Jesús tenía que resucitar de entre los muertos. A continuación, los dos discípulos se volvieron a casa. Fuera, junto al sepulcro, estaba María Magdalena llorando. Sin dejar de llorar, se asomó una vez más al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de un blanco deslumbrante, sentados en el lugar donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. Ellos le preguntaron: -¿Por qué lloras, mujer? Ella contestó: -Porque se han llevado a mi Señor y no sé donde lo han puesto. Dicho esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús, de pie, pero no lo reconoció. Jesús le preguntó: -¿Por qué lloras, mujer? ¿A quién buscas? Ella, tomándolo por el hortelano, le contestó: -Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto, que yo misma iré a recogerlo. Jesús le dijo: -¡María! Ella se volvió hacia él y exclamó en arameo: -Rabbuní (que quiere decir "Maestro mío"). [y se echó a sus pies, para abrazarlo. Pero] Jesús le dijo: -Suéltame ya, que todavía no he subido a mi Padre. Anda, ve a decirle a mis hermanos: "Subo a mi Padre, que es vuestro Padre; y a mi Dios, que es vuestro Dios" María se fue corriendo adonde estaban los discípulos y les anunció: -He visto al Señor. Y les contó lo que Jesús le había dicho. (Jn. 20, 4-8) Lo que aquí se cuenta es tan extraordinario, que resulta increíble. Jesús de Nazaret, Maestro de un pequeño grupo de discípulos, personaje al que mucha gente había considerado como Mesías, pero condenado a muerte y ajusticiado por sus enemigos, ha vuelto a la vida. Y no sólo a una vida como la de Sócrates describía a sus discípulos antes de morir, en la que el alma seguiría viviendo en otra dimensión mucho mejor y de más abiertas perspectivas. Y tampoco a esa vida que se atribuye al difunto cuya imagen y recuerdo siguen vivos en el espíritu de sus descendientes, a modo de instrucción y pauta de vida. ¡Nada de eso! La vida resucitada de Jesús es una vida real, en cuerpo y alma, en carne y sangre. La vida arrancada, destruida, aniquilada en la cruz ha despertado y vuelve a latir de nuevo; aunque, eso sí, en una condición totalmente nueva y transformada. Nuestros sentimientos se rebelan contra esta exigencia de la fe. Pero es que, si no fuera así, tendríamos buenos motivos para ser desconfiados, y hasta podríamos preguntarnos si, en la práctica, no estaremos aceptando esos relatos como si fueran una leyenda. De hecho, lo que aquí se afirma es tan inaudito, que la reacción más espontánea es rebelarse contra ello. En consecuencia, no es extraño que la versión oficial ofrecida entonces por la autoridad competente, a saber, que mientras los guardias dormían, habían venido los discípulos de Jesús y habían robado su cadáver (cf. Mt. 28 11-15) fuera creída por mucha gente. Es un hecho que más de una vez se ha pretendido separar el fenómeno de la resurrección del resto de los acontecimientos que dibujan la verdadera imagen de la vida del Señor. Y eso se ha llevado a cabo de muy diversas maneras. Muchas veces, y ya desde los mismo comienzos, se acudió a una burda suposición, según la cual los seguidores de Jesús habrían cometido un verdadero fraude, calificado de piadoso con ciertas reservas, según la mentalidad de los defensores de dicha hipótesis. No cabe duda que el fundamento de esta teoría es aquella versión oficial de las autoridades, a la que acabamos de hacer
  • 3. referencia. Mucho más serias parecen otras dos teorías que se han propuesto en época moderna. Según la primera, los discípulos creyeron con toda su alma que Jesús era el Mesías. Ahora bien, mantener viva esa fe requería tanto mayo esfuerzo, cuanto más crítica se volvía la situación externa. Hasta el último momento, y con una tensión verdaderamente lacerante, esperaron la gran victoria mesiánica y la destrucción de los enemigos. Pero cuando se produjo la gran catástrofe, el mundo se les vino abajo. Un desaliento sin límites se cebó con ellos. Pero, de pronto, por uno de esos mecanismos misteriosos con los que la vida suele salir airosa aún de la más terrible amenaza, surgió de su subconsciente una certeza absoluta: ¡Él está vivo! Esa iluminación tan vívida con que la desesperación se supera a sí misma creó ciertas visiones en las que los discípulos creyeron ver físicamente presente el objeto de sus ansias más profundas. Mejor dicho, las visiones nacidas de la actividad del subconsciente produjeron su convicción de que estaban en lo cierto. Esta creencia elaborada por los primeros interesados fue asumida posteriormente por los demás seguidores de Jesús. Y desde ahí se fue abriendo paso a lo largo de toda la historia posterior... La otra teoría nació de la vivencia misma de la comunidad cristiana. Según esta hipótesis, la comunidad primitiva, rodeada de enemigos y gentes extrañas a ella, sintió necesidad no sólo de unos contenidos que pudieran mantenerla unida en su interior y defenderla de amenazas exteriores, sino también de una figura divina y de un acontecimiento en el que se fundara la realidad de la salvación. Como ocurría en otras religiones, en las que existían ciertas figuras cúlticas cuyo destino mitológico se representaba y se actualizaba en las celebraciones litúrgicas, también en la comunidad cristiana primitiva se forjó la figura de un ser supraterreno: Jesús, el Señor, cuyo destino sagrado se convirtió en contenido fundamental de su culto y pauta de existencia...De ese modo, la experiencia religiosa de la primitiva comunidad cristiana dio vida a la figura de "Cristo", con un significado totalmente distinto del que tenía "Jesús de Nazaret", como personaje histórico. Éste fue un hombre, un genio religioso tremendamente creativo, que vivió y murió como todos los hombres; en una sola cosa fue distinto a los demás: en el significado incomparablemente profundo de su muerte. Sólo una vivencia como la de Pascua transformó a Jesús de Nazaret en Kyrios Cristos, el Señor glorioso de la fe, que vive por el Espíritu, actúa con el poder de ese mismo Espíritu, y vendrá a juzgar al mundo como supremo y soberano juez del universo. Pero entre estas dos personalidades no hay ninguna unidad, a menos que se difumine esa afirmación tan diáfana y se diga que sólo la fe percibe esa unidad; pero eso quiere decir que la unidad no existe más que en el sentimiento y la vivencia espiritual de cada individuo. Contra esas teorías se pueden hacer muchas objeciones. En la Sagrada escritura no hay el más mínimo indicio de que los apóstoles esperaran una resurrección, en cualquier sentido. Más bien, se resistieron a aceptar esa idea, hasta que el hecho mismo los obligó a doblegarse... Podríamos objetar que la esencia de tales visiones o intuiciones religiosas radica en el hecho de que la percepción consciente parece volverse contra ellas, así como en la necesidad de superar la aporía que ellas encierran, aunque -mejor dicho, porque- proceden de la interioridad del subconsciente. Es posible; pero la forma en la que se manifiesta esa experiencia deberá corresponder a las categorías psicológicas del sujeto. Por otro lado, la figura de un Dios hecho hombre, que entrara en el reino celeste conservando su propia corporalidad, resultaba totalmente extraña a la mentalidad del judaísmo. Una figura así jamás habría ayudado al subconsciente de unos pescadores galileos a superar su depresión... Finalmente, y sobre todo, habría que decir que un acontecimiento como éste, de auténtica revolución religiosa, quizá hubiera podido mantenerse durante algún tiempo, durante unos pocos años de entusiasmo, o incluso en una situación de inculta espiritualidad, pero jamás habría originado un movimiento de tanta y tan universal repercusión como el cristianismo, cuyo núcleo fundamental esta indisolublemente unido a la fe en la resurrección de Jesús. Hay que estar ciego para aventurarse a hacer unas afirmaciones como las que acabamos de exponer. Pero el hecho es que la ciencia, con su pretensión de aséptica objetividad, es bastante ciega en muchas ocasiones, concretamente en determinados aspectos en los que una voluntad larvada le impone mirar hacia otro lado... Sin embargo, todo esto no es aún lo decisivo; si lo hemos mencionado aquí es para despejar el camino hacia lo verdaderamente importante. Pablo de Tarso, que no experimentó la crisis por la que atravesaron los demás apóstoles, describe así lo esencial de este acontecimiento: "Si Cristo no resucitó, vuestra fe es ilusoria y seguís con vuestros pecados. (...) Si la esperanza que tenemos en Cristo es sólo para esta vida, somos los más desgraciados de los hombres" (1Cor 15, 17.19). Eso significa que la resurrección de Jesús de entre los muertos es la piedra
  • 4. de toque para que la fe cristiana siga existiendo o se derrumbe por completo. No es un elemento marginal de la fe o un producto mitológico basado en categorías históricas que posteriormente pueda ser desgajado de su núcleo sin que, por ello, peligre su propia esencia. Todo lo contrario; la resurrección de Jesús es el centro vital del cristianismo. El planteamiento de Pablo nos remite una vez más a Jesús. ¿Qué idea se había hecho él sobre su propia resurrección? Con bastante frecuencia, pero sobre todo en tres ocasiones puntuales durante su viaje a Jerusalén, Jesús hizo referencia explícita a su muerte. Pero lo más relevante es que cada una de esas veces añadió que al tercer día iba resucitar. En estas declaraciones cobra fuerza un elemento clave de la personalidad de Jesús: su actitud peculiar frente a la muerte. Para Jesús el hecho de la muerte no tiene el mismo significado que para nosotros, como ya hemos explicado en un capítulo anterior. Jesús sólo conoce una muerte que va seguida de la resurrección: y una resurrección inmediata, que se produce en nuestro propio tiempo histórico. Así nos vemos confrontados con la tarea más importante y, a la vez, más ardua de una teología cristiana: comprender la existencia del Señor. A un simple fiel, que vive en el seno de la comunidad salvífica, que cree y trata de imitar a su Maestro, le resulta fácil entender esa existencia. Pero lo que aquí nos planteamos es una comprensión consciente, reflexiva, que ponga en juego nuestra capacidad de pensar, porque también esa clase actividad está llamada a prestar servicio a la causa de Jesús. Y eso implica que este razonamiento, en cuanto tal, tendrá que estar dispuesto a dejarse bautizar, para convertirse en reflexión cristiana. La tarea que nos ocupa aquí, a saber, la comprensión razonada de la vida de Jesús o, lo que es lo mismo, la interpretación de su propia autoconciencia, es tremendamente difícil. Dos peligros acechan en este terreno: empezar por un análisis de la auténtica psicología humana, dejando a un lado todo lo que supera ese aspecto, o partir del dogma y centrarse en lo sobrehumano de la personalidad de Jesús, sin entrar en su manifestación visible. Lo más adecuado será, sin duda, tratar de sintonizar con la figura viviente del Señor Jesús y comprobar lo radicalmente humano que se muestra en todo momento, aunque sin prescindir del hecho de que una verdadera comprensión de esa humanidad deberá estar necesariamente transida de algo que no sólo no es reductible a categorías de genialidad, o al simple dinamismo de una experiencia religiosa, sino que pertenece al ámbito de la propia santidad de Dios. La actitud de Jesús frente al mundo es muy distinta de la nuestra. Ante los hombres, no se comporta como un hombre cualquiera. Ante Dios, su actitud no es la del creyente. Ante la comprensión de sí mismo, es decir, de su propia existencia, ante la vida y ante la muerte, Jesús no reacciona como cualquiera de nosotros. En todos estos aspectos actúa ya el hecho de la resurrección. Lo dicho nos sitúa ante una alternativa absolutamente fundamental. Si tomamos como medida de la realidad nuestra existencia tal como es, el mundo tal como se mueve a nuestro alrededor y el modo en que toma forma nuestras ideas y nuestros sentimientos, y desde esa perspectiva juzgamos la personalidad de Jesús, la fe en la resurrección se nos presentará como mero producto de una conmoción religiosa, como resultado de la incipiente vida de una comunidad específica, o sea, una creación puramente ilusoria. Entonces será sólo cuestión de lógica comprobar con que rapidez se esfuma esa creencia, con sus presupuestos y sus conclusiones, para abrir camino al llamado cristianismo puro, que no será más que una ética superficial o una religiosidad sin sustancia... La alternativa es caer en la cuenta de lo que realmente exige la figura de Jesús, que no es otra cosa que la fe. Comprenderemos entonces que esa figura no ha aparecido en este mundo para revelarnos nuevos conocimientos o provocarnos experiencias de orden mundano, sino para liberarnos de la fascinación del mundo. Será entonces cuando escuchemos sus exigencias y las pongamos en práctica. Aceptaremos el propio Cristo las categorías más adecuadas para reflexionar sobre su persona. Estaremos abiertos a aprender que él no impulsa la dinámica del mundo por medios de valores o energías más nobles o más íntimas, sino que con él da comienzo la nueva existencia. Realizaremos en toda su plenitud ese cambio de rumbo que se llama fe y que hará que ya no pensemos desde postulados mundanos, prescindiendo de Jesús, sino desde el punto de vista de Jesús, prescindiendo de todo lo demás. Entonces, ya no diremos que en el mundo no existe la resurrección de los muertos y, en consecuencia, el mensaje de la resurrección es un mito. Más bien, podremos decir que Jesús ha resucitado y, por consiguiente, la resurrección es posible; es más, la resurrección de Jesús es el fundamento radical de un mundo verdaderamente auténtico.
  • 5. En la resurrección se revela todo lo que, desde el principio, estaba ya latente en la persona de Jesús, Hijo del hombre e Hijo de Dios. Cuando reflexionamos sobre nuestra propia existencia, se produce en el interior de cada uno de nosotros una especie de impulso que surge de la oscuridad de nuestra niñez y se remonta a etapas más o menos lejanas, según nuestra capacidad de rememoración. Y ese impulso crece hasta un punto culminante, para luego ir descendiendo hasta que, más o menos pletórico, o con gran brusquedad, termina por hundirse. Este arco de nuestra existencia arranca del nacimiento y termina en la muerte. Todo el tiempo anterior está bajo el dominio de una oscuridad en la que, llenos de asombro, queremos hallar respuesta al enigma de cómo ha sido posible que hayamos empezado a vivir. Y después de la desaparición de ese mismo arco, vuelve a haber oscuridad, sobre la que flota una cierta sensación de esperanza.... Pero en el caso de Jesús, la situación es diferente. El arco de su existencia no empieza en su nacimiento, sino que se curva en una dirección regresiva a la eternidad. Según sus propias palabras: "Antes de que Abrahán existiera, yo soy" (Jn 8, 58) La afirmación no es de un místico cristiano del siglo II, como alguien ha dicho, sino expresión directa de una vivencia íntima de Jesús. Y en el otro extremo, el arco de su existencia no se hunde con su muerte, sino que recoge toda su vida y la prolonga a la eternidad, como lo predice sobre sí mismo el propio Jesús: "[los hombres] le darán muerte, pero al tercer día resucitará" (Mt 17, 23). La percepción que Jesús tiene de su propia existencia y su actitud personal ante la muerte es infinitamente más amplia y profunda que la nuestra. Para él, la muerte no es más que un trámite de paso, una transición, aunque cargada de dolor y de amargo significado. "¿No era preciso que el Mesías sufriera todo eso para entrar en su gloria?" Ésa es la pregunta del Señor a los discípulos que iban camino de Emaús (Lc 24, 26)...La resurrección hace realidad lo que Jesús ha llevado siempre en su interior. Por tanto, rechazar el hecho de la resurrección equivale a negar a l vez, lo que este acontecimiento significa en la vida y en la conciencia de Jesús. Todo lo demás no merece ni siquiera el nombre de fe. Sin embargo, las narraciones evangélicas relatan con toda claridad una experiencia de tipo visionario. ¡Los discípulos tuvieron, realmente, visiones!... Y es verdad. Por consiguiente, lo único que hay que hacer es restituir a esa palabra su auténtico significado. Lo que se le ocurre espontáneamente al lector, cuando lee esta frase: "ha sido una visión", responde a una percepción más bien reciente. Pero la frase tiene también un sentido muy antiguo. Por lo que aquí nos interesa, la palabra aparece ya en el Antiguo Testamento, donde el término "visión" significa "imagen, percepción, contemplación". Pero no en sentido de una simple experiencia cuyo significado fuera puramente subjetivo, sino como la invasión de esa experiencia por una realidad superior. Qué duda cabe que los discípulos, tanto junto al sepulcro como en el camino de Emaús, en el cenáculo, o en la ribera del lago de Genesaret, tuvieron visiones. Pero eso quiere decir que vieron vivo al Señor, como realidad que estaba en el mundo, aunque no pertenecía al mundo, realidad encuadrada en los parámetros del mundo, pero dueña y señora de sus leyes. Contemplar esa realidad era mucho más -y, al mismo tiempo, diferente- que ver un árbol al borde del camino, o a un hombre entrar por la puerta. Contemplarle a él, a Jesús resucitado, suponía una conmoción profunda, una explosión que hacía saltar todas las vivencias cotidianas. De ahí que la narración esté sembrada de una nueva terminología: Jesús "aparece" y "desaparece"; "de repente" se encuentra en medio de la sala; uno se da la vuelta, y ve a Jesús "a su lado", etc. (cf. Mc16,9.14; Lc 24, 31.36). Así se explica también que el relato sea tan abrupto, entrecortado, fluctuante, incluso contradictorio. De hecho, ésta parece la mejor manera de dar forma a unos contenidos que demandan una expresividad de nuevo cuño, porque han hecho saltar los viejos moldes. 1- Por lo general, sigo el orden que presenta August Vezin en su Concordancia de los evangelios (Freiburg 1938) 187ss. Las adiciones explicativas que van en corchetes son del autor. 2-El sepulcro era una cavidad excavada en la roca; la losa era una plancha de piedra colocada en posición vertical, a modo de puerta. 3-Evidentemente, resuena aquí un eco de lo que contaron los guardias sobre su experiencia en la mañana de Pascua. Ese primer relato, junto con la versión oficial, de que los discípulos habían robado el cadáver, empezó a circular entre el pueblo provocando lógico sobresalto. 4-No cabe duda que los dos discípulos a los que se hace referencia en Lc 24, 13ss. salieron camino de Emaús al oír ese primer relato, al que no podían dar crédito.