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Estatua-Menhir del dolmen de Navalcán
Museo de Santa Cruz. Toledo

OTRAS MIRADAS OTRAS MIRADAS OTRAS MIRADAS

LOS DRACOS DEL GRECO
Desde tiempo inmemorial el ser humano ha sentido una extraña mezcla de temor y de
fascinación ante la serpiente, constituyendo ésta uno de sus símbolos más antiguos y
universales. En su Diccionario de símbolos (Ed. Labor S.A.), Juan-Eduardo Cirlot nos apunta que
“Si en realidad todos los símbolos son funciones y signos de lo energético, la serpiente es
simbólica por antonomasia de la energía, de la fuerza pura y sola; de ahí sus ambivalencias y
multivalencias”. La observación de este inquietante reptil, que cada primavera cobra nueva
vida, mudando completamente su piel todos los años, favoreció su identificación con las ideas
de sabiduría, rejuvenecimiento, fertilidad, salud y prosperidad. Por su carácter reptante y el
poder de sus anillos fue asociada con la vida y con la fuerza. Por su peligrosidad, incluso
mortal en muchos casos, ha sido también símbolo del plano destructor de la naturaleza, y su
ambivalente capacidad de matar tanto como de alumbrar o de generar.

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Cuando los antiguos Mayas necesitaron de un emblema para unir dos conceptos tan
diferenciados como el tiempo y el espacio, para ellos inseparables, encontraron por ello en la
serpiente el símbolo proverbial, siendo Najt la gran espiral que, al girar y enroscarse
continuamente sobre sí misma, significa ambos términos y resuelve cíclicamente el movimiento
cósmico.
Símbolo inseparable de la diosa madre, la diosa Tierra, es presentada por especialistas como
Laviosa Zambotti como expresión del poder femenino que, en el antiguo Oriente, alumbra el
nacimiento de importantes culturas. En el neolítico, el culto a este animal se expandirá por todo
el Mediterráneo hacia Occidente, vinculado a la luna y su aspecto tan mutante como la forma o
la piel del ofidio, así como al culto al toro, con sus poderosos cuernos de media luna en su
testa. Los colonizadores orientales que llegaron a las tierras que serían España, viajaban bajo
el signo de esta diosa madre, señora de la muerte y de la resurrección.
El símbolo de la serpiente asociada a formas de religión, proviene de un Oriente de fuerte
arraigo matriarcal.
Creta fue uno de los baluartes de la diosa de las serpientes, asociada allí a la espiral, siendo
dicha isla griega, para Zambotti, el refugio de esta religión de la diosa madre al producirse en
Babilonia una gran revolución social y religiosa aristocrática, en la que se derogaron
primordiales elementos matriarcales.
El culto relacionado con la simbología lunar y de la serpiente, inspirará toda la cultura cretense
y centro-oriental europea. Por su parte, Mircea Eliade remarca la fusión de esta religión
matriarcal con la megalítica occidental, ya apuntada por la autora citada.
Aparecerán claros signos de ello en los ancestrales megalitos, símbolos mágico-religiosos en
los menhires y dólmenes atlánticos, que apelan también al Sol, al hacha (como atributo de los
dioses del rayo y de la tormenta) y a la serpiente, que será el símbolo de la vida asociada a las
imágenes de los antepasados.
En la península ibérica, los megalitos que con más rotundidad presentan serpientes
encaramadas son, sin duda, los dos menhires del dolmen de doble anillo de Navalcán (Toledo),
monumento funerario que puede verse en épocas de sequía, cuando se agotan las aguas del
pantano que lo mantiene sumergido en su seno. Estos menhires, rescatados del mismo,
pueden contemplarse en el patio del Museo de Santa Cruz, en el casco histórico toledano.
La serpiente fue identificada antaño con el sol en la filosofía oriental, astro que "se libera de la
noche como la serpiente se libera de su piel". Es asociada por ello con otros personajes que,
antes de convertirse en dioses, se desprenden de sus gastadas pieles (símbolo de la
adquisición de la inmortalidad, de la “victoria sobre la muerte"). Cuando Eliade comenta que en
la filosofía oriental la doctrina divina se identifica paradójicamente con una ciencia que al
menos en sus comienzos era de carácter demoníaco, es difícil no pensar en la serpiente
enroscada en el árbol de la ciencia del bien y del mal del libro del Génesis bíblico.
En la India, la inmanencia de las serpientes es evidente en la mitología popular más antigua,
siendo posteriormente vinculadas con determinados dioses, como pasaría con el tiempo en
Grecia. Los nagas eran "espíritus-serpientes" conectados con lugares sagrados, a veces
marcados con singularidades naturales como una gran piedra, un árbol, o un río; claras
reminiscencias del estadio religioso más primitivo. En la mitología oriental el dragón y la
serpiente serán símbolos del ritmo vital y acuático.
En Egipto la serpiente será la imagen primitiva y última del dios Atum. Los adoradores del sol
creían que cuando el mundo retornara a su inicial estado caótico, Atum se convertirá
nuevamente en serpiente. Esta inefable serpiente Atum sería el dios supremo y oculto,
mientras que Ra representaba el dios manifestado. La dualidad Faraón-Ra y Serpiente
(Apofis)-Atum, supone, para Eliade, que la obra del Faraón asegura la estabilidad del cosmos y
del Estado y, como consecuencia, también la continuidad de la vida. La cosmogonía se
reanuda cada mañana, cuando el dios solar "rechaza" a la serpiente Apofis, pero sin lograr
aniquilarla nunca, ya que el caos (las tinieblas), por representar la virtualidad, es indestructible.
La actividad política del Faraón reproduce las hazañas de Ra: también "rechaza" a Apofis, es

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decir, que vela para que el mundo no retorne al caos. Cuando en las fronteras aparezcan enemigos serán asimilados a Apofis y el triunfo del Faraón reproducirá la victoria de Ra.
La serpiente también protagonizará un papel relevante en la mitología griega, especialmente en
sus inicios. En Grecia, las figuras con cuerpo humano y cola de serpiente tenían connotaciones
positivas; representaban la población primigenia, eran los que habían nacido directamente de
la diosa madre, de la tierra. En el culto a Palas Atenea, diosa de la Sabiduría, nacida de un
hachazo en la cabeza del gran Zeus, dios del rayo y de la tormenta (ciertos símbolos viajan
siempre juntos en el tiempo), estas criaturas semiserpentiformes eran enterradas allí para
ofrenda vinculada con la tierra, interpretando que de ella habían brotado los que a ella volvían,
como el polvo al polvo. Estos seres emitían a menudo oráculos y, seguramente, Asclepio
(Esculapio) era serpentiforme antes de legar su célebre vara como potente símbolo del matarcurar. Algunos autores, atendiendo a una etapa prehomérica en la que las fuerzas demoníacas,
buenas o malas, estaban vinculadas con espíritus ectónicos, apuntan que al erigirse Asclepio
en figura antropomorfa, la serpiente pasó a constituir un mero instrumento, un emblema. Como,
a partir de la etapa homérica, las deidades griegas adquieren apariencia humana, estas figuras
serpentiformes o quedan reducidas a un papel secundario, o se convierten en negativas. La
imagen del niño Heracles asfixiando con sus manos desde su cuna a dos serpientes, encuentra
aquí un sentido de renovación simbólica.
La llegada de dioses nuevos y su victoria sobre los antiguos, simbolizados por serpientes,
cuenta también con proverbial alegoría en la instalación de Apolo (dios de las Artes) en el
templo de Delfos después de vencer a Pitón. Esta mítica lucha se reflejará posteriormente en
todas las mitologías, con un dios vencedor de un dragón o de una serpiente, como expresión
simbólica de la soberanía primordial de las potencias telúricas y de la "autoctonía" (sic) (http://
vigoetnográfico.blogspot.com.es/209/02/el-tema.de-la-serpiente-en-la_8315.html. Public. por Hidalgo). El
caso griego es peculiar, porque luego Apolo "tuvo que expiar aquella muerte, convirtiéndose de
aquel modo en el dios por excelencia de las purificaciones y debió instalarse en el templo del
derrotado y fue precisamente bajo la advocación de Apolo Pitreo como alcanzó su prestigio
panhélico". Ello da cuenta de la trascendencia de esta serpiente en el pensamiento griego que,
bien vencida o evolucionada hacia otro estadio, ostenta respeto y veneración en la Grecia
antigua.
El combate de dioses con serpientes será ya, pues, tema mítico recurrente: la lucha de Ra
contra Apofis se traducirá en el combate entre el dios sumerío Niruta y Asag, de Marduk contra
Tiamat, del dios hitita de la tormenta contra la serpiente Illyyankas, de Zeus contra Tifón, del
héroe iranio Thraetaona contra el dragón tricéfalo Azhi-dahaka. En algunos casos la victoria del
dios constituye el paso previo para una cosmogonía, por ejemplo en la lucha de Marduk y
Tiamat. En otras ocasiones lo que está en juego será la instauración de una nueva soberanía,
como en la lucha de Zeus contra Tifón y Baal contra Yam. Para marcar una nueva situación
cósmica o institucional, asistiremos a la muerte de un monstruo ofídico, un draco, como
símbolo de la virtualidad del "caos" al tiempo que de lo "autóctono " (Hidalgo, ibidem).
En el cristianismo la serpiente encontrará su connotación más peyorativa, como ser sagaz pero
malvado, que pasará por tabú alimenticio (en el Génesis, hacia el 750 a. de J. C), o por animal destructor, símbolo del demonio (Apocalipsis, hacia el 70 d. de J. C). Mircea Eliade, sienta el referente
del relato bíblico de Adán y Eva y la serpiente tentadora, aludiendo a una representación
mitológica arquetípica: "La diosa desnuda, el árbol milagroso y su guardián, la serpiente”. La
frustrada inmortalización de Guilgarmesh subyace en la castigada ingenuidad del Adán del
Génesis cristiano. La serpiente sigue encarnando el símbolo de la vida o del rejuvenecimiento,
en definitiva de la regeneración cósmica. Este mito arcaico fue radicalmente modificado por los
autores de los relatos bíblicos. El fracaso iniciático de Adán fue reinterpretado como un castigo
ampliamente justificado. La autoridad creciente que estaba adquiriendo el monoteísmo yahvista
entonces, queda patente en la reinterpretación genésica del relato.

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Las investigaciones de Tachi Venturi o Cirlot servirían
para ampliar el conocimiento de la relevancia del mítico
draco en la actual diversidad cultural humana. También el
análisis de los antiguos ritos de los aztecas o de los indios
orientales, como de los fenicios, que rindieron culto a la
serpiente como a uno más de sus dioses, igual que los
budistas a la cobra o los habitantes del antiguo Imperio
Chino a un ser fantástico con cuerpo de gruesa sierpe y
patas, el dragón que convirtieron en su símbolo supremo.
Pero si en algún lugar del mundo la dialéctica que
simbolizan la luz y la sombra, atendió a la ancestral
relación entre la mujer y el ofidio, la doncella y el draco,
fue sin duda en Creta, la isla del Laberinto, en la que se
rindió culto a la Diosa de las serpientes como expresión
cosmogónica
dinámica,
una
Madre-Muerte
que
amamanta-envenena nuestra dualidad.
Y de allí, de Creta, donde nació y vivió hasta sus 26 años
en la etapa de ocupación veneciana de la isla, partió
hacia Italia un pujante artista de formación bizantina,
La Diosa de las serpientes.
avezado ya en la dialéctica de la luz y de la sombra,
Escultura prehistórica cretense
Museo de Heraklion
llamado Doménikos Theotokópoulos.
(antigua Candía)
Vivió en Venecia y en Roma.
Su incorporación al taller de
Tiziano le permitió recibir los valiosos consejos del maestro,
impregnándose también de los colores del Tintoretto y de Basanno,
así como pudo asomarse a la genialidad de Miguel Ángel. También
conoció allí a Fernando Niño de Guevara, un joven y extraño
sacerdote español que quedaría impresionado por la arrolladora
personalidad del artista. Fue este religioso uno de los que le
animaran a salir de Italia, hablándole del gran empeño de una obra
para la exaltación católica, el monasterio de El Escorial del monarca
español Felipe II, que demandaba artistas para el que se convirtió
entonces en el foco manierista más importante del momento.
Y en 1577, a sus 36 años, viajó hasta España, donde le esperaba una serpiente gigante…

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… que le ofrecería una manzana.

Una ciudad laberíntica, recién despojada de la corte española, que se aferraba a su legendario
pasado, en la que podría hermanar la luz y la sombra, compartiéndolas con su nueva y
misteriosa amante, su Eva-Lilith, Jerónima de las Cuevas, para iniciar una nueva vida.
Allí se instalaría, junto al “serpenTajo”, y desarrollaría una obra regida por el sentimiento, por la
subjetividad, en la que la MIRADA del artista reniega de los cánones o patrones de la época, y
abre la puerta de la expresión artística pura, del arte libre, tal y como ahora hacen, sin saber
que siguen los senderos de su sombra toledana, los artistas actuales.

Toledo. Vista aérea del casco histórico bordeado por el río Tajo.

Aun no conocía este artista la España negra que se ocultaba bajo el poder de su rey, y
emperador en Europa, Felipe II, ni los privilegios de sus nobles y prelados, ni la pobreza de la
mayor parte del pueblo, ni las injusticias y tormentos que sufrían los que no se sometían a la
voluntad de los poderosos. En Roma había sentido el peso del poder, especialmente cuando
por una propuesta suya acorde con su joven orgullo, una osadía tan grande como su talento,
se le cerraron las puertas de la ciudad eterna como pintor, siendo la falta de encargos la que le

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forzó a viajar a otras tierras. Ahora estaba en una ciudad pequeña comparada con Roma, pero
no exenta de grandeza histórica, cuya archidiócesis era el núcleo más poderoso del poder
católico europeo, después del mismo Vaticano.
Quizá Doménikos tuviera, entonces, una imagen ya formada de Toledo, afamada ciudad
castellana que siguió la brillante estela del Bagdad de Al-Mamún, de la “Casa de la Sabiduría”
en la que aquel gran califa reunió, a principios del siglo IX, a hindúes, judíos, cristianos,
siríacos, islamistas y persas de distintos países, bajo una consigna fundamental: “tanto las
palabras de Alá, como las de Yavhé o las de Dios son conformes a los criterios de la razón y
sólo pueden oponerse a esos criterios quienes, de puro ignorantes, carecen de razón».
Ya sabría el viajero griego que, en la Córdoba califal, un siglo más tarde, consiguieron convivir
en paz las culturas musulmana, judía y mozárabe.
Estos acercamientos interculturales, suponían el triunfo del pensamiento y de la tolerancia
humanos, frente a tanto desatino exterior, tantas guerras “santas” como se libraban en otras
zonas del planeta.
El Greco habría oído hablar ya muchas veces de la célebre Escuela de Traductores de Toledo
que, con aquel gran referente de Bagdad, y el antecedente español de Córdoba, reunió en la
ciudad a sabios judíos, islamistas y cristianos, impulsada por los arzobispos cluniacenses, tal y
como recordaba, en entrevista reciente, Aniceto Núñez, a un medio de información toledano:
“Esta experiencia toledana, apoyada por los arzobispos cluniacenses, en especial Juan de
Castellmorum y Cerebruno de Poitiers, enriqueció, ya para siempre, el pensamiento de la
Europa naciente, cansada y asfixiada por el «pensamiento único» impuesto por el Papado y la
ignorancia. Un grupo de pensadores y traductores cristianos, judíos y musulmanes comenzaron
una experiencia que, mucho después, se denominaría «Escuela de Traductores de Toledo».
Objetivo: trasladar todo el conocimiento científico y filosófico de los griegos, de los helenísticos
y de los árabes al latín. Fue la epopeya intelectual más importante en la historia del
conocimiento en Europa. Una auténtica revolución mental. La verdad científica y filosófica,
escondida hasta ese momento, recorrerán los caminos de la Cristiandad, ahuyentando las
inteligencias que servían al odio y a la intolerancia, para alcanzar el sueño de que todos los
hombres se reunieran en una nueva Arca de la Alianza. Aquellos hombres sabían que la
verdad siempre se esconde, dificultando su conquista, pero también eran conscientes de que la
libertad y la convivencia sólo florecen a la luz de la verdad conquistada que permitirá que el
hombre se aleje, mar adentro, de la esclavitud, del odio, de la intolerancia… Toledo, en el siglo
XII, abrió las puertas y ventanas a la Razón y al Saber humano”.
(Núñez García, Aniceto, “Toledo: La ciudad del saber”, ABC de Toledo, 6-2-2013)
Núñez, catedrático de Filosofía, político, ensayista y filósofo, autor de la novela Toledo siglo XII:
la ciudad del saber, ha estudiado a fondo el entorno sociocultural de ese Toledo que consiguió
ser crisol de culturas, espacio para todos, en el que aquellos sabios “No sólo tradujeron
aproximadamente más de ciento cincuenta libros desde Aristóteles a Avicena, desde
Arquímedes a Euclides, desde Tolomeo a Al-Khawrismi, o de Hipócrates a Galeno, sino que se
impartían enseñanzas”, como nos refiere este, a su vez, profesor de Filosofía en enseñanza
secundaria. Nuñez asevera que “Toledo no puede mantener en el olvido a Juan Hispalense,
Avendauth, Domingo Gundisalvo, Ghalib, Gerardo de Cremona, el maestro Juan, Platón de
Tívoli, Daniel Morley, Alfredo de Sereshel, Miguel Scoto, Hermánn el alemán, Salomón de
Avenraza, Roberto de Chester, Marcos de Toledo, Abraham de Toledo, Yehuda ben Moses…
En un momento de configuración de las monarquías, cuando las ciudades cerraron los castillos
y la literatura artúrica y amorosa inundaban a toda Europa, en Toledo un grupo de pensadores
inundaban las escuelas y nacientes Universidades de conocimientos y sabiduría. De saber
humano, derivado de la Razón” (Núñez García., A., op.cit.).
Lo cierto es que, en la actualidad, muy pocos toledanos sabrían decirnos algo de éstos que
fueron grandes figuras de la cultura universal, por serlo de un Toledo muy diferente del que
recibió a Doménikos, pues en el siglo XVI poco quedaba de aquel espíritu noble, sabio y
tolerante en la ciudad. La “verdad única” se había impuesto en España desde finales del siglo

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anterior, con los Reyes Católicos Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, y todos tenían que
someterse a ella, o salir del país, o morir por sus creencias.
El nuevo reino de España, acuñado a sangre y a fuego, estaba más apegado aun al sistema
feudal medieval que al humanista renacentista que brillaba en la capital de Italia. La
conspiración gobernaba el poder social, siendo ejercida, especialmente, por los llamados
“príncipes de la Iglesia”, obispos, arzobispos y cardenales que llegaban a poner en jaque, en
ocasiones, al propio Felipe II. Sabemos cómo se repartían el país estos cíclopes católicos, que
dominaban vastos territorios y atesoraban inmensas fortunas, por un exhaustivo memorial
escrito para Felipe II, Emperador ya en declive, por el cronista Luis Hurtado de Mendoza, el
año anterior a la llegada del cretense.
Toledo era entonces una ciudad levítica. Su archidiócesis era el buque insignia de la Iglesia
católica, que ya ostentaba poder y riqueza equiparables a los que posee hoy en día siendo,
después del Estado, la mayor propietaria de tierras y de patrimonio de España, teniendo
actualmente la tercera parte del casco histórico de Toledo ocupada por iglesias, conventos,
seminarios y otros edificios religiosos.
El cronista, que era cura de la parroquia de San Vicente, refiere que en Toledo había,
entonces, 18 ermitas y cuarenta monasterios de frailes, monjes y beatas.
El Arzobispado de Toledo tenía bajo su jurisdicción 6 arzobispos y 18 obispos sufragáneos,
habiendo en la catedral 60 canónigos, 48 capellanes de coro, 13 capellanes mozárabes, 13
capellanes de reyes y más de un centenar de clérigos, sacristanes, cantores, racioneros, etc. a
los que habría que sumar 194 capellanes de las capellanías oficiales y particulares.
Algunos autores destacan, entre las razones por las que Felipe II había trasladado la corte de
Toledo a Madrid, el de la omnipresencia de la Iglesia, por la que el poder civil ya se veía
agobiado ante el religioso, que todo lo llenaba en una ciudad cada vez más arzobispal que
imperial (Kaglan, R.L. “El Greco and the law”, Studies in the history of art, 11. 1982, págs. 79-90).
El ayuntamiento y los notables toledanos, que habían contribuido a ello más de lo que les
convino al final, intentaron convencer al Rey de que volviera, pero resultó vano, lo que condenó
a Toledo al languidecimiento que, con el tiempo, provocaría su declive mientras Madrid crecía y
El Escorial se convertía en el referente del poder divino del que devenía el real, mientras a los
arzobispos se les elegía.
Frente a los prelados españoles enjoyados y ensoberbecidos, que tenían en jaque al propio
Rey, en el seno de la misma Iglesia y, siguiendo la estela del más genuino y humilde cristiano,
Francisco de Asís, muerto en 1226, otros clérigos españoles clamaban por la vuelta a la
esencia del cristianismo. Querían una Iglesia para los pobres y necesitados, que predicara con
el ejemplo y renunciara a la opulencia. Tal era el caso del místico Fray Juan de la Cruz, un año
más joven que el pintor griego, carmelita que, en su renuncia a lo material, apenas alimentaba
el cuerpo que le azotaron en Ávila, con nocturnidad y alevosía, sus compañeros frailes
Calzados del Carmen. A los dos días, le habían llevado secuestrado a Toledo en diciembre del
mismo año en el que había llegado a esta ciudad Doménikos.
El fraile Juan de la Cruz había iniciado, de la mano de la monja Teresa de Ávila, una reforma
de la Orden carmelita que, en principio, contó con la conformidad de sus superiores. A partir de
entonces hubo carmelitas Calzados y carmelitas Descalzos, los seguidores de Teresa y Juan,
que regalaban un poco de dignidad, con su coherencia y ascetismo, al ingente ejército de
religiosos adocenados, dirigido por élites acomodadas en el lujo y la disipación.
Felipe II había conseguido, en 1568, una ventaja en su guerra fría contra el Papa por el control
de las órdenes religiosas, cada vez más poderosas: un breve pontificio por el que dos
dominicos fueros nombrados comisarios apostólicos para el Carmen en Castilla y en Andalucía.
Aquella fue la llama que encendió la mecha de la discordia, pues los nuevos comisarios se
decantaron en ciertas desavenencias a favor de los Descalzos sin contentar al General del
Carmen. Los provinciales de los Calzados, entonces, acudieron al papa Gregorio XIII, y
consiguieron de aquél el relevo de los comisarios por religiosos de su Orden. El conflicto se
ahondó cuando el nuncio en España nombró reformadores a los dos dominicos recién
sustituidos, con lo que volvían a tener, incluso aumentadas, prerrogativas sobre el Carmen.

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Como tantas veces en la historia de la Iglesia, el arma a tomar fue la hipocresía: los Calzados
elevaron nuevas quejas a Roma y difamaron a sus hermanos descalzos ante Felipe II. Por otra
parte, desde Placenza (Italia) la Orden envió como visitador para Calzados y Descalzos al
padre Jerónimo Tostado, que llegó a Toledo con la encomienda de prohibir nuevas
fundaciones, suprimir la de los Descalzos en Andalucía y recluir en algún convento a la que,
con el tiempo, se conocería como Santa Teresa de Ávila. Los Descalzos intentaron en vano,
tras aprobar unas Constituciones por las que regirse aparte, llegar ante el Papa y lograr de él
su autonomía. Muerto el nuncio Ormaeto, el que fuera su defensor, los Calzados iniciaron su
venganza con Fray Juan. Hicieron en Toledo un simulacro de juicio contra el místico en el
convento-prisión del Carmen, situado junto al despeñadero del Tajo, dispuestos a castigarle por
su intento, y el de Teresa, de que los carmelitas vivieran en la pobreza más absoluta. Ella
también tuvo cautiverio, al que llamaron eufemísticamente “retiro”, en su quinta fundación en
Toledo, la del Torno de las Carretas (hoy calle Núñez de Arce).
El cretense recién llegado no podía saber, entonces, quiénes eran Teresa y Juan, ni conocer
su gran talla humana, y sí en cambio que habrían de ser los prelados superiores sus
principales clientes si quería abrirse paso en una ciudad dominada por ellos. Se serviría del
contacto que había hecho con los hermanos Castilla, especialmente con Luis, para introducirse
en el laberinto toledano de poderes
y contrapoderes.
En sus paseos por las orillas del río
Tajo podría pescar anguilas muy
apreciadas en las mesas toledanas
que,
según
algunas
fuentes,
servirían con
el
tiempo de
inspiración
para
dar
forma
serpentiforme a postres típicos
toledanos, por nostalgia de aquéllas
Típicas anguilas de mazapán toledano, en estado crudo y horneado.
cuando se extinguieran en época
reciente. Muchos toledanos actuales recuerdan los días de pesca de anguilas en su infancia (v.
en http://www.leyendasdetoledo.com/index.php/noticias/139-mazapan-toledano.html).

No obstante, el cretense quizá viera ya entonces estas anguilas moldeadas en mazapán, pues
otra tradición aporta que éstas se realizan desde el siglo XV, siendo las autoridades cristianas
de esa centuria y de la del Greco, las que usarían este dulce como señuelo para descubrir a los
judíos y falsos conversos ocultos. Al ser la anguila un animal tabú para el Judaísmo, y estar
prohibida su ingesta para los hebreos por su semejanza con las serpientes, una simple mueca
de desagrado al ingerir un postre con su forma podría llevar a una persona ante los alguaciles
(v. en Suite 101: Historia de un dulce típico de Navidad: el mazapán de Toledo | Suite 101.
net http :/ /suite 101 .net/article /historia –de –un –dulce –tipico –de –navidad –el –mazapan –de -toledoa33198# ixzz2FJ4fdpWa). Comiendo o no anguilas del agua del Tajo o del fuego de los hornos

toledanos, la mesa del Greco era abundante en manjares, siendo animada por músicos al estilo
renacentista italiano, lo que parecía desmesurado o pecaminoso en una ciudad poco
acostumbrada a este tipo de alegrías o licencias.
Pese a la prevención que sintiera en el entorno por tan festiva costumbre y por otros de sus
excentricismos, encontró en Toledo su lugar ideal para vivir y crear, y fue en esta ciudad donde
estallaría el genio del cretense, donde el fuego del dragón que alienta toda ciudad mágica, y la
inefable luz de su arte, incendiaran otras figuras: las de sus ardientes cuadros.
Mientras El Greco se iba familiarizando con la ciudad y con sus gentes, ignoraba que Juan de
la Cruz era sometido a un tormento que duró nueve meses en una celdilla empotrada en un
muro, oscura, helada y tan angosta que, reflejado por Santa Teresa en un escrito de 1578, “con
cuan chico era” apenas cabía en ella. Ni siquiera sabía que estaba en Toledo, la ciudad natal
de sus padres, pues antes de recluirle en el convento, le hicieron caminar por sus laberínticas
calles con los ojos vendados, tal y como los había llevado maniatado sobre un mulo desde
Ávila. Quizá El Greco se cruzara con él y con sus captores, confundiéndoles con frailes en

9
penitencia mientras jugaba a orientarse por las calles
toledanas con las que a Juan le estaban desorientando.
Pero aquél cristiano consecuente y valiente, afrontó las
calumnias y vejaciones con la mente tan despejada que,
durante su cautiverio escribió, en un cuaderno que le
permitieron, los versos más sublimes de la literatura española
en su Cántico (conocido como “Cántico Espiritual”). Utilizó
para escribirlos la tenue luz que entraba, en algunos
momentos del día, por un agujero desde la parte alta de su
gélida celda. Dormía en tablas de madera y se arropaba con
dos mantas andrajosas. Comía pan duro y alguna sardina,
recibiendo a veces sobras de los frailes a través de un
carcelero que se apiadaba de él, mientras crecía en
Fray Juan de Yepes, conocido como
San Juan de la Cruz.
admiración hacia su aguante en aquel convento, ya
desaparecido, pero del que nos quedan imágenes grabadas y pintadas, entre otros, por
Doménikos.
Las primeras obras del cretense realizadas en España, rezuman la influencia de sus maestros
italianos; pero al poco de habitar Toledo evolucionó hacia un estilo personal en el que sus
figuras manieristas se alargan y subliman, emitiendo iluminación propia, convirtiéndose en
espectros radiantes, envueltos en mágicas atmósferas sometidas a drásticos contrastes.

Toledo, 1585. Aguafuerte y buril.

El artista prende en llamas sus personajes en un Toledo sometido al fundamentalismo
inquisitorial, en el que ya habían ardido hogueras con herejes o nigromantes. No fue este, sin
embargo, el caso de Juan de la Cruz, pues cuando Doménikos estaba negociando sus
primeros encargos españoles, tras nueve meses de encierro, aquél había logrado escaparse
una noche de su celda, con el descuido de su carcelero y algún cómplice exterior. Descendió
por la muralla del convento-prisión por una cuerda liada con tiras de sus dos raquíticas mantas,
y encontró escondite a la mañana siguiente en el convento de las monjas carmelitas que había
fundado la madre Teresa nueve años antes. Juan estuvo dos meses en Toledo, antes de poder

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abandonarlo y partir hacia Andalucía con seguridad, protegido por el canónigo dignidad de
tesorero de la santa iglesia primada, don Pedro González de Mendoza, quien le escondía en su
casa y paseaba en su carroza. Quizá también le hablara de un artista griego, al que por ello
llamaban El Greco, recientemente instalado en la ciudad, que pintaba de manera extraña, pero
cuyas estilizadas imágenes de santos, vírgenes y ángeles le recordaban el inefable poemario
que él había escrito durante su cautiverio. La luz de Doménikos y la senda oscura de Juan de
la Cruz pudieron fundirse en la mente de este hombre generoso.
El arquetipo de pintor religioso, e incluso místico, del Greco desde su feliz descubrimiento por
Manuel B. Cossío (El Greco, 1908) traspasó el siglo XX como la imagen proverbial del artista
ceñido a las tendencias minoritarias (ascetismo y misticismo) o más institucionalizadas y
canónicas de la Contrarreforma católica, siendo los religiosos de su entorno toledano más sus
clientes que sus amigos. Muchos fueron los tratados que analizaron la posible relación del
Greco con la mística, como los de Barrés, Camón, Lemoine, Goyanes, Capdevila, LIonello
Puppi, Wethey, Marías-Bustamante o Checa. Otros expertos vincularon al Greco con autores
místicos, especialmente con Juan de la Cruz y con Teresa de Jesús, como Hatzfeld,
Florisoone, Eder o Fanfani. Hoy la visión del artista ha cambiado sustancialmente para quienes
le estudian a fondo. Francisco Javier Caballero, que del tema hizo tesis doctoral, concluyó que
una obra de arte puede ser mística, dando por hecho que Dios pudiera inspirarla, y que tal
inspiración no tiene por qué ser un premio a un “esfuerzo ascético” realizado, pues para este
autor, deviene de gracia divina. Sin embargo, reconoce que es imposible decir si una obra es
de inspiración mística salvo por un conocimiento preciso de este hecho, cosa que no se
cumple con El Greco, ya que “Los escasos datos que conocemos acerca de su persona no
hablan de una vida religiosa (…) Aunque una obra se inspirase en un texto donde se hable de
una revelación o visión, no se puede considerar como fuente mística, por más que dicho escrito
forme parte de la literatura de ese signo. Es decir la pintura inspirada en textos ascéticos y
místicos será religiosa, pero no mística” (Caballero Bernabé, Francisco J., La pintura del Greco y la
literatura ascético-mística española del siglo XVI, Caja Castilla-La Mancha, Toledo, 1994, págs.. 219 y
220 ).

Caballero apunta, no obstante, una peculiaridad con respecto al Greco, que permite una
hipótesis no aplicable en otros artistas occidentales, y es su origen cretense y su formación
como pintor de iconos. Es cierto que los artistas de iconos hacían penitencia y oración, y
pedían la bendición de un sacerdote antes de iniciar una obra, pero no consta que Doménikos
hiciera tales cosas y sí, en cambio, cuánto se apartó de este concepto de la pintura como
extensión de la divinidad. Bien al contrario, veremos un artista de gran ego que plasma su firma
en sus lienzos y que trabaja por encargo salvo cuando pinta para sí, precisamente, un cuadro
mitológico como el Laocoonte o retratos de allegados.
Lo anteriormente dicho no niega, por otra parte, la evidencia de que no ha habido nadie como
él para despertar, a través de la imagen plástica, el fervor religioso. Ahora bien, como apunta
Fernando Marías, en sus muy interesantes notas manuscritas del Greco en libros de su
extensa biblioteca, “(…) sorprendentemente para el contexto español en que se redactaron (…)
se evidenciaba su silencio respecto a las funciones religiosas de la pintura, y se defendía la
autonomía del artista –como personal inventor de formas y como colorista- y los fines
primordialmente cognoscitivos –naturalistas y filosóficos- del arte de la pintura” (Marías, F., El
Greco, autonomía y transformación del artista, El Greco en el Museo Thyssen-Bornemisza). Este
investigador recuerda que en Toledo mereció fama de “extravagante” por su vida licenciosa
apartada de los “caminos trillados”, siendo “singular y paradójico por su pensamiento teorético
y su estilo personalísimo”. Parece ser que vivía de forma despreocupada, gastando a diario lo
que le aportaba su oficio, garante de una suficiente condición social propia de un pintor de
entonces sin acceso a la corte. Por Jusepe Martínez nos consta que “ganó muchos ducados,
mas los gastaba en demasía ostentación de su casa” (Martínez, J., Discursos practicables del
nobilísimo arte de la pintura, Akal, S.A. 1988, pág.271), Hoy sabemos también que los más
exacerbados intransigentes de la teorética contrarreformista le atacaron por sus peculiaridades
formales e iconográficas. Entre ellos, en el Laberinto toledano, destacaba un minotauro ya

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conocido por Domenikos, el religioso Niño de Guevara, que ya asentado en España iba
ascendiendo ante sus ojos en una fulgurante carrera eclesiástica, creciendo en
fundamentalismo e intolerancia. Y ante él, la irrenunciable libertad que respira el Greco le lleva
a posicionarse frente a la actividad represora de la (in)Santa Inquisición, pero en un contexto
de dogmatismo católico del que vive por encargo, lo que da lugar a las más ambivalentes
visiones de su pensamiento, pues como Marías añade al respecto, la imagen que tengamos del
pintor “(…) dependerá de dónde coloquemos al artista, si en sintonía espiritual con su
contexto de adopción o siempre independientemente de él, y más en consonancia con las
ideas por él expresadas; o más próximo a lo que por entonces se comenzaba a definir como
‘libertino-erudito’ ” (Marías, F., op.cit).
De la relación entre el
artista librepensador y el
inquisidor,
que
transcurrió desde su
amistoso encuentro de
juventud
hasta
su
enfrentamiento personal
de madurez, da buena
cuenta la producción
cinematográfica
griega
“El Greco”, de Yannis
Smaragdis, rodada en
Toledo con apoyo local
para recrear la vida del
artista
Domenikos
Theotokópoulos. En ella
Nick Ashdon (El Greco) y Juan Diego Botto (Niño de Guevara) en un fotograma de
se refleja la lucha de éste
la producción El Greco de Smaragdis.
con la Inquisición, y el
choque entre el pensamiento libre del primero y la mente torticera del segundo. El realizador
griego planificó esta película atendiendo los datos históricos legados por el artista, y le reflejó
como un rebelde de su época enfrentado al poder eclesiástico cuyos encargos eran su principal
fuente de ingresos.
A los diez años de establecerse en Toledo, tal y como en su día le aconsejara en Italia Niño de
Guevara, Domenikos intentó el salto a la corte madrileña de Felipe II.
En su valiosa investigación sobre El Greco, Manuel Bartolomé Cossío encontró la primera cita
escrita del primer cuadro que este pintó para Felipe II, en la Descripción del Escorial del padre
Santos, en cuya página 142 comenta “Una Gloria de Dominico Greco de lo mejor que él pintó,
aunque siempre con la desazón de los colores; mas aquí tienen disculpa, que para pintar la
gloria de Dios no es fácil hallarlos acá acomodados, pues los más vivos no pueden llegar a
significar la fuerza de aquella Majestad suprema, ni vista ni oída de los hombres. De ordinario
llaman a este lienzo la Gloria del Greco, por un pedazo de Gloria que se ve en lo superior; más
también en lo inferior se ven, a un lado, el Purgatorio y el Infierno con los habitadores de su
fuego y condenados; y a otro, la Iglesia Militante, cuyo copioso número de fieles se muestra,
puesto en oración, levantadas las manos y los ojos al cielo, y entre ellos Philipo Segundo, que
se conoce en su retrato; y en medio de esta Gloria está el nombre de Jesús, a quien adoran los
ángeles humillados; y juntando esta adoración con la que en la tierra le están dando los
hombres, y singularmente este prudentísimo Rey, siempre rendido a la alteza de semejante
nombre, podemos decir, al mirar al otro lado al Infierno y Purgatorio, rendidos de la misma
forma, que quiso significarnos aquí el artífice, aquello de San Pablo, In nomine Jesu omne
genuflectatur Celestium, Terrestrium et Infernorum”. No hace mención alguna el texto al
enorme draco que, como puerta del citado Infierno, traga a los condenados al mismo en el
ángulo inferior derecho. Sí lo comentan, en cambio, otros autores actuales como Palma

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Martínez-Burgos, para quien “Uno
de los elementos iconográficos
más llamativos del cuadro es la
gran boca de Leviatán, símbolo del
Infierno y que El Greco usó ya en
el Tríptico de Módena. Es un
elemento
común
a
las
composiciones del juicio final en la
pintura italiana, lo que afianza la
hipótesis de que se trata de una
representación
sobre
el
mencionado pasaje apocalíptico”
(Martínez-Burgos, P. El Greco, Ed.
Libsa, Madrid, 2005. Pág. 253). En

este caso, tanto podrían estar
siendo ensalzados los personajes
principales, el Dux veneciano
Mocénigo, el Papa Pío V y el Rey
español, artífices de la llamada
Santa Liga que logró la victoria
cristiana
en
Lepanto,
como
expuestos al Juicio Final, entre los
salvados y los condenados. De
hecho, Felipe II, el “protagonista
absoluto” según Martínez-Burgos,
está más cerca de los condenados
Alegoría de la Liga Santa. 1577-1580. Óleo sobre lienzo.
que de los salvados, y hasta da la
140 x 110 cm. Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial.
sensación de que la boca de la
Bestia le amenaza. Esta obra fue inicialmente conocida como Adoración del Nombre de Jesús,
por la aparición del anagrama “IHS” en su parte superior, pero también como Juicio Universal
por la representación del Purgatorio y del Infierno en su zona inferior. No eran los personajes
los que inspiraban el título, sino estos ámbitos, cuyo permanente recordatorio marcaba las
vidas de las personas.
Ni el clérigo Santos, ni Felipe II, ni el propio Greco podían imaginar que, con el devenir del
tiempo, un Papa católico manifestaría públicamente que el Cielo “no es un lugar físico entre las
nubes”, que el Purgatorio es un estado provisional de “purificación” que nada tiene que ver con
ubicaciones terrenales, y que el Infierno tampoco es “un lugar” de tormentos corporales sino “la
situación de quien se aparta de Dios” (Juan Pablo II, verano de 1999); y menos pudieron
imaginar que luego fuera aquél pontífice desmentido por su sucesor, Benedicto XVI, que
aseguró que el infierno existe y que el castigo eterno ocurre en un lugar físico y no “mental”
(abril de 2007), aseverando que “para hacer frente a la crisis la fuerza de la Iglesia no está en
el diálogo ni en la tolerancia, sino en la vuelta a los orígenes”. Entre estos vaivenes teológicos,
y ya solo atento por curiosidad a lo que diga al respecto el Papa de turno, el pueblo llano ha
descartado mayoritariamente la existencia del Demonio y su morada, pero en la época del
Greco las gentes de Toledo, como de todo Occidente, vivían con gran terror en la creencia de
que a su muerte podrían terminar en las fauces de la Bestia, si se apartaban de los mandatos
de la Iglesia (presuntamente los de Dios). Un pintor como el Greco, cuya religión natal
desconocemos, aunque con probabilidad sería ortodoxo como la gran mayoría de sus
conciudadanos candiotas, y que se cultivó en la emblemática helena clásica tanto como luego
asumiera la iconografía católica, sí supo aunar con maestría la esencia de esta dicotomía,
común a todas las cosmogonías y a los sistemas morales de las distintas religiones, y reflejó
simbólicamente ese cielo e infierno que todo ser humano lleva en su interior, la naturaleza dual
que nos hace capaces de lo mejor y de lo peor, que en el ámbito católico post morten se

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traducen en maravilloso premio o cruelísimo castigo eternos. Entre esa gran esperanza y ese
miedo atroz, al igual que se debatía la mentalidad popular de entonces, se estremecía el
pensamiento atormentado del rey español, que llegó a apresar como hereje a un arzobispo de
Toledo, Bartolomé Carranza de Miranda. Por ello, cuando llegó a esta ciudad El Greco, desde
Italia, la archidiócesis estaba en manos de un gobernador “en lo espiritual y temporal”, don
Gómez Tello Girón, arcediano de Málaga y sobrino de fray Diego de Deza, arzobispo de
Sevilla. A la muerte de Tello, fue Sancho Busto de Villegas quien la gobernó hasta 1576
cuando, una vez muerto Carranza, entró como nuevo arzobispo don Gaspar de Quiroga y Vela
(1577-1594), bajo cuyo mandato se construyó la sacristía de la
catedral para la que le encargaron al pintor el cuadro del Expolio.
Carranza, hijo y nieto de humildes albéitares, nació en Miranda de
Arga en 1503, Estudió en la Universidad de Alcalá, ingresando
luego en la orden de Santo Domingo e impartió lecciones de
Sagradas Escrituras y de Filosofía Tomista en el colegio de San
Gregorio de Valladolid. Fue nombrado Regente Mayor y
Consultor de la Inquisición antes de cumplir los treinta años. Por
su fama conseguida en el ejercicio de este cargo, Carlos V quiso
hacerle obispo de Cuzco y luego de Canarias sin conseguir que
aceptara. Fue enviado, en cambio, al concilio de Trento, en el que
brilló por su elocuencia y celo.
Con cuarenta y siete años, fue elegido provincial de los
dominicos. De nuevo en Trento, se encargó de la censura de los
libros sospechosos de herejía. Quemó o arrojó al río Adigio
muchos centenares de volúmenes. Vuelto a España, y tras
Alegoría de la Liga Santa.
renunciar a todos sus cargos, su austeridad y elevada disciplina le
Boceto. National Gallery.
propiciaron la confianza de Felipe II, quien le encargó el
restablecimiento del catolicismo en Inglaterra y que fuese el confesor de la Reina María Tudor.
Allí se esmeró en perseguir y castigar herejes. Se mostró inflexible en la ejecución del
arzobispo Crammer; desenterró e hizo quemar los huesos de Bucero, y de cuantos más tuvo
por herejes sin haberles podido condenar al patíbulo en persona. Repitió tal gesta en Flandes,
donde empezaban a encontrar eco las doctrinas luteranas, hasta restablecer la ortodoxia con la
fuerza. En Inglaterra fue conocido como el Fraile negro, por su tez oscura y por su crueldad en
la persecución y castigo de herejes. Erigido en defensor de la que consideraba única y
auténtica fe, asesinó en nombre de la salvación de las almas de sus víctimas. Carranza
contribuyó a la construcción política de España empezando por su unidad religiosa, pero era un
sacerdote sin ninguna experiencia, ni contacto, con los círculos de influencia central cuando fue
elegido arzobispo por el propio Felipe II, seguramente, para debilitar el gran poder del
arzobispado de Toledo frente al de la corona. Este nombramiento, contra todo pronóstico de la
élite eclesiástica, sublevó a codiciosos y envidiosos prelados, especialmente a los inquisidores,
que conspiraron contra el recién designado. Le calumniaron e hicieron ver al monarca que
podría reportarle grandes beneficios prenderle como hereje, ya que eso le daría acceso a la
inmensa fortuna del Arzobispado de Toledo, desviando la mirada del rey de los tesoros
requisados por la Inquisición:
“[Fernando Valdés] … envió a su sobrino de embajada a Flandes para “informar” a Felipe II
sobre dos cuestiones bien relacionadas: la de hacerle ver que la riqueza estaba en las rentas
anuales del arzobispado de Toledo y no en las arcas inquisitoriales; y la de avisarle de cuanto
se decía del Arzobispo en lo tocante a la discutible atención religiosa prestada al Emperador
[Carlos V, padre de Felipe II, a quien engañaron al respecto] cuando yacía en su lecho de
muerte. También supo el Rey por medio de esa embajada que algunos eminentes [y
sobornados] teólogos dudaban de la pureza religiosa de los últimos escritos del Arzobispo”.
Azpilcueta, Martín (Doctor in utroque iure), “La Inquisición de Felipe II en el proceso contra el arzobispo
Carranza”, Anuario Jurídico y Económico Escurialense, XLIV (2011) 491-518 / ISSN: 1133-3677,
transcripción: Jesús de la Iglesia (Universidad Complutense de Madrid).

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Los altos prelados e inquisidores españoles no podían consentir que alguien ajeno a su mafia
fuera arzobispo de Toledo, la capital religiosa del estado y, entonces, la sede más importante
en toda la cristiandad después de la de Roma.
El delegado pontificio enviado a España para intervenir en el proceso inquisitorial iniciado al
cardenal de Toledo, fue Ugo Buoncompagni, cardenal presbítero de San Sixto, que había sido
asesor del cardenal Simonetta en el Concilio de Trento. Su asistencia al tribunal, orquestado en
Valladolid, le permitió conocer a Felipe II, cuya simpatía fue un factor decisivo para su posterior
elección como Papa, en un solo día de reunión, tras la muerte del impulsor de la Liga Santa,
Pío V. Buoncompagni, que adoptó el nombre de Gregorio XIII, era el pontífice que gobernaba el
Vaticano cuando El Greco se trasladó de Roma a España. Este Papa, que había intervenido,
para desgracia de Juan de la Cruz, en el conflicto entre los Calzados y los Descalzos de la
Orden del Carmen, veló por sus intereses, pues todo se trataba de una lucha por el control de
las órdenes entre el pontífice y el
emperador. Como dice un proverbio
chino, “cuando en el mar pelean los
tiburones, lo pagan las sardinas”.
Mientras el artista pintaba en este país al
Draco engullendo desgraciados, aún a la
manera italiana, Gregorio XIII, que
sustituyó el calendario de Julio César por
el actual Gregoriano que conmemora su
nombre papal, regía en Italia bajo el signo
del dragón. Había cambiado su nombre
de pila, como procedía tras su elección,
pero no el escudo de su familia, que
ostenta en su centro un draco como único
Escudo de Gregorio XIII.
emblema. Por toda Italia proliferaron
escudos del nuevo Papa, siendo registrado en las telas de banderas y blasones, en las
maderas de sillerías y retablos, y en las piedras de dinteles y fachadas de edificios principales,
con la tiara papal y las llaves de San Pedro sobre el draco. Ormuz y Arhimán volvían a
reunirse.
Tras la batalla de Lepanto, la Liga Santa solo se mantuvo durante dos años, y Venecia volvió a
establecer relaciones comerciales con el Imperio Otomano, así como España selló una tregua
en 1580 con el sultán, que la permitió centrarse en sus asuntos europeos. Gregorio XIII, en
cambio, quiso montar otra cruzada contra los turcos, pero no consiguió involucrar ni a Francia
ni a Alemania, por lo que no pudo clavar la cruz sobre la media luna, como sí lo consiguiera su
antecesor, Pío V. Aunque no logró imponer su iglesia en tierras musulmanas, ni siquiera frenar
la expansión otomana, si veló con exceso por mantener el poder en la zona cristiana, frenando
el crecimiento protestante. La monarquía católica francesa veía peligrar su hegemonía por el
avance de los hugonotes, liderados por Gaspar de Coligny. El asesinato de los cabecillas
hugonotes ordenado por Catalina de Médicis, que contó con la anuencia de Carlos IX, y la
posterior matanza de hombres, mujeres y niños que se inició en París y se extendió luego por
toda Francia, alcanzando la masacre los cien mil sacrificados, bien podría haber inspirado al
Greco para pintar, ocho años más tarde, el martirio colectivo en el que decapitaron a San
Mauricio, que le encargara pintar Felipe II.
La cruenta Noche de San Bartolomé no contó, oficialmente, con la implicación directa del Papa,
aunque este financiaba constantemente las guerras religiosas francesas, pero no pasaron
desapercibidos en Europa los festejos celebrados en Roma para celebrar tan pavoroso
acontecimiento. En la misma Basílica de San Pedro se entonó un “Te Deum”, la tradicional
antífona de acción de gracias a Dios cuando éste dispensa grandes beneficios a la cristiandad.
Gregorio XIII, sin disimulo alguno, encargó a Vasari un fresco con el título “Ugonotiorum
strages” (la destrucción de los Hugonotes), así como mandó acuñar, bajo el mismo lema, una
medalla conmemorativa con su propia efigie en una cara, y en la otra un ángel matando sin

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piedad hugonotes con su espada. En muchas de las monedas encargadas por el pontífice
aparece el dragón de su heráldica. Una de ellas, acuñada tres años antes de su muerte,

Moneda papal de Gregorio XIII. 1582

presenta al draco como un ourobouros griego mordiendo su propia cola, circundando una
cabeza de carnero. La mística y la magia, la luz y la sombra, el intelecto y el instinto, coexistían
en los símbolos de este papa bipolar.
La imponente torre de la catedral de Toledo, comenzada en cuerpo cuadrado por Alvar
Martínez, había sido rematada por Hanequin de Bruselas, en plano octogonal en 1442, con una
flecha que emula la tiara papal con sus tres coronas
superpuestas, en reconocimiento de una obediencia al
Vaticano vigente aun hoy en España, como puede
comprobarse por los privilegios que se mantienen
actualmente mediante concordato iglesia-estado. Los
reyes suelen cuidar, incluso financiar, sus relaciones con
los papas porque justifican el origen divino de su poder,
pero pueden arremeter, entonces mejor que ahora, contra
los prelados que les estorban. Si hasta el mismo arzobispo
de Toledo, que fuera en su día propuesto como confesor
personal de Felipe II cuando este era aún príncipe, y que
había exterminado herejes sin piedad, podía ser tachado
de abrazar la herejía, ¿Cómo fue posible que un pintor, y
no del rey, como El Greco, se atreviese a jugar con los
arquetipos iconográficos religiosos o con los cánones de
belleza de la época? La respuesta está en la gran
capacidad del artista para cumplir los encargos oficiales al
tiempo que desarrollaba una de las obras más personales
y originales de la pintura universal. Con el tiempo, el
propio Velázquez, en gran medida heredero del Greco,
haría lo mismo mientras cubría el expediente mitológico
encargado por Felipe IV. La diferencia entre la
subliminalidad del Greco en su pintura religiosa y la de
Velázquez en sus obras oficialmente mitológicas pero que
son la mejor expresión del ideario realista, es que el
primero corrió más riesgos frente a una Inquisición aun
Torre de la Catedral de Toledo
más retrógrada que aquella que puso en aprietos a

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Velázquez y que, en el espectro religioso, en España se enciende mucho más la ofensa
popular e institucional que con cualquier incumplimiento en un exótico plano mitológico, no
siendo en absoluto reverenciadas las deidades clásicas por la España piadosa, sino más bien
tenidas por pintorescas. La subliminalidad del Greco, pues, es necesario indagarla bajo capas
más ocultas, y se nos manifiesta no solo a través del estudio de sus obras, sino de los
referentes que de las mismas puedan descubrirse, sean obras previas del propio Greco u otras
de diferentes artistas coetáneos o anteriores a él. Así podemos observar en el boceto que
hiciera El Greco de la Alegoría, expuesto en la National Gallery de Londres, que la figura de
Felipe II y la representación de la Bestia apocalíptica son, intencionadamente, los principales
focos de atención de la composición. El negro de la vestimenta del monarca contrasta aún más
en este caso con los ocres o rojos que rodean al personaje, ocurriendo igual con las atroces
fauces de la sierpe apocalíptica. Pero por si quedara alguna duda de que se trata de una
gigantesca serpiente, repasemos un trayecto iconográfico que comienza en otra escena, esta
vez incuestionable, del Juicio Final, de la más afamada representación de este tema con el que
Miguel Ángel Buonarroti consagró la Capilla Sixtina del Vaticano
como santuario del arte universal.
En 1535, el recién nombrado Papa Paulo III renovó a Miguel
Ángel el encargo de un Juicio Universal que le hiciera el
pontífice anterior, Clemente VII, fallecido en 1534. El genio
italiano realizó en la Capilla Sixtina el fresco de mayor tamaño
jamás pintado. Una vez terminado en 1541, la pintura provocó
un enorme escándalo al que sucedieron terribles críticas, al
considerarse un gran pecado que en recinto tan sagrado el
artista hubiese representado tantas figuras desnudas,
incluyendo las imágenes de la Virgen y del juez supremo
Jesucristo. Hubo obispos que vieron la obra más propia para
una taberna que para una capilla pues, entonces como hoy, el
sexo es tema tabú en la ortodoxia católica. Como no podía
Retrato de Miguel Ángel
Buonarroti, realizado por Marcello
esperarse otra cosa, Miguel Ángel fue acusado de hereje, y se
Venusti, 1535.
movió una campaña para destruir el fresco. Sin embargo, el
Papa valoró la composición como auténtica obra de arte sin preocuparse demasiado de los
desnudos. Fue con la muerte de Paulo III cuando se decidiría la “corrección” del fresco
superponiendo “paños de pureza” a todos sus personajes. El
pseudoartista que se ocupó de esta denigrante labor fue Daniele da
Volterra, discípulo de Miguel Ángel, a quien, por esta acción traidora se
apodó como “Braghettone” (Pintacalzones); Daniele murió dos años
después de iniciar el trabajo, sin haberlo terminado y sin saber que los
dioses no tienen problemas con el sexo, solo los hombres reprimidos o
atormentados.
Miguel Ángel encolerizó al volver de un viaje y descubrir el
despropósito, que para colmo fue irreversible porque las ropas que
cubren los cuerpos se habían pintado con la técnica del óleo, mientras
que él ejecutó todo el muro al fresco. Volvió su furia hacia los fariseos
del Vaticano y, siendo uno de los principales censores de su obra,
seguramente el mayor instigador, el maestro de ceremonias Biaggio de
Cesana, inmortalizó la miseria mental de aquél sacerdote situándole en
el Infierno, convirtiendo en su retrato la figura de Minos, el rey de los
infiernos. Podemos ver hoy, en efecto, a Biaggio de Cesana en el
ángulo inferior derecho del Juicio, como el señor de las Tinieblas, con
orejas de burro y una serpiente enroscada en su cuerpo desnudo. Por
“generosidad” del artista y, atendiendo a su puritanismo, para que no se Biagio de Cesana pintado
por Miguel Ángel
le vean los genitales la sierpe se los oculta con la cabeza al tiempo que
se los muerde.

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Esta serpiente enroscada al prelado, más allá de la venganza personal de Miguel Ángel hacia
el agresor de su obra, bien puede simbolizar la libertad que a todo artista le brinda la
imaginación, el poder del arte como medio de transmisión del pensamiento, de la capacidad de
crítica social y de sublevación de los librepensadores hacia los tiranos o los iluminados de cada
época y lugar, por poderosos que estos sean.
En dirección hacia el “banquete” de la serpiente, vemos la barca de un Caronte heleno
convertido en demonio cristiano de piel tan oscura como sus intenciones, golpeando a los
condenados mientras les lleva al Averno.

Juicio Universal (Detalle del Infierno). Miguel Ángel Buonarroti. 1541. Capilla Sixtina del Vaticano.

Dicen que Cesana fue a llorarle al Papa para pedirle que obligara a Miguel Ángel a
retirarle del fresco, y que éste, con sorna, le respondió lo siguiente:
"Querido hijo mío, si el pintor te hubiese puesto en el purgatorio, podría sacarte, pues hasta allí
llega mi poder; pero estás en el infierno y me es imposible. Nulla est redemptio". Un Papa
católico reconocía, de algún modo, la potestad del artista en los ámbitos generados por su
imaginación, en definitiva los derechos de autor; y si alguien luchó por los mismos en la España
de los años siguientes fue El Greco, quizá entonces arrepentido de una osadía que poca gente
conoce del mismo: en 1570, como pintor reconocido en Roma, y ya fallecido Miguel Ángel,
Dominico Teotocopuli propuso repintar el Juicio Universal, más acorde a las ideas de la
Contrarreforma, aunque El Greco pensaría más en la escuela de Venecia y en la hegemonía
del color sobre la línea. Afortunadamente para entonces, este mural ya era aceptado por toda
la comunidad religiosa y valorado como obra maestra, por lo que la propuesta del Greco
provocó reacciones en su contra y, esta vez, adhesiones al legado de Miguel Ángel.
Bajo la misma Capilla Sixtina, el 22 de noviembre de 2009, el Papa Benedicto XVI mantuvo un
encuentro con artistas de todo el mundo, con El Juicio final de Miguel Ángel de fondo. El
pontífice se dirigió a unos 260 representantes del mundo artístico. Se retomaba el espíritu de la
carta que dirigiera Juan Pablo II diez años antes a los artistas, y de superar las distancias entre
la Iglesia y el mundo artístico constatado con dolor por Pablo VI en un encuentro de esas
mismas características celebrado hace 45 años. El Papa y los obispos se sentían
incomprendidos por los creadores.
El Papa dijo a los artistas que la belleza lleva a afrontar la vida cotidiana “… para liberarla de la
oscuridad y transfigurarla, para hacerla luminosa…". Distinguió entre la belleza que a él le
convencía y aquella “de la que se hace propaganda es ilusoria y falaz, superficial y cegadora
hasta el aturdimiento y, en lugar de sacar a los hombres de sí y abrirles horizontes de
verdadera libertad, empujándolos hacia lo alto, los encarcela en sí mismos y los hace ser
todavía más esclavos, quitándoles la esperanza y la alegría". Terminó señalando que la

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belleza, "puede convertirse en un camino hacia lo trascendente, hacia el misterio último, hacia
Dios". Su discurso pasó a recordar a los artistas la necesidad que tienen de Dios y la que tiene
la Iglesia del arte para su evangelización: "Para transmitir el mensaje que Cristo le ha confiado,
la Iglesia tiene necesidad del arte", recalcó, invitando a los artistas a encontrar en la
experiencia religiosa, en la revelación cristiana y en el 'gran código' que es la Biblia una fuente
de renovada y motivada inspiración. Benedicto XVI despidió a los artistas diciéndoles: "La fe no
quita nada a vuestro genio, a vuestra arte, es más, los exalta y los nutre”, y les animó a
“atravesar el umbral y a contemplar con ojos fascinados y conmovidos la meta última y
definitiva, el sol sin crepúsculo que ilumina y hace bello el presente". Al final del encuentro, y
en nombre del Santo Padre, monseñor Ravasi, entregó a cada uno de los participantes una
medalla pontificia acuñada especialmente para el acontecimiento.
Miguel Ángel no habría compartido ese día platea con el arquitecto Santiago Calatrava, el
escultor
Venancio
Blanco,
el
actor
mexicano
Eduardo
Verástegui.
el videoartista norteamericano Bill Viola, la escritora italiana Susanna Tamaro, el
cantante Andrea Bocelli, la arquitecta iraquí Zaha Hadid, al arquitecto Daniel Libeskind, el
compositor Arvo Part, o los creadores Anish Kapoor y Jannis Kounellis. Él se relacionaría con
aquéllos artistas que, simplemente, declinaron la oferta porque no sentían la necesidad de que
el Papa les dijera cómo debe ser el arte, a quien debe servir, para qué y para quienes. Quizá
entonces Doménikos la hubiese aceptado; más adelante estaremos en condiciones de resolver
esta hipótesis.
Se ha escrito ya que la pronta salida del Greco de Roma y su viaje a España se deben al
rechazo y a la antipatía que su oferta de corregir a Miguel Ángel pudo despertar en la “ciudad
eterna”. Lo cierto es que, con la “ayuda” o no de Miguel Ángel, a quien El Greco tildó en su
momento de mal pintor, contaría España con él para enriquecer su patrimonio con una obra
que el tiempo avalora, y que le debe a Miguel Ángel más de lo que confiesa, al tiempo que
inventa formas y contenidos que trascienden cánones y arquetipos, que reclaman libertad e
innovación. Un artista tenido por contrarreformista, por conservador en el campo religioso,
resulta ser el creador español que más ha hecho por la dignificación del papel del artista en la
sociedad, de su libertad de pensamiento y ejecución, de sus derechos sobre la propiedad
intelectual y física de su producción. Es otra incógnita a despejar en la ecuación conceptual de
nuestro Greco. Pero no es solo Domenikos quien recibe la influencia del Juicio Universal en su
obra, pues en otros artistas europeos posteriores a Miguel Ángel ésta fue enorme, siendo la
visita a la Capilla Sixtina obligada para aquéllos que podían costearse el viaje a Roma. Ese
había sido el caso de su propio maestro, el cretense Georgios Klontzas, que tuvo al Greco en
su taller como aprendiz. Para su Tríptico El Juicio Final (1565-1600), Klontzas toma claramente
de Miguel Ángel el esquema compositivo de su Caronte diabólico y sitúa, en el ángulo inferior
derecho del batiente donde se muestra el Infierno, a un demonio muy similar llevando en su
barca a los condenados hacia el reino de la serpiente, hacia las fauces de un gigantesco ofidio
que se los traga, mientras numerosas serpientes de tamaño natural los muerden con la misma
rabia que apresara los testículos del prelado Cesara la sierpe miguelangelesca. Esta figura de
la Bestia apocalíptica, cual feroz serpiente, que engulle a los condenados es un elemento
común a las composiciones del Juicio Final en la pintura italiana, como bien asevera MartínezBurgos (El Greco, op.cit.) que alude al Grabado del Juicio Final de Giovanni Battista Fontana
(citado ya en 1999 en el catálogo El Greco, Identidad y transformación. Creta, Italia, España, del Museo
Thyssen Bornemisza. Pág. 323), en el que aparece la Bestia engullidora en el mismo ángulo

inferior derecho de la composición, mientras la imagen del juez supremo Jesucristo ocupa el
espacio predominante del cuerpo celestial, igual que el Jesucristo de Miguel Ángel de la Capilla
Sixtina y, cómo no, el del Greco de la Alegoría de la Liga Santa, obra que por “ (…) lo
hermético de su significado ha dado pie a varias interpretaciones y títulos, tales como Sueño de
Felipe II o Juicio Final o Felipe II adorando el Nombre de Jesús en los cielos” (op. cit., pág.253).
Está claro que ninguno de estos títulos fue pensado por sus enemigos los protestantes, que le
habían definido como el Demonio del Sur.

19
Tríptico con el Juicio Final. Detalle de la boca del Infierno. Georgios Klontzas. Hacia 1565. Temple
sobre tabla. 79 x 67 cm. Venecia, Istituto Ellenico di Studi.

El arquetipo de las fauces abiertas y amenazantes de una gran fiera, o de una criatura del
Infierno, había sido recurrente en el arte del Medievo; esta alegoría expresa una fuerza
inevitable e invencible.
En un artículo sobre los infiernos que aparecen en un breviario medieval sobre el amor, que se
conserva en la Biblioteca del Escorial (signatura S.1.3), Carlos Miranda García nos recuerda que
este motivo “(…) aparece en arquivoltas, ménsulas, capiteles y márgenes del primitivo arte
medieval, especialmente en Inglaterra. (…) La mandíbula del animal es el signo más vigoroso
de la violencia y de la destructividad. Un típico modelo inglés es la representación del infierno
mediante las fauces abiertas de un monstruo; casi
todos los modelos anteriores al siglo XII son obras
inglesas” (Miranda García, Carlos, “Los infiernos en el
breviari d’Amor de Matfre Ermengaud de Beziers”, Revista
Virtual de la Fundación Universitaria Española, Cuadernos
de arte e iconografía, Núm. 13, visto el 05-03-2013 en
http://www.fuesp.com/revistas/pag/cai137.html).

Psautier de Winchester, “Gueule d'Enfer”.
Salterio Ramsey. siglo X al XIII.

Miranda García apunta, a su vez, que el gusto
anglosajón por la boca del infierno quizá estuviera
influido por el mito pagano septentrional del día del
Juicio Final y la lucha del lobo que devoró a Odín;
también indica que en la literatura “(…) el mito de la
boca del infierno se registra ya en la Visión de
Tundal, donde el protagonista ve a dos enormes
gigantes que tienen abierta la boca voraz del
monstruo Aqueronte (Miranda, op. cit.), siendo uno de
los modelos más antiguos una talla de marfil del
siglo IX exhibida en el Victoria and Albert Museum
(Londres).
Entre los siglos X y XIII se confeccionan manuscritos
como el Salterio Ramsey (Winchester) que figura en
la Biblioteca de Forcalquier (Francia), en el que
vemos enfrentadas las fauces de dos gigantescos

20
dracos, uno de luz y otro de sombra, apresando entre ambos a los condenados mientras un
ángel cierra la puerta del averno que habitan. Esta representación de dos dracos que se
complementan, y en muchos casos llegan a fundir sus bocas, hace su aparición en los
primeros Apocalipsis anglonormandos, en los que el abismo infernal es un gorgonéion doble (a
veces triple) bien estudiado por Jurgis Baltrusaitis, que nos recuerda que en la época del
Greco, y a partir de las efigies dobles acuñadas en las monedas antiguas, vuelve a surgir
adaptado en las medallas de bronce usadas entonces por los protestantes en Alemania,
Francia e Inglaterra, en las que las cabezas de los cardenales católicos se unen con las de
locos y sátiros (Baltrusaitis, Jurgis, La Edad Media fantástica. Antigüedades y exotismos en el arte
gótico. Ensayos Arte Cátedra. Ed. Cátedra, 2ª ed., 1987, págs.. 45/46). Es una digna respuesta
numismática a los delirios acuñados por el draconiano papa Gregorio XIII, que tiene su
referente más antiguo en un escarabajo de Tharros de finales del siglo IV a.d.C. localizado por
Baltrusaitis, cuyo doble semblante heredan estas bocas de dracos medievales (v. op. cit).
En la primera mitad del siglo XII el arquetipo de la boca del Infierno se había repartido en
multitud de relieves de iglesias románicas, entre los que destaca en España, como obra de
mayor empeño, el tímpano del Juicio Final de la iglesia abacial de Conques, tallado por un
escultor que, sin duda, había trabajado ya en la catedral de Santiago de Compostela. En dicho
relieve puede contemplarse la boca del Draco engullendo a condenados, siendo éstos

Tímpano de la Iglesia abacial de Conques. Detalle de la boca del Infierno.

empujados a golpes hacia la misma por un demonio, armado con una maza, con el que guarda
clara relación el diabólico Caronte de Miguel Ángel. También son referentes, de obligada
revisión al caso, la figura de Lucifer como señor del Infierno, (próximo en tamaño a la imagen
central de Jesucristo), que mantiene amarrado con una serpiente a un personaje, y está
situado junto al Draco hacia el ángulo inferior derecho de la pieza; no debe obviarse que aquí
ya tienen los monjes y los reyes “malos” su lugar en el Infierno, como un abad caído en el suelo
con su báculo, y tres monjes apresados en la red de un demonio, entre los que figura otro abad
con el báculo invertido. Buonarroti no le dio, pues, la exclusiva en el Infierno a Biaggio de
Cesana, sino la alternativa tras el paso de numeroso alto clero corrompido por multitud de
infiernos pintados hasta el que él mismo realizara.
A partir del siglo XII el infierno se establece definitivamente como un elemento indispensable de
la cultura occidental. Así nos lo recuerda Arturo Vergara Hernández:
“Este ambiente infernal se manifiesta en el contenido de los sermones y en el arte. Los artistas
representan sobre todo su entrada: las enormes y monstruosas fauces del Leviatán, basándose
principalmente en el Apocalipsis y en el evangelio de san Mateo. El infierno aparece en las
escenas del juicio final, (…) En Francia aparecen infiernos en los juicios finales de las iglesias
de Amiens, donde los jinetes del Apocalipsis anuncian el terror; en Reims, los condenados son
encadenados y arrastrados hacia el infierno, cuya entrada son las fauces de Leviatán; y
también en Arlés, Beaulieu, Conques, Corbeil, Saint-Denis, Lyon, Chartres y París (Vergara
Hernández, Arturo, “El Infierno en la pintura mural agustina del siglo XVI. Actopan y Xoxoteco en el estado
de Hidalgo”, Patrimonio Cultural Hidalguense, Universidad Autónoma del estado de Hidalgo, Instituto de
Artes, Primera Edición, México, 2008). Este autor refiere que, a finales del Medievo “El clero está

21
corrompido, las apariciones se multiplican, los predicadores se exaltan, la Inquisición quema
sin descanso a templarios, judíos, brujas, herejes, moriscos y doncellas. (…) Todo ello en un
fondo de aldeas abandonadas, campos yermos, salvajismo, asesinatos y violencias de todo
género. El fin de la Edad Media es una época de locura en la que el infierno parece irrumpir en
medio de los humanos desorientados (op, cit.)
En la época del Greco esta tradición estaba, pues, más que asentada en la representación del
Infierno y, desde luego, no fue él quien reflejó por primera vez la alegoría en Toledo. En sus
paseos por la plaza del Ayuntamiento, como gran artista que era, escudriñaría cada detalle de
la espléndida catedral, que ya dejara admirado a finales del XV a otro extranjero, Jerónimo
Münzer, y a sus compañeros de viaje:
“No hemos visto en España, ya terminada, otra [catedral] semejante en belleza y hermosura.
Su longitud es de doscientos veinte pasos, y su achura de cuarenta y siete”.
Así lo escribió este alemán en su Itinerarium sive peregrinatio por Europa, que quizá leyera las
las palabras “consumata sitj”, inscripción “que en letra gruesa, negra, se lee sobre la puerta de
los Escribanos”, tal y como señalaba Sixto Ramón Parro en el primer volumen de su Toledo en
la mano (1857). En aquella época gran parte de la ciudad, obviamente la cristiana, estaba de
enhorabuena por la conclusión de la “ecclesia toletana” sobre la que fuera mezquita mayor, que
el rey Alfonso VI había prometido respetar en uno de los puntos más importantes de las
capitulaciones que hicieron posible la entrega de la ciudad, por parte de los musulmanes, en
1085, sin derramamiento de sangre. Este rey cristiano se comprometió a conservar y respetar
los edificios de culto, las costumbres y la religión tanto de musulmanes como de la gran
población cristiano-mozárabe. La mezquita mayor, obviamente, estaba comprendida en ese
compromiso, pero aprovechando un viaje de Alfonso VI, el 25 de octubre de 1087, el abad
francés del monasterio de Sahagún, Bernard de Sedirac, elevado
al rango de arzobispo de Toledo (y con la complicidad de la reina
Constanza, esposa de Alfonso) envió gente armada para que se
adueñara por la fuerza del recinto de la mezquita. Instalaron en
ella un altar provisional y colocaron una campana en el alminar,
siguiendo la costumbre cristiana para «arrojar las suciedades de
la ley de Mahoma» tal como narra el padre Mariana en su
Historia General de España (Primera Crónica General, cap. 871).
Tras la cólera del rey a su regreso, y la sentencia de muerte que
dictó para casi todos los implicados, cuenta una leyenda que
fueron los musulmanes los verdaderos intermediarios para
conseguir la paz, con la figura del negociador y alfaquí Abu
Walid, que llevó al rey un mensaje de tolerancia aceptando la
Brocal de la Mezquita mayor de
Toledo. 1032. Museo de Santa
usurpación y, con ello, salvando a la ciudad recién conquistada
Cruz.
de una rebelión interna y de la consiguiente ruina. La mezquita
toledana quedó, pues, convertida en catedral cristiana, sin hacer apenas cambios en su
estructura, hasta que en el siglo XIII el arzobispo Rodrigo Ximénez de Rada, comenzara las
obras que la transformarían en la catedral gótica que, a finales del siglo XV, pudo contemplar
Münzer en su fase final dirigida por el maestro mayor Juan Guas, con quien entabló
conversación cuando se estarían retirando los andamios. Era el final del ciclo medieval de “…
la más genuina y auténtica construcción coetánea de los grandes templos de la Europa de las
catedrales de Georges Duby. Todo lo demás vendría luego a acrecentar aquel cuerpo
arquitectónico básico como fiel reflejo del poder alcanzado por la Iglesia en la sociedad
española en la Edad Moderna, hasta dar razón al adagio que consideraba a esta catedral como
la “Dives Toletana”, cuya riqueza era proverbial en los mismos días del viajero alemán.
Efectivamente, Münzer ya se hizo eco tanto del alcance de sus rentas como del dicho popular
que debió de oír y que él transcribió así: «In Hispania Toledo ricka, Sibilia granda, Sancti jacobi
forta, Legionis Formosa» (En España [la catedral] de Toledo es rica, la de Sevilla grande, la de
Santiago fuerte, la de León hermosa)”. (Navascués Palacio, Pedro, Historia breve de la fábrica de la
catedral de Toledo, Primera parte, Lunwerg, 2011)

22
No eran, por tanto, su belleza y tamaño, sino su riqueza, lo que más asombraba a los visitantes
de esta catedral que, en tiempos del Greco, cuando la fortuna se había multiplicado aun más,
codiciaba el propio monarca Felipe II, ávido de dinero con el que afrontar nuevas conquistas.
Fue a principios del siglo XVI cuando el cardenal Cisneros inició la importante serie de
intervenciones que llegarían a alterar sustancialmente el templo con sus renovaciones y
añadidos, creciendo posteriormente la catedral en elementos hasta el final de la obra de la
Puerta Llana, ya en 1800. El Greco, por tanto, siempre vio en obras esta catedral, en la que su
propio hijo Jorge Manuel terminaría trabajando como arquitecto. Aunque fuera entre andamios,
Doménikos tuvo que ver la puerta que Parro refiere como de los Escribanos, llamada así
porque, frente a ella, tuvo siglos atrás el Colegio de Escribanos de número de Toledo una casa
de su propiedad para celebrar en ella sus juntas ó cabildos. Frente a esta puerta, la más
antigua de las tres, en el cuerpo de la fachada principal que queda a la derecha, más conocida
Como puerta del Juicio Final, por el relieve de su tímpano dedicado a este tema, se encontró

Tímpano de la Puerta del Juicio Final, Catedral de Toledo.

ante la boca del Infierno, de las mismas fauces de Leviatán tragando a aquellos que son
arrojados a las mismas tras ser condenados a perpetuidad bajo un riguroso Maiestas Domini

Puerta del Juicio Final. Detalle del Infierno.

23
rodeado de ángeles con los instrumentos de la pasión y junto a la Virgen y San Juan, que
ruegan por los hombres. No es fácil atisbar en este relieve la alegoría del voraz Draco,
tumbado boca arriba y de espaldas al espectador, en una disposición inusual en la que la
escena de la resurrección de los muertos, previa al Juicio, tiene lugar encima del Infierno.
No se trata del clásico esquema, que percibimos en otras puertas del Juicio Final como la de la
catedral de Notre Dame de París, en el que los salvados son
dirigidos hacia la derecha del Cristo resucitado, y los
condenados apartados a su izquierda, quedando más abajo la
escena de la resurrección de los muertos. La toledana es una
composición escalonada en la que los que se salvan son
elevados, mientras que a los condenados se les arroja hacia la
boca del Draco que les espera abajo. Identificar esta escena no
supondría, pese a ello, complicación alguna para Doménikos, ya
que él mismo supo camuflar con maestría dracos en sus propias
obras. También tuvo que ver, en el extremo izquierdo del relieve,
cómo empuja un demonio hacia su perdición final a una dolorida
Puerta del Juicio Final. Detalle.
mujer condenada, atacada por dos serpientes, cada una
enroscada en una de sus piernas mientras ambas le muerden
los pechos con la misma fiereza que a Cesana, dos siglos más
tarde, le empezó a morder un draco sus genitales en el Infierno
del Juicio Final de Míguel Ángel. Quizá, incluso, pensara El
Greco en Bernard de Sedirac al percatarse del obispo que
aparece, junto a otros condenados, en el saco que carga un
gran demonio hacia la hambrienta boca del Infierno. En Toledo,
las tres puertas de la catedral que dan al oeste, a la plaza del
Ayuntamiento, se conocen hoy, de izquierda a derecha, como
las puertas del Infierno, del Perdón y del Juicio Final. Es un
error, son en realidad las de la Torre, del Perdón y del Juicio o del
Puerta del Juicio Final. Detalle.
Infierno.
El Doctor Blas Ortiz.(1549), citó “las ocho puertas que rodean al templo ordenadas por sus
puntos cardinales" , especificando “Al sur de la Rissa [de los Leones] y de la Oliva [del Deán],
al oeste, de derecha a izquierda, del ”Infierno”, del Perdón y de la torre”, y al norte las dos
puertas al claustro y la de los “Reyes” [del Reloj]. El texto siguiente es muy aclaratorio:
“La primera de las tres puertas que se abren al zéphiro, se llama del Ynfierno, de los
escrivanos, o del rey David. Llámasse del Ynfierno por estar esculpIdo en su coronación el
ynfierno donde se atormentas [sicl las almas de los condenados, sobre el qual esta una efigle
ternble del universal juicio venidero, en el qual dará Nuestro Señor Jesu Christo a los fieles
gloria y los impíos penas eternas. Yntitúlase también de David por aver antiguamente estado
colocada una estatua suia en la más excelsa parte de la puerta. De los Escrivanos tanbién
porque frequentemente asisten junto a ella los escrívanos. Los quales aunque por algún acaso
hagan allí estación junto aquella puerta, les aconsejo que entiendan que a los que faltaren a la
lega lidad de su oficio, se les propone en ella la venganza del ynfierno. Sobre estas puertas por
la parte interior se ve escrito este memorable epitaphio:
En el año de 1492 a dos días de enero, fue tomada Granada, con todo su reyno, por los reyes
nuestros señores don Fernando, y doña Ysabel, siendo arzobispo de esta Santa Yglesia don
Pedro Gonz'ález de Mendoza, cardenal de España. Este mismo año en fin del mes de jullio,
fueron hechados todos los judíos de todos los reynos de Castilla, de Aragón, y de Sicilia”.
Desde luego, era un epitafio para no olvidarlo nunca, sobre todos los judíos coetáneos y los
descendientes de los mismos, como Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Diego de Castilla y,
pudiera ser, el Greco, que se convirtieron por decreto en ciudadanos de segunda.
(Doctor Blas Ortiz. DESCRIPCION GRAPHICA Y ELEGANTISSIMA DE LA S. IGLESIA DE TOLEDO.
1549)

24
Fue el cronista Sixto Ramón Parro, que recogió estos y otros muchos datos de Blas Ortiz, por
cierto que sin citarle, quien confundió la izquierda con la derecha:
“… la de la izquierda es conocida por la del Infierno (sin que sepamos el por qué, pues el bajo
relieve de su medio punto solo lisura unos estrellones con caras y cabecitas en el centro de
cada uno). Se ha llamarlo también de las Palmas (porque por ella solía entrar la procesión del
Domingo de Ramos, que salía por la puerta Llana) y se la entiende más comúnmente por la de
la Torre (porque está arrimada á la Torre principal)”.
(Sixto Ramón Parro, op. cit.).
Por este problema de lateralidad de Parro, los toledanos llaman actualmente “del Infierno” a
una puerta inocua adornada de flores inofensivas y caritas inocentes, mientras el draco de la
verdadera puerta del Infierno devora desgraciados delante de ellos sin ser visto.
El gran Draco era, como cabe concluir, onmipresente, enemigo/acompañante del Cristo
resucitado cristiano, avalorándole por contraste al alimentarse devorando almas mientras aquél
redimiera otras mediante su propio sacrificio. Esta metáfora dualista se extendió, además, tanto
geográficamente como temporalmente, pues la habían difundido por el llamado Nuevo Mundo
las órdenes religiosas que se adentraron en América y que, cómo no, interpretaron los ritos
religiosos prehispánicos como adoraciones al Demonio. Los murales del Infierno de Actopan y
Santa María Xoxoteco nos permiten observar cómo la deriva europea y las grandes catástrofes
demográficas americanas por las epidemias y la guerra de conquista confirieron atmósfera
apocalíptica en creaciones pictóricas como las realizadas en Calamarca (Bolivia), cuya iglesia
guarda la colección más amplia de ángeles realizados durante la época colonial. Son ángeles
vestidos como los soldados españoles de aquel tiempo, armados con los arcabuces que tanta
muerte sembraron en el nombre de un Dios protector de europeos, pero en absoluto de
indoamericanos. Estos ángeles, típicos de la época colonial, son por ello conocidos
popularmente como "ángeles arcabuceros". Fueron dos los pintores que los plasmaron, el
llamado Maestro de Challapampa (que realizó una pequeña porción de los mismos) y un pintor
desconocido (que ejecutó la casi totalidad) al que se menciona como Maestro de Calamarca.
Los estudios comparativos del estilo de este segundo artista en una de las pinturas más
trascendentes del período colonial, "El Juicio Final", permitieron identificarle con el pintor José
López de los Ríos. En el ángulo inferior derecho de la obra mencionada, puede observarse un

José López de los Ríos o “Maestro de Calamarca”, El Juicio Final. Período colonial. Bolivia.

gran Draco devorando a los condenados, siendo éstos azuzados hacia sus fauces por diablos y
bestias de menor tamaño.
Lejos de estos mestizajes estilísticos que aun mantienen el arquetipo de la boca del Infierno,
para detectar en la pintura italiana el principal referente draconiano atendido por Miguel Ángel
en el ángulo inferior derecho de su “Juicio Universal”, antes que al “Juicio Final” de Fontana

25
que ofrece como referente Martínez-Burgos, cabría citar al homónimo “Juicio Universal” que
hiciera el gran Giotto en 1306. En esta composición, el discípulo de Cimabue nos presenta,
también en su ángulo inferior derecho, un Infierno presidido por otro Demonio de gran tamaño
que, flanqueado por dos dracos que devoran condenados, es a su vez acompañado en su
escabechina por una serpiente gigante y distintas figuras draconianas que atacan a otros
infelices. Miguel Ángel Buonarroti, sin duda, está en deuda con este gran pintor medieval.

Giotto. Juicio Universal. Detalle del Infierno. Bsílica de San Francisco de Asís.

Giotto. Juicio Universal. Detalle. Obispo
corrupto y draco exterminador de pecadores.

Como no podía ser menos, el clero corrupto tiene
plaza reservada en el Infierno, representado
principalmente aquí por un obispo que, a la izquierda
del Demonio, sigue impartiendo en las tinieblas
bendiciones a cambio de dinero. Las conexiones de
la Alegoría de la Liga Santa del Greco con el
analizado arquetipo del Juicio Final nos han de llevar
a la conclusión de que la presencia del monarca
español Felipe II en aquél lienzo supone más tenerle
en “tela de juicio” que en espacio de bendición;
especialmente teniendo en cuenta que la presencia
en el ángulo inferior derecho de la boca de la Bestia
nos ha de situar, como ya hemos visto, en la escena
del Juicio Final antes que en una consagración o
adoración.

26
En la tabla central de su Tríptico de Módena, con claras similitudes con el tríptico del Juicio
Final de G. Klontzas, nuestro Greco reemplaza el demonio
oscuro de su compatriota por otro demonio ya totalmente negro.
Este no es otro diabólico Barquero inspirado en el Caronte de la
laguna Estigia, sino una criatura diabólica que empuja a los
condenados hacia la boca de la Bestia.
La imagen del Cristo aparece dominante en el plano celestial,
coronando al
caballero.
Es,
sin
duda,
un
precedente
de
la
presunta
consagración
de Felipe II
en
la
Alegoría de
Tríptico de Módena. El Greco.
Posterior a 1567.
la
Liga
Tabla central. 13,8 x 23,5 cm.
Santa, que
Galleria Estense di Módena.
rinde
homenaje a su victoria compartida en la
batalla de Lepanto; pero mientras que en el
Tríptico de Módena el caballero era
ensalzado en el Cielo y coronado
directamente por el Mesías, en el caso de la
Alegoría el monarca ocupa el lugar del
demonio ostentando, y con la misma
intensidad, el negro de su traje habitual que
el de la piel de la maléfica criatura que
ocupara el lugar equivalente en la escena
del Infierno de aquél tríptico. Cualquier
artista podría ver en ello que El Greco
sustituye la figura de su demonio de
Módena por la de Felipe II en el cuadro de
la Alegoría. Felipe II, negra sombra de su
padre, el gran emperador Carolus V, o
Carlos I de España es, por tanto, el Caronte
o demonio que esparce la muerte por
Europa, intentando evitar el ocaso de la
hegemonía española, mientras las arcas del
estado se vacían y el resto de países se
arman o alían contra él. Es la triste
expresión del que se aferra al sueño de
gloria terrenal pero lo justifica con guerras
santas o misiones divinas, como tantos
tiranos
de
épocas
pasadas
y,
desgraciadamente, presentes. Nada como
sentirse el enviado por los dioses para imponer el propio credo, a la hora de aplastar cualquier
movimiento social o político en contra, o bien para declarar guerras que, bajo pretexto religioso,
esconden estrategias de conquista. Si alguien se opone al que manda, se opone al mismo Dios
y, por tanto, hay que combatirle como al propio Demonio justificando cualquier cosa, ya sea

27
una batalla, una hoguera o un potro de tortura. Esto era así en la época del Greco y sigue
siéndolo en la nuestra, pues basta inventar un “Eje del mal” que amenaza a Occidente, o
arsenales de “armas de destrucción masiva” para bombardear y ocupar en Oriente cuantos
territorios o pozos petrolíferos quieran conquistarse. Transformar aviones en salas de tortura
volantes, o crear infiernos como el de Guantánamo donde encarcelar sin juzgar, y torturar
indiscriminadamente, se convierten en prácticas “justas por necesarias” si urge encontrar
culpables de atrocidades terroristas. Siempre igual, justificando con crímenes los crímenes
anteriores, santificando guerras para aumentar el horror; pero los grandes artistas siempre se
rebelan contra los grandes tiranos, del signo que sean, normalmente en sus propios campos de
batalla en los que la inteligencia ganará siempre a la fuerza. Las intrigas inquisitoriales de las
que tuvieron que defenderse artistas de la talla de Miguel Ángel, El Greco, Velázquez y hasta el
mismo Goya, ya en 1815 por pintar su maja desnuda, no lograron privarnos de sus
genialidades. Como reza un proverbio hindú, “el barro tapa al rubí, pero no lo mancha”, y bajo
el cumplimiento de los encargos oficiales de los Papas o de los reyes, subyacen sus mundos
latentes, llenos de mensajes que sobreviven a los tabúes, los prejuicios y los dogmas
impuestos. Escenas historicistas o costumbristas, temáticas aparentemente aburridas o
propagandistas de las “verdades eternas” de los que gobiernan el miedo por las armas, ocultan
grandes cargas de sublevación intelectual y lucha contra la prepotencia y el abuso. Una cosa
es que en el siglo XV, por ejemplo, un pintor como el Bosco, tenido por muy religioso y, por
cierto, el favorito de Felipe II (que llegó a expoliar cuantos cuadros suyos tenía a su alcance en
colecciones ajenas), tenga que ocultar su pensamiento tras una capa de moralina oficial
impuesta, y otra cosa es que, a partir del siglo XX, un artista como Picasso pueda manifestarse
(aunque en el exilio de su patria) contra una sombra bastarda de Felipe II llamado Francisco
Franco, y pintar sin tapujos un cuadro como el Guernica. Obviamente, las libertades sociales
permiten el activismo intelectual declarado, mientras que las épocas o zonas de represión
obligan a los mensajes encubiertos. Al final, “las nubes pasan, pero el cielo permanece”, la
historia premia a los audaces y valientes, y El tríptico del Jardín de las Delicias del Bosco o el
Guernica de Picasso nos reciben en museos como El Prado o el Reina Sofía (respectivamente)
para contarnos sus historias, si bien en el primero habrá que buscar o investigar más los
mensajes de un pintor que tuvo que esquivar miradas inquisitoriales. Es evidente que si
queremos saber cómo pensaba en realidad El Greco, no podemos conformarnos con la corteza
oficial de sus composiciones, sino que debemos indagar sus recursos para sortear a los
supersticiosos o a los inquisidores de su época. Él no era un hombre sumiso y, por tanto, no
cabe esperar del análisis profundo de su obra oscuro servilismo, sino clarividente
independencia de modas estéticas y máximas éticas. A un librepensador como él no se le
puede diagnosticar por sus apariencias, sino por las revelaciones profundas de su obra. Una
cosa es que fuera religioso y otra que, como se dice en España, “comulgara ruedas de molino”.
En el caso de la Alegoría de la Liga Santa, un dato a tener muy en cuenta, pero que pasa
desapercibido, es que aquella coalición contra el poder otomano (el “Eje del mal” de la época)
se inició, precisamente, en el puerto de Suda, en Candía (Creta), la ciudad natal del Greco. Fue
en 1570, unos siete años antes de que El Greco pintara la Alegoría, cuando los turcos
desembarcaron en Chipre, una isla que el papa intentó salvar, fletando una escuadra cretense
en defensa de la misma, pero que llegó después de la caída de Nicosia. La rendición de Chipre
conmocionó a los cretenses, al situarles frente a la inminente invasión turca.
Se desconoce si este tema fue elegido por El Greco buscando el agrado de Felipe II (aun con
trampa) y conseguir encargos para El Escorial, o si bien fue un encargo del monarca para
ponerle a prueba a los mismos efectos. El dato aportado refuerza la primera hipótesis pero, en
cualquier caso, aquí el artista estaba implicado en primera fila; no cabe esperar de él una
MIRADA aséptica, un triunfalismo ramplón, sino un trasfondo en el que se posicione en torno a
las mal llamadas “guerras santas”, y a los Bush, Blair o Aznar de entonces, ya fueran el Papa,
el Dux o el Emperador.
En diciembre de 1951, cuando Doménikos pintaba La Coronación de la Virgen que le habían
encargado para Talavera la Vieja (Cáceres), recibiría la noticia de la muerte de Juan de la

28
Cruz, del que ya habría oído hablar en numerosas ocasiones. Aquél cristiano valiente, tan
apartado de estas luchas de ambición y de poder en las que papas y reyes se sentían los
dioses de la tierra, tuvo una etapa tranquila, incluso alentadora tras su nombramiento como
Vicario Provincial de la Orden de Carmelitas Descalzos. No obstante, por su insistencia en la
reforma había vuelto a tener problemas, esta vez con sus superiores andaluces del convento
de la Peñuela (Sierra Morena). Allí volvió a sufrir humillación y reclusión; pero este artista fraile
siguió sin rendirse, terminando de escribir sus principales obras literarias. Tras recuperar la
libertad, y entre dolores, el creador
del “Cántico Espiritual” afrontó la
muerte tan entero como aquel
Francisco de Asís, el creador del
Cántico de las Criaturas que se
desnudó, frente a un opulento Papa,
para dejar clara la diferencia, en
cuanto a riqueza material y espiritual,
entre un cristiano y otro que finge
serlo. Juan de la Cruz lo fue y, tanto
si El Greco lo era o no en su fuero
interno,
ciertamente
tuvo
que
admirarle, igual que a San Francisco,
que salió pintado a veces de su
mano, y otras muchas de su taller, en
cuadros que se repartieron por
numerosos monasterios españoles.
El cuadro de la Coronación presenta
similitudes con el Entierro del señor
de Orgaz. Está también estructurado
en dos partes, una inferior de típica
composición
rectangular
del
Quattrocento,
y
otra
superior
romboidal. Los santos elevan su
mirada hacia María, Jesús, el Espíritu
Santo en forma de paloma, y el Dios
Padre, que dominan la zona superior
como vértices del rombo, y están más
idealizados que los santos de factura
El Greco, Coronación de la Virgen, óleo sobre lienzo, 105 x 80 cm.
más naturalista. El gran parecido del
Monasterio de Guadalupe. 1591-1592.
santo del extremo derecho con los
retratos que se conservan de San Juan de la Cruz, podría atender a un homenaje que El Greco
hace, ya post mortem, a este otro idealista recién fallecido que, como él, traspasó con su arte la
materia.
Felipe II, que ni entendió al Greco ni ayudó a Fray Juan cuando se lo rogó Santa Teresa por
escrito, y para quien su pueblo era un mal necesario por mucho que se invistiera como un
arcángel del cristianismo, moría siete años después. La muerte no puede negociarse con
dinero, como había cantado, un siglo antes, el genial Jorge Manrique:
III
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
qu'es el morir;allí van los señoríos
derechos a se acabar
e consumir;

29
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
e más chicos,
allegados, son iguales
los que viven por sus manos
e los ricos.
(Jorge Manrique. 1477)

El emperador, por cierto, quizá tuviera alucinaciones con el Draco antes de morir en una alcoba
de El Escorial. Los excesos le hicieron probar el ardiente aliento de la boca del Draco Infernal:
Según fray José de Sigüenza, que fue su consejero, “la gota le atormentó durante varios años”,
y el 13 de septiembre de 1598 se sintió “asado y consumido del fuego maligno que le tenía ya
en los huesos”. Tal final parece más acorde con los condenados que engullen las Bestias del
Giotto, de Klontzas o del Greco, que con el grupo de salvados que, al contrario que él, se
escapan de ellas.
Por los juicios que detectamos en sus lienzos, podemos mirar al Greco como a uno de esos
idealistas que piensan que las diferencias se superan con más difusión de cultura que
triunviratos de guerra, con más arte que cruzadas.
En aquel tiempo Venecia era una impostora en Creta, tenía la isla ocupada por la fuerza,
aunque sólo podía mantener un ejército de cuatro mil soldados en ella, y sin garantías de cubrir
las soldadas. Debido a la amenaza del Imperio Otomano, la política represiva veneciana hacia
los
cretenses
se
suavizó,
mejorando la relación entre
ocupantes y ocupados. Aun así,
Venecia no se atrevía a armar a
los cretenses para que defendieran
su propia isla, si bien permitió que
se creara una fuerza con 14.000
de ellos.
Cuando el 25 de mayo de 1571,
España, los Estados Pontificios,
Venecia y Malta firmaron las
capitulaciones para constituir la
Liga Santa, ¿había de alegrarse al
Greco porque los cretenses, sus
familiares, amigos y el resto de sus
compatriotas solo podían elegir
entre unos amos u otros, pero no
la libertad?
Si un iluminado como Felipe II le
encarga un cuadro con un tema
como El Martirio de San Mauricio,
no va a entregarle una ramplona
estampita de época. Según Tiziana
Frati “la elección del tema parece
motivada por la presencia en El
Escorial de las reliquias del santo
(excepto la cabeza, conservada en
el relicario de la catedral de
Toledo)” (La obra pictórica completa
El Greco, El Martirio de San Mauricio.1580-82. 301 x 448 cm.
del Greco, Frati, Tiziana, Noguer-

Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Madrid.

30
Rizzoli Editores, Clásicos del Arte, 1977, pág. 99). Se refiere, obviamente, al Ochavo de esta

catedral, capilla-relicario de planta octogonal, rematada por la cúpula que diseñara el hijo del
Greco, Jorge Manuel, cuya incidencia en la catedral ya hemos comentado, y que con ello se
ganó en la ciudad la consideración de arquitecto. La iconografía, seguramente inspirada en la
Leyenda aúrea, por la que Mauricio y sus legionarios fueron decapitados, por orden del
emperador Diocleciano, al negarse a ofrecer sacrificios a los dioses romanos, es resuelta por El
Greco mediante una imagen compuesta, siglos más tarde, cuando en España a los que se
mataba entonces era a quienes se negaban a adorar al Cristo. En la obra pueden
contemplarse, simultáneamente, los tres momentos de la decisión de soportar el martirio, la
ejecución y la glorificación, en un esquema imposible de aceptar por el rígido Felipe II, “porque
había osado representar un martirio fuera de los cánones de la Contrarreforma”. Ello motivó
que el rey no volviera a contar con el artista y, aunque supondría una gran decepción para
éste, pues aspiraba a convertirse en pintor de corte, no se truncó el ejercicio de su profesión,
puesto que era ya un artista muy solicitado tanto por los aristócratas como por los eclesiásticos
toledanos.
En el vértice superior izquierdo del
cuadro
despreciado
por
el
emperador (y sustituido en El
Escorial en 1584 por otro de Romolo
Cincinnato), aparece un luminoso
rompimiento celestial adornado con
las plumas de esplendorosos
ángeles, mientras que en el vértice
opuesto,
el
inferior
derecho,
podemos ver la firma del Greco en
un papel que porta en su boca una
serpiente. Se repite la disposición
del luminoso Cielo sublimado arriba
y la negritud abajo, una oquedad
oscura en la que destaca el ofidio. El águila y la serpiente, las plumas y las escamas, la luz y la
sombra, interactúan con el ser humano en medio, entre lo subterráneo y lo aéreo. En este
cuadro la vida y la muerte, la dignidad y la vileza, son caras de una misma moneda. En
realidad, son la proverbial expresión de la dualidad humana que refleja la obra, en la que unos
mueren por sus ideales y otros matan por los suyos de otro signo o religión. Es la historia del
ser humano, tristemente repetida, en la que los que empiezan muriendo por sus ideas terminan
matando por ellas; es también la historia de todas las iglesias. La católica no escapa a este
análisis, pues los primeros cristianos
murieron torturados en los circos
romanos y, con la excusa de servir al
mismo Dios por el que aquéllos
murieron, y a la misma religión,
torturaron y mataron con la atroz
herramienta de la inquisición a
quienes no comulgaban con su credo,
disentían de su fe o realizaban
cualquier descubrimiento científico
que pusiera en un aprieto a su
mutante teología.
El 10 de abril de 1585, unos tres años
después de que El Greco pintara El
Camilo Rusconi. Tumba del Papa Gregorio XIII.
Martirio de San Mauricio, moría en
Roma Gregorio XIII, el papa del draco. La tumba que contiene actualmente sus restos, en el
El Martirio de San Mauricio. Detalle de la firma del Greco.

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origen y desarrollo del ensayo literario
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Fernando Barredo - EntrePliegues 2013

  • 1. 1
  • 2. Estatua-Menhir del dolmen de Navalcán Museo de Santa Cruz. Toledo OTRAS MIRADAS OTRAS MIRADAS OTRAS MIRADAS LOS DRACOS DEL GRECO Desde tiempo inmemorial el ser humano ha sentido una extraña mezcla de temor y de fascinación ante la serpiente, constituyendo ésta uno de sus símbolos más antiguos y universales. En su Diccionario de símbolos (Ed. Labor S.A.), Juan-Eduardo Cirlot nos apunta que “Si en realidad todos los símbolos son funciones y signos de lo energético, la serpiente es simbólica por antonomasia de la energía, de la fuerza pura y sola; de ahí sus ambivalencias y multivalencias”. La observación de este inquietante reptil, que cada primavera cobra nueva vida, mudando completamente su piel todos los años, favoreció su identificación con las ideas de sabiduría, rejuvenecimiento, fertilidad, salud y prosperidad. Por su carácter reptante y el poder de sus anillos fue asociada con la vida y con la fuerza. Por su peligrosidad, incluso mortal en muchos casos, ha sido también símbolo del plano destructor de la naturaleza, y su ambivalente capacidad de matar tanto como de alumbrar o de generar. 2
  • 3. Cuando los antiguos Mayas necesitaron de un emblema para unir dos conceptos tan diferenciados como el tiempo y el espacio, para ellos inseparables, encontraron por ello en la serpiente el símbolo proverbial, siendo Najt la gran espiral que, al girar y enroscarse continuamente sobre sí misma, significa ambos términos y resuelve cíclicamente el movimiento cósmico. Símbolo inseparable de la diosa madre, la diosa Tierra, es presentada por especialistas como Laviosa Zambotti como expresión del poder femenino que, en el antiguo Oriente, alumbra el nacimiento de importantes culturas. En el neolítico, el culto a este animal se expandirá por todo el Mediterráneo hacia Occidente, vinculado a la luna y su aspecto tan mutante como la forma o la piel del ofidio, así como al culto al toro, con sus poderosos cuernos de media luna en su testa. Los colonizadores orientales que llegaron a las tierras que serían España, viajaban bajo el signo de esta diosa madre, señora de la muerte y de la resurrección. El símbolo de la serpiente asociada a formas de religión, proviene de un Oriente de fuerte arraigo matriarcal. Creta fue uno de los baluartes de la diosa de las serpientes, asociada allí a la espiral, siendo dicha isla griega, para Zambotti, el refugio de esta religión de la diosa madre al producirse en Babilonia una gran revolución social y religiosa aristocrática, en la que se derogaron primordiales elementos matriarcales. El culto relacionado con la simbología lunar y de la serpiente, inspirará toda la cultura cretense y centro-oriental europea. Por su parte, Mircea Eliade remarca la fusión de esta religión matriarcal con la megalítica occidental, ya apuntada por la autora citada. Aparecerán claros signos de ello en los ancestrales megalitos, símbolos mágico-religiosos en los menhires y dólmenes atlánticos, que apelan también al Sol, al hacha (como atributo de los dioses del rayo y de la tormenta) y a la serpiente, que será el símbolo de la vida asociada a las imágenes de los antepasados. En la península ibérica, los megalitos que con más rotundidad presentan serpientes encaramadas son, sin duda, los dos menhires del dolmen de doble anillo de Navalcán (Toledo), monumento funerario que puede verse en épocas de sequía, cuando se agotan las aguas del pantano que lo mantiene sumergido en su seno. Estos menhires, rescatados del mismo, pueden contemplarse en el patio del Museo de Santa Cruz, en el casco histórico toledano. La serpiente fue identificada antaño con el sol en la filosofía oriental, astro que "se libera de la noche como la serpiente se libera de su piel". Es asociada por ello con otros personajes que, antes de convertirse en dioses, se desprenden de sus gastadas pieles (símbolo de la adquisición de la inmortalidad, de la “victoria sobre la muerte"). Cuando Eliade comenta que en la filosofía oriental la doctrina divina se identifica paradójicamente con una ciencia que al menos en sus comienzos era de carácter demoníaco, es difícil no pensar en la serpiente enroscada en el árbol de la ciencia del bien y del mal del libro del Génesis bíblico. En la India, la inmanencia de las serpientes es evidente en la mitología popular más antigua, siendo posteriormente vinculadas con determinados dioses, como pasaría con el tiempo en Grecia. Los nagas eran "espíritus-serpientes" conectados con lugares sagrados, a veces marcados con singularidades naturales como una gran piedra, un árbol, o un río; claras reminiscencias del estadio religioso más primitivo. En la mitología oriental el dragón y la serpiente serán símbolos del ritmo vital y acuático. En Egipto la serpiente será la imagen primitiva y última del dios Atum. Los adoradores del sol creían que cuando el mundo retornara a su inicial estado caótico, Atum se convertirá nuevamente en serpiente. Esta inefable serpiente Atum sería el dios supremo y oculto, mientras que Ra representaba el dios manifestado. La dualidad Faraón-Ra y Serpiente (Apofis)-Atum, supone, para Eliade, que la obra del Faraón asegura la estabilidad del cosmos y del Estado y, como consecuencia, también la continuidad de la vida. La cosmogonía se reanuda cada mañana, cuando el dios solar "rechaza" a la serpiente Apofis, pero sin lograr aniquilarla nunca, ya que el caos (las tinieblas), por representar la virtualidad, es indestructible. La actividad política del Faraón reproduce las hazañas de Ra: también "rechaza" a Apofis, es 3
  • 4. decir, que vela para que el mundo no retorne al caos. Cuando en las fronteras aparezcan enemigos serán asimilados a Apofis y el triunfo del Faraón reproducirá la victoria de Ra. La serpiente también protagonizará un papel relevante en la mitología griega, especialmente en sus inicios. En Grecia, las figuras con cuerpo humano y cola de serpiente tenían connotaciones positivas; representaban la población primigenia, eran los que habían nacido directamente de la diosa madre, de la tierra. En el culto a Palas Atenea, diosa de la Sabiduría, nacida de un hachazo en la cabeza del gran Zeus, dios del rayo y de la tormenta (ciertos símbolos viajan siempre juntos en el tiempo), estas criaturas semiserpentiformes eran enterradas allí para ofrenda vinculada con la tierra, interpretando que de ella habían brotado los que a ella volvían, como el polvo al polvo. Estos seres emitían a menudo oráculos y, seguramente, Asclepio (Esculapio) era serpentiforme antes de legar su célebre vara como potente símbolo del matarcurar. Algunos autores, atendiendo a una etapa prehomérica en la que las fuerzas demoníacas, buenas o malas, estaban vinculadas con espíritus ectónicos, apuntan que al erigirse Asclepio en figura antropomorfa, la serpiente pasó a constituir un mero instrumento, un emblema. Como, a partir de la etapa homérica, las deidades griegas adquieren apariencia humana, estas figuras serpentiformes o quedan reducidas a un papel secundario, o se convierten en negativas. La imagen del niño Heracles asfixiando con sus manos desde su cuna a dos serpientes, encuentra aquí un sentido de renovación simbólica. La llegada de dioses nuevos y su victoria sobre los antiguos, simbolizados por serpientes, cuenta también con proverbial alegoría en la instalación de Apolo (dios de las Artes) en el templo de Delfos después de vencer a Pitón. Esta mítica lucha se reflejará posteriormente en todas las mitologías, con un dios vencedor de un dragón o de una serpiente, como expresión simbólica de la soberanía primordial de las potencias telúricas y de la "autoctonía" (sic) (http:// vigoetnográfico.blogspot.com.es/209/02/el-tema.de-la-serpiente-en-la_8315.html. Public. por Hidalgo). El caso griego es peculiar, porque luego Apolo "tuvo que expiar aquella muerte, convirtiéndose de aquel modo en el dios por excelencia de las purificaciones y debió instalarse en el templo del derrotado y fue precisamente bajo la advocación de Apolo Pitreo como alcanzó su prestigio panhélico". Ello da cuenta de la trascendencia de esta serpiente en el pensamiento griego que, bien vencida o evolucionada hacia otro estadio, ostenta respeto y veneración en la Grecia antigua. El combate de dioses con serpientes será ya, pues, tema mítico recurrente: la lucha de Ra contra Apofis se traducirá en el combate entre el dios sumerío Niruta y Asag, de Marduk contra Tiamat, del dios hitita de la tormenta contra la serpiente Illyyankas, de Zeus contra Tifón, del héroe iranio Thraetaona contra el dragón tricéfalo Azhi-dahaka. En algunos casos la victoria del dios constituye el paso previo para una cosmogonía, por ejemplo en la lucha de Marduk y Tiamat. En otras ocasiones lo que está en juego será la instauración de una nueva soberanía, como en la lucha de Zeus contra Tifón y Baal contra Yam. Para marcar una nueva situación cósmica o institucional, asistiremos a la muerte de un monstruo ofídico, un draco, como símbolo de la virtualidad del "caos" al tiempo que de lo "autóctono " (Hidalgo, ibidem). En el cristianismo la serpiente encontrará su connotación más peyorativa, como ser sagaz pero malvado, que pasará por tabú alimenticio (en el Génesis, hacia el 750 a. de J. C), o por animal destructor, símbolo del demonio (Apocalipsis, hacia el 70 d. de J. C). Mircea Eliade, sienta el referente del relato bíblico de Adán y Eva y la serpiente tentadora, aludiendo a una representación mitológica arquetípica: "La diosa desnuda, el árbol milagroso y su guardián, la serpiente”. La frustrada inmortalización de Guilgarmesh subyace en la castigada ingenuidad del Adán del Génesis cristiano. La serpiente sigue encarnando el símbolo de la vida o del rejuvenecimiento, en definitiva de la regeneración cósmica. Este mito arcaico fue radicalmente modificado por los autores de los relatos bíblicos. El fracaso iniciático de Adán fue reinterpretado como un castigo ampliamente justificado. La autoridad creciente que estaba adquiriendo el monoteísmo yahvista entonces, queda patente en la reinterpretación genésica del relato. 4
  • 5. Las investigaciones de Tachi Venturi o Cirlot servirían para ampliar el conocimiento de la relevancia del mítico draco en la actual diversidad cultural humana. También el análisis de los antiguos ritos de los aztecas o de los indios orientales, como de los fenicios, que rindieron culto a la serpiente como a uno más de sus dioses, igual que los budistas a la cobra o los habitantes del antiguo Imperio Chino a un ser fantástico con cuerpo de gruesa sierpe y patas, el dragón que convirtieron en su símbolo supremo. Pero si en algún lugar del mundo la dialéctica que simbolizan la luz y la sombra, atendió a la ancestral relación entre la mujer y el ofidio, la doncella y el draco, fue sin duda en Creta, la isla del Laberinto, en la que se rindió culto a la Diosa de las serpientes como expresión cosmogónica dinámica, una Madre-Muerte que amamanta-envenena nuestra dualidad. Y de allí, de Creta, donde nació y vivió hasta sus 26 años en la etapa de ocupación veneciana de la isla, partió hacia Italia un pujante artista de formación bizantina, La Diosa de las serpientes. avezado ya en la dialéctica de la luz y de la sombra, Escultura prehistórica cretense Museo de Heraklion llamado Doménikos Theotokópoulos. (antigua Candía) Vivió en Venecia y en Roma. Su incorporación al taller de Tiziano le permitió recibir los valiosos consejos del maestro, impregnándose también de los colores del Tintoretto y de Basanno, así como pudo asomarse a la genialidad de Miguel Ángel. También conoció allí a Fernando Niño de Guevara, un joven y extraño sacerdote español que quedaría impresionado por la arrolladora personalidad del artista. Fue este religioso uno de los que le animaran a salir de Italia, hablándole del gran empeño de una obra para la exaltación católica, el monasterio de El Escorial del monarca español Felipe II, que demandaba artistas para el que se convirtió entonces en el foco manierista más importante del momento. Y en 1577, a sus 36 años, viajó hasta España, donde le esperaba una serpiente gigante… 5
  • 6. … que le ofrecería una manzana. Una ciudad laberíntica, recién despojada de la corte española, que se aferraba a su legendario pasado, en la que podría hermanar la luz y la sombra, compartiéndolas con su nueva y misteriosa amante, su Eva-Lilith, Jerónima de las Cuevas, para iniciar una nueva vida. Allí se instalaría, junto al “serpenTajo”, y desarrollaría una obra regida por el sentimiento, por la subjetividad, en la que la MIRADA del artista reniega de los cánones o patrones de la época, y abre la puerta de la expresión artística pura, del arte libre, tal y como ahora hacen, sin saber que siguen los senderos de su sombra toledana, los artistas actuales. Toledo. Vista aérea del casco histórico bordeado por el río Tajo. Aun no conocía este artista la España negra que se ocultaba bajo el poder de su rey, y emperador en Europa, Felipe II, ni los privilegios de sus nobles y prelados, ni la pobreza de la mayor parte del pueblo, ni las injusticias y tormentos que sufrían los que no se sometían a la voluntad de los poderosos. En Roma había sentido el peso del poder, especialmente cuando por una propuesta suya acorde con su joven orgullo, una osadía tan grande como su talento, se le cerraron las puertas de la ciudad eterna como pintor, siendo la falta de encargos la que le 6
  • 7. forzó a viajar a otras tierras. Ahora estaba en una ciudad pequeña comparada con Roma, pero no exenta de grandeza histórica, cuya archidiócesis era el núcleo más poderoso del poder católico europeo, después del mismo Vaticano. Quizá Doménikos tuviera, entonces, una imagen ya formada de Toledo, afamada ciudad castellana que siguió la brillante estela del Bagdad de Al-Mamún, de la “Casa de la Sabiduría” en la que aquel gran califa reunió, a principios del siglo IX, a hindúes, judíos, cristianos, siríacos, islamistas y persas de distintos países, bajo una consigna fundamental: “tanto las palabras de Alá, como las de Yavhé o las de Dios son conformes a los criterios de la razón y sólo pueden oponerse a esos criterios quienes, de puro ignorantes, carecen de razón». Ya sabría el viajero griego que, en la Córdoba califal, un siglo más tarde, consiguieron convivir en paz las culturas musulmana, judía y mozárabe. Estos acercamientos interculturales, suponían el triunfo del pensamiento y de la tolerancia humanos, frente a tanto desatino exterior, tantas guerras “santas” como se libraban en otras zonas del planeta. El Greco habría oído hablar ya muchas veces de la célebre Escuela de Traductores de Toledo que, con aquel gran referente de Bagdad, y el antecedente español de Córdoba, reunió en la ciudad a sabios judíos, islamistas y cristianos, impulsada por los arzobispos cluniacenses, tal y como recordaba, en entrevista reciente, Aniceto Núñez, a un medio de información toledano: “Esta experiencia toledana, apoyada por los arzobispos cluniacenses, en especial Juan de Castellmorum y Cerebruno de Poitiers, enriqueció, ya para siempre, el pensamiento de la Europa naciente, cansada y asfixiada por el «pensamiento único» impuesto por el Papado y la ignorancia. Un grupo de pensadores y traductores cristianos, judíos y musulmanes comenzaron una experiencia que, mucho después, se denominaría «Escuela de Traductores de Toledo». Objetivo: trasladar todo el conocimiento científico y filosófico de los griegos, de los helenísticos y de los árabes al latín. Fue la epopeya intelectual más importante en la historia del conocimiento en Europa. Una auténtica revolución mental. La verdad científica y filosófica, escondida hasta ese momento, recorrerán los caminos de la Cristiandad, ahuyentando las inteligencias que servían al odio y a la intolerancia, para alcanzar el sueño de que todos los hombres se reunieran en una nueva Arca de la Alianza. Aquellos hombres sabían que la verdad siempre se esconde, dificultando su conquista, pero también eran conscientes de que la libertad y la convivencia sólo florecen a la luz de la verdad conquistada que permitirá que el hombre se aleje, mar adentro, de la esclavitud, del odio, de la intolerancia… Toledo, en el siglo XII, abrió las puertas y ventanas a la Razón y al Saber humano”. (Núñez García, Aniceto, “Toledo: La ciudad del saber”, ABC de Toledo, 6-2-2013) Núñez, catedrático de Filosofía, político, ensayista y filósofo, autor de la novela Toledo siglo XII: la ciudad del saber, ha estudiado a fondo el entorno sociocultural de ese Toledo que consiguió ser crisol de culturas, espacio para todos, en el que aquellos sabios “No sólo tradujeron aproximadamente más de ciento cincuenta libros desde Aristóteles a Avicena, desde Arquímedes a Euclides, desde Tolomeo a Al-Khawrismi, o de Hipócrates a Galeno, sino que se impartían enseñanzas”, como nos refiere este, a su vez, profesor de Filosofía en enseñanza secundaria. Nuñez asevera que “Toledo no puede mantener en el olvido a Juan Hispalense, Avendauth, Domingo Gundisalvo, Ghalib, Gerardo de Cremona, el maestro Juan, Platón de Tívoli, Daniel Morley, Alfredo de Sereshel, Miguel Scoto, Hermánn el alemán, Salomón de Avenraza, Roberto de Chester, Marcos de Toledo, Abraham de Toledo, Yehuda ben Moses… En un momento de configuración de las monarquías, cuando las ciudades cerraron los castillos y la literatura artúrica y amorosa inundaban a toda Europa, en Toledo un grupo de pensadores inundaban las escuelas y nacientes Universidades de conocimientos y sabiduría. De saber humano, derivado de la Razón” (Núñez García., A., op.cit.). Lo cierto es que, en la actualidad, muy pocos toledanos sabrían decirnos algo de éstos que fueron grandes figuras de la cultura universal, por serlo de un Toledo muy diferente del que recibió a Doménikos, pues en el siglo XVI poco quedaba de aquel espíritu noble, sabio y tolerante en la ciudad. La “verdad única” se había impuesto en España desde finales del siglo 7
  • 8. anterior, con los Reyes Católicos Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, y todos tenían que someterse a ella, o salir del país, o morir por sus creencias. El nuevo reino de España, acuñado a sangre y a fuego, estaba más apegado aun al sistema feudal medieval que al humanista renacentista que brillaba en la capital de Italia. La conspiración gobernaba el poder social, siendo ejercida, especialmente, por los llamados “príncipes de la Iglesia”, obispos, arzobispos y cardenales que llegaban a poner en jaque, en ocasiones, al propio Felipe II. Sabemos cómo se repartían el país estos cíclopes católicos, que dominaban vastos territorios y atesoraban inmensas fortunas, por un exhaustivo memorial escrito para Felipe II, Emperador ya en declive, por el cronista Luis Hurtado de Mendoza, el año anterior a la llegada del cretense. Toledo era entonces una ciudad levítica. Su archidiócesis era el buque insignia de la Iglesia católica, que ya ostentaba poder y riqueza equiparables a los que posee hoy en día siendo, después del Estado, la mayor propietaria de tierras y de patrimonio de España, teniendo actualmente la tercera parte del casco histórico de Toledo ocupada por iglesias, conventos, seminarios y otros edificios religiosos. El cronista, que era cura de la parroquia de San Vicente, refiere que en Toledo había, entonces, 18 ermitas y cuarenta monasterios de frailes, monjes y beatas. El Arzobispado de Toledo tenía bajo su jurisdicción 6 arzobispos y 18 obispos sufragáneos, habiendo en la catedral 60 canónigos, 48 capellanes de coro, 13 capellanes mozárabes, 13 capellanes de reyes y más de un centenar de clérigos, sacristanes, cantores, racioneros, etc. a los que habría que sumar 194 capellanes de las capellanías oficiales y particulares. Algunos autores destacan, entre las razones por las que Felipe II había trasladado la corte de Toledo a Madrid, el de la omnipresencia de la Iglesia, por la que el poder civil ya se veía agobiado ante el religioso, que todo lo llenaba en una ciudad cada vez más arzobispal que imperial (Kaglan, R.L. “El Greco and the law”, Studies in the history of art, 11. 1982, págs. 79-90). El ayuntamiento y los notables toledanos, que habían contribuido a ello más de lo que les convino al final, intentaron convencer al Rey de que volviera, pero resultó vano, lo que condenó a Toledo al languidecimiento que, con el tiempo, provocaría su declive mientras Madrid crecía y El Escorial se convertía en el referente del poder divino del que devenía el real, mientras a los arzobispos se les elegía. Frente a los prelados españoles enjoyados y ensoberbecidos, que tenían en jaque al propio Rey, en el seno de la misma Iglesia y, siguiendo la estela del más genuino y humilde cristiano, Francisco de Asís, muerto en 1226, otros clérigos españoles clamaban por la vuelta a la esencia del cristianismo. Querían una Iglesia para los pobres y necesitados, que predicara con el ejemplo y renunciara a la opulencia. Tal era el caso del místico Fray Juan de la Cruz, un año más joven que el pintor griego, carmelita que, en su renuncia a lo material, apenas alimentaba el cuerpo que le azotaron en Ávila, con nocturnidad y alevosía, sus compañeros frailes Calzados del Carmen. A los dos días, le habían llevado secuestrado a Toledo en diciembre del mismo año en el que había llegado a esta ciudad Doménikos. El fraile Juan de la Cruz había iniciado, de la mano de la monja Teresa de Ávila, una reforma de la Orden carmelita que, en principio, contó con la conformidad de sus superiores. A partir de entonces hubo carmelitas Calzados y carmelitas Descalzos, los seguidores de Teresa y Juan, que regalaban un poco de dignidad, con su coherencia y ascetismo, al ingente ejército de religiosos adocenados, dirigido por élites acomodadas en el lujo y la disipación. Felipe II había conseguido, en 1568, una ventaja en su guerra fría contra el Papa por el control de las órdenes religiosas, cada vez más poderosas: un breve pontificio por el que dos dominicos fueros nombrados comisarios apostólicos para el Carmen en Castilla y en Andalucía. Aquella fue la llama que encendió la mecha de la discordia, pues los nuevos comisarios se decantaron en ciertas desavenencias a favor de los Descalzos sin contentar al General del Carmen. Los provinciales de los Calzados, entonces, acudieron al papa Gregorio XIII, y consiguieron de aquél el relevo de los comisarios por religiosos de su Orden. El conflicto se ahondó cuando el nuncio en España nombró reformadores a los dos dominicos recién sustituidos, con lo que volvían a tener, incluso aumentadas, prerrogativas sobre el Carmen. 8
  • 9. Como tantas veces en la historia de la Iglesia, el arma a tomar fue la hipocresía: los Calzados elevaron nuevas quejas a Roma y difamaron a sus hermanos descalzos ante Felipe II. Por otra parte, desde Placenza (Italia) la Orden envió como visitador para Calzados y Descalzos al padre Jerónimo Tostado, que llegó a Toledo con la encomienda de prohibir nuevas fundaciones, suprimir la de los Descalzos en Andalucía y recluir en algún convento a la que, con el tiempo, se conocería como Santa Teresa de Ávila. Los Descalzos intentaron en vano, tras aprobar unas Constituciones por las que regirse aparte, llegar ante el Papa y lograr de él su autonomía. Muerto el nuncio Ormaeto, el que fuera su defensor, los Calzados iniciaron su venganza con Fray Juan. Hicieron en Toledo un simulacro de juicio contra el místico en el convento-prisión del Carmen, situado junto al despeñadero del Tajo, dispuestos a castigarle por su intento, y el de Teresa, de que los carmelitas vivieran en la pobreza más absoluta. Ella también tuvo cautiverio, al que llamaron eufemísticamente “retiro”, en su quinta fundación en Toledo, la del Torno de las Carretas (hoy calle Núñez de Arce). El cretense recién llegado no podía saber, entonces, quiénes eran Teresa y Juan, ni conocer su gran talla humana, y sí en cambio que habrían de ser los prelados superiores sus principales clientes si quería abrirse paso en una ciudad dominada por ellos. Se serviría del contacto que había hecho con los hermanos Castilla, especialmente con Luis, para introducirse en el laberinto toledano de poderes y contrapoderes. En sus paseos por las orillas del río Tajo podría pescar anguilas muy apreciadas en las mesas toledanas que, según algunas fuentes, servirían con el tiempo de inspiración para dar forma serpentiforme a postres típicos toledanos, por nostalgia de aquéllas Típicas anguilas de mazapán toledano, en estado crudo y horneado. cuando se extinguieran en época reciente. Muchos toledanos actuales recuerdan los días de pesca de anguilas en su infancia (v. en http://www.leyendasdetoledo.com/index.php/noticias/139-mazapan-toledano.html). No obstante, el cretense quizá viera ya entonces estas anguilas moldeadas en mazapán, pues otra tradición aporta que éstas se realizan desde el siglo XV, siendo las autoridades cristianas de esa centuria y de la del Greco, las que usarían este dulce como señuelo para descubrir a los judíos y falsos conversos ocultos. Al ser la anguila un animal tabú para el Judaísmo, y estar prohibida su ingesta para los hebreos por su semejanza con las serpientes, una simple mueca de desagrado al ingerir un postre con su forma podría llevar a una persona ante los alguaciles (v. en Suite 101: Historia de un dulce típico de Navidad: el mazapán de Toledo | Suite 101. net http :/ /suite 101 .net/article /historia –de –un –dulce –tipico –de –navidad –el –mazapan –de -toledoa33198# ixzz2FJ4fdpWa). Comiendo o no anguilas del agua del Tajo o del fuego de los hornos toledanos, la mesa del Greco era abundante en manjares, siendo animada por músicos al estilo renacentista italiano, lo que parecía desmesurado o pecaminoso en una ciudad poco acostumbrada a este tipo de alegrías o licencias. Pese a la prevención que sintiera en el entorno por tan festiva costumbre y por otros de sus excentricismos, encontró en Toledo su lugar ideal para vivir y crear, y fue en esta ciudad donde estallaría el genio del cretense, donde el fuego del dragón que alienta toda ciudad mágica, y la inefable luz de su arte, incendiaran otras figuras: las de sus ardientes cuadros. Mientras El Greco se iba familiarizando con la ciudad y con sus gentes, ignoraba que Juan de la Cruz era sometido a un tormento que duró nueve meses en una celdilla empotrada en un muro, oscura, helada y tan angosta que, reflejado por Santa Teresa en un escrito de 1578, “con cuan chico era” apenas cabía en ella. Ni siquiera sabía que estaba en Toledo, la ciudad natal de sus padres, pues antes de recluirle en el convento, le hicieron caminar por sus laberínticas calles con los ojos vendados, tal y como los había llevado maniatado sobre un mulo desde Ávila. Quizá El Greco se cruzara con él y con sus captores, confundiéndoles con frailes en 9
  • 10. penitencia mientras jugaba a orientarse por las calles toledanas con las que a Juan le estaban desorientando. Pero aquél cristiano consecuente y valiente, afrontó las calumnias y vejaciones con la mente tan despejada que, durante su cautiverio escribió, en un cuaderno que le permitieron, los versos más sublimes de la literatura española en su Cántico (conocido como “Cántico Espiritual”). Utilizó para escribirlos la tenue luz que entraba, en algunos momentos del día, por un agujero desde la parte alta de su gélida celda. Dormía en tablas de madera y se arropaba con dos mantas andrajosas. Comía pan duro y alguna sardina, recibiendo a veces sobras de los frailes a través de un carcelero que se apiadaba de él, mientras crecía en Fray Juan de Yepes, conocido como San Juan de la Cruz. admiración hacia su aguante en aquel convento, ya desaparecido, pero del que nos quedan imágenes grabadas y pintadas, entre otros, por Doménikos. Las primeras obras del cretense realizadas en España, rezuman la influencia de sus maestros italianos; pero al poco de habitar Toledo evolucionó hacia un estilo personal en el que sus figuras manieristas se alargan y subliman, emitiendo iluminación propia, convirtiéndose en espectros radiantes, envueltos en mágicas atmósferas sometidas a drásticos contrastes. Toledo, 1585. Aguafuerte y buril. El artista prende en llamas sus personajes en un Toledo sometido al fundamentalismo inquisitorial, en el que ya habían ardido hogueras con herejes o nigromantes. No fue este, sin embargo, el caso de Juan de la Cruz, pues cuando Doménikos estaba negociando sus primeros encargos españoles, tras nueve meses de encierro, aquél había logrado escaparse una noche de su celda, con el descuido de su carcelero y algún cómplice exterior. Descendió por la muralla del convento-prisión por una cuerda liada con tiras de sus dos raquíticas mantas, y encontró escondite a la mañana siguiente en el convento de las monjas carmelitas que había fundado la madre Teresa nueve años antes. Juan estuvo dos meses en Toledo, antes de poder 10
  • 11. abandonarlo y partir hacia Andalucía con seguridad, protegido por el canónigo dignidad de tesorero de la santa iglesia primada, don Pedro González de Mendoza, quien le escondía en su casa y paseaba en su carroza. Quizá también le hablara de un artista griego, al que por ello llamaban El Greco, recientemente instalado en la ciudad, que pintaba de manera extraña, pero cuyas estilizadas imágenes de santos, vírgenes y ángeles le recordaban el inefable poemario que él había escrito durante su cautiverio. La luz de Doménikos y la senda oscura de Juan de la Cruz pudieron fundirse en la mente de este hombre generoso. El arquetipo de pintor religioso, e incluso místico, del Greco desde su feliz descubrimiento por Manuel B. Cossío (El Greco, 1908) traspasó el siglo XX como la imagen proverbial del artista ceñido a las tendencias minoritarias (ascetismo y misticismo) o más institucionalizadas y canónicas de la Contrarreforma católica, siendo los religiosos de su entorno toledano más sus clientes que sus amigos. Muchos fueron los tratados que analizaron la posible relación del Greco con la mística, como los de Barrés, Camón, Lemoine, Goyanes, Capdevila, LIonello Puppi, Wethey, Marías-Bustamante o Checa. Otros expertos vincularon al Greco con autores místicos, especialmente con Juan de la Cruz y con Teresa de Jesús, como Hatzfeld, Florisoone, Eder o Fanfani. Hoy la visión del artista ha cambiado sustancialmente para quienes le estudian a fondo. Francisco Javier Caballero, que del tema hizo tesis doctoral, concluyó que una obra de arte puede ser mística, dando por hecho que Dios pudiera inspirarla, y que tal inspiración no tiene por qué ser un premio a un “esfuerzo ascético” realizado, pues para este autor, deviene de gracia divina. Sin embargo, reconoce que es imposible decir si una obra es de inspiración mística salvo por un conocimiento preciso de este hecho, cosa que no se cumple con El Greco, ya que “Los escasos datos que conocemos acerca de su persona no hablan de una vida religiosa (…) Aunque una obra se inspirase en un texto donde se hable de una revelación o visión, no se puede considerar como fuente mística, por más que dicho escrito forme parte de la literatura de ese signo. Es decir la pintura inspirada en textos ascéticos y místicos será religiosa, pero no mística” (Caballero Bernabé, Francisco J., La pintura del Greco y la literatura ascético-mística española del siglo XVI, Caja Castilla-La Mancha, Toledo, 1994, págs.. 219 y 220 ). Caballero apunta, no obstante, una peculiaridad con respecto al Greco, que permite una hipótesis no aplicable en otros artistas occidentales, y es su origen cretense y su formación como pintor de iconos. Es cierto que los artistas de iconos hacían penitencia y oración, y pedían la bendición de un sacerdote antes de iniciar una obra, pero no consta que Doménikos hiciera tales cosas y sí, en cambio, cuánto se apartó de este concepto de la pintura como extensión de la divinidad. Bien al contrario, veremos un artista de gran ego que plasma su firma en sus lienzos y que trabaja por encargo salvo cuando pinta para sí, precisamente, un cuadro mitológico como el Laocoonte o retratos de allegados. Lo anteriormente dicho no niega, por otra parte, la evidencia de que no ha habido nadie como él para despertar, a través de la imagen plástica, el fervor religioso. Ahora bien, como apunta Fernando Marías, en sus muy interesantes notas manuscritas del Greco en libros de su extensa biblioteca, “(…) sorprendentemente para el contexto español en que se redactaron (…) se evidenciaba su silencio respecto a las funciones religiosas de la pintura, y se defendía la autonomía del artista –como personal inventor de formas y como colorista- y los fines primordialmente cognoscitivos –naturalistas y filosóficos- del arte de la pintura” (Marías, F., El Greco, autonomía y transformación del artista, El Greco en el Museo Thyssen-Bornemisza). Este investigador recuerda que en Toledo mereció fama de “extravagante” por su vida licenciosa apartada de los “caminos trillados”, siendo “singular y paradójico por su pensamiento teorético y su estilo personalísimo”. Parece ser que vivía de forma despreocupada, gastando a diario lo que le aportaba su oficio, garante de una suficiente condición social propia de un pintor de entonces sin acceso a la corte. Por Jusepe Martínez nos consta que “ganó muchos ducados, mas los gastaba en demasía ostentación de su casa” (Martínez, J., Discursos practicables del nobilísimo arte de la pintura, Akal, S.A. 1988, pág.271), Hoy sabemos también que los más exacerbados intransigentes de la teorética contrarreformista le atacaron por sus peculiaridades formales e iconográficas. Entre ellos, en el Laberinto toledano, destacaba un minotauro ya 11
  • 12. conocido por Domenikos, el religioso Niño de Guevara, que ya asentado en España iba ascendiendo ante sus ojos en una fulgurante carrera eclesiástica, creciendo en fundamentalismo e intolerancia. Y ante él, la irrenunciable libertad que respira el Greco le lleva a posicionarse frente a la actividad represora de la (in)Santa Inquisición, pero en un contexto de dogmatismo católico del que vive por encargo, lo que da lugar a las más ambivalentes visiones de su pensamiento, pues como Marías añade al respecto, la imagen que tengamos del pintor “(…) dependerá de dónde coloquemos al artista, si en sintonía espiritual con su contexto de adopción o siempre independientemente de él, y más en consonancia con las ideas por él expresadas; o más próximo a lo que por entonces se comenzaba a definir como ‘libertino-erudito’ ” (Marías, F., op.cit). De la relación entre el artista librepensador y el inquisidor, que transcurrió desde su amistoso encuentro de juventud hasta su enfrentamiento personal de madurez, da buena cuenta la producción cinematográfica griega “El Greco”, de Yannis Smaragdis, rodada en Toledo con apoyo local para recrear la vida del artista Domenikos Theotokópoulos. En ella Nick Ashdon (El Greco) y Juan Diego Botto (Niño de Guevara) en un fotograma de se refleja la lucha de éste la producción El Greco de Smaragdis. con la Inquisición, y el choque entre el pensamiento libre del primero y la mente torticera del segundo. El realizador griego planificó esta película atendiendo los datos históricos legados por el artista, y le reflejó como un rebelde de su época enfrentado al poder eclesiástico cuyos encargos eran su principal fuente de ingresos. A los diez años de establecerse en Toledo, tal y como en su día le aconsejara en Italia Niño de Guevara, Domenikos intentó el salto a la corte madrileña de Felipe II. En su valiosa investigación sobre El Greco, Manuel Bartolomé Cossío encontró la primera cita escrita del primer cuadro que este pintó para Felipe II, en la Descripción del Escorial del padre Santos, en cuya página 142 comenta “Una Gloria de Dominico Greco de lo mejor que él pintó, aunque siempre con la desazón de los colores; mas aquí tienen disculpa, que para pintar la gloria de Dios no es fácil hallarlos acá acomodados, pues los más vivos no pueden llegar a significar la fuerza de aquella Majestad suprema, ni vista ni oída de los hombres. De ordinario llaman a este lienzo la Gloria del Greco, por un pedazo de Gloria que se ve en lo superior; más también en lo inferior se ven, a un lado, el Purgatorio y el Infierno con los habitadores de su fuego y condenados; y a otro, la Iglesia Militante, cuyo copioso número de fieles se muestra, puesto en oración, levantadas las manos y los ojos al cielo, y entre ellos Philipo Segundo, que se conoce en su retrato; y en medio de esta Gloria está el nombre de Jesús, a quien adoran los ángeles humillados; y juntando esta adoración con la que en la tierra le están dando los hombres, y singularmente este prudentísimo Rey, siempre rendido a la alteza de semejante nombre, podemos decir, al mirar al otro lado al Infierno y Purgatorio, rendidos de la misma forma, que quiso significarnos aquí el artífice, aquello de San Pablo, In nomine Jesu omne genuflectatur Celestium, Terrestrium et Infernorum”. No hace mención alguna el texto al enorme draco que, como puerta del citado Infierno, traga a los condenados al mismo en el ángulo inferior derecho. Sí lo comentan, en cambio, otros autores actuales como Palma 12
  • 13. Martínez-Burgos, para quien “Uno de los elementos iconográficos más llamativos del cuadro es la gran boca de Leviatán, símbolo del Infierno y que El Greco usó ya en el Tríptico de Módena. Es un elemento común a las composiciones del juicio final en la pintura italiana, lo que afianza la hipótesis de que se trata de una representación sobre el mencionado pasaje apocalíptico” (Martínez-Burgos, P. El Greco, Ed. Libsa, Madrid, 2005. Pág. 253). En este caso, tanto podrían estar siendo ensalzados los personajes principales, el Dux veneciano Mocénigo, el Papa Pío V y el Rey español, artífices de la llamada Santa Liga que logró la victoria cristiana en Lepanto, como expuestos al Juicio Final, entre los salvados y los condenados. De hecho, Felipe II, el “protagonista absoluto” según Martínez-Burgos, está más cerca de los condenados Alegoría de la Liga Santa. 1577-1580. Óleo sobre lienzo. que de los salvados, y hasta da la 140 x 110 cm. Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial. sensación de que la boca de la Bestia le amenaza. Esta obra fue inicialmente conocida como Adoración del Nombre de Jesús, por la aparición del anagrama “IHS” en su parte superior, pero también como Juicio Universal por la representación del Purgatorio y del Infierno en su zona inferior. No eran los personajes los que inspiraban el título, sino estos ámbitos, cuyo permanente recordatorio marcaba las vidas de las personas. Ni el clérigo Santos, ni Felipe II, ni el propio Greco podían imaginar que, con el devenir del tiempo, un Papa católico manifestaría públicamente que el Cielo “no es un lugar físico entre las nubes”, que el Purgatorio es un estado provisional de “purificación” que nada tiene que ver con ubicaciones terrenales, y que el Infierno tampoco es “un lugar” de tormentos corporales sino “la situación de quien se aparta de Dios” (Juan Pablo II, verano de 1999); y menos pudieron imaginar que luego fuera aquél pontífice desmentido por su sucesor, Benedicto XVI, que aseguró que el infierno existe y que el castigo eterno ocurre en un lugar físico y no “mental” (abril de 2007), aseverando que “para hacer frente a la crisis la fuerza de la Iglesia no está en el diálogo ni en la tolerancia, sino en la vuelta a los orígenes”. Entre estos vaivenes teológicos, y ya solo atento por curiosidad a lo que diga al respecto el Papa de turno, el pueblo llano ha descartado mayoritariamente la existencia del Demonio y su morada, pero en la época del Greco las gentes de Toledo, como de todo Occidente, vivían con gran terror en la creencia de que a su muerte podrían terminar en las fauces de la Bestia, si se apartaban de los mandatos de la Iglesia (presuntamente los de Dios). Un pintor como el Greco, cuya religión natal desconocemos, aunque con probabilidad sería ortodoxo como la gran mayoría de sus conciudadanos candiotas, y que se cultivó en la emblemática helena clásica tanto como luego asumiera la iconografía católica, sí supo aunar con maestría la esencia de esta dicotomía, común a todas las cosmogonías y a los sistemas morales de las distintas religiones, y reflejó simbólicamente ese cielo e infierno que todo ser humano lleva en su interior, la naturaleza dual que nos hace capaces de lo mejor y de lo peor, que en el ámbito católico post morten se 13
  • 14. traducen en maravilloso premio o cruelísimo castigo eternos. Entre esa gran esperanza y ese miedo atroz, al igual que se debatía la mentalidad popular de entonces, se estremecía el pensamiento atormentado del rey español, que llegó a apresar como hereje a un arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza de Miranda. Por ello, cuando llegó a esta ciudad El Greco, desde Italia, la archidiócesis estaba en manos de un gobernador “en lo espiritual y temporal”, don Gómez Tello Girón, arcediano de Málaga y sobrino de fray Diego de Deza, arzobispo de Sevilla. A la muerte de Tello, fue Sancho Busto de Villegas quien la gobernó hasta 1576 cuando, una vez muerto Carranza, entró como nuevo arzobispo don Gaspar de Quiroga y Vela (1577-1594), bajo cuyo mandato se construyó la sacristía de la catedral para la que le encargaron al pintor el cuadro del Expolio. Carranza, hijo y nieto de humildes albéitares, nació en Miranda de Arga en 1503, Estudió en la Universidad de Alcalá, ingresando luego en la orden de Santo Domingo e impartió lecciones de Sagradas Escrituras y de Filosofía Tomista en el colegio de San Gregorio de Valladolid. Fue nombrado Regente Mayor y Consultor de la Inquisición antes de cumplir los treinta años. Por su fama conseguida en el ejercicio de este cargo, Carlos V quiso hacerle obispo de Cuzco y luego de Canarias sin conseguir que aceptara. Fue enviado, en cambio, al concilio de Trento, en el que brilló por su elocuencia y celo. Con cuarenta y siete años, fue elegido provincial de los dominicos. De nuevo en Trento, se encargó de la censura de los libros sospechosos de herejía. Quemó o arrojó al río Adigio muchos centenares de volúmenes. Vuelto a España, y tras Alegoría de la Liga Santa. renunciar a todos sus cargos, su austeridad y elevada disciplina le Boceto. National Gallery. propiciaron la confianza de Felipe II, quien le encargó el restablecimiento del catolicismo en Inglaterra y que fuese el confesor de la Reina María Tudor. Allí se esmeró en perseguir y castigar herejes. Se mostró inflexible en la ejecución del arzobispo Crammer; desenterró e hizo quemar los huesos de Bucero, y de cuantos más tuvo por herejes sin haberles podido condenar al patíbulo en persona. Repitió tal gesta en Flandes, donde empezaban a encontrar eco las doctrinas luteranas, hasta restablecer la ortodoxia con la fuerza. En Inglaterra fue conocido como el Fraile negro, por su tez oscura y por su crueldad en la persecución y castigo de herejes. Erigido en defensor de la que consideraba única y auténtica fe, asesinó en nombre de la salvación de las almas de sus víctimas. Carranza contribuyó a la construcción política de España empezando por su unidad religiosa, pero era un sacerdote sin ninguna experiencia, ni contacto, con los círculos de influencia central cuando fue elegido arzobispo por el propio Felipe II, seguramente, para debilitar el gran poder del arzobispado de Toledo frente al de la corona. Este nombramiento, contra todo pronóstico de la élite eclesiástica, sublevó a codiciosos y envidiosos prelados, especialmente a los inquisidores, que conspiraron contra el recién designado. Le calumniaron e hicieron ver al monarca que podría reportarle grandes beneficios prenderle como hereje, ya que eso le daría acceso a la inmensa fortuna del Arzobispado de Toledo, desviando la mirada del rey de los tesoros requisados por la Inquisición: “[Fernando Valdés] … envió a su sobrino de embajada a Flandes para “informar” a Felipe II sobre dos cuestiones bien relacionadas: la de hacerle ver que la riqueza estaba en las rentas anuales del arzobispado de Toledo y no en las arcas inquisitoriales; y la de avisarle de cuanto se decía del Arzobispo en lo tocante a la discutible atención religiosa prestada al Emperador [Carlos V, padre de Felipe II, a quien engañaron al respecto] cuando yacía en su lecho de muerte. También supo el Rey por medio de esa embajada que algunos eminentes [y sobornados] teólogos dudaban de la pureza religiosa de los últimos escritos del Arzobispo”. Azpilcueta, Martín (Doctor in utroque iure), “La Inquisición de Felipe II en el proceso contra el arzobispo Carranza”, Anuario Jurídico y Económico Escurialense, XLIV (2011) 491-518 / ISSN: 1133-3677, transcripción: Jesús de la Iglesia (Universidad Complutense de Madrid). 14
  • 15. Los altos prelados e inquisidores españoles no podían consentir que alguien ajeno a su mafia fuera arzobispo de Toledo, la capital religiosa del estado y, entonces, la sede más importante en toda la cristiandad después de la de Roma. El delegado pontificio enviado a España para intervenir en el proceso inquisitorial iniciado al cardenal de Toledo, fue Ugo Buoncompagni, cardenal presbítero de San Sixto, que había sido asesor del cardenal Simonetta en el Concilio de Trento. Su asistencia al tribunal, orquestado en Valladolid, le permitió conocer a Felipe II, cuya simpatía fue un factor decisivo para su posterior elección como Papa, en un solo día de reunión, tras la muerte del impulsor de la Liga Santa, Pío V. Buoncompagni, que adoptó el nombre de Gregorio XIII, era el pontífice que gobernaba el Vaticano cuando El Greco se trasladó de Roma a España. Este Papa, que había intervenido, para desgracia de Juan de la Cruz, en el conflicto entre los Calzados y los Descalzos de la Orden del Carmen, veló por sus intereses, pues todo se trataba de una lucha por el control de las órdenes entre el pontífice y el emperador. Como dice un proverbio chino, “cuando en el mar pelean los tiburones, lo pagan las sardinas”. Mientras el artista pintaba en este país al Draco engullendo desgraciados, aún a la manera italiana, Gregorio XIII, que sustituyó el calendario de Julio César por el actual Gregoriano que conmemora su nombre papal, regía en Italia bajo el signo del dragón. Había cambiado su nombre de pila, como procedía tras su elección, pero no el escudo de su familia, que ostenta en su centro un draco como único Escudo de Gregorio XIII. emblema. Por toda Italia proliferaron escudos del nuevo Papa, siendo registrado en las telas de banderas y blasones, en las maderas de sillerías y retablos, y en las piedras de dinteles y fachadas de edificios principales, con la tiara papal y las llaves de San Pedro sobre el draco. Ormuz y Arhimán volvían a reunirse. Tras la batalla de Lepanto, la Liga Santa solo se mantuvo durante dos años, y Venecia volvió a establecer relaciones comerciales con el Imperio Otomano, así como España selló una tregua en 1580 con el sultán, que la permitió centrarse en sus asuntos europeos. Gregorio XIII, en cambio, quiso montar otra cruzada contra los turcos, pero no consiguió involucrar ni a Francia ni a Alemania, por lo que no pudo clavar la cruz sobre la media luna, como sí lo consiguiera su antecesor, Pío V. Aunque no logró imponer su iglesia en tierras musulmanas, ni siquiera frenar la expansión otomana, si veló con exceso por mantener el poder en la zona cristiana, frenando el crecimiento protestante. La monarquía católica francesa veía peligrar su hegemonía por el avance de los hugonotes, liderados por Gaspar de Coligny. El asesinato de los cabecillas hugonotes ordenado por Catalina de Médicis, que contó con la anuencia de Carlos IX, y la posterior matanza de hombres, mujeres y niños que se inició en París y se extendió luego por toda Francia, alcanzando la masacre los cien mil sacrificados, bien podría haber inspirado al Greco para pintar, ocho años más tarde, el martirio colectivo en el que decapitaron a San Mauricio, que le encargara pintar Felipe II. La cruenta Noche de San Bartolomé no contó, oficialmente, con la implicación directa del Papa, aunque este financiaba constantemente las guerras religiosas francesas, pero no pasaron desapercibidos en Europa los festejos celebrados en Roma para celebrar tan pavoroso acontecimiento. En la misma Basílica de San Pedro se entonó un “Te Deum”, la tradicional antífona de acción de gracias a Dios cuando éste dispensa grandes beneficios a la cristiandad. Gregorio XIII, sin disimulo alguno, encargó a Vasari un fresco con el título “Ugonotiorum strages” (la destrucción de los Hugonotes), así como mandó acuñar, bajo el mismo lema, una medalla conmemorativa con su propia efigie en una cara, y en la otra un ángel matando sin 15
  • 16. piedad hugonotes con su espada. En muchas de las monedas encargadas por el pontífice aparece el dragón de su heráldica. Una de ellas, acuñada tres años antes de su muerte, Moneda papal de Gregorio XIII. 1582 presenta al draco como un ourobouros griego mordiendo su propia cola, circundando una cabeza de carnero. La mística y la magia, la luz y la sombra, el intelecto y el instinto, coexistían en los símbolos de este papa bipolar. La imponente torre de la catedral de Toledo, comenzada en cuerpo cuadrado por Alvar Martínez, había sido rematada por Hanequin de Bruselas, en plano octogonal en 1442, con una flecha que emula la tiara papal con sus tres coronas superpuestas, en reconocimiento de una obediencia al Vaticano vigente aun hoy en España, como puede comprobarse por los privilegios que se mantienen actualmente mediante concordato iglesia-estado. Los reyes suelen cuidar, incluso financiar, sus relaciones con los papas porque justifican el origen divino de su poder, pero pueden arremeter, entonces mejor que ahora, contra los prelados que les estorban. Si hasta el mismo arzobispo de Toledo, que fuera en su día propuesto como confesor personal de Felipe II cuando este era aún príncipe, y que había exterminado herejes sin piedad, podía ser tachado de abrazar la herejía, ¿Cómo fue posible que un pintor, y no del rey, como El Greco, se atreviese a jugar con los arquetipos iconográficos religiosos o con los cánones de belleza de la época? La respuesta está en la gran capacidad del artista para cumplir los encargos oficiales al tiempo que desarrollaba una de las obras más personales y originales de la pintura universal. Con el tiempo, el propio Velázquez, en gran medida heredero del Greco, haría lo mismo mientras cubría el expediente mitológico encargado por Felipe IV. La diferencia entre la subliminalidad del Greco en su pintura religiosa y la de Velázquez en sus obras oficialmente mitológicas pero que son la mejor expresión del ideario realista, es que el primero corrió más riesgos frente a una Inquisición aun Torre de la Catedral de Toledo más retrógrada que aquella que puso en aprietos a 16
  • 17. Velázquez y que, en el espectro religioso, en España se enciende mucho más la ofensa popular e institucional que con cualquier incumplimiento en un exótico plano mitológico, no siendo en absoluto reverenciadas las deidades clásicas por la España piadosa, sino más bien tenidas por pintorescas. La subliminalidad del Greco, pues, es necesario indagarla bajo capas más ocultas, y se nos manifiesta no solo a través del estudio de sus obras, sino de los referentes que de las mismas puedan descubrirse, sean obras previas del propio Greco u otras de diferentes artistas coetáneos o anteriores a él. Así podemos observar en el boceto que hiciera El Greco de la Alegoría, expuesto en la National Gallery de Londres, que la figura de Felipe II y la representación de la Bestia apocalíptica son, intencionadamente, los principales focos de atención de la composición. El negro de la vestimenta del monarca contrasta aún más en este caso con los ocres o rojos que rodean al personaje, ocurriendo igual con las atroces fauces de la sierpe apocalíptica. Pero por si quedara alguna duda de que se trata de una gigantesca serpiente, repasemos un trayecto iconográfico que comienza en otra escena, esta vez incuestionable, del Juicio Final, de la más afamada representación de este tema con el que Miguel Ángel Buonarroti consagró la Capilla Sixtina del Vaticano como santuario del arte universal. En 1535, el recién nombrado Papa Paulo III renovó a Miguel Ángel el encargo de un Juicio Universal que le hiciera el pontífice anterior, Clemente VII, fallecido en 1534. El genio italiano realizó en la Capilla Sixtina el fresco de mayor tamaño jamás pintado. Una vez terminado en 1541, la pintura provocó un enorme escándalo al que sucedieron terribles críticas, al considerarse un gran pecado que en recinto tan sagrado el artista hubiese representado tantas figuras desnudas, incluyendo las imágenes de la Virgen y del juez supremo Jesucristo. Hubo obispos que vieron la obra más propia para una taberna que para una capilla pues, entonces como hoy, el sexo es tema tabú en la ortodoxia católica. Como no podía Retrato de Miguel Ángel Buonarroti, realizado por Marcello esperarse otra cosa, Miguel Ángel fue acusado de hereje, y se Venusti, 1535. movió una campaña para destruir el fresco. Sin embargo, el Papa valoró la composición como auténtica obra de arte sin preocuparse demasiado de los desnudos. Fue con la muerte de Paulo III cuando se decidiría la “corrección” del fresco superponiendo “paños de pureza” a todos sus personajes. El pseudoartista que se ocupó de esta denigrante labor fue Daniele da Volterra, discípulo de Miguel Ángel, a quien, por esta acción traidora se apodó como “Braghettone” (Pintacalzones); Daniele murió dos años después de iniciar el trabajo, sin haberlo terminado y sin saber que los dioses no tienen problemas con el sexo, solo los hombres reprimidos o atormentados. Miguel Ángel encolerizó al volver de un viaje y descubrir el despropósito, que para colmo fue irreversible porque las ropas que cubren los cuerpos se habían pintado con la técnica del óleo, mientras que él ejecutó todo el muro al fresco. Volvió su furia hacia los fariseos del Vaticano y, siendo uno de los principales censores de su obra, seguramente el mayor instigador, el maestro de ceremonias Biaggio de Cesana, inmortalizó la miseria mental de aquél sacerdote situándole en el Infierno, convirtiendo en su retrato la figura de Minos, el rey de los infiernos. Podemos ver hoy, en efecto, a Biaggio de Cesana en el ángulo inferior derecho del Juicio, como el señor de las Tinieblas, con orejas de burro y una serpiente enroscada en su cuerpo desnudo. Por “generosidad” del artista y, atendiendo a su puritanismo, para que no se Biagio de Cesana pintado por Miguel Ángel le vean los genitales la sierpe se los oculta con la cabeza al tiempo que se los muerde. 17
  • 18. Esta serpiente enroscada al prelado, más allá de la venganza personal de Miguel Ángel hacia el agresor de su obra, bien puede simbolizar la libertad que a todo artista le brinda la imaginación, el poder del arte como medio de transmisión del pensamiento, de la capacidad de crítica social y de sublevación de los librepensadores hacia los tiranos o los iluminados de cada época y lugar, por poderosos que estos sean. En dirección hacia el “banquete” de la serpiente, vemos la barca de un Caronte heleno convertido en demonio cristiano de piel tan oscura como sus intenciones, golpeando a los condenados mientras les lleva al Averno. Juicio Universal (Detalle del Infierno). Miguel Ángel Buonarroti. 1541. Capilla Sixtina del Vaticano. Dicen que Cesana fue a llorarle al Papa para pedirle que obligara a Miguel Ángel a retirarle del fresco, y que éste, con sorna, le respondió lo siguiente: "Querido hijo mío, si el pintor te hubiese puesto en el purgatorio, podría sacarte, pues hasta allí llega mi poder; pero estás en el infierno y me es imposible. Nulla est redemptio". Un Papa católico reconocía, de algún modo, la potestad del artista en los ámbitos generados por su imaginación, en definitiva los derechos de autor; y si alguien luchó por los mismos en la España de los años siguientes fue El Greco, quizá entonces arrepentido de una osadía que poca gente conoce del mismo: en 1570, como pintor reconocido en Roma, y ya fallecido Miguel Ángel, Dominico Teotocopuli propuso repintar el Juicio Universal, más acorde a las ideas de la Contrarreforma, aunque El Greco pensaría más en la escuela de Venecia y en la hegemonía del color sobre la línea. Afortunadamente para entonces, este mural ya era aceptado por toda la comunidad religiosa y valorado como obra maestra, por lo que la propuesta del Greco provocó reacciones en su contra y, esta vez, adhesiones al legado de Miguel Ángel. Bajo la misma Capilla Sixtina, el 22 de noviembre de 2009, el Papa Benedicto XVI mantuvo un encuentro con artistas de todo el mundo, con El Juicio final de Miguel Ángel de fondo. El pontífice se dirigió a unos 260 representantes del mundo artístico. Se retomaba el espíritu de la carta que dirigiera Juan Pablo II diez años antes a los artistas, y de superar las distancias entre la Iglesia y el mundo artístico constatado con dolor por Pablo VI en un encuentro de esas mismas características celebrado hace 45 años. El Papa y los obispos se sentían incomprendidos por los creadores. El Papa dijo a los artistas que la belleza lleva a afrontar la vida cotidiana “… para liberarla de la oscuridad y transfigurarla, para hacerla luminosa…". Distinguió entre la belleza que a él le convencía y aquella “de la que se hace propaganda es ilusoria y falaz, superficial y cegadora hasta el aturdimiento y, en lugar de sacar a los hombres de sí y abrirles horizontes de verdadera libertad, empujándolos hacia lo alto, los encarcela en sí mismos y los hace ser todavía más esclavos, quitándoles la esperanza y la alegría". Terminó señalando que la 18
  • 19. belleza, "puede convertirse en un camino hacia lo trascendente, hacia el misterio último, hacia Dios". Su discurso pasó a recordar a los artistas la necesidad que tienen de Dios y la que tiene la Iglesia del arte para su evangelización: "Para transmitir el mensaje que Cristo le ha confiado, la Iglesia tiene necesidad del arte", recalcó, invitando a los artistas a encontrar en la experiencia religiosa, en la revelación cristiana y en el 'gran código' que es la Biblia una fuente de renovada y motivada inspiración. Benedicto XVI despidió a los artistas diciéndoles: "La fe no quita nada a vuestro genio, a vuestra arte, es más, los exalta y los nutre”, y les animó a “atravesar el umbral y a contemplar con ojos fascinados y conmovidos la meta última y definitiva, el sol sin crepúsculo que ilumina y hace bello el presente". Al final del encuentro, y en nombre del Santo Padre, monseñor Ravasi, entregó a cada uno de los participantes una medalla pontificia acuñada especialmente para el acontecimiento. Miguel Ángel no habría compartido ese día platea con el arquitecto Santiago Calatrava, el escultor Venancio Blanco, el actor mexicano Eduardo Verástegui. el videoartista norteamericano Bill Viola, la escritora italiana Susanna Tamaro, el cantante Andrea Bocelli, la arquitecta iraquí Zaha Hadid, al arquitecto Daniel Libeskind, el compositor Arvo Part, o los creadores Anish Kapoor y Jannis Kounellis. Él se relacionaría con aquéllos artistas que, simplemente, declinaron la oferta porque no sentían la necesidad de que el Papa les dijera cómo debe ser el arte, a quien debe servir, para qué y para quienes. Quizá entonces Doménikos la hubiese aceptado; más adelante estaremos en condiciones de resolver esta hipótesis. Se ha escrito ya que la pronta salida del Greco de Roma y su viaje a España se deben al rechazo y a la antipatía que su oferta de corregir a Miguel Ángel pudo despertar en la “ciudad eterna”. Lo cierto es que, con la “ayuda” o no de Miguel Ángel, a quien El Greco tildó en su momento de mal pintor, contaría España con él para enriquecer su patrimonio con una obra que el tiempo avalora, y que le debe a Miguel Ángel más de lo que confiesa, al tiempo que inventa formas y contenidos que trascienden cánones y arquetipos, que reclaman libertad e innovación. Un artista tenido por contrarreformista, por conservador en el campo religioso, resulta ser el creador español que más ha hecho por la dignificación del papel del artista en la sociedad, de su libertad de pensamiento y ejecución, de sus derechos sobre la propiedad intelectual y física de su producción. Es otra incógnita a despejar en la ecuación conceptual de nuestro Greco. Pero no es solo Domenikos quien recibe la influencia del Juicio Universal en su obra, pues en otros artistas europeos posteriores a Miguel Ángel ésta fue enorme, siendo la visita a la Capilla Sixtina obligada para aquéllos que podían costearse el viaje a Roma. Ese había sido el caso de su propio maestro, el cretense Georgios Klontzas, que tuvo al Greco en su taller como aprendiz. Para su Tríptico El Juicio Final (1565-1600), Klontzas toma claramente de Miguel Ángel el esquema compositivo de su Caronte diabólico y sitúa, en el ángulo inferior derecho del batiente donde se muestra el Infierno, a un demonio muy similar llevando en su barca a los condenados hacia el reino de la serpiente, hacia las fauces de un gigantesco ofidio que se los traga, mientras numerosas serpientes de tamaño natural los muerden con la misma rabia que apresara los testículos del prelado Cesara la sierpe miguelangelesca. Esta figura de la Bestia apocalíptica, cual feroz serpiente, que engulle a los condenados es un elemento común a las composiciones del Juicio Final en la pintura italiana, como bien asevera MartínezBurgos (El Greco, op.cit.) que alude al Grabado del Juicio Final de Giovanni Battista Fontana (citado ya en 1999 en el catálogo El Greco, Identidad y transformación. Creta, Italia, España, del Museo Thyssen Bornemisza. Pág. 323), en el que aparece la Bestia engullidora en el mismo ángulo inferior derecho de la composición, mientras la imagen del juez supremo Jesucristo ocupa el espacio predominante del cuerpo celestial, igual que el Jesucristo de Miguel Ángel de la Capilla Sixtina y, cómo no, el del Greco de la Alegoría de la Liga Santa, obra que por “ (…) lo hermético de su significado ha dado pie a varias interpretaciones y títulos, tales como Sueño de Felipe II o Juicio Final o Felipe II adorando el Nombre de Jesús en los cielos” (op. cit., pág.253). Está claro que ninguno de estos títulos fue pensado por sus enemigos los protestantes, que le habían definido como el Demonio del Sur. 19
  • 20. Tríptico con el Juicio Final. Detalle de la boca del Infierno. Georgios Klontzas. Hacia 1565. Temple sobre tabla. 79 x 67 cm. Venecia, Istituto Ellenico di Studi. El arquetipo de las fauces abiertas y amenazantes de una gran fiera, o de una criatura del Infierno, había sido recurrente en el arte del Medievo; esta alegoría expresa una fuerza inevitable e invencible. En un artículo sobre los infiernos que aparecen en un breviario medieval sobre el amor, que se conserva en la Biblioteca del Escorial (signatura S.1.3), Carlos Miranda García nos recuerda que este motivo “(…) aparece en arquivoltas, ménsulas, capiteles y márgenes del primitivo arte medieval, especialmente en Inglaterra. (…) La mandíbula del animal es el signo más vigoroso de la violencia y de la destructividad. Un típico modelo inglés es la representación del infierno mediante las fauces abiertas de un monstruo; casi todos los modelos anteriores al siglo XII son obras inglesas” (Miranda García, Carlos, “Los infiernos en el breviari d’Amor de Matfre Ermengaud de Beziers”, Revista Virtual de la Fundación Universitaria Española, Cuadernos de arte e iconografía, Núm. 13, visto el 05-03-2013 en http://www.fuesp.com/revistas/pag/cai137.html). Psautier de Winchester, “Gueule d'Enfer”. Salterio Ramsey. siglo X al XIII. Miranda García apunta, a su vez, que el gusto anglosajón por la boca del infierno quizá estuviera influido por el mito pagano septentrional del día del Juicio Final y la lucha del lobo que devoró a Odín; también indica que en la literatura “(…) el mito de la boca del infierno se registra ya en la Visión de Tundal, donde el protagonista ve a dos enormes gigantes que tienen abierta la boca voraz del monstruo Aqueronte (Miranda, op. cit.), siendo uno de los modelos más antiguos una talla de marfil del siglo IX exhibida en el Victoria and Albert Museum (Londres). Entre los siglos X y XIII se confeccionan manuscritos como el Salterio Ramsey (Winchester) que figura en la Biblioteca de Forcalquier (Francia), en el que vemos enfrentadas las fauces de dos gigantescos 20
  • 21. dracos, uno de luz y otro de sombra, apresando entre ambos a los condenados mientras un ángel cierra la puerta del averno que habitan. Esta representación de dos dracos que se complementan, y en muchos casos llegan a fundir sus bocas, hace su aparición en los primeros Apocalipsis anglonormandos, en los que el abismo infernal es un gorgonéion doble (a veces triple) bien estudiado por Jurgis Baltrusaitis, que nos recuerda que en la época del Greco, y a partir de las efigies dobles acuñadas en las monedas antiguas, vuelve a surgir adaptado en las medallas de bronce usadas entonces por los protestantes en Alemania, Francia e Inglaterra, en las que las cabezas de los cardenales católicos se unen con las de locos y sátiros (Baltrusaitis, Jurgis, La Edad Media fantástica. Antigüedades y exotismos en el arte gótico. Ensayos Arte Cátedra. Ed. Cátedra, 2ª ed., 1987, págs.. 45/46). Es una digna respuesta numismática a los delirios acuñados por el draconiano papa Gregorio XIII, que tiene su referente más antiguo en un escarabajo de Tharros de finales del siglo IV a.d.C. localizado por Baltrusaitis, cuyo doble semblante heredan estas bocas de dracos medievales (v. op. cit). En la primera mitad del siglo XII el arquetipo de la boca del Infierno se había repartido en multitud de relieves de iglesias románicas, entre los que destaca en España, como obra de mayor empeño, el tímpano del Juicio Final de la iglesia abacial de Conques, tallado por un escultor que, sin duda, había trabajado ya en la catedral de Santiago de Compostela. En dicho relieve puede contemplarse la boca del Draco engullendo a condenados, siendo éstos Tímpano de la Iglesia abacial de Conques. Detalle de la boca del Infierno. empujados a golpes hacia la misma por un demonio, armado con una maza, con el que guarda clara relación el diabólico Caronte de Miguel Ángel. También son referentes, de obligada revisión al caso, la figura de Lucifer como señor del Infierno, (próximo en tamaño a la imagen central de Jesucristo), que mantiene amarrado con una serpiente a un personaje, y está situado junto al Draco hacia el ángulo inferior derecho de la pieza; no debe obviarse que aquí ya tienen los monjes y los reyes “malos” su lugar en el Infierno, como un abad caído en el suelo con su báculo, y tres monjes apresados en la red de un demonio, entre los que figura otro abad con el báculo invertido. Buonarroti no le dio, pues, la exclusiva en el Infierno a Biaggio de Cesana, sino la alternativa tras el paso de numeroso alto clero corrompido por multitud de infiernos pintados hasta el que él mismo realizara. A partir del siglo XII el infierno se establece definitivamente como un elemento indispensable de la cultura occidental. Así nos lo recuerda Arturo Vergara Hernández: “Este ambiente infernal se manifiesta en el contenido de los sermones y en el arte. Los artistas representan sobre todo su entrada: las enormes y monstruosas fauces del Leviatán, basándose principalmente en el Apocalipsis y en el evangelio de san Mateo. El infierno aparece en las escenas del juicio final, (…) En Francia aparecen infiernos en los juicios finales de las iglesias de Amiens, donde los jinetes del Apocalipsis anuncian el terror; en Reims, los condenados son encadenados y arrastrados hacia el infierno, cuya entrada son las fauces de Leviatán; y también en Arlés, Beaulieu, Conques, Corbeil, Saint-Denis, Lyon, Chartres y París (Vergara Hernández, Arturo, “El Infierno en la pintura mural agustina del siglo XVI. Actopan y Xoxoteco en el estado de Hidalgo”, Patrimonio Cultural Hidalguense, Universidad Autónoma del estado de Hidalgo, Instituto de Artes, Primera Edición, México, 2008). Este autor refiere que, a finales del Medievo “El clero está 21
  • 22. corrompido, las apariciones se multiplican, los predicadores se exaltan, la Inquisición quema sin descanso a templarios, judíos, brujas, herejes, moriscos y doncellas. (…) Todo ello en un fondo de aldeas abandonadas, campos yermos, salvajismo, asesinatos y violencias de todo género. El fin de la Edad Media es una época de locura en la que el infierno parece irrumpir en medio de los humanos desorientados (op, cit.) En la época del Greco esta tradición estaba, pues, más que asentada en la representación del Infierno y, desde luego, no fue él quien reflejó por primera vez la alegoría en Toledo. En sus paseos por la plaza del Ayuntamiento, como gran artista que era, escudriñaría cada detalle de la espléndida catedral, que ya dejara admirado a finales del XV a otro extranjero, Jerónimo Münzer, y a sus compañeros de viaje: “No hemos visto en España, ya terminada, otra [catedral] semejante en belleza y hermosura. Su longitud es de doscientos veinte pasos, y su achura de cuarenta y siete”. Así lo escribió este alemán en su Itinerarium sive peregrinatio por Europa, que quizá leyera las las palabras “consumata sitj”, inscripción “que en letra gruesa, negra, se lee sobre la puerta de los Escribanos”, tal y como señalaba Sixto Ramón Parro en el primer volumen de su Toledo en la mano (1857). En aquella época gran parte de la ciudad, obviamente la cristiana, estaba de enhorabuena por la conclusión de la “ecclesia toletana” sobre la que fuera mezquita mayor, que el rey Alfonso VI había prometido respetar en uno de los puntos más importantes de las capitulaciones que hicieron posible la entrega de la ciudad, por parte de los musulmanes, en 1085, sin derramamiento de sangre. Este rey cristiano se comprometió a conservar y respetar los edificios de culto, las costumbres y la religión tanto de musulmanes como de la gran población cristiano-mozárabe. La mezquita mayor, obviamente, estaba comprendida en ese compromiso, pero aprovechando un viaje de Alfonso VI, el 25 de octubre de 1087, el abad francés del monasterio de Sahagún, Bernard de Sedirac, elevado al rango de arzobispo de Toledo (y con la complicidad de la reina Constanza, esposa de Alfonso) envió gente armada para que se adueñara por la fuerza del recinto de la mezquita. Instalaron en ella un altar provisional y colocaron una campana en el alminar, siguiendo la costumbre cristiana para «arrojar las suciedades de la ley de Mahoma» tal como narra el padre Mariana en su Historia General de España (Primera Crónica General, cap. 871). Tras la cólera del rey a su regreso, y la sentencia de muerte que dictó para casi todos los implicados, cuenta una leyenda que fueron los musulmanes los verdaderos intermediarios para conseguir la paz, con la figura del negociador y alfaquí Abu Walid, que llevó al rey un mensaje de tolerancia aceptando la Brocal de la Mezquita mayor de Toledo. 1032. Museo de Santa usurpación y, con ello, salvando a la ciudad recién conquistada Cruz. de una rebelión interna y de la consiguiente ruina. La mezquita toledana quedó, pues, convertida en catedral cristiana, sin hacer apenas cambios en su estructura, hasta que en el siglo XIII el arzobispo Rodrigo Ximénez de Rada, comenzara las obras que la transformarían en la catedral gótica que, a finales del siglo XV, pudo contemplar Münzer en su fase final dirigida por el maestro mayor Juan Guas, con quien entabló conversación cuando se estarían retirando los andamios. Era el final del ciclo medieval de “… la más genuina y auténtica construcción coetánea de los grandes templos de la Europa de las catedrales de Georges Duby. Todo lo demás vendría luego a acrecentar aquel cuerpo arquitectónico básico como fiel reflejo del poder alcanzado por la Iglesia en la sociedad española en la Edad Moderna, hasta dar razón al adagio que consideraba a esta catedral como la “Dives Toletana”, cuya riqueza era proverbial en los mismos días del viajero alemán. Efectivamente, Münzer ya se hizo eco tanto del alcance de sus rentas como del dicho popular que debió de oír y que él transcribió así: «In Hispania Toledo ricka, Sibilia granda, Sancti jacobi forta, Legionis Formosa» (En España [la catedral] de Toledo es rica, la de Sevilla grande, la de Santiago fuerte, la de León hermosa)”. (Navascués Palacio, Pedro, Historia breve de la fábrica de la catedral de Toledo, Primera parte, Lunwerg, 2011) 22
  • 23. No eran, por tanto, su belleza y tamaño, sino su riqueza, lo que más asombraba a los visitantes de esta catedral que, en tiempos del Greco, cuando la fortuna se había multiplicado aun más, codiciaba el propio monarca Felipe II, ávido de dinero con el que afrontar nuevas conquistas. Fue a principios del siglo XVI cuando el cardenal Cisneros inició la importante serie de intervenciones que llegarían a alterar sustancialmente el templo con sus renovaciones y añadidos, creciendo posteriormente la catedral en elementos hasta el final de la obra de la Puerta Llana, ya en 1800. El Greco, por tanto, siempre vio en obras esta catedral, en la que su propio hijo Jorge Manuel terminaría trabajando como arquitecto. Aunque fuera entre andamios, Doménikos tuvo que ver la puerta que Parro refiere como de los Escribanos, llamada así porque, frente a ella, tuvo siglos atrás el Colegio de Escribanos de número de Toledo una casa de su propiedad para celebrar en ella sus juntas ó cabildos. Frente a esta puerta, la más antigua de las tres, en el cuerpo de la fachada principal que queda a la derecha, más conocida Como puerta del Juicio Final, por el relieve de su tímpano dedicado a este tema, se encontró Tímpano de la Puerta del Juicio Final, Catedral de Toledo. ante la boca del Infierno, de las mismas fauces de Leviatán tragando a aquellos que son arrojados a las mismas tras ser condenados a perpetuidad bajo un riguroso Maiestas Domini Puerta del Juicio Final. Detalle del Infierno. 23
  • 24. rodeado de ángeles con los instrumentos de la pasión y junto a la Virgen y San Juan, que ruegan por los hombres. No es fácil atisbar en este relieve la alegoría del voraz Draco, tumbado boca arriba y de espaldas al espectador, en una disposición inusual en la que la escena de la resurrección de los muertos, previa al Juicio, tiene lugar encima del Infierno. No se trata del clásico esquema, que percibimos en otras puertas del Juicio Final como la de la catedral de Notre Dame de París, en el que los salvados son dirigidos hacia la derecha del Cristo resucitado, y los condenados apartados a su izquierda, quedando más abajo la escena de la resurrección de los muertos. La toledana es una composición escalonada en la que los que se salvan son elevados, mientras que a los condenados se les arroja hacia la boca del Draco que les espera abajo. Identificar esta escena no supondría, pese a ello, complicación alguna para Doménikos, ya que él mismo supo camuflar con maestría dracos en sus propias obras. También tuvo que ver, en el extremo izquierdo del relieve, cómo empuja un demonio hacia su perdición final a una dolorida Puerta del Juicio Final. Detalle. mujer condenada, atacada por dos serpientes, cada una enroscada en una de sus piernas mientras ambas le muerden los pechos con la misma fiereza que a Cesana, dos siglos más tarde, le empezó a morder un draco sus genitales en el Infierno del Juicio Final de Míguel Ángel. Quizá, incluso, pensara El Greco en Bernard de Sedirac al percatarse del obispo que aparece, junto a otros condenados, en el saco que carga un gran demonio hacia la hambrienta boca del Infierno. En Toledo, las tres puertas de la catedral que dan al oeste, a la plaza del Ayuntamiento, se conocen hoy, de izquierda a derecha, como las puertas del Infierno, del Perdón y del Juicio Final. Es un error, son en realidad las de la Torre, del Perdón y del Juicio o del Puerta del Juicio Final. Detalle. Infierno. El Doctor Blas Ortiz.(1549), citó “las ocho puertas que rodean al templo ordenadas por sus puntos cardinales" , especificando “Al sur de la Rissa [de los Leones] y de la Oliva [del Deán], al oeste, de derecha a izquierda, del ”Infierno”, del Perdón y de la torre”, y al norte las dos puertas al claustro y la de los “Reyes” [del Reloj]. El texto siguiente es muy aclaratorio: “La primera de las tres puertas que se abren al zéphiro, se llama del Ynfierno, de los escrivanos, o del rey David. Llámasse del Ynfierno por estar esculpIdo en su coronación el ynfierno donde se atormentas [sicl las almas de los condenados, sobre el qual esta una efigle ternble del universal juicio venidero, en el qual dará Nuestro Señor Jesu Christo a los fieles gloria y los impíos penas eternas. Yntitúlase también de David por aver antiguamente estado colocada una estatua suia en la más excelsa parte de la puerta. De los Escrivanos tanbién porque frequentemente asisten junto a ella los escrívanos. Los quales aunque por algún acaso hagan allí estación junto aquella puerta, les aconsejo que entiendan que a los que faltaren a la lega lidad de su oficio, se les propone en ella la venganza del ynfierno. Sobre estas puertas por la parte interior se ve escrito este memorable epitaphio: En el año de 1492 a dos días de enero, fue tomada Granada, con todo su reyno, por los reyes nuestros señores don Fernando, y doña Ysabel, siendo arzobispo de esta Santa Yglesia don Pedro Gonz'ález de Mendoza, cardenal de España. Este mismo año en fin del mes de jullio, fueron hechados todos los judíos de todos los reynos de Castilla, de Aragón, y de Sicilia”. Desde luego, era un epitafio para no olvidarlo nunca, sobre todos los judíos coetáneos y los descendientes de los mismos, como Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Diego de Castilla y, pudiera ser, el Greco, que se convirtieron por decreto en ciudadanos de segunda. (Doctor Blas Ortiz. DESCRIPCION GRAPHICA Y ELEGANTISSIMA DE LA S. IGLESIA DE TOLEDO. 1549) 24
  • 25. Fue el cronista Sixto Ramón Parro, que recogió estos y otros muchos datos de Blas Ortiz, por cierto que sin citarle, quien confundió la izquierda con la derecha: “… la de la izquierda es conocida por la del Infierno (sin que sepamos el por qué, pues el bajo relieve de su medio punto solo lisura unos estrellones con caras y cabecitas en el centro de cada uno). Se ha llamarlo también de las Palmas (porque por ella solía entrar la procesión del Domingo de Ramos, que salía por la puerta Llana) y se la entiende más comúnmente por la de la Torre (porque está arrimada á la Torre principal)”. (Sixto Ramón Parro, op. cit.). Por este problema de lateralidad de Parro, los toledanos llaman actualmente “del Infierno” a una puerta inocua adornada de flores inofensivas y caritas inocentes, mientras el draco de la verdadera puerta del Infierno devora desgraciados delante de ellos sin ser visto. El gran Draco era, como cabe concluir, onmipresente, enemigo/acompañante del Cristo resucitado cristiano, avalorándole por contraste al alimentarse devorando almas mientras aquél redimiera otras mediante su propio sacrificio. Esta metáfora dualista se extendió, además, tanto geográficamente como temporalmente, pues la habían difundido por el llamado Nuevo Mundo las órdenes religiosas que se adentraron en América y que, cómo no, interpretaron los ritos religiosos prehispánicos como adoraciones al Demonio. Los murales del Infierno de Actopan y Santa María Xoxoteco nos permiten observar cómo la deriva europea y las grandes catástrofes demográficas americanas por las epidemias y la guerra de conquista confirieron atmósfera apocalíptica en creaciones pictóricas como las realizadas en Calamarca (Bolivia), cuya iglesia guarda la colección más amplia de ángeles realizados durante la época colonial. Son ángeles vestidos como los soldados españoles de aquel tiempo, armados con los arcabuces que tanta muerte sembraron en el nombre de un Dios protector de europeos, pero en absoluto de indoamericanos. Estos ángeles, típicos de la época colonial, son por ello conocidos popularmente como "ángeles arcabuceros". Fueron dos los pintores que los plasmaron, el llamado Maestro de Challapampa (que realizó una pequeña porción de los mismos) y un pintor desconocido (que ejecutó la casi totalidad) al que se menciona como Maestro de Calamarca. Los estudios comparativos del estilo de este segundo artista en una de las pinturas más trascendentes del período colonial, "El Juicio Final", permitieron identificarle con el pintor José López de los Ríos. En el ángulo inferior derecho de la obra mencionada, puede observarse un José López de los Ríos o “Maestro de Calamarca”, El Juicio Final. Período colonial. Bolivia. gran Draco devorando a los condenados, siendo éstos azuzados hacia sus fauces por diablos y bestias de menor tamaño. Lejos de estos mestizajes estilísticos que aun mantienen el arquetipo de la boca del Infierno, para detectar en la pintura italiana el principal referente draconiano atendido por Miguel Ángel en el ángulo inferior derecho de su “Juicio Universal”, antes que al “Juicio Final” de Fontana 25
  • 26. que ofrece como referente Martínez-Burgos, cabría citar al homónimo “Juicio Universal” que hiciera el gran Giotto en 1306. En esta composición, el discípulo de Cimabue nos presenta, también en su ángulo inferior derecho, un Infierno presidido por otro Demonio de gran tamaño que, flanqueado por dos dracos que devoran condenados, es a su vez acompañado en su escabechina por una serpiente gigante y distintas figuras draconianas que atacan a otros infelices. Miguel Ángel Buonarroti, sin duda, está en deuda con este gran pintor medieval. Giotto. Juicio Universal. Detalle del Infierno. Bsílica de San Francisco de Asís. Giotto. Juicio Universal. Detalle. Obispo corrupto y draco exterminador de pecadores. Como no podía ser menos, el clero corrupto tiene plaza reservada en el Infierno, representado principalmente aquí por un obispo que, a la izquierda del Demonio, sigue impartiendo en las tinieblas bendiciones a cambio de dinero. Las conexiones de la Alegoría de la Liga Santa del Greco con el analizado arquetipo del Juicio Final nos han de llevar a la conclusión de que la presencia del monarca español Felipe II en aquél lienzo supone más tenerle en “tela de juicio” que en espacio de bendición; especialmente teniendo en cuenta que la presencia en el ángulo inferior derecho de la boca de la Bestia nos ha de situar, como ya hemos visto, en la escena del Juicio Final antes que en una consagración o adoración. 26
  • 27. En la tabla central de su Tríptico de Módena, con claras similitudes con el tríptico del Juicio Final de G. Klontzas, nuestro Greco reemplaza el demonio oscuro de su compatriota por otro demonio ya totalmente negro. Este no es otro diabólico Barquero inspirado en el Caronte de la laguna Estigia, sino una criatura diabólica que empuja a los condenados hacia la boca de la Bestia. La imagen del Cristo aparece dominante en el plano celestial, coronando al caballero. Es, sin duda, un precedente de la presunta consagración de Felipe II en la Alegoría de Tríptico de Módena. El Greco. Posterior a 1567. la Liga Tabla central. 13,8 x 23,5 cm. Santa, que Galleria Estense di Módena. rinde homenaje a su victoria compartida en la batalla de Lepanto; pero mientras que en el Tríptico de Módena el caballero era ensalzado en el Cielo y coronado directamente por el Mesías, en el caso de la Alegoría el monarca ocupa el lugar del demonio ostentando, y con la misma intensidad, el negro de su traje habitual que el de la piel de la maléfica criatura que ocupara el lugar equivalente en la escena del Infierno de aquél tríptico. Cualquier artista podría ver en ello que El Greco sustituye la figura de su demonio de Módena por la de Felipe II en el cuadro de la Alegoría. Felipe II, negra sombra de su padre, el gran emperador Carolus V, o Carlos I de España es, por tanto, el Caronte o demonio que esparce la muerte por Europa, intentando evitar el ocaso de la hegemonía española, mientras las arcas del estado se vacían y el resto de países se arman o alían contra él. Es la triste expresión del que se aferra al sueño de gloria terrenal pero lo justifica con guerras santas o misiones divinas, como tantos tiranos de épocas pasadas y, desgraciadamente, presentes. Nada como sentirse el enviado por los dioses para imponer el propio credo, a la hora de aplastar cualquier movimiento social o político en contra, o bien para declarar guerras que, bajo pretexto religioso, esconden estrategias de conquista. Si alguien se opone al que manda, se opone al mismo Dios y, por tanto, hay que combatirle como al propio Demonio justificando cualquier cosa, ya sea 27
  • 28. una batalla, una hoguera o un potro de tortura. Esto era así en la época del Greco y sigue siéndolo en la nuestra, pues basta inventar un “Eje del mal” que amenaza a Occidente, o arsenales de “armas de destrucción masiva” para bombardear y ocupar en Oriente cuantos territorios o pozos petrolíferos quieran conquistarse. Transformar aviones en salas de tortura volantes, o crear infiernos como el de Guantánamo donde encarcelar sin juzgar, y torturar indiscriminadamente, se convierten en prácticas “justas por necesarias” si urge encontrar culpables de atrocidades terroristas. Siempre igual, justificando con crímenes los crímenes anteriores, santificando guerras para aumentar el horror; pero los grandes artistas siempre se rebelan contra los grandes tiranos, del signo que sean, normalmente en sus propios campos de batalla en los que la inteligencia ganará siempre a la fuerza. Las intrigas inquisitoriales de las que tuvieron que defenderse artistas de la talla de Miguel Ángel, El Greco, Velázquez y hasta el mismo Goya, ya en 1815 por pintar su maja desnuda, no lograron privarnos de sus genialidades. Como reza un proverbio hindú, “el barro tapa al rubí, pero no lo mancha”, y bajo el cumplimiento de los encargos oficiales de los Papas o de los reyes, subyacen sus mundos latentes, llenos de mensajes que sobreviven a los tabúes, los prejuicios y los dogmas impuestos. Escenas historicistas o costumbristas, temáticas aparentemente aburridas o propagandistas de las “verdades eternas” de los que gobiernan el miedo por las armas, ocultan grandes cargas de sublevación intelectual y lucha contra la prepotencia y el abuso. Una cosa es que en el siglo XV, por ejemplo, un pintor como el Bosco, tenido por muy religioso y, por cierto, el favorito de Felipe II (que llegó a expoliar cuantos cuadros suyos tenía a su alcance en colecciones ajenas), tenga que ocultar su pensamiento tras una capa de moralina oficial impuesta, y otra cosa es que, a partir del siglo XX, un artista como Picasso pueda manifestarse (aunque en el exilio de su patria) contra una sombra bastarda de Felipe II llamado Francisco Franco, y pintar sin tapujos un cuadro como el Guernica. Obviamente, las libertades sociales permiten el activismo intelectual declarado, mientras que las épocas o zonas de represión obligan a los mensajes encubiertos. Al final, “las nubes pasan, pero el cielo permanece”, la historia premia a los audaces y valientes, y El tríptico del Jardín de las Delicias del Bosco o el Guernica de Picasso nos reciben en museos como El Prado o el Reina Sofía (respectivamente) para contarnos sus historias, si bien en el primero habrá que buscar o investigar más los mensajes de un pintor que tuvo que esquivar miradas inquisitoriales. Es evidente que si queremos saber cómo pensaba en realidad El Greco, no podemos conformarnos con la corteza oficial de sus composiciones, sino que debemos indagar sus recursos para sortear a los supersticiosos o a los inquisidores de su época. Él no era un hombre sumiso y, por tanto, no cabe esperar del análisis profundo de su obra oscuro servilismo, sino clarividente independencia de modas estéticas y máximas éticas. A un librepensador como él no se le puede diagnosticar por sus apariencias, sino por las revelaciones profundas de su obra. Una cosa es que fuera religioso y otra que, como se dice en España, “comulgara ruedas de molino”. En el caso de la Alegoría de la Liga Santa, un dato a tener muy en cuenta, pero que pasa desapercibido, es que aquella coalición contra el poder otomano (el “Eje del mal” de la época) se inició, precisamente, en el puerto de Suda, en Candía (Creta), la ciudad natal del Greco. Fue en 1570, unos siete años antes de que El Greco pintara la Alegoría, cuando los turcos desembarcaron en Chipre, una isla que el papa intentó salvar, fletando una escuadra cretense en defensa de la misma, pero que llegó después de la caída de Nicosia. La rendición de Chipre conmocionó a los cretenses, al situarles frente a la inminente invasión turca. Se desconoce si este tema fue elegido por El Greco buscando el agrado de Felipe II (aun con trampa) y conseguir encargos para El Escorial, o si bien fue un encargo del monarca para ponerle a prueba a los mismos efectos. El dato aportado refuerza la primera hipótesis pero, en cualquier caso, aquí el artista estaba implicado en primera fila; no cabe esperar de él una MIRADA aséptica, un triunfalismo ramplón, sino un trasfondo en el que se posicione en torno a las mal llamadas “guerras santas”, y a los Bush, Blair o Aznar de entonces, ya fueran el Papa, el Dux o el Emperador. En diciembre de 1951, cuando Doménikos pintaba La Coronación de la Virgen que le habían encargado para Talavera la Vieja (Cáceres), recibiría la noticia de la muerte de Juan de la 28
  • 29. Cruz, del que ya habría oído hablar en numerosas ocasiones. Aquél cristiano valiente, tan apartado de estas luchas de ambición y de poder en las que papas y reyes se sentían los dioses de la tierra, tuvo una etapa tranquila, incluso alentadora tras su nombramiento como Vicario Provincial de la Orden de Carmelitas Descalzos. No obstante, por su insistencia en la reforma había vuelto a tener problemas, esta vez con sus superiores andaluces del convento de la Peñuela (Sierra Morena). Allí volvió a sufrir humillación y reclusión; pero este artista fraile siguió sin rendirse, terminando de escribir sus principales obras literarias. Tras recuperar la libertad, y entre dolores, el creador del “Cántico Espiritual” afrontó la muerte tan entero como aquel Francisco de Asís, el creador del Cántico de las Criaturas que se desnudó, frente a un opulento Papa, para dejar clara la diferencia, en cuanto a riqueza material y espiritual, entre un cristiano y otro que finge serlo. Juan de la Cruz lo fue y, tanto si El Greco lo era o no en su fuero interno, ciertamente tuvo que admirarle, igual que a San Francisco, que salió pintado a veces de su mano, y otras muchas de su taller, en cuadros que se repartieron por numerosos monasterios españoles. El cuadro de la Coronación presenta similitudes con el Entierro del señor de Orgaz. Está también estructurado en dos partes, una inferior de típica composición rectangular del Quattrocento, y otra superior romboidal. Los santos elevan su mirada hacia María, Jesús, el Espíritu Santo en forma de paloma, y el Dios Padre, que dominan la zona superior como vértices del rombo, y están más idealizados que los santos de factura El Greco, Coronación de la Virgen, óleo sobre lienzo, 105 x 80 cm. más naturalista. El gran parecido del Monasterio de Guadalupe. 1591-1592. santo del extremo derecho con los retratos que se conservan de San Juan de la Cruz, podría atender a un homenaje que El Greco hace, ya post mortem, a este otro idealista recién fallecido que, como él, traspasó con su arte la materia. Felipe II, que ni entendió al Greco ni ayudó a Fray Juan cuando se lo rogó Santa Teresa por escrito, y para quien su pueblo era un mal necesario por mucho que se invistiera como un arcángel del cristianismo, moría siete años después. La muerte no puede negociarse con dinero, como había cantado, un siglo antes, el genial Jorge Manrique: III Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, qu'es el morir;allí van los señoríos derechos a se acabar e consumir; 29
  • 30. allí los ríos caudales, allí los otros medianos e más chicos, allegados, son iguales los que viven por sus manos e los ricos. (Jorge Manrique. 1477) El emperador, por cierto, quizá tuviera alucinaciones con el Draco antes de morir en una alcoba de El Escorial. Los excesos le hicieron probar el ardiente aliento de la boca del Draco Infernal: Según fray José de Sigüenza, que fue su consejero, “la gota le atormentó durante varios años”, y el 13 de septiembre de 1598 se sintió “asado y consumido del fuego maligno que le tenía ya en los huesos”. Tal final parece más acorde con los condenados que engullen las Bestias del Giotto, de Klontzas o del Greco, que con el grupo de salvados que, al contrario que él, se escapan de ellas. Por los juicios que detectamos en sus lienzos, podemos mirar al Greco como a uno de esos idealistas que piensan que las diferencias se superan con más difusión de cultura que triunviratos de guerra, con más arte que cruzadas. En aquel tiempo Venecia era una impostora en Creta, tenía la isla ocupada por la fuerza, aunque sólo podía mantener un ejército de cuatro mil soldados en ella, y sin garantías de cubrir las soldadas. Debido a la amenaza del Imperio Otomano, la política represiva veneciana hacia los cretenses se suavizó, mejorando la relación entre ocupantes y ocupados. Aun así, Venecia no se atrevía a armar a los cretenses para que defendieran su propia isla, si bien permitió que se creara una fuerza con 14.000 de ellos. Cuando el 25 de mayo de 1571, España, los Estados Pontificios, Venecia y Malta firmaron las capitulaciones para constituir la Liga Santa, ¿había de alegrarse al Greco porque los cretenses, sus familiares, amigos y el resto de sus compatriotas solo podían elegir entre unos amos u otros, pero no la libertad? Si un iluminado como Felipe II le encarga un cuadro con un tema como El Martirio de San Mauricio, no va a entregarle una ramplona estampita de época. Según Tiziana Frati “la elección del tema parece motivada por la presencia en El Escorial de las reliquias del santo (excepto la cabeza, conservada en el relicario de la catedral de Toledo)” (La obra pictórica completa El Greco, El Martirio de San Mauricio.1580-82. 301 x 448 cm. del Greco, Frati, Tiziana, Noguer- Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Madrid. 30
  • 31. Rizzoli Editores, Clásicos del Arte, 1977, pág. 99). Se refiere, obviamente, al Ochavo de esta catedral, capilla-relicario de planta octogonal, rematada por la cúpula que diseñara el hijo del Greco, Jorge Manuel, cuya incidencia en la catedral ya hemos comentado, y que con ello se ganó en la ciudad la consideración de arquitecto. La iconografía, seguramente inspirada en la Leyenda aúrea, por la que Mauricio y sus legionarios fueron decapitados, por orden del emperador Diocleciano, al negarse a ofrecer sacrificios a los dioses romanos, es resuelta por El Greco mediante una imagen compuesta, siglos más tarde, cuando en España a los que se mataba entonces era a quienes se negaban a adorar al Cristo. En la obra pueden contemplarse, simultáneamente, los tres momentos de la decisión de soportar el martirio, la ejecución y la glorificación, en un esquema imposible de aceptar por el rígido Felipe II, “porque había osado representar un martirio fuera de los cánones de la Contrarreforma”. Ello motivó que el rey no volviera a contar con el artista y, aunque supondría una gran decepción para éste, pues aspiraba a convertirse en pintor de corte, no se truncó el ejercicio de su profesión, puesto que era ya un artista muy solicitado tanto por los aristócratas como por los eclesiásticos toledanos. En el vértice superior izquierdo del cuadro despreciado por el emperador (y sustituido en El Escorial en 1584 por otro de Romolo Cincinnato), aparece un luminoso rompimiento celestial adornado con las plumas de esplendorosos ángeles, mientras que en el vértice opuesto, el inferior derecho, podemos ver la firma del Greco en un papel que porta en su boca una serpiente. Se repite la disposición del luminoso Cielo sublimado arriba y la negritud abajo, una oquedad oscura en la que destaca el ofidio. El águila y la serpiente, las plumas y las escamas, la luz y la sombra, interactúan con el ser humano en medio, entre lo subterráneo y lo aéreo. En este cuadro la vida y la muerte, la dignidad y la vileza, son caras de una misma moneda. En realidad, son la proverbial expresión de la dualidad humana que refleja la obra, en la que unos mueren por sus ideales y otros matan por los suyos de otro signo o religión. Es la historia del ser humano, tristemente repetida, en la que los que empiezan muriendo por sus ideas terminan matando por ellas; es también la historia de todas las iglesias. La católica no escapa a este análisis, pues los primeros cristianos murieron torturados en los circos romanos y, con la excusa de servir al mismo Dios por el que aquéllos murieron, y a la misma religión, torturaron y mataron con la atroz herramienta de la inquisición a quienes no comulgaban con su credo, disentían de su fe o realizaban cualquier descubrimiento científico que pusiera en un aprieto a su mutante teología. El 10 de abril de 1585, unos tres años después de que El Greco pintara El Camilo Rusconi. Tumba del Papa Gregorio XIII. Martirio de San Mauricio, moría en Roma Gregorio XIII, el papa del draco. La tumba que contiene actualmente sus restos, en el El Martirio de San Mauricio. Detalle de la firma del Greco. 31