1. 1
LA CONVERSIÓN EN SAN BERNARDO
Cuando hablamos de conversión en san Bernardo no hemos de pensar en lo que habitualmente
hoy se entiende por esta palabra: paso de la increencia a la fe, o de otra religión al
cristianismo. Más bien coincide con el proceso de la vida cristiana, cuando uno toma
conciencia de ella y se pone a vivirla de verdad. De algún modo podríamos sintetizarla en
cinco puntos. Podrían ser más, e incluso otros, pero yo he elegido estos, que no han de ser
vistos como etapas sucesivas, sino como aspectos de una misma realidad.
Diríamos que la conversión tiene que ver:
1. Con la desalienación espiritual de la persona.
2. Con la escucha de la Palabra de Dios.
3. Con la verdad de nosotros mismos.
4. Con el ejercicio de la libertad.
5. Con la verdad del amor.
1. Conversión como desalienación
El término alienación fue puesto en boga por las filosofías materialistas del siglo XIX
para expresar esa situación vital en la que el hombre vive o se siente ajeno a lo que le
constituye como persona. Concretamente es sinónimo de despersonalización en estructuras
económicas y sociales injustas, desiguales y esclavizadoras. Aplicado al terreno espiritual,
significa que uno vive ajeno a sí mismo, en un modo de conciencia y de existencia
contradictorios con su verdadera identidad y condición.
2. 2
Para san Bernardo, la alienación fundamental la produce el pecado, que desfigura la
identidad diviniforme del alma –la imagen de Dios en ella- y sumerge al hombre en un modo
de conciencia inferior que hoy muchos denominan conciencia egoica: la del ego psicológico;
o en términos tradicionales, la del hombre carnal.
¿Por qué camino se aliena el hombre? Leyendo literalmente el relato del pecado
original, Bernardo responde que la cosa empieza por la curiosidad, entendida, no en sentido
positivo, como curiosidad científica o amor al saber, sino a vivir cautivado por el mundo de
los sentidos, que son las ventanas por las que el hombre sale de sí, se extrovierte y se
identifica con la dimensión sensible de la realidad, en la que aspira a realizarse y ser feliz,
olvidando su interior. Por ella comienza el hombre a enajenarse, a perder conciencia, a
sumergirse en el olvido:
El curioso se entretiene en apacentar estos cabritos (=los sentidos), mientras no se ocupa de
conocer su estado interior. (Gra X,28).
Los cabritos, que son los sentidos corporales, no buscan las realidades celestiales, sino… los
bienes de este mundo sensible, que es la región de los cuerpos; allí alimentan sus deseos, y en
vez de saciarlos los acucian más. (SCant 35,1,2)
Así pues, la conversión como desalienación implica un movimiento contrario a la
curiosidad: una desidentificación de los sentidos y una atención a la propia conciencia, que es
la facultad racional y espiritual de que disponemos para conocernos a nosotros mismos y
emprender la búsqueda de Dios.
¡Curioso! –exclama san Bernardo-, por encima de todo guarda tu corazón, y todos tus sentidos
vigilarán para guardar aquello de donde brota la vida (Gra X,28)
2. Conversión como escucha de la Palabra y vuelta al corazón
(Cuadro:La conversión de San Pablo)
Prestar atención a la conciencia o guardar el corazón es sinónimo de entrar en nosotros
mismos, para iniciar el camino de la interioridad guiados por la Palabra de Dios, que resuena
al mismo tiempo en la Escritura y en el fondo de la conciencia: “Abrid el oído de vuestro
corazón a esta Voz interior y escuchad atentos a Dios, que habla en la intimidad, no a mí, que
os hablo desde fuera”. (Conv 2)
3. 3
En la conciencia tenemos el principio de reflexión y el principio de la acción: la razón
y la voluntad, que son los dos instrumentos principales del trabajo de la conversión, en lo que
al hombre corresponde, como luego veremos un poco. Leer y meditar la Escritura –razón- es
abrir el oído del corazón, hacerse caja de resonancia para que ahí resuene la Palabra, la
comprendamos y la pongamos en práctica –voluntad-.
La Palabra que habla en la Escritura y en el alma es llamada y luz. Llamada a
convertirnos, a salir de la alienación en los sentidos y a volver al corazón. Luz que ilumina la
mente para que –meditando y rumiando- emprendamos el camino hacia esa triple verdad que
constituye el armazón de la primera parte del tratado Sobre los grados de la humildad y la
soberbia: la verdad de nosotros mismos, la verdad del prójimo y la verdad en sí misma o de
Dios, que se identifica con aquel que dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.
Para Bernardo, entrar en sí mismo y volver al corazón no es sólo cuestión de
concentración mental para orar sin distracción; es el comienzo de un doble camino: el que
lleva a la verdad propia y de Dios, pasando por la del prójimo, y el que lleva a la salvación,
porque no volver a la propia verdad es no volver a tampoco a Dios y quedarse en el infierno
del ego, dada de la estrecha conexión existente entre el retorno a sí mismo y el retorno a Dios.
Por eso dice san Bernardo:
Quien antes de la muerte natural no regrese a sí mismo, deberá quedarse en sí mismo para
siempre. (Conv n.6).
Según esto, lo sustancial del infierno viene a ser algo así: una eterna enajenación, que
es prolongación de la que actualmente vivimos, en la medida que estemos alienados de la
triple verdad.
3. Conversión, verdad y humildad
Según san Bernardo, el que vive alienado, vive en la mentira y en el orgullo. Y el que
se conoce a sí mismo, vive en la verdad y en la humildad, porque verdad y humildad van
juntas. Este conocimiento no se estudia en los libros: lo da la experiencia de la vida, como
dirá en otro contexto el Hno. Rafael: “tus propias caídas te irán enseñando”.
Según el tratado Sobre los grados de la humildad y la soberbia, hay un conocimiento
básico de nosotros mismos que consiste en adquirir conciencia de nuestra propia miseria; y
una humildad básica que consiste en ser capaz de asumirla y aceptarla sin resentimiento ni
justificación. Esto nos vuelve mansos, nos quita engreimiento espiritual, nos capacita para ser
compasivos con las miserias ajenas. El que conoce su verdad se hace pequeño, se desdiviniza,
deja a un lado toda megalomanía espiritual, como la del fariseo, y se pone en el lugar que
debe, que es el del publicano. Así define Bernardo la humildad:
Es una virtud que incita al hombre a autorrebajarse (vilescit) ante el verdadero
conocimiento (verissima cognitio) de sí.
El término vilescit no significa envilecerse o despreciarse en el sentido morboso del
término, sino no ir por la vida como un gallito, dejar de representar un personaje, aunque sea
4. 4
el de un santo. Dice La psicología afirma con frecuencia que no hay
que despreciarse a sí mismo, sino tener el valor de afirmarse, de no
machacarse ni odiarse, sino aceptarse y amarse. En términos
vulgares, vilescit significa bajarnos de la burra en la que vamos
montados, dejar de creernos lo que no somos, y reconocer nuestro
yo contradictorio, aceptándonos sin autoengaño y sin excusas, sin
proyectar una imagen bonita, que necesita que todos los demás a su
lado sean feos para sentirse distinto. El fariseo, dice Bernardo, es
orgulloso y duro con los demás porque se desconoce a sí mismo y
no acepta la miseria común que tiene con ellos.
La verdad básica se debe asumir. En eso consiste el De ser hijo de un rico comerciante de la
comienzo del verdadero amor a sí mismo: en la aceptación de que ciudad en su juventud, pasó a vivir bajo la
más estricta pobreza y observancia de los
somos somos una imagen fea y deforme, sin hundirnos en la Evangelios. En Egipto, intentó
depresión o el autorrechazo. A este conocimiento y aceptación infructuosamente la conversión de
musulmanes al cristianismo. Empezó a
aplica Bernardo la Bienaventuranza de los mansos, porque produce mostrar una conducta de desapego a lo
paz y sanación. El que acepta su fealdad ante sí mismo y ante Dios terrenal. Un día en que se mostró en un
estado de quietud y paz sus amigos le
se refugia en la misericordia y tiende a la conversión, al deseo de preguntaron si estaba pensando en
cambiar, de alcanzar la integridad, no por perfeccionismo, sino “por casarse, a lo que él respondió: Estais en
lo correcto, pienso casarme, y la mujer
amor a la verdad”. A los que hacen esto aplica Bernardo también la con la pienso comprometerme es tan
Bienaventuranza de los que tienen hambre y sed de la justicia, noble, tan rica, tan buena, que ninguno de
vosotros visteis otra igual.13 Hasta ese
porque ellos alcanzarán misericordia. Momento realista en el que momento todavía no sabía él mismo
uno se hace juez de sí mismo ante la verdad. Citemos el conocido exactamente el camino que había de
tomar de ahí en adelante; fue después de
texto del Comentario al Cantar de los Cantares: reflexiones y oraciones que supo que la
dama a quien se refería era la pobreza.
Yo deseo que el alma, ante todo, se conozca a sí misma... ese
conocimiento no infla, humilla… No podría mantenerse nuestro edificio San Francisco de Asís
espiritual, sino es sobre el fundamento estable de la humildad. Y para
humillarse a sí misma, no encontrará el alma nada tan estable y apropiado
como encontrarse a sí misma en la verdad... Si se contempla ante la clara
luz de la verdad, ¿no se encontrará alejada en la región de la desemejanza,
suspirando al ver su miseria e incapaz de ocultar su verdadera
situación?...
Volverá a las lágrimas, retornará al llanto y a los gemidos, se convertirá al
Señor y exclamará con humildad: Sáname, Señor, porque he pecado
contra ti... Siempre que me asomo a mí mismo, mis ojos se cubren de
tristeza. Pero si miro hacia arriba, levantando los ojos hacia el auxilio de
la divina Misericordia, la gozosa visión de mi Dios alivia al punto este
desconsolador espectro, y le digo: cuando mi alma se acongoja, te
recuerdo... Dios se da a conocer saludablemente con esta disposición, si
el hombre se conoce a sí mismo en su necesidad radical... De esta manera,
el conocimiento propio es un paso para el conocimiento de Dios (Scant El cuadro presenta la renuncia al mundo
36, IV,5-6). de don Francisco de Borja, marqués de
Lombay y duque de Gandía, tras
contemplar el putrefacto cadáver de doña
Isabel de Portugal, esposa de Carlos V,
fallecida en Toledo el 1 de mayo de 1539.
Su cuerpo fue conducido a Granada por
expresa orden de la finada, sucediéndose
4. Conversión y ejercicio de la libertad en esa ciudad andaluza la escena que
Moreno representa. La belleza de la
emperatriz cautivó a toda la Corte,
especialmente al duque de Gandía,
encargado de trasladar el cadáver a su
lugar de enterramiento y entregarlo a los
monjes. Cuando el féretro fue abierto y el
duque contempló el cuerpo descompuesto
de su señora, pronunció la famosa frase
"Nunca más serviré a un señor que se me
pueda morir", ingresando años después en
la Orden de Jesús, llegando a ser
canonizado como San Francisco de
Borja
5. 5
La importancia de la libertad en la vuelta a la triple verdad resulta obvia por cuanto nadie
emprende el camino de la desalienación si no quiere, en contra de su voluntad.
Bernardoasume el principio de san Agustín: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”,
como si fueras un muñeco o una piedra. Te salvará activamente, a través del ejercicio mismo
de tu libertad, pues para eso fuiste creado libre: para que te relaciones y ames en libertad a
aquel que se relaciona contigo y te ama también en libertad.
La gracia de Dios precede, acompaña y perfecciona la libertad mediante su secreta
inspiración y su Providencia misteriosa; pero no la sustituye, ni quiere, porque sin ella
sencillamente no hay ser humano, como bien dice san Bernardo: “Quita la gracia y no habrá
con qué salvar, quita el libre albedrío y no habrá a quien salvar”. Frente al mundo mineral y
animal donde reina el determinismo y la necesidad, Bernardo ve en la libertad la dignidad
suprema del hombre. Por ella somos capaces de realizar actos responsables y cargar con las
consecuencias positivas o negativas de los mismos.
Dios no puede convertirnos de forma pasiva por nuestra parte o mágica por la suya, sin
que movamos un dedo. Y sin embargo cuántas veces le pedimos que nos cambie sin
levantarnos de la cama. Precisamente dice san Bernardo en su tratado Sobre la conversión que
la voluntad debe ser levantada de la cama, de la dejadez espiritual, y ser puesta en actividad,
porque es a ella a la que corresponde ordenar la casa de la conciencia. La razón discierne lo
que hay que hacer, dónde está la Voluntad de Dios, pero la voluntad humana es la que quiere,
la que ejerce el libre albedrío. Lo propio de la razón es discernir, lo propio de la voluntad es
actuar. Pero el discernimiento se realiza en la luz de la Palabra, leyendo, escuchando,
meditando, orando. La Palabra ilumina, la razón ve, la voluntad ejecuta la acción correcta.
Estas tres cosas convergen en el acto virtuoso. No hay aquí nada mágico, pasivo, ni forzado,
sino ejercicio de las facultades superiores del hombre, guiadas por la Palabra de Dios.
Cuando la razón discierne y juzga con claridad, Bernardo habla de libertad de
deliberación o discernimiento, y cuando la voluntad actúa sin contradicción interna, habla de
libertad de complacencia. Pero llegar al pleno discernimiento y la plena complacencia en el
bien es un proceso. Cuanta más lucidez tenga la conciencia, menos ciega andará y mejor sabrá
adónde dirige su brazo, su voluntad. Los actos humanos son más libres, y por tanto más
humanos, cuanto más conscientemente son realizados. En cambio, una razón ciega comete
errores y una voluntad perezosa nunca llega a obrar aunque razón vea.
La libertad humana se perfecciona a través de una correcta formación de las dos
facultades que convergen en la elección libre y la posibilitan. Aunque el libre albedrío
siempre está ahí, sin estas dos colaboradoras, el alma no tiene luz ni energía para emprender
el camino de la verdad, sumergiéndose más y más en la alienación y en la locura. La gracia
sólo existe para una libertad que la acoge. La libertad se aniquila sin la gracia.
5. Conversión y verdad del amor
6. 6
La conversión del duque Guillermo de Aquitania en San Guillermo por San Bernardo de
Claraval)
No hace falta decir que, en san Bernardo, la conversión tiene radicalmente que ver con el
amor, que requiere también su desalienación, su purificación, su ordinatio caritatis. El amor
tiene el mismo y triple objeto que la verdad: uno mismo, el prójimo y Dios. Por eso,
desalienarlo o purificarlo no es sino realizar su verdad, superando la mentira del amor que es
el egoísmo. El que inicia el retorno a la triple verdad, entrará en una escala paralela del amor,
que en el tratado Sobre el Amor a Dios consta de los famosos cuatro grados: 1) Amor de mí
por mí. 2) Amor de Dios por mí. 3) Amor de Dios por Dios. 4) Amor de mí por Dios.
El primer grado gira en torno a la propia necesidad, a la preocupación por uno mismo
antes que por ninguna otra cosa: “Ante todo el hombre se ama a sí mismo por sí mismo”
(AmD VIII, 23). Este amor primario o “carnal”, como él dice, se sitúa en relación con el
instinto de conservación y está inserto en la naturaleza. En sí no es malo, pues nadie aborrece
su propia carne (AmD XV,39). El problema es que fácilmente se vuelve codicia que todo lo
quiere para sí y todo lo convierte en necesario. Hay monjes que solo viven centrados en sus
necesidades reales o imaginarias, sin tener ojos para otra cosa. Alguien así no puede construir
comunidad ni tener experiencia religiosa auténtica, porque Dios requiere ser amado por
encima de todo –primer mandamiento-, incluidas las propias necesidades.
El segundo mandamiento está dirigido a purificar este egocentrismo primario: ama al
prójimo como a ti mismo, preocúpate por la necesidad ajena como te ocupas de la tuya (AmD
VIII, 23). Cuando uno empieza a dejar de mirarse al ombligo y se da cuenta de que hay otros
a su lado, también con sus necesidades, este amor está llamado a ampliarse hasta hacerse
amor social, centrado en el bien común, no sólo en el propio. Este sería su lógico desarrollo:
Si te contentas con tener lo necesario para comer y vestir… lo que sustraes al enemigo
del alma lo compartirás sin dificultad con quien comparte tu naturaleza contigo. Tu
amor, entonces, será puro y bueno: lo que sustraes a tu ambición, lo vuelcas en las
necesidades de los hermanos. De este modo, tu amor carnal se convierte en social,
porque se extiende al bien común (Ibid.).
El segundo grado es el amor mercenario: “El hombre ama ya a Dios, pero todavía por
sí mismo, no por Él” (AmD IX, 26). Es una relación egoísta porque el centro sigue siendo el
yo y su necesidad. Cuántas veces no buscamos a Dios sino los bienes de Dios (Ibid. XV, 39),
que se ve reducido a un objeto del que se extrae beneficio. Según Bernardo, este amor se
7. 7
purifica sólo a partir de la experiencia de la bondad. Cuando alguien es bueno conmigo,
empiezo a valorarle por él mismo, y no ya sólo porque me haya ayudado. Igual sucede con
relación a Dios: si uno experimenta de algún modo su bondad, empezará a amarle por esa
misma bondad. Se produce un salto cualitativo: el centro de la relación pasa del yo al tú, y así
se pasa al tercer grado: amo al Señor porque es bueno, porque escucha mi voz suplicante.
“Éste es el tercer grado del amor: amar a Dios por él mismo” (AmD XV, 39). Se trata
de un amor desinteresado, gratuito y libre, que ha trascendido la necesidad y ama en función
del valor: “ya no desea ningún bien suyo, sino a él mismo” (Var 3,1). El un amor “racional”,
que en relación a Dios Bernardo lo compara al amor filial.
En este nivel se alcanza en cierto grado el amor puro y ordenado, que consiste en amar
a Dios por su bondad y al prójimo por la común naturaleza (Var 50,3). Es aquí donde se vive
también ese principio de la razón natural, según el cual un amor es puro “cuando amamos lo
que debe ser amado, cuando amamos más lo que merece más amor, y cuando no amamos lo
que no debe ser amado”. “Entonces –dice Bernardo- está purificado el amor” (SCant 83,4).
Ahora bien, también este amor racional y filial ha de seguir purificándose de restos
egoicos. Con relación a Dios, Bernardo dice que, aunque el hijo ama al Padre por su bondad,
aún tiene de algún modo los ojos puestos en la herencia, y por tanto debe purificar la virtud
de la esperanza, cuyo objeto ha de ser Dios mismo y no otra cosa fuera de Dios. El amor filial
se perfecciona cuando puede decir aquello de: “No me mueve mi Dios, para quererte, el cielo
que me tienes prometido”.
De todos modos, el amor absolutamente puro se realiza sólo en el cuarto grado, donde
todo interés del yo, por sutil que sea, ha desaparecido realmente: “El hombre sólo se ama a sí
mismo por Dios” (Ibid. X, 27). Aquí el amor es éxtasis, excessus mentis, unidad de espíritu,
unión transformante, caridad extática, olvido del yo en el Tú, donde paradójicamente uno se
encuentra a sí mismo recibiéndose como don, y donde se ama a sí mismo y a todas las cosas
en la participación de Dios: “Te saborearás a ti mismo tal como eres, porque sentirás que no
eres nadie para poder amarte sino en cuanto eres de Dios” (SCant 50,6). Bernardo lo compara
al amor esponsal, según la imagen del Cantar de los Cantares.
Este amor se realiza in spiritu (Ibid. XI, 39), en la conciencia contemplativa, más allá
de la conciencia sensible y de la conciencia racional, pero sin cercenar nada de la naturaleza:
“El amor carnal será absorbido por el amor del espíritu, y nuestros débiles afectos humanos se
transformarán de algún modo en divinos” (AmD XV,40). También es el único que se ejerce
entera Libertad, sin estar atado absolutamente a nada: “Amo porque amo, amo por amar”
(SCant 83,4), exactamente como Dios, que ama porque ama, ama por amar, porque es Amor.
Ahí alcanza su verdad, su identidad y su forma. Ahí queda trascendida toda mentira del amor.
En síntesis, la conversión del corazón significa en san Bernardo el retorno a Dios y a
la verdadera esencia de la persona, y al menos tiene que ver con los cinco aspectos que hemos
considerado: la desalienación espiritual, la escucha de la Palabra de Dios, la verdad de uno
mismo, el ejercicio de la libertad y la verdad del amor. Lo que hoy se entiende normalmente
por conversión –sobre todo cuando se trata de recién convertidos- es sólo el comienzo, el
despertar religioso, que llegará a ser –si es que llega- verdadera conversión, cuando Dios sea
todo en el alma comunicándole su Imagen, su Forma, su Identidad.
8. 8
¿Resulta inteligible y actual esta perspectiva para el hombre de nuestro tiempo? ¿Se puede
incluir algo así en un programa de formación inicial, en las entrevistas personales y en la
orientación general del noviciado? Ahí queda la pregunta y que cada cual se responda…
Antonio María Martín Fdz-Gallardo