cortes de luz abril 2024 en la provincia de tungurahua
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1.
2. 541
La Antártida. Polo Sur del globo terráqueo.
Catorce millones de kilómetros cuadrados de suelo
helado, toneladas y toneladas de hielo, frío intenso.
Y allí, en aquella vasta superficie blanca y gélida, se
alzaba la base científica estadounidense, en la que
trabajaban varios hombres y mujeres, totalmente aislados,
muy lejos de la civilización.
Y existe también una bestia… Un ser totalmente blanco
Sí, totalmente blanco, desde la cabeza a los pies. Un ser
gigantesco que mide alrededor de dos metros y medio. Su
cabeza es monstruosa, lo mismo que su cara. Tiene los
ojos redondos y salidos, y parecen despedir fuego cuando
se enfurece. Las orejas son grandes y puntiagudas. Los
labios, muy gruesos. Sus dientes son terroríficos.
Auténticos colmillos. En cuanto a sus manos, enormes,
son dos poderosas garras, capaces de destrozar cualquier
cosa. Es increíblemente veloz y los disparos de rifle no
hacen mella en él...
3. 542
Escanció la leche directamente a su estómago desde la
botella. La nuez de Adán subía y bajaba enérgicamente a
cada trago. Era como una pequeña catarata láctea cayendo
en un pozo sin fondo. Y finalmente, la leche se terminó.
Fue entonces cuando Wade Rittman la vio.
Y el cerebro no tuvo más remedio, que recibir, analizar, y
admitir la imagen de una vez por todas: era una cabeza de
rata.
Una cabeza de rata.
De rata.
Dentro de la botella de leche que Wade Rittman se había
bebido entre la noche anterior y la mañana de autos había
la cabeza de rata decapitada.
Una cabeza de rata.
¡De rata!
Muy bien, señores, una cabeza de rata. ¿Qué hacía una
cabeza de rata dentro de la botella de leche? Porque bien
debía hacer algo allí, ¿no? Y además, si estaba allí era
porque alguien la había puesto, ¿no? Y si alguien la había
puesto merecía que le partieran la cara, ¿no? Así que...
¿quién había metido la cabeza de rata dentro de una botella
de leche?
4. 543
—Sacrílega... Perra sacrílega...
Sólo roncos estertores brotaban de la garganta de ella en
su vano intento por gritar en demanda de auxilio.
Sus alucinados ojos contemplaron aquel monstruoso
rostro tan próximo a ella. Un rostro cadavérico. De
pronunciados pómulos que acentuaban las desecadas
facciones. Un rostro casi descamado. Con ojos de rojizas
pupilas destellantes. Las orejas puntiagudas. Como las de
un lobo. Una cicatriz en la frente muy pronunciada. Una
cicatriz de relieve color negruzco. Una cicatriz que
semejaba una serpiente mordiéndose la cola. Y en las
sienes...
En las sienes unos diminutos cuernos.
Sintió que estaba siendo atacada por el mismísimo Satán.
Un engendro del infierno que, al mostrar su brazo
derecho, hizo que alcanzara el paroxismo del terror.
Enajenada. Sus aterrados ojos contemplaron el mutilado
brazo. La mano amputada. A la altura de la muñeca.
Mostrando un repulsivo muñón que comenzó a golpear
salvajemente el desencajado rostro femenino.
5. 544
Llegó la noche y los presos fueron recluidos en sus
celdas. La prisión quedó en silencio. A la mañana
siguiente, sonó la sirena y los funcionarios comenzaron
el rutinario recuento. Cuando abrieron la puerta de la
celda número 211, un escalofriante espectáculo
sangriento se ofreció a sus ojos.
La celda aparecía completamente desordenada. Los
jergones y las mantas, destrozadas, estaban tirados por
doquier y las paredes de la celda se veían
completamente manchadas y chorreantes de sangre.
Los hierros de las literas estaban grotescamente
doblados, como si una potentísima explosión lo hubiera
destrozado todo.
Tres cuerpos ensangrentados y destrozados yacían en el
suelo. Los tres tenían los cuellos rotos y arrancados los
brazos. Sus piernas habían sido rotas por varios sitios y
sus costillas fracturadas y hundidas.
En medio de aquella desolación, Sean Malone dormía
apaciblemente en su lecho, impecable dentro de su
pijama, tenía el aspecto de una persona inofensiva y
tranquila.
Los funcionarios quedaron petrificados por el horror.
6. 545
Dio vuelta en la cama, hundiéndose poco a poco en la
inconsciencia, y justo en aquel instante escuchó el grito.
Fue un alarido agudo, terrible, que vibró apenas unos
segundos en el silencio y luego se extinguió, tan
abruptamente como había empezado.
Tony dio un brinco y quedó sentado en la cama,
escuchando con todos los sentidos aguzados.
Oyó voces y abrir de puertas. Entonces saltó de la cama y
él también se asomó al pasillo.
Todos giraron en redondo hacia la voz. Alexis Vauvil era
quien había hablado, y entonces descubrieron la tensa
expresión de su rostro anguloso y lleno de sombras.
—No hablé antes para no inquietarles. Pero lo cierto es que
desde que llegué a esta casa percibo una fuerza maligna
que lo envuelve todo, dominante y poderosa. Es... es algo
que no logro comprender.
—¿Pretende asustar a las mujeres, profesor?
—Nada más lejos de mi ánimo, pero no cabe duda que
existe una fuerza oscura y sombría que no puedo descifrar.
Quizá sea algo que envuelve a alguno de los presentes... o a
la misma casa, lo ignoro. Pero es real, amigo mío; está
aquí…
7. 546
Los esqueletos vivientes rodearon la cama lentamente.
No podía mover un solo músculo de su cuerpo, el terror la tenía
paralizada por completo. Miraba a los esqueletos con ojos
desencajados.
De repente, uno de ellos alargó el brazo y tocó el muslo
derecho de la muchacha.
El esqueleto que se hallaba enfrente alargó también el brazo y
tocó el muslo izquierdo de la horrorizada chica.
—¡Mmmm...! —gimió, a través de la dura mordaza.
Los otros dos esqueletos movieron también los brazos y
empezaron a desabotonar la camisa con la que se cubría la
muchacha.
Ahora sí podía verse el cuerpo, gracias a la extraña luz que
despedían los huesos de los esqueletos vivientes. Veía,
también, la cama a la que se hallaba fuertemente sujeta.
Los dos esqueletos que le habían abierto la camisa empezaron a
tocarle los pechos, el estómago, el vientre, mientras los otros
dos le toqueteaban los muslos, las rodillas, los pies...
Todo su cuerpo recibía el estremecedor contacto de las frías
manos de los esqueletos vivientes, volviéndola loca de asco, de
repugnancia, y de terror…
8. 547
Cruzó la estancia conteniendo la respiración y abrió la
ventana de par en par. Aquel ser aumentó sus gruñidos de
forma alarmante.
—Parece que le molesta la luz del día —dijo, vivamente
impresionada por lo que veía.
Ella, señalándolo, gritó de pronto:
—¡Es el muerto, el muerto, es el muerto!
Se la quedaron mirando. Fue el hombre quien preguntó:
—¿De qué muerto hablas?
—Anoche, anoche, con el catalejo, vi a un muerto salir de
su tumba. Sí, estoy segura, ahora estoy segura, salió de su
tumba. Abandono el cementerio y vino a la pensión... Estoy
segura de que es él, las ropas son las mismas, aunque antes
no tenía ojos y ahora sí. Su piel estaba repugnante, pero
tenía que oler como huele éste ahora. ¿Es que no os dais
cuenta? ¡Huele a cadáver, huele a cadáver!
9. 548
La mano enguantada avanzó hacia ella.
Y el puntiagudo y cortante cristal no se anduvo con
miramientos. Actuó con precisión, con exactitud y también
con inusitada y estremecedora velocidad.
¡Zas!
Pasó como una exhalación por el cuello de Caroline,
seccionándoselo de un lado al otro, de oreja a oreja. De un
modo espeluznante.
La cabeza de la víctima se tambaleó grotescamente sobre
sus propios hombros.
Se desplomó sobre el baúl que instantes antes abriera.
Se quedó en una postura grotesca. Ya no se movió. Estaba
muerta.
La mitad de su cuerpo se había hundido dentro del baúl y la
mano enguantada cogió las piernas, una a una, y las metió
dentro.
Luego, tras asegurarse de que Caroline ya no pertenecía al
mundo de los vivos, le puso encima el traje blanco de
novia. Así, si alguien abría el baúl, de momento no vería
nada.
Luego cerró el baúl.
10. 549
—¿Qué diablos le pasa ahora, Mark?
—¡Su nieta está sola y esa cosa continúa rondando en la
oscuridad!
El viejo se estremeció, temblando.
—El diablo anda suelto —masculló—. No me cabe la
menor duda... Tenía que suceder tarde o temprano...
Teníamos que pagar...
Pero corrió a la calle pensando sólo en su nieta.
Sólo que Martha estaba bien. Llena de angustia, pero sana
y salva.
De modo que regresaron a buscar a la desvanecida Alice y
la llevaron a casa del anciano. En todo el pueblo nadie
había asomado la nariz para averiguar qué significaban los
alaridos, y el disparo...
Nada.
El terror imperaba entre aquellas gentes, y ahora Mark
comenzaba a creer que existían razones para que ese terror
fuera algo más que producto de una estúpida superstición.
El mismo lo había experimentado. Lo había visto…
11. 550
Asió una de las flechas y la sujetó con fuerza, moviéndola a un
lado y a otro y provocando una tortura insoportable a la que su
víctima no pudo escapar. Después tiró con fuerza, arrancando la
flecha y desgarrando las carnes sin piedad, provocando una
hemorragia.
Repitió la cruel acción con las otras flechas hasta llegar a la
última, a la del abdomen. Sus carnes estaban brutalmente
desgarradas por aquel sádico llamado Crowen.
—La última, conde, la última.
Y le sacó la flecha del estómago.
Ella lanzó su último grito de dolor. Sintió que la vida se le
escapaba, que sus miembros le dolían horriblemente y no le
obedecían.
Crowen la agarró por los cabellos y le alzó la cabeza,
sacudiéndole el cuerpo que perdía sangre, que se desangraba
como una res degollada.
—Dentro de poco será un cadáver y toda tuya, conde, toda tuya y
una más para conjurar la maldición que nos retiene vivos pero
muertos, sin dejarnos alcanzar el descanso eterno.
El conde Roxlasky la observaba con sus cuencas putrefactas a
ella que tenía los ojos cerrados y cuya cabeza colgaba de la mano
de Crowen que la seguía sujetando por los cabellos mientras la
sangre se deslizaba por el suelo y la vida escapaba, escapaba.
12. 551
Avanzó unos pasos, dio la vuelta al matorral y se
detuvo como herido por el rayo.
El cuerpo del hombre estaba parcialmente recostado
contra el tronco de un frondoso roble. La parte
delantera de su cuerpo se hallaba cubierta de sangre,
pero no fue este detalle lo que más le horrorizó, sino
ver las espantosas heridas que tenía en la cara.
Las cuencas de los ojos aparecían vacías. La sangre
había raudales por aquellas horrendas heridas,
manchando el rostro y el pecho. Y aún vio algo
todavía más espantoso.
En el lado izquierdo de su cuello se veían las señales
de un tremendo picotazo. Por allí, junto con la sangre,
se había escapado la vida de Morgan Burr, El ataque a
los ojos le habría dejado indefenso y luego el maldito
pájaro rojo habría completado su mortífera obra con
la perforación de la yugular de un solo y certero
picotazo.
13. 552
La morena se dio cuenta de que sus braguitas
bajaban, pero pensó que era cosa de Norman, que
deseaba acariciarle las nalgas. Y como había
prometido recompensarle por lo de las injustas
bofetadas, no puso objeciones.
Efectivamente, unas manos acariciaron y oprimieron
su desnuda grupa, pero no eran las de Norman.
Después, Raquel sintió que unos labios se posaban
en su nalga derecha y luego en la izquierda,
depositando un beso en cada una de ellas.
La morena se tensó como la cuerda de un arco,
porque lo de los besos no podía ser cosa de Norman,
ya que éste la estaba besando en los labios.
Estaba empezando a pensar en el fantasma del faro,
cuando unos dientes se clavaron con fuerza en su
nalga zurda.
Raquel lanzó un chillido, mezcla de dolor y de terror,
pues adivinaba que estaba siendo mordida por el
espíritu del faro, el fantasma, o lo que fuera…
14. 553
—Dios mío —murmuró—. Otra vez esto...
—Así es —convino el capitán—. La han destrozado
brutalmente. Me pregunto quién...
El médico no hizo ningún comentario, limitándose a
examinar las horrorosas heridas que convertían el cuerpo
de la muchacha hallada en el fondo del canal en una
piltrafa humana, donde sólo su cabeza y manos, realmente,
parecían intactas a primera vista. Bajo su ligero vestido de
seda barata, de color azul pálido, su cuerpo era una
auténtica carnicería. Los pechos casi ni existían, dos
enormes boquetes se abrían en su estómago y vientre, con
salida de parte del paquete intestinal, y los muslos y
nalgas aparecían cubiertos de dentelladas atroces,
profundas, que desgarraban la carne y producían hondas
heridas de enorme amplitud. Era como si una bestia feroz
se hubiera ensañado en ella de forma inhumana,
escalofriante. El médico forense suspiró, incorporándose
tras bajar el vestido de la víctima…
15. 554
Todo eran «¡Uh, uh, uh!», todo eran tridentes, todo eran
risas y rostros burlones, ojos relucientes, miradas
diabólicamente irónicas, Matilde sentía como si bajo sus
pies el suelo se estuviese deslizando ahora en una
dirección, ahora en otra, a una velocidad increíble pero en
cortísimas distancias...
Todo era como una nube a su alrededor, una nube que iba
adquiriendo una tonalidad cada vez más negra, espesa,
densa, tenebrosa.
De pronto, el rostro del gordito pareció quedar fijo ante
ella. Vio su amplia sonrisa, sus ojos de batracio, y oyó su
risa metálica, y hasta su voz, diciendo:
—¡Yo soy Arcangélico, el Señor del Reino de los
Infiernos, y tú eres una gran pecadora que vas a pagar tus
culpas...!
Con la sensación de que todo era una pesadilla absurda, la
señorita Matilde Carvajal se sumergió en un negrísimo
pozo que parecía no tener fin.
16. 555
Aquel rostro horrible, espectral, fosforescente,
mostraba una sonrisa macabra. Tenía la piel retorcida y
putrefacta, como si fuera un cadáver surgido de las
entrañas del pequeño buque. Aquel rostro estaba como
suspendido en el aire, mirándola fijamente y no era una
ilusión óptica ni una mala pesadilla.
El rostro comenzó a avanzar hacia ella. La joven quiso
gritar, pero ningún sonido salió de su garganta y aquel
espectro se le echaba encima, sonriendo.
En el aire apareció una maza de madera. Ante el ya
inminente mazazo, la joven gritó, como si un tapón
hubiera obturado su garganta y ahora saltara
bruscamente.
Todo lo que no había podido gritar antes, gritaba ahora,
mas sus gritos no evitaron que la maza cayera sobre
ella. La linterna rodó por el suelo, apagándose…
17. 556
El público se puso a aplaudir con absoluto entusiasmo.
El número había resultado realmente impresionante.
Desde luego había valido la pena haber pagado por
presenciar aquella función.
No obstante, más de uno de los presentes se había
quedado excesivamente excitado. Todo aquello había
parecido tan veraz que costaba creer que no hubiera
sido cierto.
Sobre todo... cuando las púas de la horca se
incrustaron en el cuerpo de la muchacha, traspasando
la piel, rasgando la carne. Sobre todo... cuando todos
vieron cómo de esa carne rezumaba la sangre.
Una de las señoras que se hallaba en primera fila no
pudo menos de comentar:
—Para mí, que esa muchacha rubia ha estado muerta
de verdad...
18. 557
—¿Quién eres?
—Abrahel, ya te lo he dicho y puedes guardar tu pistola. A mí,
las balas no me hacen ningún daño.
—¡Mientes, mientes!
—Si crees que miento, dispara —le desafió.
—¡Tú eres el traficante que le ha dado la droga a mi hijo!
A poco más de un paso de distancia, Bob Perkins apretó el
gatillo.
Sintió tres veces el empuje del arma en su mano.
—Ya te he dicho que no iban a hacerme nada las balas.
—No es posible —musitó, mirando la pistola.
Apuntó al rostro de Abrahel y volvió a dispararle por tres
veces. Tuvo la impresión de ver los orificios que los
proyectiles abrían en el rostro del desconocido, pero
inmediatamente se cerraba y él seguía sonriendo.
—Yo puedo hacer que tu hijo viva.
—¡No puede ser, ya ha muerto!
Bob Perkins retrocedió, asustado. Era un hombre pragmático y
estaba seguro de que nadie podía aguantar balazos de una
«Magnum» como la que él empuñaba.
19. 558
¡La puerta se estaba abriendo más!
¡Como si tirara de ella una mano invisible!
¿Qué significaba aquello..?
¿Por qué se abría la puerta sola...?
¿Quién o qué tiraba de ella...?
Ella no creía en fantasmas ni en espíritus, pero lo que
estaba sucediendo era como para pensar en ellos.
La puerta del armario siguió moviéndose misteriosamente
hasta quedar totalmente abierta. Entonces, ocurrió algo aún
más extraño y sorprendente.
Marion tenía varias cuchillas de afeitar en el armario.
De pronto, una de las cuchillas se elevó sola y salió del
armario.
La cuchilla, como sostenida por una mano invisible, avanzó
hacia ella
Lo único que podía hacer, era seguir con sus desencajados
ojos el lento pero inexorable avance de la cuchilla de
afeitar.
Venía directa hacia su muñeca izquierda…
20. 559
—¿Qué puedo hacer? —preguntó mirándolo a los ojos
—. Me tiene esclavizada, estoy en sus manos. Puede
descuartizarme como a mi tía; Posiblemente, lo que
quería era heredar pronto la mansión, cuando mi tía
se había limitado a cedérsela en testamento, lo que fue
fatal para ella, porque entonces la escogió como
víctima para poder heredarla. Mi tía, quizá
intuyéndolo, me exigió que velara junto a su cama
todas las noches y ya ves, no sirvió de nada. Aunque
haya alguien velando, consigue su propósito.
—Habrá alguna forma de impedírselo.
—Ninguna, no hay ninguna. Me ha marcado en la
espalda con su símbolo de penitentes. Todos ellos lo
llevaban en oro y hasta es posible que hayan sido
marcados en la piel como yo lo estoy ahora. Me siento
en sus manos y eso me aterra.
21. 560
Comenzó aquella misma noche.
Abandonando San Francisco.
En dirección a Bessville.
Larry Coleman, mientras conducía por la autopista,
no cesaba de manejar hipótesis.
La más descabellada, la más absurda, era la de dar
crédito a la maldición de los Barrymore. El
imaginar a Arthur Golstein resucitando en su tumba
y vengándose de las cinco muchachas que
profanaron la mansión de los Barrymore.
Sí.
Aquello era ridículo.
Sin embargo, Coleman iba camino de la casa de los
acantilados. Allí parecía haberse iniciado todo. Las
cinco muchachas entrando en el caserón, la muerte
de Golstein... y ahora las jóvenes pagando las
consecuencias. Tal como quedó escrito en la
maldición de los Barrymore…
22. 561
Volvió a oírse el lastimero y angustioso gemido…
—Creía que íbamos solos.
—Y vamos solos...
—Alguien se ha quejado ahí atrás.
—No es la primera vez que oigo ese gemido. Sin
embargo, ahí atrás no hay nadie.
El desconocido se volvió y miró a través del cristal
divisorio. El muchacho tenía razón.
No, no había nadie.
—Oiga, ¿qué contiene esa caja? —preguntó.
—No lo sé.
—Yo de usted me detendría. Si conduce así de mal
vamos a acabar estrellándonos. Por lo demás, si para,
podríamos abrir la caja y ver qué contiene...
Ante sus ojos desorbitados el cadáver de una mujer se
incorporó.
¡Una muerta que se movía!
Y que hablaba... ¡Porque acababa de dejar oír su ronca y
arañada voz!
—El barón de Hendrix va a asesinarme... El barón de
Hendrix va a asesinarme...
23. 562
Cuando me vi en el espejo me paré en seco. Contemplé,
no ya perplejo ni atónito, aquella imagen mía reflejada
en él, sino con auténtico horror e incredulidad.
¡Porque aquel rostro, aquel cuerpo, no eran los míos!
Yo, reflejado en el espejo, era otra persona sin parecido
alguno conmigo mismo y con lo que había sido siempre
físicamente hasta entonces…
Leí los titulares del periódico con estupor:
DUNCAN EVANS ESCAPA DE LA
PENITENCIARIA LA MISMA VÍSPERA DE SU
EJECUCIÓN EN LA HORCA.
EL TRISTEMENTE CELEBRE ASESINO DE
MUJERES LONDINENSE, EN PARADERO
DESCONOCIDO. SCOTLAND YARD Y TODA LA
POLICÍA DEL PAÍS TRAS SU RASTRO.
La fotografía de aquel hombre que ilustraba la
información era mi propia fotografía.
Yo era el asesino de mujeres evadido del patíbulo.
24. 563
En una noche tormentosa y empapados por
la lluvia en plena carretera, un grupo de
hippies acceden a subir a un autobús que los
conducirá a un lugar apacible donde
refugiarse.
Al llegar a su destino, descubren que se
encuentran en un viejo monasterio perdido
en medio de la nada. Allí comienza su
pesadilla...
25. 564
—¡No...! —chilló—. ¡No me inyecte eso, maldito!
—Después me lo agradecerás, muchacho. Te voy a
convertir en un hombre más alto, más corpulento, y
más musculoso. Poseerás la fuerza de un titán.
Comparado contigo, Hugo tendrá la fuerza de un
niño. ¡Serás un superhombre, Bevans!
—¡No quiero ser más alto ni más fuerte! ¡No quiero
ser un superhombre! ¡Quiero seguir siendo como
soy!
—No, voy a inyectarte la droga.
—¡Se lo prohíbo!
El doctor Marlowe no hizo caso y le clavó la aguja
en el brazo derecho.
Después, presionó el émbolo de la jeringa y la
sustancia verdosa empezó a penetrar en el organismo
del indefenso Ted Bevans, que sólo podía chillar.
Y eso hizo.
Chillar a pleno pulmón.
Desgraciadamente para él, nadie podía oírle…
26. 565
Yo sé hacer bien las cosas —dijo Hugo—. De lo
contrario, hazte cargo, enseguida sospecharían de mí y
me encerrarían de nuevo en el Sanatorio Psiquiátrico. Y
allí se está mal, muy mal... Sobre todo al principio,
cuando te curan... Mi amigo Wallace Booth, ¿sabes lo
que decía antes...? Porque antes no tenía la mansedumbre
de ahora. Antes era violento, agresivo. ¿Sabes lo que
decía? Que estar allí era peor que permanecer en el
infierno...
—Pero, dime, Hugo, ¿cómo te las arreglas para...? —
insistió Stella—, Me tienes desconcertada.
—Ahora le toca a tu marido —repuso Hugo por toda
respuesta.
—Sí, sí —asintió Stella.
La verdad es que le inspiraban pavor, espanto, los
instintos criminales de Hugo.
Y también, todo hay que decirlo, los suyos propios.
Sin embargo, ya era tarde para retroceder.
27. 566
—¡Maldita sea! —aulló—. ¡Son falsos! Unos duplicados
de los originales...
Volviéndose, miró con odio a Bruckner. El ladrón,
tendido sobre la mesa, con el vientre abierto, lleno de
sangre por todas partes, respiraba entrecortada y
rápidamente.
En aquel instante, el ladrón empezó a recobrar el
conocimiento. Los efectos del anestésico se disipaban
con rapidez.
Bruckner notó un terrible dolor en el vientre. Durante
unos segundos, permaneció aturdido, sintiendo que el
dolor le crecía como si le hubiesen encendido una
hoguera en el estómago y la avivasen con un fuelle.
Por un instante, alzó un poco la cabeza y miró hacia el
origen del dolor. Entonces se vio la espantosa herida del
estómago, vio la sangre que continuaba fluyendo a ambos
lados de su cuerpo, y lanzó un horripilante alarido.
Aquel grito, sin embargo, se apagó muy pronto. La visión
de su cuerpo había provocado un brutal shock, lo que,
unido a la pérdida de sangre, hizo que Bruckner se
desmayara en el acto.
28. 567
Esos niños me asustan. Me asustan mucho, la verdad.
Era el amanecer. La nieve continuaba cayendo
copiosamente, como un velo blanco y ominoso, que hacía
crecer y crecer el nivel de la blanca alfombra exterior.
—Son encantadores —suspiró la mujer que actuaba
como ama de llaves, cocinera y un sinfín de labores
domésticas más—. Pero estoy de acuerdo con usted. A
veces me digo que son demasiado listos, demasiado
observadores. Y muy callados. No parecen niños
normales. Apenas juegan. Apenas corren y escandalizan.
Eso no es normal, pero no creo que tenga que sentir
miedo de ellos, señorita Munro.
—¿Qué decía de sus hábitos el señor Steele? ¿No les
enseñó a actuar y jugar como niños? A veces parecen
demasiado adultos para su edad. Y odian a los verdaderos
adultos de un modo visceral, inquietante…
29. 568
Se estremeció ahora al reconocer la voz de Geraldine, su
hermana gemela, que con voz crispada y desesperación
en el acento estaba llamando a su... padre.
A Marcel Renaud... que había muerto y fuera enterrado
hacia seis meses.
—¡PAPA...! ¡Respóndeme, maldita sea! ¡Estoy segura de
que puedes oírme! ¡PAPA! ¿Qué pretendes con tu
silencio? ¿Castigarme? ¿Torturarme? ¡Que Satán te
confunda para siempre en las tinieblas del más allá si es
eso lo que pretendes! Papá... ¿es que no puedes
comprender que he tenido que esperar hasta ahora para
sacarte, para liberar tu cuerpo pútrido? De haberlo hecho
antes podía haber despertado sospechas. Mi actitud
podría haber sembrado... Lo entiendes, ¿verdad?
Charlotte Renaud, con la oreja pegada al tabique que
separaba su habitación de la de Geraldine tuvo la
sensación de que el estómago le subía hasta la boca. Fue
una arcada brutal a la que siguió una imperiosa necesidad
de vómito.... ¿Para sacarte, para liberar tu cuerpo
pútrido?
30. 569
—¿Quién eres?
—Me llamo Trevor, barón Ramsey —respondió
el joven, inclinando respetuosamente la cabeza
—. He heredado este castillo. En uno de los
libros que encontré aquí, leí que unas gotas de
sangre de una muchacha virgen podían
devolveros la vida, barón. Confieso que en
principio no lo creí posible, pero pronto me
asaltó el deseo de comprobar si eso era cierto o
no. Traje al castillo a una amiga mía, todavía
virgen, y conseguí su sangre. Y dio resultado,
barón Ramsey. A los pocos segundos de haber
derramado su sangre sobre vuestros restos
mortales, volvisteis a la vida, barón.
31. 570
En aquel preciso instante una de las llamaradas la atacó,
como poseedora de vida propia, y la empujó por la espada.
Dahlia cayó de bruces y la desesperada ansia de sexualidad
comenzó a ser satisfecha, con tal violencia que gritó y gritó
de dolor mientras sus dedos se hundían en la ceniza
encendida.
Estaba siendo poseída por una violenta llama que se
introducía en su cuerpo y la sacudía con inusitada violencia
mientras se producía un gran fragor dentro del horno.
Increíblemente para ella misma, dentro del gran dolor y terror
que sentía, llegó al máximo placer en un violento orgasmo.
—Te odio, te odio, te odio... —gimió Dahlia, tumbada boca
abajo, sin quemarse en medio del fuego.
El fragor aumentó y su cuerpo fue elevado en el aire. Chocó
contra el techo curvo y del techo fue a caer de nuevo al suelo
y luego contra las paredes, como si se hallara atrapada por un
tornado que la succionaba y enviaba de un lado para otro,
golpeándose contra techo, suelo, paredes. La sangre comenzó
a manar por su boca, por sus oídos, hasta que cayó
desplomada, con los ojos abiertos. Y en ellos podía verse
algo fantástico, como si acabara de hacer la fotografía de un
horrible rostro hecho de fuego…