Esteban y Guillermo discuten sobre si el entorno o el individuo es más determinante para el bienestar de las personas. Esteban argumenta que los sujetos construyen su entorno social y que los cambios deben partir de lo individual. Guillermo sostiene que modificar los entornos para hacerlos más justos puede conducir a sujetos también más justos. Ambos reconocen la importancia de escucharse mutuamente para conocer mejor sus propias posturas.
Esteban y Guillermo, el asunto del bienestar como decreto
1. Semanas 79 y 80 Psicotidianidades Enero 22y 29, 2015
Juan José Ricárdez López juanjose.ricardez@live.com.mx
Psicólogo clínico 044951-1009730
“Me cuesta mucho hablar con las personas que no se soportan a sí mismas”, comentaba
Esteban a Guillermo, como queriendo resumir todo lo que antes le había dicho. “¿Cómo
es eso de que alguien podría no soportarse a sí mismo?”, replicó Guillermo; “todo el
mundo carga consigo a todos lados, y si no ha de gustarse, es un hecho que ha de
soportarse porque no hay opción con eso”. “Uno mismo puede gustarse o no; también uno
mismo puede soportarse o no: el hecho de estar siempre contigo no quiere decir que te
soportes Guillermo; la diferencia es que, en cuanto a ti mismo, si tú no te gustas no
puedes separarte de ti, y entonces actúas como si no te importaran los demás. Si no te
soportas, haces lo posible porque los demás no te soporten”. Guillermo; algunos años
más joven que Esteban, escuchaba fascinado a su amigo, como todas las mañanas
desde que coincidieron en aquella clínica de reclusión para pacientes psiquiátricos.
“Sigo sin entender por completo lo que dices. Pienso que todas las personas, de uno u
otro modo, luchan todos los días por alcanzar su felicidad. Si lo consiguen o no es otra
cosa. Si son conscientes de éllo o no también es otro asunto. La cuestión es que no
imagino a un organismo que tenga, simultáneamente, la facultad de luchar por su felicidad
y la de hacerse insoportable frente a sí mismo. Si algo impide a un sujeto ser feliz es el
medio.” “¿El medio?”, interrumpió Esteban; “sí”, respondió Guillermo de inmediato como
no queriendo que se le escapara una gran idea, “es un hecho que todas las personas
luchan por su felicidad en cada momento, en cada paso; pero la lucha nunca es garantía
de éxito, sino de aproximación al objetivo. Para ser felices, las personas requieren que su
entorno les provea la posibilidad de serlo: un ecosistema que les permita vivir,
condiciones sociales justas, un empleo que les dé la posibilidad de sobrevivir y consumir a
su gusto, leyes que garanticen su salud, seguridad y educación, etcétera. Si el medio no
cuenta con las condiciones necesarias, las personas no pueden ser felices. Pero en este
trayecto, uno ha de soportarse a sí mismo y no hay de otra. La pugna es con el entorno”.
Guillermo pensaba que le había sobrado tiempo en su réplica, pero se notaba a gusto con
su explicación. Esteban, por su parte, miraba reflexivo a su amigo. Le miraba la mirada y
pensó en cuánto le gustaba ver tanta seguridad en los alegatos de su amigo. Como
interrumpiendo su admiración por él, y más movido por no permitir que Guillermo
continuara, respondió: “lo que dices ahora viene un poco de lo que yo te he dicho. El ser
humano no es lanzado a su entorno para vivir en él sin poder modificarlo. Es más ¿qué
lugar permanece idéntico si por ahí ha pasado el hombre? Pienso como tú que el
verdadero empuje del ser humano es la búsqueda de la felicidad, y que el entorno
participa importantemente en éllo; pero no creo que sea determinante y ni siquiera lo más
importante. Si el entorno es injusto, si los empleos son mal pagados, si las leyes
defienden delincuentes, si el dinero no alcanza ni para sobrevivir, no hay que pensar esto,
simplemente, como algo desfavorable que al ser humano le ha tocado vivir, sino como la
construcción social de sujetos que, seguramente, en lo íntimo, son tan insoportables a sí
mismos, que se valen del poder de sus puestos, o de la influencia de sus dotes, para
buscar que los demás tampoco se soporten, ni a sí mismos ni entre ellos.” Guillermo
miraba la elegante barba blanca de su amigo mientras hablaba. Le alegraba verlo tan
lúcido después de la dura semana que había tenido. Esteban era adicto al cigarro y todos
en la clínica sabían que estaba cerca porque su aroma a cigarro lo anunciaba. Esteban
continuó: “las sociedades están hechas de personas; si algo ha de hacerse para mejorar,
es partir del elemento básico, de lo individual. Nuestra época no amerita revoluciones
violentas y ostentosas; las revoluciones que hoy necesitamos son las que se hacen a
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diario, desde distintas trincheras. Por eso los movimientos sociales de nuestro siglo
siempre fracasan: porque la masa es muy grande, y sobre todo muy difícil de conducir. No
hay un solo fin. Un movimiento social fracasará mientras surja de la ilusión de que un
mismo fin le hará bien a todos.” Guillermo recordó que Esteban ya había usado ese
argumento en una plática anterior, así que se apresuró a revirar con el mismo argumento
que empleó aquella vez: “pero las sociedades, los sistemas, consumen al ser humano; lo
determinan, le dicen qué equipo de fútbol admirar y hasta cuáles son las causas justas. El
trabajo individual de la moral tiende a la dispersión. En cambio si se modifican entornos, si
se les vuelve justos, o si se les derroca cuando son injustos (como en las revoluciones
latinoamericanas del siglo pasado), los sujetos que de ellas surjan serán, a su vez, más
justos; pero no por decisión personal, sino porque no habrá otro modo de operar. Quizás
no es la idea más romántica, pero lo cierto es que para mejorar a las personas hay que
mejorar su entorno.” Esteban interrumpió: “coincido contigo en que no es romántica tu
propuesta, es más bien nostálgica.” Un poco molesto, Guillermo continuó: “un cambio
individual no tendrá gran repercusión, y en todo caso, siempre es preferible el bienestar
colectivo, aunque con ello se sacrifique el de algunos individuos.” “No creo en las
democracias”, interrumpió Esteban, “yo tampoco”, respondió inmediatamente Guillermo y
concluyó más serio: “pero sin duda son el sistema que menores falencias ha mostrado”. A
Esteban le incomodaba que su amigo se pusiera serio porque se sentía obligado a
adoptar el mismo tono. Si bien su voz grave hacía retumbar aquella hacienda adecuada
para alojar pacientes con algún diagnóstico psiquiátrico, y cuyas familias podían costear
los seis mil pesos semanales por dicho internamiento, su tono en los debates siempre era
amable y risueño, incluso cuando se trataba de temas espinosos. “¿Pero quién determina
qué es lo justo y lo benéfico para todos? En el marco que propones, quien tiene la última
palabra siempre es el otro. Un niño llega a un sistema en el que las respuestas están
dadas: ya se sabe qué es bueno y qué no, ya se sabe qué es legal y qué no, ya se sabe
qué es salud y qué locura. Pero, si una persona no concuerda con lo tradicional, ¿es justo
diagnosticarlo como delincuente o loco? Los preceptos de una sociedad surgen de una
persona, y se extienden a través de la familia y la sociedad hasta que se arraigan sin
cuestionamientos (o aún cuestionándolos, da igual).” Guillermo interrumpió: “por eso
actualmente, la intervención social no se basa en la enfermedad, sino en procurar el
bienestar a las sociedades partiendo, obviamente, del bienestar de sus elementos.”
Esteban continuó: “lo de menos es si se busca erradicar el mal o implementar el bien, lo
que estoy intentando decir es que, mientras el bien y el mal estén determinados por el
otro; es decir, mientras sea alguien más quien me diga que estoy bien o que estoy mal,
que estoy sano o enfermo, la originalidad humana está en peligro. Prefiero, en cambio,
que alguien sea un patán pero que esté dispuesto a asumir las consecuencias sociales y
legales de serlo. Que al loco se le encierre por delincuente, pero no por loco.” Guillermo
miró conmovido a su amigo. Pensó en ese momento en que, quizás, escuchar al otro es
indispensable para conocer mejor los fundamentos propios. Esteban miraba a la piscina
mientras Guillermo lo miraba a él. Guillermo rompió el silencio y dijo: “no sé bien de qué
entorno has surgido, pero seguro aquel lugar es cuna de grandes hombres”. Esteban
respondió: “yo celebro que transgredas a tu entorno, aun cuando aquel también fuera
cuna de grandes hombres”. Ambos se levantaron de la banca, estrecharon la mano e
intercambiaron sonrisas; y mientras uno se colocaba su bata blanca, al otro lo acompañó
una enfermera para que tomara su medicamento.