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ARTICUENTOS
(1956-1963)
Manuel San Martín
Edición:
Julio Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
ÍNDICE
INTROITO
Manuel San Martín, el charro sombrío (Julio Tamayo)…………………………..5
ENTREVISTAS
Del Arco (La Vanguardia, 10-04-1957)……………………………………..……7
Del Arco (La Vanguardia, 16-05-1963)…………………………………..………9
ARTÍCULOS
Futbolocracia………………………………………………………………...….13
Arena movediza……………………………………………………………...….15
Marx y la pachanga……………………………………………………………...17
Cierta pequeña música………………………………………………….……….19
El retorno de los intelectuales…………………………………………………...21
El canciller y los fantasmas……………………………………………………..23
América bajo tierra…………………………………………………………..….25
US-40 tramo en mal estado…………………………………………….………..29
Rembrandt, en Nueva York………………………………………………..…….33
Don Miguel…………………………………………………………………..….35
Néctar «On The Rocks»……………………………………………………..…..37
Un jesuíta en la brecha…………………………………………………………..39
El gemido del Yeti…………………………………………………………….....41
Un forastero en Washington……………………………………………………..43
I…………………………………………………………………………..…..43
II……………………………………………………………………………...47
III………………………………………………………………………….....49
IV…………………………………………………………………………….53
V……………………………………………...………………………….…..57
Réquiem por un ganapán………………………………………………………..61
Para el diestro Jean Cau: Pitos y algunas palmas……………………....……….65
El cura de los fideos……………………………………………………………..69
El estrabismo de “Look”…………………………………………………….…..73
Las palabras de Gettysburg……………………………………………..……….75
Colón en el Oeste…………………………………………………………….….77
Carta a un periodista español..………………………………………………......79
4
La doctrina de un McNamara y un mal consejo de Hugh Thomas………...……81
Misterios anglosajones…………………………………………………………..85
Tolerancia………………………………………………………………………..89
El rendez-vous de Cupido.....................................................................................91
El Canal pita y Nasser paga..................................................................................95
Mínimas................................................................................................................97
CUENTOS
La noticia…………………………………………………………...…...……..101
El Boyero mudo………………………………………………………………..109
Barriguita……………………………………………………………………....115
Saber perder………………………………………………………………...….129
Un cóctel color malva………………………………………………..………...135
Payaso alegre…………………………………………………………………..145
Solo de trompeta……………………………………………………………….151
Más allá de los Altos Hornos…………………………………………………..155
El talud……………………………………………………………………...….163
Iceberg………………………………………………………….……………...171
El Insolente………………………………………………………………….....181
Don Blas, que en paz descanse……………………………………………..….201
Muchos años y muchos enemigos………………………………………….….205
El móvil……………………………………………………………………......217
Mi último encuentro con Cristo……………….…………………………..…...227
La peor hora…………………………………….……………………………...235
Salud y otros misterios…………………………………………………….…...239
Mi cárcel no es de este mundo………………………………………….……...245
AUTOBIOGRAFÍA
Mi vida, en una carta...........................................................................................257
5
MANUEL SAN MARTÍN, el charro sombrío
En cualquier país del mundo, la muerte prematura de un artista conlleva que
su nombre permanezca para siempre en el inconsciente colectivo, que se lo digan
al club de los 27, Robert Johnson, Janis Joplin, Amy Winehouse, Jimi Hendrix,
Jim Morrison, Kurt Cobain, Brian Jones, etc. En España no, salvo Lorca, muerto
en trágicas circunstancias, vamos fusilado, convertido en símbolo de la represión
franquista, y quizá en menor medida Cecilia, Nino Bravo, Larra o Bécquer, ni la
muerte en plena juventud te garantiza un cierto conocimiento, cariño. Y no será
por falta de candidatos, el escritor charro (el cuento “El boyero mudo” está
localizado en su pueblo de nacimiento, el personaje principal de “El insolente” se
llama Taramona (el desaparecido cine-bar), y su primera novela “La luz pesa”
casi íntegramente en Salamanca capital, “matrona medieval”, en concreto salen
las Carmelitas, las Salesas, las Úrsulas, las Agustinas, la avenida Torres
Villarroel, la Clerecía, el cementerio, la tumba de Unamuno, los almacenes Jesús
Rodríguez, el Ayuntamiento, la calle del Prior, la Alamedilla, la puerta del
Carmen, el barrio Chino, “El barrio pecador de Salamanca está rodeado de
conventos”, la avenida de Alemania, la Estación, la calle de La Palma, “una de
las calles más largas, más míseras y peor afamadas de la ciudad”, y la
Universidad, más el trágico final en Carbajosa de la Sagrada, además de varios
artículos en “Pueblo” en los que habla de Salamanca), conocido de Unamuno,
Manuel San (realmente Sánchez) Martín (Carbajosa de la Sagrada, Salamanca,
1930 - Andorra, 12 de junio de 1963), la espoleta de la corriente “metafísica” en
la literatura española, con 32 años. Alguien con una biografía digna de un escritor
americano de culto. Seminarista con los Jesuítas (de los 10 a los 19 años, Colegio
de Calatrava, Carrión de los Condes, Colegio de San Estanislao de Salamanca),
donde estudia el equivalente a Filosofía y Letras, viajero-vagabundo por Europa
realizando toda clase de trabajos, legionario en los Tercios en África durante 3
años, administrador de carreteras en construcción en Andorra, emigrante, 2 años,
en los Estados Unidos, Spivak, Colorado (desde donde escribe artículos para el
diario madrileño Pueblo entre junio de 1961 y marzo de 1963), casado con una
escritora americana, y de nuevo de visita familiar en Andorra (después pensaba
asumir la corresponsalía de Cuba para “Pueblo”), donde muere repentinamente
de un edema pulmonar, padecía tuberculosis.
6
La Cate en la portada de su primera novela
A pesar de conseguir casi todos los grandes premios de la época: Premio
Leopoldo Alas al mejor cuento de 1956 por “El payaso alegre”, Premio Sésamo
de novela corta de 1957 por “La noticia”, finalista del Premio Planeta de 1960
con la novela “El borrador”, libro fundacional de la corriente denominada
“realismo total”, que trataba de trascender el mero costumbrismo de la época,
Premio Leopoldo Alas de 1963 por la recopilación de cuentos “El insolente”, y
ya de manera póstuma en 1964 el Premio Selecciones de Lengua Española de
Plaza y Janés con su primera novela “La luz pesa”, su nombre no figura en la
historia de la literatura española, y ninguno de sus libros ha sido reeditado desde
los años 60, siendo casi imposible hasta leerlos en bibliotecas o conseguirlos en
librerías de viejo. ¿El motivo de este desdén, ninguneo? Ni idea, desde luego el
problema no es literario (el crítico literario Darío Villanueva le compara con
Joyce, Gide o Huxley), basta con leer un párrafo suyo, “Se puede ser algo y no
ejercerlo. Mi abuelo era abogado y no ejercía. Pío Baroja era médico y no
ejercía. Yo soy escritor, si bien no ejerzo. No lo soy socialmente, digamos. Pero
en mi fuero íntimo lo soy. Obro como escritor, pienso como escritor, tengo
conciencia de escritor, incluso escribo, a veces escribo. Aunque sólo en borrador.
Eso es lo que soy exactamente: un escritor en borrador. Otros escriben cuentos y
monografías. Yo escribo en borradores, me he especializado en borradores.”,
para darse cuenta de que nos encontramos ante un escritor de raza, ante un letra
herido, ante un insolente, con tendencia al fatalismo, a la oscuridad, al humor
negro, como buen castellano. Sinceramente no sé a qué esperáis para leerlo.
"Manuel San Martín metía el resquemor de la rebeldía en una cobertura
intelectual y vitalista." Florencio Martínez Ruiz
7
MANO A MANO
MANUEL SAN MARTÍN
El último concurso literario ha descubierto un nombre. La noticia escueta ha
sido esta: Ha ganado el “Premio Sésamo de cuentos» el vecino de Andorra
Manuel San Martín.
Pero tras «el vecino de Andorra» hay mucho mundo, como se verá...
—Soy de Salamanca —declara— y conocí a Unamuno.
—¿Formación literaria?
—Humanidades clásicas, con los jesuítas.
—¿Seminarista ?
—Cinco años; entré a los diez.
—¿A los diez, por vocación?
—Yo creo que a esa edad no se tiene razón para entrar en ningún sitio; estuve
hasta los quince en el Seminario menor de Salamanca, de ahí pasé al Colegio de
Carrión de los Condes, de los padres jesuítas, y de aquí al Colegio de San
Estanislao de Salamanca, donde hice los estudios retóricos y clásicos, que vienen
a ser equivalentes a filosofía y letras, y, a los dieciocho años, lo dejé.
—¿A los quince aspirante a jesuíta y a los dieciocho al mundo?
—Por un afán mal entendido de superación, en cuyo afán, posiblemente, a
juzgar por las consecuencias, no intervino una vocación real.
—Ya estamos en el mundo. ¿Qué hace este hombre a esa edad?
—Abandono los estudios regulares y me dedico a una especie de vagabundaje.
—¿Sin encontrar un camino?
8
—Sin encontrarlo, inmediatamente, en lo exterior; pero con un claro camino
interior.
—¿De qué vive?
—De casi todo; luego voy al Tercio.
—¿Huyendo?
—No huía de nada, buscaba algo.
—¿Remordimiento?
—No fue una solución expiatoria, sino una ambición desinteresada, tal vez con
un anhelo inconsciente de compensación.
—¿Cuánto tiempo en el Tercio?
—Tres, años.
—¿Útiles?
—Utilísimos; hay dos cosas de las que no me arrepiento nunca: haber sido
religioso y legionario.
—¿Buen temple?
—Tal vez excesivo.
—Y ahora ¿dónde estamos?
—Geográficamente, en Andorra: altura y soledad; espiritualmente, lo mismo:
altura y soledad.
—¿Aspiración inmediata?
—Escritor, pero como medio.
—¿Adónde va?
—A dar una razón de ser a mi vida.
—¿Pesa lo pasado?
—Me pesa no en el sentido de arrepentimiento, sino de responsabilidad,
—¿Hay mucha vida por delante?
—Toda.
—¿No se ha hecho nada todavía?
—Creo que he empezado.
—¿Es un refugio la literatura?
—No me he refugiado en lo literario; escribir, para mí, es una función vital.
—Esa intimidad ¿no está pidiendo una novela?
—La escribo, en todo lo que escribo, sin querer.
—¿Ambición?
—Mi paz.
—¿Ni en Andorra?
—La de mi circunstancia, sí; la de yo, está en juego.
Él sabrá.
Del Arco – La Vanguardia – 10 de abril de 1957
9
MANO A MANO
MANUEL SAN MARTÍN
Manuel San Martín ha venido a cobrar su premio "Leopoldo Alas, de Cuentos,
1963". Viene de Norteamérica. La vida de este hombre es densa; ocho años
vistiendo la sotana de jesuíta, después llevó durante tres años el uniforme de la
Legión, en África, más tarde se ocultó en un rincón de los Pirineos, en Andorra.
Ahí se encontró a sí mismo; lee, lee, lee y acaba escribiendo "La noticia", premio
"Sésamo 1957". Aquí nace el escritor. A partir de entonces su nombre aparece
con frecuencia y es finalista en el "Planeta 1960". Se ha casado con una joven y
bonita escritora norteamericana y con ella se va.
—¿Vuelves solo?
—Si y a respirar aire natural, porque allá el poco que hay es acondicionado.
Ella esperará mi llamada, o mi regreso.
—¿No te convenció aquello?
—No me decepcionó, porque iba muy predispuesto contra la manera de vivir
del norteamericano; pero como la mayor parte de mi vida se desarrolla a solas,
casi me es indiferente el sitio y el ambiente en que me encuentro y esta soledad
en que dejan al escritor, o al artista en Norteamérica es propicia a la creación.
—¿Has vivido de la pluma?
—No completamente; tanto mi mujer como yo hemos tenido que recurrir a
trabajos ajenos a la literatura.
—¿Aquello está difícil?
—Para un escritor no americano, naturalmente.
—¿El lector aquél es diferente al español?
10
—Yo creo que en un pueblo de casi doscientos millones de habitantes se tiene
que encontrar una minoría más amplia que en un pueblo de treinta millones. En
cuanto al lector, a la enorme masa de consumidores de "Best-sellers", por el
momento, no me interesan. El norteamericano lee lo que otros leen. Su norma
para adquirir un libro es la lista de mejores ventas aparecida en la revista "Time",
o en cualquier otra publicación de esa índole.
—¿Vuelves con las manos en los bolsillos?
—Tampoco fui a América con intención de hacer fortuna; desde luego vuelvo
con los bolsillos vacíos de dinero, pero llenos de una nueva e incomparable
experiencia.
—¿A qué obedecen estos cambios tan bruscos en tu vida?
—Yo no creo haber puesto mucha voluntad en estos cambios, es una cosa que
ha venido rodada y que sigue rodando; yo me limité a estar completamente
disponible. No tengo raíces, ni estoy atado a nada, más que a mí mismo.
—¿Aquellos años de claustro no imprimieron carácter?
—Naturalmente dejaron una huella que persiste, pero no determina
exclusivamente mi vida, ni mi obra.
—¿Puedo preguntarte, al cabo del tiempo, por qué dejaste aquello?
—Hay una razón negativa y es que, a mi juicio, entré por otras voluntades y sin
lo que llaman vocación.
—¿Tu vocación verdad, cuál es?
—De momento no sé si tengo alguna, aparte de escribir.
—¿Eres un escéptico?
—Quizá.
—¿No crees en nada, ni en nadie?
—Cada vez voy creyendo menos cosas y en menos gentes.
—¿Dudas de ti mismo?
—Eso, no.
—¿Tienes lo que te mereces?
—Lo que me merezco como castigo, tal vez, sí.
—¿Te dejas llevar por cualquier vendaval?
—Sólo por les que yo elijo.
—¿Eres consciente de tus disparates?
—Cada vez más, sin que esto signifique que deje de hacerlos.
—¿El próximo?
—Aquí lo espero.
—Que no te espere tu mujer…
Del Arco – La Vanguardia – 16 de mayo de 1963
11
ARTÍCULOS
12
13
FUTBOLOCRACIA
Ya casi da vergüenza y asco hablar de la generación del 98; pero es que no
puede uno menos de recurrir a ella o de remontarse a través de ella hasta el
prodigioso Larra, aunque sólo sea para convencerse de que nuestro mal es hondo
y antiguo y, en consecuencia, consolarse un poco o desesperarse un poco más.
Cierto que la alienación nacional, la aberración masiva, la tumultuosa
desviación hacia lo superfluo, hacia lo fútil, con menoscabo de lo principal,
nunca se ha visto tan favorecida por las circunstancias, los formidables medios de
difusión y comunicación; pero esos mismos medios favorecerían como nunca el
fomento de la seriedad patriótica, el planteamiento de los problemas esenciales,
la jerarquización racional de los valores, el avance de la cultura y del amor a las
cosas del espíritu, la invitación a una vasta y rotunda toma de conciencia.
Sociólogos eminentes, aunque pesados, y psiquiatras propensos a la literatura,
deberían, entre dos homenajes, analizar concienzudamente ese fenómeno que a
nosotros ya casi nos parece natural: la preponderancia del fútbol en la sociedad
española de 1961, el año en que otras sociedades inauguraban el espacio exterior
con cosmonautas peor retribuidos que ciertos futbolistas españoles.
Siempre recordaré la pregunta de aquel estudiante alemán al enterarse del
sueldo fabuloso de un futbolista español:
—Entonces ¿cuánto gana en España un profesor de universidad?
Confesemos que ese desquiciamiento de valores no es tan inofensivo como
nos empeñamos en creer.
Lejos de mí la idea de criticar la afición individual al fútbol, ni más ni menos
perjudicial que otra cualquiera y compatible, en muchísimos casos con una gran
cultura y con un espíritu selecto. Sin esforzarme en recordar, me acuden los
nombres de J. M. Cossío, de F. C. Sáinz de Robles. En Barcelona conocí médicos
insignes, prestigiosos ateneístas y escritores fanáticos del fútbol; y ese estupendo
tipo de burgués catalán, coleccionista, dilettanti, melómano, liceísta, tirando a
Mecenas, buen lector, fácil viajero, liberal, «bon vivant», «bonne fourchette»,
experto en París, conocedor de Europa y al mismo tiempo aficionado al fútbol y
celoso supporter de algún equipo barcelonés. Hay comentaristas de fútbol cuyos
escritos revelan talento, cultura y agudeza, y merecen ser leídos tanto por los
aficionados al fútbol como por los aficionados al buen periodismo. Todos estos
señores comprenderán que mi lamentación no va con ellos. Lo lamentable es la
superfetación plebiscitaria y monstruosa de un elemento de ocio y de diversión.
Los psicosociólogos se apresurarán a descubrir «transferencias» saludables,
«defoulements», acción catártica preventiva de trastornos más serios. Pero
alguno tendría que atreverse a discernir la relación que pueda haber entre nuestra
superioridad en los campos de fútbol y nuestra inferioridad en otros campos; si
hay una relación intrínseca o si es pura coincidencia; y, en este caso, hasta qué
punto lo primero es aceptable como desquite de lo segundo o perjudicial como
pseudo-desquite, productivo de una satisfacción infundada y anquilosadora.
14
Discernir también hasta qué punto éste futbolismo desmesurado, al purgar a las
masas, no las intoxica; y al curarlas de malos pensamientos no las priva de todo
pensamiento.
No hace mucho escuché en un autobús la conversación de dos viajeros de
aspecto modesto y laborioso:
—Al Madrid le interesa —decía uno—que el Valladolid siga en primera.
Valladolid está a doscientos kilómetros. Los desplazamientos son sencillísimos y
cada vez que el Madrid juega en el Zorrilla se descuelga toda la «hinchada»
madrileña. Hay clubs que con sólo la afición local llenan los campos. Tienes,
por ejemplo, el Bilbao. La última vez que el Madrid jugó en San Mamés se
pidieron mil entradas para la afición de aquí y no se consiguieron.
Y así fueron sutilizando durante todo el trayecto, con un lujo de detalles y de
matices, una precisión de cifras, un dominio de la política y de la economía
secreta del fútbol que me dejaron estupefacto. Entonces se me ocurrió el vocablo
«futbolocracia».
Millares de oficinistas y de obreros saben la cantidad exacta de espectadores
que caben en el estadio de Zaragoza y conocen el grupo sanguíneo del interior
izquierda del Elche. ¿Sabrán el año exacto en que se desarrollaron los Sitios de
Zaragoza? ¿Tendrán noticia de la Dama de Elche?
La hermosa Dama que el mundo nos envidia está curada de espantos; ¡ha visto
tantas cosas desde su solío de milenios! Pero nuestro tiempo es breve, y lo
sentimos. Aquello de que «el vulgo es necio, y pues que paga, etcétera», siempre
nos pareció gracioso, pero inaceptable. El gran argumento de los futbolócratas es
que el público pide fútbol. El público pide lo que se le da. Si por algún punto ha
de romperse el círculo vicioso, parece lógico que sea por nuestro punto
consciente y director.
Pero no contamos con eso. Sabemos que la futbolocracia sólo tiene un
remedio, indudablemente peor que el mismo mal. De aquí nuestro desaliento y
nuestras manos muertas sobre el teclado de la máquina.
Pueblo – 6 de junio de 1961
15
ARENA MOVEDIZA
DÍAS atrás, la B.B.C. de Londres ofreció a sus oyentes la primera audición de
una pieza de música moderna titulada “Móvil para percusión”, original del hasta
entonces desconocido compositor polaco Piotr Zae, un joven músico de veintidós
años. Numerosos oyentes adictos a la música de antes de la guerra
aguantaron el chaparrón de disonancias y de temeridades, sacrificando su oído a
la curiosidad y al prurito de estar al corriente. Algunos, más sensibles, antes de
enloquecer, giraron el botón. Los amantes de la música concreta acercaron la
oreja al raudal dodecafónico, pero no tardaron en retirarla saturada de atonalismo
ensordecedor.
Siguieron escuchando a prudente distancia. Desde luego, el polaco era un
suicida. Boulez, a su lado, era Mozart. La "Intolleranza 1960", de Luigi Nono,
que provocó un escándalo en el último festival de Venecia, era un villancico
monjil al lado de aquel tremendo “Móvil para percusión”. Algún especialista
pudo captar remotas influencias de Wéber, tal vez de Varese, pero en conjunto se
podía decir que el joven músico polaco era estruendosamente original y
decididamente interesante. El crítico musical del “Times” admitió una
“impresionante riqueza de sonidos”. En los estudios de la B.B.C. empezaron
a recibirse cartas pidiendo más detalles sobre el compositor, interesándose por la
partitura, etc. Entonces, los encargados de la división de música no tuvieron más
remedio que confesar la verdad. Los locutores Hans Keller y Susan Bradshaw
habían pedido permiso para dar una broma a sus oyentes. El compositor polaco
era un mito: lo habían inventado ellos, y la música la habían compuesto y
ejecutado, ellos golpeando al azar todos los instrumentos que habían podido
reunir en el estudio.
Un bromazo. Pero con mucha miga.
La feroz actitud del hombre de la calle ante ciertas obras de arte
contemporáneas procede casi siempre del oscuro temor de que le estén tomando
el pelo. Un comentario típico en el hall de la U.N.E.S.C.O., ante el gigantesco
Picasso que lo preside, puede ser el de aquel francés de provincias que lo estaba
mirando al mismo tiempo que yo: “Quelle blague!” Mi acompañante, una
persona culta, tampoco se vio libre de la angustiosa sospecha: “¿Quieres decir
que el viejo fauno no ha aprovechado la formidable ocasión que se le presentaba
de chotearse de la Humanidad?” En realidad, con Picasso no hay problema. Si
alguien tiene derecho a suscitar esa angustiosa duda es él. Todo hombre honrado
puede quedar perplejo o indignarse ante alguno de sus cuadros. Pero cualquier
ser humano ante quien se despliegue la inmensa aventura de Picasso a través de
los tiempos coincidirá conmigo en que con Picasso no hay problema. El
verdadero problema lo plantean los genios hipotéticos que se ponen a hacer anti-
pintura, anti-música o anti-teatro, sin haber demostrado, ni estar en disposición
de demostrar, que pueden hacer pintura, música o teatro. Ante un genio de esta
índole, la duda es plausible y la indignación es disculpable. Todavía queda gente
que cree que el mejor modo de hacer anti-pintura es ponerse a trabajar de
contable o, en último recurso, de albañil. “¿Han pensado alguna vez nuestros
16
anti-pintores —se pregunta el ciudadano mosqueado— la cantidad de actos anti-
pictóricos que ejecuta un albañil al cabo día? Incluso, a veces, actos anti-
pictóricos que parecen verdaderos “actos creativos”, verdaderos Tapies, sin ir
más lejos”...
Vayamos más lejos. Pero con precaución. Tenemos derecho a la precaución.
Tenemos derecho a sospechar que nos están dando una broma. Y de esa
precaución, de esa sospecha, de esa perplejidad, no debe deducirse
necesariamente que somos retrasados mentales. La indignación tampoco
está prohibida. Pero no es peligrosa. A veces se dan casos de agresiones salvajes
a cuadros famosos. La “Venus del Espejo” fue apuñalada en Londres por no sé
qué monstruo resentido. Costó mucho trabajo repararla. Con las obras abstractas
no hay ese peligro. Supongamos que un ciudadano se enfada y clava su navaja en
un cuadro de Millares. Pues muy bien. Contribuiría a la riqueza de la
composición.
A todos nos pareció muy bien; por lo menos, a todos los que no pintamos ni
anti-pintamos, nos pareció muy bien que le dieran a Tapies el primer premio en el
Carnegle International de Pittsburgh en 1958. La cosa premiada estaba hecha de
yeso y arena. Poco después del concurso empezó a desprenderse la arena.
Llamaron a un gran restaurador. “¿Qué quieren que haga yo aquí? —dijo el
restaurador, acostumbrado a reparar Tizzianos y Rembrandts—. Esto más bien
pertenece al gremio de la construcción. ¿Por qué no llaman a un yesero?” Lo
que hicieron fue llamar al artista. El cuadro desapareció de la vista del público.
¿Por qué tanto escrúpulo?, me pregunto yo. ¿Acaso el público iba a notar alguna
rareza eventual en un cuadro tan sorprendente de por sí? Y, de haberlo notado,
bien hubiera podido atribuirla a un propósito deliberado del artista, a un
ingrediente del hecho creativo. Y el público refractario a esa clase de hechos
creativos lo mismo se hubiera enfadado con la arena firme que con la arena
movediza.
Accesoriamente, en Norteamérica, un hecho creativo de esa índole, uno de
esos hechos bien creativos, bien puros, bien desinteresados, puede valer, por
ejemplo, seis mil dólares. Sobre todo si el comprador firma un papel haciendo
cesión póstuma del hecho a alguna institución del Estado. En ese caso el hecho
puede “valer” doce mil dólares, aunque el creador sólo cobre tres mil. El
comprador libera aquella suma de las garras del fisco y, encima, queda como un
mecenas. El artista gana prestigio y aumenta la cotización de sus hechos
creativos. Y todos tan a gusto.
Como ve el lector, en todo esto hay mucha arena movediza y bien hace en
pisar con tiento y en no precipitarse a cubrir sus paredes de “hechos creativos
puros”, aun en el caso de que haya algún creador puro tan modesto que todavía
se cotice en pesetas.
De todas formas, el Museo de Arte Moderno de Nueva York, bastión
inexpugnable de la pintura abstracta, ha distribuido su programa para el
año 1962. Le titula así: “Pintura actual americana: La Figura”.
Ahora bien. ¿Llegaremos a 1962?
Esta simple pregunta expresa todo lo que es verdad, lo que no es broma, en el
arte moderno. Esta simple pregunta justifica la pintura abstracta.
21 de agosto de 1961
17
MARX Y LA PACHANGA
HAROLD Lavine, redactor de “Newsweek”, refiere en un reciente artículo
la respuesta de un diplomático ruso destacado en La Habana a una señora
que le preguntaba si Cuba era un país comunista: “No, señora —respondió el
soviético—. Esto no es comunismo. Esto es pachanga.” No sabemos si el ruso se
refería al nuevo baile de ritmo esquizofrénico, que, si las bombas “H” no lo
impiden, se bailará el próximo invierno en todas las fiestas del mundo, o al
peculiar comportamiento que los naturales de la isla designan con ese vocablo
malsonante y significativo. En todo caso, el ruso tenía algo de razón, no toda,
porque aquello es comunismo, pero un comunismo a la cubana como el arroz con
pollo; un comunismo con pachanga.
Sartre y otros marxistas cerebrales se enternecen ante la pintoresca
exuberancia de ese marxismo tropical. Los marxistas prácticos se aprovechan
y se ríen. En el lujoso “hall” del Balalaika —que así se llama el antiguo Edén
Roe— resuenan las carcajadas de los rusos y de los checos que están forjando la
“libertad” de Cuba. Algunos de ellos son profesores en la Escuela “Patrice
Lumumba” —que así, y no de otro modo, se llama la antigua Escuela
Electromecánica de los Jesuítas de Belén—. Muchos se han traído a sus
mujeres, y, en consecuencia, este verano, al borde de las piscinas elegantes,
prepondera la tendencia a lo voluminoso. Mientras las amas de casa cubanas
vuelven del mercado exasperadas, con las bolsas de la compra desprovistas de lo
más necesario, las esposas de los libertadores toman baños de sol, y si se les
antoja algo no tienen más que dar una palmada y firmar un vale: Castro paga.
De vez en cuando Castro se da cuenta de que la cosa no va del todo bien.
Entonces coge y se va a un estudio de televisión. Quizá en ese momento están
dando un desfile militar en Pekín, pero no importa; los marciales chinos se
quedan con un pie en el aire y aparece Castro dando voces, echándoles la culpa a
los americanos. “¡Los americanos se las dan de buenos! —gritaba el otro
día—. ¡Pero quieren que el pueblo cubano pase hambre!” Y anunció que, por
culpa de los americanos, había que reducir la ración de manteca a medio kilo, y
la de aceite, a medio litro por mes.
En su inspirado libro sobre Cuba dice Sartre que si los Estados Unidos no
existieran, Castro tendría que inventarlos; porque la actitud agresiva de los
Estados Unidos determina la “frescura y originalidad” de la revolución cubana.
El frío Sartre se derritió en el trópico y empezó a divagar.
A Sartre, la verdad sea dicha, le pareció mal lo de Hungría. Pero si Rusia no
hubiera existido, Hungría no hubiera tenido que inventarla, porque los tanques
rusos determinaron la sangre y el horror de la revolución húngara.
Castro puede inventar tranquilamente los Estados Unidos. Toda su política se
reduce a eso: a manejar los Estados Unidos, a blandir los Estados Unidos, tanto
en su demagogia interior como en sus compadreos exteriores.
18
Decía no hace mucho el senador Humphrey que lo que tendrían que hacer los
Estados Unidos es olvidar a Castro, ignorarlo, no tenerlo en cuenta para nada, ni
para bien ni para mal. Tal vez sea la política ideal, pero Castro se
encargará de hacerla irrealizable. Seguirá abusando de su debilidad. En el mundo
llamado libre están de moda los “abusos de debilidad”. Los “abusos de poder” ya
casi no se estilan. En nuestro mundo, los tiranos son los débiles, los
subdesarrollados, los recién nacidos. Uno de los primeros actos conscientes de un
pequeño país recién nacido suele ser insultar a los americanos. Es algo ya casi
rutinario, protocolario, ya no impresiona a nadie, todos sabemos de qué
va; pero los pequeños países no acaban de sentirse soberanos si no dan el
consabido tironcito a las barbas del Tío Sam.
A diferencia de esos otros líderes de pequeños países que dan su tironcito
ocasional y quedan satisfechos, Castro ha hecho de eso su actividad política
constante y sistemática. Ayudado por la geografía, se dedica a abusar de su
impotencia americana. Ese fenómeno, tan corriente en política moderna, de
“impotencia abusiva”, adquiere en Castro manifestaciones tropicales y hace
dudosa la eficacia de la política de desprecio preconizada por el clarividente
senador Humphrey. Castro dará guerra, hará fechorías o, en todo caso, dará
voces. Usará la televisión. Abusará de la televisión. La televisión es el
instrumento principal del régimen. Es la batería que marca el ritmo en esa
grotesca adaptación afrocubana de las rapsodias nórdicas de Marx y de Lenin.
Castro está preocupado porque Rusia puede proporcionarle tanques, pero no
aparatos de televisión. Los tanques le vienen bien, los tanques son muy útiles en
el Caribe, donde tanto abundan las invasiones, pero ¿qué será del porvenir de la
libertad en el hemisferio occidental si, por falta de telerreceptores se queda
sin poder explicarles “El Capital” a los guajiros? La culpa, en todo caso, será de
los americanos. Todos los aparatos de televisión que hay en la isla son de
fabricación americana. Si alguno se avería necesita piezas de repuesto
americanas. Ahora bien: los americanos, agresivamente, han suprimido la
exportación de piezas de repuesto; luego…
Dialéctica pura. La barba es el antifaz de la dialéctica. Un antifaz cada vez
más diáfano, cada vez más simbólico, cada vez más nulo. En realidad, Castro ya
podría afeitarse y no pasaría nada. La misión de su barba ha caducado. Si la
conserva es por puro sentimentalismo ajeno a la realidad e independiente de su
propia evolución humana y política. Es más, en conciencia, tendría que afeitarse.
Su barba se presta a confusiones, se presta a que confundamos este Castro con el
de Sierra Maestra, con el cual no tiene nada en común más que la
barba. Este no es nuestro Castro, que nos lo han cambiado; aquél era un hombre
valiente, que, además de barba, tenía razón. Este es un hombre barbudo que habla
mucho, que ha fusilado mucho y que tiene muy malas amistades. Su barba es un
elemento de mistificación. Tendría que afeitarse.
Pero de afeitarse él se querría afeitar todo el país, y eso crearía un nuevo
problema nacional. Los americanos, agresivamente, han suprimido la
exportación de hojas de afeitar. Castro ha perdido la razón, pero conserva la
barba y el poder. En todo caso, la culpa la tienen los americanos.
21 de septiembre de 1961
19
CIERTA PEQUEÑA MÚSICA
HACE pocas noches, en una granja de Maryland, se hablaba de literatura
española. La dueña de la casa había comprado un libro de cuentos españoles, en
edición bilingüe hispano-inglesa. Una edición didáctica, tirada a centenares de
miles de ejemplares, para uso de los centenares de miles de americanos que
actualmente estudian español. En el libro figuran cuentos de don Juan Manuel, de
Cervantes, de Clarín, de la Pardo Bazán, de Unamuno y de Goytisolo...
—¿Qué le parece a usted? —me preguntaron.
—Me parece muy bien. Pero me choca la inclusión de Goytisolo en un libro
destinado al estudio del castellano. ¿Quién ha hecho esa selección?
—Don Ángel Flores.
—Pues lo menos que se puede decir del señor Flores es que es un hombre que
se precipita.
Me enseñaron el libro. En la cubierta, con satisfacción, leí los nombres de
Borges y de Cela.
—Estos dos, sí —dije—. Estos dos “enseñan” español. Son “clásicos
castellanos”, aunque vivos, como Montherlant y Malraux son clásicos franceses.
Pero Goytisolo...
—What’s the matter with Goytisolo?
—Eso mismo me pregunto yo. Lo que pasa con Goytisolo es muy difícil de
explicar. Vamos a ver qué dice el señor Flores.
“Si Miguel de Unamuno —dice el señor Flores— es fácil de captar, con su
escabroso y, a menudo, abrupto estilo, tan personal y tan apasionadamente
obsesionado por sus problemas existenciales, no es tan fácil definir a Cela o a
Goytisolo, y todavía menos a Borges. Sólo una cosa tienen los tres en común: los
tres escriben extraordinariamente bien.”
—Bien—dije—. Esto es una apreciación muy personal del señor Flores. Ya
resulta chocante el formar terna con esos tres nombres. Es como si dijéramos:
“Camus, Bernanos y Françoise Sagan”, o “Joyce, Dos Passos y Colin Wilson”.
(Si bien la Sagan escribe buen francés y el Wilson buen inglés.) Goytisolo
coincide con Cela y con Borges en que los tres escriben. En eso también
coincide con Shakespeare y con Homero, sobre todo si se tiene en cuenta que
ninguno de estos dos autores cultivaba la prosa castellana…
—Usted exagera —me dijeron.
—Ciertamente, exagero. Pero exagera más el señor Flores. Goytisolo no
escribe ni mejor ni peor que otros escritores españoles, contemporáneos suyos, a
los que “quizá” supera en talento y en fuerza creativa, a los que
“indudablemente” supera en habilidad y en “public relations”.
—Y también en inconformismo —me dijeron.
—Todos los buenos escritores son inconformistas. Pero no todos tienen
amigos en París.
—Entonces, usted reconoce que Goytisolo es un buen escritor.
20
—Sí, señora; es un buen escritor que escribe mal. Y, por consiguiente, no tiene
derecho a figurar en un texto de español, donde no se trata de presentar escritores
con personalidad, sino escritores con estilo, o, al menos, con gramática. ¿Ustedes
han leído su cuento?
—Lo he leído en inglés —dijo la señora—. Desde luego, en inglés queda
pobre. La traducción es mala.
—¿La traducción es mala, dice usted? Pues entonces estamos perdidos.
Goytisolo, bien traducido, es bueno. Su renombre, en gran parte, se debe a eso:
ha tenido un traductor excepcional, M. Coindieau. Una novela de Goytisolo
traducida por Coindreau puede ser una gran novela. Coindreau determina el
ingrediente literario del renombre de Goytisolo. Lo demás es extraliteratura.
—Pero bueno; al fin y al cabo, lo que usted critica es un elemento
perfeccionable. Goytisolo es joven. Puede mejorar su estilo y llegar a ser tan
buen prosista como Borges o como Cela y mejor novelista que ambos.
—Esto último no puedo discutirlo, pero casi me atrevo a asegurarle que
Goytisolo nunca será un modelo de prosa castellana. Es como cuando se
carece de oído musical. Ya se puede tener buena voz. Ya se puede saber solfeo.
Que a la hora de cantar... Goytisolo tiene una voz poderosa; puede estudiar
solfeo, pero difícilmente se puede esperar de él aquella “petite musique” de que
hablaba Celine. La prosa de Goytisolo suena a traducción de algo, a traducción
mala de algo. En cambio, traducido, parece original. Y bien traducido puede
llegar a ser muy bueno.
—Yo creo —dijo alguien— que Goytisolo es expresionista. A un pintor
expresionista no se le van con exigencias de dibujo.
—Es posible. Goytisolo opera con manchas y, desde luego, sabe componer,
pero no sabe dibujar. Tal vez, sin saber dibujar, se puede ser un gran pintor; pero
no se puede ser, de ningún modo, profesor de dibujo. Recuerden que yo no
discuto el valor de Goytisolo. Discuto su inclusión en este libro, destinado a la
enseñanza del castellano.
Abrí el libro y busqué el cuento de Goytisolo. Le titula “La guardia”. Es una
historia cuartelera en primera persona. Una primera persona con galones de
sargento. De sargento expresionista, claro. E inconformista, naturalmente. Un
sargento de Milicias Universitarias.
Leí:
“Al principio creí que bostezaba o sufría un tic o del mal de San Vito, pero al
llevarme la mano a la frente y remusgar la vista, descubrí que tenía los ojos
cerrados y reía con embeleso.”
Lo dejé correr. Devolví el libro a la señora, sin dejar de advertirle que mi
criterio era tan relativo y tan falible como otro cualquiera. Y escuché la pequeña
música de la noche de agosto en el campo de Maryland.
23 de septiembre de 1961
21
EL RETORNO DE LOS INTELECTUALES
BAJO este título que, a mi parecer, no viene al caso —“Le retour des
intellectuels”—, publica “L’Express” el texto de una alocución pronunciada por
Arthur Miller en el banquete literario del “Herald Tribune”.
Ya era hora de que el autor de “La muerte de un viajante” figurase en un
periódico francés por algo ajeno a Marilyn Monroe.
Miller se muestra bastante satisfecho de haber sido invitado, con otros 154
intelectuales de su país, a la toma de posesión del Presidente Kennedy. Dice con
buen humor que no es la primera vez que recibe invitaciones de Washington.
Aunque una de las últimas apenas podía llamarse invitación, la firmaba
MacCarty. Desde entonces, dice que por la fuerza de la costumbre no creía poder
volver a Washington sin su abogado.
La actitud de la nueva administración le permite abrigar cierto optimismo. “Es
posible, dice, que esté cercano el día en que un hombre capaz de pronunciar o de
escribir una frase inglesa completa, no se vea por ese mero hecho apartado del
servicio público.”
Pero no las tiene todas consigo. No acaba de estar seguro de que, con toda su
buena voluntad, los políticos lleguen a ver en el intelectual algo más que un
adorno del Estado o un productor de bombas. Cree, por ejemplo —y esto lo
dice Miller antes del ya casi legendario viaje a África de “Soapy” Williams—
que a ningún encargado de asuntos africanos se le ocurrirá consultar a un
antropólogo para determinar su actitud ante los diferentes disturbios y
amenazas del continente negro. Se pregunta si entre los que se ocupan de
América del Sur habrá alguno capaz de leer y de comprende a fondo la literatura
hispanoamericana, las novelas, las obras de teatro, que suelen expresar mejor que
los periódicos los sentimientos profundos de los pueblos.
“Lo que necesitamos —dice Miller— no es precisamente una aglomeración
de técnicos en Washington ni la llegada de un tropel de artistas y poetas, en
prueba de nuestro amor al arte y a las cosas del espíritu. Lo que necesitamos
es una actitud de espíritu que el intelectual digno de este nombre suele poseer.
Esa actitud consiste en considerar el descubrimiento de la verdad como el más
elevado fin del hombre y en no temer la paradoja y la contradicción, sino por el
contrario, en buscarlas”.
¿Qué entiende Miller por “intelectual”? ¿Qué es un intelectual? —pregunto
yo. Decía Ferrater Mora que esa pregunta era incorrecta; que había que
preguntar: “¿Quiénes son los intelectuales?” Y el mismo Ferrater, una vez
formulada la pregunta a su gusto, la contestaba así: “Pues bien, todos nosotros;
todos los que escribimos artículos, libros, notas bibliográficas, sinfonías o
reportajes; todos los que profesamos en alguna institución reconocida; todos los
que descubrimos un nuevo teorema, una nueva teoría sobre los cromosomas,
un nuevo isótopo del uranio o del hidrógeno; todos los que damos conferencias;
todos los que asistimos a congresos, reuniones, encuentros; todos los que
firmamos manifiestos; todos los que nos negamos a firmarlos; sobre todo, todos
los que nos complacemos en hablar acerca de nosotros mismos, los
intelectuales.’’
22
También puede darse un pudor invencible, una gran repugnancia a generalizar
sobre “nosotros, los intelectuales”, compatible con un gran interés por sus
actividades y problemas. En este caso, uno se limita a opinar, o a no opinar, sobre
hechos o situaciones concretas, procurando elegir de cara al público las más
chocantes o aleccionadoras.
Miller dice que su noción de intelectual no se limita a las personas que leen
muchos libros y no trabajan con las manos. “Yo he conocido obreros —dice—
que considero intelectuales. E “intelectuales” a la deriva por un mar de
ilusiones.”
“Sin embargo —añade— los estudios y la práctica del arte, suelen
proporcionar hábitos reflexivos. Y si en algo hemos fracasado como nación
en los últimos años, es en no haber sabido o en no haber querido interrogarnos
sobre lo que estamos haciendo; sobre lo que realmente estamos haciendo,
en contraste con lo que deseamos hacer.”
Omito deliberadamente todo lo intransferiblemente americano que hay en el
discurso. Pero no quiero prescindir de la anécdota final, aunque dudo mucho que,
al aducirla, mi intención coincida con la de don Arturo Molinero, cuyas
simpatías políticas —definitivamente ajenas a todo “monroísmo”— no son un
misterio para nadie. “A pesar de todo —dice él mismo— el Departamento de
Estado no ha dejado de enviarme periódicamente escritores extranjeros de
paso por América, y así tuve ocasión recientemente de trabar contacto con un
grupo de escritores soviéticos. Vimos juntos infinidad de cosas, y, al fin, le
pregunté si la realidad de América distaba mucho de la idea que ellos tenían
antes de venir. Hubo un largo silencio. Por fin uno contestó: “América es un
gran país”. Yo asentí con la cabeza y esperé. Hasta que un novelista declaró:
“Le seré franco: todavía no hemos tenido tiempo de reunimos para discutir el
asunto. Así que no tenemos un criterio formado. No hemos tomado ninguna
decisión.”
Miller disculpa a estos intelectuales. Achaca su mutismo a diplomacia.
Supone que de regreso a Rusia serán libres de exponer su opinión.
Siempre me ha sorprendido la ingenuidad beata de estos cerebros
comunistoides de Occidente en todo lo tocante a la U.R.S.S., y siempre me ha
indignado la mansedumbre de estos fieros adalides de la libertad, cuando los que
le pisan la dama, lo hacen en nombre de Lenin.
En lo demás, su visión es clara, y su presencia en Washington, sin su abogado,
con los otros 121, digo, perdón, con los otros 154, es para nosotros
una de las hazañas más notables de la Nueva Frontera.
Decía yo al principio que el título de “L’Express”, “Le retour des
intellectuels”, a mi parecer, no venía al caso. El tinglado de Roosevelt era
cuestión de técnicos. Los poetas no retornan a Washington; van por primera vez.
Sin embargo, al buscar un título para mi artículo no he encontrado nada mejor
que la traducción descarada del título francés. Y es que, traducido al español, sí
viene al caso.
3 de octubre de 1961
23
EL CANCILLER Y LOS FANTASMAS
EN el tedio de una de tantas antesalas como uno tiene que hacer en esta
vida encontré no hace mucho una revista titulada “Boletín Diplomático y
Consular”. Como la antesala tenía lugar en Washington, el título español suscitó
en mí el interés que en otras circunstancias ni el tema ni la presentación de la
revista hubieran despertado. En seguida descubrí que la revista, editada en
Méjico, era bastante más seria y decorosa que otras revistas de su especie,
que cultivan con preferencia el aspecto necio, decadente y mundano de la
diplomacia, y, si se ocupan de un embajador, no es para informar sobre los
problemas del país que representa, sino sobre el vestido que llevaba su hija al
ser recibida en sociedad. Por el contrario, el boletín mejicano me pareció una
importante revista de política internacional, atiborrada de información escrita y
fotográfica y con escaso o nulo desperdicio.
Mi interés creció al tropezar con un epígrafe en que se hablaba de España, y
no disminuyó, pero se tiñó de tristeza y de ironía al observar de qué España se
trataba. Se trataba de una España ajena a mí y ajena a todo el mundo menos al
Gobierno de Méjico.
Leí: “Llegó a la ciudad de México, en visita oficial (soy yo el que subrayo), el
ministro de Estado y de Relaciones Internacionales de la República española, en
el destierro.” Y a continuación se da la lista de las “autoridades” que salieron a
recibirle al aeropuerto: el presidente del Consejo de Defensa de la República
(¿de qué República?), el delegado de la Generalidad de Cataluña (¿de qué
Cataluña?), el cónsul general de España (¿de qué España?).
Esto es lo absurdo-cómico. Ahora viene lo absurdo-triste: a la cabeza de ese
coro de fantasmas que salieron a dar la bienvenida a otro fantasma más
conspicuo, iba un personaje actual, de carne y hueso: el excelentísimo señor
canciller don Manuel Tello, secretario de Relaciones Exteriores del Gobierno de
Méjico.
El fantasma conspicuo, agradecido, impuso al canciller una “condecoración”,
“en su máximo grado” —precisa la revista—. Y otros dos personajes también
reales, aunque secundarios, del Gobierno de Méjico, recibieron la misma
“condecoración”, pero, precisa la revista, “en otro grado”.
“Risum teneatis, amici”. La ceremonia de la imposición tuvo lugar antes de
una comida que se dio en honor del fantasma conspicuo en la secretaria de
Asuntos Exteriores. (Salta a la vista la incongruencia: tenía que haber sido en la
secretaría de Asuntos de Ultratumba.) Y el secretario no de Ultratumba, sino
del Exterior, agradeció la condecoración fantasmagórica con un discurso que el
“Boletín Diplomático y Consular” reproduce íntegramente, bajo las titulares más
gruesas de que dispone la Rotográfica Mexicana, que así y no de otro modo se
llama la imprenta ejecutora.
24
Previamente, el fantasma había dicho que iba a Méjico y a los demás países
hispanoamericanos en busca de solidaridad y comprensión contra el actual
Gobierno de España. El canciller le contestó con un discurso muy tibio, muy
ambiguo, sobre el principio de la no intervención vigente en Méjico, y sobre
“los pocos, pero necesarios fusiles con que Méjico ayudó a la República, para
simbolizar la necesidad de conservar intacto el principio de la no intervención”.
Galimatías impropio del señor Teño, sólo explicable por lo violento de la
situación y la necesidad de salir del paso sin comprometerse demasiado o,
quizá, por una deficiente o nula preparación del discurso, dada la nulidad del
personaje a quien iba a ser dirigido. La impresión que se saca de la lectura de
semejante sarta de vaguedades es que la actitud de Méjico ante la presunta y
difunta República es como la del niño que deja de creer en los Reyes Magos,
pero finge seguir creyendo en ellos para no decepcionar a sus padres. Sólo que, a
cambio, Méjico no recibe juguetes. La actitud de Méjico es desinteresada,
sentimental y noble en el fondo. En la práctica resulta artificial, ficticia,
ceremoniosa y evidentemente forzada. Méjico es un hermoso país, complejo
y sorprendente, del que uno se enamora con facilidad. ¿Por qué el Gobierno de
un pueblo tan robusto, tan joven, tan viviente, se condena al atroz suplicio
legendario de atarse a un cadáver y de llevarlo perennemente a cuestas?
Mi impresión personal es que el joven robusto empieza a estar harto del
cadáver, pero no sabe cómo sacudírselo y trata de olvidarlo. De vez en cuando, el
cadáver se rebulle y el joven le hace una pamema para que se apacigüe y
siga muerto. Ilustrando el discurso del canciller hay una foto del fantasma. Parece
un buen señor, un señor culto, modoso y respetable: un caballero. Me dio pena.
Después leí que al día siguiente el fantasma había dado una cena
rumbosa en honor del canciller. ¿Con qué dinero? Se me quitó la pena.
“Ha pasado un cuarto de siglo desde entonces —dijo el canciller en su
discurso—. Los hombres maduros de aquellos días si no han muerto han
envejecido y tratado de olvidar. Las nuevas generaciones no han tenido tiempo de
reflexionar sobre lo pasado...”
Discrepo solamente en esto último. Las nuevas generaciones, canciller, hemos
reflexionado y hemos decidido prescindir definitivamente de esos
fantasmas viejos e inservibles que usted se ve obligado a cumplimentar. No
queremos saber nada de ellos, ni siquiera queremos reprocharles lo mal que lo
hicieron cuando pudieron hacer algo. De hombres es equivocarse. Algunos de
nosotros procedemos de los mismos principios, pero vamos más lejos, tenemos
ideas más avanzadas. Y todos respetamos a los muertos. ¡Paz a los muertos! A
condición de que los muertos nos dejen en paz.
21 de octubre de 1961
25
AMÉRICA BAJO TIERRA
CUANDO hace unos meses el dicharachero y fanfarrón Nikita manifestó
sus intenciones de “enterrar” el capitalismo, nadie podía sospechar que su
propósito fuera a cumplirse tan literal y prematuramente como se está
cumpliendo en Norteamérica. Kruschef, con el concurso de Madison Avenue,
está obligando a los americanos a pensar bajo tierra. En los periódicos prolifera el
hongo nuclear que desde hace algún tiempo sirve de reclamo a las empresas
constructoras. En los editoriales, en los trenes, en los púlpitos, en las revistas
necias y multitudinarias, en los clubs de señoras, en las oficinas a la hora
tradicional del “coffee break”, los americanos hablan de refugios, discuten las
modalidades, los precios, los estilos; critican la eficacia; aprueban o desaprueban
la moral; se comunican su desconcierto, sus dudas, su obsesión. Los grandes
órganos capitalistas tipo “Life” y “Time”, que si no corrompen todo lo que tocan
lo vuelven inevitablemente sospechoso, se han proclamado adalides de la causa
subterránea. El opulento Mr. Luce, editor de “Life”, de “Time”, de “Fortune”,
etc., honorable esposo de un embajador de los Estados Unidos y entusiasta
prologuista de la actual reedición del primer libro del Presidente Kennedy,
consiguió de su ilustre prologado una carta en favor de los refugios, que se
apresuró a publicar en sobreimpresión sobre el consabido hongo —tan prodigado
que ya casi resulta inofensivo— a la cabeza de un exhaustivo reportaje acerca de
las diferentes clases de refugios existentes en el mercado. “I urge you —dice el
Presidente en esa carta—. Les encarezco vivamente que se tomen en serio el
contenido de este número de «Life».”
En él se ve la foto de una familia modelo en el interior de un refugio
prefabricado, de 700 dólares, con facilidades de pago. Se trata de un matrimonio
de treinta o cuarenta años, con un hijo de doce y dos hijas de nueve o diez. La
familia se ha distribuido los quehaceres y responsabilidades; cada miembro tiene
un cometido concreto y adecuado, y en la foto aparecen mostrando sus atributos
respectivos. Los atributos del padre son el pico y la pala para abrirse camino por
entre los escombros, el extintor de incendios y la botella de gas para cocinar. La
madre aparece al frente de una abundante provisión de víveres en lata. El hijo se
encarga de la lampistería y de la radio. La hija mayor se ocupa de las ropas y de
las camas plegables. La hija menor es la “bibliotecaria del refugio”, dice “Life”,
y aparece en la foto con des o tres libros y algunos juegos de mesa. Están tan a
gusto en su refugio, tan calentitos, tan ufanos con sus responsabilidades, tan
ilusionados, tan contentos, parecen estar diciendo: “¡Vengan bombas!” Parecen
estar jugando a casitas y divertirse de lo lindo. Me pregunto si en el fondo su
actitud no tendrá algo que ver con aquel oscuro afán de escondernos que
teníamos de niños, aquella afición a los refugios, a los escondites, a los sitios
seguros y abrigados, subconsciente añoranza del no lejano vientre materno.
26
A veces, en caso de persecución, y a falta de un refugio de verdad, trazábamos
apresuradamente una raya en el suelo alrededor de nosotros y decíamos: “¡Tris,
tras! ¡En casa!” Y si el persecutor era de ley, respetaba la raya y estábamos a
salvo, tan a gusto, en nuestro refugio de mentira. Nos parapetábamos detrás de la
raya, nos hacíamos fuertes, y si alguien intentaba invadir nuestro dominio, pum,
pum, lo matábamos con nuestras escopetas de madera. Aquí se acabó la analogía.
En la América que juega a refugios se usan escopetas de verdad. “Time”
publicaba la foto de otra familia modelo dentro de su refugio, rodeada de sus
latas de conserva. El padre aparece empuñando un fusil de telescopio y
mostrando amenazadoramente un arsenal de tres rifles y una pistola “Magnum”.
“Esto no me servirá contra las bombas —dice el tío—, pero me servirá contra los
vecinos que intenten entrar a comerse las vitaminas de mis hijos y a infectármelo
todo de radiactividad.” El hombre, en su entusiasmo, ha dotado de un rifle hasta a
su suegra. Otros ciudadanos menos belicosos, pero no menos preocupados por la
amenaza del vecino intruso e infeccioso, están construyendo sus refugios de
noche y en secretó. Los obreros llegan en coche, bien trajeados, como si fuesen
huéspedes o amigos de la casa. O van provistos de brochas y , escaleras, como si
se tratase de sencillos pintores que fuesen a cambiar el color del “living-room”. O
van armados de sopletes y tubos de plomo, cual inocentes fontaneros que fuesen
a reparar una avería en el cuarto de baño.
Este misterio en la construcción del propio refugio, a cambio de la seguridad
que ofrece, exige mucha abnegación; implica una dolorosa renuncia a suscitar la
envidia del vecino, a demostrar la buena posición, a “quedar por encima de los
Johnes”. En una reciente publicación para gerentes de empresa y hombres
de negocios, se dice lo siguiente: “La posesión de un refugio familiar constituye
un signo de prestigio equivalente a un coche de “sport” europeo o a una
secretaria inglesa.”…
De vez en cuando sale un sabio diciendo que todos esos refugios no sirven
para nada, no protegen de nada; que un refugio con un poco de seguridad
exigiría instalaciones de un mínimo de cinco o seis mil dólares; que lo demás es
puro pasatiempo, tal vez inofensivo, pero seguramente indefensivo.
Los gerentes de las empresas constructoras pegan puñetazos en sus escritorios
y conciben vehementes propósitos de asesinar al sabio intempestivo.
Pero, por lo común, no es necesario; los sabios gritan poco, o, en todo caso,
gritan menos que los agentes de publicidad.
Hay dos negocios prósperos en Norteamérica: el “Show Business” y el
“Shelter Business”. Los dos son perfectamente compatibles y tienen bastantes
cosas en común.
27
Más peligrosos que los sabios son los periodistas clarividentes, los ciudadanos
cultos y sensatos que escriben cartas a los periódicos, los admirables jueces
liberales y humanistas que se dan con frecuencia en América, como el difunto
Hand; los actuales Warren o Edgerton, que hace poco escribían en el
"Washington Post" un artículo lleno de sabiduría sobre la necesidad de evitar la
guerra a toda costa y sobre la inconveniencia de esa histérica campaña
pro-refugio del rico, que, aun en el supuesto de que fuese honesta y eficaz, “haría
la guerra más posible al hacerla menos temible” y está sumiendo al pueblo
americano en un insano fatalismo, en una errónea y nociva convicción
de que la guerra nuclear es inevitable.
La Administración, a pesar de las frases acomodaticias del Presidente, se
muestra explicablemente cauta y circunspecta antes de lanzarse a fondo a
patrocinar una política de iniciativa privada, que culmina en el arsenal mortífero
del padre de familia modelo y en la suegra iracunda disparando su rifle contra los
niños del vecino imprevisor.
No menos precaución y reticencia inspira a la Administración una política
colectivista, que se atraería la repulsa de los políticos conservadores y el disgusto
de los contribuyentes moderados. Sería una nueva medida “socialista” para los
secuaces de Goldwater y un sacrificio inútil y un gasto monstruoso para los
partidarios de la competición pacífica, y para los que, como Humphrey,
o Stevenson, o Fullbrigt, o Bowles, no ven necesariamente a Kruschef con dos
cuernos, un tridente y un rabo.
De aquí la perplejidad de la Administración y su posible recurso a una política
decididamente indecisa, fluctuante y ecléctica...
En todo caso, combinando capitalismo y “socialismo”, la generosa tierra
americana estará pronto en disposición de acoger en su seno protector a sus
ciento ochenta millones de hijos.
Parece que estoy viendo al cazurro Nikita, asomado al Oeste desde un balcón
del Kremlin, aplaudiéndose a sí mismo, a la manera rusa, y diciendo: “¡Ya os
enterré! ¡Ya os enterré!”
8 de noviembre de 1961
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US-40 TRAMO EN MAL ESTADO
CUALQUIERA que haya salido algo de noche habrá observado que los
bebedores enclenques y bajitos tienden a mostrarse especialmente agresivos con
sus congéneres robustos y corpulentos. Incluso de día, en el tumulto y en la prisa
de la vida urbana, parece ser que, cuanto más ciclópeo es un ciudadano, más
codazos y pisotones recibe, y peores palabras escucha de sus conciudadanos de
talla inferior. Todo hombre, por muy débil que sea, necesita darse a sí mismo, de
vez en cuando, alguna prueba más o menos ilusoria de coraje, para no
despreciarse del todo. Por la misma razón un periodista, por muy timorato que
sea, o por muy cohibido que esté, necesita, de vez en cuando, atacar algo menos
atacable que el Ayuntamiento. Y entonces es muy probable que incurra en la
audacia baratísima de atacar a los Estados Unidos.
Los Estados Unidos equivalen, en política internacional, al ciudadano
corpulento y pacífico que sirve de blanco a las hombradas de los chiquilicuatros,
y vuelve a casa magullado y perplejo sin haber sacado las manos de los bolsillos,
o habiéndolas sacado únicamente para repartir dinero e invitaciones.
La diferencia estriba en que, generalmente, las críticas a los Estados Unidos,
aunque subjetivamente dudosas, son objetivamente justas. Se aplican a defectos
existentes, a tremendos defectos graves y evidentísimos, coexistentes con unos
principios admirables y una gran nobleza de fondo. El comentarista de talla
normal suele tener en cuenta estos extremos y suele mostrarse reacio a criticar a
los Estados Unidos, aun en el caso de hacerlo desde dentro y dolorosamente
como cuando critica lo malo de su Patria. Entonces, y sólo entonces, y con
parecida pesadumbre, el comentarista se sentirá con ánimos de vituperar el
prejuicio racial en los Estados Unidos,
Antes, procurará documentarse. Y, para ello, no necesitará recurrir a “Pravda”
o a “L'Humanité”. Le bastará con abrir el “New York Times”, el “Washington
Post” o el “Baltimore Sun”. Con la misma candidez con que nos cuentan los
fallos de su servicio de información o los fracasos de sus proyectiles, nos refieren
las aberraciones de Little Rock o de Montgómery, o los penosos incidentes de la
carretera número 40.
Hay un tramo de esta carretera, en el Estado de Maryland, por el que pasan
frecuentemente los diplomáticos acreditados en la Casa Blanca o en la O.N.U.,
que circulan en coche entre Washington y Nueva York. Algunos de estos
diplomáticos son negros, procedentes de jóvenes naciones africanas. Hace unos
meses, uno de ellos sintió deseos de tomar una taza de café en alguno de los
numerosos restaurantes y cafeterías que bordean la ruta; pero, escarmentado
por anteriores experiencias, decidió abstenerse hasta encontrar un
establecimiento de la cadena Howard Johnson’s, cuyo presidente, a raíz de un
lamentable tropiezo con el ministro de Finanzas de Ghana, había hecho una
solemne declaración de que nunca volvería a ocurrir nada parecido en ninguno de
sus locales. Recordando esta promesa, el africano detuvo su coche delante del
primer Howard Johnson’s que encontró, entró en la cafetería y pidió una taza de
café. La camarera se negó a servirle. “No aceptamos clientes de color” —le dijo.
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El africano enseñó sus credenciales y pidió ver al encargado. La camarera dijo
que la encargada era ella, y le ordenó salir del establecimiento. El negro
obedeció.
El negro era el doctor William Fitzjhón, encargado de Negocios de Sierra
Leona.
Pocas semanas después otro diplomático negro entró en un restaurante de la
misma carretera y pidió algo de comer. Como favor especial le pusieron la
comida en una bolsa de papel, y le dijeron que saliera a comer fuera del
restaurante. Esta vez se trataba del señor Uchuno, secretario de la Embajada
de Nigeria.
El alboroto que han formado últimamente los estudiantes de Nigeria, a
propósito de la tonta tarjeta postal de la señorita Michelmore, está directamente
relacionado con aquella bolsa de comida.
A raíz de esos incidentes, la Administración designó a un alto funcionario del
Departamento de Estado —el hispánico Pedro A. Sanjuán— para que estudiase el
problema y estimulase a las autoridades del Estado de Maryland a tomar las
medidas legales necesarias para resolverlo. En el curso de la encuesta, los
propietarios de los restaurantes alegaron que, hablando de derechos, nadie podía
negarles el suyo a elegir sus clientes; que ellos vivían de los camiones
procedentes del Sur, cuyos chóferes pasarían de largo si veían las barras
ocupadas por gente de color; que ellos no podían permitirse el lujo de perder
la clientela blanca, y con ella, la principal fuente de ingresos; que el
Departamento de Estado podía evitar esos incidentes facilitando a los
diplomáticos africanos una relación de los sitios donde podían pararse y ser bien
recibidos, y que, en último recurso, lo que podía hacer el Gobierno era comprar
los restaurantes; ellos estaban dispuestos a vendérselos y a seguir trabajando allí
por cuenta del Estado.
No obstante, a fuerza de presiones gubernamentales, y ante la amenaza de una
incursión pacífica de los Freedom Riders, de los 75 restaurantes de la carretera en
cuestión, 35 han accedido formalmente a servir a clientes de todos los colores,
con o sin pasaporte diplomático. En vista de ello, los Freedom Riders han
aplazado su incursión hasta el 15 de diciembre, aniversario de la Ley de
Derechos, con la esperanza de que para esa fecha serán más de 35 los lugares
donde podrán tomar café. Y se da por seguro que en la próxima legislatura se
votará un decreto prohibiendo la discriminación racial en todos los lugares
públicos del Estado de Maryland.
Porque no vaya a creerse que esos nefastos cardos del prejuicio racial se dan
únicamente a las orillas de la carretera número 40. En realidad crecen por todas
partes y envenenan la vida del país. Lo que pasa es que las víctimas de la
carretera número 40 podían hacer ruido, y lo han hecho a conciencia, como
protesta no sólo por la afrenta inferida a sus personas y a sus pueblos respectivos,
sino por la afrenta inferida a su raza, por la continua y despiadada
afrenta inferida a sus hermanos de raza que carecen de pasaporte diplomático y
no pueden gritar.
31
Esta solidaridad entre los negros africanos y los negros americanos es uno de
los fenómenos históricos más interesantes de los últimos tiempos.
Esta solidaridad no implica mengua de patriotismo en los negros de los
Estados Unidos. El negro americano ama a su Patria y está orgulloso de ella,
como puede estarlo el blanco más blanco, más protestante y más puritano del
país. Pero, como dice el excelente escritor negro James Baldwin, los negros
de su generación estaban «avergonzados de África» y no tenían otra identidad
que la de “clase inferior”, impuesta por la civilización blanca circundante. La
moderna eclosión de países soberanos en África y su incorporación a la marcha
del mundo no puede menos de ejercer un extraordinario influjo en la moral de
las nuevas generaciones de negros americanos, “porque esto les recuerda —dice
Baldwin— que ellos son algo más que simples descendientes de esclavos en una
sociedad blanca y superior; que ellos también tienen que ver con reyes y
príncipes antiguos; que ellos también proceden de una tierra lejana, y ancestral”.
Los que tendemos a considerar el prejuicio racial en los Estados Unidos como
una llaga más que como una culpa, podemos encontrar tristes motivos de
satisfacción en los recientes sucesos de la carretera US-40. Es como cuando en
nuestras célebres carreteras nacionales los accidentes determinan mejoras que sin
ellos tardarían en realizarse. Sin olvidar que un tramo en mal estado no siempre
es culpa de Obras Públicas. Hay las condiciones atmosféricas, geológicas, etc. El
tramo en mal estado de la carretera US-40 está sujeta a condiciones naturales
adversas; pero en la actual Administración americana hay hombres decididos a
superarlas y capaces de conseguirlo. Para ellos nuestro aplauso y nuestra
confianza.
20 de noviembre de 1961
32
33
REMBRANDT, EN NUEVA YORK
EN su salida del 24 de noviembre, la revista “Time” sorprendió a sus millones
de lectores con el hecho insólito de una portada bella y artística: la reproducción
del cuadro de Rembrandt, “Aristóteles contemplando el busto de Homero”.
Nuestra sorpresa disminuyó notablemente al saber que dicho cuadro había
alcanzado en una subasta en Nueva York el precio más alto de la historia de la
pintura y del comercio: ciento treinta y ocho millones de pesetas. Cifra más que
suficiente para justificar el interés de “Time” por la pintura de Rembrandt.
No. No era el oro y la noche de Rembrandt, sino la plata de Wall Street y el
tumulto de Madison Avenue lo que determinaba la increíble presencia del genio
en una cubierta de “Time”.
Y por si nos quedaba alguna duda, no había más que leer el artículo de fondo,
consagrado al tema de la portada, es decir, no a Rembrandt, no a la magnificencia
triste y dorada del cuadro de Rembrandt, no a la luz melancólica del rostro de
Aristóteles, no a la mano del maduro Aristóteles posada sobre la calva del viejo
Homero como cuando se acaricia la cabeza de un niño, sino a la mano del
representante de la firma, Rosemberg & Stiebel, cuyo gesto significaba 100.000
dólares; a la serenidad de James Rorimer, que expresaba lo mismo con un guiño,
hasta que se quedó con el cuadro, y, pasando de la anécdota a la categoría, a todo
lo relativo al arte como artículo de compraventa, a los precios en dólares de las
obras de fray Angélico, a la anualidad de 1.200.000 pesetas que paga a Antonio
Tapies su marchante de Nueva York, a la manera de combinar el amor a la
pintura con la exención de impuestos, para acabar coronándolo todo con la
brillante observación de que si el precio cobrado por Rembrandt al noble
siciliano que le encargó el cuadro en 1653 (500 florines; unas 400.000 pesetas)
hubiera sido invertido en aquella fecha a un interés del 4 por 100 anual, arrojaría
actualmente un principal de unos 200 millones de pesetas; 62 millones más que
los obtenidos en la subasta de Nueva York.
Esto no quiere decir que el autor de aquella frase tan espiritual, “Time is
money”, se refiriese concretamente a la revista del señor Luce. La verdad es que
los autores del artículo parecen algo predispuestos contra la excesiva
mercantilización del arte; si bien se limitan a comentar los hechos con ese
peculiar estilo de “Time”, que consiste en arañar un poco, circunstancialmente,
lo que en el fondo cultiva y representa, cuando esto adquiere proporciones
desmesuradas, y en procurar recubrir aquí y allá su esencia metálica con un
cierto barniz de humanismo.
Por lo demás, gracias a “Time”, millones de personas han tropezado con
Rembrandt. Unos verán el cuadro y no querrán saber nada del precio. Otros
sabrán el precio y mirarán el cuadro. Y Rembrandt puede hacer lo demás.
34
Parece ser que, desde que el museo Metropolitano de Nueva York adquirió la
pintura, ha desfilado más gente ante ella, en pocos días, que la que había visitado
el museo en varios años.
Pero es más célebre lo que pasa en Londres: desde que robaron el Goya de la
Galería Nacional ha pasado cinco veces más gente a ver el sitio donde estaba el
cuadro que la que había ido a verlo cuando estaba allí.
Es de esperar que entre unas cosas y otras, a fuerza de subastas fabulosas y de
robos audaces, las buenas gentes vayamos, poco a poco, cogiéndole afición a la
pintura.
23 de diciembre de 1961
35
DON MIGUEL
DE pequeños jugábamos a escribir en la arena el nombre de Unamuno. Escrito
con minúscula y dejando imperfectas las vocales, como cuando se escribe muy
de prisa, el resultado, más que una palabra, era un filo de sierra, o un trazo de
sismógrafo, o una dentellada. “¿Qué pone aquí?”, preguntábamos. Ponía
“Unamuno”.
Unamuno acababa de morir, y la arena en que escribíamos su nombre era la
misma en que jugábamos a la guerra, mientras nuestros mayores la hacían y
nuestras madres la sufrían; la arena en que tiempo antes habíamos jugado a arar y
a sembrar.
Nos bastaba profundizar un poco la línea zigzagueante que, según nosotros,
ponía “Unamuno”, para obtener una trinchera o un refugio antiaéreo.
Por entonces, para el conde de Keyserling, Unamuno era el español más
importante desde Goya. Para nosotros, era un señor de Salamanca, un señor alto,
vestido de oscuro, que había venido alguna vez, paseando, hasta nuestro pueblo y
se había sentado con nuestros abuelos a charlar de cosechas y a ver a los mozos
jugar a la pelota. Nuestros abuelos decían “cogüelmo” y “relumbiar”. Unamuno
la gozaba con ellos.
A nuestra pregunta de si era bueno o malo, se nos respondió que no era malo,
pero que tenía sus ideas.
Años más tarde, en el consultorio de un médico, vi, en lugar preferente, una
magnífica foto, dedicada, de Unamuno en el huerto de la Flecha, que es el huerto
a que se refiere fray Luis de León cuando dice:
“del monte en la ladera
por mi mano plantado tengo un huerto…”
No olvidaré nunca aquella imagen de don Miguel, contemplando el Tormes
desde el huerto de fray Luis, como no olvidaré nunca la tarde lluviosa en que,
después de algún tiempo de inútil búsqueda por las librerías, descubrí los
“Ensayos”, de Unamuno, en la biblioteca municipal de Salamanca. Los
salmantinos se apresuraban, calle de Toro arriba, a buscar refugio en los porches
de la plaza. Don Miguel me decía: “No sigas los senderos que a cordel trazaron
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otros; ve haciéndote el tuyo a campo traviesa, con tus propios pies, pisando sus
sementeras, si es preciso.” Y: “No te creas más, ni menos, ni igual que otro
cualquiera, que no somos los hombres cantidades. Cada cual es único e
insustituible. En serlo a conciencia, pon tu principal empeño.” Y: “Busca antes
las bendiciones silenciosas de pobres almas esparcidas acá y allá que veinte
líneas en las historias de los siglos.” Y: “¡Plenitud de plenitudes y todo
plenitud!”...
* * *
Ahora estoy a un océano del Tormes y a dos de aquel mundo de arena, y
Unamuno cumple sus bodas de plata con la Muerte.
A esta distancia y a esta hora me parece ver a Unamuno formando tierra con
España, incorporado a la orografía peninsular como una enorme y abrupta mole
geológica, como aquella prepotente sierra de Gredos, que se veía desde cualquier
lugar de nuestra infancia y que Unamuno alcanzaba a ver desde París.
“¡Visión eterna la de Gredos! —escribía—. Y no porque haya de durar por
siempre, sino porque está fuera del tiempo, fuera del pasado y del futuro, en el
presente inmóvil, en la eternidad viva?”
Así quería estar él, y de ahí la ilusión que le hacía ser enterrado en Gredos.
Sostenía que el rey don Felipe II tenía que haber enterrado a su padre el
emperador, hijo de Juana de Castilla, en la cumbre de Gredos, y no —dice don
Miguel— “en el gran artefacto histórico del Escorial, hórrido panteón que parece
un almacén de lencería”, y añade: “¡Ser enterrado en lo alto de Gredos! ¡O en
medio del páramo! ¡O de la mar? ¡Sierra de Ávila! ¡Páramo de Palencia! ¡Mar de
Fuerteventura! ¡Aguas apaciguadoras del Tormes y del Carrión!”...
Unamuno está enterrado en Salamanca, según se entra en el cementerio, a
mano izquierda. En realidad no está enterrado. Sus cenizas reposan en un nicho, a
dos metros del suelo. Hay centenares de nichos iguales, alineados
geométricamente, bien colocados, unos encima de otros, como las cajas de
zapatos en las zapaterías. Es como uno de esos casilleros que hay en las
conserjerías de los hoteles; un vasto y monótono casillero de nichos. En una de
esas casillas reposa aquel que dijo: “Y yo no quiero dejarme encasillar; porque
yo. Miguel de Unamuno, como cualquier otro hombre que aspire a conciencia
plena, soy especie única.”
Esa es la realidad histórica y grosera. La realidad profunda es que Unamuno
tampoco está allí.
Además, para ser exacto, el nicho de Unamuno es como uno de tantos en la
forma, pero en la lápida que lo cubre hay una señal distintiva: hay unos versos.
Son éstos:
“Méteme, Padre eterno, en tu pecho,
misterioso hogar.
Allí estaré, pues vengo deshecho
del duro bregar.”
13 de enero de 1962
37
NÉCTAR «ON THE ROCKS»
HACE unos días, en los teletipos de todo el mundo crepitó, una vez más, el
nombre de Françoise Sagan. ¿Qué era esta vez? ¿Nuevo accidente? ¿Nuevo
libro? ¿Nuevo coche? ¿Nuevo divorcio? ¿Nueva boda? No sé. Ya no me acuerdo.
Pero no se preocupen. No pasará mucho tiempo sin que los teletipos vuelvan a
trepidar sobre Françoise, y por lo que digan entonces, sabremos lo que ha pasado
ahora. Si hablan de nuevo coche, es que ahora ha habido accidente. Si hablan de
nuevo accidente, es que ahora ha habido coche. Si hablan de nueva boda, es que
ahora ha habido divorcio. Si hablan de nuevo divorcio, es que ahora ha habido
boda.
Lo que sea se sabrá. ¡Vaya si se sabrá! Por muy poco que nos interese, no nos
veremos libres de saberlo. Podemos escapar una vez; dos, no. La próxima vez lo
sabremos, pero nos callaremos.
¿Por qué no nos callamos ahora? ¿No tememos que nuestro modesto rugidito
se pierda en el balido universal y, en definitiva, produzca el efecto de un balido
más? ¿De una nueva contribución al deprimente renombre de Françoise? Mucho
nos lo tememos. Pero, en realidad, el renombre de Françoise nos tiene sin
cuidado. No nos molesta en absoluto, no nos molesta en sí. Sólo nos choca
relativamente, es decir, por comparación con la oscuridad y el abandono en que
el público deja a otros escritores admirables. Tampoco lo sentimos por esos
escritores admirables. Lo sentimos por el público. En definitiva, lo que nos
preocupa no es Françoise Sagan, sino la gente de nuestro tiempo con motivo de
Françoise Sagan.
Decía un crítico francés que la obra de Sagan era importante por su valor
testimonial, como documento revelador de nuestra época. Ya sabemos lo
pesados que se ponen los críticos franceses con el “temoignage valable” y esas
cosas. Yo creo que el “temoignage verdaderamente valable” de nuestra época no
es la obra de Sagan; es su fenómeno. Su caso. El caso Sagan. La obra de Sagan es
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francesa, pero el caso Sagan es más bien americano. Un caso típico de la Francia
de “France Soir”, que es un periódico más “americano” que el “American
Journal” de la Cadena Hearst.
Para poder aplicar a algo con cierta exactitud el calificativo de “americano” es
importante que lo que sea no pase en América. Noten que he dicho el
calificativo, no el gentilicio —que diría nuestro viejo maestro.
Como se dice “bar americano” o “cena americana” o “julepe americano”, se
podría hablar de un Olimpo Americano, en el que inmediatamente situaríamos a
Françoise Sagan. La entrada de ese Olimpo la determina el ÉXITO. La materia
del éxito no importa: puede ser el “twist” o la política o el béisbol o la industria
corchotaponera. Con tal de tener éxito, hasta un escritor puede valer. Incluso
puede coincidir que se trate de un buen escritor; pero entonces hay que buscar
otro motivo: Premio Nobel, pornografía o algo.
Contemplemos la apoteosis de Françoise. Veamos a la pálida Françoise
comparecer, de la mano del editor Julliard, ante el Comité de Admisión en el
Olimpo; un comité formado por representantes de las comadres de Hollywood,
de los “paparazzi" de Roma, de la Commere de “France Soir”, de los “angry
young men”, de la revista “Time”, de Françoise Giroud, de “París Match”, de
Onassis, etc. Françoise se presenta en pantalón y blusa a la diabla, con un
cigarrillo entre los dedos y un vaso de whisky en la mano. Bosteza y dice:
—Bonjour tristesse.
—Un millón doscientos mil ejemplares —especifica Julliard—. Cuarenta y
siete idiomas. Ciento treinta y tres millones de francos.
—¿Con o sin tasas? —pregunta el representante de “Time”, mientras toma
febrilmente notas para su próxima reseña literaria.
Françoise Sagan mira al representante de “Time” con “un certain sourire” y
le dice enigmáticamente:
—Aimez-vous Brahms..
—Con sólo dos puntos suspensivos —puntualiza, solícito, Julliard.
—Y además de "escribir, ¿que hace? —pregunta “Paris Match”.
—Bebe whisky, se casa, divorcia, tiene accidentes de coche...
—¿Qué clase de coche?
Françoise Sagan mira a lejanía por encima del fotógrafo de “Paris Match”,
bosteza y dice:
—Les violons, parfois...
—¿Con cuántos puntos suspensivos? —pregunta el linotipista, mosqueado.
—¡Tan joven! —dice una comadre de Hollywood—. ¡Si es casi una teen-ager!
¡Una teen-ager cínica! ¡Al Olimpo con ella?
—¡Al Olimpo con ella! —corea, unánime, el comité.
Los “paparazzi” de Roma se lanzan sobre Françoise y están a punto de
devorarla, pero un semidiós americano que pasa por allí tambaleándose dispersa
a los “paparazzi”, y tomando a Françoise en sus brazos, la deposita, sana y salva,
en el bar del Olimpo.
Elsa Maxwell, en su papel de Ganimedes, le sirve un vaso de néctar “on the
rocks”.
29 de enero de 1962
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UN JESUÍTA EN LA BRECHA
EN el reciente octavario por la Unión de las Iglesias, celebrado con gran
solemnidad en el templo nacional de la Inmaculada Concepción, de Washington
D. C., el eminente jesuíta padre Walter M. Abbot, redactor de la revista
“América”, pronunció un sermón que ha sido muy comentado y discutido en los
círculos religiosos de los Estados Unidos y del que merece oportuno traducir
algunas frases.
La “intención” del día era la “unidad de todos los cristianos de América bajo
la cátedra de Pedro”.
Analizando los obstáculos para esta unidad, el padre Abbot criticó
severamente la actitud de ciertos católicos “ñoños” y “supermilitantes” que se
niegan a ver en el protestantismo algo más, que una “negra herejía” y rechazan
como pernicioso cualquier intento de acercamiento y comprensión.
“Para estos católicos —dijo el padre Abbot—, el movimiento de Unión es una
guerra, sin otra salida que la rendición total e incondicional del enemigo. Si uno
ve las cosas de otra manera, si uno trata a los protestantes como hermanos, si uno
tiende a la comprensión y a la discusión y a la negociación, en seguida lo llaman
a uno “comunista” o miembro de eso que ellos llaman “conspiración mundial”.
“El cardenal, que ha sido nombrado por el Papa para entender en estas
materias, dice que esa actitud es “extremista” y que si bien encierra alguna
verdad, adolece a la vez de “falsedad, exageración e imperfección”. Pero ellos
parecen ignorarlo. Y es de esperar que cualquier día su celo ardiente los lleve a
poner al cardenal Bea y al Papa Juan XXIII en su creciente lista de agentes
subversivos.”
“No me ha caído de nuevas —añadió jovialmente el padre Abbot— la
ocurrencia de esa señora devota del Estado de California, que ha puesto en pie
una comisión para investigar el catolicismo de gente como yo. Su principal cargo
contra mí es el haber propuesto una común versión de la Biblia para uso de todos
los cristianos de lengua inglesa.”
“Me consuelo con el ejemplo del Papa Juan XXIII, que al recibir en audiencia
a un grupo de judíos, les dirigió, a modo de saludo, esta frase del Antiguo
Testamento: “Ego sum Ioseph, frater vester” (Yo soy José, vuestro hermano).”
“Este mensaje de amor, que conmovió a los judíos de todo el mundo, debe de
haber hecho rechinar los dientes a los miembros de esa comisión de California,
para los que, sin duda, esta frase ha venido a fortalecerla “conspiración mundial”,
que tanto les preocupa.”
En el mismo sentido refirió el padre Abbot cómo el Papa había regalado su
breviario a un canónigo anglicano que había ido a visitarle y recordó la entrevista
del Padre Santo con el arzobispo de Canterbury, primado de la Iglesia Anglicana.
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Y hubiera podido recordar el padre Abbot, para acabar de desconcertar a los
ultracatólicos de California, que, o mucho me equivoco o son al mismo tiempo
ultraconservadores, extremoderechistas y, más o menos, miembros de la John
Birch Society o de cualquier otra institución por el estilo, hubiera podido
recordarles, ya de puesto, la cortés y bondadosa respuesta del Papa al telegrama
que le envió Kruschef con motivo de su cumpleaños. Y tantas otras lecciones de
humanidad y de bondad que da el Pastor a sus a veces agresivas y temibles
ovejas.
No se limitó el predicador a criticar actitudes extremas y evidentemente
troglodíticas. Atacó otras posiciones más avanzadas y sutiles, algunas de ellas
sustentadas por sacerdotes y teólogos; pero su explanación rebasaría mi
competencia y mi propósito.
Lo que sí puedo decir es, que antes del sermón del padre Abbot, la Unión de
las Iglesias me parecía algo por el estilo del desarme. Ahora ya no me parece tan
utópico. Lo sigo viendo difícil, pero menos.
Nótese que tanto este, valiente promotor de la unidad cristiana como su
eminencia el cardenal Bea, que se ocupa en la Curia Romana de todo lo relativo a
esa Unidad, son hijos de la orden clave de la contrarreforma; de la orden de
Laínez, de Canisio y de Belarmino; de la orden de Edmundo Campion y demás
compañeros mártires del anglicanismo; de la orden cuyos profesos hacen un voto
especialísimo de obediencia al Papa; de la formidable y siempre alerta Compañía
de Jesús.
23 de febrero de 1962
41
EL GEMIDO DEL YETI
EN el último melodrama de Tennessee Williams —“La noche de la iguana”—
hay un personaje femenino que, cada vez que está a punto de perder la serenidad,
hace tres o cuatro respiraciones profundas, casi gimnásticas, y así logra guardar
la compostura en las situaciones más atroces. Bajo tal influencia, esta mañana,
cuando pasó delante de mi ventana abierta la consabida moto con el escape libre
haciendo un ruido intolerable, respiré con fruición un par de veces los gases
deletéreos de la gasolina quemada, sufrí un intenso y prolongado golpe de tos, y,
cuando quise darme cuenta, por delante de mi ventana pasaba una muchacha
encantadora, los cerezos empezaban a florecer y el motorista se había estrellado o
estaba tan lejos que ya no era problema, y en uno u otro caso, ¡pobre hombre!
Eso fue lo que dije: “¡Pobre hombre!”
—¿Por qué? —me pregunté—. ¿Por qué no “fatuo hombre”, o “impertinente
hombre”, o “abominable hombre”?
—¿Abominable hombre dices? Vamos a ver. ¿Tú crees el llamado
Abominable Hombre de las Nieves?
—¿El Yeti del Himalaya? Pues, vagamente, sí; tiendo a creer.
—¿Y tú crees que, de existir esa criatura y de tener algo de hombre, no habría
que llamarlo, más que el Abominable, el Pobre Hombre, el Desgraciado Hombre
de las Nieves?
—Hombre, según; científicamente...
—Déjame en paz de ciencia. Ciencia o mito es igual. Algunos sherpas dicen
haberlo visto, y unos exploradores europeos sacaron fotos de sus posibles
huellas. También se habló del hallazgo de una piel. Pero lo interesante no es su
piel: es su lamento.
—¿Su lamento?
—Sí, su lamento, su queja, su gemido. ¡El inenarrable gemido del Yeti en la
soledad de las nieves perpetuas a veinte mil metros de altura!
—¡Quita metros, muchacho, quita metros! El Everest tiene alrededor de ocho
mil metros. El Anapurna...
—Sáltate el Anapurna.
—¡Veinte mil metros dice el tío! Tú te confundes con el piloto Powers y el
incidente del “U-2”.
—Tampoco era manca la soledad de Powers. Pero Powers descendió, o fue
descendido, y se encontró, relativamente, entre los suyos.
—¡Muy relativamente!
—Eran sus enemigos. No hablaban inglés. Pero él dijo que tenía sed, y lo
entendieron. Y le dieron un vaso de agua. Parece ser que el Yeti también baja de
su alta soledad y ronda las aldeas y los campamentos como con ganas de decir
algo; pero sólo encuentra terror y hostilidad, y mientras huye, deja oír su lamento
casi inhumano.
42
—Es triste, desde luego.
—Y aunque no encontrase terror y hostilidad, aunque fuese bien recibido, su
intento de comunicación fracasaría. Y, en definitiva, también tendría que huir,
también dejaría oír su lamento casi humano.
—Muy triste, sí, señor.
—Pues no menos triste es el caso, no del abominable, sino del desgraciado
joven de la moto. El pobre hace ese ruido porque no puede expresarse de otra
forma. Cada uno se expresa como puede. Esa es su forma de expresión. Si
pudiera hacer un poema, no haría eso. Es triste, porque va proclamando su vacío,
su fracaso, su incapacidad. Su alma comunica con el mundo por el tubo de escape
de la moto.
—Un vehículo como otro cualquiera.
—Muy gracioso.
—¿La moto? Un vehículo. Velocidad. Deporte. Ruido. Peligro. Juventud.
—Todo lo que quieras, pero a mí dame un cacharro con cuatro rue... ¡Fuera!
¡No es eso! Yo no tengo nada contra la moto como medio de locomoción, sino
como medio de expresión. Para eso está el lenguaje, el canto, la pintura, tantas
cosas. Cuando uno tiene algo que decir, lo dice como Dios le da a entender. Pero
hay quien no tiene nada que decir y, al mismo tiempo, quiere que lo escuchen.
Entonces hace ruido. Todos sabemos distinguir el ruido que hace la moto
empleada como modesto medio de transporte, del que hace cuando sirve de
vehículo a la nada interior. Este último es el caso del desgraciado joven que nos
ocupa, cuya nada debe ser espantosa, a juzgar por el ruido que hace.
—¡Escucha! Ahí lo tenemos otra vez.
—Así, no se había estrellado.
—No parece.
—¡Pobre hombre!
—De acuerdo, pero...
—¡Calma! Respiremos, una vez más, profundamente.
—¡Un momento! Espera que cierre la ventana.
16 de marzo de 1962
43
UN FORASTERO EN WASHINGTON
I
¿QUIÉN no es forastero en Washington? Pero unos lo somos más que otros.
Yo, por ejemplo, todavía no he tomado los suficientes cócteles para poder
hablar con autoridad del Washington oficial y mundano. Pero creo haber
degustado la suficiente cantidad de cloro y demás productos químicos que
hacen teóricamente potable el agua del Potomac, para poder empezar a hablar de
cierto Washington. Mi Washington apenas tiene Capitolio, apenas Casa Blanca,
carece en absoluto de Pentágono y de Departamento del Tesoro, no abunda en
Embajadas ni en “hostesses” locas por recibirme y está exento de las numerosas
estatuas, más o menos ecuestres, que deterioran los jardines del Washington
oficial. En pocas ciudades seria tan oportuna como en Washington la indignación
de Degas contra “esos delincuentes que van dejando estatuas por ahí...”. Tengo
entendido que el secretario del Interior, el señor Udall, antiguo futbolista de
Arizona, está tomando medidas enérgicas sobre el particular.
Conozco al señor Udall por la televisión y por un patinazo que dio el año pasado,
con motivo de la visita oficial del Presidente del Pakistán. Estaba conversando
con la hija del Presidente y ésta dijo que su marido procedía de Peshawar. “Eso
está en Afganistán, ¿verdad, señora?” —se interesó, cortés, el señor Udall—. La
diplomática Begún se limitó a decir que no, que eso estaba en el Pakistán. Para
calibrar la importancia del “lapsus” hay que tener en cuenta la tirantez que existe
entre Pakistán y Afganistán, y que uno de los puntos de roce ha sido siempre
Peshawar, capital de la provincia fronteriza del noroeste paquistaní. La Begún
disimuló, pero la espina le quedó dentro, y en el siguiente banquete se sinceró
con el Presidente "Kennedy. “El señor Udall —le dijo— es muy simpático. Pero
su fuerte no es la geografía.” “Es verdad —dijo Kennedy—. Por eso lo tengo de
secretario del Interior.”
Un tipo admirable este Kennedy. Pero si alguna mañana de sol me ve usted
caminar por la ancha acera de la avenida de Pensilvania, no crea que me dirijo al
número 1.600, que es donde reside ese señor; me dirijo a un bar que hay en
la misma avenida, esquina a la calle Catorce, el Bassin’s, que es, quizá, el único
bar de los Estados Unidos que tiene mesas en la acera, al aire libre. Su dueño, un
griego, después de una lid homérica contra toda clase de leyes y de leyecillas,
consiguió instalar la terraza, pero con la condición de no servir en ella más que
comidas y bebidas no alcohólicas. Si uno quiere tomar alcohol, tiene que
renunciar al sol y entrar en el bar. Pero más vale limonada con sol que martini
con aire acondicionado. Aunque, sin duda, la solución ideal sería la de ir provisto
de ron o de ginebra en una botella de bolsillo y aprovechar un descuido de la
camarera para infundirle algún espíritu a la Coca-Cola, deprimente y estúpida
como la letra de la ley.
44
En todo caso, en la terraza del Bassin’s se oye hablar español muy a menudo.
Por si fuera poco aliciente el de la terraza, anejo al bar hay uno de los escasos
sitios de Washington y de Norteamérica donde uno puede entregarse al vicio
ibérico de hacerse limpiar concienzudamente los zapatos. De modo que, en
conjunto, queda bastante hispánica esa esquina de la avenida de Pensilvania con
la calle Catorce. Pero si por casualidad quiere usted comprar el “ABC”, tiene
usted que ir a buscarlo al Dupont Cercle.
El Dupont Cercle es a Washington D.C. lo que la plaza de la Cibeles es a
Madrid. Pero en lugar de una diosa gobernando el tráfico desde un carro de
leones, en el centro del Dupont Cercle hay una fuente alegórica en memoria
del almirante Samuel F. Dupont. Alrededor de la fuente hay una glorieta con
bancos, en los que se sientan a comer sus bocadillos las mecanógrafas de las
Embajadas que pueblan la avenida de Massachusetts. El tráfico va por fuera y por
debajo. En Washington no hay Metro, pero abundan los pasos subterráneos.
Tampoco parece propenso el Dupont Cercle a las erupciones volcánicas, géiseres,
seísmos y demás fenómenos geológicos que suelen producirse en la jurisdicción
de la diosa madrileña. Bien pensado, el Dupont Cercle sólo se parece a la plaza
de la Cibeles en que tanto en un sitio como en otro se puede comprar el “ABC”.
Entonces puede usted sentarse a leer el artículo de Pemán en un banco de la
glorieta, entre una recepcionista tailandesa y un negro con el pelo blanco que
tiene un paraguas rosa entre las piernas y está leyendo la Biblia en voz alta, no
lejos de una mujer obesa y decidida que ha llegado con una pancarta en la mano,
pero no en actitud de reto o de reclamo, sino de vuelta y de fatiga, como cuando
la procesión se acaba y los estandartes se marchitan y los portaestandartes se
retiran fumando y hablando de fútbol, o como cuando los soldados vuelven del
campo de tiro con los correajes flojos y los fusiles al desgaire; así, la mujer del
Dupont Cercle llega con su pancarta descargada, una vez cumplida su misión de
proclamar ante la faz del mundo, y especialmente ante la faz de los porteros de la
Embajada soviética, que las mujeres americanas quieren la paz; llega cansada,
pero orgullosa de su hazaña, y se deja caer en el banco con un suspiro de
satisfacción, y coloca la pancarta a su vera, con el mensaje boca arriba, de forma
que la proclamación sigue patente y en vigor, aunque en reposo momentáneo,
mientras la proclamante repara sus fuerzas con un termos de café y un bocadillo
de queso y de lechuga.
Unos niños interrumpen su juego y se acercan muy serios a leer la pancarta.
Pocos niños. El forastero piensa que a estas horas en la plaza de España habrá
más de cien niños. Aquí no llegan a diez. Las mamás de la plaza de España se
sentaban a hacer punto en la terraza del bar-quiosco que hay a la derecha de
Cervantes y de sus criaturas, bar-quiosco que el forastero echa a faltar —patrón
gallego incluido— a la derecha del almirante Samuel F. Dupont.
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El negro del pelo cano y del paraguas rosa sigue leyéndonos la Sagrada
Biblia, en la versión arcaica y sonora del rey James. Hay sentencias que lee con
notorio fervor, no exento de agresividad o de celo apostólico, accionando el
índice en nuestra dirección. Mirando de soslayo, veo que su vieja biblia tiene
algunos versículos en letras rojas. Estos son los que el viejo lee con especial
bravura y retintín.
Los niños, saciado su interés por la pancarta, se sienten atraídos por el
pintoresco lector, pero no acuden decididamente: se van acercando poco a poco,
cautos y remolones. Una niña rubia, de tres o cuatro años, se destaca del grupo
y se acerca como fascinada, con el dedo en la boca. El viejo la hace blanco de un
versículo rojo. La niña retrocede unos pasos, pero vuelve a acercarse. El viejo se
interrumpe y le pregunta cómo se llama. La niña no responde. El viejo reanuda su
lectura y la niña se acerca un paso más. El viejo sabe que lo que fascina a la niña
no es la Sagrada Escritura, pero disimula, y escoge un pasaje ameno del Libro de
los Reyes, que lee con mucho misterio para ella. Sin duda, lo que fascina a la
niña es el color del viejo o tal vez su paraguas rosa. El viejo se inclina por esto
último y alarga su paraguas a la niña, que lo mira con embeleso, pero sin
atreverse a tocarlo. El viejo actúa el resorte y el paraguas se abre de súbito. La
niña se espanta como un pájaro y huye definitivamente.
Tres reactores de la cercana base Andrews cruzan el cielo a gran altura.
Pemán habla del campo andaluz.
Aquí, en el Dupont Cercle, “campo andaluz” no suena a latifundio ni a
injusticia social. Suena a juncos, y a cal, y a toros bravos.
Aquí, en el Dupont Cercle, Pemán nos está bien.
2 de mayo de 1962
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47
II
LA avenida de la Constitución es la Vía Sacra de esta nueva Roma que es, en
ciertos aspectos, Washington D. C. Bordeada de edificios públicos de imponente
estructura neoclásica, a la larga, pesada y algo fúnebre, la avenida conduce al
Capitolio; pero lo más probable es que el forastero se detenga delante de un
edificio de mármol rosa que hay antes de llegar al Capitolio, a mano derecha, y
entre en él con gran confianza y desenvoltura, pues se trata del sitio de
Washington donde menos forastero se siente el forastero: la Galería Nacional de
Arte.
Uno se explica que André Malraux, tan cuidadoso en la elección de sus
ilustraciones, escogiera una foto de esta Galería para ilustrar su concepto de
“museo” al principio de “Les Voix du Silence”.
Construida hace poco más de veinte años, no puede competir con nuestro
Prado ni con otros museos importantes en acumulación de obras maestras;
pero los supera a todos en facilidades para la contemplación y el goce de las que
posee.
La instalación es perfecta. Hay el mármol y la suntuosidad necesarios para
imponer respeto y tono comedido en la voz de las gentes, y, al mismo tiempo, las
dimensiones son humanas; las salas son numerosas y pequeñas, con el techo
abierto a la luz natural, que tamizan y ponen a punto los cristales mates de las
claraboyas.
Las salas de los primitivos italianos (Duccio, Giotto, Cimabue) y las de los
grandes del cuatrocento (fray Angélico, Lippi, Massaccio, Piero de la Francesca)
tienen las paredes de yeso o de piedra. A partir del Renacimiento (Carpaccio,
Giorgione, Bellini, Tiziano, Correggio, Tintoretto), las paredes están forradas de
damasco. Las obras de los maestros alemanes, flamencos y holandeses (Cranach,
Holbein, Durero, Memling, Brueghel, Rembrandt, Verner) están sobre un fondo
de roble ahumado. Los cuadros de Reynolds, Gainsborough y demás retratistas
de la sociedad inglesa del tiempo de los Jorges están en salas georgianas, con
paneles de nogal. Del impresionismo en adelante, los fondos son imperceptibles.
En las salas hay cómodos divanes para sentarse a contemplar los cuadros. En
el primer encuentro con una obra maestra uno permanece de pie. Pero en
encuentros sucesivos, cuando uno va cogiendo confianza, el diván no viene mal,
no sólo para mirar el cuadro, sino para ser mirado por el cuadro, para estar allí
sentado, tal vez leyendo o escribiendo, o simplemente allí sentado en presencia
del cuadro.
La Galería está abierta todos los días de la semana y no cierra a mediodía. La
entrada es gratuita. En cada sala hay prospectos y catálogos a disposición del
público. El servicio de guías está ventajosamente sustituido por un sistema de
radio-transistores con otófonos. Si a uno le interesa seguir la explicación
colectiva, no tiene más que alquilar, por 26 céntimos, un aparato receptor. Los
guardas de la entrada facilitan gratuitamente cochecitos de niño a las mamás que
acuden con bebés y sillas de ruedas para las personas ancianas o impedidas.
ARTICUENTOS (1956-1963) Manuel San Martín
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ARTICUENTOS (1956-1963) Manuel San Martín

  • 2. 2
  • 3. 3 ÍNDICE INTROITO Manuel San Martín, el charro sombrío (Julio Tamayo)…………………………..5 ENTREVISTAS Del Arco (La Vanguardia, 10-04-1957)……………………………………..……7 Del Arco (La Vanguardia, 16-05-1963)…………………………………..………9 ARTÍCULOS Futbolocracia………………………………………………………………...….13 Arena movediza……………………………………………………………...….15 Marx y la pachanga……………………………………………………………...17 Cierta pequeña música………………………………………………….……….19 El retorno de los intelectuales…………………………………………………...21 El canciller y los fantasmas……………………………………………………..23 América bajo tierra…………………………………………………………..….25 US-40 tramo en mal estado…………………………………………….………..29 Rembrandt, en Nueva York………………………………………………..…….33 Don Miguel…………………………………………………………………..….35 Néctar «On The Rocks»……………………………………………………..…..37 Un jesuíta en la brecha…………………………………………………………..39 El gemido del Yeti…………………………………………………………….....41 Un forastero en Washington……………………………………………………..43 I…………………………………………………………………………..…..43 II……………………………………………………………………………...47 III………………………………………………………………………….....49 IV…………………………………………………………………………….53 V……………………………………………...………………………….…..57 Réquiem por un ganapán………………………………………………………..61 Para el diestro Jean Cau: Pitos y algunas palmas……………………....……….65 El cura de los fideos……………………………………………………………..69 El estrabismo de “Look”…………………………………………………….…..73 Las palabras de Gettysburg……………………………………………..……….75 Colón en el Oeste…………………………………………………………….….77 Carta a un periodista español..………………………………………………......79
  • 4. 4 La doctrina de un McNamara y un mal consejo de Hugh Thomas………...……81 Misterios anglosajones…………………………………………………………..85 Tolerancia………………………………………………………………………..89 El rendez-vous de Cupido.....................................................................................91 El Canal pita y Nasser paga..................................................................................95 Mínimas................................................................................................................97 CUENTOS La noticia…………………………………………………………...…...……..101 El Boyero mudo………………………………………………………………..109 Barriguita……………………………………………………………………....115 Saber perder………………………………………………………………...….129 Un cóctel color malva………………………………………………..………...135 Payaso alegre…………………………………………………………………..145 Solo de trompeta……………………………………………………………….151 Más allá de los Altos Hornos…………………………………………………..155 El talud……………………………………………………………………...….163 Iceberg………………………………………………………….……………...171 El Insolente………………………………………………………………….....181 Don Blas, que en paz descanse……………………………………………..….201 Muchos años y muchos enemigos………………………………………….….205 El móvil……………………………………………………………………......217 Mi último encuentro con Cristo……………….…………………………..…...227 La peor hora…………………………………….……………………………...235 Salud y otros misterios…………………………………………………….…...239 Mi cárcel no es de este mundo………………………………………….……...245 AUTOBIOGRAFÍA Mi vida, en una carta...........................................................................................257
  • 5. 5 MANUEL SAN MARTÍN, el charro sombrío En cualquier país del mundo, la muerte prematura de un artista conlleva que su nombre permanezca para siempre en el inconsciente colectivo, que se lo digan al club de los 27, Robert Johnson, Janis Joplin, Amy Winehouse, Jimi Hendrix, Jim Morrison, Kurt Cobain, Brian Jones, etc. En España no, salvo Lorca, muerto en trágicas circunstancias, vamos fusilado, convertido en símbolo de la represión franquista, y quizá en menor medida Cecilia, Nino Bravo, Larra o Bécquer, ni la muerte en plena juventud te garantiza un cierto conocimiento, cariño. Y no será por falta de candidatos, el escritor charro (el cuento “El boyero mudo” está localizado en su pueblo de nacimiento, el personaje principal de “El insolente” se llama Taramona (el desaparecido cine-bar), y su primera novela “La luz pesa” casi íntegramente en Salamanca capital, “matrona medieval”, en concreto salen las Carmelitas, las Salesas, las Úrsulas, las Agustinas, la avenida Torres Villarroel, la Clerecía, el cementerio, la tumba de Unamuno, los almacenes Jesús Rodríguez, el Ayuntamiento, la calle del Prior, la Alamedilla, la puerta del Carmen, el barrio Chino, “El barrio pecador de Salamanca está rodeado de conventos”, la avenida de Alemania, la Estación, la calle de La Palma, “una de las calles más largas, más míseras y peor afamadas de la ciudad”, y la Universidad, más el trágico final en Carbajosa de la Sagrada, además de varios artículos en “Pueblo” en los que habla de Salamanca), conocido de Unamuno, Manuel San (realmente Sánchez) Martín (Carbajosa de la Sagrada, Salamanca, 1930 - Andorra, 12 de junio de 1963), la espoleta de la corriente “metafísica” en la literatura española, con 32 años. Alguien con una biografía digna de un escritor americano de culto. Seminarista con los Jesuítas (de los 10 a los 19 años, Colegio de Calatrava, Carrión de los Condes, Colegio de San Estanislao de Salamanca), donde estudia el equivalente a Filosofía y Letras, viajero-vagabundo por Europa realizando toda clase de trabajos, legionario en los Tercios en África durante 3 años, administrador de carreteras en construcción en Andorra, emigrante, 2 años, en los Estados Unidos, Spivak, Colorado (desde donde escribe artículos para el diario madrileño Pueblo entre junio de 1961 y marzo de 1963), casado con una escritora americana, y de nuevo de visita familiar en Andorra (después pensaba asumir la corresponsalía de Cuba para “Pueblo”), donde muere repentinamente de un edema pulmonar, padecía tuberculosis.
  • 6. 6 La Cate en la portada de su primera novela A pesar de conseguir casi todos los grandes premios de la época: Premio Leopoldo Alas al mejor cuento de 1956 por “El payaso alegre”, Premio Sésamo de novela corta de 1957 por “La noticia”, finalista del Premio Planeta de 1960 con la novela “El borrador”, libro fundacional de la corriente denominada “realismo total”, que trataba de trascender el mero costumbrismo de la época, Premio Leopoldo Alas de 1963 por la recopilación de cuentos “El insolente”, y ya de manera póstuma en 1964 el Premio Selecciones de Lengua Española de Plaza y Janés con su primera novela “La luz pesa”, su nombre no figura en la historia de la literatura española, y ninguno de sus libros ha sido reeditado desde los años 60, siendo casi imposible hasta leerlos en bibliotecas o conseguirlos en librerías de viejo. ¿El motivo de este desdén, ninguneo? Ni idea, desde luego el problema no es literario (el crítico literario Darío Villanueva le compara con Joyce, Gide o Huxley), basta con leer un párrafo suyo, “Se puede ser algo y no ejercerlo. Mi abuelo era abogado y no ejercía. Pío Baroja era médico y no ejercía. Yo soy escritor, si bien no ejerzo. No lo soy socialmente, digamos. Pero en mi fuero íntimo lo soy. Obro como escritor, pienso como escritor, tengo conciencia de escritor, incluso escribo, a veces escribo. Aunque sólo en borrador. Eso es lo que soy exactamente: un escritor en borrador. Otros escriben cuentos y monografías. Yo escribo en borradores, me he especializado en borradores.”, para darse cuenta de que nos encontramos ante un escritor de raza, ante un letra herido, ante un insolente, con tendencia al fatalismo, a la oscuridad, al humor negro, como buen castellano. Sinceramente no sé a qué esperáis para leerlo. "Manuel San Martín metía el resquemor de la rebeldía en una cobertura intelectual y vitalista." Florencio Martínez Ruiz
  • 7. 7 MANO A MANO MANUEL SAN MARTÍN El último concurso literario ha descubierto un nombre. La noticia escueta ha sido esta: Ha ganado el “Premio Sésamo de cuentos» el vecino de Andorra Manuel San Martín. Pero tras «el vecino de Andorra» hay mucho mundo, como se verá... —Soy de Salamanca —declara— y conocí a Unamuno. —¿Formación literaria? —Humanidades clásicas, con los jesuítas. —¿Seminarista ? —Cinco años; entré a los diez. —¿A los diez, por vocación? —Yo creo que a esa edad no se tiene razón para entrar en ningún sitio; estuve hasta los quince en el Seminario menor de Salamanca, de ahí pasé al Colegio de Carrión de los Condes, de los padres jesuítas, y de aquí al Colegio de San Estanislao de Salamanca, donde hice los estudios retóricos y clásicos, que vienen a ser equivalentes a filosofía y letras, y, a los dieciocho años, lo dejé. —¿A los quince aspirante a jesuíta y a los dieciocho al mundo? —Por un afán mal entendido de superación, en cuyo afán, posiblemente, a juzgar por las consecuencias, no intervino una vocación real. —Ya estamos en el mundo. ¿Qué hace este hombre a esa edad? —Abandono los estudios regulares y me dedico a una especie de vagabundaje. —¿Sin encontrar un camino?
  • 8. 8 —Sin encontrarlo, inmediatamente, en lo exterior; pero con un claro camino interior. —¿De qué vive? —De casi todo; luego voy al Tercio. —¿Huyendo? —No huía de nada, buscaba algo. —¿Remordimiento? —No fue una solución expiatoria, sino una ambición desinteresada, tal vez con un anhelo inconsciente de compensación. —¿Cuánto tiempo en el Tercio? —Tres, años. —¿Útiles? —Utilísimos; hay dos cosas de las que no me arrepiento nunca: haber sido religioso y legionario. —¿Buen temple? —Tal vez excesivo. —Y ahora ¿dónde estamos? —Geográficamente, en Andorra: altura y soledad; espiritualmente, lo mismo: altura y soledad. —¿Aspiración inmediata? —Escritor, pero como medio. —¿Adónde va? —A dar una razón de ser a mi vida. —¿Pesa lo pasado? —Me pesa no en el sentido de arrepentimiento, sino de responsabilidad, —¿Hay mucha vida por delante? —Toda. —¿No se ha hecho nada todavía? —Creo que he empezado. —¿Es un refugio la literatura? —No me he refugiado en lo literario; escribir, para mí, es una función vital. —Esa intimidad ¿no está pidiendo una novela? —La escribo, en todo lo que escribo, sin querer. —¿Ambición? —Mi paz. —¿Ni en Andorra? —La de mi circunstancia, sí; la de yo, está en juego. Él sabrá. Del Arco – La Vanguardia – 10 de abril de 1957
  • 9. 9 MANO A MANO MANUEL SAN MARTÍN Manuel San Martín ha venido a cobrar su premio "Leopoldo Alas, de Cuentos, 1963". Viene de Norteamérica. La vida de este hombre es densa; ocho años vistiendo la sotana de jesuíta, después llevó durante tres años el uniforme de la Legión, en África, más tarde se ocultó en un rincón de los Pirineos, en Andorra. Ahí se encontró a sí mismo; lee, lee, lee y acaba escribiendo "La noticia", premio "Sésamo 1957". Aquí nace el escritor. A partir de entonces su nombre aparece con frecuencia y es finalista en el "Planeta 1960". Se ha casado con una joven y bonita escritora norteamericana y con ella se va. —¿Vuelves solo? —Si y a respirar aire natural, porque allá el poco que hay es acondicionado. Ella esperará mi llamada, o mi regreso. —¿No te convenció aquello? —No me decepcionó, porque iba muy predispuesto contra la manera de vivir del norteamericano; pero como la mayor parte de mi vida se desarrolla a solas, casi me es indiferente el sitio y el ambiente en que me encuentro y esta soledad en que dejan al escritor, o al artista en Norteamérica es propicia a la creación. —¿Has vivido de la pluma? —No completamente; tanto mi mujer como yo hemos tenido que recurrir a trabajos ajenos a la literatura. —¿Aquello está difícil? —Para un escritor no americano, naturalmente. —¿El lector aquél es diferente al español?
  • 10. 10 —Yo creo que en un pueblo de casi doscientos millones de habitantes se tiene que encontrar una minoría más amplia que en un pueblo de treinta millones. En cuanto al lector, a la enorme masa de consumidores de "Best-sellers", por el momento, no me interesan. El norteamericano lee lo que otros leen. Su norma para adquirir un libro es la lista de mejores ventas aparecida en la revista "Time", o en cualquier otra publicación de esa índole. —¿Vuelves con las manos en los bolsillos? —Tampoco fui a América con intención de hacer fortuna; desde luego vuelvo con los bolsillos vacíos de dinero, pero llenos de una nueva e incomparable experiencia. —¿A qué obedecen estos cambios tan bruscos en tu vida? —Yo no creo haber puesto mucha voluntad en estos cambios, es una cosa que ha venido rodada y que sigue rodando; yo me limité a estar completamente disponible. No tengo raíces, ni estoy atado a nada, más que a mí mismo. —¿Aquellos años de claustro no imprimieron carácter? —Naturalmente dejaron una huella que persiste, pero no determina exclusivamente mi vida, ni mi obra. —¿Puedo preguntarte, al cabo del tiempo, por qué dejaste aquello? —Hay una razón negativa y es que, a mi juicio, entré por otras voluntades y sin lo que llaman vocación. —¿Tu vocación verdad, cuál es? —De momento no sé si tengo alguna, aparte de escribir. —¿Eres un escéptico? —Quizá. —¿No crees en nada, ni en nadie? —Cada vez voy creyendo menos cosas y en menos gentes. —¿Dudas de ti mismo? —Eso, no. —¿Tienes lo que te mereces? —Lo que me merezco como castigo, tal vez, sí. —¿Te dejas llevar por cualquier vendaval? —Sólo por les que yo elijo. —¿Eres consciente de tus disparates? —Cada vez más, sin que esto signifique que deje de hacerlos. —¿El próximo? —Aquí lo espero. —Que no te espere tu mujer… Del Arco – La Vanguardia – 16 de mayo de 1963
  • 12. 12
  • 13. 13 FUTBOLOCRACIA Ya casi da vergüenza y asco hablar de la generación del 98; pero es que no puede uno menos de recurrir a ella o de remontarse a través de ella hasta el prodigioso Larra, aunque sólo sea para convencerse de que nuestro mal es hondo y antiguo y, en consecuencia, consolarse un poco o desesperarse un poco más. Cierto que la alienación nacional, la aberración masiva, la tumultuosa desviación hacia lo superfluo, hacia lo fútil, con menoscabo de lo principal, nunca se ha visto tan favorecida por las circunstancias, los formidables medios de difusión y comunicación; pero esos mismos medios favorecerían como nunca el fomento de la seriedad patriótica, el planteamiento de los problemas esenciales, la jerarquización racional de los valores, el avance de la cultura y del amor a las cosas del espíritu, la invitación a una vasta y rotunda toma de conciencia. Sociólogos eminentes, aunque pesados, y psiquiatras propensos a la literatura, deberían, entre dos homenajes, analizar concienzudamente ese fenómeno que a nosotros ya casi nos parece natural: la preponderancia del fútbol en la sociedad española de 1961, el año en que otras sociedades inauguraban el espacio exterior con cosmonautas peor retribuidos que ciertos futbolistas españoles. Siempre recordaré la pregunta de aquel estudiante alemán al enterarse del sueldo fabuloso de un futbolista español: —Entonces ¿cuánto gana en España un profesor de universidad? Confesemos que ese desquiciamiento de valores no es tan inofensivo como nos empeñamos en creer. Lejos de mí la idea de criticar la afición individual al fútbol, ni más ni menos perjudicial que otra cualquiera y compatible, en muchísimos casos con una gran cultura y con un espíritu selecto. Sin esforzarme en recordar, me acuden los nombres de J. M. Cossío, de F. C. Sáinz de Robles. En Barcelona conocí médicos insignes, prestigiosos ateneístas y escritores fanáticos del fútbol; y ese estupendo tipo de burgués catalán, coleccionista, dilettanti, melómano, liceísta, tirando a Mecenas, buen lector, fácil viajero, liberal, «bon vivant», «bonne fourchette», experto en París, conocedor de Europa y al mismo tiempo aficionado al fútbol y celoso supporter de algún equipo barcelonés. Hay comentaristas de fútbol cuyos escritos revelan talento, cultura y agudeza, y merecen ser leídos tanto por los aficionados al fútbol como por los aficionados al buen periodismo. Todos estos señores comprenderán que mi lamentación no va con ellos. Lo lamentable es la superfetación plebiscitaria y monstruosa de un elemento de ocio y de diversión. Los psicosociólogos se apresurarán a descubrir «transferencias» saludables, «defoulements», acción catártica preventiva de trastornos más serios. Pero alguno tendría que atreverse a discernir la relación que pueda haber entre nuestra superioridad en los campos de fútbol y nuestra inferioridad en otros campos; si hay una relación intrínseca o si es pura coincidencia; y, en este caso, hasta qué punto lo primero es aceptable como desquite de lo segundo o perjudicial como pseudo-desquite, productivo de una satisfacción infundada y anquilosadora.
  • 14. 14 Discernir también hasta qué punto éste futbolismo desmesurado, al purgar a las masas, no las intoxica; y al curarlas de malos pensamientos no las priva de todo pensamiento. No hace mucho escuché en un autobús la conversación de dos viajeros de aspecto modesto y laborioso: —Al Madrid le interesa —decía uno—que el Valladolid siga en primera. Valladolid está a doscientos kilómetros. Los desplazamientos son sencillísimos y cada vez que el Madrid juega en el Zorrilla se descuelga toda la «hinchada» madrileña. Hay clubs que con sólo la afición local llenan los campos. Tienes, por ejemplo, el Bilbao. La última vez que el Madrid jugó en San Mamés se pidieron mil entradas para la afición de aquí y no se consiguieron. Y así fueron sutilizando durante todo el trayecto, con un lujo de detalles y de matices, una precisión de cifras, un dominio de la política y de la economía secreta del fútbol que me dejaron estupefacto. Entonces se me ocurrió el vocablo «futbolocracia». Millares de oficinistas y de obreros saben la cantidad exacta de espectadores que caben en el estadio de Zaragoza y conocen el grupo sanguíneo del interior izquierda del Elche. ¿Sabrán el año exacto en que se desarrollaron los Sitios de Zaragoza? ¿Tendrán noticia de la Dama de Elche? La hermosa Dama que el mundo nos envidia está curada de espantos; ¡ha visto tantas cosas desde su solío de milenios! Pero nuestro tiempo es breve, y lo sentimos. Aquello de que «el vulgo es necio, y pues que paga, etcétera», siempre nos pareció gracioso, pero inaceptable. El gran argumento de los futbolócratas es que el público pide fútbol. El público pide lo que se le da. Si por algún punto ha de romperse el círculo vicioso, parece lógico que sea por nuestro punto consciente y director. Pero no contamos con eso. Sabemos que la futbolocracia sólo tiene un remedio, indudablemente peor que el mismo mal. De aquí nuestro desaliento y nuestras manos muertas sobre el teclado de la máquina. Pueblo – 6 de junio de 1961
  • 15. 15 ARENA MOVEDIZA DÍAS atrás, la B.B.C. de Londres ofreció a sus oyentes la primera audición de una pieza de música moderna titulada “Móvil para percusión”, original del hasta entonces desconocido compositor polaco Piotr Zae, un joven músico de veintidós años. Numerosos oyentes adictos a la música de antes de la guerra aguantaron el chaparrón de disonancias y de temeridades, sacrificando su oído a la curiosidad y al prurito de estar al corriente. Algunos, más sensibles, antes de enloquecer, giraron el botón. Los amantes de la música concreta acercaron la oreja al raudal dodecafónico, pero no tardaron en retirarla saturada de atonalismo ensordecedor. Siguieron escuchando a prudente distancia. Desde luego, el polaco era un suicida. Boulez, a su lado, era Mozart. La "Intolleranza 1960", de Luigi Nono, que provocó un escándalo en el último festival de Venecia, era un villancico monjil al lado de aquel tremendo “Móvil para percusión”. Algún especialista pudo captar remotas influencias de Wéber, tal vez de Varese, pero en conjunto se podía decir que el joven músico polaco era estruendosamente original y decididamente interesante. El crítico musical del “Times” admitió una “impresionante riqueza de sonidos”. En los estudios de la B.B.C. empezaron a recibirse cartas pidiendo más detalles sobre el compositor, interesándose por la partitura, etc. Entonces, los encargados de la división de música no tuvieron más remedio que confesar la verdad. Los locutores Hans Keller y Susan Bradshaw habían pedido permiso para dar una broma a sus oyentes. El compositor polaco era un mito: lo habían inventado ellos, y la música la habían compuesto y ejecutado, ellos golpeando al azar todos los instrumentos que habían podido reunir en el estudio. Un bromazo. Pero con mucha miga. La feroz actitud del hombre de la calle ante ciertas obras de arte contemporáneas procede casi siempre del oscuro temor de que le estén tomando el pelo. Un comentario típico en el hall de la U.N.E.S.C.O., ante el gigantesco Picasso que lo preside, puede ser el de aquel francés de provincias que lo estaba mirando al mismo tiempo que yo: “Quelle blague!” Mi acompañante, una persona culta, tampoco se vio libre de la angustiosa sospecha: “¿Quieres decir que el viejo fauno no ha aprovechado la formidable ocasión que se le presentaba de chotearse de la Humanidad?” En realidad, con Picasso no hay problema. Si alguien tiene derecho a suscitar esa angustiosa duda es él. Todo hombre honrado puede quedar perplejo o indignarse ante alguno de sus cuadros. Pero cualquier ser humano ante quien se despliegue la inmensa aventura de Picasso a través de los tiempos coincidirá conmigo en que con Picasso no hay problema. El verdadero problema lo plantean los genios hipotéticos que se ponen a hacer anti- pintura, anti-música o anti-teatro, sin haber demostrado, ni estar en disposición de demostrar, que pueden hacer pintura, música o teatro. Ante un genio de esta índole, la duda es plausible y la indignación es disculpable. Todavía queda gente que cree que el mejor modo de hacer anti-pintura es ponerse a trabajar de contable o, en último recurso, de albañil. “¿Han pensado alguna vez nuestros
  • 16. 16 anti-pintores —se pregunta el ciudadano mosqueado— la cantidad de actos anti- pictóricos que ejecuta un albañil al cabo día? Incluso, a veces, actos anti- pictóricos que parecen verdaderos “actos creativos”, verdaderos Tapies, sin ir más lejos”... Vayamos más lejos. Pero con precaución. Tenemos derecho a la precaución. Tenemos derecho a sospechar que nos están dando una broma. Y de esa precaución, de esa sospecha, de esa perplejidad, no debe deducirse necesariamente que somos retrasados mentales. La indignación tampoco está prohibida. Pero no es peligrosa. A veces se dan casos de agresiones salvajes a cuadros famosos. La “Venus del Espejo” fue apuñalada en Londres por no sé qué monstruo resentido. Costó mucho trabajo repararla. Con las obras abstractas no hay ese peligro. Supongamos que un ciudadano se enfada y clava su navaja en un cuadro de Millares. Pues muy bien. Contribuiría a la riqueza de la composición. A todos nos pareció muy bien; por lo menos, a todos los que no pintamos ni anti-pintamos, nos pareció muy bien que le dieran a Tapies el primer premio en el Carnegle International de Pittsburgh en 1958. La cosa premiada estaba hecha de yeso y arena. Poco después del concurso empezó a desprenderse la arena. Llamaron a un gran restaurador. “¿Qué quieren que haga yo aquí? —dijo el restaurador, acostumbrado a reparar Tizzianos y Rembrandts—. Esto más bien pertenece al gremio de la construcción. ¿Por qué no llaman a un yesero?” Lo que hicieron fue llamar al artista. El cuadro desapareció de la vista del público. ¿Por qué tanto escrúpulo?, me pregunto yo. ¿Acaso el público iba a notar alguna rareza eventual en un cuadro tan sorprendente de por sí? Y, de haberlo notado, bien hubiera podido atribuirla a un propósito deliberado del artista, a un ingrediente del hecho creativo. Y el público refractario a esa clase de hechos creativos lo mismo se hubiera enfadado con la arena firme que con la arena movediza. Accesoriamente, en Norteamérica, un hecho creativo de esa índole, uno de esos hechos bien creativos, bien puros, bien desinteresados, puede valer, por ejemplo, seis mil dólares. Sobre todo si el comprador firma un papel haciendo cesión póstuma del hecho a alguna institución del Estado. En ese caso el hecho puede “valer” doce mil dólares, aunque el creador sólo cobre tres mil. El comprador libera aquella suma de las garras del fisco y, encima, queda como un mecenas. El artista gana prestigio y aumenta la cotización de sus hechos creativos. Y todos tan a gusto. Como ve el lector, en todo esto hay mucha arena movediza y bien hace en pisar con tiento y en no precipitarse a cubrir sus paredes de “hechos creativos puros”, aun en el caso de que haya algún creador puro tan modesto que todavía se cotice en pesetas. De todas formas, el Museo de Arte Moderno de Nueva York, bastión inexpugnable de la pintura abstracta, ha distribuido su programa para el año 1962. Le titula así: “Pintura actual americana: La Figura”. Ahora bien. ¿Llegaremos a 1962? Esta simple pregunta expresa todo lo que es verdad, lo que no es broma, en el arte moderno. Esta simple pregunta justifica la pintura abstracta. 21 de agosto de 1961
  • 17. 17 MARX Y LA PACHANGA HAROLD Lavine, redactor de “Newsweek”, refiere en un reciente artículo la respuesta de un diplomático ruso destacado en La Habana a una señora que le preguntaba si Cuba era un país comunista: “No, señora —respondió el soviético—. Esto no es comunismo. Esto es pachanga.” No sabemos si el ruso se refería al nuevo baile de ritmo esquizofrénico, que, si las bombas “H” no lo impiden, se bailará el próximo invierno en todas las fiestas del mundo, o al peculiar comportamiento que los naturales de la isla designan con ese vocablo malsonante y significativo. En todo caso, el ruso tenía algo de razón, no toda, porque aquello es comunismo, pero un comunismo a la cubana como el arroz con pollo; un comunismo con pachanga. Sartre y otros marxistas cerebrales se enternecen ante la pintoresca exuberancia de ese marxismo tropical. Los marxistas prácticos se aprovechan y se ríen. En el lujoso “hall” del Balalaika —que así se llama el antiguo Edén Roe— resuenan las carcajadas de los rusos y de los checos que están forjando la “libertad” de Cuba. Algunos de ellos son profesores en la Escuela “Patrice Lumumba” —que así, y no de otro modo, se llama la antigua Escuela Electromecánica de los Jesuítas de Belén—. Muchos se han traído a sus mujeres, y, en consecuencia, este verano, al borde de las piscinas elegantes, prepondera la tendencia a lo voluminoso. Mientras las amas de casa cubanas vuelven del mercado exasperadas, con las bolsas de la compra desprovistas de lo más necesario, las esposas de los libertadores toman baños de sol, y si se les antoja algo no tienen más que dar una palmada y firmar un vale: Castro paga. De vez en cuando Castro se da cuenta de que la cosa no va del todo bien. Entonces coge y se va a un estudio de televisión. Quizá en ese momento están dando un desfile militar en Pekín, pero no importa; los marciales chinos se quedan con un pie en el aire y aparece Castro dando voces, echándoles la culpa a los americanos. “¡Los americanos se las dan de buenos! —gritaba el otro día—. ¡Pero quieren que el pueblo cubano pase hambre!” Y anunció que, por culpa de los americanos, había que reducir la ración de manteca a medio kilo, y la de aceite, a medio litro por mes. En su inspirado libro sobre Cuba dice Sartre que si los Estados Unidos no existieran, Castro tendría que inventarlos; porque la actitud agresiva de los Estados Unidos determina la “frescura y originalidad” de la revolución cubana. El frío Sartre se derritió en el trópico y empezó a divagar. A Sartre, la verdad sea dicha, le pareció mal lo de Hungría. Pero si Rusia no hubiera existido, Hungría no hubiera tenido que inventarla, porque los tanques rusos determinaron la sangre y el horror de la revolución húngara. Castro puede inventar tranquilamente los Estados Unidos. Toda su política se reduce a eso: a manejar los Estados Unidos, a blandir los Estados Unidos, tanto en su demagogia interior como en sus compadreos exteriores.
  • 18. 18 Decía no hace mucho el senador Humphrey que lo que tendrían que hacer los Estados Unidos es olvidar a Castro, ignorarlo, no tenerlo en cuenta para nada, ni para bien ni para mal. Tal vez sea la política ideal, pero Castro se encargará de hacerla irrealizable. Seguirá abusando de su debilidad. En el mundo llamado libre están de moda los “abusos de debilidad”. Los “abusos de poder” ya casi no se estilan. En nuestro mundo, los tiranos son los débiles, los subdesarrollados, los recién nacidos. Uno de los primeros actos conscientes de un pequeño país recién nacido suele ser insultar a los americanos. Es algo ya casi rutinario, protocolario, ya no impresiona a nadie, todos sabemos de qué va; pero los pequeños países no acaban de sentirse soberanos si no dan el consabido tironcito a las barbas del Tío Sam. A diferencia de esos otros líderes de pequeños países que dan su tironcito ocasional y quedan satisfechos, Castro ha hecho de eso su actividad política constante y sistemática. Ayudado por la geografía, se dedica a abusar de su impotencia americana. Ese fenómeno, tan corriente en política moderna, de “impotencia abusiva”, adquiere en Castro manifestaciones tropicales y hace dudosa la eficacia de la política de desprecio preconizada por el clarividente senador Humphrey. Castro dará guerra, hará fechorías o, en todo caso, dará voces. Usará la televisión. Abusará de la televisión. La televisión es el instrumento principal del régimen. Es la batería que marca el ritmo en esa grotesca adaptación afrocubana de las rapsodias nórdicas de Marx y de Lenin. Castro está preocupado porque Rusia puede proporcionarle tanques, pero no aparatos de televisión. Los tanques le vienen bien, los tanques son muy útiles en el Caribe, donde tanto abundan las invasiones, pero ¿qué será del porvenir de la libertad en el hemisferio occidental si, por falta de telerreceptores se queda sin poder explicarles “El Capital” a los guajiros? La culpa, en todo caso, será de los americanos. Todos los aparatos de televisión que hay en la isla son de fabricación americana. Si alguno se avería necesita piezas de repuesto americanas. Ahora bien: los americanos, agresivamente, han suprimido la exportación de piezas de repuesto; luego… Dialéctica pura. La barba es el antifaz de la dialéctica. Un antifaz cada vez más diáfano, cada vez más simbólico, cada vez más nulo. En realidad, Castro ya podría afeitarse y no pasaría nada. La misión de su barba ha caducado. Si la conserva es por puro sentimentalismo ajeno a la realidad e independiente de su propia evolución humana y política. Es más, en conciencia, tendría que afeitarse. Su barba se presta a confusiones, se presta a que confundamos este Castro con el de Sierra Maestra, con el cual no tiene nada en común más que la barba. Este no es nuestro Castro, que nos lo han cambiado; aquél era un hombre valiente, que, además de barba, tenía razón. Este es un hombre barbudo que habla mucho, que ha fusilado mucho y que tiene muy malas amistades. Su barba es un elemento de mistificación. Tendría que afeitarse. Pero de afeitarse él se querría afeitar todo el país, y eso crearía un nuevo problema nacional. Los americanos, agresivamente, han suprimido la exportación de hojas de afeitar. Castro ha perdido la razón, pero conserva la barba y el poder. En todo caso, la culpa la tienen los americanos. 21 de septiembre de 1961
  • 19. 19 CIERTA PEQUEÑA MÚSICA HACE pocas noches, en una granja de Maryland, se hablaba de literatura española. La dueña de la casa había comprado un libro de cuentos españoles, en edición bilingüe hispano-inglesa. Una edición didáctica, tirada a centenares de miles de ejemplares, para uso de los centenares de miles de americanos que actualmente estudian español. En el libro figuran cuentos de don Juan Manuel, de Cervantes, de Clarín, de la Pardo Bazán, de Unamuno y de Goytisolo... —¿Qué le parece a usted? —me preguntaron. —Me parece muy bien. Pero me choca la inclusión de Goytisolo en un libro destinado al estudio del castellano. ¿Quién ha hecho esa selección? —Don Ángel Flores. —Pues lo menos que se puede decir del señor Flores es que es un hombre que se precipita. Me enseñaron el libro. En la cubierta, con satisfacción, leí los nombres de Borges y de Cela. —Estos dos, sí —dije—. Estos dos “enseñan” español. Son “clásicos castellanos”, aunque vivos, como Montherlant y Malraux son clásicos franceses. Pero Goytisolo... —What’s the matter with Goytisolo? —Eso mismo me pregunto yo. Lo que pasa con Goytisolo es muy difícil de explicar. Vamos a ver qué dice el señor Flores. “Si Miguel de Unamuno —dice el señor Flores— es fácil de captar, con su escabroso y, a menudo, abrupto estilo, tan personal y tan apasionadamente obsesionado por sus problemas existenciales, no es tan fácil definir a Cela o a Goytisolo, y todavía menos a Borges. Sólo una cosa tienen los tres en común: los tres escriben extraordinariamente bien.” —Bien—dije—. Esto es una apreciación muy personal del señor Flores. Ya resulta chocante el formar terna con esos tres nombres. Es como si dijéramos: “Camus, Bernanos y Françoise Sagan”, o “Joyce, Dos Passos y Colin Wilson”. (Si bien la Sagan escribe buen francés y el Wilson buen inglés.) Goytisolo coincide con Cela y con Borges en que los tres escriben. En eso también coincide con Shakespeare y con Homero, sobre todo si se tiene en cuenta que ninguno de estos dos autores cultivaba la prosa castellana… —Usted exagera —me dijeron. —Ciertamente, exagero. Pero exagera más el señor Flores. Goytisolo no escribe ni mejor ni peor que otros escritores españoles, contemporáneos suyos, a los que “quizá” supera en talento y en fuerza creativa, a los que “indudablemente” supera en habilidad y en “public relations”. —Y también en inconformismo —me dijeron. —Todos los buenos escritores son inconformistas. Pero no todos tienen amigos en París. —Entonces, usted reconoce que Goytisolo es un buen escritor.
  • 20. 20 —Sí, señora; es un buen escritor que escribe mal. Y, por consiguiente, no tiene derecho a figurar en un texto de español, donde no se trata de presentar escritores con personalidad, sino escritores con estilo, o, al menos, con gramática. ¿Ustedes han leído su cuento? —Lo he leído en inglés —dijo la señora—. Desde luego, en inglés queda pobre. La traducción es mala. —¿La traducción es mala, dice usted? Pues entonces estamos perdidos. Goytisolo, bien traducido, es bueno. Su renombre, en gran parte, se debe a eso: ha tenido un traductor excepcional, M. Coindieau. Una novela de Goytisolo traducida por Coindreau puede ser una gran novela. Coindreau determina el ingrediente literario del renombre de Goytisolo. Lo demás es extraliteratura. —Pero bueno; al fin y al cabo, lo que usted critica es un elemento perfeccionable. Goytisolo es joven. Puede mejorar su estilo y llegar a ser tan buen prosista como Borges o como Cela y mejor novelista que ambos. —Esto último no puedo discutirlo, pero casi me atrevo a asegurarle que Goytisolo nunca será un modelo de prosa castellana. Es como cuando se carece de oído musical. Ya se puede tener buena voz. Ya se puede saber solfeo. Que a la hora de cantar... Goytisolo tiene una voz poderosa; puede estudiar solfeo, pero difícilmente se puede esperar de él aquella “petite musique” de que hablaba Celine. La prosa de Goytisolo suena a traducción de algo, a traducción mala de algo. En cambio, traducido, parece original. Y bien traducido puede llegar a ser muy bueno. —Yo creo —dijo alguien— que Goytisolo es expresionista. A un pintor expresionista no se le van con exigencias de dibujo. —Es posible. Goytisolo opera con manchas y, desde luego, sabe componer, pero no sabe dibujar. Tal vez, sin saber dibujar, se puede ser un gran pintor; pero no se puede ser, de ningún modo, profesor de dibujo. Recuerden que yo no discuto el valor de Goytisolo. Discuto su inclusión en este libro, destinado a la enseñanza del castellano. Abrí el libro y busqué el cuento de Goytisolo. Le titula “La guardia”. Es una historia cuartelera en primera persona. Una primera persona con galones de sargento. De sargento expresionista, claro. E inconformista, naturalmente. Un sargento de Milicias Universitarias. Leí: “Al principio creí que bostezaba o sufría un tic o del mal de San Vito, pero al llevarme la mano a la frente y remusgar la vista, descubrí que tenía los ojos cerrados y reía con embeleso.” Lo dejé correr. Devolví el libro a la señora, sin dejar de advertirle que mi criterio era tan relativo y tan falible como otro cualquiera. Y escuché la pequeña música de la noche de agosto en el campo de Maryland. 23 de septiembre de 1961
  • 21. 21 EL RETORNO DE LOS INTELECTUALES BAJO este título que, a mi parecer, no viene al caso —“Le retour des intellectuels”—, publica “L’Express” el texto de una alocución pronunciada por Arthur Miller en el banquete literario del “Herald Tribune”. Ya era hora de que el autor de “La muerte de un viajante” figurase en un periódico francés por algo ajeno a Marilyn Monroe. Miller se muestra bastante satisfecho de haber sido invitado, con otros 154 intelectuales de su país, a la toma de posesión del Presidente Kennedy. Dice con buen humor que no es la primera vez que recibe invitaciones de Washington. Aunque una de las últimas apenas podía llamarse invitación, la firmaba MacCarty. Desde entonces, dice que por la fuerza de la costumbre no creía poder volver a Washington sin su abogado. La actitud de la nueva administración le permite abrigar cierto optimismo. “Es posible, dice, que esté cercano el día en que un hombre capaz de pronunciar o de escribir una frase inglesa completa, no se vea por ese mero hecho apartado del servicio público.” Pero no las tiene todas consigo. No acaba de estar seguro de que, con toda su buena voluntad, los políticos lleguen a ver en el intelectual algo más que un adorno del Estado o un productor de bombas. Cree, por ejemplo —y esto lo dice Miller antes del ya casi legendario viaje a África de “Soapy” Williams— que a ningún encargado de asuntos africanos se le ocurrirá consultar a un antropólogo para determinar su actitud ante los diferentes disturbios y amenazas del continente negro. Se pregunta si entre los que se ocupan de América del Sur habrá alguno capaz de leer y de comprende a fondo la literatura hispanoamericana, las novelas, las obras de teatro, que suelen expresar mejor que los periódicos los sentimientos profundos de los pueblos. “Lo que necesitamos —dice Miller— no es precisamente una aglomeración de técnicos en Washington ni la llegada de un tropel de artistas y poetas, en prueba de nuestro amor al arte y a las cosas del espíritu. Lo que necesitamos es una actitud de espíritu que el intelectual digno de este nombre suele poseer. Esa actitud consiste en considerar el descubrimiento de la verdad como el más elevado fin del hombre y en no temer la paradoja y la contradicción, sino por el contrario, en buscarlas”. ¿Qué entiende Miller por “intelectual”? ¿Qué es un intelectual? —pregunto yo. Decía Ferrater Mora que esa pregunta era incorrecta; que había que preguntar: “¿Quiénes son los intelectuales?” Y el mismo Ferrater, una vez formulada la pregunta a su gusto, la contestaba así: “Pues bien, todos nosotros; todos los que escribimos artículos, libros, notas bibliográficas, sinfonías o reportajes; todos los que profesamos en alguna institución reconocida; todos los que descubrimos un nuevo teorema, una nueva teoría sobre los cromosomas, un nuevo isótopo del uranio o del hidrógeno; todos los que damos conferencias; todos los que asistimos a congresos, reuniones, encuentros; todos los que firmamos manifiestos; todos los que nos negamos a firmarlos; sobre todo, todos los que nos complacemos en hablar acerca de nosotros mismos, los intelectuales.’’
  • 22. 22 También puede darse un pudor invencible, una gran repugnancia a generalizar sobre “nosotros, los intelectuales”, compatible con un gran interés por sus actividades y problemas. En este caso, uno se limita a opinar, o a no opinar, sobre hechos o situaciones concretas, procurando elegir de cara al público las más chocantes o aleccionadoras. Miller dice que su noción de intelectual no se limita a las personas que leen muchos libros y no trabajan con las manos. “Yo he conocido obreros —dice— que considero intelectuales. E “intelectuales” a la deriva por un mar de ilusiones.” “Sin embargo —añade— los estudios y la práctica del arte, suelen proporcionar hábitos reflexivos. Y si en algo hemos fracasado como nación en los últimos años, es en no haber sabido o en no haber querido interrogarnos sobre lo que estamos haciendo; sobre lo que realmente estamos haciendo, en contraste con lo que deseamos hacer.” Omito deliberadamente todo lo intransferiblemente americano que hay en el discurso. Pero no quiero prescindir de la anécdota final, aunque dudo mucho que, al aducirla, mi intención coincida con la de don Arturo Molinero, cuyas simpatías políticas —definitivamente ajenas a todo “monroísmo”— no son un misterio para nadie. “A pesar de todo —dice él mismo— el Departamento de Estado no ha dejado de enviarme periódicamente escritores extranjeros de paso por América, y así tuve ocasión recientemente de trabar contacto con un grupo de escritores soviéticos. Vimos juntos infinidad de cosas, y, al fin, le pregunté si la realidad de América distaba mucho de la idea que ellos tenían antes de venir. Hubo un largo silencio. Por fin uno contestó: “América es un gran país”. Yo asentí con la cabeza y esperé. Hasta que un novelista declaró: “Le seré franco: todavía no hemos tenido tiempo de reunimos para discutir el asunto. Así que no tenemos un criterio formado. No hemos tomado ninguna decisión.” Miller disculpa a estos intelectuales. Achaca su mutismo a diplomacia. Supone que de regreso a Rusia serán libres de exponer su opinión. Siempre me ha sorprendido la ingenuidad beata de estos cerebros comunistoides de Occidente en todo lo tocante a la U.R.S.S., y siempre me ha indignado la mansedumbre de estos fieros adalides de la libertad, cuando los que le pisan la dama, lo hacen en nombre de Lenin. En lo demás, su visión es clara, y su presencia en Washington, sin su abogado, con los otros 121, digo, perdón, con los otros 154, es para nosotros una de las hazañas más notables de la Nueva Frontera. Decía yo al principio que el título de “L’Express”, “Le retour des intellectuels”, a mi parecer, no venía al caso. El tinglado de Roosevelt era cuestión de técnicos. Los poetas no retornan a Washington; van por primera vez. Sin embargo, al buscar un título para mi artículo no he encontrado nada mejor que la traducción descarada del título francés. Y es que, traducido al español, sí viene al caso. 3 de octubre de 1961
  • 23. 23 EL CANCILLER Y LOS FANTASMAS EN el tedio de una de tantas antesalas como uno tiene que hacer en esta vida encontré no hace mucho una revista titulada “Boletín Diplomático y Consular”. Como la antesala tenía lugar en Washington, el título español suscitó en mí el interés que en otras circunstancias ni el tema ni la presentación de la revista hubieran despertado. En seguida descubrí que la revista, editada en Méjico, era bastante más seria y decorosa que otras revistas de su especie, que cultivan con preferencia el aspecto necio, decadente y mundano de la diplomacia, y, si se ocupan de un embajador, no es para informar sobre los problemas del país que representa, sino sobre el vestido que llevaba su hija al ser recibida en sociedad. Por el contrario, el boletín mejicano me pareció una importante revista de política internacional, atiborrada de información escrita y fotográfica y con escaso o nulo desperdicio. Mi interés creció al tropezar con un epígrafe en que se hablaba de España, y no disminuyó, pero se tiñó de tristeza y de ironía al observar de qué España se trataba. Se trataba de una España ajena a mí y ajena a todo el mundo menos al Gobierno de Méjico. Leí: “Llegó a la ciudad de México, en visita oficial (soy yo el que subrayo), el ministro de Estado y de Relaciones Internacionales de la República española, en el destierro.” Y a continuación se da la lista de las “autoridades” que salieron a recibirle al aeropuerto: el presidente del Consejo de Defensa de la República (¿de qué República?), el delegado de la Generalidad de Cataluña (¿de qué Cataluña?), el cónsul general de España (¿de qué España?). Esto es lo absurdo-cómico. Ahora viene lo absurdo-triste: a la cabeza de ese coro de fantasmas que salieron a dar la bienvenida a otro fantasma más conspicuo, iba un personaje actual, de carne y hueso: el excelentísimo señor canciller don Manuel Tello, secretario de Relaciones Exteriores del Gobierno de Méjico. El fantasma conspicuo, agradecido, impuso al canciller una “condecoración”, “en su máximo grado” —precisa la revista—. Y otros dos personajes también reales, aunque secundarios, del Gobierno de Méjico, recibieron la misma “condecoración”, pero, precisa la revista, “en otro grado”. “Risum teneatis, amici”. La ceremonia de la imposición tuvo lugar antes de una comida que se dio en honor del fantasma conspicuo en la secretaria de Asuntos Exteriores. (Salta a la vista la incongruencia: tenía que haber sido en la secretaría de Asuntos de Ultratumba.) Y el secretario no de Ultratumba, sino del Exterior, agradeció la condecoración fantasmagórica con un discurso que el “Boletín Diplomático y Consular” reproduce íntegramente, bajo las titulares más gruesas de que dispone la Rotográfica Mexicana, que así y no de otro modo se llama la imprenta ejecutora.
  • 24. 24 Previamente, el fantasma había dicho que iba a Méjico y a los demás países hispanoamericanos en busca de solidaridad y comprensión contra el actual Gobierno de España. El canciller le contestó con un discurso muy tibio, muy ambiguo, sobre el principio de la no intervención vigente en Méjico, y sobre “los pocos, pero necesarios fusiles con que Méjico ayudó a la República, para simbolizar la necesidad de conservar intacto el principio de la no intervención”. Galimatías impropio del señor Teño, sólo explicable por lo violento de la situación y la necesidad de salir del paso sin comprometerse demasiado o, quizá, por una deficiente o nula preparación del discurso, dada la nulidad del personaje a quien iba a ser dirigido. La impresión que se saca de la lectura de semejante sarta de vaguedades es que la actitud de Méjico ante la presunta y difunta República es como la del niño que deja de creer en los Reyes Magos, pero finge seguir creyendo en ellos para no decepcionar a sus padres. Sólo que, a cambio, Méjico no recibe juguetes. La actitud de Méjico es desinteresada, sentimental y noble en el fondo. En la práctica resulta artificial, ficticia, ceremoniosa y evidentemente forzada. Méjico es un hermoso país, complejo y sorprendente, del que uno se enamora con facilidad. ¿Por qué el Gobierno de un pueblo tan robusto, tan joven, tan viviente, se condena al atroz suplicio legendario de atarse a un cadáver y de llevarlo perennemente a cuestas? Mi impresión personal es que el joven robusto empieza a estar harto del cadáver, pero no sabe cómo sacudírselo y trata de olvidarlo. De vez en cuando, el cadáver se rebulle y el joven le hace una pamema para que se apacigüe y siga muerto. Ilustrando el discurso del canciller hay una foto del fantasma. Parece un buen señor, un señor culto, modoso y respetable: un caballero. Me dio pena. Después leí que al día siguiente el fantasma había dado una cena rumbosa en honor del canciller. ¿Con qué dinero? Se me quitó la pena. “Ha pasado un cuarto de siglo desde entonces —dijo el canciller en su discurso—. Los hombres maduros de aquellos días si no han muerto han envejecido y tratado de olvidar. Las nuevas generaciones no han tenido tiempo de reflexionar sobre lo pasado...” Discrepo solamente en esto último. Las nuevas generaciones, canciller, hemos reflexionado y hemos decidido prescindir definitivamente de esos fantasmas viejos e inservibles que usted se ve obligado a cumplimentar. No queremos saber nada de ellos, ni siquiera queremos reprocharles lo mal que lo hicieron cuando pudieron hacer algo. De hombres es equivocarse. Algunos de nosotros procedemos de los mismos principios, pero vamos más lejos, tenemos ideas más avanzadas. Y todos respetamos a los muertos. ¡Paz a los muertos! A condición de que los muertos nos dejen en paz. 21 de octubre de 1961
  • 25. 25 AMÉRICA BAJO TIERRA CUANDO hace unos meses el dicharachero y fanfarrón Nikita manifestó sus intenciones de “enterrar” el capitalismo, nadie podía sospechar que su propósito fuera a cumplirse tan literal y prematuramente como se está cumpliendo en Norteamérica. Kruschef, con el concurso de Madison Avenue, está obligando a los americanos a pensar bajo tierra. En los periódicos prolifera el hongo nuclear que desde hace algún tiempo sirve de reclamo a las empresas constructoras. En los editoriales, en los trenes, en los púlpitos, en las revistas necias y multitudinarias, en los clubs de señoras, en las oficinas a la hora tradicional del “coffee break”, los americanos hablan de refugios, discuten las modalidades, los precios, los estilos; critican la eficacia; aprueban o desaprueban la moral; se comunican su desconcierto, sus dudas, su obsesión. Los grandes órganos capitalistas tipo “Life” y “Time”, que si no corrompen todo lo que tocan lo vuelven inevitablemente sospechoso, se han proclamado adalides de la causa subterránea. El opulento Mr. Luce, editor de “Life”, de “Time”, de “Fortune”, etc., honorable esposo de un embajador de los Estados Unidos y entusiasta prologuista de la actual reedición del primer libro del Presidente Kennedy, consiguió de su ilustre prologado una carta en favor de los refugios, que se apresuró a publicar en sobreimpresión sobre el consabido hongo —tan prodigado que ya casi resulta inofensivo— a la cabeza de un exhaustivo reportaje acerca de las diferentes clases de refugios existentes en el mercado. “I urge you —dice el Presidente en esa carta—. Les encarezco vivamente que se tomen en serio el contenido de este número de «Life».” En él se ve la foto de una familia modelo en el interior de un refugio prefabricado, de 700 dólares, con facilidades de pago. Se trata de un matrimonio de treinta o cuarenta años, con un hijo de doce y dos hijas de nueve o diez. La familia se ha distribuido los quehaceres y responsabilidades; cada miembro tiene un cometido concreto y adecuado, y en la foto aparecen mostrando sus atributos respectivos. Los atributos del padre son el pico y la pala para abrirse camino por entre los escombros, el extintor de incendios y la botella de gas para cocinar. La madre aparece al frente de una abundante provisión de víveres en lata. El hijo se encarga de la lampistería y de la radio. La hija mayor se ocupa de las ropas y de las camas plegables. La hija menor es la “bibliotecaria del refugio”, dice “Life”, y aparece en la foto con des o tres libros y algunos juegos de mesa. Están tan a gusto en su refugio, tan calentitos, tan ufanos con sus responsabilidades, tan ilusionados, tan contentos, parecen estar diciendo: “¡Vengan bombas!” Parecen estar jugando a casitas y divertirse de lo lindo. Me pregunto si en el fondo su actitud no tendrá algo que ver con aquel oscuro afán de escondernos que teníamos de niños, aquella afición a los refugios, a los escondites, a los sitios seguros y abrigados, subconsciente añoranza del no lejano vientre materno.
  • 26. 26 A veces, en caso de persecución, y a falta de un refugio de verdad, trazábamos apresuradamente una raya en el suelo alrededor de nosotros y decíamos: “¡Tris, tras! ¡En casa!” Y si el persecutor era de ley, respetaba la raya y estábamos a salvo, tan a gusto, en nuestro refugio de mentira. Nos parapetábamos detrás de la raya, nos hacíamos fuertes, y si alguien intentaba invadir nuestro dominio, pum, pum, lo matábamos con nuestras escopetas de madera. Aquí se acabó la analogía. En la América que juega a refugios se usan escopetas de verdad. “Time” publicaba la foto de otra familia modelo dentro de su refugio, rodeada de sus latas de conserva. El padre aparece empuñando un fusil de telescopio y mostrando amenazadoramente un arsenal de tres rifles y una pistola “Magnum”. “Esto no me servirá contra las bombas —dice el tío—, pero me servirá contra los vecinos que intenten entrar a comerse las vitaminas de mis hijos y a infectármelo todo de radiactividad.” El hombre, en su entusiasmo, ha dotado de un rifle hasta a su suegra. Otros ciudadanos menos belicosos, pero no menos preocupados por la amenaza del vecino intruso e infeccioso, están construyendo sus refugios de noche y en secretó. Los obreros llegan en coche, bien trajeados, como si fuesen huéspedes o amigos de la casa. O van provistos de brochas y , escaleras, como si se tratase de sencillos pintores que fuesen a cambiar el color del “living-room”. O van armados de sopletes y tubos de plomo, cual inocentes fontaneros que fuesen a reparar una avería en el cuarto de baño. Este misterio en la construcción del propio refugio, a cambio de la seguridad que ofrece, exige mucha abnegación; implica una dolorosa renuncia a suscitar la envidia del vecino, a demostrar la buena posición, a “quedar por encima de los Johnes”. En una reciente publicación para gerentes de empresa y hombres de negocios, se dice lo siguiente: “La posesión de un refugio familiar constituye un signo de prestigio equivalente a un coche de “sport” europeo o a una secretaria inglesa.”… De vez en cuando sale un sabio diciendo que todos esos refugios no sirven para nada, no protegen de nada; que un refugio con un poco de seguridad exigiría instalaciones de un mínimo de cinco o seis mil dólares; que lo demás es puro pasatiempo, tal vez inofensivo, pero seguramente indefensivo. Los gerentes de las empresas constructoras pegan puñetazos en sus escritorios y conciben vehementes propósitos de asesinar al sabio intempestivo. Pero, por lo común, no es necesario; los sabios gritan poco, o, en todo caso, gritan menos que los agentes de publicidad. Hay dos negocios prósperos en Norteamérica: el “Show Business” y el “Shelter Business”. Los dos son perfectamente compatibles y tienen bastantes cosas en común.
  • 27. 27 Más peligrosos que los sabios son los periodistas clarividentes, los ciudadanos cultos y sensatos que escriben cartas a los periódicos, los admirables jueces liberales y humanistas que se dan con frecuencia en América, como el difunto Hand; los actuales Warren o Edgerton, que hace poco escribían en el "Washington Post" un artículo lleno de sabiduría sobre la necesidad de evitar la guerra a toda costa y sobre la inconveniencia de esa histérica campaña pro-refugio del rico, que, aun en el supuesto de que fuese honesta y eficaz, “haría la guerra más posible al hacerla menos temible” y está sumiendo al pueblo americano en un insano fatalismo, en una errónea y nociva convicción de que la guerra nuclear es inevitable. La Administración, a pesar de las frases acomodaticias del Presidente, se muestra explicablemente cauta y circunspecta antes de lanzarse a fondo a patrocinar una política de iniciativa privada, que culmina en el arsenal mortífero del padre de familia modelo y en la suegra iracunda disparando su rifle contra los niños del vecino imprevisor. No menos precaución y reticencia inspira a la Administración una política colectivista, que se atraería la repulsa de los políticos conservadores y el disgusto de los contribuyentes moderados. Sería una nueva medida “socialista” para los secuaces de Goldwater y un sacrificio inútil y un gasto monstruoso para los partidarios de la competición pacífica, y para los que, como Humphrey, o Stevenson, o Fullbrigt, o Bowles, no ven necesariamente a Kruschef con dos cuernos, un tridente y un rabo. De aquí la perplejidad de la Administración y su posible recurso a una política decididamente indecisa, fluctuante y ecléctica... En todo caso, combinando capitalismo y “socialismo”, la generosa tierra americana estará pronto en disposición de acoger en su seno protector a sus ciento ochenta millones de hijos. Parece que estoy viendo al cazurro Nikita, asomado al Oeste desde un balcón del Kremlin, aplaudiéndose a sí mismo, a la manera rusa, y diciendo: “¡Ya os enterré! ¡Ya os enterré!” 8 de noviembre de 1961
  • 28. 28
  • 29. 29 US-40 TRAMO EN MAL ESTADO CUALQUIERA que haya salido algo de noche habrá observado que los bebedores enclenques y bajitos tienden a mostrarse especialmente agresivos con sus congéneres robustos y corpulentos. Incluso de día, en el tumulto y en la prisa de la vida urbana, parece ser que, cuanto más ciclópeo es un ciudadano, más codazos y pisotones recibe, y peores palabras escucha de sus conciudadanos de talla inferior. Todo hombre, por muy débil que sea, necesita darse a sí mismo, de vez en cuando, alguna prueba más o menos ilusoria de coraje, para no despreciarse del todo. Por la misma razón un periodista, por muy timorato que sea, o por muy cohibido que esté, necesita, de vez en cuando, atacar algo menos atacable que el Ayuntamiento. Y entonces es muy probable que incurra en la audacia baratísima de atacar a los Estados Unidos. Los Estados Unidos equivalen, en política internacional, al ciudadano corpulento y pacífico que sirve de blanco a las hombradas de los chiquilicuatros, y vuelve a casa magullado y perplejo sin haber sacado las manos de los bolsillos, o habiéndolas sacado únicamente para repartir dinero e invitaciones. La diferencia estriba en que, generalmente, las críticas a los Estados Unidos, aunque subjetivamente dudosas, son objetivamente justas. Se aplican a defectos existentes, a tremendos defectos graves y evidentísimos, coexistentes con unos principios admirables y una gran nobleza de fondo. El comentarista de talla normal suele tener en cuenta estos extremos y suele mostrarse reacio a criticar a los Estados Unidos, aun en el caso de hacerlo desde dentro y dolorosamente como cuando critica lo malo de su Patria. Entonces, y sólo entonces, y con parecida pesadumbre, el comentarista se sentirá con ánimos de vituperar el prejuicio racial en los Estados Unidos, Antes, procurará documentarse. Y, para ello, no necesitará recurrir a “Pravda” o a “L'Humanité”. Le bastará con abrir el “New York Times”, el “Washington Post” o el “Baltimore Sun”. Con la misma candidez con que nos cuentan los fallos de su servicio de información o los fracasos de sus proyectiles, nos refieren las aberraciones de Little Rock o de Montgómery, o los penosos incidentes de la carretera número 40. Hay un tramo de esta carretera, en el Estado de Maryland, por el que pasan frecuentemente los diplomáticos acreditados en la Casa Blanca o en la O.N.U., que circulan en coche entre Washington y Nueva York. Algunos de estos diplomáticos son negros, procedentes de jóvenes naciones africanas. Hace unos meses, uno de ellos sintió deseos de tomar una taza de café en alguno de los numerosos restaurantes y cafeterías que bordean la ruta; pero, escarmentado por anteriores experiencias, decidió abstenerse hasta encontrar un establecimiento de la cadena Howard Johnson’s, cuyo presidente, a raíz de un lamentable tropiezo con el ministro de Finanzas de Ghana, había hecho una solemne declaración de que nunca volvería a ocurrir nada parecido en ninguno de sus locales. Recordando esta promesa, el africano detuvo su coche delante del primer Howard Johnson’s que encontró, entró en la cafetería y pidió una taza de café. La camarera se negó a servirle. “No aceptamos clientes de color” —le dijo.
  • 30. 30 El africano enseñó sus credenciales y pidió ver al encargado. La camarera dijo que la encargada era ella, y le ordenó salir del establecimiento. El negro obedeció. El negro era el doctor William Fitzjhón, encargado de Negocios de Sierra Leona. Pocas semanas después otro diplomático negro entró en un restaurante de la misma carretera y pidió algo de comer. Como favor especial le pusieron la comida en una bolsa de papel, y le dijeron que saliera a comer fuera del restaurante. Esta vez se trataba del señor Uchuno, secretario de la Embajada de Nigeria. El alboroto que han formado últimamente los estudiantes de Nigeria, a propósito de la tonta tarjeta postal de la señorita Michelmore, está directamente relacionado con aquella bolsa de comida. A raíz de esos incidentes, la Administración designó a un alto funcionario del Departamento de Estado —el hispánico Pedro A. Sanjuán— para que estudiase el problema y estimulase a las autoridades del Estado de Maryland a tomar las medidas legales necesarias para resolverlo. En el curso de la encuesta, los propietarios de los restaurantes alegaron que, hablando de derechos, nadie podía negarles el suyo a elegir sus clientes; que ellos vivían de los camiones procedentes del Sur, cuyos chóferes pasarían de largo si veían las barras ocupadas por gente de color; que ellos no podían permitirse el lujo de perder la clientela blanca, y con ella, la principal fuente de ingresos; que el Departamento de Estado podía evitar esos incidentes facilitando a los diplomáticos africanos una relación de los sitios donde podían pararse y ser bien recibidos, y que, en último recurso, lo que podía hacer el Gobierno era comprar los restaurantes; ellos estaban dispuestos a vendérselos y a seguir trabajando allí por cuenta del Estado. No obstante, a fuerza de presiones gubernamentales, y ante la amenaza de una incursión pacífica de los Freedom Riders, de los 75 restaurantes de la carretera en cuestión, 35 han accedido formalmente a servir a clientes de todos los colores, con o sin pasaporte diplomático. En vista de ello, los Freedom Riders han aplazado su incursión hasta el 15 de diciembre, aniversario de la Ley de Derechos, con la esperanza de que para esa fecha serán más de 35 los lugares donde podrán tomar café. Y se da por seguro que en la próxima legislatura se votará un decreto prohibiendo la discriminación racial en todos los lugares públicos del Estado de Maryland. Porque no vaya a creerse que esos nefastos cardos del prejuicio racial se dan únicamente a las orillas de la carretera número 40. En realidad crecen por todas partes y envenenan la vida del país. Lo que pasa es que las víctimas de la carretera número 40 podían hacer ruido, y lo han hecho a conciencia, como protesta no sólo por la afrenta inferida a sus personas y a sus pueblos respectivos, sino por la afrenta inferida a su raza, por la continua y despiadada afrenta inferida a sus hermanos de raza que carecen de pasaporte diplomático y no pueden gritar.
  • 31. 31 Esta solidaridad entre los negros africanos y los negros americanos es uno de los fenómenos históricos más interesantes de los últimos tiempos. Esta solidaridad no implica mengua de patriotismo en los negros de los Estados Unidos. El negro americano ama a su Patria y está orgulloso de ella, como puede estarlo el blanco más blanco, más protestante y más puritano del país. Pero, como dice el excelente escritor negro James Baldwin, los negros de su generación estaban «avergonzados de África» y no tenían otra identidad que la de “clase inferior”, impuesta por la civilización blanca circundante. La moderna eclosión de países soberanos en África y su incorporación a la marcha del mundo no puede menos de ejercer un extraordinario influjo en la moral de las nuevas generaciones de negros americanos, “porque esto les recuerda —dice Baldwin— que ellos son algo más que simples descendientes de esclavos en una sociedad blanca y superior; que ellos también tienen que ver con reyes y príncipes antiguos; que ellos también proceden de una tierra lejana, y ancestral”. Los que tendemos a considerar el prejuicio racial en los Estados Unidos como una llaga más que como una culpa, podemos encontrar tristes motivos de satisfacción en los recientes sucesos de la carretera US-40. Es como cuando en nuestras célebres carreteras nacionales los accidentes determinan mejoras que sin ellos tardarían en realizarse. Sin olvidar que un tramo en mal estado no siempre es culpa de Obras Públicas. Hay las condiciones atmosféricas, geológicas, etc. El tramo en mal estado de la carretera US-40 está sujeta a condiciones naturales adversas; pero en la actual Administración americana hay hombres decididos a superarlas y capaces de conseguirlo. Para ellos nuestro aplauso y nuestra confianza. 20 de noviembre de 1961
  • 32. 32
  • 33. 33 REMBRANDT, EN NUEVA YORK EN su salida del 24 de noviembre, la revista “Time” sorprendió a sus millones de lectores con el hecho insólito de una portada bella y artística: la reproducción del cuadro de Rembrandt, “Aristóteles contemplando el busto de Homero”. Nuestra sorpresa disminuyó notablemente al saber que dicho cuadro había alcanzado en una subasta en Nueva York el precio más alto de la historia de la pintura y del comercio: ciento treinta y ocho millones de pesetas. Cifra más que suficiente para justificar el interés de “Time” por la pintura de Rembrandt. No. No era el oro y la noche de Rembrandt, sino la plata de Wall Street y el tumulto de Madison Avenue lo que determinaba la increíble presencia del genio en una cubierta de “Time”. Y por si nos quedaba alguna duda, no había más que leer el artículo de fondo, consagrado al tema de la portada, es decir, no a Rembrandt, no a la magnificencia triste y dorada del cuadro de Rembrandt, no a la luz melancólica del rostro de Aristóteles, no a la mano del maduro Aristóteles posada sobre la calva del viejo Homero como cuando se acaricia la cabeza de un niño, sino a la mano del representante de la firma, Rosemberg & Stiebel, cuyo gesto significaba 100.000 dólares; a la serenidad de James Rorimer, que expresaba lo mismo con un guiño, hasta que se quedó con el cuadro, y, pasando de la anécdota a la categoría, a todo lo relativo al arte como artículo de compraventa, a los precios en dólares de las obras de fray Angélico, a la anualidad de 1.200.000 pesetas que paga a Antonio Tapies su marchante de Nueva York, a la manera de combinar el amor a la pintura con la exención de impuestos, para acabar coronándolo todo con la brillante observación de que si el precio cobrado por Rembrandt al noble siciliano que le encargó el cuadro en 1653 (500 florines; unas 400.000 pesetas) hubiera sido invertido en aquella fecha a un interés del 4 por 100 anual, arrojaría actualmente un principal de unos 200 millones de pesetas; 62 millones más que los obtenidos en la subasta de Nueva York. Esto no quiere decir que el autor de aquella frase tan espiritual, “Time is money”, se refiriese concretamente a la revista del señor Luce. La verdad es que los autores del artículo parecen algo predispuestos contra la excesiva mercantilización del arte; si bien se limitan a comentar los hechos con ese peculiar estilo de “Time”, que consiste en arañar un poco, circunstancialmente, lo que en el fondo cultiva y representa, cuando esto adquiere proporciones desmesuradas, y en procurar recubrir aquí y allá su esencia metálica con un cierto barniz de humanismo. Por lo demás, gracias a “Time”, millones de personas han tropezado con Rembrandt. Unos verán el cuadro y no querrán saber nada del precio. Otros sabrán el precio y mirarán el cuadro. Y Rembrandt puede hacer lo demás.
  • 34. 34 Parece ser que, desde que el museo Metropolitano de Nueva York adquirió la pintura, ha desfilado más gente ante ella, en pocos días, que la que había visitado el museo en varios años. Pero es más célebre lo que pasa en Londres: desde que robaron el Goya de la Galería Nacional ha pasado cinco veces más gente a ver el sitio donde estaba el cuadro que la que había ido a verlo cuando estaba allí. Es de esperar que entre unas cosas y otras, a fuerza de subastas fabulosas y de robos audaces, las buenas gentes vayamos, poco a poco, cogiéndole afición a la pintura. 23 de diciembre de 1961
  • 35. 35 DON MIGUEL DE pequeños jugábamos a escribir en la arena el nombre de Unamuno. Escrito con minúscula y dejando imperfectas las vocales, como cuando se escribe muy de prisa, el resultado, más que una palabra, era un filo de sierra, o un trazo de sismógrafo, o una dentellada. “¿Qué pone aquí?”, preguntábamos. Ponía “Unamuno”. Unamuno acababa de morir, y la arena en que escribíamos su nombre era la misma en que jugábamos a la guerra, mientras nuestros mayores la hacían y nuestras madres la sufrían; la arena en que tiempo antes habíamos jugado a arar y a sembrar. Nos bastaba profundizar un poco la línea zigzagueante que, según nosotros, ponía “Unamuno”, para obtener una trinchera o un refugio antiaéreo. Por entonces, para el conde de Keyserling, Unamuno era el español más importante desde Goya. Para nosotros, era un señor de Salamanca, un señor alto, vestido de oscuro, que había venido alguna vez, paseando, hasta nuestro pueblo y se había sentado con nuestros abuelos a charlar de cosechas y a ver a los mozos jugar a la pelota. Nuestros abuelos decían “cogüelmo” y “relumbiar”. Unamuno la gozaba con ellos. A nuestra pregunta de si era bueno o malo, se nos respondió que no era malo, pero que tenía sus ideas. Años más tarde, en el consultorio de un médico, vi, en lugar preferente, una magnífica foto, dedicada, de Unamuno en el huerto de la Flecha, que es el huerto a que se refiere fray Luis de León cuando dice: “del monte en la ladera por mi mano plantado tengo un huerto…” No olvidaré nunca aquella imagen de don Miguel, contemplando el Tormes desde el huerto de fray Luis, como no olvidaré nunca la tarde lluviosa en que, después de algún tiempo de inútil búsqueda por las librerías, descubrí los “Ensayos”, de Unamuno, en la biblioteca municipal de Salamanca. Los salmantinos se apresuraban, calle de Toro arriba, a buscar refugio en los porches de la plaza. Don Miguel me decía: “No sigas los senderos que a cordel trazaron
  • 36. 36 otros; ve haciéndote el tuyo a campo traviesa, con tus propios pies, pisando sus sementeras, si es preciso.” Y: “No te creas más, ni menos, ni igual que otro cualquiera, que no somos los hombres cantidades. Cada cual es único e insustituible. En serlo a conciencia, pon tu principal empeño.” Y: “Busca antes las bendiciones silenciosas de pobres almas esparcidas acá y allá que veinte líneas en las historias de los siglos.” Y: “¡Plenitud de plenitudes y todo plenitud!”... * * * Ahora estoy a un océano del Tormes y a dos de aquel mundo de arena, y Unamuno cumple sus bodas de plata con la Muerte. A esta distancia y a esta hora me parece ver a Unamuno formando tierra con España, incorporado a la orografía peninsular como una enorme y abrupta mole geológica, como aquella prepotente sierra de Gredos, que se veía desde cualquier lugar de nuestra infancia y que Unamuno alcanzaba a ver desde París. “¡Visión eterna la de Gredos! —escribía—. Y no porque haya de durar por siempre, sino porque está fuera del tiempo, fuera del pasado y del futuro, en el presente inmóvil, en la eternidad viva?” Así quería estar él, y de ahí la ilusión que le hacía ser enterrado en Gredos. Sostenía que el rey don Felipe II tenía que haber enterrado a su padre el emperador, hijo de Juana de Castilla, en la cumbre de Gredos, y no —dice don Miguel— “en el gran artefacto histórico del Escorial, hórrido panteón que parece un almacén de lencería”, y añade: “¡Ser enterrado en lo alto de Gredos! ¡O en medio del páramo! ¡O de la mar? ¡Sierra de Ávila! ¡Páramo de Palencia! ¡Mar de Fuerteventura! ¡Aguas apaciguadoras del Tormes y del Carrión!”... Unamuno está enterrado en Salamanca, según se entra en el cementerio, a mano izquierda. En realidad no está enterrado. Sus cenizas reposan en un nicho, a dos metros del suelo. Hay centenares de nichos iguales, alineados geométricamente, bien colocados, unos encima de otros, como las cajas de zapatos en las zapaterías. Es como uno de esos casilleros que hay en las conserjerías de los hoteles; un vasto y monótono casillero de nichos. En una de esas casillas reposa aquel que dijo: “Y yo no quiero dejarme encasillar; porque yo. Miguel de Unamuno, como cualquier otro hombre que aspire a conciencia plena, soy especie única.” Esa es la realidad histórica y grosera. La realidad profunda es que Unamuno tampoco está allí. Además, para ser exacto, el nicho de Unamuno es como uno de tantos en la forma, pero en la lápida que lo cubre hay una señal distintiva: hay unos versos. Son éstos: “Méteme, Padre eterno, en tu pecho, misterioso hogar. Allí estaré, pues vengo deshecho del duro bregar.” 13 de enero de 1962
  • 37. 37 NÉCTAR «ON THE ROCKS» HACE unos días, en los teletipos de todo el mundo crepitó, una vez más, el nombre de Françoise Sagan. ¿Qué era esta vez? ¿Nuevo accidente? ¿Nuevo libro? ¿Nuevo coche? ¿Nuevo divorcio? ¿Nueva boda? No sé. Ya no me acuerdo. Pero no se preocupen. No pasará mucho tiempo sin que los teletipos vuelvan a trepidar sobre Françoise, y por lo que digan entonces, sabremos lo que ha pasado ahora. Si hablan de nuevo coche, es que ahora ha habido accidente. Si hablan de nuevo accidente, es que ahora ha habido coche. Si hablan de nueva boda, es que ahora ha habido divorcio. Si hablan de nuevo divorcio, es que ahora ha habido boda. Lo que sea se sabrá. ¡Vaya si se sabrá! Por muy poco que nos interese, no nos veremos libres de saberlo. Podemos escapar una vez; dos, no. La próxima vez lo sabremos, pero nos callaremos. ¿Por qué no nos callamos ahora? ¿No tememos que nuestro modesto rugidito se pierda en el balido universal y, en definitiva, produzca el efecto de un balido más? ¿De una nueva contribución al deprimente renombre de Françoise? Mucho nos lo tememos. Pero, en realidad, el renombre de Françoise nos tiene sin cuidado. No nos molesta en absoluto, no nos molesta en sí. Sólo nos choca relativamente, es decir, por comparación con la oscuridad y el abandono en que el público deja a otros escritores admirables. Tampoco lo sentimos por esos escritores admirables. Lo sentimos por el público. En definitiva, lo que nos preocupa no es Françoise Sagan, sino la gente de nuestro tiempo con motivo de Françoise Sagan. Decía un crítico francés que la obra de Sagan era importante por su valor testimonial, como documento revelador de nuestra época. Ya sabemos lo pesados que se ponen los críticos franceses con el “temoignage valable” y esas cosas. Yo creo que el “temoignage verdaderamente valable” de nuestra época no es la obra de Sagan; es su fenómeno. Su caso. El caso Sagan. La obra de Sagan es
  • 38. 38 francesa, pero el caso Sagan es más bien americano. Un caso típico de la Francia de “France Soir”, que es un periódico más “americano” que el “American Journal” de la Cadena Hearst. Para poder aplicar a algo con cierta exactitud el calificativo de “americano” es importante que lo que sea no pase en América. Noten que he dicho el calificativo, no el gentilicio —que diría nuestro viejo maestro. Como se dice “bar americano” o “cena americana” o “julepe americano”, se podría hablar de un Olimpo Americano, en el que inmediatamente situaríamos a Françoise Sagan. La entrada de ese Olimpo la determina el ÉXITO. La materia del éxito no importa: puede ser el “twist” o la política o el béisbol o la industria corchotaponera. Con tal de tener éxito, hasta un escritor puede valer. Incluso puede coincidir que se trate de un buen escritor; pero entonces hay que buscar otro motivo: Premio Nobel, pornografía o algo. Contemplemos la apoteosis de Françoise. Veamos a la pálida Françoise comparecer, de la mano del editor Julliard, ante el Comité de Admisión en el Olimpo; un comité formado por representantes de las comadres de Hollywood, de los “paparazzi" de Roma, de la Commere de “France Soir”, de los “angry young men”, de la revista “Time”, de Françoise Giroud, de “París Match”, de Onassis, etc. Françoise se presenta en pantalón y blusa a la diabla, con un cigarrillo entre los dedos y un vaso de whisky en la mano. Bosteza y dice: —Bonjour tristesse. —Un millón doscientos mil ejemplares —especifica Julliard—. Cuarenta y siete idiomas. Ciento treinta y tres millones de francos. —¿Con o sin tasas? —pregunta el representante de “Time”, mientras toma febrilmente notas para su próxima reseña literaria. Françoise Sagan mira al representante de “Time” con “un certain sourire” y le dice enigmáticamente: —Aimez-vous Brahms.. —Con sólo dos puntos suspensivos —puntualiza, solícito, Julliard. —Y además de "escribir, ¿que hace? —pregunta “Paris Match”. —Bebe whisky, se casa, divorcia, tiene accidentes de coche... —¿Qué clase de coche? Françoise Sagan mira a lejanía por encima del fotógrafo de “Paris Match”, bosteza y dice: —Les violons, parfois... —¿Con cuántos puntos suspensivos? —pregunta el linotipista, mosqueado. —¡Tan joven! —dice una comadre de Hollywood—. ¡Si es casi una teen-ager! ¡Una teen-ager cínica! ¡Al Olimpo con ella? —¡Al Olimpo con ella! —corea, unánime, el comité. Los “paparazzi” de Roma se lanzan sobre Françoise y están a punto de devorarla, pero un semidiós americano que pasa por allí tambaleándose dispersa a los “paparazzi”, y tomando a Françoise en sus brazos, la deposita, sana y salva, en el bar del Olimpo. Elsa Maxwell, en su papel de Ganimedes, le sirve un vaso de néctar “on the rocks”. 29 de enero de 1962
  • 39. 39 UN JESUÍTA EN LA BRECHA EN el reciente octavario por la Unión de las Iglesias, celebrado con gran solemnidad en el templo nacional de la Inmaculada Concepción, de Washington D. C., el eminente jesuíta padre Walter M. Abbot, redactor de la revista “América”, pronunció un sermón que ha sido muy comentado y discutido en los círculos religiosos de los Estados Unidos y del que merece oportuno traducir algunas frases. La “intención” del día era la “unidad de todos los cristianos de América bajo la cátedra de Pedro”. Analizando los obstáculos para esta unidad, el padre Abbot criticó severamente la actitud de ciertos católicos “ñoños” y “supermilitantes” que se niegan a ver en el protestantismo algo más, que una “negra herejía” y rechazan como pernicioso cualquier intento de acercamiento y comprensión. “Para estos católicos —dijo el padre Abbot—, el movimiento de Unión es una guerra, sin otra salida que la rendición total e incondicional del enemigo. Si uno ve las cosas de otra manera, si uno trata a los protestantes como hermanos, si uno tiende a la comprensión y a la discusión y a la negociación, en seguida lo llaman a uno “comunista” o miembro de eso que ellos llaman “conspiración mundial”. “El cardenal, que ha sido nombrado por el Papa para entender en estas materias, dice que esa actitud es “extremista” y que si bien encierra alguna verdad, adolece a la vez de “falsedad, exageración e imperfección”. Pero ellos parecen ignorarlo. Y es de esperar que cualquier día su celo ardiente los lleve a poner al cardenal Bea y al Papa Juan XXIII en su creciente lista de agentes subversivos.” “No me ha caído de nuevas —añadió jovialmente el padre Abbot— la ocurrencia de esa señora devota del Estado de California, que ha puesto en pie una comisión para investigar el catolicismo de gente como yo. Su principal cargo contra mí es el haber propuesto una común versión de la Biblia para uso de todos los cristianos de lengua inglesa.” “Me consuelo con el ejemplo del Papa Juan XXIII, que al recibir en audiencia a un grupo de judíos, les dirigió, a modo de saludo, esta frase del Antiguo Testamento: “Ego sum Ioseph, frater vester” (Yo soy José, vuestro hermano).” “Este mensaje de amor, que conmovió a los judíos de todo el mundo, debe de haber hecho rechinar los dientes a los miembros de esa comisión de California, para los que, sin duda, esta frase ha venido a fortalecerla “conspiración mundial”, que tanto les preocupa.” En el mismo sentido refirió el padre Abbot cómo el Papa había regalado su breviario a un canónigo anglicano que había ido a visitarle y recordó la entrevista del Padre Santo con el arzobispo de Canterbury, primado de la Iglesia Anglicana.
  • 40. 40 Y hubiera podido recordar el padre Abbot, para acabar de desconcertar a los ultracatólicos de California, que, o mucho me equivoco o son al mismo tiempo ultraconservadores, extremoderechistas y, más o menos, miembros de la John Birch Society o de cualquier otra institución por el estilo, hubiera podido recordarles, ya de puesto, la cortés y bondadosa respuesta del Papa al telegrama que le envió Kruschef con motivo de su cumpleaños. Y tantas otras lecciones de humanidad y de bondad que da el Pastor a sus a veces agresivas y temibles ovejas. No se limitó el predicador a criticar actitudes extremas y evidentemente troglodíticas. Atacó otras posiciones más avanzadas y sutiles, algunas de ellas sustentadas por sacerdotes y teólogos; pero su explanación rebasaría mi competencia y mi propósito. Lo que sí puedo decir es, que antes del sermón del padre Abbot, la Unión de las Iglesias me parecía algo por el estilo del desarme. Ahora ya no me parece tan utópico. Lo sigo viendo difícil, pero menos. Nótese que tanto este, valiente promotor de la unidad cristiana como su eminencia el cardenal Bea, que se ocupa en la Curia Romana de todo lo relativo a esa Unidad, son hijos de la orden clave de la contrarreforma; de la orden de Laínez, de Canisio y de Belarmino; de la orden de Edmundo Campion y demás compañeros mártires del anglicanismo; de la orden cuyos profesos hacen un voto especialísimo de obediencia al Papa; de la formidable y siempre alerta Compañía de Jesús. 23 de febrero de 1962
  • 41. 41 EL GEMIDO DEL YETI EN el último melodrama de Tennessee Williams —“La noche de la iguana”— hay un personaje femenino que, cada vez que está a punto de perder la serenidad, hace tres o cuatro respiraciones profundas, casi gimnásticas, y así logra guardar la compostura en las situaciones más atroces. Bajo tal influencia, esta mañana, cuando pasó delante de mi ventana abierta la consabida moto con el escape libre haciendo un ruido intolerable, respiré con fruición un par de veces los gases deletéreos de la gasolina quemada, sufrí un intenso y prolongado golpe de tos, y, cuando quise darme cuenta, por delante de mi ventana pasaba una muchacha encantadora, los cerezos empezaban a florecer y el motorista se había estrellado o estaba tan lejos que ya no era problema, y en uno u otro caso, ¡pobre hombre! Eso fue lo que dije: “¡Pobre hombre!” —¿Por qué? —me pregunté—. ¿Por qué no “fatuo hombre”, o “impertinente hombre”, o “abominable hombre”? —¿Abominable hombre dices? Vamos a ver. ¿Tú crees el llamado Abominable Hombre de las Nieves? —¿El Yeti del Himalaya? Pues, vagamente, sí; tiendo a creer. —¿Y tú crees que, de existir esa criatura y de tener algo de hombre, no habría que llamarlo, más que el Abominable, el Pobre Hombre, el Desgraciado Hombre de las Nieves? —Hombre, según; científicamente... —Déjame en paz de ciencia. Ciencia o mito es igual. Algunos sherpas dicen haberlo visto, y unos exploradores europeos sacaron fotos de sus posibles huellas. También se habló del hallazgo de una piel. Pero lo interesante no es su piel: es su lamento. —¿Su lamento? —Sí, su lamento, su queja, su gemido. ¡El inenarrable gemido del Yeti en la soledad de las nieves perpetuas a veinte mil metros de altura! —¡Quita metros, muchacho, quita metros! El Everest tiene alrededor de ocho mil metros. El Anapurna... —Sáltate el Anapurna. —¡Veinte mil metros dice el tío! Tú te confundes con el piloto Powers y el incidente del “U-2”. —Tampoco era manca la soledad de Powers. Pero Powers descendió, o fue descendido, y se encontró, relativamente, entre los suyos. —¡Muy relativamente! —Eran sus enemigos. No hablaban inglés. Pero él dijo que tenía sed, y lo entendieron. Y le dieron un vaso de agua. Parece ser que el Yeti también baja de su alta soledad y ronda las aldeas y los campamentos como con ganas de decir algo; pero sólo encuentra terror y hostilidad, y mientras huye, deja oír su lamento casi inhumano.
  • 42. 42 —Es triste, desde luego. —Y aunque no encontrase terror y hostilidad, aunque fuese bien recibido, su intento de comunicación fracasaría. Y, en definitiva, también tendría que huir, también dejaría oír su lamento casi humano. —Muy triste, sí, señor. —Pues no menos triste es el caso, no del abominable, sino del desgraciado joven de la moto. El pobre hace ese ruido porque no puede expresarse de otra forma. Cada uno se expresa como puede. Esa es su forma de expresión. Si pudiera hacer un poema, no haría eso. Es triste, porque va proclamando su vacío, su fracaso, su incapacidad. Su alma comunica con el mundo por el tubo de escape de la moto. —Un vehículo como otro cualquiera. —Muy gracioso. —¿La moto? Un vehículo. Velocidad. Deporte. Ruido. Peligro. Juventud. —Todo lo que quieras, pero a mí dame un cacharro con cuatro rue... ¡Fuera! ¡No es eso! Yo no tengo nada contra la moto como medio de locomoción, sino como medio de expresión. Para eso está el lenguaje, el canto, la pintura, tantas cosas. Cuando uno tiene algo que decir, lo dice como Dios le da a entender. Pero hay quien no tiene nada que decir y, al mismo tiempo, quiere que lo escuchen. Entonces hace ruido. Todos sabemos distinguir el ruido que hace la moto empleada como modesto medio de transporte, del que hace cuando sirve de vehículo a la nada interior. Este último es el caso del desgraciado joven que nos ocupa, cuya nada debe ser espantosa, a juzgar por el ruido que hace. —¡Escucha! Ahí lo tenemos otra vez. —Así, no se había estrellado. —No parece. —¡Pobre hombre! —De acuerdo, pero... —¡Calma! Respiremos, una vez más, profundamente. —¡Un momento! Espera que cierre la ventana. 16 de marzo de 1962
  • 43. 43 UN FORASTERO EN WASHINGTON I ¿QUIÉN no es forastero en Washington? Pero unos lo somos más que otros. Yo, por ejemplo, todavía no he tomado los suficientes cócteles para poder hablar con autoridad del Washington oficial y mundano. Pero creo haber degustado la suficiente cantidad de cloro y demás productos químicos que hacen teóricamente potable el agua del Potomac, para poder empezar a hablar de cierto Washington. Mi Washington apenas tiene Capitolio, apenas Casa Blanca, carece en absoluto de Pentágono y de Departamento del Tesoro, no abunda en Embajadas ni en “hostesses” locas por recibirme y está exento de las numerosas estatuas, más o menos ecuestres, que deterioran los jardines del Washington oficial. En pocas ciudades seria tan oportuna como en Washington la indignación de Degas contra “esos delincuentes que van dejando estatuas por ahí...”. Tengo entendido que el secretario del Interior, el señor Udall, antiguo futbolista de Arizona, está tomando medidas enérgicas sobre el particular. Conozco al señor Udall por la televisión y por un patinazo que dio el año pasado, con motivo de la visita oficial del Presidente del Pakistán. Estaba conversando con la hija del Presidente y ésta dijo que su marido procedía de Peshawar. “Eso está en Afganistán, ¿verdad, señora?” —se interesó, cortés, el señor Udall—. La diplomática Begún se limitó a decir que no, que eso estaba en el Pakistán. Para calibrar la importancia del “lapsus” hay que tener en cuenta la tirantez que existe entre Pakistán y Afganistán, y que uno de los puntos de roce ha sido siempre Peshawar, capital de la provincia fronteriza del noroeste paquistaní. La Begún disimuló, pero la espina le quedó dentro, y en el siguiente banquete se sinceró con el Presidente "Kennedy. “El señor Udall —le dijo— es muy simpático. Pero su fuerte no es la geografía.” “Es verdad —dijo Kennedy—. Por eso lo tengo de secretario del Interior.” Un tipo admirable este Kennedy. Pero si alguna mañana de sol me ve usted caminar por la ancha acera de la avenida de Pensilvania, no crea que me dirijo al número 1.600, que es donde reside ese señor; me dirijo a un bar que hay en la misma avenida, esquina a la calle Catorce, el Bassin’s, que es, quizá, el único bar de los Estados Unidos que tiene mesas en la acera, al aire libre. Su dueño, un griego, después de una lid homérica contra toda clase de leyes y de leyecillas, consiguió instalar la terraza, pero con la condición de no servir en ella más que comidas y bebidas no alcohólicas. Si uno quiere tomar alcohol, tiene que renunciar al sol y entrar en el bar. Pero más vale limonada con sol que martini con aire acondicionado. Aunque, sin duda, la solución ideal sería la de ir provisto de ron o de ginebra en una botella de bolsillo y aprovechar un descuido de la camarera para infundirle algún espíritu a la Coca-Cola, deprimente y estúpida como la letra de la ley.
  • 44. 44 En todo caso, en la terraza del Bassin’s se oye hablar español muy a menudo. Por si fuera poco aliciente el de la terraza, anejo al bar hay uno de los escasos sitios de Washington y de Norteamérica donde uno puede entregarse al vicio ibérico de hacerse limpiar concienzudamente los zapatos. De modo que, en conjunto, queda bastante hispánica esa esquina de la avenida de Pensilvania con la calle Catorce. Pero si por casualidad quiere usted comprar el “ABC”, tiene usted que ir a buscarlo al Dupont Cercle. El Dupont Cercle es a Washington D.C. lo que la plaza de la Cibeles es a Madrid. Pero en lugar de una diosa gobernando el tráfico desde un carro de leones, en el centro del Dupont Cercle hay una fuente alegórica en memoria del almirante Samuel F. Dupont. Alrededor de la fuente hay una glorieta con bancos, en los que se sientan a comer sus bocadillos las mecanógrafas de las Embajadas que pueblan la avenida de Massachusetts. El tráfico va por fuera y por debajo. En Washington no hay Metro, pero abundan los pasos subterráneos. Tampoco parece propenso el Dupont Cercle a las erupciones volcánicas, géiseres, seísmos y demás fenómenos geológicos que suelen producirse en la jurisdicción de la diosa madrileña. Bien pensado, el Dupont Cercle sólo se parece a la plaza de la Cibeles en que tanto en un sitio como en otro se puede comprar el “ABC”. Entonces puede usted sentarse a leer el artículo de Pemán en un banco de la glorieta, entre una recepcionista tailandesa y un negro con el pelo blanco que tiene un paraguas rosa entre las piernas y está leyendo la Biblia en voz alta, no lejos de una mujer obesa y decidida que ha llegado con una pancarta en la mano, pero no en actitud de reto o de reclamo, sino de vuelta y de fatiga, como cuando la procesión se acaba y los estandartes se marchitan y los portaestandartes se retiran fumando y hablando de fútbol, o como cuando los soldados vuelven del campo de tiro con los correajes flojos y los fusiles al desgaire; así, la mujer del Dupont Cercle llega con su pancarta descargada, una vez cumplida su misión de proclamar ante la faz del mundo, y especialmente ante la faz de los porteros de la Embajada soviética, que las mujeres americanas quieren la paz; llega cansada, pero orgullosa de su hazaña, y se deja caer en el banco con un suspiro de satisfacción, y coloca la pancarta a su vera, con el mensaje boca arriba, de forma que la proclamación sigue patente y en vigor, aunque en reposo momentáneo, mientras la proclamante repara sus fuerzas con un termos de café y un bocadillo de queso y de lechuga. Unos niños interrumpen su juego y se acercan muy serios a leer la pancarta. Pocos niños. El forastero piensa que a estas horas en la plaza de España habrá más de cien niños. Aquí no llegan a diez. Las mamás de la plaza de España se sentaban a hacer punto en la terraza del bar-quiosco que hay a la derecha de Cervantes y de sus criaturas, bar-quiosco que el forastero echa a faltar —patrón gallego incluido— a la derecha del almirante Samuel F. Dupont.
  • 45. 45 El negro del pelo cano y del paraguas rosa sigue leyéndonos la Sagrada Biblia, en la versión arcaica y sonora del rey James. Hay sentencias que lee con notorio fervor, no exento de agresividad o de celo apostólico, accionando el índice en nuestra dirección. Mirando de soslayo, veo que su vieja biblia tiene algunos versículos en letras rojas. Estos son los que el viejo lee con especial bravura y retintín. Los niños, saciado su interés por la pancarta, se sienten atraídos por el pintoresco lector, pero no acuden decididamente: se van acercando poco a poco, cautos y remolones. Una niña rubia, de tres o cuatro años, se destaca del grupo y se acerca como fascinada, con el dedo en la boca. El viejo la hace blanco de un versículo rojo. La niña retrocede unos pasos, pero vuelve a acercarse. El viejo se interrumpe y le pregunta cómo se llama. La niña no responde. El viejo reanuda su lectura y la niña se acerca un paso más. El viejo sabe que lo que fascina a la niña no es la Sagrada Escritura, pero disimula, y escoge un pasaje ameno del Libro de los Reyes, que lee con mucho misterio para ella. Sin duda, lo que fascina a la niña es el color del viejo o tal vez su paraguas rosa. El viejo se inclina por esto último y alarga su paraguas a la niña, que lo mira con embeleso, pero sin atreverse a tocarlo. El viejo actúa el resorte y el paraguas se abre de súbito. La niña se espanta como un pájaro y huye definitivamente. Tres reactores de la cercana base Andrews cruzan el cielo a gran altura. Pemán habla del campo andaluz. Aquí, en el Dupont Cercle, “campo andaluz” no suena a latifundio ni a injusticia social. Suena a juncos, y a cal, y a toros bravos. Aquí, en el Dupont Cercle, Pemán nos está bien. 2 de mayo de 1962
  • 46. 46
  • 47. 47 II LA avenida de la Constitución es la Vía Sacra de esta nueva Roma que es, en ciertos aspectos, Washington D. C. Bordeada de edificios públicos de imponente estructura neoclásica, a la larga, pesada y algo fúnebre, la avenida conduce al Capitolio; pero lo más probable es que el forastero se detenga delante de un edificio de mármol rosa que hay antes de llegar al Capitolio, a mano derecha, y entre en él con gran confianza y desenvoltura, pues se trata del sitio de Washington donde menos forastero se siente el forastero: la Galería Nacional de Arte. Uno se explica que André Malraux, tan cuidadoso en la elección de sus ilustraciones, escogiera una foto de esta Galería para ilustrar su concepto de “museo” al principio de “Les Voix du Silence”. Construida hace poco más de veinte años, no puede competir con nuestro Prado ni con otros museos importantes en acumulación de obras maestras; pero los supera a todos en facilidades para la contemplación y el goce de las que posee. La instalación es perfecta. Hay el mármol y la suntuosidad necesarios para imponer respeto y tono comedido en la voz de las gentes, y, al mismo tiempo, las dimensiones son humanas; las salas son numerosas y pequeñas, con el techo abierto a la luz natural, que tamizan y ponen a punto los cristales mates de las claraboyas. Las salas de los primitivos italianos (Duccio, Giotto, Cimabue) y las de los grandes del cuatrocento (fray Angélico, Lippi, Massaccio, Piero de la Francesca) tienen las paredes de yeso o de piedra. A partir del Renacimiento (Carpaccio, Giorgione, Bellini, Tiziano, Correggio, Tintoretto), las paredes están forradas de damasco. Las obras de los maestros alemanes, flamencos y holandeses (Cranach, Holbein, Durero, Memling, Brueghel, Rembrandt, Verner) están sobre un fondo de roble ahumado. Los cuadros de Reynolds, Gainsborough y demás retratistas de la sociedad inglesa del tiempo de los Jorges están en salas georgianas, con paneles de nogal. Del impresionismo en adelante, los fondos son imperceptibles. En las salas hay cómodos divanes para sentarse a contemplar los cuadros. En el primer encuentro con una obra maestra uno permanece de pie. Pero en encuentros sucesivos, cuando uno va cogiendo confianza, el diván no viene mal, no sólo para mirar el cuadro, sino para ser mirado por el cuadro, para estar allí sentado, tal vez leyendo o escribiendo, o simplemente allí sentado en presencia del cuadro. La Galería está abierta todos los días de la semana y no cierra a mediodía. La entrada es gratuita. En cada sala hay prospectos y catálogos a disposición del público. El servicio de guías está ventajosamente sustituido por un sistema de radio-transistores con otófonos. Si a uno le interesa seguir la explicación colectiva, no tiene más que alquilar, por 26 céntimos, un aparato receptor. Los guardas de la entrada facilitan gratuitamente cochecitos de niño a las mamás que acuden con bebés y sillas de ruedas para las personas ancianas o impedidas.