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Colección
Los cuentos de la bisabuela María
Lobos Feroces de hoy
María Fernanda
Alvarez Balladares
Edición Artesanal A.B.S
1
Colección
Los cuentos de la bisabuela María
Lobos Feroces de hoy
María Fernanda
Alvarez Balladares
Edición Artesanal A.B.S
2
Alvarez Balladares, María Fernanda
Lobos feroces de hoy. (Colección: Los cuentos de la bisabuela María) -
1a ed. - Lanús Oeste : Edición Artesanal A.B.S., 2011.
56 p. ; 21x15 cm.
ISBN 978-987-27271-0-9
1. Narrativa Infantil y Juvenil Argentina. 2. Cuentos. I. Título.
CDD A863
Edición Artesanal A.B.S
Editores: María Fernanda Alvarez Balladares y Miguel Skoda
Lanús Oeste. Buenos Aires.
E-mail: Ferandrefrancis@yahoo.com.ar
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en la Argentina
Printed in Argentina
Ilustración de tapa, diseño y diagramación
María Fernanda Alvarez Balladares
3
En memoria de mi hija Carina Lujan.
Dedicado a mis hijos André y Francis.
A mi esposo Miguel.
Y a todos los que inspiraron mis historias: sobrinos,
primos segundos, pacientitos, mis padres, mi abuela y
mi suegra María.
4
5
Al terminar de leer el cuento clásico de Caperucita Roja,
la bisabuela María quiso saber si les había gustado.
–¡Es un cuento para bebés! –fanfarroneó Franco de doce
años.
–¿Por qué? –preguntó la bisabuela.
–Porque Caperucita Roja es una tonta, ¡cómo no se va a
dar cuenta que en la cama está el lobo y no su abuelita! –
afirmó Franco.
–¿Vos te darías cuenta de que tenés a un lobo vestido de
cordero o de abuelita delante tuyo? –le preguntó la anciana.
–¡Obvio! –respondió el preadolescente.
–¡Yo también! –afirmó su hermanita Sol.
–El lobo es peludo... –agregó Floriana, de tres años.
–Y tiene una boca enorme... –dijo Ailén, de casi cuatro
años.
–Y orejas grandes... –recordó Camila, de cinco años.
–Garras... –dijo Guido, de tres años, imitándolas con sus
manos
–Yo conozco a varias chicas y chicos que pensaban como
ustedes y terminaron mal... –les contó la bisabuela y todos se
la quedaron mirando con los ojos bien abiertos.
–Lobos feroces hay en todos lados –dijo Analía de dieci-
nueve años y todos la miraron intrigados.
–¿En serio? –preguntó Sabrina temerosa.
–Así es, Sabrina, y tenemos que tener cuidado y ser pru-
dentes para no caer en sus garras –dijo la anciana acompa-
ñándose con sus manos.
Los bisnietos algo asustados escucharon los relatos de la
bisabuela María que, ese día, cumplía ciento y un años. Mien-
tras Valentina, Natalia, André y Bautista, de dos años a trece
meses, habían salido a jugar afuera.
6
Tamara
Encontró el Lobo Feroz en su barrio
Había una vez y no hace mucho tiempo, una nena de ocho
años llamada Tamara Ortiz, que era fanática del Gran Rojo,
uno de los clubes de fútbol de su país, que era como el nues-
tro. Su barrio era de calles, en su mayoría, de tierra y casas
de material, algunas a medio construir.
Se llamaba El progreso, en el centro había un descam-
pado de media hectárea de ancho por una de largo. Años
atrás, y luego de una tragedia, ese descampado descuidado y
lleno de basura y roedores había llegado a ser “El campito”,
un verde y limpio lugar de esparcimiento para los vecinos.
La casa de los Ortiz quedaba frente al descampado y,
para llegar al otro lado, donde estaba la peligrosa avenida
asfaltada, por donde pasaban los colectivos y estaba la es-
cuela y varios comercios, había tres opciones: caminar casi
quince cuadras rodeándolo, porque ya parecía una selva;
cruzar por el medio, por los diferentes senderos que había
hecho la gente o, aquellos que podían, tomaban un remís.
Por las mañanas, Tamara Ortiz y su hermanito Federico,
de seis años, iban a la escuela caminando por uno de los sen-
deros. A veces, los acompañaba su mamá llevando a sus dos
hermanos pequeños en el cochecito, otras, iban en grupo con
otros vecinitos y alguna de sus madres, y algunas veces, si se
atrasaban un poco, iban solos y corriendo para no llegar tar-
de a la escuela.
A casi dos cuadras de donde vivía Tamara, había un
kiosco, que funcionaba en el garage de un vecino. Del otro
7
lado del descampado estaban: el almacén, la panadería, la
frutería, la carnicería y la librería.
Tamara era muy vivaz, tenía cabellos castaño oscuro la-
cios, que llevaba recogidos para ir a la escuela, ojos marro-
nes, tez morena y mejillas que al sonreír mostraban dos sim-
páticos hoyuelos.
Una noche, terminada la cena, el papá de Tamara se
puso a mirar televisión y se percató que se había quedado sin
cigarrillos.
–¡Tamara! –llamó el padre.
–Sí, papá –dijo la nena secándose las manos en su remera
azul marino, porque había terminado de lavar los platos.
–Andá a comprarme cigarrillos –le pidió dándole el dinero.
–¿En el kiosco de Pepe? –preguntó la niña.
–Si, andá...
–¿No es muy tarde? –preguntó la madre, mientras ama-
mantaba al bebé.
–¿Cuál es el problema? –quiso saber el esposo, algo mo-
lesto.
–Es de noche, la calle es peligrosa y el campito también
–dijo casi en voz baja la mujer, tal vez recordando la tragedia
que cinco años atrás, había alterado la paz del barrio y cam-
biado sus costumbres.
–Tamara sabe cruzar la calle sola. Además, ¿qué le pue-
de pasar, si no va a cruzar el campito? –dijo enojado y, mi-
rando a su hija le ordenó, con ademanes, para que se fuera–.
¡Andá, apurate!... ¡y volvé rápido, así tu madre no se asusta!
Tamara salió corriendo de su casa, la calle estaba apenas
iluminada por las bombitas de luz que había en cada esquina
y por alguna que otra luz encendida en los zaguanes de las
casas. Aún así, había gente charlando o caminando en las ca-
lles.
8
La niña miró el descampado, más tenebroso de noche,
que tanto asustaba a niños y a padres. Cruzó corriendo las
dos esquinas, y llegó al kiosco. El kiosquero estaba charlando
con un hombre de más de cuarenta años, que tenía una bici-
cleta de carrera roja.
–¡Hola Pepé!
–¡Hola Tamara! –la saludó el kiosquero que ya estaba
cerrando.
–¡Hola Tamara! ¿Cómo estás? –le pregunto el hombre
de la bicicleta sonriendo.
–Bien... –respondió, con cautela, la niña y dándole el di-
nero al kiosquero pidió–. ¿Me da un paquete de cigarrillos
para mi papá?
–Acá tenés los cigarrillos y el vuelto... –dijo Pepe.
–Yo también fumo de esos... –dijo el extraño sin que le
preguntaran y viendo la cara de asombro del anciano, acla-
ró–. Sólo fumo uno o dos después de cenar o mientras miro
una película... una vez que mis hijos se durmieron, claro...
–¡Chau, Tamara! –se despidió el kiosquero y viendo que
no había casi nadie en la semioscura calle le dijo–. ¡Corré a
tu casa que yo te miro de acá!.
–Pepe, con esa remera azul no vas a verla llegar –afirmó
el hombre de la bicicleta y sonriendo le dijo–. Si querés, yo la
puedo acompañar porque voy para allá...
–Bueno, si me hacés la gauchada... –le dijo el anciano y,
dirigiéndose a Tamara agregó–. ¡Atilio te va a acompañar
hasta tu casa!... ¡saludo a tus padres!...
Al llegar a la esquina, Pepe y Tamara se saludaron con
la mano. La niña cruzó silenciosa al lado del hombre de la
bicicleta roja. Un hombre simpático, con cara de bonachón,
alto, sin canas y vestido con ropa deportiva verde oliva.
–¿De qué cuadro sos, Tamara? –preguntó mientras de-
senvolvía un caramelo y se lo ponía en su boca.
9
–Del Gran Rojo –contestó Tamara con orgullo.
–¿Querés un caramelo? –invitó el simpático hombre.
–Bueno... –dijo tomando el masticable y, como le habían
enseñado, dijo–. ¡Gracias señor!
–Atilio, me llamo Atilio –dijo el desconocido–. Yo tengo
muchas remeras del Gran rojo. ¿Te gustaría que te regale u-
na? –le preguntó.
–Bueno... –contestó Tamara con una amplia sonrisa.
–Con esa remera te pueden ver de lejos, Pepe y tus pa-
dres... –dijo el hombre mirando sobre su hombro al anciano,
que a lo lejos se esforzaba por verlos y calculando que ya no
los vería, invitó a la niña–. ¿Tamara, querés subirte al manu-
brio, así llegamos más rápido a tu casa?.
Tamara dudo un poco, su papá solía llevarla en el manu-
brio o en el parante. A ella y a su hermano les gustaba.
–No gracias, Atilio... ya casi llegamos... –dijo la niña, se-
ñalando hacia adelante, mientras cruzaban la esquina.
En ese momento, salió de una de las casas de la cuadra de
Tamara, una vecina, cruzó la calle y tiró la bolsa de basura
en el descampado, porque el camión ya había pasado. Al ver a
la niña y al desconocido de la bicicleta, esperó a que pasaran.
–Hola Tamara, ¿qué haces en la calle tan tarde? –quiso
saber la mujer mientras observaba al desconocido.
–Fui a comprar cigarrillos para mi papá... y Pepe le pi-
dió a Atilio que me acompañara a casa –aclaró la nena.
–Buenas noches –saludó el hombre con su amplia sonrisa.
–Buenas noches... –respondió la vecina y se quedó en la
puerta de su casa hasta que vio entrar a Tamara a su casa y
vio al hombre de la bicicleta, subirse en ella y alejarse. Tal
vez, recordó que aquella trágica noche, un adolescente vio
salir del descampado, a toda velocidad, a un hombre vestido
de negro con una bicicleta oscura.
10
Un mediodía, al salir de la escuela, Tamara iba con su
hermano Santiago y dos de sus compañeros de grado, Esme-
ralda y Ricardo, de ocho y nueve años, caminando por el des-
campado, cuando se encontraron con Atilio.
–¡Hola Tamara! ¿Cómo estás? –le preguntó el hombre
sacando de la mochila, que colgaba del manubrio de su bici-
cleta, camisetas del Gran Rojo, como la que él lucía.
–Muy bien Atilio –respondió la nena.
–¡Mirá Tamara, camisetas del Gran Rojo! –exclamó en-
tusiasmado Santiago.
–Ésta es para vos Tamara y ésta es para tu hermanito... –
dijo Atilio repartiendo las camisetas.
–Santiago –dijo Tamara y acto seguido agregó–. ¡Gra-
cias Atilio! –y mirando a su hermano le ordenó, en voz baja–.
¡Dale las gracias!
–¡Gracias Atilio! –dijo el nene.
–No hay por qué, ustedes se lo merecen... y ustedes dos
también –dijo Atilio entregándoles una camiseta a Ricardo,
que la agarró enseguida y le agradeció, y a Esmeralda, luego
agregó–. ¡Úsenlas cuando crucen este peligroso descampado,
así sus padres pueden verlos desde sus casas cuando cruzan
por acá!, ¡sobre todo cuando cruzan solos! –dijo, enfatizando
esto último.
Tamara, Santiago y Ricardo se las pusieron enseguida,
mientras Esmeralda dudaba.
–Mi mamá no quiere que acepte regalos de extraños... –
dijo Esmeralda devolviendo su camiseta.
–Es verdad. Bueno, lo mejor es que les digan a sus pa-
dres que se encontraron en la avenida con “Escoba Fernán-
dez”, que estaba repartiendo camisetas del club... –les dijo
Atilio con astucia.
11
–¡Pero no están autografiadas! –dijo Esmeralda y en-
seguida aclaró–. “Escoba Fernández” siempre firma las ca-
misetas que regala.
–¡Es verdad! –dijo Atilio tomando la camiseta que le da-
ba la nena. Sacó de la mochila una birome negra y firmando
la camiseta sobre su pierna, dijo, mientras miraba su obra–.
¡Ahora sí!... Acá tenés tu camiseta del Gran Rojo autografia-
da por el mismísimo “Escoba Fernández”... –y le dio la cami-
seta a Esmeralda, que la agarró con desconfianza.
Mientras Atilio firmaba las camisetas de Tamara, San-
tiago y Ricardo a la altura del pecho de los chicos, Esmeralda
seguía dudando porque no estaba acostumbrada a mentir.
–¡Está buenísima! –dijo muy emocionado Ricardo y a-
gregó–. ¡Nadie va a notar la diferencia! ¡Gracias Atilio!
–¡Es cierto, parece de verdad! –dijo Santiago mirando la
firma de su camiseta.
–¡Es, de verdad! –aclaró Atilio y afirmó–. Esas camise-
tas auténticas, van a ser la envidia de todos sus compañeros...
–¡Gracias Atilio! –dijeron casi al unísono los cuatro ni-
ños, antes de partir corriendo hacia sus casas.
–¡No hay por qué, ustedes se lo merecen!
–¡Chau Atilio, y que tenga un buen día! –le deseó gri-
tando mientras se alejaba corriendo, Tamara.
–¡Chau, nos vemos!... –dijo Atilio sonriendo mientras sa-
ludaba con la mano.
–Si mi mamá me pregunta de dónde saqué la camiseta y
no me creé que me la regaló el “Escoba Fernández” se va a
enojar mucho conmigo... –dijo, muy preocupada, Esmeralda
al salir del descampado y agregó–. ¡Y si mi papá se entera
que me la regaló un extraño me va a pegar...!
–¡Atilio no es un extraño! Es amigo del kiosquero Pepe y
de don Félix, además mi mamá lo saludó varias veces... ¡Y
12
también es mi amigo! –enfatizó Tamara antes de despedirse
de sus compañeros.
Los padres de los cuatro niños, quedaron conformes con
la explicación que sus hijos les dieron y no ahondaron en
preguntas. Parecían haber olvidado el asesinato de Laurita.
Otro día, mientras preparaba la cena, la madre de
Tamara se dio cuenta de que no tenían pan. Había fideos con
tuco para cenar y su esposo, que acababa de llegar cansado
del trabajo, estaba mirando televisión y se iba a enojar por la
falta de ese vital elemento para mojar en la salsa.
–¡Tamara! –llamó a su hija mayor.
–Sí, mamá –dijo la nena, al entrar corriendo a la mo-
desta cocina. Había dejado de hacer los muchos deberes que
tenía, ante el llamado de su madre.
–Tomá y corré a comprar medio kilo de pan –le pidió
dándole un billete y le aconsejó–. No crucés el campito que ya
esta oscureciendo... –y viendo que, aunque su hija corriera las
quince cuadras hasta la panadería no llegaría a tiempo, cam-
bió la orden–. ¡Ya está por cerrar y don Félix es tan pun-
tual!... ¡Mejor cruzá el campito corriendo y si vez a alguien
extraño gritá que nosotros te vamos a escuchar!... Pero para
volver, como ya va a ser de noche, corré las quince cuadras,
que el agua para los fideos ya está casi lista y no quiero hacer
esperar a tu padre que llegó muy cansado y hambriento del
trabajo... ¡Entendiste!...
–¡Si mamá! Me pongo la camiseta del Gran Rojo y salgo
–dijo Tamara y su madre la frenó.
–¿Qué? ¡No perdás tiempo Tamara! –la retó y le orde-
nó–. ¡Te vas ya a comprar, que es muy tarde!...
Cinco años antes y en una noche como esa, había desapa-
recido Laurita Luna. A la mañana siguiente, un grupo de ni-
13
ños que iban cruzando el descampado rumbo a la escuela ha-
bían encontrado el cuerpo ultrajado de la nena de seis años.
La criatura aún llevaba aferrada en su mano la bolsa de las
compras con un paquete de pan y un cartón de vino adentro.
Entonces, los vecinos del barrio El progreso acudieron a
las autoridades reclamando una solución. El intendente hizo
limpiar, una vez más, el descampado y puso iluminación en
todas las calles. Los vecinos volvieron a usar “el campito”, a-
sí lo llamaban, como lugar de esparcimiento. Además, un pa-
trullero pasaba de tanto en tanto. Los padres empezaron a a-
compañar a sus hijos a todos lados, y los vigilaban desde las
puertas de sus casas, tanto cuando iban a hacer algún manda-
do, como cuando jugaban en las veredas. Pero con el tiempo
se olvidaron de los peligros y dejaron de cuidarlos, como en-
tonces.
Tamara salió corriendo de su casa con su remera blanca
de gimnasia, pensando que con ésa, también sus padres po-
dían verla de lejos. Claro que ellos nunca la miraban, pero
quizás si gritaba, la oirían.
La nena ya había corrido un trecho, cuando vio aparecer
entre los yuyos y arbustos espesos la figura de un hombre
vestido de negro, al que no le pudo ver la cara semi-tapada
por la capucha del buzo. Tamara pegó un grito, miró hacía
atrás y sólo vio malezas y escuchó a lo lejos el ladrido de un
perro que se acercaba. Asustada corrió con todas sus fuerzas,
sabiendo que sus padres tampoco escucharían sus gritos.
Por la desesperación, Tamara cruzó la avenida de doble
mano sin mirar. Por suerte en ese momento no pasaba ningún
auto y Tamara no se sumó a la larga lista de atropellados.
Don Félix estaba por cerrar cuando llegó ella.
–¡Hola don Félix! ¿Me da medio kilo de pan? –pidió
extenuada la nena.
14
–Hola Tamara, parece que corriste ¡eh! –dijo el anciano y
respondió al saludo del recién llegado–. Buenas noches Atilio.
–Buenas noches Tamara, ¿cómo estás? –le preguntó a la
nena.
–Hola Atilio –contestó al hombre de la bicicleta mien-
tras pagaba el pan.
-Permiso don Félix... –dijo Atilio sirviéndose un alfajor
de dulce de leche bañado con chocolate y dijo–. Esto es para
vos Tamara...
–¡Gracias Atilio! –dijo la nena dando un mordisco al alfajor.
–Es porque sacó muy buenas notas. –le aclaró Atilio al
panadero, que lo miraba con recelo, para no sembrar dudas
sobre su persona.
–¡Qué bien Tamara, seguí así y seguro que vas a ser la
abanderada! –la felicitó el anciano mientras le entregaba la
bolsa con el pan y las monedas de vuelto–. Acá tenés...
–¡Chau, don Felix! –se despidió Tamara. Mostrando su
mejor sonrisa y alegría en sus ojos, la nena, se despidió de A-
tilio–. ¡Chau Atilio y gracias por el alfajor!
–¡Chau Tamara y corré a tu casa que ya es de noche! –le
aconsejó Atilio antes que ella saliera del negocio. Luego, el
hombre compró una tarta y pagó también el alfajor.
Tamara cruzó la avenida corriendo pero detrás de dos
señoras que iban con sus pequeños hijos. Siguió corriendo por
las veredas y en cada esquina se detenía, miraba bien a am-
bos lados y después cruzaba. A las cinco cuadras ya estaba
cansada y empezó a caminar, mientras terminaba de comer el
riquísimo alfajor. Era de noche, un patrullero avanzaba lenta-
mente, por la maltrecha calle de tierra, rumbo a la avenida.
Algunos vecinos regresaban de hacer las compras o de sus
trabajos y al cruzarse con ellos, la niña los saludaba.
–¿Cansada Tamara? –preguntó Atilio, provocándole un
sobresalto.
15
–Bastante... –le dijo Tamara, repuesta del susto inicial.
–¡Subí que te llevo más rápido hasta tu casa! –ofreció él
amablemente.
–Bueno –aceptó Tamara, que estaba muy cansada y, ayu-
dada por el simpático hombre, subió a la bicicleta y se sentó
sobre el travesaño, como hacía cuando su papá la llevaba. Se
agarró fuerte del manubrio donde colgaba un buzo negro con
capucha.
A la niña de ocho años, no le llamó la atención esa pren-
da, que combinaba con el pantalón negro de su amigo, porque
Atilio era un hombre tan bueno... que, de ninguna manera po-
día ser el que merodeaba en los pastizales del descampado.
–¿Te gustó el alfajor? –quiso saber Atilio.
–¡Si, estaba riquísimo...! –respondió Tamara saliendo de
sus pensamientos.
–Hay algo que te preocupa mucho, ¿no? ¿Qué es Tama-
ra? –le preguntó el amable hombre.
–Cuando iba por el descampado vi a un hombre todo
vestido de negro que se me acercaba... –le contó Tamara y a-
gregó con total confianza–. Me asusté mucho, grité fuerte y
salí corriendo...
–¿Te siguió?
–No
–¡Ah!, entonces eran los noviecitos adolescentes que vi sa-
lir corriendo de los pastizales... casi detrás tuyo, y por lo que
pude ver, los perseguía un perro.... –dijo entre risas Atilio.
Tamara se sintió más aliviada y también se rió. En el tra-
yecto a su casa, la nena se cruzó con varios vecinos a los que
iba saludando. Dos vecinas charlaban en vereda, otra llama-
ba a sus hijos, que jugaban a la pelota, para cenar.
–¡A salvo! –anunció Atilio al frenar su bicicleta roja a
dos casas de la casa de Tamara y la ayudó a bajar.
–¡Gracias Atilio, y buenas noches! –dijo Tamara.
16
–¡Fue un placer hermosa! –dijo Atilio con una amplia
sonrisa, ocultando su frustración, y agregó–. Buenas noches
Tamara y que duermas con los angelitos...
Se saludaron con la mano y la nena entró corriendo a su
casa. Ya estaban todos sentados a la mesa y habían empezado
a cenar. Y, como era habitual, sus padres no le preguntaron
como le había ido y ella no les contó.
Pasaron varios días y en la tarde, de un día nublado, con
amenazas de lluvia, la mamá de Tamara estaba haciendo tor-
tas fritas. Se quedó sin grasa. El papá había llegado temprano
del trabajo y estaba mirando un partido de fútbol rodeado de
sus hijos varones. Comían tortas fritas mientras Tamara ceba-
ba el mate con la pava grande. Llegado el turno de la madre,
Tamara iba a la cocina, le llevaba el mate y regresaba con
más tortas fritas.
–Tamara, corré a comprar grasa en lo de Rosita. Mien-
tras te espero yo sigo con el mate... –le pidió la madre dándo-
le el dinero, mientras sorbía el mate, y viendo la cara de des-
gano de su hija le dijo–. ¡Dale Tamara, que tu padre está
hambriento y cansado de tanto trabajar!... Además, tiene de-
recho a disfrutar del partido. ¡Así que, dale, corré a lo de Ro-
sita y traé la grasa de una vez!....
Tamara pensó en pasar por la sala y dar un último vista-
zo al partido.
–¡Por ahí no Tamara, que vas a distraer a tu padre!...
¡Por acá! –le ordenó señalando la puerta de la cocina.
Así lo hizo la obediente niña, que lucía la flamante cami-
seta del Gran Rojo. Luego corrió a través del descampado,
rumbo al almacén de Rosita y en el camino se encontró con A-
tilio que salió de entre los arbustos empujando su bicicleta.
–¡Hola Tamarita!
–Hola Atilio.
17
–¿Cómo está hoy mi princesita? –preguntó, con voz me-
losa, Atilio.
–Bien y muy apurada... –dijo Tamara, aminorando el pa-
so– porque mi mamá me mandó a comprar grasa urgente, pa-
ra las tortas fritas....
–¡Esto es para vos, mi princesita! –le dijo entregándole
un chocolatín, que él había desenvuelto.
–¡Gracias Atilio! –dijo Tamara comiéndolo de dos boca-
dos y emprendiendo la carrera le dijo–. Ya tengo que irme,
mis padres me están esperando... ¡Chau...!
–Esperá Tamara que hace mucho calor... –dijo el amable
señor interrumpiendo su paso y le ofreció–. Mejor tomate una
gaseosa bien fría. Tengo dos en la mochila... allá debajo del
árbol –dijo Atilio señalando un tupido y alejado árbol.
–¡Gracias Atilio, pero estoy muy apurada! –dijo Tamara, mi-
rando en dirección a su casa, pero solo se veían yuyos altos.
–¡Es sólo un minuto, princesita... y no te preocupés que yo
después te llevo en mi bicicleta veloz a comprar la grasa y a
tu casa!. ¿Qué te parece? –como a lo lejos se escuchaban va-
rias voces que se acercaban, cambió de idea y le dijo, cuando
asomaban por el sendero un grupo numeroso de estudiantes
secundarios–. ¡Mmm, no!, ¡Mejor vamos primero por la gra-
sa! –le dijo ayudándola a subir a su bicicleta y al cruzarse
con los adolescentes los saludó. Los chicos respondieron a su
saludo y Tamara se alegró de que todos conocieran a ese
buen hombre.
Al llegar al límite del descampado, Tamara se bajó, cru-
zó la avenida luego de mirar hacía ambos lados y corrió a
comprar la grasa. Mientras tanto, Atilio la esperaba escon-
dido entre los pastizales. A esa hora y habiendo partido, había
poca gente en la calle.
18
–¡Ya está!, bueno, ¡vamos por la gaseosa! –invitó Atilio,
ayudando a Tamara a subir al travesaño de su bicicleta de
carrera y rápidamente se adentraron entre los pastizales.
Al llegar al árbol que se encontraba en una parte más es-
pesa, oscura y llena de arbustos, yuyos enmarañados y basura
desparramada, se bajaron. Tamara no tenía miedo, confiaba
en ese buen hombre vestido de negro, aún, cuando no vio nin-
guna mochila cerca del árbol. Recién cuando Atilio la abrazó
con fuerza, la pequeña sintió miedo.
Tamara, luchó desesperada y logró zafarse. Corrió unos
metros y gritó pidiendo ayuda. El estruendo de la pirotecnia
lanzada por los vecinos que festejaban el primer gol del Gran
Rojo, silencio sus gritos.
Atilio la alcanzó y tironeó de la camiseta roja de la niña,
que no paraba de gritar y llorar. El depravado Atilio, que so-
lía disfrazarse de simpático y buen hombre, tiró al suelo a Ta-
mara y, con un rápido movimiento, le quitó la camiseta de fút-
bol y se la puso sobre la cabeza, tratando de evitar que los
gritos de la niña se escucharan. Estaba tan cegado que no es-
cuchó las campanas y no se percató que los estruendos habían
cesado.
Era la hora de salida de la escuela. Dos madres venían
caminando por el sendero con sus hijos. Tenían cabellos muy
negros y largos, que usaban atados con una hebilla, y la piel
morena. Una de ellas llevaba en su mano un palo de escoba,
que solía usar para ahuyentar a los perros sueltos del vecin-
dario.
Al escuchar los gritos de auxilio de una nena, la mujer
blandiendo el palo corrió hacia la espesura. Mientras, la otra,
le ordenó a su hijo mayor que corriera a la avenida y pidiera
ayuda, y a su hija, que cuidara de los demás niños. Luego, to-
mando una rama, gruesa y corta, siguió a su vecina.
19
El perverso hombre no se dio cuenta de lo que estaba pa-
sando hasta que su sangre empezó a gotear a borbotones so-
bre la remera roja de Tamara. Se tomó la cabeza con ambas
manos, tratando de evitar los golpes, y se corrió de arriba de
su indefensa víctima. Aturdido, Atilio vio los rostros femeni-
nos llenos de ira que lo golpeaban sin parar y perdió el cono-
cimiento.
Tamara dejó de ver rojo y al apartarse de su agresor cu-
brió con sus manos su desnudez.
–¡Quedate tranquila que ya todo pasó, Tamara! –le dijo
una de sus vecinas.
Al ver la cara amable de éstas que la abrigaron y la a-
brazaron, la pequeña se sintió a salvo.
Tamara pasó varios días en el hospital y recibió ayuda
psicológica durante mucho tiempo para recuperarse del daño
psíquico sufrido. Gracias a sus valientes y decididas vecinas,
“el lobo” no llegó a abusar físicamente de ella.
Atilio Reverso, le confesó al juez que era el asesino de
Laurita. Al enterarse y, como había ocurrido cinco años an-
tes, los vecinos muy enojados hicieron una manifestación fren-
te a la municipalidad y les exigieron al intendente y al comisa-
rio explicaciones sobre lo ocurrido.
–¡Usted y el sinvergüenza del comisario, son los respon-
sables del ataque que sufrió Tamara! –gritó una vecina.
–¡Atilio Reverso, es el culpable! –se defendió el intentente.
–¡Usted también, porque si hubiera mantenido limpio ese
descampado que antes era “el campito”, y la policía hubiera
vigilado el lugar, esto no hubiera ocurrido! –gritó otra a viva
voz.
También, los enojados vecinos acusaron a los jueces y a
la policía de inacción por no haber atrapado al degenerado
cinco años atrás. Ni siquiera el panadero y el kiosquero sa-
20
bían de la criminalidad de ese amable y simpático vecino, que
vivía en la periferia del barrio y al que no todos conocían. Pe-
ro, quienes más lo conocían, sus vecinos linderos jamás sos-
pecharon de él, porque era un buen vecino y padre de familia.
Cuando los ánimos se calmaron un poco, el intendente y
el comisario dieron una conferencia de prensa dentro del re-
cinto de la intendencia. Mientras afuera los vecinos la seguían
por la pantalla de un televisor.
–Les recuerdo a los vecinos del barrio El progreso que,
hace cinco años, cuando mataron a Laurita, la municipalidad,
desmalezó y desratizó el descampado. Los vecinos, en aquella
oportunidad, se habían comprometido a mantenerlo limpio y
así fue durante un tiempo... –recordó el intendente y agregó–.
Las familias usaban el descampado, al que bautizaron “el
campito”, como lugar de esparcimiento, hacían picnic bajo
los árboles donde, durante el verano, muchos dormían y dis-
frutaban del fresco en las horas de más sol. Con los años, los
residuos de esos picnic, más las bolsas de basura que tiraban
los vecinos, más todo lo que amontonaban que no les servía
en sus casas, desde roperos, colchones, electrodomésticos y
hasta escombros hizo que los empleados de la municipalidad
no pudieran cortar el pasto. Fue entonces que se nos ocurrió
que, cercar el descampado era lo mejor. Pero el alambrado
duró poco, los vecinos del barrio El progreso hicieron aguje-
ros en el alambre para cruzar el descampado y así acortar ca-
mino. Con el tiempo ese alambrado desapareció... y se formó
la selva que es hoy...
Por su parte, el comisario dijo:
–Quiero recordarles a los vecinos que la mejor medida de
prevención en estos casos es evitar que los niños salgan solos
de noche, y evitar que crucen solos el descampado –finalizó
el comisario.
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Los vecinos enfurecidos porque tanto el intendente como
el comisario los hacían responsables de lo ocurrido a Tama-
ra, tiraron lo que tenían a mano, contra las paredes del muni-
cipio y éstos debieron irse del lugar muy custodiados.
Tan enojados estaban los vecinos que le pidieron al pre-
sidente del país que removiera a “esos ineptos” de sus cargos
y que llenara de policías el descampado y el barrio, para que
lo que pasó con Tamara no volviera a ocurrir.
El presidente, un hombre muy sabio y padre de seis hijos,
visitó la escuela a la que concurría Tamara y habló con ella y
sus compañeritos.
–Ya todos tienen una hoja. Bueno, entonces escriban en po-
cas líneas. ¿Qué tenemos que hacer los adultos para proteger
mejor a los niños?. –al pedido del presidente todos se pusie-
ron a escribir.
Luego puso las respuestas de los niños en una cartelera
en la casa de gobierno e invitó a los padres, a los periodistas,
a los legisladores y a todos los vecinos a leer lo que pedían
los niños, que eran los principales damnificados.
Tamara Ortiz y sus compañeritos pidieron a los adultos lo
que habían obtenido cinco años atrás y que habían ido per-
diendo esos últimos años: Ir acompañados por alguna madre
a la escuela. No ir solos a hacer compras y, en caso de hacer-
lo, no ir de noche y ser mirados por sus padres. Pidieron ade-
más, que la policía patrulle más la zona y, sobre todo, que pa-
dres y maestros les enseñen como reconocer a un lobo feroz
vestido de cordero.
Dos años después, durante el juicio oral y público, los
jueces condenaron a Atilio Reverso a veinte años de prisión,
aunque, en diez años saldría en libertad. Pero él, más que na-
die sabía, que aunque dejara las rejas, jamás iba a salir de la
22
cadena perpetua a la que habían condenado a su cuerpo, inu-
tilizado por los golpes.
23
Lobos Feroces en la red
Érase una vez, no hace mucho tiempo, en un país como el
nuestro, dos hermanitos que vivían en Buenaventura una
ciudad pujante y trabajadora. Javier y Lorena Diegues que
así se llamaban vivían con su mamá Lía Ruíz, en un modesto,
pero confortable departamento de tres dormitorios con vista
al maloliente Río Quieto. Desde las ventanas, los hermanos
podían ver la febril actividad de los pequeños cargueros, que
descargaban las materias primas y cargaban los productos de
las diferentes fábricas e industrias que los rodeaban. Y si
miraban a lo lejos, podían ver a los grandes cargueros y a los
buques de lujo, que atracaban en la zona céntrica de la
ciudad vecina donde su padre Rolando Diegues, ingeniero,
trabajaba en las oficinas de una importante empresa petro-
lera, junto a su hermano Armando.
Tras el divorcio de sus padres un año atrás, los niños y
su mamá, debieron dejar la casa de tres plantas que tenían en
un exclusivo barrio cerrado, en las afueras de la ciudad. A
ellos les fascinaba vivir en Los Altos de Buenaventura, donde
también vivían sus primos Ariel, Facundo y Bernarda Die-
gues. Luego del colegio, nadaban en la pileta cubierta del ba-
rrio, jugaban a algún deporte de equipos, andaban en bici-
cleta o cabalgaban por los alrededores hasta entrada la no-
che. Por lo mismo, le dedicaban poco tiempo a la televisión y
a la computadora.
Podían disfrutar del aire libre porque vivían en un lugar
seguro. Aún así, el padre les hizo un listado con advertencias
para usar internet y chatear, con el fin de protegerlos de los
24
delincuentes que frecuentaban los sitios web y se mezclaban,
como niños, en los chats. Entre esas recomendaciones esta-
ban: No dar nombre y apellido verdaderos, usar Nick o apo-
do. No dar direcciones de la casa, el colegio o el trabajo de
los padres. No dar números de teléfono a chicos que apenas
conocían. No contar las cosas que tenían. No mostrar sus fo-
tos, etc.
Cuando vivían todos juntos, Javier y Lorena seguían al
pie de la letra las recomendaciones de su padre, lo querían
mucho y no querían que se disgustara por nada, ni que disco-
tiera con la madre a causa de ellos. Por eso se esforzaban por
estudiar y pasar de año. En su inocencia pensaron que siendo
buenos hijos evitarían el distanciamiento entre sus padres. El
día de la separación, supieron que ellos no tenían nada que
ver, les explicaron que se había terminado el amor entre sus
amados padres y el papá les dijo que estaba enamorado de
otra mujer con quien iba a casarse.
Las cosas cambiaron al mudarse al departamento. Ence-
rrados entre cuatro paredes, el entretenimiento preferido de
Javier de trece años y Lorena de once años, pasó a ser la tele-
visión, los juegos en la computadora y chatear con sus pri-
mos, los compañeros de colegio y con los nuevos amigos por
internet. La mamá les había pegado el listado de advertencias
que les había escrito el padre, en uno de los estantes del
mueble de la computadora y agregó el horario en que debían
usar internet. Luego de hacer los deberes y merendar, podían
usarla cuarenta y cinco minutos cada uno o les retiraba el
servicio. Quien controlaba que esa orden se cumpliera era la
abuela Gloria que los cuidaba al volver del colegio.
El contacto cotidiano con sus primos de quince, trece y
diez años y sus amigos, no lo perdieron porque seguían yendo
al mismo colegio, aunque les quedaba bastante lejos. Para
25
llegar se levantaban temprano, tomaban dos colectivos, uno
de los cuales los llevaba por la autopista. El viaje duraba una
hora. Hasta antes del divorcio hacían doble jornada en el co-
legio, luego el padre decidió, por influencia de la madrastra,
no pagar la jornada completa y la madre no podía costear los
gastos del comedor y el turno tarde. Por eso al terminar las
clases, los hermanitos regresaban muertos de hambre al de-
partamento, allí los esperaba la abuela materna, Gloria Ra-
mos de Ruíz de setenta años, que vivía en el edificio de al la-
do.
Un día la abuela se cayó en la calle y se fracturó la cade-
ra. Pasó de cuidarlos a recibir ella cuidados. Por ese motivo
al salir del hospital, la madre de los chicos, la convenció de
internarse en un geriátrico hasta tanto pudiera valerse otra
vez por sí misma.
Estuvo un tiempo en silla de ruedas y pasó a desplazarse
con la ayuda de un andador de metal. Algún día, gracias a la
rehabilitación física y a su entereza y voluntad podría llegar a
caminar con la ayuda de un bastón.
La internación de la abuela Gloria cambió los hábitos de
la familia. Al regresar de la escuela, si la madre había dejado
comida preparada, lo hermanitos la calentaban en el micro-
ondas, si no, debían hacérsela. Estaban solos hasta las ocho
de la noche, hora, en que su madre regresaba del trabajo. Era
psicóloga y trabajaba en dos lados para poder solventar los
gastos.
Ella le exigió a su ex marido que les pagara la jornada com-
pleta en el colegio, así los hijos no estaban tantas horas solos.
–¡Trabajá menos y ocupate de tus hijos! –fue la respuesta
de él.
26
–No puedo tener menos pacientes, porque además de los
gastos de la casa tengo que pagar el geriátrico de mi mamá –
se justificó ella.
Y así discutieron, durante días por teléfono, los padres de
Javier y Lorena, sin solucionar nada.
Los niños extrañaban a su abuela Gloria. Cuando la iban
a visitar al geriátrico le pedían que regresara con ellos. La
abuela solicitaba a su hija que la dejara vivir un tiempo en su
casa y le aseguraba que no iba a ser una molestia para ellos.
–Lo que pasa es que ya no te soy útil, como antes. No
puedo limpiar, ni planchar, ni cocinar, como antes... ¡Eso ya
lo sé! pero puedo cuidar a mis nietos....
–Nosotros te vamos a ayudar abu, no te preocupés... –di-
jo Javier.
–¡Mamá, no podés vivir sola y mucho menos cuidar a los
chicos! –dijo la madre.
–¿Y si la abuela vive con nosotros? –preguntó Lorena.
–¿Y quién va a cuidarla, hijita?... La abuela necesita a-
yuda hasta para ir al baño... ¿Y quién la va a ayudar?... ¡No,
de ninguna manera....!
–En el geriátrico yo voy al baño sola... –aclaró la abuela
Gloria.
–¿Y si te caés otra vez? Eh, ¿quién te va a levantar?
–Lo que pasa abuela es que mamá tiene un novio y prefiere
que “ése” viva con nosotros antes que vos! –dijo Javier muy
enojado y al borde del llanto y salió corriendo del geriátrico.
La madre estaba tan enojada que una vez que todos es-
tuvieron dentro del auto y se ajustaron los cinturones de segu-
ridad, antes de arrancar les dijo:
–¡Yo tengo tanto derecho a rehacer mi vida, como su pa-
dre! –aceleró y en un semáforo, agregó–. ¡Y si no les gusta, se
van a vivir con él!
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Dijo eso, sabiendo como sus hijos, que la mujer del ex
marido jamás permitiría algo así.
Chateando, Javier conoció a Matías Marrón, un chico
que decía tener su misma edad. También con padres divorcia-
dos y cuyo padrastro tenía un negocio de computación y elec-
trónica. Matías tenía una hermana un año mayor que él y un
hermano de veintiuno, con quien se dedicaba a vender los e-
quipos electrónicos a bajo costo por internet, como forma de
vengarse por el trato dictatorial de su padrastro. Le contó
también, que hacía mucho que no veía a su padre.
Por su parte, Javier le había contado a Matías que sus
padres se habían divorciado, que tenía una madrastra y pron-
to un padrastro, cosas que le disgustaban mucho. Además le
contó que por eso iba a un colegio tan lejos de su vivienda
actual. Al nuevo amigo, le gustaban los mismos grupos de mú-
sica y los mismos juegos en red, que a Javier le fascinaban.
Matías le dijo que vivía en el barrio cerrado Los Olivos, cer-
cano al que vivía su papá, entonces Javier le contó que allí
también vivían sus primos y tíos.
–¡Hola Javi! ¿Todo bien? –le preguntó Matías, otro día,
desde su cámara web.
–“¡Todo bien!” –escribió Javier, abreviando en la com-
putadora, al ver a su amigo en la pantalla. Al no tener una cá-
mara conectada a su computadora, él debía escribir las res-
puestas, ya que Matías no lo podía ver, ni escuchar.
Matías era alto, grandote y parecía tener más de trece
años. Le mostró a Javier, su cuarto, diferentes cámaras web y
celulares con cámara y le explicó sus usos. Javier quedó fas-
cinado y los precios eran aceptables. El adolescente no se dio
cuenta que Matías, debajo de sus rulos negros, ocultaba un
28
pequeño micrófono en su oreja derecha. Por allí recibía las
órdenes de su hermano mayor.
Javier le dijo a su padre que quería una cámara web o
un celular con cámara como tenían sus compañeros. El había
tenido uno y lo había perdido. Además, le pidió prestado el de
ella a su hermana y se lo arruinó al tirarse vestido en la pileta
–¡De ninguna manera! Perdiste tu celular y arruinaste el
de tu hermana, así que... salvo que pasés de año con buenas
notas, no hay celular con cámara. Y con respecto a la cámara
web, quizás el próximo año, si pasás de año –dijo el padre y la
madrastra sonrió.
–¿Y yo puedo tener un celular con cámara? –preguntó
Lorena.
–Ya tenés tu celular Lorena y no necesitas uno con cá-
mara... –dijo el padre.
–Pero todas mis compañeras tienen y cuando hablan con
sus padres, se ven y ellos saben que están bien... –dijo la nena
y agregó, entrelazando su cabello rubio y entornando sus ojos
pardos–. A mí me gusta verte mientras hablamos... ¿a vos no
te gusta verme a mí?...
–Si no le hubieras prestado el que tenías a tu hermano
hoy tendrías tu camarita, para ver a tu papá y para que él te
vea mientras hablan... –le recordó la madrastra y agregó, sa-
biendo que ya venía la suplica de la nena a su padre–. Cuan-
do seas responsable con tus cosas... y eso va para los dos, su
padre les va a comprar lo que quieran.
Javier, mensajes de texto abreviado mediante, le contó
durante el recreo a Matías lo que había pasado el fin de se-
mana y quedaron en verse ese día.
–“No vino el profesor de matemáticas y tengo dos horas
libres” –había escrito en su celular.
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Matías le mandó un mensaje para encontrarse en un co-
nocido cibercafé en media hora y le dijo que le daría el celu-
lar que él tenía, que era de última generación. Quedaron en
que Javier se lo iría pagando de a poco con la mensualidad
que le daba su padre, que no era mucha plata.
Así fue como se conocieron personalmente los dos ami-
gos. Matías le entregó el celular y Javier le presentó a su pri-
mo Facundo, parecían hermanos, eran rubios y de ojos azu-
les, como sus padres; también le presentó a dos compañeros
de clase Diego y Dante que quedaron impactados con el celu-
lar y le encargaron a Matías uno para cada uno de ellos.
Jugaron a los juegos en red durante una hora y media.
Luego, los primos regresaron con Matías caminando al cole-
gio. Javier debía recoger a su hermana para regresar a su ho-
gar y a Facundo lo pasaba a buscar su madre. Javier le había
contado a su primo que el padrastro de Matías tenía un ne-
gocio de computación y que éste conseguía las cosas a buenos
precios. Así que Facundo no dudó en hablar con Matías y a-
lardear acerca de las cosas que tenía y las que deseaba tener.
Se pasaron sus números de celulares, correo electrónico y
quedaron en comunicarse.
–¿Escuchaste todo? –preguntó Matías tocándose el mi-
crófono de la oreja.
–¡Todo O.K! –respondió Guido, que había seguido las
conversaciones y agregó–. Ya está todo arreglado en la casa
de “tus viejos”–dijo esto último riendo y agregó–. Así que el
sábado te comunicás con Facundo y le mostrás la casa que
tenés para que él haga lo mismo. ¿O.K?
Ese fin de semana, Matías llamó a Facundo que estaba
con Javier y les mostró donde, supuestamente vivía. Era un
barrio cerrado, en una localidad cercana a la de ellos. Em-
pezó por mostrarles su cuarto que Javier ya lo conocía, la
30
habitación de sus padres, bastante lujosa, la de su supuesta
hermana Milena de casi catorce años, que los saludaba des-
de una foto en la mesita de luz. La habitación era bastante
infantil, para una adolescente, pero ese detalle no les importó
ni a Javier, ni a Facundo que sí, quedaron embobados con esa
morocha de melena enrulada, piel clara, ojos grises y profun-
das curvas para su edad.
–¡Está refuerte! –le comentó Facundo a su primo que a-
sintió con la cabeza, mientras le mostraba a Matías, por la
cámara de su celular, su habitación.
Javier estaba molesto porque sabía que su primo se le i-
ba a querer adelantar, y así fue. Antes de entrar al cuarto de
su hermano, Facundo invitó a Matías y a su hermana a su
cumpleaños para el que faltaban dos semanas.
Matías aceptó enseguida, mientras observaba al hermano
de Facundo, Ariel, enfrascado en la computadora de su cuar-
to, el que le hizo un gesto amenazante al espiarlo. Luego le
mostró en detalle, como hizo Matías la habitación de sus pa-
dres y por último la habitación de su hermana Bernarda, que
estaba bailando junto a su prima Lorena y se las presentó.
Matías subió al playroom de su casa por una escalera con-
vencional, mientras Facundo lo hacía por otra, escondida en
el techo. Matías le mostró la pantalla líquida gigante, enmar-
cada con parlantes, y sillones de cuero enfrente de esa panta-
lla. Facundo hacía lo propio con la de su playroom. Se sintió
muy orgulloso cuando Matías le dijo que eran mejores que las
que él tenía y que vendía su padrastro porque ésas eran im-
portados. Así siguieron los adolescentes mostrando y ostén-
tando las cosas que poseían. Se mostraron los livings gigan-
tes y las cocinas. A través de una amplia ventana de la casa
de Facundo se podía ver a lo lejos a sus padres, al padre de
Javier y a la madrastra que charlaban amenamente mientras
bebían. Antes de ir afuera, Facundo le mostró sus dos perros
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labradores, y el escritorio de su padre. Matías hizo lo propio
con su rotwailer, le mostró el frente de su supuesta casa y los
alrededores. Facundo les dejó ver lo lejos que estaban del
puesto de vigilancia y de las otras casas. La más cercana era
la de Javier que, se podía apreciar por los andamios, estaba
en obras.
–Otro día te muestro mi casa, porque hay mucha gente
trabajando... –se excusó Javier, mostrándole a través de la
pantalla de su celular, la casa.
-No hay problema... cuando vaya a la casa de Facundo,
me la mostrás y listo... –le dijo el adolescente y así quedaron.
Javier, hubiera querido mostrarle su casa, pero sabía
que el arquitecto lo podía delatar, además el padre no sabía
de la existencia del celular con cámara. A la madre le dijo que
se la había regalado el padre. La hermana no lo delató por-
que él solía prestárselo.
Antes del cumpleaños de Facundo, robaron en la casa de
éste y en la del padre de Javier. Un día después, según les
contó Matías intentaron interceptar a su madre, de la misma
forma en que lo hicieron con la madrastra de Javier. A pocas
cuadras de entrar al barrio cerrado, un auto se cruzó delante
de la camioneta, obligando a la mujer a frenar, subieron dos
delincuentes, el tercero se fue con el auto, y un cuarto vestido
con mameluco los seguía en un camión que decía pertenecer a
una mueblería. Gracias a los vidrios polarizados, los de vi-
gilancia no advirtieron a los ladrones que estaban en el asien-
to de atrás, y dejaron entrar al camión porque la mujer dijo
que venían con ella.
En la casa de Facundo, no había nadie, forzaron la puer-
ta y al no haber alarma, robaron sin problemas la pantalla gi-
gante, todos los artículos electrónicos y computadoras, joyas
y el dinero de la caja fuerte que encontraron detrás de un
32
cuadro en el escritorio del dueño de casa. Siempre con la ma-
drastra de Javier de rehén, entraron a la casa ya remodelada
y robaron joyas y dinero, una computadora, algunos televi-
sores y equipos de audio. La dejaron amordazada en el baño y
se fueron. Recién la encontraron a la tarde cuando la madre
de Facundo regresó con sus hijos.
Los padres averiguaron que muchos compañeros y
amigos del barrio conocían la casa porque habían entrado.
No sospecharon de Matías porque a éste, habían intentado ro-
barle. El fiscal y la policía pensaron que alguien podría haber
interceptado las imágenes y la conversación de los chicos, que
Facundo, como hacía con las grabaciones caseras, reprodujo
en la pantalla gigante del playroom, y esto fue aprovechado
por delincuentes internautas. Ni los padres ni las autoridades
pudieron ver las imágenes, porque Facundo aseguró haberlas
borrado luego de verlas en la pantalla gigante.
Los padres de Javier y Facundo les quitaron a sus hijos los
celulares con cámara y debieron conformarse con celulares
comunes. Además, los de Javier, acordaron que la penitencia
al adolescente sería un mes sin internet y sin salidas; debía
salir del colegio hacía su casa, para eso le mandaron una no-
ta al director pidiendo que no le permitieran abandonar el co-
legio hasta la finalización del turno, aunque no hubiera cla-
ses.
Javier Diegues no desaprovechó ese mes y en los recreos
se mandaba mensajes con Milena y así nació el amor.
Cuando eso no fue suficiente, pues deseaba verla, por las
tardes y con la complicidad de su hermana Lorena, que tam-
poco podía usar internet en el departamento, iban a un ciber-
café cercano al edificio y desde allí chateaban con sus ami-
gos, durante una a dos horas. Javier, podía ver y oír a Milena
a través de la pantalla y quedó rendido a sus pies. Estaba tan
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enamorado de Milena que aceptó verla recién cuando a Ma-
tías le levantaran la penitencia, ya que a ella no le permitían
salir tampoco, por eso no fue al cumpleaños de Facundo.
Javier y Lorena se esforzaban en estudiar y levantar las
notas y sus padres, nuevamente de acuerdo, le permitieron
usar internet en el departamento, pero sólo después de cenar.
Ellos aceptaron. Ignoraban que apenas entraban a internet su
madre también lo hacía, supo por los primos Facundo y
Bernarda las claves de sus hijos y espiaba las conversaciones
desde la computadora Notebook, que tenía en su habitación.
La madre de Javier empezó a sospechar que Milena era
más grande de lo que decía, además esa insistencia en que él
tuviera su cámara web no le cerraba y se lo comentó a su ex
marido.
–Bueno, son noviecitos y es lógico que quieran verse al
conversar, más que a través de fotos –dijo el padre.
–Es que, cuando hablan ella hace unas poses e insinuacio-
nes que no me gustan... –dijo la madre, y antes de que le dije-
ra histérica o paranoica le aclaró–. Ella insiste en que ambos
tengan las cámaras para así, poder hacer “cosas juntos”...
–¡Son cosas de chicos, Lía. Pavadas de adolescentes! –
insinuó el padre.
–A mí me suena a cosa de grandes.... –dijo la madre y
enseguida agregó, tapando la risa de su ex esposo– como a
desnudarse y tocarse... ¡Y qué tal si alguien está espiando
esas imágenes y las distribuye por toda la red!....
–¡Esta bien, no te pongas tan paranoica! –dijo el ex ma-
rido mofándose y agregó–. Yo no le voy a comprar ningún ti-
po de cámara y voy a estar atento para que no la consiga por
otros medios. ¿Estás de acuerdo?
–Sí –dijo la ex mujer más tranquila.
–¿Y cómo vas a controlarlo si nunca estás? –le lanzó el
ex marido.
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–¡Acá no lo va a usar! –afirmó la madre y colgó enojada.
Una tarde, Javier había terminado de instalar la cámara
web que le había dado Matías a la salida del colegio, siguien-
do las instrucciones de Milena, cuando entró enojada la ma-
dre a su cuarto.
–¿Por qué nos desobedecés, Javier? –dijo la madre
mientras desenchufaba la computadora y los cables para lle-
varse la CPU.
Eso fue lo último que vieron Milena, Matías y Guido y
enseguida supieron que la madre los estaba espiando.
Javier también estaba muy sorprendido y a la vez muy
enojado, pero no dijo nada.
–¡Te quedás acá reflexionando en lo que hiciste hasta la
hora de la cena! –le dijo la madre y dando un portazo se fue.
Al terminar la cena y mientras Javier lavaba los platos y
su madre los secaba, ella intentó un acercamiento con su hijo.
Temía que algo malo le sucediera si seguía con “esas malas
influencias”.
–Hijo, sé que Milena te gusta mucho, pero, ¿qué sabés de
ella? –quiso saber la madre.
–Lo suficiente, como para amarla –le respondió con
sequedad.
–¿Cuántos años tiene? –preguntó la madre.
–¡Qué te importa! –fue la respuesta.
–¡Me importa porque sos mi hijo y te amo! –dijo la ma-
dre pasando por alto la mala contestación y agregó–. Y la
verdad Javier es que Milena no parece ni física ni mental-
mente de tu edad....
–¡Ya lo sé!... debe tener como dieciséis... –afirmó el ado-
lescente y agregó– pero igual me gusta, la amo y ella también
me ama... ¡Y no me van a impedir que hable o salga con ella!.
–Sólo quiero que tengas cuidado... y que no salgas lasti-
mado... –dijo la madre con un nudo en la garganta. Le era tan
35
difícil llegar a su rebelde y terco hijo, que hizo un último in-
tento–. Sé que estás muy molesto con tu padre y conmigo por-
que te prohibimos filmar cosas, pero lo hacemos para prote-
gerte hijito. Porque así, como un delincuente se metió en la
computadora de Facundo y les robaron, como a tu padre, así
pueden grabar lo que hacen vos y Milena y venderlo por la
web.
–¿A parte de vos y papá, quien más podría espiarnos si
no pensamos hacer cosas raras? ¿O acaso me creés capaz de
desnudarme? –dijo Javier enojado y le refregó–. ¿Qué con-
fianza que me tenés?....
La madre se quedó más tranquila y le contó a su ex lo
que había pasado y éste también respiró tranquilo.
Matías, o mejor dicho Guido haciéndose pasar por este,
le dijo, por medio de mensajes de texto en el celular, que no se
preocupara, que no usara más las computadoras de la casa de
sus padres para comunicarse con él y su hermana y que cam-
biara su Nick y código.
Milena, en realidad Guido, le escribió que le diera la cá-
mara web a uno de sus amigos de confianza y que la usara só-
lo en la casa de éste. Le dijo también que le dijera a sus pa-
dres que se la había devuelto a Matías para lo cual debía usar
el viejo código y Nick conocido por su madre y arreglar con
Matías la entrega de la cámara.
Así lo hizo Javier y al escuchar que su madre le decía a
su padre que todo estaba bien, se sonrió. Estaba contento por-
que había podido engañar a sus padres, no sabía, que de se-
guir con esa conducta, iba a caer en una trampa que le iba a
acarrear mucho dolor y sufrimiento a largo plazo.
Días después, el padre le dio permiso a Javier para ir a
visitar a Dante y quedarse a dormir por la noche. Esa tarde
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llamó la madre y al enterarse que su hijo estaba con Dante
chateando por internet le pidió que lo vigilara porque era
peligroso y ya les habían robado por eso.
–Me parece una exageración Lía... –le dijo la madre de
Dante que pensaba que era una paranoica y tirana y que tal
vez por eso la dejó el marido. Luego agregó–. ...pero quedate
tranquila que yo los voy a espiar...
En vez de hacerlo se fue de compras con sus amigas a las
que les comentó lo que le propuso Lía y todas se rieron.
Enterada de que estaban solos y por proposición de su no-
vio Guido, Milena se fue sacando la ropa ante los chicos. Los
invitó a hacer lo mismo. Mientras sonaba una música sensual,
como acompañamiento para seguir hasta quedar desnuda.
Sin dudarlo, Javier que estaba enamorado, se desnudó
olvidando lo que le había dicho a su madre. Mientras Dante
no quiso sacarse el calzoncillo, pero aceptó bailar al son de la
música.
Antes de despedirse, Javier le pidió a Milena verla perso-
nalmente.
–Nos vemos muy pronto, bomboncito...porque yo también
quiero conocerte personalmente... –le prometió la joven.
Guido y su novia Milena, no perdieron tiempo y esa mis-
ma noche vendieron las imágenes por internet y sacaron bas-
tante dinero. Pero en vez de huir cuanto antes, y faltando dos
semanas para el regreso de los verdaderos dueños de la casa
del barrio privado, pensaron en hacer más dinero porque re-
cibieron muchos pedidos para brindar más imágenes de los
chicos por internet.
–Vamos a tener que secuestrarlos, sin que ellos sepan.
Vos serías el anzuelo, porque están muertos por vos y no van
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a negarse a salir con Milena. Los hacemos trabajar un tiempo
y luego nos rajamos... –dijo Guido.
–A los dos juntos es peligroso... –acotó Milena.
–Tenés razón, pero tiene que ser uno detrás del otro para
que no sospechen... –dijo él y agregó–. y tenemos que evitar
que se lo cuenten a alguien.
El primero en morder el anzuelo fue Dante, lo secuestra-
ron un viernes por la tarde. Antes, le mandó un mensaje a su
madre diciéndole que iría con compañeros a jugar en red al
shopping y que llegaría tarde. Los padres aceptaron. Quisie-
ron esperarlo, pero se quedaron dormidos. Recién repararon
que faltaba su hijo por la mañana.
El sábado, como todos los sábados, Javier y Lorena to-
maron los dos colectivos para ir a visitar a su padre. A veces,
éste los esperaba al bajar del segundo vehículo. Ese fue uno
de esos días en los que, al llegar al colegio, debían tomar un
remís u otro colectivo para llegar al barrio cerrado Los Altos
de Buenaventura.
Durante el viaje, Javier había convencido a su hermana
para darle un susto al padre y pasar el día en el shopping. Lo-
rena aceptó cuando su hermano le dio parte de su mensuali-
dad, además, la idea de que sus padres se preocuparan por
ellos y los buscaran, le agradó.
En el baño del shopping, Lorena le contó de su travesura
a su prima y mejor amiga Bernarda. Escribió que su hermano
iba a verse con la novia, mientras ella jugaba en los juegos, y
le pidió que hasta la noche no les dijera a sus padres donde
estaban.
La madre de Dante llamó desesperada a Lía y le pregón-
tó si sabía algo de él a lo que ésta respondió que no, pero que
le preguntaría a su hijo.
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Ninguno de sus hijos atendió el celular y preocupada lla-
mó a su ex esposo, así se enteró de que los chicos aún no ha-
bían llegado.
Javier y Lorena se separaron. Ella fue a pasear y a hacer
compras. Él salió a encontrarse con su novia en el cibercafé
que estaba a unas cuadras.
–¿Esa no es tu hermana? –le preguntó Milena a Javier
cuando estaban por subir al imponente auto.
–Sí, pero no te preocupés que ella se queda en el shop-
ping –dijo Javier, haciéndole señas a su hermana de retirarse.
Guido escuchó y por el micrófono que Milena tenía en la
oreja le ordenó que los llevara, con alguna excusa, a los dos.
–La nena puede delatarte, además podemos llegar a ne-
cesitarla... –le recordó Guido.
–Mejor decile a tu hermanita que venga con nosotros Ja-
vier –le pidió Milena.
–¿Qué? –preguntó, desconcertado, Javier.
–La casa es grande y ella puede quedarse en mi pieza ju-
gando con la computadora... –dijo Milena abrazándolo, era
veinte centímetros más alta que él, y, tratando de convencerlo,
agregó–. ¡Es lo mejor Javier, mira si le pasa algo estando so-
la en el shopping! Tus padres se van a enojar mucho y yo pue-
do ir en cana....
Javier no reparó en ese comentario. Llamó a su herma-
na, subieron al imponente auto y se colocaron los cinturones
de seguridad. Apenas comenzaron a andar, Milena los convi-
dó con una gaseosa cola a cada uno.
–No sabía que sabías manejar... –dijo Javier, sentado a
su lado y arrastrando las últimas palabras.
–Hace poco que manejo –dijo Milena, observando por el
espejo retrovisor que Lorena, amarrada al cinturón, se ladea-
ba hasta caer desvanecida en el asiento de atrás–. Cumplí die-
39
ciocho años... –mintió Milena de veintidós años a su acompa-
ñante, que ya no la escuchaba. Sonriendo le dijo a Guido–.
Primera parte de la misión, ¡cumplida a la perfección jefe!
Como siempre, entró sin problemas al barrio cerrado.
Los de seguridad solo identificaban los autos por sus marcas,
color y patentes, ya que los propietarios no solían bajar las
ventanillas para saludar.
Lorena fue encerrada en la habitación infantil de la nena
de la casa. Milena la acostó en la cama y bajó la persiana de
madera. No la cerró del todo y por las hendijas se escurría la
luz del sol en líneas horizontales.
Arriba en el playroom, Dante con el rostro muy conges-
tionado, dormía, casi totalmente tapado por una colcha, en un
sillón vuelto hacía la pared que impedía que se lo viera al
entrar. Guido trabajaba en la computadora editando las imá-
genes obtenidas con la cámara de video y copiándolas en
Dvds. Paralelamente, se comunicaba por emails con sus clien-
tes y les enviaba las imágenes que pedían. Mientras que, por
otro monitor, veía y grababa lo que pasaba en el dormitorio
matrimonial, donde había escondido, detrás de un florero la
cámara de video digital.
Javier aún dormía. Impaciente, Guido se colocó los auri-
culares con micrófono incorporado que descansaban en su
cuello.
–¡Empezá a despertarlo Milena, que tenemos muchos
clientes! –le ordenó a su novia, que recibió el mensaje directo
en su oreja.
Milena empezó a desvestir a Javier mientras lo sacudía
para despertarlo.
Lorena se despertó, espió por las hendijas de la cortina y
vio que estaba anocheciendo. Buscó su teléfono celular pero
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no lo tenía. Quiso levantar la cortina, pero no pudo, estaba
muy cansada y se tiró a dormir.
Un rato después, Milena le trajo un sándwiches y otra
gaseosa. La nena comió, bebió y durmió toda la noche.
Los padres de Javier y Lorena estaban desesperados. La
policía les había recomendado, como a los padres de Dante,
que permanecieran en sus casas, atentos al teléfono por si se
trataba de un secuestro, mientras ellos los buscaban.
Los teléfonos estaban intervenidos y aún ningún secues-
trador había llamado. El fiscal y la policía empezaron a pen-
sar que, tal vez, los tres niños estuvieran juntos.
Llegada la noche, como había quedado con su prima,
Bernarda le mostró a su tío el mensaje que Lorena le dejó en
su celular. El mensaje que, abreviado, decía que mientras Lo-
rena jugaba en los juegos del shopping Javier iba a salir con
su novia.
En el shopping no encontraron a Lorena, en la grabación
de las cámaras de seguridad se veía entrar a los chicos solos
y salir de la misma forma, primero Javier y a los pocos mi-
nutos Lorena. Para el fiscal y la policía parecía más una tra-
vesura infantil que un secuestro y esperaban encontrarlos a
los tres escondidos en la casa de algún amigo. ¿Pero de
quién?
–Tal vez estén en la casa de Milena y Matías... –le dijo
por teléfono la madre de Javier a su ex esposo y le sugirió–.
Facundo y Javier son muy amigos, quizás él sepa donde vive
Matías...
Facundo y su hermano Ariel estaban en un campamento
y no regresaban hasta el domingo por la noche. Enterado de
lo que estaba pasando, les dijo que Matías y Milena vivían en
el barrio Los Olivos.
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Los buscaron toda la noche, casa por casa y no los en-
contraron. La fotos de los tres chicos aparecían a cada rato
por la televisión, pero nadie había llamado dando datos.
Recordando el episodio anterior de las filmaciones y pos-
terior robo, Armando Diegues fue a buscar a sus hijos al cam-
pamento para que ayudaran en la búsqueda de sus primos.
Fue así, como los padres de Facundo y los de los chicos
secuestrados, el fiscal y la policía, reunidos en el playroom,
vieron lo filmado por los niños dos semanas antes del robo.
Antes, Facundo había negado la existencia de una copia de
esa filmación.
–¿Estos son los famosos Matías y Milena?... –preguntó el
fiscal a Facundo. El muchacho afirmó con la cabeza baja, y
agregó–. ¡Estos no tienen catorce y trece años! Me juego a
que son mayores de edad y prepararon tanto el robo, como
este secuestro...
Facundo sintió que un escalofrío recorría todo su cuerpo
y se preguntó: –“¿Cómo pudimos ser tan tontos?”...
La madre de Javier y de Lorena se desmayó y la de Dan-
te tuvo un ataque de nervios, mientras, los padres trataban de
no llorar y contenerlas.
Con la foto de la fachada de la supuesta casa de Matías y
Milena en la mano, la policía empezó a buscar en los numero-
sos barrios cerrados que había por la zona.
Lorena Diegues se despertó. Escuchó voces infantiles y
espió por las ranuras de la cortina de madera. En la casa más
cercana había una fiesta de cumpleaños. Haciendo un gran
esfuerzo, tiró y tiró de la cuerda de la pesada cortina hasta
que logró levantarla lo más que pudo.
Abrió la ventana y gritó pidiendo ayuda. Los vecinos la
escucharon y le preguntaron que le pasaba.
–¡Ayúdenme! ¡Me tienen secuestrada! –gritó la nena.
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–¡Es la nena de la foto, la que salió por televisión! –
exclamó una de las mujeres que corrían hacía la casa.
Lorena escuchó la llave en la cerradura de la puerta y
asustada se paró en la ventana.
–¡No te tirés, no te tirés, que ya te rescatamos! –le dijo
una señora, mientras su esposo corría hacía la entrada de la
casa llamaba por su celular a la policía.
Milena entró a la habitación y Lorena se arrojó por la
ventana de la planta alta y fue ayudada por los vecinos.
La delincuente corrió escaleras arriba a buscar a su no-
vio. No lo encontró en el playroom y al tiempo que bajaba co-
rriendo y resbalando por la escalera llamó a Matías.
Matías vio que la que llamaba era Milena y no contestó.
Terminó de guardar el dinero de la caja fuerte en un bolso y
abandonó el departamento que les servía de guarida, mientras
le mandaba a Guido un mensaje abreviado diciéndole que to-
do estaba en orden. Luego aceleró rumbo al Río Quieto donde
lo esperaba éste en una lancha.
Milena, con el último aliento, llegó al garage y comprobó
horrorizada que el auto importado de sus patrones no se en-
contraba. Al darse cuenta que Guido la había dejado salió co-
rriendo por la puerta de servicio. Ella trabajaba en esa casa
como mucama y niñera de la nena y, aprovechando el viaje de
sus patrones, le facilitó las llaves y el ingreso a la casa a su
novio Guido y al cómplice de éste, Matías.
Lorena Diegues sufrió la fractura de uno de sus tobillos, le
pusieron yeso y se encontraba muy bien. Dante y Javier esta-
ban vivos, pero muy golpeados y lastimados física y emocio-
nalmente. Requirieron muchos años de terapia para superar
los abusos físicos, psíquicos y sexuales a los que fueron some-
tidos. Además, debieron soportar la burla de compañeros, a-
43
migos y vecinos que vieron las imágenes de los dos por Inter-
net.
La abuela Gloria salió del geriátrico y ayudada por su
bastón regresó a su departamento, donde recibía y cobijaba a
sus nietos a la salida del colegio. Los chicos disfrutaban de su
abuela que les cocinaba cosas ricas, les contaba historias,
jugaban a juegos de mesa o miraban alguna película por la
televisión por cable, hasta que su madre y su padrastro regre-
saban del trabajo.
El cuerpo de Matías Marrón, de dieciocho años, criado
en un instituto y fugado de otro, fue encontrado flotando en el
Río Quieto. De Guido Favales, de cuarenta años, no se supo
más nada. La única apresada fue Milena Carela, que confesó
los hechos y continúa presa en un penal de mujeres.
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Los Lobos Feroces del shopping
Érase una vez y no hacía mucho tiempo, en un país en
desarrollo como el nuestro, seis amiguitas que vivían en Ciu-
dad Verde, un barrio paquete de la capital del país, donde la
seguridad pública y privada eran de las mejores.
Ellas se conocían desde el jardín de infantes y sus pa-
dres, también eran amigos, a tal punto, que las seis familias
iban a veranear o de camping juntas.
Bianca Furton, Mía Basile y Florencia Cruz eran rubias
y de ojos claros. Clara Cassini de ojos verdes, cabello castaño
y pecas, era la más rellenita. Malena Pérsico y Luna Martínez
eran de ojos y cabellos negros y tez trigueña. Bianca y Mía
eran hijas únicas, Clara tenía un hermano mayor que vivía
con su papá en un país vecino, mientras que ella vivía con su
mamá y su abuela. Luna y Malena tenían un hermano mayor y
Florencia, dos hermanos varones menores.
Las nenas solían turnarse para hacer pijamas partys en
sus casas, cosa que les agradaba mucho. A medida que cre-
cían lo que más les gustaba era ir al shopping de Ciudad Ver-
de. Los primeros años lo hacían con sus padres y hermanos.
Mientras los padres iban al cine para adultos, los chicos iban
al cine para niños. Luego los llevaban a los juegos y al local
de comidas rápidas.
Padres e hijos disfrutaban de esas salidas porque el shop-
ping era un lugar muy seguro. Además, ellos consideraban
que sus hijos eran lo suficientemente vivos, como para darse
cuenta sí corrían peligro y huirían a tiempo.
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Desde que Florencia iba al jardín de infantes, sus pa-
dres le habían enseñado que todas las partes de su cuerpo le
pertenecían a ella y que sólo ella, las podía tocar y mirar y, en
casos excepcionales, el médico en presencia de sus padres.
Más adelante dejaron que se bañara solita, –“porque ya soy
grande”, mientras la mamá la observaba de a ratos por la
puerta entornada, luego la cubría con el toallón y la ayudaba
a salir de la bañera, para evitar que resbalara. Florencia se
secaba y se vestía sola. Lo mismo le habían enseñado a sus
dos hermanitos varones, por eso, cuando uno de ellos estaba
en el baño, la niña por respeto no entraba y viceversa.
–¡Nunca dejen que otros nenes o nenas los toquen en sus
genitales! –les habían enseñado.
–¿El pene y la cola? –preguntó Tobías, de tres años.
–¡Yo ya lo sé!. Sólo yo puedo tocar mi cola, mi vulva y mi
vagina –había respondido Florencia, de siete años y agregó–.
Y si alguien me pide verlas o tocarlas, no los tengo que dejar.
Les tengo que contar a ustedes o a la maestra si estoy en la
escuela.
Los padres se miraron satisfechos sabiendo que sus hijos
tenían pocas posibilidades de ser abusados.
–¿Qué otra cosa no hay que contarle a los extraños? –
preguntó Emilio Cruz, el papá.
–Donde vivimos, a que escuela vamos, donde trabajan
nuestros padres y los horarios que tenemos en casa... –dijo
Florencia.
–No tenemos que dar nuestro número de teléfono, ni contar
las cosas que tenemos en casa... –dijo Ulises, de cinco años.
–No camelos, no juguetes, no nada… y decí a mamá… –di-
jo el más chiquito.
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–Porque si queremos golosinas o algún juguete se los pe-
dimos a ustedes y si lo merecemos nos lo van a comprar...
¿Verdad? –dijo Florencia.
Los padres quedaron satisfechos, sus tres hijos habían a-
prendido la lección.
Cierto día, mientras las nenas bailaban en forma muy su-
gestiva y sensual, durante una cena familiar, en la casa de
Bianca, el padre de Florencia le recordó a su hija que tenía
once años, no dieciocho. Su esposa lo respaldó.
–¡Ay no sean tan anticuados!... a todas las nenas les gus-
ta imitar a las mujeres grandes... ¡Es la edad! –dijo María
Straus de Furton, la madre de Bianca.
–¿Qué tiene de malo? –preguntó Yolanda Díaz, la madre
de Clara y agregó–. Mi hija vive bailando sensualmente frente
al espejo, imitando a las cantantes y vedettes.
–Yo no estoy de acuerdo que hagan ese baile en la escue-
la, no es adecuado para su edad... –afirmó la madre de Flo-
rencia, Angélica Linares de Cruz.
–¿A ustedes les gustaría, que este baile sensual y provo-
cativo, de nenas de once años, que estamos presenciando lo
vean también, maestros, personal de maestranza, y otros pa-
dres y parientes que quizás no tengan inclinaciones muy sa-
nas, y que miren a nuestras inocentes hijas con otras intencio-
nes? –preguntó Emilio Cruz y se hizo un silencio general.
–Es difícil evitar que los hombres miren a nuestras hijas
mientras pasean... y si algunos imaginan “cosas perversas”
con ellas ¿qué podemos hacer? –dijo Marcia Ricalde de Ba-
sile, la mamá de Mía.
–A nuestras hijas no les va a pasar nada porque vivimos
en una zona muy segura y siempre están acompañadas –a-
firmó Leo Martínez el papá de Luna.
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–Esas cosas pasan en las zonas pobres... –dijo Ariel Pér-
sico, el padre de Malena.
–De todas maneras, volviendo al tema de este baile en
particular y conociendo a la directora, no creo que las deje
hacerlo... –dijo Sonia Res de Martínez, la madre de Luna.
–Es verdad, por eso están preparando un tango, que está
muy bueno... –afirmó Lara Salas de Pérsico, la mamá de Ma-
lena.
–¡Lo ví, y me gusta mucho más que esto! Además, es más
adecuado en una escuela y a la edad de nuestras hijas... –afir-
mó la mamá de Florencia, mientras las seis amigas seguían
bailando ajenas a la charla de sus padres.
Como era de esperarse, para la fecha patria las nenas baila-
ron un tango, junto a seis compañeritos y fueron ovacionadas
Dados sus once años, los padres de las seis nenas empe-
zaron a dejar que estuvieran varias horas en el centro comer-
cial sin supervisión. Lo mismo ocurría con los dos hermanos
mayores de Luna y Malena que iban a otros lados. Las ma-
dres se turnaban para llevarlos hasta la entrada del shopping
y a la hora pautada, los recogían en el mismo lugar. El
shopping era muy grande, pero tenía mucha vigilancia y cá-
maras de seguridad, lo que tranquilizaba a los padres. Ade-
más, cada uno de los chicos tenía su celular para llamarlos si
surgía algún inconveniente y sabían que no debían recibir re-
galos, ni dar sus direcciones, ni teléfonos, ni conversar siquie-
ra con extraños.
Excitadas por esa libertad, las amiguitas no imaginaron nun-
ca que algo malo podía pasarles, pues conocían a todos los
empleados de los locales a los que iban y sus padres también.
A las nenas les gustaba ir al cine, a los juegos electróni-
cos y mecánicos, pero sobre todo, les gustaba probarse y com-
prar ropa en los locales de moda joven. El preferido era Chi-
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cas 10, un local con ropa colorida y juvenil para chicas muy
delgadas de diez a doce años.
–¡Hola a todas y bienvenidas...–solía decirles la dueña
del local y agregaba, para hacerles ver a sus hijas, que a las
clientes les gustaba ser reconocidas, mientras las saludaba
con un beso en la mejilla–. Bianca, Luna, Florencia, Malena,
Clara, Mía... ¿Cómo están mis chicas preferidas?
–Muy bien Alicia... –contestaban ellas.
–¿Y usted como anda? –preguntó Florencia por cortesía.
–Muy bien. Mañana parto al viejo continente en viaje de
placer y pienso recorrer muchos países... así que, durante un
mes, mis hijas Marcela y Leticia, a quienes ya conocen, van a
quedar a cargo del local –les dijo la anciana.
Al cerrar y despedirse de sus hijas, Alicia Robles les pro-
metió que al volver iba a decidir sobre el pedido que le habían
hecho. La viuda, no quiso hacerlo antes, para no arruinar su
luna de miel junto a su nuevo y joven esposo.
Las hermanas no tenían estudios universitarios y se que-
jaban de lo poco que ganaban vendiendo la ropa que su ma-
dre diseñaba. Pretendían que ésta les pusiera un negocio a
cada una. Marcela Fossa de veintitrés años, estaba separada
y tenía dos hijos, y Leticia de veintiún años, estaba a punto de
casarse. La mayor soñaba con tener su local y un departa-
mento en la zona residencial, mientras que su hermana, ade-
más del local y un lujoso departamento, soñaba con una fas-
tuosa fiesta y la tan soñada luna de miel. Todas cosas impo-
sibles de lograr con su sueldo y el de su novio David Lente, de
igual edad, él era fotógrafo y trabajaba en una casa de fotos,
donde no ganaba lo que pretendía.
–¿Y, cómo te fue?–quiso saber Leticia, el domingo, ape-
nas su novio atravesó la puerta del local.
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–Muy bien. Me ofrecieron buscar nenas de más de diez a-
ños para ser modelos. Yo sería su representante... y la paga es
muy buena –contó muy entusiasmado.
Las hermanas se miraron y Leticia le dijo:
–Conozco a varias nenas que te pueden servir... ¡Vení el
sábado que viene, con la cámara y les sacas las fotos! ¿Qué te
parece?
–¡Un hecho! –dijo muy entusiasmado.
–¡Un trato, dirás! Porque si no te ayudamos no vas a po-
der sacarles ni una foto... –dijo Marcela.
–¡Está bien, yo me quedo con el cuarenta por ciento y us-
tedes con el treinta cada una! –propuso el muchacho y las
hermanas chocaron sus palmas derechas con la de él, sellan-
do el trato.
En la cuarta salida al shopping a solas, las acompañó la
mamá de Bianca, que los dejó en la puerta del centro comer-
cial y, al atravesar la puerta, los varones se fueron para un
lado y las nenas para el otro. Ellas vieron una película para
adolescentes, merendaron comida chatarra y fueron a com-
prar ropa a Chicas 10.
–¡Hola chicas... Clara, Florencia, Mía, Luna, Malena,
Bianca...! ¡Bienvenidas, la ropa de Chicas 10 las espera! ... –
dijo Leticia y, viendo que todavía había algunas madres en el
local, decidió esperar un poco más.
Cuando las amigas terminaron de pagar las prendas,
quedaban algunas nenas mirando la ropa de los percheros.
–Bueno chicas, les anuncio que Chicas 10 está organi-
zando un concurso para elegir a las nuevas modelos de la fir-
ma... –al ver que no había adultos en el local y que las nenas
que había se estaban retirando, Leticia les dijo–. Para lo cual
les vamos a sacar un par de fotos... ¿están de acuerdo?
–Sí –dijeron las amigas entusiasmadas.
50
–Así que, si nos acompañan por acá... –dijo entrando a
los vestidores, mientras su hermana Marcela corría a cerrar
el local, dejando el cartelito de: “Ya vengo”. Al llegar a la
puerta espejada de la trastienda, Leticia dio tres golpes y sa-
lió su novio cámara en mano–. Les presento a David nuestro
fotógrafo....
Corrieron una cortina azul tapando el espejo de la puer-
ta, pusieron música de moda y, allí mismo, y por turnos les
fueron sacando las fotos a las seis nenas.
El joven fotógrafo las dirigía, como todo un profesional–.
¡Ahora tu mejor sonrisa!. Carita angelical. ¡Más sensual
Bianca!...
–¡Así, con el dedo en la boca! –ayudaba Marcela hacien-
do el gesto requerido.
A las nenas les encantaba bailar, posar y modelar imi-
tando a modelos, actrices y vedettes de moda por lo que no les
costó mucho hacer lo que les pedían.
–¡Ah, me olvidaba! –dijo Marcela mostrando seis bolsi-
tas de la firma que empezó a repartir–. Este premio es solo
por participar del concurso de Chicas 10...
–¡Estuvieron muy bien lindas, y yo creo que ustedes van
a ganar! –afirmó Leticia y enseguida les recomendó–. Es muy
importante para Chicas 10 que no les cuenten a sus padres so-
bre el concurso, porque Chicas 10 les quiere dar una sorpre-
sa... ¡Imagínense lo orgullosos que se van a poner ellos cuan-
do sepan que ustedes fueron elegidas, para ser las nuevas
modelos de la firma! Además, el premio mayor es un viaje a
Minilandia para toda la familia de la o las ganadoras. ¡Imagí-
nense la sorpresa y lo contentos que se van a poner sus pa-
dres!...
–Y traten de no contarle a sus compañeritas, chicas... –a-
claró Marcela y remarcó–. Así ustedes, tienen más chances de
ganar...
51
–¿Cuándo vamos a saber los resultados? –quiso saber
Bianca Furton.
–Si me dan el número de sus celulares, las llamo y les a-
viso –les dijo Leticia.
–Yo no puedo, mis padres no quieren que lo dé –se jus-
tificó Florencia Cruz.
–¡No importa, con un solo teléfono es suficiente! –aclaró
Leticia.
–Yo te doy el mío y les aviso a las demás, ¿Querés? –o-
freció Bianca.
–Bueno, en la semana les avisamos si están o no selec-
cionadas... ¡Chau Chicas 10, y buena suerte! –les dijo Leticia
al despedirlas.
–¡Nosotras vamos a ganar! –dijo entusiasmada Mía Ba-
sile cuando vio que entraban al local otro grupo de chicas.
Sus amigas estuvieron de acuerdo.
Cuando David Lente llevó las fotos que le habían pedido,
lo contrataron, le dieron un importante adelanto de dinero y
le pidieron que les sacara más fotos y filmara a las nenas en
posturas más sensuales y con mallas, imitando a las modelos.
Para lograr ese objetivo los jóvenes unieron la trastienda con
gran parte del vestuario y lo llenaron de cortinas rojas y al-
mohadones de vivos colores.
El sábado siguiente, fue Florencia la que organizó el pi-
jama party y su mamá Angélica las llevó al centro comercial
en la camioneta. La mujer fue con sus dos hijos menores y los
llevó a ver una película infantil y a los juegos. A la hora
pautada se encontró con su hija y las amigas en el local de
comidas rápidas.
–A ver que te compraste Florencia –quiso saber con cu-
riosidad la mamá.
52
Florencia le mostró lo que traía en la bolsa del local
Chicas 10. Una pollera verde manzana tableada, una remera
de mangas largas a rayas multicolor y un par de medias colo-
ridas. Las otras nenas hicieron lo mismo. Las que más ropa
tenían en sus bolsas eran Bianca y Mía, mientras que Malena,
Luna y Clara solo tenían un par de medias.
–¿No les gustó, nada más? –quiso saber con curiosidad
Angélica.
–No... –recibió como respuesta.
A la madre de Florencia le llamó la atención que no les
gustara la ropa de ese local, pero no dijo nada, sabía que esa
ropa era muy cara y quizás las nenas no llevaban ese día mu-
cho dinero.
Una vez más, las seis amigas no les contaron a sus pa-
dres como habían obtenido esas prendas. Estaban entusias-
madas con ser las nuevas modelos de la firma y no repararon
en los peligros de mentirles y desobedecerlos, al recibir rega-
los de extraños, aunque las hijas de la dueña del local, no e-
ran extrañas para ellas. Tampoco se dieron cuenta que no es-
taban confiando en ellos. Además, Bianca le dio a Leticia
Fossa, el número de celular de sus amigas y por los mensajes
que fueron recibiendo en sus celulares, se enteraron que Lu-
na, Malena y Clara habían quedado descalificadas y no po-
dían seguir participando del concurso, ni concurrir al local el
próximo sábado.
Ese día le había tocado a Mía Basile realizar el pijama
party en su casa y luego concurrir al shopping. Sin ser in-
vitada, Clara, que quería participar a toda costa y había
comido poco, durante la semana, para poder vestir la ropa de
esa marca que no le entraba, también fue a la cita.
Durante la sección de fotos y la filmación, Florencia
Cruz participó muy poco. No aceptó darse besos en la boca
53
con sus amigas, aunque estaba de “onda”, ni acariciarse en-
tre ellas los genitales y mucho menos, salir desnuda en las fo-
tos, por eso sólo ganó un par de medias. Clara se llevó un par
de medias y una remera muy ajustada, aunque constantemente
les preguntaba, qué debía hacer para ganar más prendas.
Mientras Mía y Bianca sí, se llevaron muchos premios.
–Me acaba de llamar Alicia, mi suegra y me dijo que ella
y su socio Pepe ya eligieron a las tres finalistas del concurso
Chicas 10 –mintió David Lente guardando el celular y anun-
ció, muy contento–. ¡Y son, Bianca, Mía y Florencia! –los tres
jóvenes aplaudieron mientras las nenas, no cabían en su ale-
gría y saltaban–. El sábado que viene, Pepe en persona les va
a decir quién de las tres y sus familias van a ir de viaje a Mi-
nilandia...
–¡Felicitaciones, chicas! ¡Ustedes tres son las nuevas
modelos de Chicas10! –dijo Leticia dándoles un fuerte abrazo
y un beso. Luego se acercó a Clara que lloraba y abrazándola
le dijo–. Lo siento Clarita, quizás tengas más suerte el proxi-
mo año.
–¡Así que, aguanten este gran secreto una semana más!
¿Sí? –les pidió Marcela Fossa y las nenas estuvieron de a-
cuerdo.
Clara Cassini estaba inconsolable y sus amigas la invita-
ron a tomar una gaseosa con papas fritas.
–¡No te bajonées Clara, la vida es así!... a veces se gana
y otras se pierde –dijo Bianca Furton.
–Yo no voy a participar más... –afirmó Florencia Cruz
pensativa, y agregó–. No me gustaron las fotos de hoy y no me
interesa ser modelo de Chicas 10.
–¡Entonces, yo puedo participar por vos! –exclamó Clara.
–Como quieras... –dijo Florencia apenada y agregó–.
¡Chicas, no está bien lo que pasó hoy!... y yo creo que debe-
ríamos contarles a nuestros padres...
54
–¡No! ¡Claro que no! –chilló Bianca Furton y dijo–. ¡Si
no querés participar, no participes, pero yo quiero ganar ese
viaje y ser modelo de Chicas 10!
–¡Chicas no está bien sacarse fotos desnudas! –les recor-
dó Florencia y agregó–. ¡Y no creo que sus padres estén de a-
cuerdo con lo que hicieron!
–¡Para que sepas, mis padres son modernos y no ven
cosas raras como los anticuados de tus padres! –afirmó Mía
Basile y agregó, enojada–. ¡Yo quiero ganar y darles la sor-
presa del viaje a Minilandia! ¡Así que vos, no nos vas a boto-
near, porque si lo hacés no sos más nuestra amiga!...
–¿Sos nuestra amiga o no? –presionó Bianca.
–Lo soy y no voy a contar nada... –prometió Florencia
Cruz, sabiendo que hacía mal y lamentando tener que ocul-
tarle la verdad a sus padres. Luego propuso–. En el próximo
pijama party tendríamos que invitar a Malena y Luna porque
son nuestras amigas de toda la vida.
–¡Hecho! –dijo Bianca, sin más.
Durante la semana, Bianca Furton recibió por celular el
mensaje de engañar a Florencia. Leticia le pidió que la in-
vitara al pijama party y a los juegos electrónicos del shopping
y que, una vez allí, ellas la iban a convencer para que partici-
para de la última etapa del concurso. La astuta mujer hizo
hincapié en que la niña tenía muchas posibilidades de ganar
el viaje a Minilandia, un lugar de ensueños para chicos y
grandes.
A Florencia no le gustó que Bianca no haya invitado a
Malena y Luna al pijama party, y se disgustó más cuando la
madre de Bianca les avisó que ya era hora de partir hacia el
shopping.
55
–No. Yo no voy –le dijo Florencia a Bianca y agregó, en
voz baja, para que la madre de Bianca no la escuchase–. Ya te
dije Bianca que no me gustan “esos” juegos.
–No vamos a ir a Chicas 10, sólo a los juegos... –afirmó
Bianca Furton en voz baja.
–¡No voy a ir al shopping! –aseguró Florencia agarran-
do su mochila.
–¡Dejala Bianca, si no quiere venir que no venga! –le di-
jo Clara al oído.
–Florencia, nosotras vamos a ir.... ¡Así que tenés que ir o
ir! –dijo tajante, Bianca y, cansada de las quejas de Flo-
rencia, agregó, bajando un poco el tono mientras salían de su
casa–. No podés quedarte sola en mi casa, así que tenés que
venir...
Frente a la camioneta, estacionada en la calle, Florencia
llamó por celular a su mamá, mientras la madre de Bianca
cerraba la puerta de la casa.
–¡Hola má! ¿Me podés venir a buscar? –le pidió a su
madre.
–¿Qué pasó? –quiso saber la madre.
–Nada... las chicas van a ir al shopping y yo no tengo
ganas de ir... –dijo, mientras Bianca a su lado la miraba con
recelo.
–¿Es porque te di poco dinero?... Si querés te alcanzo algo
más para los juegos o para comprarte algo, ¿Qué te parece?
–No tengo ganas de ir... –dijo Florencia, mientras la ma-
dre de Bianca abría las puertas de la camioneta y las invitaba
a subir.
–¿Y el pijama party? –preguntó la mamá.
–¡Quiero ir a casa! –gritó, al borde del llanto.
–Está bien, está bien, tranquilizate... –trató de calmarla
la mamá.
56
–¿Pasó algo con Florencia? –le preguntó la madre a su
hija Bianca.
–Nada. Flor, quiere ir a su casita... –dijo riendo la niña.
–¿Estás hablando con tu mamá? –preguntó la madre de
Bianca y ante la afirmación de Florencia le pidió–. ¡Dame
con ella!
–¡Hola Angélica, no se qué pasó entre las chicas, pero
Flor no quiere quedarse... ¿Te contó algo? –preguntó, con voz
más baja y alejándose del vehículo, pero Bianca estaba detrás
de ella escuchando.
–No, nada. Sólo quiere venir a casa...
–Bueno, no te preocupés que yo te la alcanzo de pasada
¿Dale? –dijo la mamá de Bianca mientras regresaba a la ca-
mioneta y les hacía señas a Bianca y a Florencia para que su-
bieran.
–Bueno.
Cuando llegó a su casa, Florencia saludó con un beso a
su mamá y corrió a su cuarto. La mamá quiso saber qué había
pasado.
–¡Nada!. Sólo que yo fui a un pijama party y no a pasear al
shopping –respondió Florencia dejando conforme a su mamá.
Casi dos horas después, durante la cena, Florencia daba
muchas vueltas para comer la milanesa con papas fritas que
tanto le gustaban y permanecía pensativa mirando el plato.
Estaba preocupada porque ninguna de sus tres amigas contes-
taba el celular, ni respondían sus mensajes.
–“Tal vez están enojadas conmigo”.... –pensó.
–¿Qué te pasa Florencia? –preguntó la mamá.
–Nada...
–Nada, no. ¡Algo te pasa! –dijo el padre con tono firme y
agregó–. Porque las milanesas con papas fritas te encantan,
57
pero mucho más ir a los juegos del shopping y hoy no quisiste
ir... ¿Qué pasó?
–Nada... sólo que no me gustan “esos juegos” del shop-
ping... –dijo Florencia.
–¿Cuáles no te gustan... el del barco? –preguntó el padre
extrañado de que de golpe, a su hija, no le gustara ese juego.
Florencia negó con la cabeza, mientras seguía jugando
con la comida.
–¿Cuáles juegos no te gustan, Flopi?... –dijo la madre y
viendo que su hija seguía jugando con la comida le dijo–.
Confía en nosotros hijita y contanos...
–Los del local de Chicas 10... –dijo por fin la nena.
–¿Hay juegos en ese local de ropa? –preguntó extrañada
la madre.
–Sí. Organizan juegos y regalan ropa de premio... –dijo
Florencia sabiendo que no podía decir la verdad.
–¿Cómo la pollera verde manzana, la remera y las me-
dias...? –le preguntó la madre algo preocupada.
–Sí. Pero después de eso no participé más porque “esos
juegos” no me agradan... –aclaró Florencia y sus padres em-
pezaron a inquietarse.
–Flor, tu mamá y yo queremos saber cómo son “esos jue-
gos”... –le preguntó el papá y viendo lo atentos que estaban
los hijos varones, le propuso– y si te molesta hablar delante
de tus hermanos, vamos al living los tres solos, ¿sí?.
–¡No! ¡Yo no soy buchona y no voy a romper la promesa
que les hice a mis amigas!... –dijo la nena con firmeza y a-
gregó–. Además, a ellas sí les gustan “esos juegos”.
–¡Florencia, tus amigas pueden estar en peligro y si real-
mente las querés deberías ayudarlas, contándonos lo que pa-
só...! –dijo la mamá, visiblemente preocupada.
–¿Por qué no las llamás, así sabemos cómo están? –le
propuso el padre.
58
–Ya lo hice y les dejé mensajes... pero no contestan...
¡Seguro que están enojadas conmigo! –dijo Florencia.
Los padres se miraron preocupados. La madre tomó el
teléfono de la cocina y llamó a la madre de Bianca.
–No las chicas no están. Estoy yendo a buscarlas porque
quedamos en que Bianca me llamaría a las ocho y media y no
me llamó... Tampoco contesta los mensajes así que voy para
allá –dijo la madre de Bianca y, tratando de controlar su
preocupación, amenazó–. ¡Ya me va a escuchar Bianca!...
porque eso de apagar el celular para que la madre hincha no
la moleste mientras ella se divierte... ¡No se hace!...
–Te llamaba porque Florencia no quiso contarme, pero
en el local de Chicas 10 organizan juegos que a ella no le gus-
tan... –dijo Angélica.
–Lo sé, Bianca me contó. Ella ganó muchas prendas y
tiene la posibilidad de ser elegida modelo de Chicas 10 –dijo
la madre orgullosa y agregó–. Estoy llegando, cualquier cosa
te llamó.¡Chau!.
–¡Chau! –respondió Angélica y volviéndose a su hija le
contó–. María me dijo que Bianca le contó acerca de los jue-
gos de Chicas 10 y piensa que Bianca puede ser la nueva mo-
delo de esa ropa porque recibió muchos regalos... Por otro la-
do no la llamó a la hora convenida y apagó el celular... ¡Es-
pero que estén bien, porque eso de los juegos y los premios no
me termina de cerrar!
–¡Ni a mí! –aclaró el padre, mirando a su hija que se-
guía sin comer.
–Cualquier novedad quedó en llamarnos –dijo la madre
y, sentándose al lado de su hija le dijo, mientras le levantaba
la barbilla y la miraba a los ojos–. Realmente me duele mucho
que no confíes en nosotros Florencia... y espero de todo
corazón que a las chicas no les hayan hecho nada malo.
59
–Lo siento mamá, pero son mis amigas y están primero...
–dijo Florencia con tristeza, sabiendo que estaba lastimando
a sus padres y convencida de que protegía a sus amigas.
La señora María Straus de Furton no encontró a su hija
y a las amigas en el hall del shopping. Corrió al local de Chi-
cas 10 que, como la mayoría, ya estaba cerrado. Desesperada
pidió ayuda a los gritos, mientras llamaba a su esposo quien
llamó a la policía.
Las nenas no se encontraban en el shopping y en las cá-
maras de seguridad se las pudo ver salir a las tres solas del
mismo. La madre de Bianca recordó lo que le contó la mamá
de Florencia y se presentó junto al fiscal en la casa de la ne-
na. Florencia decidió hablar y les contó a los desesperados
padres la verdad sobre “esos” juegos...
Días después, la policía atrapó a los tres delincuentes
que pasarían muchos años en prisión. Primero detuvieron a
las hermanas Fossa y con sus testimonios detuvieron en el río
a David Lente cuando regresaba de un país vecino.
A Bianca Furton, Mía Basile y Clara Cassini no pudie-
ron rescatarlas. Sólo pudo saberse que fueron llevadas en lan-
cha hasta el país vecino y de allí, las tres amigas cruzaron el
océano, en el avión privado de un rico empresario que las ha-
bría comprado para tenerlas como esclavas sexuales.
Jamás se supo del verdadero destino de las tres niñas,
que con su desaparición dejaron sumidos en la desesperación
y el desconsuelo a sus padres.
Malena, Luna y sobre todo Florencia, abrazaron y ama-
ron profundamente a sus padres y hermanos. Nunca más vol-
vieron a mentir y confiaron, antes que en nadie, en sus padres.
60
Este libro, escrito en marzo de 2006, se terminó de imprimir
en agosto-septiembre de 2011.
Email ferandrefrancis@yahoo.com.ar
61
Colección
Los cuentos de la bisabuela María
Lobos feroces de hoy
MARÍA FERNANDA ALVAREZ BALLADARES nació en Capital Federal, Buenos Aires,
Argentina en 1965. Enfermera neonatal en un importante hospital de niños. Estudió cine y
video, fue mamá adoptiva de una beba con discapacidad mental y visual y, después de
muchos años se casó y tiene dos hijos. Con mucho esfuerzo estudió y se recibió de Licenciada
en Enfermería a fines del 2009.
El dolor, las injusticias y las alegrías enriquecieron su vida y la motivaron a escribir.
En el 2001 terminó de escribir: Carina, el regalo más esperado, dividido en tres partes:
Rescatar a Paula (Ι), Poseer y lucir una Perla (ΙΙ) y Cortar la cadena (ΙΙΙ). En 2006 escribió
tres libros basados en cuentos tradicionales y que integran la Colección de Los cuentos de la
bisabuela María: Cenicientas de hoy (editado), Bellas Durmientes de hoy y Lobos feroces de
hoy. En el 2009 escribió la novela: irresponsables y el cuento largo: Alina, la tragedia que
despertó el valor de una madre.
La bisabuela María, luego del cuento tradicional, les relata a sus bisnietos tres historias
actuales en las que simboliza los graves peligros de nuestra sociedad. Una sobre los
violadores que acechan en los barrios: Tamara, como tantas nenas, va sola a hacer las compras
y, sin saberlo, se encuentra con un lobo, vestido de oveja, en su barrio. Este encantador
hombre la atrapa en el mismo descampado, donde años atrás había ocurrido una terrible
tragedia. Otra, encara los peligros que encierra internet donde, mediante engaños, dos
adolescentes varones son secuestrados por una mujer/lobo que, junto a sus dos cómplices, los
hacen víctimas de una red de pornografía infantil. La última, relata la escalofriante historia de
varias nenas que son engañadas por dos empleadas del local de ropa Chicas 10, ubicado en un
concurrido shopping y que las venden a una red de prostitución infantil internacional…

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  • 1. Colección Los cuentos de la bisabuela María Lobos Feroces de hoy María Fernanda Alvarez Balladares Edición Artesanal A.B.S
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  • 3. 2 Alvarez Balladares, María Fernanda Lobos feroces de hoy. (Colección: Los cuentos de la bisabuela María) - 1a ed. - Lanús Oeste : Edición Artesanal A.B.S., 2011. 56 p. ; 21x15 cm. ISBN 978-987-27271-0-9 1. Narrativa Infantil y Juvenil Argentina. 2. Cuentos. I. Título. CDD A863 Edición Artesanal A.B.S Editores: María Fernanda Alvarez Balladares y Miguel Skoda Lanús Oeste. Buenos Aires. E-mail: Ferandrefrancis@yahoo.com.ar Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en la Argentina Printed in Argentina Ilustración de tapa, diseño y diagramación María Fernanda Alvarez Balladares
  • 4. 3 En memoria de mi hija Carina Lujan. Dedicado a mis hijos André y Francis. A mi esposo Miguel. Y a todos los que inspiraron mis historias: sobrinos, primos segundos, pacientitos, mis padres, mi abuela y mi suegra María.
  • 5. 4
  • 6. 5 Al terminar de leer el cuento clásico de Caperucita Roja, la bisabuela María quiso saber si les había gustado. –¡Es un cuento para bebés! –fanfarroneó Franco de doce años. –¿Por qué? –preguntó la bisabuela. –Porque Caperucita Roja es una tonta, ¡cómo no se va a dar cuenta que en la cama está el lobo y no su abuelita! – afirmó Franco. –¿Vos te darías cuenta de que tenés a un lobo vestido de cordero o de abuelita delante tuyo? –le preguntó la anciana. –¡Obvio! –respondió el preadolescente. –¡Yo también! –afirmó su hermanita Sol. –El lobo es peludo... –agregó Floriana, de tres años. –Y tiene una boca enorme... –dijo Ailén, de casi cuatro años. –Y orejas grandes... –recordó Camila, de cinco años. –Garras... –dijo Guido, de tres años, imitándolas con sus manos –Yo conozco a varias chicas y chicos que pensaban como ustedes y terminaron mal... –les contó la bisabuela y todos se la quedaron mirando con los ojos bien abiertos. –Lobos feroces hay en todos lados –dijo Analía de dieci- nueve años y todos la miraron intrigados. –¿En serio? –preguntó Sabrina temerosa. –Así es, Sabrina, y tenemos que tener cuidado y ser pru- dentes para no caer en sus garras –dijo la anciana acompa- ñándose con sus manos. Los bisnietos algo asustados escucharon los relatos de la bisabuela María que, ese día, cumplía ciento y un años. Mien- tras Valentina, Natalia, André y Bautista, de dos años a trece meses, habían salido a jugar afuera.
  • 7. 6 Tamara Encontró el Lobo Feroz en su barrio Había una vez y no hace mucho tiempo, una nena de ocho años llamada Tamara Ortiz, que era fanática del Gran Rojo, uno de los clubes de fútbol de su país, que era como el nues- tro. Su barrio era de calles, en su mayoría, de tierra y casas de material, algunas a medio construir. Se llamaba El progreso, en el centro había un descam- pado de media hectárea de ancho por una de largo. Años atrás, y luego de una tragedia, ese descampado descuidado y lleno de basura y roedores había llegado a ser “El campito”, un verde y limpio lugar de esparcimiento para los vecinos. La casa de los Ortiz quedaba frente al descampado y, para llegar al otro lado, donde estaba la peligrosa avenida asfaltada, por donde pasaban los colectivos y estaba la es- cuela y varios comercios, había tres opciones: caminar casi quince cuadras rodeándolo, porque ya parecía una selva; cruzar por el medio, por los diferentes senderos que había hecho la gente o, aquellos que podían, tomaban un remís. Por las mañanas, Tamara Ortiz y su hermanito Federico, de seis años, iban a la escuela caminando por uno de los sen- deros. A veces, los acompañaba su mamá llevando a sus dos hermanos pequeños en el cochecito, otras, iban en grupo con otros vecinitos y alguna de sus madres, y algunas veces, si se atrasaban un poco, iban solos y corriendo para no llegar tar- de a la escuela. A casi dos cuadras de donde vivía Tamara, había un kiosco, que funcionaba en el garage de un vecino. Del otro
  • 8. 7 lado del descampado estaban: el almacén, la panadería, la frutería, la carnicería y la librería. Tamara era muy vivaz, tenía cabellos castaño oscuro la- cios, que llevaba recogidos para ir a la escuela, ojos marro- nes, tez morena y mejillas que al sonreír mostraban dos sim- páticos hoyuelos. Una noche, terminada la cena, el papá de Tamara se puso a mirar televisión y se percató que se había quedado sin cigarrillos. –¡Tamara! –llamó el padre. –Sí, papá –dijo la nena secándose las manos en su remera azul marino, porque había terminado de lavar los platos. –Andá a comprarme cigarrillos –le pidió dándole el dinero. –¿En el kiosco de Pepe? –preguntó la niña. –Si, andá... –¿No es muy tarde? –preguntó la madre, mientras ama- mantaba al bebé. –¿Cuál es el problema? –quiso saber el esposo, algo mo- lesto. –Es de noche, la calle es peligrosa y el campito también –dijo casi en voz baja la mujer, tal vez recordando la tragedia que cinco años atrás, había alterado la paz del barrio y cam- biado sus costumbres. –Tamara sabe cruzar la calle sola. Además, ¿qué le pue- de pasar, si no va a cruzar el campito? –dijo enojado y, mi- rando a su hija le ordenó, con ademanes, para que se fuera–. ¡Andá, apurate!... ¡y volvé rápido, así tu madre no se asusta! Tamara salió corriendo de su casa, la calle estaba apenas iluminada por las bombitas de luz que había en cada esquina y por alguna que otra luz encendida en los zaguanes de las casas. Aún así, había gente charlando o caminando en las ca- lles.
  • 9. 8 La niña miró el descampado, más tenebroso de noche, que tanto asustaba a niños y a padres. Cruzó corriendo las dos esquinas, y llegó al kiosco. El kiosquero estaba charlando con un hombre de más de cuarenta años, que tenía una bici- cleta de carrera roja. –¡Hola Pepé! –¡Hola Tamara! –la saludó el kiosquero que ya estaba cerrando. –¡Hola Tamara! ¿Cómo estás? –le pregunto el hombre de la bicicleta sonriendo. –Bien... –respondió, con cautela, la niña y dándole el di- nero al kiosquero pidió–. ¿Me da un paquete de cigarrillos para mi papá? –Acá tenés los cigarrillos y el vuelto... –dijo Pepe. –Yo también fumo de esos... –dijo el extraño sin que le preguntaran y viendo la cara de asombro del anciano, acla- ró–. Sólo fumo uno o dos después de cenar o mientras miro una película... una vez que mis hijos se durmieron, claro... –¡Chau, Tamara! –se despidió el kiosquero y viendo que no había casi nadie en la semioscura calle le dijo–. ¡Corré a tu casa que yo te miro de acá!. –Pepe, con esa remera azul no vas a verla llegar –afirmó el hombre de la bicicleta y sonriendo le dijo–. Si querés, yo la puedo acompañar porque voy para allá... –Bueno, si me hacés la gauchada... –le dijo el anciano y, dirigiéndose a Tamara agregó–. ¡Atilio te va a acompañar hasta tu casa!... ¡saludo a tus padres!... Al llegar a la esquina, Pepe y Tamara se saludaron con la mano. La niña cruzó silenciosa al lado del hombre de la bicicleta roja. Un hombre simpático, con cara de bonachón, alto, sin canas y vestido con ropa deportiva verde oliva. –¿De qué cuadro sos, Tamara? –preguntó mientras de- senvolvía un caramelo y se lo ponía en su boca.
  • 10. 9 –Del Gran Rojo –contestó Tamara con orgullo. –¿Querés un caramelo? –invitó el simpático hombre. –Bueno... –dijo tomando el masticable y, como le habían enseñado, dijo–. ¡Gracias señor! –Atilio, me llamo Atilio –dijo el desconocido–. Yo tengo muchas remeras del Gran rojo. ¿Te gustaría que te regale u- na? –le preguntó. –Bueno... –contestó Tamara con una amplia sonrisa. –Con esa remera te pueden ver de lejos, Pepe y tus pa- dres... –dijo el hombre mirando sobre su hombro al anciano, que a lo lejos se esforzaba por verlos y calculando que ya no los vería, invitó a la niña–. ¿Tamara, querés subirte al manu- brio, así llegamos más rápido a tu casa?. Tamara dudo un poco, su papá solía llevarla en el manu- brio o en el parante. A ella y a su hermano les gustaba. –No gracias, Atilio... ya casi llegamos... –dijo la niña, se- ñalando hacia adelante, mientras cruzaban la esquina. En ese momento, salió de una de las casas de la cuadra de Tamara, una vecina, cruzó la calle y tiró la bolsa de basura en el descampado, porque el camión ya había pasado. Al ver a la niña y al desconocido de la bicicleta, esperó a que pasaran. –Hola Tamara, ¿qué haces en la calle tan tarde? –quiso saber la mujer mientras observaba al desconocido. –Fui a comprar cigarrillos para mi papá... y Pepe le pi- dió a Atilio que me acompañara a casa –aclaró la nena. –Buenas noches –saludó el hombre con su amplia sonrisa. –Buenas noches... –respondió la vecina y se quedó en la puerta de su casa hasta que vio entrar a Tamara a su casa y vio al hombre de la bicicleta, subirse en ella y alejarse. Tal vez, recordó que aquella trágica noche, un adolescente vio salir del descampado, a toda velocidad, a un hombre vestido de negro con una bicicleta oscura.
  • 11. 10 Un mediodía, al salir de la escuela, Tamara iba con su hermano Santiago y dos de sus compañeros de grado, Esme- ralda y Ricardo, de ocho y nueve años, caminando por el des- campado, cuando se encontraron con Atilio. –¡Hola Tamara! ¿Cómo estás? –le preguntó el hombre sacando de la mochila, que colgaba del manubrio de su bici- cleta, camisetas del Gran Rojo, como la que él lucía. –Muy bien Atilio –respondió la nena. –¡Mirá Tamara, camisetas del Gran Rojo! –exclamó en- tusiasmado Santiago. –Ésta es para vos Tamara y ésta es para tu hermanito... – dijo Atilio repartiendo las camisetas. –Santiago –dijo Tamara y acto seguido agregó–. ¡Gra- cias Atilio! –y mirando a su hermano le ordenó, en voz baja–. ¡Dale las gracias! –¡Gracias Atilio! –dijo el nene. –No hay por qué, ustedes se lo merecen... y ustedes dos también –dijo Atilio entregándoles una camiseta a Ricardo, que la agarró enseguida y le agradeció, y a Esmeralda, luego agregó–. ¡Úsenlas cuando crucen este peligroso descampado, así sus padres pueden verlos desde sus casas cuando cruzan por acá!, ¡sobre todo cuando cruzan solos! –dijo, enfatizando esto último. Tamara, Santiago y Ricardo se las pusieron enseguida, mientras Esmeralda dudaba. –Mi mamá no quiere que acepte regalos de extraños... – dijo Esmeralda devolviendo su camiseta. –Es verdad. Bueno, lo mejor es que les digan a sus pa- dres que se encontraron en la avenida con “Escoba Fernán- dez”, que estaba repartiendo camisetas del club... –les dijo Atilio con astucia.
  • 12. 11 –¡Pero no están autografiadas! –dijo Esmeralda y en- seguida aclaró–. “Escoba Fernández” siempre firma las ca- misetas que regala. –¡Es verdad! –dijo Atilio tomando la camiseta que le da- ba la nena. Sacó de la mochila una birome negra y firmando la camiseta sobre su pierna, dijo, mientras miraba su obra–. ¡Ahora sí!... Acá tenés tu camiseta del Gran Rojo autografia- da por el mismísimo “Escoba Fernández”... –y le dio la cami- seta a Esmeralda, que la agarró con desconfianza. Mientras Atilio firmaba las camisetas de Tamara, San- tiago y Ricardo a la altura del pecho de los chicos, Esmeralda seguía dudando porque no estaba acostumbrada a mentir. –¡Está buenísima! –dijo muy emocionado Ricardo y a- gregó–. ¡Nadie va a notar la diferencia! ¡Gracias Atilio! –¡Es cierto, parece de verdad! –dijo Santiago mirando la firma de su camiseta. –¡Es, de verdad! –aclaró Atilio y afirmó–. Esas camise- tas auténticas, van a ser la envidia de todos sus compañeros... –¡Gracias Atilio! –dijeron casi al unísono los cuatro ni- ños, antes de partir corriendo hacia sus casas. –¡No hay por qué, ustedes se lo merecen! –¡Chau Atilio, y que tenga un buen día! –le deseó gri- tando mientras se alejaba corriendo, Tamara. –¡Chau, nos vemos!... –dijo Atilio sonriendo mientras sa- ludaba con la mano. –Si mi mamá me pregunta de dónde saqué la camiseta y no me creé que me la regaló el “Escoba Fernández” se va a enojar mucho conmigo... –dijo, muy preocupada, Esmeralda al salir del descampado y agregó–. ¡Y si mi papá se entera que me la regaló un extraño me va a pegar...! –¡Atilio no es un extraño! Es amigo del kiosquero Pepe y de don Félix, además mi mamá lo saludó varias veces... ¡Y
  • 13. 12 también es mi amigo! –enfatizó Tamara antes de despedirse de sus compañeros. Los padres de los cuatro niños, quedaron conformes con la explicación que sus hijos les dieron y no ahondaron en preguntas. Parecían haber olvidado el asesinato de Laurita. Otro día, mientras preparaba la cena, la madre de Tamara se dio cuenta de que no tenían pan. Había fideos con tuco para cenar y su esposo, que acababa de llegar cansado del trabajo, estaba mirando televisión y se iba a enojar por la falta de ese vital elemento para mojar en la salsa. –¡Tamara! –llamó a su hija mayor. –Sí, mamá –dijo la nena, al entrar corriendo a la mo- desta cocina. Había dejado de hacer los muchos deberes que tenía, ante el llamado de su madre. –Tomá y corré a comprar medio kilo de pan –le pidió dándole un billete y le aconsejó–. No crucés el campito que ya esta oscureciendo... –y viendo que, aunque su hija corriera las quince cuadras hasta la panadería no llegaría a tiempo, cam- bió la orden–. ¡Ya está por cerrar y don Félix es tan pun- tual!... ¡Mejor cruzá el campito corriendo y si vez a alguien extraño gritá que nosotros te vamos a escuchar!... Pero para volver, como ya va a ser de noche, corré las quince cuadras, que el agua para los fideos ya está casi lista y no quiero hacer esperar a tu padre que llegó muy cansado y hambriento del trabajo... ¡Entendiste!... –¡Si mamá! Me pongo la camiseta del Gran Rojo y salgo –dijo Tamara y su madre la frenó. –¿Qué? ¡No perdás tiempo Tamara! –la retó y le orde- nó–. ¡Te vas ya a comprar, que es muy tarde!... Cinco años antes y en una noche como esa, había desapa- recido Laurita Luna. A la mañana siguiente, un grupo de ni-
  • 14. 13 ños que iban cruzando el descampado rumbo a la escuela ha- bían encontrado el cuerpo ultrajado de la nena de seis años. La criatura aún llevaba aferrada en su mano la bolsa de las compras con un paquete de pan y un cartón de vino adentro. Entonces, los vecinos del barrio El progreso acudieron a las autoridades reclamando una solución. El intendente hizo limpiar, una vez más, el descampado y puso iluminación en todas las calles. Los vecinos volvieron a usar “el campito”, a- sí lo llamaban, como lugar de esparcimiento. Además, un pa- trullero pasaba de tanto en tanto. Los padres empezaron a a- compañar a sus hijos a todos lados, y los vigilaban desde las puertas de sus casas, tanto cuando iban a hacer algún manda- do, como cuando jugaban en las veredas. Pero con el tiempo se olvidaron de los peligros y dejaron de cuidarlos, como en- tonces. Tamara salió corriendo de su casa con su remera blanca de gimnasia, pensando que con ésa, también sus padres po- dían verla de lejos. Claro que ellos nunca la miraban, pero quizás si gritaba, la oirían. La nena ya había corrido un trecho, cuando vio aparecer entre los yuyos y arbustos espesos la figura de un hombre vestido de negro, al que no le pudo ver la cara semi-tapada por la capucha del buzo. Tamara pegó un grito, miró hacía atrás y sólo vio malezas y escuchó a lo lejos el ladrido de un perro que se acercaba. Asustada corrió con todas sus fuerzas, sabiendo que sus padres tampoco escucharían sus gritos. Por la desesperación, Tamara cruzó la avenida de doble mano sin mirar. Por suerte en ese momento no pasaba ningún auto y Tamara no se sumó a la larga lista de atropellados. Don Félix estaba por cerrar cuando llegó ella. –¡Hola don Félix! ¿Me da medio kilo de pan? –pidió extenuada la nena.
  • 15. 14 –Hola Tamara, parece que corriste ¡eh! –dijo el anciano y respondió al saludo del recién llegado–. Buenas noches Atilio. –Buenas noches Tamara, ¿cómo estás? –le preguntó a la nena. –Hola Atilio –contestó al hombre de la bicicleta mien- tras pagaba el pan. -Permiso don Félix... –dijo Atilio sirviéndose un alfajor de dulce de leche bañado con chocolate y dijo–. Esto es para vos Tamara... –¡Gracias Atilio! –dijo la nena dando un mordisco al alfajor. –Es porque sacó muy buenas notas. –le aclaró Atilio al panadero, que lo miraba con recelo, para no sembrar dudas sobre su persona. –¡Qué bien Tamara, seguí así y seguro que vas a ser la abanderada! –la felicitó el anciano mientras le entregaba la bolsa con el pan y las monedas de vuelto–. Acá tenés... –¡Chau, don Felix! –se despidió Tamara. Mostrando su mejor sonrisa y alegría en sus ojos, la nena, se despidió de A- tilio–. ¡Chau Atilio y gracias por el alfajor! –¡Chau Tamara y corré a tu casa que ya es de noche! –le aconsejó Atilio antes que ella saliera del negocio. Luego, el hombre compró una tarta y pagó también el alfajor. Tamara cruzó la avenida corriendo pero detrás de dos señoras que iban con sus pequeños hijos. Siguió corriendo por las veredas y en cada esquina se detenía, miraba bien a am- bos lados y después cruzaba. A las cinco cuadras ya estaba cansada y empezó a caminar, mientras terminaba de comer el riquísimo alfajor. Era de noche, un patrullero avanzaba lenta- mente, por la maltrecha calle de tierra, rumbo a la avenida. Algunos vecinos regresaban de hacer las compras o de sus trabajos y al cruzarse con ellos, la niña los saludaba. –¿Cansada Tamara? –preguntó Atilio, provocándole un sobresalto.
  • 16. 15 –Bastante... –le dijo Tamara, repuesta del susto inicial. –¡Subí que te llevo más rápido hasta tu casa! –ofreció él amablemente. –Bueno –aceptó Tamara, que estaba muy cansada y, ayu- dada por el simpático hombre, subió a la bicicleta y se sentó sobre el travesaño, como hacía cuando su papá la llevaba. Se agarró fuerte del manubrio donde colgaba un buzo negro con capucha. A la niña de ocho años, no le llamó la atención esa pren- da, que combinaba con el pantalón negro de su amigo, porque Atilio era un hombre tan bueno... que, de ninguna manera po- día ser el que merodeaba en los pastizales del descampado. –¿Te gustó el alfajor? –quiso saber Atilio. –¡Si, estaba riquísimo...! –respondió Tamara saliendo de sus pensamientos. –Hay algo que te preocupa mucho, ¿no? ¿Qué es Tama- ra? –le preguntó el amable hombre. –Cuando iba por el descampado vi a un hombre todo vestido de negro que se me acercaba... –le contó Tamara y a- gregó con total confianza–. Me asusté mucho, grité fuerte y salí corriendo... –¿Te siguió? –No –¡Ah!, entonces eran los noviecitos adolescentes que vi sa- lir corriendo de los pastizales... casi detrás tuyo, y por lo que pude ver, los perseguía un perro.... –dijo entre risas Atilio. Tamara se sintió más aliviada y también se rió. En el tra- yecto a su casa, la nena se cruzó con varios vecinos a los que iba saludando. Dos vecinas charlaban en vereda, otra llama- ba a sus hijos, que jugaban a la pelota, para cenar. –¡A salvo! –anunció Atilio al frenar su bicicleta roja a dos casas de la casa de Tamara y la ayudó a bajar. –¡Gracias Atilio, y buenas noches! –dijo Tamara.
  • 17. 16 –¡Fue un placer hermosa! –dijo Atilio con una amplia sonrisa, ocultando su frustración, y agregó–. Buenas noches Tamara y que duermas con los angelitos... Se saludaron con la mano y la nena entró corriendo a su casa. Ya estaban todos sentados a la mesa y habían empezado a cenar. Y, como era habitual, sus padres no le preguntaron como le había ido y ella no les contó. Pasaron varios días y en la tarde, de un día nublado, con amenazas de lluvia, la mamá de Tamara estaba haciendo tor- tas fritas. Se quedó sin grasa. El papá había llegado temprano del trabajo y estaba mirando un partido de fútbol rodeado de sus hijos varones. Comían tortas fritas mientras Tamara ceba- ba el mate con la pava grande. Llegado el turno de la madre, Tamara iba a la cocina, le llevaba el mate y regresaba con más tortas fritas. –Tamara, corré a comprar grasa en lo de Rosita. Mien- tras te espero yo sigo con el mate... –le pidió la madre dándo- le el dinero, mientras sorbía el mate, y viendo la cara de des- gano de su hija le dijo–. ¡Dale Tamara, que tu padre está hambriento y cansado de tanto trabajar!... Además, tiene de- recho a disfrutar del partido. ¡Así que, dale, corré a lo de Ro- sita y traé la grasa de una vez!.... Tamara pensó en pasar por la sala y dar un último vista- zo al partido. –¡Por ahí no Tamara, que vas a distraer a tu padre!... ¡Por acá! –le ordenó señalando la puerta de la cocina. Así lo hizo la obediente niña, que lucía la flamante cami- seta del Gran Rojo. Luego corrió a través del descampado, rumbo al almacén de Rosita y en el camino se encontró con A- tilio que salió de entre los arbustos empujando su bicicleta. –¡Hola Tamarita! –Hola Atilio.
  • 18. 17 –¿Cómo está hoy mi princesita? –preguntó, con voz me- losa, Atilio. –Bien y muy apurada... –dijo Tamara, aminorando el pa- so– porque mi mamá me mandó a comprar grasa urgente, pa- ra las tortas fritas.... –¡Esto es para vos, mi princesita! –le dijo entregándole un chocolatín, que él había desenvuelto. –¡Gracias Atilio! –dijo Tamara comiéndolo de dos boca- dos y emprendiendo la carrera le dijo–. Ya tengo que irme, mis padres me están esperando... ¡Chau...! –Esperá Tamara que hace mucho calor... –dijo el amable señor interrumpiendo su paso y le ofreció–. Mejor tomate una gaseosa bien fría. Tengo dos en la mochila... allá debajo del árbol –dijo Atilio señalando un tupido y alejado árbol. –¡Gracias Atilio, pero estoy muy apurada! –dijo Tamara, mi- rando en dirección a su casa, pero solo se veían yuyos altos. –¡Es sólo un minuto, princesita... y no te preocupés que yo después te llevo en mi bicicleta veloz a comprar la grasa y a tu casa!. ¿Qué te parece? –como a lo lejos se escuchaban va- rias voces que se acercaban, cambió de idea y le dijo, cuando asomaban por el sendero un grupo numeroso de estudiantes secundarios–. ¡Mmm, no!, ¡Mejor vamos primero por la gra- sa! –le dijo ayudándola a subir a su bicicleta y al cruzarse con los adolescentes los saludó. Los chicos respondieron a su saludo y Tamara se alegró de que todos conocieran a ese buen hombre. Al llegar al límite del descampado, Tamara se bajó, cru- zó la avenida luego de mirar hacía ambos lados y corrió a comprar la grasa. Mientras tanto, Atilio la esperaba escon- dido entre los pastizales. A esa hora y habiendo partido, había poca gente en la calle.
  • 19. 18 –¡Ya está!, bueno, ¡vamos por la gaseosa! –invitó Atilio, ayudando a Tamara a subir al travesaño de su bicicleta de carrera y rápidamente se adentraron entre los pastizales. Al llegar al árbol que se encontraba en una parte más es- pesa, oscura y llena de arbustos, yuyos enmarañados y basura desparramada, se bajaron. Tamara no tenía miedo, confiaba en ese buen hombre vestido de negro, aún, cuando no vio nin- guna mochila cerca del árbol. Recién cuando Atilio la abrazó con fuerza, la pequeña sintió miedo. Tamara, luchó desesperada y logró zafarse. Corrió unos metros y gritó pidiendo ayuda. El estruendo de la pirotecnia lanzada por los vecinos que festejaban el primer gol del Gran Rojo, silencio sus gritos. Atilio la alcanzó y tironeó de la camiseta roja de la niña, que no paraba de gritar y llorar. El depravado Atilio, que so- lía disfrazarse de simpático y buen hombre, tiró al suelo a Ta- mara y, con un rápido movimiento, le quitó la camiseta de fút- bol y se la puso sobre la cabeza, tratando de evitar que los gritos de la niña se escucharan. Estaba tan cegado que no es- cuchó las campanas y no se percató que los estruendos habían cesado. Era la hora de salida de la escuela. Dos madres venían caminando por el sendero con sus hijos. Tenían cabellos muy negros y largos, que usaban atados con una hebilla, y la piel morena. Una de ellas llevaba en su mano un palo de escoba, que solía usar para ahuyentar a los perros sueltos del vecin- dario. Al escuchar los gritos de auxilio de una nena, la mujer blandiendo el palo corrió hacia la espesura. Mientras, la otra, le ordenó a su hijo mayor que corriera a la avenida y pidiera ayuda, y a su hija, que cuidara de los demás niños. Luego, to- mando una rama, gruesa y corta, siguió a su vecina.
  • 20. 19 El perverso hombre no se dio cuenta de lo que estaba pa- sando hasta que su sangre empezó a gotear a borbotones so- bre la remera roja de Tamara. Se tomó la cabeza con ambas manos, tratando de evitar los golpes, y se corrió de arriba de su indefensa víctima. Aturdido, Atilio vio los rostros femeni- nos llenos de ira que lo golpeaban sin parar y perdió el cono- cimiento. Tamara dejó de ver rojo y al apartarse de su agresor cu- brió con sus manos su desnudez. –¡Quedate tranquila que ya todo pasó, Tamara! –le dijo una de sus vecinas. Al ver la cara amable de éstas que la abrigaron y la a- brazaron, la pequeña se sintió a salvo. Tamara pasó varios días en el hospital y recibió ayuda psicológica durante mucho tiempo para recuperarse del daño psíquico sufrido. Gracias a sus valientes y decididas vecinas, “el lobo” no llegó a abusar físicamente de ella. Atilio Reverso, le confesó al juez que era el asesino de Laurita. Al enterarse y, como había ocurrido cinco años an- tes, los vecinos muy enojados hicieron una manifestación fren- te a la municipalidad y les exigieron al intendente y al comisa- rio explicaciones sobre lo ocurrido. –¡Usted y el sinvergüenza del comisario, son los respon- sables del ataque que sufrió Tamara! –gritó una vecina. –¡Atilio Reverso, es el culpable! –se defendió el intentente. –¡Usted también, porque si hubiera mantenido limpio ese descampado que antes era “el campito”, y la policía hubiera vigilado el lugar, esto no hubiera ocurrido! –gritó otra a viva voz. También, los enojados vecinos acusaron a los jueces y a la policía de inacción por no haber atrapado al degenerado cinco años atrás. Ni siquiera el panadero y el kiosquero sa-
  • 21. 20 bían de la criminalidad de ese amable y simpático vecino, que vivía en la periferia del barrio y al que no todos conocían. Pe- ro, quienes más lo conocían, sus vecinos linderos jamás sos- pecharon de él, porque era un buen vecino y padre de familia. Cuando los ánimos se calmaron un poco, el intendente y el comisario dieron una conferencia de prensa dentro del re- cinto de la intendencia. Mientras afuera los vecinos la seguían por la pantalla de un televisor. –Les recuerdo a los vecinos del barrio El progreso que, hace cinco años, cuando mataron a Laurita, la municipalidad, desmalezó y desratizó el descampado. Los vecinos, en aquella oportunidad, se habían comprometido a mantenerlo limpio y así fue durante un tiempo... –recordó el intendente y agregó–. Las familias usaban el descampado, al que bautizaron “el campito”, como lugar de esparcimiento, hacían picnic bajo los árboles donde, durante el verano, muchos dormían y dis- frutaban del fresco en las horas de más sol. Con los años, los residuos de esos picnic, más las bolsas de basura que tiraban los vecinos, más todo lo que amontonaban que no les servía en sus casas, desde roperos, colchones, electrodomésticos y hasta escombros hizo que los empleados de la municipalidad no pudieran cortar el pasto. Fue entonces que se nos ocurrió que, cercar el descampado era lo mejor. Pero el alambrado duró poco, los vecinos del barrio El progreso hicieron aguje- ros en el alambre para cruzar el descampado y así acortar ca- mino. Con el tiempo ese alambrado desapareció... y se formó la selva que es hoy... Por su parte, el comisario dijo: –Quiero recordarles a los vecinos que la mejor medida de prevención en estos casos es evitar que los niños salgan solos de noche, y evitar que crucen solos el descampado –finalizó el comisario.
  • 22. 21 Los vecinos enfurecidos porque tanto el intendente como el comisario los hacían responsables de lo ocurrido a Tama- ra, tiraron lo que tenían a mano, contra las paredes del muni- cipio y éstos debieron irse del lugar muy custodiados. Tan enojados estaban los vecinos que le pidieron al pre- sidente del país que removiera a “esos ineptos” de sus cargos y que llenara de policías el descampado y el barrio, para que lo que pasó con Tamara no volviera a ocurrir. El presidente, un hombre muy sabio y padre de seis hijos, visitó la escuela a la que concurría Tamara y habló con ella y sus compañeritos. –Ya todos tienen una hoja. Bueno, entonces escriban en po- cas líneas. ¿Qué tenemos que hacer los adultos para proteger mejor a los niños?. –al pedido del presidente todos se pusie- ron a escribir. Luego puso las respuestas de los niños en una cartelera en la casa de gobierno e invitó a los padres, a los periodistas, a los legisladores y a todos los vecinos a leer lo que pedían los niños, que eran los principales damnificados. Tamara Ortiz y sus compañeritos pidieron a los adultos lo que habían obtenido cinco años atrás y que habían ido per- diendo esos últimos años: Ir acompañados por alguna madre a la escuela. No ir solos a hacer compras y, en caso de hacer- lo, no ir de noche y ser mirados por sus padres. Pidieron ade- más, que la policía patrulle más la zona y, sobre todo, que pa- dres y maestros les enseñen como reconocer a un lobo feroz vestido de cordero. Dos años después, durante el juicio oral y público, los jueces condenaron a Atilio Reverso a veinte años de prisión, aunque, en diez años saldría en libertad. Pero él, más que na- die sabía, que aunque dejara las rejas, jamás iba a salir de la
  • 23. 22 cadena perpetua a la que habían condenado a su cuerpo, inu- tilizado por los golpes.
  • 24. 23 Lobos Feroces en la red Érase una vez, no hace mucho tiempo, en un país como el nuestro, dos hermanitos que vivían en Buenaventura una ciudad pujante y trabajadora. Javier y Lorena Diegues que así se llamaban vivían con su mamá Lía Ruíz, en un modesto, pero confortable departamento de tres dormitorios con vista al maloliente Río Quieto. Desde las ventanas, los hermanos podían ver la febril actividad de los pequeños cargueros, que descargaban las materias primas y cargaban los productos de las diferentes fábricas e industrias que los rodeaban. Y si miraban a lo lejos, podían ver a los grandes cargueros y a los buques de lujo, que atracaban en la zona céntrica de la ciudad vecina donde su padre Rolando Diegues, ingeniero, trabajaba en las oficinas de una importante empresa petro- lera, junto a su hermano Armando. Tras el divorcio de sus padres un año atrás, los niños y su mamá, debieron dejar la casa de tres plantas que tenían en un exclusivo barrio cerrado, en las afueras de la ciudad. A ellos les fascinaba vivir en Los Altos de Buenaventura, donde también vivían sus primos Ariel, Facundo y Bernarda Die- gues. Luego del colegio, nadaban en la pileta cubierta del ba- rrio, jugaban a algún deporte de equipos, andaban en bici- cleta o cabalgaban por los alrededores hasta entrada la no- che. Por lo mismo, le dedicaban poco tiempo a la televisión y a la computadora. Podían disfrutar del aire libre porque vivían en un lugar seguro. Aún así, el padre les hizo un listado con advertencias para usar internet y chatear, con el fin de protegerlos de los
  • 25. 24 delincuentes que frecuentaban los sitios web y se mezclaban, como niños, en los chats. Entre esas recomendaciones esta- ban: No dar nombre y apellido verdaderos, usar Nick o apo- do. No dar direcciones de la casa, el colegio o el trabajo de los padres. No dar números de teléfono a chicos que apenas conocían. No contar las cosas que tenían. No mostrar sus fo- tos, etc. Cuando vivían todos juntos, Javier y Lorena seguían al pie de la letra las recomendaciones de su padre, lo querían mucho y no querían que se disgustara por nada, ni que disco- tiera con la madre a causa de ellos. Por eso se esforzaban por estudiar y pasar de año. En su inocencia pensaron que siendo buenos hijos evitarían el distanciamiento entre sus padres. El día de la separación, supieron que ellos no tenían nada que ver, les explicaron que se había terminado el amor entre sus amados padres y el papá les dijo que estaba enamorado de otra mujer con quien iba a casarse. Las cosas cambiaron al mudarse al departamento. Ence- rrados entre cuatro paredes, el entretenimiento preferido de Javier de trece años y Lorena de once años, pasó a ser la tele- visión, los juegos en la computadora y chatear con sus pri- mos, los compañeros de colegio y con los nuevos amigos por internet. La mamá les había pegado el listado de advertencias que les había escrito el padre, en uno de los estantes del mueble de la computadora y agregó el horario en que debían usar internet. Luego de hacer los deberes y merendar, podían usarla cuarenta y cinco minutos cada uno o les retiraba el servicio. Quien controlaba que esa orden se cumpliera era la abuela Gloria que los cuidaba al volver del colegio. El contacto cotidiano con sus primos de quince, trece y diez años y sus amigos, no lo perdieron porque seguían yendo al mismo colegio, aunque les quedaba bastante lejos. Para
  • 26. 25 llegar se levantaban temprano, tomaban dos colectivos, uno de los cuales los llevaba por la autopista. El viaje duraba una hora. Hasta antes del divorcio hacían doble jornada en el co- legio, luego el padre decidió, por influencia de la madrastra, no pagar la jornada completa y la madre no podía costear los gastos del comedor y el turno tarde. Por eso al terminar las clases, los hermanitos regresaban muertos de hambre al de- partamento, allí los esperaba la abuela materna, Gloria Ra- mos de Ruíz de setenta años, que vivía en el edificio de al la- do. Un día la abuela se cayó en la calle y se fracturó la cade- ra. Pasó de cuidarlos a recibir ella cuidados. Por ese motivo al salir del hospital, la madre de los chicos, la convenció de internarse en un geriátrico hasta tanto pudiera valerse otra vez por sí misma. Estuvo un tiempo en silla de ruedas y pasó a desplazarse con la ayuda de un andador de metal. Algún día, gracias a la rehabilitación física y a su entereza y voluntad podría llegar a caminar con la ayuda de un bastón. La internación de la abuela Gloria cambió los hábitos de la familia. Al regresar de la escuela, si la madre había dejado comida preparada, lo hermanitos la calentaban en el micro- ondas, si no, debían hacérsela. Estaban solos hasta las ocho de la noche, hora, en que su madre regresaba del trabajo. Era psicóloga y trabajaba en dos lados para poder solventar los gastos. Ella le exigió a su ex marido que les pagara la jornada com- pleta en el colegio, así los hijos no estaban tantas horas solos. –¡Trabajá menos y ocupate de tus hijos! –fue la respuesta de él.
  • 27. 26 –No puedo tener menos pacientes, porque además de los gastos de la casa tengo que pagar el geriátrico de mi mamá – se justificó ella. Y así discutieron, durante días por teléfono, los padres de Javier y Lorena, sin solucionar nada. Los niños extrañaban a su abuela Gloria. Cuando la iban a visitar al geriátrico le pedían que regresara con ellos. La abuela solicitaba a su hija que la dejara vivir un tiempo en su casa y le aseguraba que no iba a ser una molestia para ellos. –Lo que pasa es que ya no te soy útil, como antes. No puedo limpiar, ni planchar, ni cocinar, como antes... ¡Eso ya lo sé! pero puedo cuidar a mis nietos.... –Nosotros te vamos a ayudar abu, no te preocupés... –di- jo Javier. –¡Mamá, no podés vivir sola y mucho menos cuidar a los chicos! –dijo la madre. –¿Y si la abuela vive con nosotros? –preguntó Lorena. –¿Y quién va a cuidarla, hijita?... La abuela necesita a- yuda hasta para ir al baño... ¿Y quién la va a ayudar?... ¡No, de ninguna manera....! –En el geriátrico yo voy al baño sola... –aclaró la abuela Gloria. –¿Y si te caés otra vez? Eh, ¿quién te va a levantar? –Lo que pasa abuela es que mamá tiene un novio y prefiere que “ése” viva con nosotros antes que vos! –dijo Javier muy enojado y al borde del llanto y salió corriendo del geriátrico. La madre estaba tan enojada que una vez que todos es- tuvieron dentro del auto y se ajustaron los cinturones de segu- ridad, antes de arrancar les dijo: –¡Yo tengo tanto derecho a rehacer mi vida, como su pa- dre! –aceleró y en un semáforo, agregó–. ¡Y si no les gusta, se van a vivir con él!
  • 28. 27 Dijo eso, sabiendo como sus hijos, que la mujer del ex marido jamás permitiría algo así. Chateando, Javier conoció a Matías Marrón, un chico que decía tener su misma edad. También con padres divorcia- dos y cuyo padrastro tenía un negocio de computación y elec- trónica. Matías tenía una hermana un año mayor que él y un hermano de veintiuno, con quien se dedicaba a vender los e- quipos electrónicos a bajo costo por internet, como forma de vengarse por el trato dictatorial de su padrastro. Le contó también, que hacía mucho que no veía a su padre. Por su parte, Javier le había contado a Matías que sus padres se habían divorciado, que tenía una madrastra y pron- to un padrastro, cosas que le disgustaban mucho. Además le contó que por eso iba a un colegio tan lejos de su vivienda actual. Al nuevo amigo, le gustaban los mismos grupos de mú- sica y los mismos juegos en red, que a Javier le fascinaban. Matías le dijo que vivía en el barrio cerrado Los Olivos, cer- cano al que vivía su papá, entonces Javier le contó que allí también vivían sus primos y tíos. –¡Hola Javi! ¿Todo bien? –le preguntó Matías, otro día, desde su cámara web. –“¡Todo bien!” –escribió Javier, abreviando en la com- putadora, al ver a su amigo en la pantalla. Al no tener una cá- mara conectada a su computadora, él debía escribir las res- puestas, ya que Matías no lo podía ver, ni escuchar. Matías era alto, grandote y parecía tener más de trece años. Le mostró a Javier, su cuarto, diferentes cámaras web y celulares con cámara y le explicó sus usos. Javier quedó fas- cinado y los precios eran aceptables. El adolescente no se dio cuenta que Matías, debajo de sus rulos negros, ocultaba un
  • 29. 28 pequeño micrófono en su oreja derecha. Por allí recibía las órdenes de su hermano mayor. Javier le dijo a su padre que quería una cámara web o un celular con cámara como tenían sus compañeros. El había tenido uno y lo había perdido. Además, le pidió prestado el de ella a su hermana y se lo arruinó al tirarse vestido en la pileta –¡De ninguna manera! Perdiste tu celular y arruinaste el de tu hermana, así que... salvo que pasés de año con buenas notas, no hay celular con cámara. Y con respecto a la cámara web, quizás el próximo año, si pasás de año –dijo el padre y la madrastra sonrió. –¿Y yo puedo tener un celular con cámara? –preguntó Lorena. –Ya tenés tu celular Lorena y no necesitas uno con cá- mara... –dijo el padre. –Pero todas mis compañeras tienen y cuando hablan con sus padres, se ven y ellos saben que están bien... –dijo la nena y agregó, entrelazando su cabello rubio y entornando sus ojos pardos–. A mí me gusta verte mientras hablamos... ¿a vos no te gusta verme a mí?... –Si no le hubieras prestado el que tenías a tu hermano hoy tendrías tu camarita, para ver a tu papá y para que él te vea mientras hablan... –le recordó la madrastra y agregó, sa- biendo que ya venía la suplica de la nena a su padre–. Cuan- do seas responsable con tus cosas... y eso va para los dos, su padre les va a comprar lo que quieran. Javier, mensajes de texto abreviado mediante, le contó durante el recreo a Matías lo que había pasado el fin de se- mana y quedaron en verse ese día. –“No vino el profesor de matemáticas y tengo dos horas libres” –había escrito en su celular.
  • 30. 29 Matías le mandó un mensaje para encontrarse en un co- nocido cibercafé en media hora y le dijo que le daría el celu- lar que él tenía, que era de última generación. Quedaron en que Javier se lo iría pagando de a poco con la mensualidad que le daba su padre, que no era mucha plata. Así fue como se conocieron personalmente los dos ami- gos. Matías le entregó el celular y Javier le presentó a su pri- mo Facundo, parecían hermanos, eran rubios y de ojos azu- les, como sus padres; también le presentó a dos compañeros de clase Diego y Dante que quedaron impactados con el celu- lar y le encargaron a Matías uno para cada uno de ellos. Jugaron a los juegos en red durante una hora y media. Luego, los primos regresaron con Matías caminando al cole- gio. Javier debía recoger a su hermana para regresar a su ho- gar y a Facundo lo pasaba a buscar su madre. Javier le había contado a su primo que el padrastro de Matías tenía un ne- gocio de computación y que éste conseguía las cosas a buenos precios. Así que Facundo no dudó en hablar con Matías y a- lardear acerca de las cosas que tenía y las que deseaba tener. Se pasaron sus números de celulares, correo electrónico y quedaron en comunicarse. –¿Escuchaste todo? –preguntó Matías tocándose el mi- crófono de la oreja. –¡Todo O.K! –respondió Guido, que había seguido las conversaciones y agregó–. Ya está todo arreglado en la casa de “tus viejos”–dijo esto último riendo y agregó–. Así que el sábado te comunicás con Facundo y le mostrás la casa que tenés para que él haga lo mismo. ¿O.K? Ese fin de semana, Matías llamó a Facundo que estaba con Javier y les mostró donde, supuestamente vivía. Era un barrio cerrado, en una localidad cercana a la de ellos. Em- pezó por mostrarles su cuarto que Javier ya lo conocía, la
  • 31. 30 habitación de sus padres, bastante lujosa, la de su supuesta hermana Milena de casi catorce años, que los saludaba des- de una foto en la mesita de luz. La habitación era bastante infantil, para una adolescente, pero ese detalle no les importó ni a Javier, ni a Facundo que sí, quedaron embobados con esa morocha de melena enrulada, piel clara, ojos grises y profun- das curvas para su edad. –¡Está refuerte! –le comentó Facundo a su primo que a- sintió con la cabeza, mientras le mostraba a Matías, por la cámara de su celular, su habitación. Javier estaba molesto porque sabía que su primo se le i- ba a querer adelantar, y así fue. Antes de entrar al cuarto de su hermano, Facundo invitó a Matías y a su hermana a su cumpleaños para el que faltaban dos semanas. Matías aceptó enseguida, mientras observaba al hermano de Facundo, Ariel, enfrascado en la computadora de su cuar- to, el que le hizo un gesto amenazante al espiarlo. Luego le mostró en detalle, como hizo Matías la habitación de sus pa- dres y por último la habitación de su hermana Bernarda, que estaba bailando junto a su prima Lorena y se las presentó. Matías subió al playroom de su casa por una escalera con- vencional, mientras Facundo lo hacía por otra, escondida en el techo. Matías le mostró la pantalla líquida gigante, enmar- cada con parlantes, y sillones de cuero enfrente de esa panta- lla. Facundo hacía lo propio con la de su playroom. Se sintió muy orgulloso cuando Matías le dijo que eran mejores que las que él tenía y que vendía su padrastro porque ésas eran im- portados. Así siguieron los adolescentes mostrando y ostén- tando las cosas que poseían. Se mostraron los livings gigan- tes y las cocinas. A través de una amplia ventana de la casa de Facundo se podía ver a lo lejos a sus padres, al padre de Javier y a la madrastra que charlaban amenamente mientras bebían. Antes de ir afuera, Facundo le mostró sus dos perros
  • 32. 31 labradores, y el escritorio de su padre. Matías hizo lo propio con su rotwailer, le mostró el frente de su supuesta casa y los alrededores. Facundo les dejó ver lo lejos que estaban del puesto de vigilancia y de las otras casas. La más cercana era la de Javier que, se podía apreciar por los andamios, estaba en obras. –Otro día te muestro mi casa, porque hay mucha gente trabajando... –se excusó Javier, mostrándole a través de la pantalla de su celular, la casa. -No hay problema... cuando vaya a la casa de Facundo, me la mostrás y listo... –le dijo el adolescente y así quedaron. Javier, hubiera querido mostrarle su casa, pero sabía que el arquitecto lo podía delatar, además el padre no sabía de la existencia del celular con cámara. A la madre le dijo que se la había regalado el padre. La hermana no lo delató por- que él solía prestárselo. Antes del cumpleaños de Facundo, robaron en la casa de éste y en la del padre de Javier. Un día después, según les contó Matías intentaron interceptar a su madre, de la misma forma en que lo hicieron con la madrastra de Javier. A pocas cuadras de entrar al barrio cerrado, un auto se cruzó delante de la camioneta, obligando a la mujer a frenar, subieron dos delincuentes, el tercero se fue con el auto, y un cuarto vestido con mameluco los seguía en un camión que decía pertenecer a una mueblería. Gracias a los vidrios polarizados, los de vi- gilancia no advirtieron a los ladrones que estaban en el asien- to de atrás, y dejaron entrar al camión porque la mujer dijo que venían con ella. En la casa de Facundo, no había nadie, forzaron la puer- ta y al no haber alarma, robaron sin problemas la pantalla gi- gante, todos los artículos electrónicos y computadoras, joyas y el dinero de la caja fuerte que encontraron detrás de un
  • 33. 32 cuadro en el escritorio del dueño de casa. Siempre con la ma- drastra de Javier de rehén, entraron a la casa ya remodelada y robaron joyas y dinero, una computadora, algunos televi- sores y equipos de audio. La dejaron amordazada en el baño y se fueron. Recién la encontraron a la tarde cuando la madre de Facundo regresó con sus hijos. Los padres averiguaron que muchos compañeros y amigos del barrio conocían la casa porque habían entrado. No sospecharon de Matías porque a éste, habían intentado ro- barle. El fiscal y la policía pensaron que alguien podría haber interceptado las imágenes y la conversación de los chicos, que Facundo, como hacía con las grabaciones caseras, reprodujo en la pantalla gigante del playroom, y esto fue aprovechado por delincuentes internautas. Ni los padres ni las autoridades pudieron ver las imágenes, porque Facundo aseguró haberlas borrado luego de verlas en la pantalla gigante. Los padres de Javier y Facundo les quitaron a sus hijos los celulares con cámara y debieron conformarse con celulares comunes. Además, los de Javier, acordaron que la penitencia al adolescente sería un mes sin internet y sin salidas; debía salir del colegio hacía su casa, para eso le mandaron una no- ta al director pidiendo que no le permitieran abandonar el co- legio hasta la finalización del turno, aunque no hubiera cla- ses. Javier Diegues no desaprovechó ese mes y en los recreos se mandaba mensajes con Milena y así nació el amor. Cuando eso no fue suficiente, pues deseaba verla, por las tardes y con la complicidad de su hermana Lorena, que tam- poco podía usar internet en el departamento, iban a un ciber- café cercano al edificio y desde allí chateaban con sus ami- gos, durante una a dos horas. Javier, podía ver y oír a Milena a través de la pantalla y quedó rendido a sus pies. Estaba tan
  • 34. 33 enamorado de Milena que aceptó verla recién cuando a Ma- tías le levantaran la penitencia, ya que a ella no le permitían salir tampoco, por eso no fue al cumpleaños de Facundo. Javier y Lorena se esforzaban en estudiar y levantar las notas y sus padres, nuevamente de acuerdo, le permitieron usar internet en el departamento, pero sólo después de cenar. Ellos aceptaron. Ignoraban que apenas entraban a internet su madre también lo hacía, supo por los primos Facundo y Bernarda las claves de sus hijos y espiaba las conversaciones desde la computadora Notebook, que tenía en su habitación. La madre de Javier empezó a sospechar que Milena era más grande de lo que decía, además esa insistencia en que él tuviera su cámara web no le cerraba y se lo comentó a su ex marido. –Bueno, son noviecitos y es lógico que quieran verse al conversar, más que a través de fotos –dijo el padre. –Es que, cuando hablan ella hace unas poses e insinuacio- nes que no me gustan... –dijo la madre, y antes de que le dije- ra histérica o paranoica le aclaró–. Ella insiste en que ambos tengan las cámaras para así, poder hacer “cosas juntos”... –¡Son cosas de chicos, Lía. Pavadas de adolescentes! – insinuó el padre. –A mí me suena a cosa de grandes.... –dijo la madre y enseguida agregó, tapando la risa de su ex esposo– como a desnudarse y tocarse... ¡Y qué tal si alguien está espiando esas imágenes y las distribuye por toda la red!.... –¡Esta bien, no te pongas tan paranoica! –dijo el ex ma- rido mofándose y agregó–. Yo no le voy a comprar ningún ti- po de cámara y voy a estar atento para que no la consiga por otros medios. ¿Estás de acuerdo? –Sí –dijo la ex mujer más tranquila. –¿Y cómo vas a controlarlo si nunca estás? –le lanzó el ex marido.
  • 35. 34 –¡Acá no lo va a usar! –afirmó la madre y colgó enojada. Una tarde, Javier había terminado de instalar la cámara web que le había dado Matías a la salida del colegio, siguien- do las instrucciones de Milena, cuando entró enojada la ma- dre a su cuarto. –¿Por qué nos desobedecés, Javier? –dijo la madre mientras desenchufaba la computadora y los cables para lle- varse la CPU. Eso fue lo último que vieron Milena, Matías y Guido y enseguida supieron que la madre los estaba espiando. Javier también estaba muy sorprendido y a la vez muy enojado, pero no dijo nada. –¡Te quedás acá reflexionando en lo que hiciste hasta la hora de la cena! –le dijo la madre y dando un portazo se fue. Al terminar la cena y mientras Javier lavaba los platos y su madre los secaba, ella intentó un acercamiento con su hijo. Temía que algo malo le sucediera si seguía con “esas malas influencias”. –Hijo, sé que Milena te gusta mucho, pero, ¿qué sabés de ella? –quiso saber la madre. –Lo suficiente, como para amarla –le respondió con sequedad. –¿Cuántos años tiene? –preguntó la madre. –¡Qué te importa! –fue la respuesta. –¡Me importa porque sos mi hijo y te amo! –dijo la ma- dre pasando por alto la mala contestación y agregó–. Y la verdad Javier es que Milena no parece ni física ni mental- mente de tu edad.... –¡Ya lo sé!... debe tener como dieciséis... –afirmó el ado- lescente y agregó– pero igual me gusta, la amo y ella también me ama... ¡Y no me van a impedir que hable o salga con ella!. –Sólo quiero que tengas cuidado... y que no salgas lasti- mado... –dijo la madre con un nudo en la garganta. Le era tan
  • 36. 35 difícil llegar a su rebelde y terco hijo, que hizo un último in- tento–. Sé que estás muy molesto con tu padre y conmigo por- que te prohibimos filmar cosas, pero lo hacemos para prote- gerte hijito. Porque así, como un delincuente se metió en la computadora de Facundo y les robaron, como a tu padre, así pueden grabar lo que hacen vos y Milena y venderlo por la web. –¿A parte de vos y papá, quien más podría espiarnos si no pensamos hacer cosas raras? ¿O acaso me creés capaz de desnudarme? –dijo Javier enojado y le refregó–. ¿Qué con- fianza que me tenés?.... La madre se quedó más tranquila y le contó a su ex lo que había pasado y éste también respiró tranquilo. Matías, o mejor dicho Guido haciéndose pasar por este, le dijo, por medio de mensajes de texto en el celular, que no se preocupara, que no usara más las computadoras de la casa de sus padres para comunicarse con él y su hermana y que cam- biara su Nick y código. Milena, en realidad Guido, le escribió que le diera la cá- mara web a uno de sus amigos de confianza y que la usara só- lo en la casa de éste. Le dijo también que le dijera a sus pa- dres que se la había devuelto a Matías para lo cual debía usar el viejo código y Nick conocido por su madre y arreglar con Matías la entrega de la cámara. Así lo hizo Javier y al escuchar que su madre le decía a su padre que todo estaba bien, se sonrió. Estaba contento por- que había podido engañar a sus padres, no sabía, que de se- guir con esa conducta, iba a caer en una trampa que le iba a acarrear mucho dolor y sufrimiento a largo plazo. Días después, el padre le dio permiso a Javier para ir a visitar a Dante y quedarse a dormir por la noche. Esa tarde
  • 37. 36 llamó la madre y al enterarse que su hijo estaba con Dante chateando por internet le pidió que lo vigilara porque era peligroso y ya les habían robado por eso. –Me parece una exageración Lía... –le dijo la madre de Dante que pensaba que era una paranoica y tirana y que tal vez por eso la dejó el marido. Luego agregó–. ...pero quedate tranquila que yo los voy a espiar... En vez de hacerlo se fue de compras con sus amigas a las que les comentó lo que le propuso Lía y todas se rieron. Enterada de que estaban solos y por proposición de su no- vio Guido, Milena se fue sacando la ropa ante los chicos. Los invitó a hacer lo mismo. Mientras sonaba una música sensual, como acompañamiento para seguir hasta quedar desnuda. Sin dudarlo, Javier que estaba enamorado, se desnudó olvidando lo que le había dicho a su madre. Mientras Dante no quiso sacarse el calzoncillo, pero aceptó bailar al son de la música. Antes de despedirse, Javier le pidió a Milena verla perso- nalmente. –Nos vemos muy pronto, bomboncito...porque yo también quiero conocerte personalmente... –le prometió la joven. Guido y su novia Milena, no perdieron tiempo y esa mis- ma noche vendieron las imágenes por internet y sacaron bas- tante dinero. Pero en vez de huir cuanto antes, y faltando dos semanas para el regreso de los verdaderos dueños de la casa del barrio privado, pensaron en hacer más dinero porque re- cibieron muchos pedidos para brindar más imágenes de los chicos por internet. –Vamos a tener que secuestrarlos, sin que ellos sepan. Vos serías el anzuelo, porque están muertos por vos y no van
  • 38. 37 a negarse a salir con Milena. Los hacemos trabajar un tiempo y luego nos rajamos... –dijo Guido. –A los dos juntos es peligroso... –acotó Milena. –Tenés razón, pero tiene que ser uno detrás del otro para que no sospechen... –dijo él y agregó–. y tenemos que evitar que se lo cuenten a alguien. El primero en morder el anzuelo fue Dante, lo secuestra- ron un viernes por la tarde. Antes, le mandó un mensaje a su madre diciéndole que iría con compañeros a jugar en red al shopping y que llegaría tarde. Los padres aceptaron. Quisie- ron esperarlo, pero se quedaron dormidos. Recién repararon que faltaba su hijo por la mañana. El sábado, como todos los sábados, Javier y Lorena to- maron los dos colectivos para ir a visitar a su padre. A veces, éste los esperaba al bajar del segundo vehículo. Ese fue uno de esos días en los que, al llegar al colegio, debían tomar un remís u otro colectivo para llegar al barrio cerrado Los Altos de Buenaventura. Durante el viaje, Javier había convencido a su hermana para darle un susto al padre y pasar el día en el shopping. Lo- rena aceptó cuando su hermano le dio parte de su mensuali- dad, además, la idea de que sus padres se preocuparan por ellos y los buscaran, le agradó. En el baño del shopping, Lorena le contó de su travesura a su prima y mejor amiga Bernarda. Escribió que su hermano iba a verse con la novia, mientras ella jugaba en los juegos, y le pidió que hasta la noche no les dijera a sus padres donde estaban. La madre de Dante llamó desesperada a Lía y le pregón- tó si sabía algo de él a lo que ésta respondió que no, pero que le preguntaría a su hijo.
  • 39. 38 Ninguno de sus hijos atendió el celular y preocupada lla- mó a su ex esposo, así se enteró de que los chicos aún no ha- bían llegado. Javier y Lorena se separaron. Ella fue a pasear y a hacer compras. Él salió a encontrarse con su novia en el cibercafé que estaba a unas cuadras. –¿Esa no es tu hermana? –le preguntó Milena a Javier cuando estaban por subir al imponente auto. –Sí, pero no te preocupés que ella se queda en el shop- ping –dijo Javier, haciéndole señas a su hermana de retirarse. Guido escuchó y por el micrófono que Milena tenía en la oreja le ordenó que los llevara, con alguna excusa, a los dos. –La nena puede delatarte, además podemos llegar a ne- cesitarla... –le recordó Guido. –Mejor decile a tu hermanita que venga con nosotros Ja- vier –le pidió Milena. –¿Qué? –preguntó, desconcertado, Javier. –La casa es grande y ella puede quedarse en mi pieza ju- gando con la computadora... –dijo Milena abrazándolo, era veinte centímetros más alta que él, y, tratando de convencerlo, agregó–. ¡Es lo mejor Javier, mira si le pasa algo estando so- la en el shopping! Tus padres se van a enojar mucho y yo pue- do ir en cana.... Javier no reparó en ese comentario. Llamó a su herma- na, subieron al imponente auto y se colocaron los cinturones de seguridad. Apenas comenzaron a andar, Milena los convi- dó con una gaseosa cola a cada uno. –No sabía que sabías manejar... –dijo Javier, sentado a su lado y arrastrando las últimas palabras. –Hace poco que manejo –dijo Milena, observando por el espejo retrovisor que Lorena, amarrada al cinturón, se ladea- ba hasta caer desvanecida en el asiento de atrás–. Cumplí die-
  • 40. 39 ciocho años... –mintió Milena de veintidós años a su acompa- ñante, que ya no la escuchaba. Sonriendo le dijo a Guido–. Primera parte de la misión, ¡cumplida a la perfección jefe! Como siempre, entró sin problemas al barrio cerrado. Los de seguridad solo identificaban los autos por sus marcas, color y patentes, ya que los propietarios no solían bajar las ventanillas para saludar. Lorena fue encerrada en la habitación infantil de la nena de la casa. Milena la acostó en la cama y bajó la persiana de madera. No la cerró del todo y por las hendijas se escurría la luz del sol en líneas horizontales. Arriba en el playroom, Dante con el rostro muy conges- tionado, dormía, casi totalmente tapado por una colcha, en un sillón vuelto hacía la pared que impedía que se lo viera al entrar. Guido trabajaba en la computadora editando las imá- genes obtenidas con la cámara de video y copiándolas en Dvds. Paralelamente, se comunicaba por emails con sus clien- tes y les enviaba las imágenes que pedían. Mientras que, por otro monitor, veía y grababa lo que pasaba en el dormitorio matrimonial, donde había escondido, detrás de un florero la cámara de video digital. Javier aún dormía. Impaciente, Guido se colocó los auri- culares con micrófono incorporado que descansaban en su cuello. –¡Empezá a despertarlo Milena, que tenemos muchos clientes! –le ordenó a su novia, que recibió el mensaje directo en su oreja. Milena empezó a desvestir a Javier mientras lo sacudía para despertarlo. Lorena se despertó, espió por las hendijas de la cortina y vio que estaba anocheciendo. Buscó su teléfono celular pero
  • 41. 40 no lo tenía. Quiso levantar la cortina, pero no pudo, estaba muy cansada y se tiró a dormir. Un rato después, Milena le trajo un sándwiches y otra gaseosa. La nena comió, bebió y durmió toda la noche. Los padres de Javier y Lorena estaban desesperados. La policía les había recomendado, como a los padres de Dante, que permanecieran en sus casas, atentos al teléfono por si se trataba de un secuestro, mientras ellos los buscaban. Los teléfonos estaban intervenidos y aún ningún secues- trador había llamado. El fiscal y la policía empezaron a pen- sar que, tal vez, los tres niños estuvieran juntos. Llegada la noche, como había quedado con su prima, Bernarda le mostró a su tío el mensaje que Lorena le dejó en su celular. El mensaje que, abreviado, decía que mientras Lo- rena jugaba en los juegos del shopping Javier iba a salir con su novia. En el shopping no encontraron a Lorena, en la grabación de las cámaras de seguridad se veía entrar a los chicos solos y salir de la misma forma, primero Javier y a los pocos mi- nutos Lorena. Para el fiscal y la policía parecía más una tra- vesura infantil que un secuestro y esperaban encontrarlos a los tres escondidos en la casa de algún amigo. ¿Pero de quién? –Tal vez estén en la casa de Milena y Matías... –le dijo por teléfono la madre de Javier a su ex esposo y le sugirió–. Facundo y Javier son muy amigos, quizás él sepa donde vive Matías... Facundo y su hermano Ariel estaban en un campamento y no regresaban hasta el domingo por la noche. Enterado de lo que estaba pasando, les dijo que Matías y Milena vivían en el barrio Los Olivos.
  • 42. 41 Los buscaron toda la noche, casa por casa y no los en- contraron. La fotos de los tres chicos aparecían a cada rato por la televisión, pero nadie había llamado dando datos. Recordando el episodio anterior de las filmaciones y pos- terior robo, Armando Diegues fue a buscar a sus hijos al cam- pamento para que ayudaran en la búsqueda de sus primos. Fue así, como los padres de Facundo y los de los chicos secuestrados, el fiscal y la policía, reunidos en el playroom, vieron lo filmado por los niños dos semanas antes del robo. Antes, Facundo había negado la existencia de una copia de esa filmación. –¿Estos son los famosos Matías y Milena?... –preguntó el fiscal a Facundo. El muchacho afirmó con la cabeza baja, y agregó–. ¡Estos no tienen catorce y trece años! Me juego a que son mayores de edad y prepararon tanto el robo, como este secuestro... Facundo sintió que un escalofrío recorría todo su cuerpo y se preguntó: –“¿Cómo pudimos ser tan tontos?”... La madre de Javier y de Lorena se desmayó y la de Dan- te tuvo un ataque de nervios, mientras, los padres trataban de no llorar y contenerlas. Con la foto de la fachada de la supuesta casa de Matías y Milena en la mano, la policía empezó a buscar en los numero- sos barrios cerrados que había por la zona. Lorena Diegues se despertó. Escuchó voces infantiles y espió por las ranuras de la cortina de madera. En la casa más cercana había una fiesta de cumpleaños. Haciendo un gran esfuerzo, tiró y tiró de la cuerda de la pesada cortina hasta que logró levantarla lo más que pudo. Abrió la ventana y gritó pidiendo ayuda. Los vecinos la escucharon y le preguntaron que le pasaba. –¡Ayúdenme! ¡Me tienen secuestrada! –gritó la nena.
  • 43. 42 –¡Es la nena de la foto, la que salió por televisión! – exclamó una de las mujeres que corrían hacía la casa. Lorena escuchó la llave en la cerradura de la puerta y asustada se paró en la ventana. –¡No te tirés, no te tirés, que ya te rescatamos! –le dijo una señora, mientras su esposo corría hacía la entrada de la casa llamaba por su celular a la policía. Milena entró a la habitación y Lorena se arrojó por la ventana de la planta alta y fue ayudada por los vecinos. La delincuente corrió escaleras arriba a buscar a su no- vio. No lo encontró en el playroom y al tiempo que bajaba co- rriendo y resbalando por la escalera llamó a Matías. Matías vio que la que llamaba era Milena y no contestó. Terminó de guardar el dinero de la caja fuerte en un bolso y abandonó el departamento que les servía de guarida, mientras le mandaba a Guido un mensaje abreviado diciéndole que to- do estaba en orden. Luego aceleró rumbo al Río Quieto donde lo esperaba éste en una lancha. Milena, con el último aliento, llegó al garage y comprobó horrorizada que el auto importado de sus patrones no se en- contraba. Al darse cuenta que Guido la había dejado salió co- rriendo por la puerta de servicio. Ella trabajaba en esa casa como mucama y niñera de la nena y, aprovechando el viaje de sus patrones, le facilitó las llaves y el ingreso a la casa a su novio Guido y al cómplice de éste, Matías. Lorena Diegues sufrió la fractura de uno de sus tobillos, le pusieron yeso y se encontraba muy bien. Dante y Javier esta- ban vivos, pero muy golpeados y lastimados física y emocio- nalmente. Requirieron muchos años de terapia para superar los abusos físicos, psíquicos y sexuales a los que fueron some- tidos. Además, debieron soportar la burla de compañeros, a-
  • 44. 43 migos y vecinos que vieron las imágenes de los dos por Inter- net. La abuela Gloria salió del geriátrico y ayudada por su bastón regresó a su departamento, donde recibía y cobijaba a sus nietos a la salida del colegio. Los chicos disfrutaban de su abuela que les cocinaba cosas ricas, les contaba historias, jugaban a juegos de mesa o miraban alguna película por la televisión por cable, hasta que su madre y su padrastro regre- saban del trabajo. El cuerpo de Matías Marrón, de dieciocho años, criado en un instituto y fugado de otro, fue encontrado flotando en el Río Quieto. De Guido Favales, de cuarenta años, no se supo más nada. La única apresada fue Milena Carela, que confesó los hechos y continúa presa en un penal de mujeres.
  • 45. 44 Los Lobos Feroces del shopping Érase una vez y no hacía mucho tiempo, en un país en desarrollo como el nuestro, seis amiguitas que vivían en Ciu- dad Verde, un barrio paquete de la capital del país, donde la seguridad pública y privada eran de las mejores. Ellas se conocían desde el jardín de infantes y sus pa- dres, también eran amigos, a tal punto, que las seis familias iban a veranear o de camping juntas. Bianca Furton, Mía Basile y Florencia Cruz eran rubias y de ojos claros. Clara Cassini de ojos verdes, cabello castaño y pecas, era la más rellenita. Malena Pérsico y Luna Martínez eran de ojos y cabellos negros y tez trigueña. Bianca y Mía eran hijas únicas, Clara tenía un hermano mayor que vivía con su papá en un país vecino, mientras que ella vivía con su mamá y su abuela. Luna y Malena tenían un hermano mayor y Florencia, dos hermanos varones menores. Las nenas solían turnarse para hacer pijamas partys en sus casas, cosa que les agradaba mucho. A medida que cre- cían lo que más les gustaba era ir al shopping de Ciudad Ver- de. Los primeros años lo hacían con sus padres y hermanos. Mientras los padres iban al cine para adultos, los chicos iban al cine para niños. Luego los llevaban a los juegos y al local de comidas rápidas. Padres e hijos disfrutaban de esas salidas porque el shop- ping era un lugar muy seguro. Además, ellos consideraban que sus hijos eran lo suficientemente vivos, como para darse cuenta sí corrían peligro y huirían a tiempo.
  • 46. 45 Desde que Florencia iba al jardín de infantes, sus pa- dres le habían enseñado que todas las partes de su cuerpo le pertenecían a ella y que sólo ella, las podía tocar y mirar y, en casos excepcionales, el médico en presencia de sus padres. Más adelante dejaron que se bañara solita, –“porque ya soy grande”, mientras la mamá la observaba de a ratos por la puerta entornada, luego la cubría con el toallón y la ayudaba a salir de la bañera, para evitar que resbalara. Florencia se secaba y se vestía sola. Lo mismo le habían enseñado a sus dos hermanitos varones, por eso, cuando uno de ellos estaba en el baño, la niña por respeto no entraba y viceversa. –¡Nunca dejen que otros nenes o nenas los toquen en sus genitales! –les habían enseñado. –¿El pene y la cola? –preguntó Tobías, de tres años. –¡Yo ya lo sé!. Sólo yo puedo tocar mi cola, mi vulva y mi vagina –había respondido Florencia, de siete años y agregó–. Y si alguien me pide verlas o tocarlas, no los tengo que dejar. Les tengo que contar a ustedes o a la maestra si estoy en la escuela. Los padres se miraron satisfechos sabiendo que sus hijos tenían pocas posibilidades de ser abusados. –¿Qué otra cosa no hay que contarle a los extraños? – preguntó Emilio Cruz, el papá. –Donde vivimos, a que escuela vamos, donde trabajan nuestros padres y los horarios que tenemos en casa... –dijo Florencia. –No tenemos que dar nuestro número de teléfono, ni contar las cosas que tenemos en casa... –dijo Ulises, de cinco años. –No camelos, no juguetes, no nada… y decí a mamá… –di- jo el más chiquito.
  • 47. 46 –Porque si queremos golosinas o algún juguete se los pe- dimos a ustedes y si lo merecemos nos lo van a comprar... ¿Verdad? –dijo Florencia. Los padres quedaron satisfechos, sus tres hijos habían a- prendido la lección. Cierto día, mientras las nenas bailaban en forma muy su- gestiva y sensual, durante una cena familiar, en la casa de Bianca, el padre de Florencia le recordó a su hija que tenía once años, no dieciocho. Su esposa lo respaldó. –¡Ay no sean tan anticuados!... a todas las nenas les gus- ta imitar a las mujeres grandes... ¡Es la edad! –dijo María Straus de Furton, la madre de Bianca. –¿Qué tiene de malo? –preguntó Yolanda Díaz, la madre de Clara y agregó–. Mi hija vive bailando sensualmente frente al espejo, imitando a las cantantes y vedettes. –Yo no estoy de acuerdo que hagan ese baile en la escue- la, no es adecuado para su edad... –afirmó la madre de Flo- rencia, Angélica Linares de Cruz. –¿A ustedes les gustaría, que este baile sensual y provo- cativo, de nenas de once años, que estamos presenciando lo vean también, maestros, personal de maestranza, y otros pa- dres y parientes que quizás no tengan inclinaciones muy sa- nas, y que miren a nuestras inocentes hijas con otras intencio- nes? –preguntó Emilio Cruz y se hizo un silencio general. –Es difícil evitar que los hombres miren a nuestras hijas mientras pasean... y si algunos imaginan “cosas perversas” con ellas ¿qué podemos hacer? –dijo Marcia Ricalde de Ba- sile, la mamá de Mía. –A nuestras hijas no les va a pasar nada porque vivimos en una zona muy segura y siempre están acompañadas –a- firmó Leo Martínez el papá de Luna.
  • 48. 47 –Esas cosas pasan en las zonas pobres... –dijo Ariel Pér- sico, el padre de Malena. –De todas maneras, volviendo al tema de este baile en particular y conociendo a la directora, no creo que las deje hacerlo... –dijo Sonia Res de Martínez, la madre de Luna. –Es verdad, por eso están preparando un tango, que está muy bueno... –afirmó Lara Salas de Pérsico, la mamá de Ma- lena. –¡Lo ví, y me gusta mucho más que esto! Además, es más adecuado en una escuela y a la edad de nuestras hijas... –afir- mó la mamá de Florencia, mientras las seis amigas seguían bailando ajenas a la charla de sus padres. Como era de esperarse, para la fecha patria las nenas baila- ron un tango, junto a seis compañeritos y fueron ovacionadas Dados sus once años, los padres de las seis nenas empe- zaron a dejar que estuvieran varias horas en el centro comer- cial sin supervisión. Lo mismo ocurría con los dos hermanos mayores de Luna y Malena que iban a otros lados. Las ma- dres se turnaban para llevarlos hasta la entrada del shopping y a la hora pautada, los recogían en el mismo lugar. El shopping era muy grande, pero tenía mucha vigilancia y cá- maras de seguridad, lo que tranquilizaba a los padres. Ade- más, cada uno de los chicos tenía su celular para llamarlos si surgía algún inconveniente y sabían que no debían recibir re- galos, ni dar sus direcciones, ni teléfonos, ni conversar siquie- ra con extraños. Excitadas por esa libertad, las amiguitas no imaginaron nun- ca que algo malo podía pasarles, pues conocían a todos los empleados de los locales a los que iban y sus padres también. A las nenas les gustaba ir al cine, a los juegos electróni- cos y mecánicos, pero sobre todo, les gustaba probarse y com- prar ropa en los locales de moda joven. El preferido era Chi-
  • 49. 48 cas 10, un local con ropa colorida y juvenil para chicas muy delgadas de diez a doce años. –¡Hola a todas y bienvenidas...–solía decirles la dueña del local y agregaba, para hacerles ver a sus hijas, que a las clientes les gustaba ser reconocidas, mientras las saludaba con un beso en la mejilla–. Bianca, Luna, Florencia, Malena, Clara, Mía... ¿Cómo están mis chicas preferidas? –Muy bien Alicia... –contestaban ellas. –¿Y usted como anda? –preguntó Florencia por cortesía. –Muy bien. Mañana parto al viejo continente en viaje de placer y pienso recorrer muchos países... así que, durante un mes, mis hijas Marcela y Leticia, a quienes ya conocen, van a quedar a cargo del local –les dijo la anciana. Al cerrar y despedirse de sus hijas, Alicia Robles les pro- metió que al volver iba a decidir sobre el pedido que le habían hecho. La viuda, no quiso hacerlo antes, para no arruinar su luna de miel junto a su nuevo y joven esposo. Las hermanas no tenían estudios universitarios y se que- jaban de lo poco que ganaban vendiendo la ropa que su ma- dre diseñaba. Pretendían que ésta les pusiera un negocio a cada una. Marcela Fossa de veintitrés años, estaba separada y tenía dos hijos, y Leticia de veintiún años, estaba a punto de casarse. La mayor soñaba con tener su local y un departa- mento en la zona residencial, mientras que su hermana, ade- más del local y un lujoso departamento, soñaba con una fas- tuosa fiesta y la tan soñada luna de miel. Todas cosas impo- sibles de lograr con su sueldo y el de su novio David Lente, de igual edad, él era fotógrafo y trabajaba en una casa de fotos, donde no ganaba lo que pretendía. –¿Y, cómo te fue?–quiso saber Leticia, el domingo, ape- nas su novio atravesó la puerta del local.
  • 50. 49 –Muy bien. Me ofrecieron buscar nenas de más de diez a- ños para ser modelos. Yo sería su representante... y la paga es muy buena –contó muy entusiasmado. Las hermanas se miraron y Leticia le dijo: –Conozco a varias nenas que te pueden servir... ¡Vení el sábado que viene, con la cámara y les sacas las fotos! ¿Qué te parece? –¡Un hecho! –dijo muy entusiasmado. –¡Un trato, dirás! Porque si no te ayudamos no vas a po- der sacarles ni una foto... –dijo Marcela. –¡Está bien, yo me quedo con el cuarenta por ciento y us- tedes con el treinta cada una! –propuso el muchacho y las hermanas chocaron sus palmas derechas con la de él, sellan- do el trato. En la cuarta salida al shopping a solas, las acompañó la mamá de Bianca, que los dejó en la puerta del centro comer- cial y, al atravesar la puerta, los varones se fueron para un lado y las nenas para el otro. Ellas vieron una película para adolescentes, merendaron comida chatarra y fueron a com- prar ropa a Chicas 10. –¡Hola chicas... Clara, Florencia, Mía, Luna, Malena, Bianca...! ¡Bienvenidas, la ropa de Chicas 10 las espera! ... – dijo Leticia y, viendo que todavía había algunas madres en el local, decidió esperar un poco más. Cuando las amigas terminaron de pagar las prendas, quedaban algunas nenas mirando la ropa de los percheros. –Bueno chicas, les anuncio que Chicas 10 está organi- zando un concurso para elegir a las nuevas modelos de la fir- ma... –al ver que no había adultos en el local y que las nenas que había se estaban retirando, Leticia les dijo–. Para lo cual les vamos a sacar un par de fotos... ¿están de acuerdo? –Sí –dijeron las amigas entusiasmadas.
  • 51. 50 –Así que, si nos acompañan por acá... –dijo entrando a los vestidores, mientras su hermana Marcela corría a cerrar el local, dejando el cartelito de: “Ya vengo”. Al llegar a la puerta espejada de la trastienda, Leticia dio tres golpes y sa- lió su novio cámara en mano–. Les presento a David nuestro fotógrafo.... Corrieron una cortina azul tapando el espejo de la puer- ta, pusieron música de moda y, allí mismo, y por turnos les fueron sacando las fotos a las seis nenas. El joven fotógrafo las dirigía, como todo un profesional–. ¡Ahora tu mejor sonrisa!. Carita angelical. ¡Más sensual Bianca!... –¡Así, con el dedo en la boca! –ayudaba Marcela hacien- do el gesto requerido. A las nenas les encantaba bailar, posar y modelar imi- tando a modelos, actrices y vedettes de moda por lo que no les costó mucho hacer lo que les pedían. –¡Ah, me olvidaba! –dijo Marcela mostrando seis bolsi- tas de la firma que empezó a repartir–. Este premio es solo por participar del concurso de Chicas 10... –¡Estuvieron muy bien lindas, y yo creo que ustedes van a ganar! –afirmó Leticia y enseguida les recomendó–. Es muy importante para Chicas 10 que no les cuenten a sus padres so- bre el concurso, porque Chicas 10 les quiere dar una sorpre- sa... ¡Imagínense lo orgullosos que se van a poner ellos cuan- do sepan que ustedes fueron elegidas, para ser las nuevas modelos de la firma! Además, el premio mayor es un viaje a Minilandia para toda la familia de la o las ganadoras. ¡Imagí- nense la sorpresa y lo contentos que se van a poner sus pa- dres!... –Y traten de no contarle a sus compañeritas, chicas... –a- claró Marcela y remarcó–. Así ustedes, tienen más chances de ganar...
  • 52. 51 –¿Cuándo vamos a saber los resultados? –quiso saber Bianca Furton. –Si me dan el número de sus celulares, las llamo y les a- viso –les dijo Leticia. –Yo no puedo, mis padres no quieren que lo dé –se jus- tificó Florencia Cruz. –¡No importa, con un solo teléfono es suficiente! –aclaró Leticia. –Yo te doy el mío y les aviso a las demás, ¿Querés? –o- freció Bianca. –Bueno, en la semana les avisamos si están o no selec- cionadas... ¡Chau Chicas 10, y buena suerte! –les dijo Leticia al despedirlas. –¡Nosotras vamos a ganar! –dijo entusiasmada Mía Ba- sile cuando vio que entraban al local otro grupo de chicas. Sus amigas estuvieron de acuerdo. Cuando David Lente llevó las fotos que le habían pedido, lo contrataron, le dieron un importante adelanto de dinero y le pidieron que les sacara más fotos y filmara a las nenas en posturas más sensuales y con mallas, imitando a las modelos. Para lograr ese objetivo los jóvenes unieron la trastienda con gran parte del vestuario y lo llenaron de cortinas rojas y al- mohadones de vivos colores. El sábado siguiente, fue Florencia la que organizó el pi- jama party y su mamá Angélica las llevó al centro comercial en la camioneta. La mujer fue con sus dos hijos menores y los llevó a ver una película infantil y a los juegos. A la hora pautada se encontró con su hija y las amigas en el local de comidas rápidas. –A ver que te compraste Florencia –quiso saber con cu- riosidad la mamá.
  • 53. 52 Florencia le mostró lo que traía en la bolsa del local Chicas 10. Una pollera verde manzana tableada, una remera de mangas largas a rayas multicolor y un par de medias colo- ridas. Las otras nenas hicieron lo mismo. Las que más ropa tenían en sus bolsas eran Bianca y Mía, mientras que Malena, Luna y Clara solo tenían un par de medias. –¿No les gustó, nada más? –quiso saber con curiosidad Angélica. –No... –recibió como respuesta. A la madre de Florencia le llamó la atención que no les gustara la ropa de ese local, pero no dijo nada, sabía que esa ropa era muy cara y quizás las nenas no llevaban ese día mu- cho dinero. Una vez más, las seis amigas no les contaron a sus pa- dres como habían obtenido esas prendas. Estaban entusias- madas con ser las nuevas modelos de la firma y no repararon en los peligros de mentirles y desobedecerlos, al recibir rega- los de extraños, aunque las hijas de la dueña del local, no e- ran extrañas para ellas. Tampoco se dieron cuenta que no es- taban confiando en ellos. Además, Bianca le dio a Leticia Fossa, el número de celular de sus amigas y por los mensajes que fueron recibiendo en sus celulares, se enteraron que Lu- na, Malena y Clara habían quedado descalificadas y no po- dían seguir participando del concurso, ni concurrir al local el próximo sábado. Ese día le había tocado a Mía Basile realizar el pijama party en su casa y luego concurrir al shopping. Sin ser in- vitada, Clara, que quería participar a toda costa y había comido poco, durante la semana, para poder vestir la ropa de esa marca que no le entraba, también fue a la cita. Durante la sección de fotos y la filmación, Florencia Cruz participó muy poco. No aceptó darse besos en la boca
  • 54. 53 con sus amigas, aunque estaba de “onda”, ni acariciarse en- tre ellas los genitales y mucho menos, salir desnuda en las fo- tos, por eso sólo ganó un par de medias. Clara se llevó un par de medias y una remera muy ajustada, aunque constantemente les preguntaba, qué debía hacer para ganar más prendas. Mientras Mía y Bianca sí, se llevaron muchos premios. –Me acaba de llamar Alicia, mi suegra y me dijo que ella y su socio Pepe ya eligieron a las tres finalistas del concurso Chicas 10 –mintió David Lente guardando el celular y anun- ció, muy contento–. ¡Y son, Bianca, Mía y Florencia! –los tres jóvenes aplaudieron mientras las nenas, no cabían en su ale- gría y saltaban–. El sábado que viene, Pepe en persona les va a decir quién de las tres y sus familias van a ir de viaje a Mi- nilandia... –¡Felicitaciones, chicas! ¡Ustedes tres son las nuevas modelos de Chicas10! –dijo Leticia dándoles un fuerte abrazo y un beso. Luego se acercó a Clara que lloraba y abrazándola le dijo–. Lo siento Clarita, quizás tengas más suerte el proxi- mo año. –¡Así que, aguanten este gran secreto una semana más! ¿Sí? –les pidió Marcela Fossa y las nenas estuvieron de a- cuerdo. Clara Cassini estaba inconsolable y sus amigas la invita- ron a tomar una gaseosa con papas fritas. –¡No te bajonées Clara, la vida es así!... a veces se gana y otras se pierde –dijo Bianca Furton. –Yo no voy a participar más... –afirmó Florencia Cruz pensativa, y agregó–. No me gustaron las fotos de hoy y no me interesa ser modelo de Chicas 10. –¡Entonces, yo puedo participar por vos! –exclamó Clara. –Como quieras... –dijo Florencia apenada y agregó–. ¡Chicas, no está bien lo que pasó hoy!... y yo creo que debe- ríamos contarles a nuestros padres...
  • 55. 54 –¡No! ¡Claro que no! –chilló Bianca Furton y dijo–. ¡Si no querés participar, no participes, pero yo quiero ganar ese viaje y ser modelo de Chicas 10! –¡Chicas no está bien sacarse fotos desnudas! –les recor- dó Florencia y agregó–. ¡Y no creo que sus padres estén de a- cuerdo con lo que hicieron! –¡Para que sepas, mis padres son modernos y no ven cosas raras como los anticuados de tus padres! –afirmó Mía Basile y agregó, enojada–. ¡Yo quiero ganar y darles la sor- presa del viaje a Minilandia! ¡Así que vos, no nos vas a boto- near, porque si lo hacés no sos más nuestra amiga!... –¿Sos nuestra amiga o no? –presionó Bianca. –Lo soy y no voy a contar nada... –prometió Florencia Cruz, sabiendo que hacía mal y lamentando tener que ocul- tarle la verdad a sus padres. Luego propuso–. En el próximo pijama party tendríamos que invitar a Malena y Luna porque son nuestras amigas de toda la vida. –¡Hecho! –dijo Bianca, sin más. Durante la semana, Bianca Furton recibió por celular el mensaje de engañar a Florencia. Leticia le pidió que la in- vitara al pijama party y a los juegos electrónicos del shopping y que, una vez allí, ellas la iban a convencer para que partici- para de la última etapa del concurso. La astuta mujer hizo hincapié en que la niña tenía muchas posibilidades de ganar el viaje a Minilandia, un lugar de ensueños para chicos y grandes. A Florencia no le gustó que Bianca no haya invitado a Malena y Luna al pijama party, y se disgustó más cuando la madre de Bianca les avisó que ya era hora de partir hacia el shopping.
  • 56. 55 –No. Yo no voy –le dijo Florencia a Bianca y agregó, en voz baja, para que la madre de Bianca no la escuchase–. Ya te dije Bianca que no me gustan “esos” juegos. –No vamos a ir a Chicas 10, sólo a los juegos... –afirmó Bianca Furton en voz baja. –¡No voy a ir al shopping! –aseguró Florencia agarran- do su mochila. –¡Dejala Bianca, si no quiere venir que no venga! –le di- jo Clara al oído. –Florencia, nosotras vamos a ir.... ¡Así que tenés que ir o ir! –dijo tajante, Bianca y, cansada de las quejas de Flo- rencia, agregó, bajando un poco el tono mientras salían de su casa–. No podés quedarte sola en mi casa, así que tenés que venir... Frente a la camioneta, estacionada en la calle, Florencia llamó por celular a su mamá, mientras la madre de Bianca cerraba la puerta de la casa. –¡Hola má! ¿Me podés venir a buscar? –le pidió a su madre. –¿Qué pasó? –quiso saber la madre. –Nada... las chicas van a ir al shopping y yo no tengo ganas de ir... –dijo, mientras Bianca a su lado la miraba con recelo. –¿Es porque te di poco dinero?... Si querés te alcanzo algo más para los juegos o para comprarte algo, ¿Qué te parece? –No tengo ganas de ir... –dijo Florencia, mientras la ma- dre de Bianca abría las puertas de la camioneta y las invitaba a subir. –¿Y el pijama party? –preguntó la mamá. –¡Quiero ir a casa! –gritó, al borde del llanto. –Está bien, está bien, tranquilizate... –trató de calmarla la mamá.
  • 57. 56 –¿Pasó algo con Florencia? –le preguntó la madre a su hija Bianca. –Nada. Flor, quiere ir a su casita... –dijo riendo la niña. –¿Estás hablando con tu mamá? –preguntó la madre de Bianca y ante la afirmación de Florencia le pidió–. ¡Dame con ella! –¡Hola Angélica, no se qué pasó entre las chicas, pero Flor no quiere quedarse... ¿Te contó algo? –preguntó, con voz más baja y alejándose del vehículo, pero Bianca estaba detrás de ella escuchando. –No, nada. Sólo quiere venir a casa... –Bueno, no te preocupés que yo te la alcanzo de pasada ¿Dale? –dijo la mamá de Bianca mientras regresaba a la ca- mioneta y les hacía señas a Bianca y a Florencia para que su- bieran. –Bueno. Cuando llegó a su casa, Florencia saludó con un beso a su mamá y corrió a su cuarto. La mamá quiso saber qué había pasado. –¡Nada!. Sólo que yo fui a un pijama party y no a pasear al shopping –respondió Florencia dejando conforme a su mamá. Casi dos horas después, durante la cena, Florencia daba muchas vueltas para comer la milanesa con papas fritas que tanto le gustaban y permanecía pensativa mirando el plato. Estaba preocupada porque ninguna de sus tres amigas contes- taba el celular, ni respondían sus mensajes. –“Tal vez están enojadas conmigo”.... –pensó. –¿Qué te pasa Florencia? –preguntó la mamá. –Nada... –Nada, no. ¡Algo te pasa! –dijo el padre con tono firme y agregó–. Porque las milanesas con papas fritas te encantan,
  • 58. 57 pero mucho más ir a los juegos del shopping y hoy no quisiste ir... ¿Qué pasó? –Nada... sólo que no me gustan “esos juegos” del shop- ping... –dijo Florencia. –¿Cuáles no te gustan... el del barco? –preguntó el padre extrañado de que de golpe, a su hija, no le gustara ese juego. Florencia negó con la cabeza, mientras seguía jugando con la comida. –¿Cuáles juegos no te gustan, Flopi?... –dijo la madre y viendo que su hija seguía jugando con la comida le dijo–. Confía en nosotros hijita y contanos... –Los del local de Chicas 10... –dijo por fin la nena. –¿Hay juegos en ese local de ropa? –preguntó extrañada la madre. –Sí. Organizan juegos y regalan ropa de premio... –dijo Florencia sabiendo que no podía decir la verdad. –¿Cómo la pollera verde manzana, la remera y las me- dias...? –le preguntó la madre algo preocupada. –Sí. Pero después de eso no participé más porque “esos juegos” no me agradan... –aclaró Florencia y sus padres em- pezaron a inquietarse. –Flor, tu mamá y yo queremos saber cómo son “esos jue- gos”... –le preguntó el papá y viendo lo atentos que estaban los hijos varones, le propuso– y si te molesta hablar delante de tus hermanos, vamos al living los tres solos, ¿sí?. –¡No! ¡Yo no soy buchona y no voy a romper la promesa que les hice a mis amigas!... –dijo la nena con firmeza y a- gregó–. Además, a ellas sí les gustan “esos juegos”. –¡Florencia, tus amigas pueden estar en peligro y si real- mente las querés deberías ayudarlas, contándonos lo que pa- só...! –dijo la mamá, visiblemente preocupada. –¿Por qué no las llamás, así sabemos cómo están? –le propuso el padre.
  • 59. 58 –Ya lo hice y les dejé mensajes... pero no contestan... ¡Seguro que están enojadas conmigo! –dijo Florencia. Los padres se miraron preocupados. La madre tomó el teléfono de la cocina y llamó a la madre de Bianca. –No las chicas no están. Estoy yendo a buscarlas porque quedamos en que Bianca me llamaría a las ocho y media y no me llamó... Tampoco contesta los mensajes así que voy para allá –dijo la madre de Bianca y, tratando de controlar su preocupación, amenazó–. ¡Ya me va a escuchar Bianca!... porque eso de apagar el celular para que la madre hincha no la moleste mientras ella se divierte... ¡No se hace!... –Te llamaba porque Florencia no quiso contarme, pero en el local de Chicas 10 organizan juegos que a ella no le gus- tan... –dijo Angélica. –Lo sé, Bianca me contó. Ella ganó muchas prendas y tiene la posibilidad de ser elegida modelo de Chicas 10 –dijo la madre orgullosa y agregó–. Estoy llegando, cualquier cosa te llamó.¡Chau!. –¡Chau! –respondió Angélica y volviéndose a su hija le contó–. María me dijo que Bianca le contó acerca de los jue- gos de Chicas 10 y piensa que Bianca puede ser la nueva mo- delo de esa ropa porque recibió muchos regalos... Por otro la- do no la llamó a la hora convenida y apagó el celular... ¡Es- pero que estén bien, porque eso de los juegos y los premios no me termina de cerrar! –¡Ni a mí! –aclaró el padre, mirando a su hija que se- guía sin comer. –Cualquier novedad quedó en llamarnos –dijo la madre y, sentándose al lado de su hija le dijo, mientras le levantaba la barbilla y la miraba a los ojos–. Realmente me duele mucho que no confíes en nosotros Florencia... y espero de todo corazón que a las chicas no les hayan hecho nada malo.
  • 60. 59 –Lo siento mamá, pero son mis amigas y están primero... –dijo Florencia con tristeza, sabiendo que estaba lastimando a sus padres y convencida de que protegía a sus amigas. La señora María Straus de Furton no encontró a su hija y a las amigas en el hall del shopping. Corrió al local de Chi- cas 10 que, como la mayoría, ya estaba cerrado. Desesperada pidió ayuda a los gritos, mientras llamaba a su esposo quien llamó a la policía. Las nenas no se encontraban en el shopping y en las cá- maras de seguridad se las pudo ver salir a las tres solas del mismo. La madre de Bianca recordó lo que le contó la mamá de Florencia y se presentó junto al fiscal en la casa de la ne- na. Florencia decidió hablar y les contó a los desesperados padres la verdad sobre “esos” juegos... Días después, la policía atrapó a los tres delincuentes que pasarían muchos años en prisión. Primero detuvieron a las hermanas Fossa y con sus testimonios detuvieron en el río a David Lente cuando regresaba de un país vecino. A Bianca Furton, Mía Basile y Clara Cassini no pudie- ron rescatarlas. Sólo pudo saberse que fueron llevadas en lan- cha hasta el país vecino y de allí, las tres amigas cruzaron el océano, en el avión privado de un rico empresario que las ha- bría comprado para tenerlas como esclavas sexuales. Jamás se supo del verdadero destino de las tres niñas, que con su desaparición dejaron sumidos en la desesperación y el desconsuelo a sus padres. Malena, Luna y sobre todo Florencia, abrazaron y ama- ron profundamente a sus padres y hermanos. Nunca más vol- vieron a mentir y confiaron, antes que en nadie, en sus padres.
  • 61. 60 Este libro, escrito en marzo de 2006, se terminó de imprimir en agosto-septiembre de 2011. Email ferandrefrancis@yahoo.com.ar
  • 62. 61 Colección Los cuentos de la bisabuela María Lobos feroces de hoy MARÍA FERNANDA ALVAREZ BALLADARES nació en Capital Federal, Buenos Aires, Argentina en 1965. Enfermera neonatal en un importante hospital de niños. Estudió cine y video, fue mamá adoptiva de una beba con discapacidad mental y visual y, después de muchos años se casó y tiene dos hijos. Con mucho esfuerzo estudió y se recibió de Licenciada en Enfermería a fines del 2009. El dolor, las injusticias y las alegrías enriquecieron su vida y la motivaron a escribir. En el 2001 terminó de escribir: Carina, el regalo más esperado, dividido en tres partes: Rescatar a Paula (Ι), Poseer y lucir una Perla (ΙΙ) y Cortar la cadena (ΙΙΙ). En 2006 escribió tres libros basados en cuentos tradicionales y que integran la Colección de Los cuentos de la bisabuela María: Cenicientas de hoy (editado), Bellas Durmientes de hoy y Lobos feroces de hoy. En el 2009 escribió la novela: irresponsables y el cuento largo: Alina, la tragedia que despertó el valor de una madre. La bisabuela María, luego del cuento tradicional, les relata a sus bisnietos tres historias actuales en las que simboliza los graves peligros de nuestra sociedad. Una sobre los violadores que acechan en los barrios: Tamara, como tantas nenas, va sola a hacer las compras y, sin saberlo, se encuentra con un lobo, vestido de oveja, en su barrio. Este encantador hombre la atrapa en el mismo descampado, donde años atrás había ocurrido una terrible tragedia. Otra, encara los peligros que encierra internet donde, mediante engaños, dos adolescentes varones son secuestrados por una mujer/lobo que, junto a sus dos cómplices, los hacen víctimas de una red de pornografía infantil. La última, relata la escalofriante historia de varias nenas que son engañadas por dos empleadas del local de ropa Chicas 10, ubicado en un concurrido shopping y que las venden a una red de prostitución infantil internacional…