Reseña "Freud: una interpretación de la cultura", de Paul Ricoeur
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Por: María Fernanda Silva Salgado
Universidad Nacional de Colombia
Ricoeur, P. (1990). Problemática: situación de Freud. En Freud: una interpretación de la
cultura (8va Ed.), (pp.7-52). México: Siglo Veintiuno Editores.
Freud: una interpretación de la cultura surgió de una serie de conferencias pronunciadas por
el autor, en las universidades de Yale y Lovaina, en 1961 y 1962, respectivamente. El libro es
caracterizado por Ricoeur como un trabajo sobre el psicoanálisis de Freud, mas no sobre el
psicoanálisis en general. Así, el autor reconoce su omisión deliberada de la experiencia
analítica y de la discusión con las escuelas postfreudianas. Lo primero debido a su interés por
abordar la obra de Freud como una interpretación de la cultura; lo segundo por considerar
que acercarse a las concepciones teóricas postfreudianas podía distraerlo del debate, de por sí
arduo, con el fundador del psicoanálisis.
Ricoeur señala que su libro no se inscribe en el campo de la psicología, sino en el de la
filosofía, pues se ocupa de tres cuestiones propias de esta disciplina. La primera, de carácter
epistemológico, es definir en qué consiste la interpretación psicoanalítica; la segunda, situada
en el ámbito de la filosofía reflexiva, es determinar qué nueva interpretación del ser humano
procede de la obra de Freud; la tercera es establecer si es posible coordinar la interpretación
psicoanalítica con otras interpretaciones de la cultura y, en caso afirmativo, qué regla del
pensamiento lo permitiría. Estos problemas conducen a Ricoeur a uno más general: el de las
relaciones entre una hermenéutica de los símbolos y una filosofía de la reflexión concreta, que
había quedado pendiente en Simbólica del mal.
En la primera parte del libro, “Problemática: situación de Freud”, Ricoeur sitúa el psicoanálisis
en el debate contemporáneo sobre el lenguaje o, en otras palabras, lo vincula con el problema
de “las múltiples funciones del significar humano y de sus relaciones mutuas” (7). La principal
razón para inscribir el psicoanálisis en ese debate es que éste puso en evidencia el doble
sentido del lenguaje, a través de la interpretación del sueño y de productos psíquicos análogos
a él, como el chiste, el mito y la obra de arte. Al decir de Ricoeur: “es esta nueva apertura al
conjunto del hablar humano, a lo que quiere decir el hombre deseante, lo que da derecho al
psicoanálisis a participar en el gran debate sobre el lenguaje” (10). El análisis del título de La
interpretación de los sueños (1900), le permite a Ricoeur evidenciar ese interés de Freud por el
doble sentido y por la interpretación, para proceder, posteriormente, a definir ambos
términos. La propuesta del filósofo es delimitar el campo del doble sentido, o del símbolo, y de
la interpretación de manera recíproca; así, el símbolo se definiría como una “expresión
lingüística de doble sentido que requiere una interpretación” y ésta como un “trabajo de
comprensión que se propone descifrar los símbolos” (12).
En lo que sigue, Ricoeur precisa las definiciones de símbolo e interpretación. Para ello, expone
y crítica las que, en su criterio, son las formas más comunes de entender estos términos. Se
refiere, en primer lugar, a una definición demasiado amplia y a una demasiado reducida de
símbolo. Aquella se encuentra en Filosofía de las formas simbólicas, de Erns Cassirer, según el
cual la función del símbolo es mediar entre el sujeto y la realidad. Los símbolos son, entonces,
los “instrumentos culturales de nuestra aprehensión de la realidad: lenguaje, religión, arte,
ciencia” (13). Para Ricoeur, esto implica equiparar el lenguaje en su totalidad al símbolo, lo
que resulta problemático al borrar la distinción entre signo y símbolo: “si llamamos simbólica
a la función significante en su conjunto, ya no tenemos término para designar el grupo de
signos cuya textura intencional reclama la lectura de otro sentido en el sentido primero,
literal, inmediato” (14). En oposición a Cassirer, Ricoeur establece una diferencia fundamental
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entre el signo y el símbolo: en el primero hay una doble dualidad, la del significante y el
significado (estructural), y la de la significación y la cosa referida (intencional). Así, el signo
puede definirse por su cualidad de designar una cosa. El símbolo, en cambio, no remite a una
cosa, sino a otro u otros sentidos, por lo que es una expresión “de doble o múltiple sentido
cuya textura semántica es correlativa del trabajo de interpretación que hace explícito su
segundo sentido o sus sentidos múltiples” (14).
A continuación, Ricoeur describe tres manifestaciones del símbolo, con el propósito de
establecer, por vía inductiva, cuál es la estructura semántica que les es común. Éstas son la
fenomenología de la religión; lo onírico, que incluye tanto los sueños diurnos como los
nocturnos, y la imaginación poética. Las tres manifestaciones o lugares donde emerge el
símbolo remiten a un doble sentido, que se oculta y se alcanza a través del sentido manifiesto.
De este modo, el filósofo francés determina que la estructura semántica del símbolo es el
doble sentido.
Posteriormente, Ricoeur se distancia de la definición reducida del símbolo, propia de la
tradición platónica y del simbolismo literario. Según éstas, la relación entre el sentido
manifiesto y el sentido latente es de carácter analógico. Para Ricoeur, el símbolo no sólo puede
revelar el sentido a través de la analogía, sino también puede disimularlo o desviarlo.
Teniendo en cuenta estas consideraciones, el filósofo define el símbolo como la “estructura
intencional que no consiste en la relación del sentido con la cosa, sino en una arquitectura del
sentido, en una relación de sentido a sentido, del sentido segundo con el primero, sea una
relación de analogía, sea que el sentido primero disimule o revele el segundo” (20).
Después de precisar la definición de símbolo, Ricoeur hace lo propio con la de interpretación.
De manera análoga a lo que ocurre con el símbolo, el filósofo identifica una forma amplia y
una reducida de entender la interpretación para, posteriormente, proponer una intermedia. El
concepto amplio remite a la tradición fundada por el Peri Hermeneias, segundo tratado del
Organon, de Aristóteles, según el cual la interpretación no es la ciencia que tiene por objeto las
significaciones, sino el conjunto de signos convencionales. Así, la interpretación abarca “todo
sonido emitido por la voz y dotado de significación” (23), lo que se corresponde,
aproximadamente, con la perspectiva amplia del símbolo, expuesta con anterioridad. La
interpretación es, desde esta perspectiva, la significación de la frase completa, lo que en
términos lógicos se denomina frase declarativa, esto es, aquella que “dice algo de algo” y que,
por tanto, puede tener un carácter verdadero o falso. Esta forma de concebir la interpretación
comprende las significaciones de sentido unívoco, pero no las de doble sentido. Pese a ello,
Ricoeur también encuentra en Aristóteles, sobre todo en la Metafísica, cierto reconocimiento
de la multivocidad, específicamente en la idea de que “el ser se dice de varias maneras”. Esto
no quiere decir que Aristóteles haya fundado una teoría de la interpretación, pero sí que abrió
la posibilidad de ir más allá de las concepciones unívocas de ésta.
Por su parte, el concepto reducido de interpretación se vincula con la tradición de la exégesis
bíblica, entendida como la “ciencia de las reglas de la exégesis” (25), constituidas en torno a la
interpretación de las Sagradas Escrituras. Aunque la exégesis se aplica en principio a los
textos escritos, desde la Edad Media, con la metáfora del libro de la naturaleza, se abre la
posibilidad de entender los textos como un conjunto de signos susceptible de ser descifrado,
no sólo como escritura. Esta manera de concebir la interpretación puede vincularse con el
análisis de Freud, en tanto éste consiste en traducir los sueños y los productos psíquicos
análogos, entendidos como textos, a otro lenguaje. Ricoeur construye su concepto de
interpretación a partir de esta noción ampliada de texto. Así, distanciado de la tradición
aristotélica de la interpretación como la voz significante, pero también de la exégesis como
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ciencia escrituraria, Ricoeur caracteriza “la hermenéutica como la ciencia de las reglas
exegéticas y la exégesis como interpretación de un texto particular o de un conjunto de signos
susceptible de ser considerado como un texto” (28).
Ahora bien, Ricoeur afirma que no existe una hermenéutica general, sino un campo
hermenéutico en el que se encuentran teorías múltiples e incluso opuestas de la
interpretación. El filósofo se refiere a la oposición entre dos de estas teorías: la hermenéutica
como restauración del sentido y la hermenéutica como desmitificación del mismo. Para él, la
oscilación entre estas posiciones es expresión de la crisis del lenguaje, característica de la
Modernidad, en la que hay, a la vez, un afán de liberar la palabra de la falsedad y de escuchar
lo que ésta puede revelar.
Para explicar en qué consiste la hermenéutica como restauración del sentido, Ricoeur toma
como ejemplo la fenomenología de la religión o de lo sagrado. En ella el filósofo encuentra una
fe en la “verdad” de los símbolos, es decir, en su capacidad de cumplir con la intención
significante o de remitir a un segundo sentido a través del primero. Esto es denominado por
Ricoeur “lo pleno del lenguaje”. La fe del fenomenólogo de la religión también consiste en un
deseo de ser interpelado, en la espera de que los símbolos hablen o revelen un sentido nuevo.
En cambio, la interpretación como ejercicio de la sospecha niega la capacidad del símbolo de
cumplir con esa intención significante. Aunque Ricoeur advierte que en la llamada escuela de
la sospecha hay distintas tendencias, sus máximos representantes o maestros: Marx,
Nietzsche y Freud, comparten la duda de que la conciencia sea tal como aparece
inmediatamente ante sí misma. Los maestros de la sospecha no sólo dudan de la realidad de
las cosas, como Descartes, sino de la realidad de la conciencia. Sin embargo, la duda no los
lleva a la destrucción total, sino a fundar una forma de interpretación para encontrar la
relación entre sentido manifiesto y sentido oculto o disimulado: “Descartes triunfa de la duda
sobre la cosa por la evidencia de la conciencia; ellos triunfan de la duda sobre la conciencia
por una exégesis del sentido” (33).
De esta manera, la teoría de los ideales y las ilusiones de Freud, la teoría de las ideologías de
Marx y la genealogía de la moral de Nietzsche, tienen un propósito común de desmitificación.
Los tres sospechan de la conciencia inmediata y niegan su verdad, para después proponer una
actividad de interpretación que permite ampliar el ámbito de la conciencia. Por ejemplo, la
pretensión del psicoanálisis de Freud “es que el analizado, haciendo suyo el sentido que le era
ajeno, amplíe su campo de conciencia, viva mejor y finalmente sea un poco más libre y, de ser
posible, un poco más feliz” (35). En este orden de ideas, Ricoeur define la hermenéutica de la
sospecha como una disciplina de la necesidad, en oposición al núcleo mítico-poético de la
imaginación, propio de la hermenéutica como restauración del sentido. Tal disciplina
consistiría en reconocer la falsedad de la conciencia inmediata, en descubrirse esclavo de la
necesidad y en liberarse de esa condición a través de la comprensión de tal necesidad.
En adelante, el filósofo se propone demostrar que el psicoanálisis, el conflicto entre
hermenéuticas y la problemática del lenguaje, son expresiones de la crisis de la reflexión. Para
ello, aborda la pregunta de si es posible articular, de forma coherente, la interpretación de los
símbolos y la reflexión filosófica. Al respecto, argumenta que el símbolo reclama la reflexión
filosófica o, para decirlo en términos kantianos: “el símbolo da qué pensar” (36). Así, Ricoeur
plantea que además de un aspecto semántico o un valor expresivo, el símbolo en su forma
m tica, por ejemplo permite conferir “universalidad, temporalidad y alcance ontologico a la
comprensión de nosotros mismos” (37) y motiva la especulación filosófica. La pregunta que
surge, entonces, es si la interpretación de los símbolos, vinculada con la equivocidad, puede
coexistir con la univocidad de la filosofía, cuya pretensión es borrar la diversidad en la
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universalidad del discurso. Antes de enfrentarse a esta cuestión, Ricoeur se centra en
justificar que “la reflexión en su principio mismo exige algo así como la interpretación” (40).
Para realizar esta demostración, Ricoeur aborda, en primer lugar, la pregunta de qué es la
reflexión. El filósofo no entiende por ello ni una filosofía de la conciencia inmediata de sí
mismo, ni una filosofía crítica del conocimiento, interesada sólo en problemas
epistemológicos. Según él, “la reflexión es la reapropiación de nuestro esfuerzo por existir y
de nuestro deseo de ser, a través de las obras que atestiguan ese esfuerzo y ese deseo” (44).
Esto implica que el sujeto no posee en principio lo que es o que su posición de “sí mismo” no
está dada, de manera que debe alcanzarla. Esto sólo es posible a través de la interpretación de
los signos, pues el esfuerzo y el deseo por existir no pueden captarse en la inmediatez de la
conciencia, sino en los signos que el ser humano ha desplegado en el mundo. De este modo, la
reflexión “debe incluir los resultados, métodos y premisas de todas las ciencias que intentan
descifrar e interpretar los signos del hombre” (44), para así superar “la abstracción vana y
vacía del “yo pienso”” (44).
Posteriormente, Ricoeur plantea tres problemáticas de la interpretación, que considera, a la
vez, propias de la reflexión. La primera de ellas, que ya había abordado en Simbólica del mal,
consiste en que partir del símbolo implica abrirse a la reflexión, pero también introducir la
contingencia en el discurso filosófico, cuya pretensión, como se ha dicho, es la universalidad.
Así, surge la pregunta, antes mencionada, de si la filosofía puede articular tal universalidad
con la equivocidad de los símbolos. La segunda problemática radica en que al acudir al
símbolo, la filosofía puede caer en el dominio del lenguaje equívoco y de los argumentos sin
sustento lógico. Frente a esto, Ricoeur propone una distinción entre lógica simbólica y lógica
hermenéutica. Aquella fue construida para eliminar la equivocidad de los argumentos, por lo
que el símbolo es entendido, desde esa perspectiva, como un artificio alejado del lenguaje
ordinario, cuyo propósito es garantizar la unicidad del sentido. La lógica hermenéutica, en
cambio, encuentra su fundamento en el lenguaje ordinario, pleno de sentido, y “consiste
menos en suprimir la ambigüedad que en comprenderla y hacer explícita su riqueza” (46).
Esta lógica es denominada por Ricoeur como trascendental, al ocuparse de las condiciones de
posibilidad, no de las de objetividad. La lógica hermenéutica o de doble sentido encuentra su
justificación en la necesidad de la filosofía reflexiva de acudir al recurso del símbolo. Ricoeur
precisa que la lógica simbólica, con su exigencia de univocidad, es válida para los discursos
que se presentan como argumentos, mientras que la lógica hermenéutica opera en el ámbito
de la llamada dimensión trascendental.
La tercera problemática es la dificultad de garantizar la coherencia de la reflexión, teniendo en
cuenta la inconsistencia interna de la hermenéutica o el conflicto de las interpretaciones. A
este propósito, Ricoeur señala que las dos hermenéuticas estudiadas, es decir, la
interpretación como restauración del sentido y como reducción de las ilusiones, presentadas
en un principio como opuestas, “tienen en común descentrar el origen del sentido hacia otro
foco que ya no es el sujeto inmediato de la reflexion “la conciencia”, el yo vigilante, atento a
su presencia, preocupado por sí mismo y fiel a sí mismo” (51). Con esto, el filósofo da cuenta
de otra preocupación que considera más radical que el conflicto de las interpretaciones: la
posibilidad de considerar o no tal descentramiento del sentido como un acto de reflexión o
como el primer gesto de reapropiación del “sí mismo”. Ricoeur deja pendiente la resolución de
esta pregunta.
Para terminar la primera parte de Freud: una interpretación de la cultura, Ricoeur hace
referencia a la relación entre las crisis del lenguaje, de la interpretación y de la reflexión, cuya
solución puede darse sólo de manera conjunta: como se ha visto, la reflexión debe hacerse
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hermenéutica para volverse concreta, pero el problema es que no existe una hermenéutica
general. Dirimir el conflicto hermenéutico significa, entonces, ampliar el ámbito de la
reflexión. Ricoeur afirma, para finalizar, que es necesario pensar la relación entre la reflexión,
la interpretación como restauración del sentido y como reducción de la ilusión, para poder
resolver las mencionadas crisis de la reflexión y el conflicto hermenéutico. Así las cosas,
Ricoeur deja abierta la siguiente pregunta: “¿No puede la reflexión, en un mismo movimiento,
hacerse reflexión concreta y la rivalidad de las interpretaciones comprenderse en el doble
sentido del términos: justificarse por la reflexión e incorporarse a su obra?” (52).