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Para Julia
Nunca es demasiado tarde para convertirnos
en lo que hubiéramos podido ser.
GEORGE ELIOT
Glosario
bola de mí: excremento seco que se les lanza a los espectadores.
chango sudado (término despectivo de uso coloquial): ser humano (alude a la
piel sin pelo de los humanos, que se cubre de transpiración).
columpilianarse: juego (se refiere a columpiarse en las lianas de la selva).
dominios: territorio.
espalda plateada (se conoce también como jefe gris): macho adulto de más de
doce años de edad que tiene un área de pelo plateado en el lomo. El espalda
plateada es una figura de autoridad, responsable de proteger a su familia.
golpearse el pecho: golpes repetidos en el pecho con una o ambas manos para
producir un sonido fuerte (algo que a los gorilas a veces les sirve como una
demostración amenazante para intimidar a un oponente).
el Gruñido: resoplido semejante al ruido que hace un cerdo, que los padres
gorilas emiten para expresar fastidio.
Noesquetepilla: gorila de peluche.
9 855 días (ejemplo): mientras que los gorilas que viven en libertad
típicamente registran el paso del tiempo a partir de las estaciones o la
disponibilidad de alimento, Iván ha adoptado un conteo día a día (9 855 días
son equivalentes a veintisiete años).
Hola
Me llamo Iván. Soy un gorila.
No es tan sencillo como parece.
Nombres
La gente me dice “el gorila de la autopista”, “el simio de la salida 8”, “Iván,
el único e incomparable, el único y sin par, el poderoso gorila espalda
plateada”.
Esos nombres se refieren a mí, pero no son lo que soy. Yo soy Iván, tan sólo
Iván, Iván sin par.
Los humanos derrochan palabras. Las lanzan como cáscaras de plátano y las
dejan ahí, a que se pudran.
Cualquiera sabe que la piel de un plátano es la mejor parte.
Supongo que ustedes creen que los gorilas no pueden entenderlos. Claro,
probablemente también piensan que no podemos caminar erguidos.
Intenten caminar apoyándose también en los nudillos durante un rato, y luego
díganme: ¿cuál manera de caminar es más divertida?
Paciencia
Con los años aprendí a entender las palabras de los humanos, pero
comprender su habla no es lo mismo que entenderlos a ellos.
Los humanos hablan demasiado. Parlotean como chimpancés, y congestionan
el mundo con su ruido, aunque no tengan nada qué decir.
Me tomó cierto tiempo reconocer todos esos sonidos humanos, hilar con
palabras las cosas. Pero fui paciente.
Es útil ser paciente si uno es un simio.
Los gorilas tienen la paciencia de las piedras. Los humanos no llegan a tanto.
Cómo me veo
Yo era un gorila salvaje que vivía en la selva, y aún me veo como tal.
Tengo la mirada tímida de un gorila, y la sonrisa pícara. Tengo una zona de
pelaje que parece cubierta de copos de nieve, el uniforme de un espalda
plateada. Cuando el sol me entibia la espalda, proyecta mi sombra, la de un
gorila majestuoso.
En mi tamaño, los humanos ven una prueba para sí mismos. Oyen rumores de
pelea en el viento, cuando yo tan sólo pienso en cómo el sol del final del día
se ve como una nectarina madura.
Soy más poderoso que cualquier humano, más de doscientos kilos de fuerza
pura. Mi cuerpo parece estar hecho para pelear. Con los brazos levantados,
soy más alto que el más alto de los humanos.
Mi árbol genealógico también se extiende. Soy un gran simio, y ustedes los
humanos son grandes simios, al igual que los chimpancés y los orangutanes y
los bonobos… somos todos primos lejanos, que desconfían unos de otros.
Ya sé que eso produce desazón.
Me cuesta creer que haya una conexión en el espacio y el tiempo que me
emparenta con toda una raza de payasos sin modales.
Chimpancés. Esos no tienen perdón.
El centro comercial Gran Circo en la salida 8, con
galería de videojuegos
Vivo en un hábitat humano conocido como centro comercial Gran Circo, en la
salida 8, con galería de videojuegos, situado muy convenientemente a un lado
de la autopista I-95, donde damos funciones a las 2, a las 4 y a las 7 todos los
días del año.
Eso es lo que dice Mack cuando contesta el teléfono.
Mack trabaja aquí, en el centro comercial. Es el jefe.
Yo también trabajo aquí. Soy el gorila.
En el centro comercial Gran Circo, un carrusel gira el día entero al son de
música chirriante, y entre los locales comerciales viven monos y loros. En
medio del lugar hay una pista rodeada de graderías donde los humanos pueden
asentar su trasero mientras comen palomitas de maiz. El suelo está cubierto de
aserrín hecho con árboles muertos.
Mis dominios están a un lado de la pista. Vivo aquí porque soy demasiado
gorila y no suficientemente humano.
Los dominios de Stella están junto a los míos. Stella es una elefanta. Ella y
Bob, que es un perro, son mis mejores amigos.
Y hasta el momento no he tenido amigos gorilas.
Mis dominios están hechos de vidrio grueso, metal oxidado y cemento. Los de
Stella son de barrotes metálicos. Los de los osos son de madera, y los loros
viven entre alambradas.
Tres de mis paredes son de vidrio. Uno de ellos está quebrado, y en la esquina
inferior le falta un trocito como del tamaño de mi mano. Hice el agujero con un
bate de béisbol que Mack me regaló cuando cumplí seis años. Luego de eso,
se llevó el bate, pero me permitió conservar la pelota que venía junto con él.
En una de las paredes hay pintada una escena de la selva. Es una catarata sin
agua y flores sin aroma y árboles sin raíces. Yo no la pinté pero me gusta la
manera en que las formas fluyen a través de la pared, aunque no sea una selva
de verdad.
Soy afortunado porque mis dominios tienen tres paredes de vidrio. Puedo ver
todo el centro comercial y algo del mundo: las frenéticas maquinitas de
pinball, las nubes rosas de algodón de azúcar, el vasto estacionamiento sin un
solo árbol.
Más allá del estacionamiento está la autopista, por la que pasan desbocados
los carros sin cesar. Un anuncio gigantesco en la orilla los invita a detenerse y
descansar, cual gacelas en un pozo de agua.
El anuncio está desteñido, los colores se han desvaído, pero sé lo que dice.
Mack leyó las palabras en voz alta un día: “Visiten el centro comercial Gran
Circo, en la salida 8, con galería de videojuegos, hogar de Iván, el único e
incomparable, el único y sin par, el poderoso gorila espalda plateada”.
Desafortunadamente, no sé leer, aunque me gustaría. Leer cuentos sería una
agradable manera de llenar tantas horas sin nada qué hacer.
Pero una vez pude disfrutar de un libro que uno de mis cuidadores olvidó en
mis dominios.
Sabía un poco a termita.
En el anuncio de la autopista se ve dibujado a Mack con su traje de payaso y a
Stella parada en sus patas traseras y a un animal enojado con ojos feroces y
pelaje descuidado.
Se supone que ese animal soy yo, pero el pintor cometió un error. Jamás me
enojo.
El enojo es algo muy valioso. Un espalda plateada lo utiliza para mantener el
orden en su clan y para alertarlos de algún peligro. Cuando mi padre se
golpeaba el pecho era para decir: “Alerta, atentos. Estoy al mando y los
protegeré furiosamente, porque para eso nací”.
Aquí, en mis dominios, no tengo a nadie a quién proteger.
El gran circo más pequeño del mundo
Mis vecinos aquí en el centro comercial Gran Circo saben hacer muchos
trucos. Son una pandilla bastante educada, mejor formados y más dedicados
que yo.
Uno de mis vecinos juega béisbol, aun cuando es un pollo. Otro sabe manejar
un carro de bomberos, aunque sea un conejo.
Tuve una vecina, una foca grácil y considerada, que sabía sostener una pelota
en equilibrio sobre su hocico desde que el sol salía hasta que se ponía. Su voz
era como el ladrido gutural de un perro al cual mantienen encadenado afuera
en una noche fría.
Los niños pedían deseos y tiraban monedas en la alberca de plástico de la
foca. Allí brillaban como guijarros de cobre.
Un día la foca tenía hambre, o quizás estaba aburrida, y se comió cien
monedas.
Mack dijo que se pondría bien.
Estaba equivocado.
Mack llama a nuestra función “El gran circo más pequeño del mundo”. Todos
los días a las 2, a las 4 y a las 7 se reúnen humanos que se abanican, toman
refresco y aplauden. Los bebés lloriquean. Mack se viste de payaso y pedalea
en una bicicleta diminuta. Un perro de nombre Snickers monta sobre el lomo
de Stella, y ella se sienta en un taburete.
Es un taburete muy sólido.
Yo no hago ningún truco. Mack dice que basta con que sea yo.
Stella me ha contado que hay circos que viajan de ciudad en ciudad. Tienen
humanos que se cuelgan de cuerdas que penden de la parte superior de una
carpa. Tienen leones que rugen mostrando sus deslumbrantes colmillos y una
fila serpenteante de elefantes, que avanzan cada uno tomado de la cola del que
va delante. Los elefantes miran a lo lejos, para no ver a los humanos que
quieren contemplarlos.
Nuestro circo no migra de un lado a otro. Nos quedamos donde estamos, como
un animal viejo demasiado cansado para seguir andando.
Luego de nuestra función, los humanos rebuscan en las tiendas. Una tienda es
un lugar donde los humanos compran lo que necesitan para sobrevivir. En el
centro comercial Gran Circo, algunas tiendas venden cosas nuevas, como
globos y camisetas y gorras para cubrir las relucientes cabezas de los
humanos. Otras tiendas venden cosas viejas, cosas que huelen a polvo y
humedad y olvido de tiempo atrás.
Todo el día observo a los humanos que se apresuran de una tienda a otra.
Intercambian entre sí sus papelitos verdes, resecos como hojas viejas y con el
olor de las miles de manos que los han tocado una y otra vez.
Van en una búsqueda frenética, cual cacería, asedian, empujan, refunfuñan.
Después se marchan, con sus bolsas llenas de cosas, cosas brillantes, suaves,
grandes. Pero no importa cuán llenas estén las bolsas, siempre vuelven por
más.
Los humanos son inteligentes, sin duda. Hacen nubes rosas que se pueden
comer. Construyen dominios con cataratas planas.
Pero son pésimos cazadores.
Desaparecer
Hay animales que llevan una vida en privado, protegidos de las miradas de
otros, pero ese no es mi caso.
Mi vida está hecha de luces que destellan, dedos que señalan y visitantes que
nadie invitó. A escasos centímetros, los humanos apoyan sus manos contra la
pared de vidrio que nos separa.
El vidrio dice que unos son una cosa y nosotros somos otra, y así es como todo
seguirá siendo siempre.
Los humanos dejan las huellas de sus dedos, pegajosas de golosinas, húmedas
de sudor. Todas las noches viene un hombre cansado a limpiarlas.
A veces, presiono mi nariz contra el vidrio. La huella de mi nariz, al igual que
la de los dedos humanos, es única y no tiene par.
El hombre limpia el vidrio y desaparezco.
Artistas
Aquí, en mis dominios, no tengo mucho qué hacer. Después de tirarles unas
cuantas bolas de mí a los humanos, termino por aburrirme.
Una bola de mí se hace amasando estiércol hasta llegar a tener una pelota del
tamaño de una manzana, que luego se deja secar. Suelo tener unas cuantas a
mano.
Por alguna razón, mis visitantes jamás cargan con una.
En mis dominios tengo un columpio hecho con una llanta, una pelota de
béisbol, una diminuta alberca de plástico llena de agua sucia y un viejo
televisor.
También tengo un gorila de peluche. Julia, la hija del hombre que hace el aseo
del centro comercial todas las noches, y que siempre se ve cansado, me lo dio.
El gorila tiene la mirada vacía y las extremidades colgantes, pero duermo con
él todas las noches. Le puse Noesquetepilla.
Quetepilla era el nombre de mi hermana gemela.
Julia tiene diez años. Su pelo es como vidrio renegrido y tiene una amplia
sonrisa de medialuna. Ambos tenemos mucho en común. Los dos somos
grandes simios, y los dos somos artistas.
Fue ella quien me regaló mi primer crayón, uno muy gastado, azul, que hizo
pasar por el agujero en el vidrio, junto con una hoja de papel doblada.
Ya sabía qué hacer con el crayón. Había visto pintar a Julia. Cuando arrastré
el crayón sobre el papel, dejó una estela como una serpiente azul.
Los dibujos de Julia están llenos de color y movimiento. Dibuja cosas que no
existen de verdad: nubes sonrientes y carros que nadan entre las aguas. Pinta
hasta que se le rompen los crayones y se le rasgan las hojas de papel. Sus
dibujos con como fragmentos de un sueño.
Yo no puedo pintar ensoñaciones. Nunca recuerdo mis sueños, aunque a veces
me despierto con los puños apretados y el corazón martilleando.
Mis dibujos se ven tímidos y descoloridos junto a los de Julia. Ella pinta lo
que ve en su imaginación. Yo pinto lo que veo en mi jaula, cosas comunes y
corrientes que llenan mis días: un corazón de manzana, una cáscara de plátano,
un papel que envolvía un caramelo (a menudo me como las cosas antes de
pintarlas).
Pero a pesar de que dibujo las mismas cosas una y otra vez, jamás me aburro
con mi arte. Cuando pinto, sólo pienso en eso. Se me olvida dónde estoy, y el
ayer y el mañana. Simplemente deslizo los crayones sobre el papel.
Los humanos no siempre reconocen lo que dibujo. Entrecierran los ojos,
ladean la cabeza, murmuran. Si dibujo un plátano, un plátano perfecto y
apetitoso, dirán: “Es un avión amarillo” o “Un pato sin las alas”.
Eso no importa, pues no pinto para ellos. Pinto para mí.
Mack pronto se dio cuenta de que la gente pagaría por un cuadro pintado por
un gorila, incluso aunque no sepan lo que es. Ahora pinto todos los días. Mis
obras se venden a veinte dólares cada una (veinticinco si ya están enmarcadas)
en la tienda de regalos que hay cerca de mis dominios.
Si me canso y me dan ganas de hacer un receso, me como los crayones.
Las formas de las nubes
Creo que siempre he tenido aptitudes de artista.
Incluso cuando era un bebé, aferrado al pelaje de mi madre, tenía ojo artístico.
Veía formas en las nubes y esculturas en las piedras del fondo de un riachuelo.
Me atraían los colores… la flor rojo carmesí que estaba fuera de mi alcance,
el pájaro color ébano que pasaba volando como flecha.
No recuerdo mucho de mis primeros meses de vida, pero sí me acuerdo de una
cosa: siempre que podía, hundía mis dedos en barro suave y usaba el lomo de
mi madre como lienzo.
Mi madre tenía mucha paciencia.
Imaginación
Algún día espero llegar a pintar como lo hace Julia, imaginando mundos que
aún no existen.
Sé lo que piensan la mayoría de los humanos. Que los gorilas no tienen
imaginación. Que no recordamos el pasado ni sopesamos lo que nos aguarda
en el futuro.
Cuando reflexiono sobre eso, me digo que tienen algo de razón. La mayor
parte del tiempo pienso en lo que es, y no en lo que podría ser.
He aprendido a no abrigar muchas esperanzas.
El gorila más solitario del mundo
Cuando el centro comercial Gran Circo estaba recién inaugurado, olía a
pintura fresca y a heno, y los humanos lo visitaban de la mañana a la noche.
Pasaban frente a mis dominios como troncos flotando en un río tranquilo.
Pero en los últimos tiempos, puede pasar un día entero sin un solo visitante.
Mack dice que le preocupa. Dice que yo ya no soy tierno.
—Perdiste tu magia, Iván. Solías ser la gran atracción.
Es verdad que algunos de mis visitantes ya no permanecen frente a mí como en
otros tiempos. Miran a través del vidrio, sueltan unos cuantos chasquidos de la
lengua, fruncen el entrecejo mientras veo el televisor.
—Se ve muy solo —dicen.
No hace mucho, un niño se quedó frente a mí, mirándome a través del vidrio, y
las lágrimas le chorreaban por las mejillas coloradas.
—Debe ser el gorila más solitario de todo el mundo —dijo, aferrándose a la
mano de su madre.
En momentos como ese, quisiera que los humanos pudieran entenderme como
yo los entiendo a ellos.
No es tan terrible, quise decirle al niño. Con tiempo suficiente, uno se
acostumbra prácticamente a todo.
El televisor
Mis visitantes suelen sorprenderse al ver el televisor que Mack puso en mis
dominios. Parece que les llama la atención ver un gorila observando humanos
diminutos en una caja.
Y a veces me pregunto: ¿no es igual de extraño cómo ellos me miran, sentado
en mi diminuta caja?
Mi televisor es viejo. No siempre funciona y a veces pasan días antes de que
alguien se acuerde de encenderlo.
Soy capaz de ver cualquier cosa, pero me gustan especialmente las
caricaturas, con sus colores de selva tropical. Me encanta más que nada
cuando alguien se resbala con una cáscara de plátano.
A Bob, el perro que es mi amigo, le gusta la televisión tanto como a mí. Pero
él prefiere ver boliche profesional y anuncios de comida para gatos.
También hemos visto muchas películas románticas. En ellas hay muchos
abrazos y a veces se lamen la cara.
Todavía tengo que ver una película romántica protagonizada por un gorila.
También nos gustan las viejas películas de vaqueros. En ellas siempre hay
alguien que dice: “Este pueblo no es lo suficientemente grande para los dos,
sheriff ”. Se sabe quiénes son los buenos y los malos, y los buenos siempre
ganan.
Bob dice que las películas de vaqueros no se parecen en nada a la vida real.
El espectáculo de la naturaleza
He permanecido en mis dominios nueve mil ochocientos cincuenta y cinco
días.
Solo.
Durante algún tiempo, cuando era joven e ingenuo, pensé que era el último
gorila sobre la Tierra.
Traté de no darle demasiadas vueltas al asunto. Sin embargo, es difícil
mantenerse optimista cuando uno cree que es el único de su especie.
Pero una noche, después de ver una película en la que salían hombres con
sombreros negros y pistolas y caballos tontos, empezó un programa diferente.
No eran caricaturas ni una película romántica ni una de vaqueros.
Vi una selva exuberante. Oí pájaros que cantaban. La hierba se movió. Los
árboles susurraron.
Y entonces lo vi. Estaba un poco desgreñado y flaco, y no se veía tan bien
como yo, a decir verdad. Pero sin duda alguna, era un gorila.
Así como apareció, de repente se desvaneció, y en su lugar apareció un animal
blanco y desaliñado que, según aprendí, era un oso polar, y luego una
rechoncha criatura acuática, un manatí, y después otro animal, y otro.
Toda la noche estuve pensando en el gorila que había vislumbrado. ¿Dónde
viviría? ¿Vendría alguna vez a visitarme? Si en algún lugar había un macho,
¿habría también una hembra?
¿O éramos solamente nosotros dos en el mundo, atrapados en nuestras propias
cajas separadas?
Stella
Stella dice que está segura de que algún día veré otro gorila de verdad, y le
creo porque ella tiene muchos más años que yo y sus ojos son como estrellas
negras y sabe más de lo que yo jamás llegaré a saber.
Stella es una montaña. A su lado, yo soy una piedra, y Bob es un grano de
arena.
Cada noche, cuando cierran las tiendas y la luna lo baña todo con su luz
blanquecina, Stella y yo hablamos.
No tenemos mucho en común, pero sí lo suficiente. Somos enormes, estamos
solos y a ambos nos encantan las uvas pasas recubiertas de yogur.
A veces Stella cuenta historias de su niñez, de bóvedas selváticas donde las
altas ramas se pierden entre la niebla y del fluir cantarín del agua en los
riachuelos. A diferencia de mí, ella recuerda todos y cada uno de los detalles
de su pasado.
A Stella le encanta la luna, con su sonrisa despreocupada. A mí me encanta la
sensación del sol que entibia mi panza.
—¡Y qué panza la tuya, amigo mío! —me dice.
—Gracias, igual que la tuya —le respondo.
Hablamos, pero no demasiado. Los elefantes, como los gorilas, no
desperdician las palabras.
Stella solía ser parte de un gran circo muy famoso, donde actuaba, y todavía
hace algunos de esos trucos para nuestra función. En uno de ellos, se para
sobre sus patas traseras y Snickers salta hasta posarse en su cabeza.
Es difícil sostenerse en las patas traseras cuando uno pesa más que cuarenta
hombres.
Si uno es un elefante de circo y se para en las patas traseras mientras un
perrito se le posa en la cabeza, recibe una galleta de premio. Si uno no
obedece, el garfio hace su aparición.
La piel de elefante es gruesa como la corteza de un árbol antiguo. Pero el
garfio es capaz de desgarrarla como si fuera una hoja.
Una vez Stella vio que un domador le pegaba a un elefante macho con el
garfio. Un elefante macho es como un espalda plateada, un ser noble, nada
impulsivo, calmado al igual que una cobra puede ser calmada. Cuando el
garfio perforó la carne del macho, con uno de sus colmillos lanzó al domador
por los aires.
—El hombre salió disparado —dijo Stella—, volando como un pajarraco.
Nunca más volvió a ver al elefante macho.
La trompa de Stella
La trompa de Stella es cosa de milagro. Puede levantar un solo cacahuate con
elegante precisión, hacerle cosquillas a un ratoncito extraviado o darle
golpecitos en el hombro a un cuidador adormilado.
Su trompa es excepcional, pero no llega al punto de poder quitar el cerrojo
para salir de sus ruinosos dominios.
Alrededor de las patas de Stella se ven unas viejas cicatrices de las cadenas
que tuvo que llevar cuando era joven. Ella las llama sus “brazaletes”. Cuando
trabajaba en el famoso circo, para su truco más difícil debía equilibrarse
sobre un banquito en una sola pata. Un día se cayó del banquito y se lesionó la
pata. Al quedar coja y no poder hacer lo mismo que los demás elefantes, el
circo se la vendió a Mack.
La pata de Stella nunca sanó del todo. Cojea al caminar, y a veces se le infecta
cuando permanece en un mismo sitio demasiado tiempo.
El invierno pasado, la pata se le hinchó al doble de su tamaño normal. Tuvo
fiebre y pasó cinco días echada en el húmedo y frío suelo de sus dominios.
Fueron días muy largos.
No estoy seguro de que ahora esté completamente recuperada. Nunca se queja,
así que es difícil saberlo.
En el centro comercial Gran Circo nadie molesta con grilletes y cadenas. Una
vieja cuerda atada a una argolla en el suelo es todo lo que se necesita.
—Creen que soy muy vieja para meterme en problemas —dice Stella—. La
edad avanzada es un disfraz poderoso —agrega.
Un plan
Han pasado dos días sin que vengan visitantes. Mack está de mal humor. Dice
que estamos perdiendo más y más dinero. Dice que nos va a vender a todos.
Cuando Telma, una papagaya azul y amarilla, le espeta “Dame un beso,
grandote” por tercera vez en diez minutos, Mack le lanza una lata de refresco.
Como a Telma le cortaron las alas, no puede volar, pero sí puede saltar. Justo
a tiempo, brinca y evita el golpe. “Un piquito”, dice con un chillido agudo.
Mack se aleja a zancadas y se encierra en su oficina con un portazo.
Me pregunto si los visitantes se han cansado de mí. A lo mejor serviría de algo
si aprendiera un par de trucos.
A los humanos pareciera gustarles verme comer.
Afortunadamente, siempre tengo hambre. Soy un comilón consumado.
Un espalda plateada debe comer veinte kilos de alimento al día si quiere
mantener su posición privilegiada. Veinte kilos de frutas y hojas y semillas y
tallos y corteza y lianas y madera podrida.
También disfruto de uno que otro insecto.
V
oy a tratar de comer más. A lo mejor así vendrán más visitantes. Mañana
comeré veintitrés kilos. O incluso veinticinco.
Eso seguramente pondrá contento a Mack.
Bob
Le explico mi plan a Bob.
—Créeme, Iván —dice—: el problema no es tu apetito —salta a mi pecho y
me lame la barbilla, en busca de restos de comida.
Bob es un perro callejero, lo cual quiere decir que no tiene domicilio
permanente. Es tan veloz y astuto que los trabajadores del centro comercial
hace mucho desistieron de atraparlo. Bob puede colarse por grietas y agujeros
cual rata entrenada. Subsiste relativamente bien a punta de restos de hot dogs
que encuentra en la basura. De postre, lame los charcos de limonada
derramada y las bolas de helado que fueron a dar al piso.
He tratado de compartir mi alimento con Bob, pero es bastante remilgado para
comer y dice que prefiere cazar por su cuenta.
Bob es diminuto, enjuto y rápido, como una especie de ardilla que ladra. Tiene
el pelo del color de las nueces y las orejas grandes. Mueve la cola como
hierba al viento, en espiral, bailando.
La cola de Bob me confunde y me marea. Esconde significados en otros
significados, como las palabras de los humanos. “Estoy triste”, dice. “Estoy
contento”. O también “¡Cuidado, podré ser pequeño, pero mis dientes son
afilados!”.
Los gorilas no sabríamos qué hacer con una cola. Nuestros sentimientos son
sencillos. Nuestros traseros no llevan ningún adorno.
Bob tenía tres hermanos machos y dos hembras. Los humanos los arrojaron
desde una camioneta a la autopista cuando apenas tenían unas cuantas semanas.
Bob rodó hasta una cuneta.
Los demás no.
En su primera noche en la autopista, durmió en el fango helado de la cuneta. Al
despertar, tenía tanto frío que pasó una hora antes de que pudiera flexionar las
patas.
A la noche siguiente, durmió bajo un poco de heno sucio cerca de los botes de
basura del centro comercial Gran Circo.
A la siguiente, encontró el agujero en la esquina de mis dominios, donde el
vidrio está roto. Soñé que me comía una dona peluda, y cuando desperté en la
oscuridad, me encontré con un diminuto cachorro roncando sobre mi panza.
Había pasado tanto tiempo desde la última vez que el calor de otro ser me
había reconfortado que no supe bien qué hacer. No es que no hubiera tenido
visitantes. Mack había estado en mis dominios, claro, y muchos otros
cuidadores. Había visto una buena cantidad de ratas pasar corriendo y una que
otra golondrina se había colado por un agujero en el techo.
Pero nadie se quedaba mucho tiempo.
No me moví en toda la noche, por temor de despertar a Bob.
La vida en libertad
Alguna vez le pregunté a Bob por qué no quería un hogar. Había notado que
los humanos sienten una atracción irracional por los perros, y me imaginaba
que un cachorro era mucho más fácil de cubrir de mimos que, digamos, un
gorila.
—Mi hogar está en todas partes —respondió Bob—. Soy un animal salvaje,
mi amigo, indomable y que no se desanima por nada.
Le dije que podía trabajar en nuestra función, como Snickers, la perrita poodle
que se monta de un salto sobre Stella.
Bob dijo que Snickers dormía en un almohadón rosa en la oficina de Mack.
Dijo que comía carne apestosa de una lata.
Hizo una mueca. Sus labios se entreabrieron, dejando ver sus dientes como
agujas afiladas.
—Los poodles son parásitos —dijo.
Picasso
Mack me entrega un crayón nuevecito, amarillo, y diez hojas de papel.
—Es hora de que te ganes el sustento, Picasso —murmura.
Me pregunto quién será el tal Picasso. ¿Tendrá un columpio de llanta, igual
que yo? ¿Se comerá los crayones de vez en cuando?
Sé que he perdido mi encanto, así que me esfuerzo por hacer lo mejor que
puedo. Tomo el crayón y pienso.
Paseo la mirada por mis dominios. ¿Qué hay que sea amarillo?
Un plátano.
Dibujo un plátano. El papel se desgarra, pero nada más un poco.
Me echo hacia atrás y Mack recoge el dibujo:
—Un nuevo día, un nuevo garabato —dice—. Llevas uno, faltan nueve.
“¿Qué más es amarillo?”, me pregunto, recorriendo mis dominios de un
vistazo.
Dibujo otro plátano. Y luego otros ocho.
Tres visitantes
Han llegado tres visitantes: una mujer, un niño y una niña.
Me pavoneo por mis dominios para que me vean. Me columpio en mi llanta.
Me como tres cáscaras de plátano una tras otra.
El niño escupe contra el vidrio. La niña tira un puñado de piedritas.
A veces me da gusto que el vidrio esté ahí.
Mis visitantes regresan
Luego de la función, los niños que escupen y tiran piedritas vuelven.
Les muestro mi impresionante dentadura. Chapoteo en mi alberca turbia.
Gruño y aúllo. Como y como y como un poco más.
Los niños golpetean su patético pecho. Lanzan más piedritas.
—Changos sudados —murmuro. Les tiro una bola de mí.
A veces quisiera que el vidrio no estuviera ahí.
Vergüenza
Lamento haber llamado changos sudados a esos niños.
Mi madre se hubiera avergonzado de mí.
Julia
Al igual que los niños que escupen y tiran piedritas, Julia también es una niña,
pero eso, a fin de cuentas, no es su culpa.
Mientras George, su Papá, asea el centro comercial todas las noches, Julia se
sienta cerca de mis dominios. Podría sentarse en cualquier otra parte: junto al
carrusel, en la desierta área de comidas, en las graderías cubiertas de aserrín.
Pero no exagero cuando digo que ella siempre prefiere sentarse cerca de mí.
Creo que es porque a ambos nos fascina pintar.
Sara, la mamá de Julia, solía ayudar en el aseo del centro comercial. Pero
dejó de venir cuando se enfermó y se puso pálida y encorvada. Cada noche,
Julia se ofrece a ayudar a George y, cada noche, él le responde con firmeza:
—Tus tareas. Los pisos siempre volverán a ensuciarse.
He descubierto que hacer las tareas involucra un lápiz con buena punta, y
libros gruesos y largos suspiros.
Me gusta masticar lápices, así que creo que me iría muy bien en eso de hacer
tareas.
A veces, Julia se queda dormida, y a veces lee sus libros, pero la mayor parte
de las veces pinta dibujos y habla de cómo fue su día.
No sé por qué me habla la gente, pero a menudo sucede. Quizás es porque
piensan que no puedo entender lo que dicen.
O tal vez es porque no puedo responder.
A Julia le gustan las ciencias y el arte. No le cae bien Lila Burpee, que la
fastidia porque su ropa es vieja, y sí le gusta Deshawn Williams, que también
la fastidia pero de manera agradable, y le gustaría convertirse en una pintora
famosa cuando sea grande.
A veces Julia me dibuja. En sus imágenes soy un personaje elegante, con mi
espalda plateada brillando como la luna sobre el musgo. Nunca me veo feroz,
como en el desvaído anuncio de la autopista.
Pero siempre me veo un poco triste, hay que admitirlo.
Retratos de Bob
Me encantan las imágenes de Bob que hace Julia.
Lo pinta volando a través de la hoja de papel, un borrón peludo con patas. Lo
pinta inmóvil, asomándose desde atrás de un bote de basura o del mullido
montículo de mi panza. A veces, en sus dibujos, Julia le pone alas o una
melena de león. Una vez le puso un caparazón de tortuga.
Pero lo mejor que le ha puesto no fue en un dibujo. Julia le puso a Bob su
nombre.
Durante mucho tiempo nadie supo cómo llamar a Bob. De vez en cuando, un
empleado del centro comercial trataba de acercársele con algo de comer. “Ven
acá, perrito”, lo llamaban, tendiéndole una papa frita. “Anda, chucho, ¿no
quieres un trozo de sándwich?”.
Pero Bob siempre desaparecía entre las sombras antes de que alguien lograra
acercarse.
Una tarde, Julia decidió dibujarlo, echado como un ovillo en un rincón de mis
dominios. Primero lo observó un buen rato, mordiéndose la uña del pulgar. Yo
sabía que lo estaba mirando como lo hace un artista que contempla el mundo
tratando de entenderlo.
Finalmente, tomó el lápiz y se puso manos a la obra. Cuando terminó, sostuvo
la hoja de papel ante sí.
Ahí estaba, el diminuto perro orejón. Se veía astuto y alerta, y tenía algo de
nostalgia en la mirada.
Debajo de la figura de Bob había tres marcas gruesas y seguras, bordeadas de
negro. Yo tenía bastante claro que eso era una palabra, aunque no pudiera
leerla.
El Papá de Julia miró por encima de ella.
—Es el perro, idéntico —dijo, asintiendo. Señaló las marcas—. No había
caído en la cuenta de que se llamaba Bob —agregó.
—Yo tampoco —dijo Julia, y sonrió—. Primero tenía que dibujarlo.
Bob y Julia
Bob no permite que ningún humano lo toque. Dice que su olor lo pone mal de
la panza.
Pero de vez en cuando lo veo sentado a los pies de Julia. Ella lo acaricia con
los dedos justo detrás de la oreja derecha.
Mack
Por lo general, Mack se va después de la última función. Pero hoy está en su
oficina, trabajando hasta tarde. Al terminar, pasa por mis dominios y me
observa durante un largo rato mientras bebe de una botella de vidrio color
ámbar.
George se reúne con él, escoba en mano, y Mack le dice lo mismo de siempre:
“¿Qué tal el juego de anoche?” o “Los negocios van lentos, pero mejorarán,
vas a ver” o “No se te olvide sacar la basura”.
Mack mira el cuadro que Julia está pintando.
—¿Qué dibujas? —le pregunta.
—Es para mi mamá —contesta Julia—. Es un perro volador —sostiene el
dibujo, estudiándolo con mirada crítica—. Le gustan los aviones, y los perros.
—Ajá —murmura Mack, no muy convencido. Mira a George—. ¿Y cómo va tu
esposa?
—Más o menos lo mismo —contesta—. Tiene días buenos y días malos.
—Sí, igual que el resto de la gente —dice Mack.
Mack se aleja unos pasos, pero se detiene. Se lleva la mano al bolsillo, saca
un arrugado billete verde, y lo deposita en la mano de George.
—Toma —dice Mack, encogiéndose de hombros—. Cómprale más crayones a
la niña.
Mack ya ha llegado a la puerta cuando George le grita:
—¡Gracias!
Sin poder dormir
—Stella —la llamo, una vez que Julia y su Papá se han ido—. No puedo
dormir.
—Claro que puedes —dice ella—. Eres el rey de los dormilones.
—Shhhh —interviene Bob desde su lugar sobre mi panza—. Estoy soñando
con papas fritas con chile.
—Estoy cansado —sigo—, pero no tengo sueño.
—¿De qué? —pregunta Stella.
Lo pienso un momento. Es difícil ponerlo en palabras. Los gorilas no
acostumbramos a quejarnos. Más bien, somos soñadores, poetas, filósofos,
maestros en el arte de la siesta, pero no de las quejas.
—No sé muy bien —pateo mi columpio de llanta—. Creo que estoy cansado
de mis dominios.
—Será porque son una jaula —me dice Bob.
Bob no siempre es diplomático.
—Ya sé —contesta Stella—. Tus dominios son muy pequeños.
—Y tú eres un gorila muy grande —agrega Bob.
—¿Stella? —pregunto.
—¿Sí? —contesta ella.
—Vi que hoy estabas cojeando más que siempre. ¿Te está doliendo la pata?
—Un poco —responde.
Suspiro. Bob se acomoda. Mueve las orejas. Babea un poco, pero no me
importa. Estoy acostumbrado.
—Prueba a comer algo —propone Stella—. Eso siempre te pone contento.
Me como una zanahoria vieja, de color marrón. No me ayuda para nada, pero
no se lo digo a Stella. Ella necesita dormir.
—Intenta recordar un buen día —sugiere—. Eso es lo que hago cuando no
puedo dormir.
Stella recuerda cada instante desde que nació: cada olor, cada atardecer, cada
desaire, cada triunfo.
—Ya sabes que no soy bueno para recordar —digo.
—Hay una diferencia entre no poder recordar y no querer recordar —contesta
ella con suavidad.
—Tienes razón —reconozco. No recordar puede ser difícil, pero he tenido
mucho tiempo para ocuparme de eso.
—Los recuerdos son muy valiosos —agrega Stella—. Nos sirven para saber
quiénes somos. Trata de recordar a todos tus cuidadores. Siempre te cayó bien
Karl, el de la armónica.
Karl… sí. Me acuerdo que me regaló un coco cuando yo era aún un jovencito.
Me tomó todo el día abrirlo.
Trato de recordar a mis otros cuidadores… los humanos que limpiaban mis
dominios y me preparaban la comida y a ratos me hacían compañía. Me
acuerdo de Juan, que servía Pepsis en mi boca abierta. Y de Katrina, que me
picaba con la escoba cuando me veía durmiendo. Y de Ellen que, con una
sonrisa tristona, cantaba una canción que hablaba de monos mientras fregaba
mi vasija de agua.
También estaba Gerald, que una vez me regaló una caja de fresas enormes y
dulces.
Gerald era mi cuidador preferido.
No he tenido un cuidador de verdad en mucho tiempo. Mack dice que no tiene
dinero para pagar un niñero de simios. Últimamente, George se encarga de
asear mi jaula, y Mack es quien me alimenta.
Cuando pienso en todas las personas que me han cuidado, al que más recuerdo
es a Mack, unos días sí y otros no, año tras año. Mack, que fue quien me
compró y me crió, y quien dice que ya no soy lindo como antes.
Como si un espalda plateada tuviera que ser lindo.
La luz de la luna baña el carrusel inmóvil, y el silencioso puesto de palomitas
de maíz, y el puesto de cinturones de piel que huelen a vacas de otros tiempos.
La pesada respiración de Stella suena como el viento al pasar entre los
árboles, y yo aguardo a que el sueño llegue.
El escarabajo
Mack me entrega un crayón negro nuevo y un montón de hojas de papel. Es
hora de ponerme a trabajar.
Huelo el crayón, le doy vueltas entre mis manos, presiono la punta contra mi
palma.
No hay nada que me guste más que un crayón nuevo.
Recorro mis dominios con la mirada, en busca de algo para dibujar. ¿Qué hay
que sea negro?
Una cáscara de plátano ya vieja podría funcionar, pero me las comí todas.
Noesquetepilla es de color marrón. Mi alberquita es azul. La uva pasa
recubierta de yogur, que tengo reservada para esta tarde, es blanca, al menos
por fuera.
Algo se mueve en un rincón.
¡Tengo visita!
Un escarabajo reluciente ha venido a verme. Con frecuencia, los bichos
atraviesan mis dominios cuando van hacia otro lado.
—Hola, escarabajo —le digo.
Se queda paralizado, en silencio. Los insectos nunca quieren charlar.
Este escarabajo es un bicho muy bonito, su cuerpo parece una nuez brillosa. Es
negro, como una noche sin estrellas.
¡Eso es! ¡V
oy a pintarlo!
Es difícil dibujar algo nuevo. No tengo esa oportunidad muy a menudo.
Pero lo intento. Miro al escarabajo, que tiene la amabilidad de quedarse
inmóvil, y luego vuelvo los ojos al papel. Dibujo su cuerpo, las patas, las
antenitas, la expresión avinagrada.
Tengo suerte. El escarabajo se queda todo el día en mis dominios. Por lo
general, los bichos no se quedan mucho cuando me visitan. Empiezo a
preguntarme si este se sentirá bien.
Bob, quien de vez en cuando come insectos, se ofrece a devorarlo.
Le digo que no será necesario.
Estoy por terminar el último dibujo cuando Mack regresa. Viene con Julia y
George.
Mack entra en mis dominios y recoge un dibujo.
—¿Qué diablos es esto? —pregunta—. No sé qué piensa Iván que está
dibujando. Esto es un cuadro de nada. Un pedazo grande y negro de nada.
Julia está justo al lado de mis dominios.
—¿Puedo ver? —pregunta.
Mack sostiene mi dibujo contra el vidrio. Julia ladea la cabeza. Cierra un ojo.
Luego lo abre y echa un vistazo a mis dominios.
—¡Ya sé! —exclama—. ¡Es un escarabajo! ¿Ven ese que está allá junto a la
alberca de Iván?
—¡Caramba! Hace poco fumigué para evitar los bichos —Mack va hacia
donde está el escarabajo y levanta un pie.
Antes de que Mack lo aplaste de un pisotón, el escarabajo se desliza
rápidamente y desaparece por una grieta en la pared.
Mack vuelve a mis dibujos.
—Entonces, ¿tú crees que esto es un escarabajo? Si tú lo dices, mi niña.
—Seguro que es un escarabajo —responde Julia, y me sonríe—. Reconocería
un escarabajo en cualquier parte.
Siento que es buena cosa tener a otro artista cerca.
Cambio
Stella es la primera en notar que se avecina un cambio, pero al poco tiempo
todos podemos percibirlo.
Un nuevo animal llegará al centro comercial Gran Circo.
¿Cómo lo sabemos? Porque escuchamos, observamos y, más que nada,
olfateamos el aire.
Los humanos siempre huelen de una manera particular cuando se avecina un
cambio.
Como a carne podrida con un toque de papaya.
¿Qué será?
Bob teme que nuestro nuevo vecino sea un gato gigante con ojos achinados y
una larga cola enrollada. Pero Stella dice que esta tarde llegará un camión
cargado con una elefanta bebé.
—¿Cómo lo sabes? —le pregunto. Olfateo el aire, pero no percibo nada más
que palomitas de maíz acarameladas.
Me encantan las palomitas de maíz con caramelo.
—La alcanzo a oír —dice Stella—. Está llamando a su mamá.
Escucho atentamente. Oigo los carros que pasan. Oigo los ronquidos de los
osos en sus dominios alambrados.
Pero no oigo ningún elefante.
—Eso es lo que tú quisieras —comento.
Stella cierra los ojos.
—No —dice bajito—. No son sólo mis deseos. Para nada.
Jambo
Mi televisor está apagado así que, mientras esperamos a nuestro nuevo vecino,
le pido a Stella que nos cuente un cuento.
Ella se frota la pata delantera derecha contra la pared. Está hinchada otra vez,
y de un feo color rojizo.
—Si no te sientes bien, Stella —le digo—, duerme una siesta y nos cuentas un
cuento más tarde.
—Estoy bien —declara, y con cuidado apoya todo su peso en las demás patas.
—Cuéntanos la historia de Jambo —le pido. Es una de mis favoritas y no creo
que Bob la haya escuchado.
Stella conoce muchas historias, porque lo recuerda todo. Me gustan los
cuentos que tienen un negro comienzo, que luego se vuelven tempestuosos y
que terminan como un cielo azul y sin nubes. Pero cualquier historia estaría
bien.
No estoy en situación de ponerme con remilgos.
—Había una vez —empieza Stella— un niño humano. Estaba visitando a una
familia de gorilas en un lugar llamado zoológico.
—¿Qué es un zoológico? —pregunta Bob. Podrá ser un perro callejero que
sabe vivir por su cuenta, pero hay mucho del mundo que desconoce.
—Un buen zoológico es un amplio territorio —explica Stella—. Con jaulas
que son más bien recintos en la naturaleza. Un lugar seguro para vivir. Hay
espacio para deambular, y humanos que no tratan de lastimar a los animales —
hace una pausa y sopesa sus palabras—. Un buen zoológico es la manera en
que los humanos nos dan una compensación.
Stella se mueve un poco, se queja levemente.
—El niño se subió a un muro, y allí estaba, mirando, señalando —continúa—,
pero perdió el equilibrio y cayó dentro del recinto.
—Los humanos son torpes —la interrumpo—. Si caminaran apoyándose en los
nudillos, no se caerían con tanta frecuencia.
Stella asiente.
—Tienes razón, Iván. De todos modos, el niño yacía inmóvil, mientras los
humanos estaban impactados y gritaban. El espalda plateada, que se llamaba
Jambo, examinó al muchacho, como era su deber, mientras su clan observaba
desde una distancia prudente.
» Jambo acarició con suavidad al niño. Percibió el olor de su dolor, y se
dispuso a montar guardia junto a él.
» Cuando el muchacho volvió en sí, sus humanos le gritaron: “¡Quédate quieto!
¡No te vayas a mover!”, porque estaban seguros, con esa seguridad que
siempre tienen los humanos con respecto a ciertas cosas, de que Jambo iba a
aplastarlo hasta matarlo.
» El niño gimió. La multitud esperó, en silencio, preparada para lo peor.
» Jambo se alejó con su clan.
» Varios hombres se deslizaron con cuerdas al interior del recinto y sacaron al
muchacho para depositarlo en los brazos de quienes lo esperaban.
—¿Y estaba bien? —pregunta Bob.
—No se había lastimado —dice Stella—, aunque no me sorprendería que sus
padres lo hubieran abrazado muchas veces esa noche, entre un regaño y otro.
Bob, que ha estado mordisqueando su propia cola, hace una pausa y ladea la
cabeza.
—¿Es una historia real?
—Siempre digo la verdad —responde Stella—, aunque a veces confunda los
hechos.
La suerte
He oído la historia de Jambo muchas veces. Stella cuenta que a los humanos
les llamó la atención que el enorme espalda plateada no matara al niño.
“¿Por qué eso les sorprendió tanto?”, me pregunto. El niño era pequeño,
estaba solo y asustado.
Al fin y al cabo, era simplemente otro gran simio.
Bob me da un empujoncito con su fría nariz.
—Iván —empieza—, ¿por qué Stella y tú no están en un zoológico?
Miro a Stella, que me devuelve la mirada. Se le pinta una sonrisa de tristeza
en los ojos, apenas perceptible, como sólo pueden hacerlo los elefantes.
—Supongo que es nuestra suerte —dice ella.
La llegada
La nueva habitante llega después de la función de las 4.
Cuando el camión se acerca pesadamente hacia el estacionamiento, Bob
corretea hasta allá para mantenernos informados.
Bob siempre sabe lo que está sucediendo. Es un amigo muy útil, sobre todo
cuando uno no puede salir de sus dominios.
Con un gruñido, Mack levanta la cortina metálica que hay cerca del área de
comidas, que es el lugar por el cual se hacen las entregas.
Un enorme camión blanco retrocede para meterse por esa puerta, mientras
escupe humo. Cuando el conductor lo abre, sé que Stella estaba en lo cierto.
Adentro hay un elefante bebé. Veo su trompa, que asoma entre la oscuridad.
Me alegro por Stella pero, cuando volteo a mirarla, sé que no está para nada
contenta.
—¡Todos atrás! —grita Mack—. Tenemos una nueva compañera. Esta es Ruby,
muchachos. Trescientos kilos de diversión que nos van a salvar el pellejo.
Esta chica va a lograr que vendamos muchos boletos.
Junto con otros dos hombres, Mack sube a la negra caverna del camión. Oímos
ruidos, movimientos, una palabra que Mack suele usar cuando está enojado.
Ruby también hace un ruido, como el de las trompetitas que venden en la
tienda de regalos.
—¡Muévete! —ordena Mack, pero Ruby sigue sin aparecer—. ¡Muévete! —
ordena otra vez—. ¡Que no tenemos todo el día!
En sus dominios, Stella se pasea de un lado para otro tanto como puede: dos
pasos de ida, dos de vuelta. Golpea su trompa contra los oxidados barrotes.
Refunfuña.
—Stella —le pregunto—, ¿oíste a la bebé?
Stella murmura algo en voz muy baja, una palabra que usa cuando se enoja.
—Tranquila —le digo—. Todo va a salir bien.
—Las cosas nunca jamás van a estar bien, Iván —responde, y sé que es mejor
que guarde silencio.
Stella ayuda
Los hombres siguen gritando. Parte de los gritos van dirigidos de unos a otros,
pero la mayoría son para Ruby.
Oímos movimientos, pisotones. Un lado del camión vibra con un golpe.
—Empieza a caerme bien esta elefantita —susurra Bob.
—V
oy por la grande —dice Mack—. A lo mejor ella puede convencer a la
pequeña diablita para que salga del camión.
Mack abre la puerta de Stella.
—Anda, chica —la apremia, y desata el lazo que la amarra a la argolla en el
suelo.
Stella sale a la carrera, casi derribando a Mack. Corre todo lo que puede,
cojeando visiblemente, hacia la parte trasera del camión, que está abierta. Su
pata maltrecha se golpea en el borde de la rampa y hace una mueca de dolor.
La sangre empieza a chorrearle.
A mitad de la rampa, se detiene. El ruido en el camión cesa. Ruby se calla.
Stella sube lentamente el resto de la rampa, que rechina bajo su peso, y sé lo
mucho que le duele la pata por la manera torpe en que camina.
Al final de la rampa se detiene, y adelanta su trompa hacia la oscuridad.
Esperamos.
La trompita gris asoma de nuevo. Con timidez tantea el aire. Stella enrosca su
trompa alrededor de la de la pequeña. Ambas emiten suaves ruidos sordos.
Esperamos un poco más. El centro comercial Gran Circo ha caído en el
silencio.
Paso, paso, pausa. Paso, paso, pausa.
Y ahí está la elefantita, tan pequeña que puede caber debajo de Stella, y sobra
espacio. La piel le cuelga y se bambolea insegura mientras baja por la rampa.
—No es un espécimen de campeonato —dice Mack—, pero la conseguí muy
barata de un circo que estaba en quiebra. La mandaron traer desde África, y
llevaban apenas un mes con ella cuando quebraron —señala a Ruby con un
gesto—. Lo cierto es que a la gente le encantan los bebés. Ya sean elefantes
bebés, o gorilas. Y les apuesto a que si me dan un bebé caimán hago un gran
negocio.
Stella conduce a Ruby hacia sus dominios. Mack y los dos hombres las siguen.
Ante la puerta de Stella, la elefantita vacila.
Mack le da un empujón, pero ella no cede.
—¡Condenada! ¡A ver si entiendes cómo es esto! —murmura, pero Ruby no se
mueve, y tampoco Stella.
Mack toma una escoba y la levanta en el aire. Al instante, Stella se interpone
entre él y Ruby, para protegerla.
—¡A la jaula! ¡Las dos! —vocifera Mack.
Stella lo mira, pensativa. Con firme delicadeza, Stella empuja a la pequeña
hacia sus dominios. Y sólo entonces, ella entra también. Mack cierra de un
portazo, que resuena con un eco metálico.
Veo dos trompas entrelazadas. Oigo murmurar a Stella.
—¡Pobre pequeña! —dice Bob—. Bienvenida al centro comercial Gran Circo,
en la salida 8, con galería de videojuegos, hogar de Iván, el único e
incomparable, el único y sin par, el poderoso gorila espalda plateada.
Noticias atrasadas
Cuando llega Julia, se sienta cerca de los dominios de Stella y contempla a la
bebé. Escasamente me habla.
Stella tampoco me habla. Está demasiado ocupada consolando y consintiendo
a Ruby.
Es linda, la pequeña Ruby, con sus grandes orejas que se mueven como hojas
de palmera. Pero yo soy guapo y fuerte.
Bob trota en círculo alrededor de mi panza antes de echarse en el mejor lugar.
—Convéncete, Iván —me dice—. Tú ya no eres noticia.
Julia saca una hoja de papel y un lápiz. Alcanzo a ver que está dibujando a
Ruby.
Me voy hacia un rincón de mis dominios a lamentarme. Bob rezonga. No le
gusta que perturbe sus siestas.
—Tu tarea —insiste el Papá de Julia. Ella suspira y hace a un lado su dibujo.
Suelto un gruñido, y Julia mira hacia donde estoy.
—Pobre, mi viejo Iván —dice—. No te he hecho nada de caso, ¿no?
Gruño de nuevo, con voz digna e indiferente.
Julia piensa un poco y luego sonríe. Se acerca a mis dominios, al rincón donde
el vidrio está roto. Desliza unas hojas de papel hacia dentro. Hace rodar un
lápiz por el piso de cemento.
—Tú también puedes pintar a la elefantita bebé —dice.
Parto el lápiz por la mitad con mis portentosos dientes. Luego, me como parte
del papel.
Trucos
Incluso después de que Julia y su Papá se van, yo sigo enfurruñado. Pero no
sirve de nada.
Los gorilas no estamos hechos para esas cosas.
—Stella —la llamo—. Es luna llena, ¿viste?
A veces, cuando estamos de suerte, alcanzamos a ver un cachito de la luna por
la claraboya del área de comidas.
—Sí, ya vi —dice ella, en susurros. Me doy cuenta de que Ruby debe estar
dormida.
—¿Ruby está bien? —pregunto.
—Está muy flaca, Iván —contesta—. Pobre pequeña. Pasó días enteros en ese
camión. Mack se la compró a un circo, de la misma manera que me compró a
mí. Pero ella no llevaba mucho tiempo allí. Nació libre, como nosotros.
—¿Y va a estar bien? —pregunto.
Stella no responde a mi pregunta.
—Los domadores del circo la encadenaron al piso, Iván. Las cuatro patas,
veintitrés horas al día.
Trato de pensar por qué podría ser bueno eso. Siempre procuro darles a los
humanos el beneficio de la duda.
—¿Y por qué lo hacían? —pregunto al fin.
—Para quebrarle el carácter —dice Stella—. Para que pudiera aprender a
subirse a un pedestal. Para que aprendiera a pararse sobre las patas traseras.
Para que un perrito pudiera subirse a su lomo mientras ella da vueltas en
círculos sin cesar.
Oigo el tono cansado de su voz y pienso en todos los trucos que Stella ha
aprendido.
Presentaciones
Cuando me despierto, a la mañana siguiente, veo una trompita que se asoma
por entre los barrotes de los dominios de Stella.
—Hola —dice una vocecita nítida—. Me llamo Ruby —y saluda con la
trompa.
—Hola —contesto—. Yo soy Iván.
—¿Eres un mono? —pregunta ella.
—De ninguna manera.
Bob levanta las orejas, aunque mantiene los ojos cerrados.
—Es un gorila —aclara—, y yo soy un perro de ancestro incierto.
—¿Por qué se trepó el perro a tu panza? —pregunta Ruby.
—Porque me la encontré ahí —murmura Bob.
—¿Stella ya despertó? —pregunto.
—La tía Stella está dormida —dice—. Me parece que le duele la pata.
Ruby vuelve la cabeza. Sus ojos son como los de Stella, negros y de largas
pestañas, como dos lagos muy profundos bordeados de hierba alta.
—¿Y el desayuno?
—Pronto —digo—. Cuando el centro comercial se abra y los empleados
lleguen.
—¿Y dónde…? —Ruby se voltea en la otra dirección—. ¿Dónde están los
demás elefantes?
—Son sólo Stella y tú —digo, y por alguna razón siento que acabo de
defraudarla.
—¿Y hay más como tú?
—No —respondo—, por el momento.
Ruby levanta un poco de heno y lo examina.
—¿Tienes Papá y mamá?
—Sí… en otros tiempos.
—Todo el mundo tiene Papás —aclara Bob—. Es inevitable.
—Antes del circo, yo vivía con mi mamá y mis tías y mis hermanas y mis
primas —explica Ruby. Deja caer el manojo de heno, lo levanta de nuevo, lo
hace girar—. Están muertas.
No sé qué decir. No estoy disfrutando esta conversación, a decir verdad, pero
me doy cuenta de que Ruby no ha terminado con lo que quiere decir. Por
cortesía digo:
—Lo lamento mucho, Ruby.
—Los humanos las mataron —continúa.
—¿Quién más? —pregunta Bob y quedamos todos en silencio.
Stella y Ruby
Stella se pasa toda la mañana acariciando a Ruby, dándole golpecitos
cariñosos, olfateándola. Ambas se abanican con las orejas, sueltan ruidos
como gruñidos y rugidos. Se mecen juntas como si estuvieran bailando. Ruby
se agarra de la cola de Stella. Se desliza bajo su panza.
A ratos nada más se apoyan una contra otra, con las trompas entrecruzadas,
como lianas en la selva.
Stella se ve tan feliz. Verlas es mejor que cualquier programa de la naturaleza
que haya en la televisión.
Hogar del único e incomparable Iván
George y Mack están en la autopista. Puedo verlos por una de mis ventanas.
Están uno junto al otro, cada cual en una escalera de madera apoyada contra el
anuncio que invita a detenerse para visitar a Iván, el único e incomparable, el
único y sin par, el poderoso gorila espalda plateada.
George tiene una cubeta y un cepillo de palo muy largo. Mack tiene pliegos de
papel. Sostiene uno sobre el anuncio, George mete el cepillo en la cubeta y
moja el papel con el líquido que esta contiene. De alguna manera, así consigue
que el papel se quede en su lugar.
Pegan muchos pliegos de papel antes de terminar.
Cuando se bajan de las escaleras, veo que han agregado un dibujo de una
pequeña elefanta al anuncio. La elefantita tiene la sonrisa torcida. Lleva un
sombrero rojo y su cola se curva en espiral como la de un cerdo.
No se parece a Ruby.
Ni siquiera se parece a un elefante.
Apenas llevo un día de conocer a Ruby, y hubiera podido dibujarla mejor.
Lecciones de arte
Ruby hace muchas preguntas: “¿Por qué tienes la panza tan grande, Iván?” y
“¿Alguna vez has visto una jirafa verde?” y “¿Podrías conseguirme una de esas
nubes rosas que están comiendo esos humanos?”.
Cuando pregunta:
—¿Qué es eso que hay en tu pared? —le explico que es una selva. Ella dice
que las flores no huelen y que la cascada no tiene agua y que los árboles no
tienen raíces.
—Eso ya lo sé —le aclaro—. Es arte. Un dibujo hecho con pintura.
—¿Y tú sabes hacer arte? —pregunta ella.
—Sí, sí sé —respondo, e hincho el pecho tan sólo un poco—. Siempre he sido
un artista. Me encanta pintar.
—¿Por qué te encanta?
Hago una pausa. Nunca antes he hablado con nadie de esto.
—Cuando estoy pintando siento… siento calma dentro de mí.
Ruby frunce el entrecejo:
—La calma aburre.
—No siempre.
Ruby se rasca la nuca con su trompa.
—¿Y qué es lo que pintas?
—Plátanos, más que nada. Cosas que encuentro en mis dominios. Mis cuadros
se venden en la tienda de regalos, a veinticinco dólares con marco.
—¿Qué es un marco? —pregunta Ruby—. ¿Qué es un dólar? ¿Qué es una
tienda de regalos?
Cierro los ojos.
—Tengo algo de sueño, ¿sabes, Ruby?
—¿Alguna vez has conducido un camión?
No respondo.
—¿Iván? —pregunta ella—. ¿Bob puede volar?
Un recuerdo me devuelve rápidamente al pasado, y me sorprende. Pienso en
mi padre, roncando tranquilamente al sol mientras yo trataba de despertarlo
con todos los trucos que se me ocurrían.
Me doy cuenta de que quizás no dormía tan profundamente.
Una golosina
—¿Cómo va esa pata, mi niña? —le pregunta George a Stella.
Stella saca la trompa por entre los barrotes. Inspecciona el bolsillo derecho de
la camisa de George, en busca de la golosina que le trae sin falta noche tras
noche.
A mí no siempre me trae golosinas. Stella es su preferida, pero eso me tiene
sin cuidado, pues también es mi preferida.
Stella se da cuenta de que el bolsillo está vacío. Le da a George un golpecito
con la trompa, que expresa su frustración, y Julia suelta una risita.
Stella sigue al bolsillo izquierdo de George, y allí descubre una zanahoria.
Rápidamente la extrae.
Mack pasa por allí.
—El inodoro del baño de hombres está tapado —dice—, un asco.
—Yo me encargo —suspira George.
Mack se da la vuelta para irse.
—Antes de que te vayas, Mack —le dice George—, sería bueno que vieras la
pata de Stella. Me parece que está infectada nuevamente.
—Esa maldita pata nunca se cura del todo —Mack se restriega los ojos—. Me
ocuparé de eso. Aunque estamos cortos de dinero. No puedo andar llamando
al veterinario cada vez que Stella estornuda.
George le acaricia la trompa a Stella. Ella busca en sus bolsillos otra vez, por
si hubiera algo más.
—Lo siento, pequeña —dice George, y mira alejarse a Mack.
Chistes de elefantes
—¿Iván? ¿Bob?
Abro los ojos. El cielo del amanecer es un manchón gris salpicado de rosa,
como un cuadro pintado con crayones de dos colores. Escasamente puedo
distinguir a Ruby entre las sombras, que me saluda moviendo la trompa.
—¿Están despiertos? —pregunta ella.
—Ahora ya lo estamos —dice Bob.
—La tía Stella duerme todavía, y no quiero despertarla porque me dijo que le
dolía la pata, pero de verdad estoy muy muy —hace una pausa para tomar aire
—, pero muy aburrida.
Bob abre un ojo.
—¿Sabes qué hago cuando estoy aburrido?
—¿Qué? —pregunta Ruby ansiosa.
Bob cierra el ojo que abrió.
—Duermo.
—Es un poco temprano, Ruby —le digo.
—Estoy acostumbrada a levantarme temprano —Ruby rodea uno de los
barrotes con su trompa—. En mi antiguo circo siempre nos levantábamos
cuando aún estaba oscuro, después desayunábamos y caminábamos en
círculos. Y luego me encadenaban las patas, y eso sí que dolía.
Ruby calla. Al instante, Bob está roncando.
—¿Iván? —pregunta Ruby—. ¿Te sabes algún chiste? Me gustan mucho los de
elefantes.
—Mmmm… déjame pensar. Una vez le oí uno a Mack —bostezo—.
Eeeemmm… ¿Cómo puedes saber que un elefante anduvo en el refrigerador?
—¿Cómo?
—Por las huellas en la mantequilla.
Ruby no reacciona. Me levanto un poco, para quedar apoyado en los codos y
no molestar a Bob.
—¿Lo entendiste?
—¿Qué es un refrigerador? —pregunta Ruby.
—Es una cosa de los humanos, una caja fría con una puerta. Adentro meten la
comida.
—¿Meten la comida en la puerta? ¿O en la caja? ¿Es una caja grande? —
pregunta Ruby—. ¿O chica?
Veo que esto va a tomar un rato, así que me enderezo para sentarme. Bob se
desliza por mi panza, gruñendo.
Tomo mi lápiz, el que partí en dos con los dientes.
—Ven —propongo—, voy a pintarte un refrigerador.
En la escasa luz que hay, me toma algo de tiempo encontrar un trozo del papel
que me dio Julia. Está un poco húmedo y untado de algo anaranjado. Creo que
es mandarina.
Trato de pintar un refrigerador, lo mejor posible. El lápiz quebrado no me
ayuda, pero hago lo que puedo.
Para cuando termino, los primeros rayos del sol de la mañana han aparecido
con colores vibrantes de dibujos animados. Sostengo mi dibujo para que Ruby
lo vea.
Lo examina atentamente, con la cabeza ladeada de manera que uno de sus
negros ojos enfoca el dibujo.
—¡Caramba! ¿Tú lo hiciste? ¿Es eso de lo que estabas hablándome antes?
¿Arte?
—Exacto. Puedo dibujar todo tipo de cosas. Las frutas me salen especialmente
bien.
—¿Podrías dibujar un plátano ahora mismo? —pregunta ella.
—Por supuesto —le doy vuelta al papel y empiezo a hacer trazos.
—¡Caramba! —exclama Ruby de nuevo con voz de asombro cuando le
muestro el dibujo—. Está como para comérselo.
Deja escapar un sonido alegre y cantarín, la risa elefantesca. Es como el canto
de un pájaro que recuerdo de hace mucho tiempo, un pequeño pajarito
amarillo con un gorjeo como de agua danzarina.
Es curioso. Se me había olvidado por completo ese pajarito, cómo me
despertaba todas las mañanas al amanecer, cuando yo aún estaba cómodamente
acurrucado en el nido de mi madre.
Se siente bien hacer reír a Ruby, así que dibujo otra cosa, y otra, en los bordes
del trozo de papel: una naranja, un caramelo, una zanahoria.
—¿Qué hacen ustedes dos? —pregunta Stella, y se queja un poco al tratar de
mover su pata maltrecha.
—¿Cómo amaneciste? —le pregunto.
—Se me nota la edad —dice ella—, pero bien.
—Iván me está pintando unos dibujos —agrega Ruby—. Y me contó un chiste.
Iván me cae muy bien, tía Stella.
Stella me guiña un ojo.
—A mí también —dice.
—Iván, ¿quieres que te cuente mi chiste preferido? —pregunta Ruby—. Se lo
oí a Maggie, una de las jirafas de mi antiguo circo.
—¡Claro que sí! —respondo.
—Así va —Ruby se aclara la voz—. ¿Qué tienen los elefantes que ningún otro
animal puede tener?
“La trompa”, pienso, pero no lo digo porque no quiero echarle a perder la
diversión.
—No sé, Ruby. ¿Qué es lo que tienen los elefantes que ningún otro animal
puede tener?
—Pues bebés elefantes —dice ella.
—Muy buen chiste, Ruby —comento, mientras veo a Stella que le acaricia el
lomo a Ruby con su trompa.
—Muy bueno —dice Stella en voz baja.
Hijos
Alguna vez le pregunté a Stella si había tenido hijos.
Negó moviendo la cabeza.
—Nunca tuve esa alternativa.
—Hubieras sido una magnífica mamá —le dije.
—Gracias, Iván —contestó, evidentemente complacida—. Eso quisiera
pensar. Tener crías implica una responsabilidad muy grande. Tienes que
enseñarles a darse baños de barro, claro, e insistir en la importancia de la
fibra en su dieta —miró hacia otro lado, pensativa.
Los elefantes sí que saben verse pensativos.
—Creo que lo más difícil de tener hijos es mantener a tus bebés a salvo de
cualquier peligro —añadió luego de un rato—. Saber cómo protegerlos.
—Como hacen los gorilas espalda plateada en la selva —dije yo.
—Exactamente —asintió ella.
—Eso también lo hubieras hecho bien —dije con confianza.
—Yo no estoy tan segura —respondió ella, mirando los barrotes a su
alrededor—. No estoy para nada segura.
El estacionamiento
Mack y George charlan mientras George limpia una de mis ventanas.
—George —dice Mack arrugando el ceño—, hay algo raro con el
estacionamiento.
George suspira.
—Iré a ver en cuanto termine con esta ventana. ¿Qué es lo que sucede?
—Hay carros estacionados, eso es lo que es raro. ¡Carros, George! —Mack
sonríe—. Me parece que las cosas están empezando a mejorar. Debe ser por el
anuncio. La gente ve a esa elefantita, y no pueden dejar de detenerse y gastar el
dinero que se ganaron con el sudor de su frente.
—Eso espero —dice George—. No nos caería nada mal que las cosas
mejoraran.
Mack tiene razón. He notado que tenemos más público desde que él y George
añadieron la imagen de Ruby al anuncio. La gente se agolpa alrededor de sus
dominios, exclamando con admiración al ver a semejante elefantita tan
pequeña.
Contemplo el anuncio que hace que los humanos se detengan y gasten el dinero
que se ganan con el sudor de su frente. Tengo que reconocer que el dibujo de
Ruby es simpático, aunque no parezca una elefantita de verdad.
Me pregunto si Mack podría agregarle un sombrerito rojo y una cola en espiral
a mi imagen del anuncio. A lo mejor así habría más visitantes frente a mis
dominios.
No me caerían mal esas exclamaciones de admiración.
La historia de Ruby
—Iván, cuéntame otro chiste ¡por favor! —me ruega Ruby después de la
función de las 2.
—Creo que se me acabaron los chistes —confieso.
—Entonces, un cuento —dice Ruby—. La tía Stella duerme y no tengo nada
qué hacer.
Me doy golpecitos en la quijada. Intento pensar. Pero cuando miro hacia la
claraboya del área de comidas, me maravillo con las nubes que pasan
rápidamente.
Ruby mueve una pata con impaciencia.
—¡Ya sé! Yo te voy a contar un cuento —propone—. Uno que sucedió de
verdad.
—Buena idea —respondo—. ¿De qué se trata?
—Se trata de mí —Ruby baja la voz—. Es sobre mí y de cómo caí en un
agujero. Un enorme agujero que los humanos cavaron.
Bob para las orejas y se reúne conmigo en la ventana.
—Siempre me gustan las historias de agujeros y excavaciones —dice.
—Era un enorme agujero lleno de agua cerca de una aldea —dice Ruby—. No
sé por qué lo habrían hecho los humanos.
—Es que a veces tienes ganas de hacer huecos por el puro placer de cavar —
reflexiona Bob.
—Buscábamos comida —dice Ruby—, mi familia y yo. Pero me alejé un
poco, me perdí y fui a parar demasiado cerca de la aldea —me mira, con los
ojos bien abiertos—. Estaba tan asustada que me caí en ese agujero.
—Tenías razón en estar asustada —la consuelo—. Yo también hubiera sentido
miedo.
—Yo también —admite Bob—, y eso que a mí me gustan los agujeros.
—El agujero era enorme —Ruby asoma la trompa por entre los barrotes y
traza un círculo con ella—. ¿Y saben qué? —pero continúa sin esperar
respuesta—. El agua me llegaba al cuello y estaba segura de que allí iba a
morir.
Siento un escalofrío.
—¿Y qué pasó después? —pregunto.
—Yo les cuento lo que sucedió —dice Bob con tono misterioso—. La
capturaron, la metieron en una caja y la mandaron lejos, y aquí la tenemos.
Justo lo mismo que hicieron con Stella —hace una pausa para rascarse una
oreja—. ¡Esos humanos! Hasta las ratas tienen más corazón. Hasta las
cucarachas tienen un alma más bondadosa. Hasta las moscas…
—¡No, Bob! —interrumpe Ruby—. Te equivocas. Estos humanos me
ayudaron. Cuando me vieron atrapada allí, fueron por lazos y los pasaron
alrededor de mi cuello y de mi panza. Toda la aldea ayudó, hasta los niños y
los abuelos, y todos jalaron y jalaron…
Ruby calla. Tiene las pestañas húmedas, y sé que debe estar recordando todos
los sentimientos de ese día.
—… y me salvaron —termina en un susurro.
Bob parpadea incrédulo.
—¿Te salvaron? —repite.
—Cuando logré salir, todos gritaron de alegría —dice ella—. Y los niños me
dieron fruta. Y después todos esos humanos me guiaron hacia mi familia. Les
tomó el día entero encontrarla.
—Increíble —exclama Bob, todavía sin poderlo creer.
—Es verdad —dice Ruby—. Todo lo que he dicho es cierto.
—Claro que es cierto —anoto.
—He oído de rescates como ese antes —es la voz de Stella. Se oye tan
cansada. Lentamente llega hasta donde está Ruby—. Los humanos consiguen
sorprendernos a veces. Una especie impredecible, estos Homo sapiens.
Bob sigue sin convencerse.
—Pero Ruby está aquí ahora —señala—. Si los humanos fueran tan fabulosos,
¿quiénes fueron los que la trajeron hasta acá?
Le lanzo a Bob una mirada de enojo. A veces no sabe cuándo es mejor
quedarse callado.
Ruby traga saliva, y me parece que está a punto de echarse a llorar. Pero
cuando habla, su voz se oye fuerte.
—Fueron humanos de los malos los que mataron a mi familia y los que me
mandaron para acá. Pero ese día en el agujero, fueron humanos los que me
salvaron —Ruby recuesta la cabeza sobre el hombro de Stella—. Esos eran
buenas personas.
—No tiene lógica —dice Bob—. No logro entenderlos, nunca podré.
—No eres el único —digo, y vuelvo la mirada hacia las nubes grises que
pasan apresuradas.
Un éxito
A Stella le duele tanto la pata que en la función de las 2 el dolor no le permite
hacer ningún truco elaborado. En lugar de eso, Mack la saca de sus dominios,
cojeando, para ir a dar una triste vuelta a la pista.
Ruby la sigue como si fuera su sombra. Sus ojos se abren asombrados cuando
Snickers salta al lomo de Stella para luego posarse en la cabeza.
En la función de las 4, Stella no logra llegar más allá de la entrada a la pista, y
Ruby se niega a alejarse de ella.
Para la función de las 7, Stella permanece en sus dominios. Cuando Mack va a
buscar a Ruby, Stella le dice algo al oído a la elefantita, que la mira con ojos
suplicantes, pero tras un momento, sigue a Mack hacia la pista.
Ruby está solita. Los reflectores la hacen parpadear. Menea sus orejas. Hace
sonar su diminuta trompa.
Los humanos dejan de comer sus palomitas de maíz. Sueltan exclamaciones
enternecidas. Aplauden.
Ruby es todo un éxito.
No sé si sentirme triste o contento.
Preocupación
Cuando Julia aparece después de la función, llega con tres gruesos libros, un
lápiz y algo que ella llama marcadores mágicos.
—Toma, Iván —dice y desliza dos marcadores mágicos y una hoja de papel
dentro de mis dominios.
Me gustan esos colores de atardecer, rojo y morado. Pero no tengo ganas de
colorear. Me preocupa Stella. Ha estado muy callada y quieta toda la tarde, y
no ha probado su cena.
Julia sigue mi mirada.
—¿Y dónde está Stella? —pregunta, y va hacia la puerta de sus dominios.
Ruby extiende la trompa y Julia la acaricia—. Hola, bebé —la saluda—.
¿Stella está bien?
Stella está tendida sobre un montón de heno sucio. Su respiración suena
entrecortada.
—Papá —llama Julia—, ¿podrías venir un momento?
George deja su trapeador.
—¿Tú crees que está bien, Papá? —pregunta—. Oye cómo respira. ¿Podemos
avisarle a Mack? Creo que las cosas no andan nada bien.
—Él ya debe saberlo —dice George frotándose la barbilla—. Siempre lo
sabe. Pero es que un veterinario cuesta mucho, Julia.
—¡Por favor, Papá! —Julia tiene los ojos llenos de lágrimas—. Avísale a
Mack.
George mira a Stella, se lleva las manos a la cintura y suspira. Va a buscar a
Mack.
No consigo oír todo lo que dice, pero veo que los labios de George se
transforman en una delgada línea tensa.
Las expresiones de los humanos se parecen mucho a las de los gorilas.
—Mack dice que el veterinario vendrá mañana en la mañana si Stella no
mejora. Dice que no va a permitir que le pase nada, y menos con todo el
dinero que ha invertido en ella —George le acaricia el pelo a su hija—. Va a
ponerse bien. Es una elefanta muy fuerte.
Julia se sienta junto a los dominios de Stella hasta que llega la hora de irse a
casa. No hace su tarea. Ni siquiera pinta.
La promesa
Mis dominios brillan bajo la luz de la luna cuando me despierto porque Stella
me llama.
—¿Iván? —dice Stella con un susurro ronco—. ¿Iván?
—Aquí estoy, Stella —me enderezo abruptamente y Bob resbala de mi
estómago. Corro hacia una de mis ventanas. Veo a Ruby junto a Stella,
profundamente dormida.
—Iván, quiero que me prometas una cosa —dice Stella.
—Lo que quieras —respondo.
—Nunca le he pedido a nadie que me prometa nada, porque las promesas son
para siempre, y “para siempre” es un lapso de tiempo muy largo. Más cuando
uno está en una jaula.
—En unos dominios —la corrijo.
—Dominios, de acuerdo —repite.
Me levanto hasta alcanzar toda mi estatura.
—Te lo prometo, Stella —digo con una voz muy semejante a la de mi padre.
—Pero no sabes aún lo que te estoy pidiendo —responde, y cierra los ojos
unos instantes. Su enorme pecho se estremece.
—Igual, te lo prometo.
Stella no dice nada durante un buen rato.
—No importa —dice al fin—. No sé en qué estaba pensando. El dolor me
tiene confundida.
Ruby se mueve. Su trompa se estira, como si tratara de alcanzar algo que no
está ahí.
Cuando pronuncio las palabras, me sorprenden.
—Quieres que me ocupe de Ruby.
Stella asiente con un gesto rápido que la hace estremecer.
—Si ella pudiera vivir una vida que fuera… diferente de la mía. Necesita un
lugar seguro, Iván… no…
—No vivir aquí —digo.
Sería más sencillo prometerle dejar de comer, dejar de respirar, dejar de ser
un gorila.
—Te lo prometo, Stella —le digo—. Te doy mi palabra de gorila espalda
plateada.
Saberlo
Antes que Mack, antes que Bob e incluso que la propia Ruby, sé que Stella se
ha ido.
Lo sé, al igual que uno sabe que el verano ha terminado y que se acerca el
invierno. Lo sé, y ya.
Stella una vez me dijo bromeando que los elefantes eran superiores porque
sentían más dicha y más pena que los simios.
—El corazón de los gorilas está hecho de hielo, Iván —dijo, con los ojos
brillantes—. El de los elefantes, de fuego.
Ahora mismo daría todas las pasas recubiertas de yogur del mundo por tener
un corazón de hielo.
Cinco hombres
Bob lo oyó de una rata, una de fiar, que habían echado el cadáver de Stella en
un camión de la basura.
Se necesitaron cinco hombres y un montacargas para hacerlo.
Consuelo
Me paso el día tratando de consolar a Ruby. Pero, ¿qué le puedo decir?
¿Que Stella llevó una vida plena y feliz? ¿Que vivió como se suponía que
debía hacerlo? ¿Que murió rodeada de sus seres queridos?
Al menos lo último es cierto.
Llanto
Julia llora toda la tarde, mientras su padre barre, trapea y sacude y lava los
baños.
Cuando George ve a Mack, corre hacia él. Sólo alcanzo a distinguir algunas de
sus palabras. Veterinario. Nuestro deber. Mal.
Mack se encoge de hombros, y luego se encorva. Se aleja sin decir palabra.
Cuando George limpia las huellas de dedos de mi ventana, veo que tiene las
mejillas mojadas. No cruza la mirada con la mía.
Iván, el único e incomparable, el único y sin par
Cuando todos los humanos se van, envío a Bob para que me diga cómo ve a
Ruby.
—¿Cómo está? —le pregunto al regresar.
—Estaba temblando —dice Bob—. Traté de cubrirla con heno. Y le dije que
no se preocupara porque tú ibas a salvarla.
Lo fulmino con la mirada.
—¿Le dijiste qué?
—Se lo prometiste a Stella —baja la cabeza al responder—. Quería hacerla
sentir mejor.
—No he debido hacer esa promesa, Bob. Tan sólo quería… —señalo los
dominios de Stella, y por un momento siento que se me olvidó cómo respirar
—. Quería darle una alegría a Stella, supongo. Pero no puedo salvar a Ruby.
Ni siquiera soy capaz de sal-varme yo.
Me dejo caer hacia atrás. El cemento siempre está frío, pero esta noche
lastima.
Bob salta a mi panza.
—Eres Iván, el único e incomparable, el único y sin par, el poderoso gorila
espalda plateada —dice.
Me lame la barbilla, y no es que esté buscando restos de comida.
—Dilo —me ordena Bob.
Desvío la mirada.
—Dilo, Iván.
No respondo, y Bob me lame la nariz hasta que ya no aguanto más.
—Soy Iván, el único e incomparable, el único y sin par —murmuro.
—Y que no se te olvide nunca —agrega.
Cuando miro hacia el área de comidas, la luna que tanto le gustaba a Stella
está envuelta en una mortaja de nubes.
Había una vez
Durante toda la noche Ruby gime y solloza. Yo doy vueltas en mis dominios.
No quiero dormirme, por si acaso ella necesitara algo.
—Iván —dice Bob quedito—, duerme aunque sea un poco. Por favor. Es por
ti, y también por mí.
Bob no puede dormir si no está sobre mi panza.
Oigo un movimiento.
—¿Iván? —me llama Ruby.
Corro a mi ventana.
—¿Estás bien, Ruby?
—Extraño a la tía Stella —solloza—. Y a mi mamá y mis hermanas y mis tías
y mis primas.
—Ya lo sé —digo, porque no se me ocurre nada más.
Ruby gimotea.
—No puedo dormir. ¿Te sabes alguna historia, como la tía Stella?
—No —confieso—, las historias eran especialidad de Stella.
—Cuéntame de cuando eras pequeño —pide Ruby. Asoma la trompa por entre
los barrotes—. ¡Por favor, Iván!
Me rasco la cabeza.
—No suelo acordarme de las cosas, Ruby —reconozco.
—Es cierto —dice Bob, tratando de ayudar—. Iván tiene una memoria fatal.
Es lo opuesto a un elefante.
Ruby deja escapar un suspiro friolento.
—Está bien, no hay problema. Buenas noches Iván… y Bob.
Oigo los sollozos de Ruby durante largos y horribles minutos.
Y luego me oigo decir:
—Había una vez un gorila llamado Iván.
Entonces, lenta y deliberadamente, hago un esfuerzo por recordar.
El Gruñido
Nací en un lugar que los humanos llaman África Central, en una densa selva,
tan hermosa que ningún crayón podría hacerle justicia.
Los gorilas no le ponen nombre a sus bebés tan pronto como nacen, como sí
hacen los humanos. Primero los conocemos. Esperamos a ver señales de cómo
serán.
Cuando mis padres vieron cuánto le gustaba a mi hermana gemela correr y
perseguirme por la selva hasta alcanzarme, decidieron llamarla Quetepilla.
Y cómo me gustaba jugar a que tratara de atraparme. Ella era muy ágil, y
cuando yo me acercaba mucho, saltaba sobre mi padre, tomándolo por
sorpresa. Entonces yo hacía lo mismo, y ambos rebotábamos sobre su panza,
hasta que nos amonestaba con el Gruñido, una especie de resoplido que
indicaba que ya había sido suficiente.
Ese juego nunca nos cansaba.
Aunque tal vez mi padre no estaría de acuerdo.
Fango
A mis padres no les tomó mucho tiempo encontrarme un nombre. Todo el día,
todos los días, yo dibujaba. Pintaba sobre las piedras y la corteza de los
árboles y sobre el lomo de mi pobre madre.
Usaba savia de los árboles. Jugo de las frutas. Pero más que nada, usaba fango
para pintar.
Y así fue como me llamaron: Fango.
Para un humano, Fango puede no parecer un nombre adecuado. Para mí, lo era
todo.
Protector
Mi familia, que los humanos llaman clan, era como cualquier otra familia de
gorilas. Éramos diez: mi padre, el espalda plateada; mi madre y otras tres
hembras adultas; un macho joven llamado espalda negra; y otros dos gorilas
jóvenes. Quetepilla y yo éramos los bebés del grupo.
A veces teníamos peleas, como todas las familias. Pero mi padre sabía cómo
llamarnos al orden con un simple gesto. Y la mayor parte del tiempo,
disfrutábamos con lo que se suponía que debíamos hacer: comer y rebuscar y
dormitar y jugar.
Mi padre era muy diestro para llevarnos adonde estuvieran las frutas más
maduras para el festín de la mañana, y a las mejores ramas para hacer nuestros
nidos nocturnos. Era todo lo que se supone que debe ser un espalda plateada:
un guía, un maestro, un protector.
Y nadie era capaz de golpearse el pecho mejor que él.
Una vida perfecta
Los bebés gorilas y los bebés elefantes y los bebés humanos no son muy
diferentes, aunque un gorila pasa la mayor parte del día montado sobre el lomo
de su mamá, cual vaquero a caballo. Es un sistema muy bueno, al menos desde
el punto de vista del bebé.
Lentamente, con cuidado, un joven gorila empieza a aventurarse cada vez más
lejos de la seguridad de los brazos de su madre. Aprende lo que necesitará
para ser adulto: a hacer un nido de ramas (entretejiéndolas bien apretadas para
que no se suelten durante la noche); a golpearse el pecho (con las palmas
cóncavas para amplificar el sonido); a columpilianarse de árbol en árbol (no
hay que soltarse); a ser bondadoso, fuerte y leal.
Crecer como gorila es igual que crecer siendo cualquier otra cosa. Uno comete
errores, juega, aprende, y vuelve a empezar todo de nuevo.
Por un tiempo fue una vida perfecta.
El final
Un día, cuando el aire caliente reverberaba, vinieron los humanos.
Liana
Tras capturarnos a mi hermana y a mí, nos embalaron apretujados en una caja
que olía a orines y a miedo.
De alguna forma, supe que para sobrevivir, tenía que dejar que mi antigua vida
muriera. Pero mi hermana no pudo dejar atrás nuestro hogar, que la mantenía
prisionera como si fuera una liana que se extendiera a lo largo de millas,
consolándola, y estrangulándola.
Estábamos aún en la caja cuando me miró sin verme, y supe que la liana
finalmente se había roto.
Humano temporalmente
Fue Mack quien abrió con una palanca esa caja. Fue Mack quien me compró y
quien me crió como un bebé humano.
Usé pañales. Tomé biberón. Dormí en camas humanas, me senté en asientos de
humanos, presté atención mientras las palabras humanas me rodeaban como un
enjambre de abejas malhumoradas.
En ese entonces, Mack tenía una esposa. Helen se reía con facilidad, pero
también se enojaba con facilidad, sobre todo cuando yo rompía algo, cosa que
sucedía con frecuencia.
Esta es la lista de lo que rompí mientras viví con Mack y Helen:
1 cuna
46 vasos
7 lámparas
1 sofá
3 cortinas de ducha
3 barras de cortina de ducha
1 licuadora
1 televisor
1 radio
3 dedos de los pies (míos)
Rompí la licuadora cuando le embutí dos tubos de crema dental y una botella
de pegamento dentro. Me rompí los dedos al tratar de columpiarme de una
lámpara de techo. Rompí 46 vasos… bueno, ¡hay tantas maneras de romper un
vaso!
Los fines de semana, Mack y Helen me llevaban en su convertible a un
restaurante de comida rápida, donde ordenaban papitas fritas y una malteada
de fresa para mí. A Mack le encantaba ver la expresión en la cara de la cajera
cuando se acercaba en el carro y pedía: “¿Podría darme más cátsup para mi
hijo?”.
Íbamos a juegos de béisbol, a la tienda, al cine e incluso al circo (no tenían un
gorila). Yo andaba en una pequeña motocicleta, y en mi pastel de cumpleaños
soplaba las velitas.
Mi vida como humano fue glamorosa, aunque quizás mis padres, gorilas
tradicionales, no la hubieran aprobado.
Hambre
En mi nueva vida como humano, me cuidaban bastante. Comía hojas de
lechuga con aderezo mil islas, y manzanas acarameladas, y palomitas de maíz
con mantequilla. Mi panza creció.
Pero el hambre, al igual que la comida, se manifiesta en muchas formas y
colores. En las noches, acostado a solas con mi pijama de Winnie Pooh, sentía
una especie de hambre del hábil toque de una mano amiga que me acicalara el
pelaje, de los gruñidos alegres de una pelea de juego, de la fácil seguridad que
me ofrecía mi clan cercano, rebuscando entre las sombras.
“Recuerda lo que le sucedió a Quetepilla”, me decía. “No pienses en la
selva”.
Todavía me sucede, que a veces estoy despierto en las noches, añorando la
tibia cercanía de un semejante, dormido en un nido nocturno de hojas tiernas.
Me gustaba que me dejaran caer sorbos de refresco en la boca, como si fuera
una cascada burbujeante. Pero de vez en cuando, anhelaba buscar un tallo
tierno de yuca, o sentir el deseo de agarrar un mango que quedaba fuera de mi
alcance.
Bodegón
Un día, Helen llegó a casa con una cosa grande y plana, envuelta en papel
marrón.
—Mira lo que compré hoy —dijo entusiasta mientras rasgaba el papel—. Un
cuadro para colgar sobre el sofá de la sala.
—Frutas en un tazón —dijo Mack encogiéndose de hombros—. Qué gran cosa.
—Esto es arte. Se llama “bodegón” —explicó Helen—, y a mí me parece una
preciosidad.
Me acerqué a toda prisa para examinar el cuadro, maravillado por los colores
y las formas.
—¿Ves? —dijo—. A Iván le gusta.
—A Iván le gusta hacer bolas con su caca y tirárselas a las ardillas —dijo
Mack.
Yo no podía quitarle la vista de encima a las manzanas y las uvas y los
plátanos del cuadro. Se veían tan reales, tan tentadores, tan… apetitosos.
Extendí un brazo para tocar una uva y Helen me dio una palmada en la mano.
—Niño malo, Iván. No se toca —le hizo un ademán a Mack con el pulgar—.
Ve por un martillo y un clavo, cariño, ¿quieres?
Mientras Mack y Helen andaban ocupados en la sala, yo fui a la cocina. Sobre
la mesa vi un pastel cubierto con chocolate.
Me gusta el pastel, de hecho, me encanta. Pero no era en comer en lo que
estaba pensando. Era en pintar.
La cubierta de chocolate tenía picos y hondonadas, como olas en un pequeño
estanque. Se veía cremosa y densa, oscura y untuosa.
Parecía fango.
Tomé con la mano un poco de la cubierta de chocolate. Luego más.
Fui hacia la puerta del refrigerador. Era perfecta: un lienzo blanco y vacío,
aguardándome.
La cubierta de chocolate no era tan manejable como el fango de la selva. Era
más pegajosa y, por supuesto, más apetitosa para comer.
Pero seguí en lo mío. Le quité hasta el último vestigio de cubierta al pastel.
También puede ser que me hubiera comido algún trozo.
No recuerdo qué trataba de pintar. Probablemente un plátano. Supongo que
sabía que iba a meterme en problemas.
Pero en ese momento, nada me importaba. Quería hacer algo, cualquier cosa,
como solía hacerlo antes.
Quería ser un artista de nuevo.
Castigo
Rápidamente aprendí que los humanos son capaces de chillar más alto que los
simios.
Luego de eso, jamás se me permitió volver a la cocina.
Bebés
En ese entonces, el centro comercial Gran Circo era más pequeño. Tenía una
pista para montar en pony, un trenecito de madera que daba la vuelta por el
estacionamiento, unos cuantos loros de plumaje descuidado y un mono araña
huraño.
Pero cuando Mack me llevó, un gorila bebé vestido con un smoking nuevecito,
todo cambió.
Vino gente de todas partes a tomarse fotos conmigo. Me trajeron bloques de
construcción y una guitarra de juguete. Me sentaban en sus regazos. Una vez
también sostuve a una bebé en el mío.
Era pequeña y resbalosa. Por entre los labios le asomaban burbujitas. Me
apretaba los dedos. Tenía el trasero esponjado con algo de relleno. Sus
piernas se curvaban como ramas torcidas.
Le hice una mueca. Ella hizo otra. Le gruñí. Ella me gruñó.
Me daba tanto miedo que se me fuera a caer que la apreté entre mis brazos y su
madre me la arrebató.
Me pregunto si mi madre alguna vez se preocupó por dejarnos caer. Siempre
nos sostuvimos, pero eso es mucho más fácil cuando uno tiene una mamá
peluda.
Los bebés humanos son muy feos. Pero sus ojos son como los de nuestros
bebés.
Demasiado grandes para sus caras, y para el mundo.
Camas
Un día, luego de muchas semanas de gritos, Helen empacó una maleta, dio un
portazo a la puerta del frente y jamás volvió.
No supe por qué. Nunca sé de las razones de los humanos.
Esa noche, dormí con Mack en su cama.
Mis nidos de otros tiempos estaban tejidos con hojas y ramitas y tenían la
forma de una tina, como capullos verdes y frescos.
La cama de Mack, al igual que la mía, era plana, caliente, sin ramitas ni
estrellas.
Pero él al dormir dejaba escapar un ruido sordo que se parecía al que hacía mi
padre cuando todo estaba en orden, un sonido que salía de lo profundo de su
vientre.
Mi espacio
Mack se fue haciendo hosco. Yo me hice más grande. Me convertí en lo que
debía ser: demasiado grande para las sillas, demasiado fuerte para los
abrazos, demasiado imponente para encajar en una vida humana.
Traté de mantener la calma, de moverme con dignidad. Hice lo mejor que pude
para comer con delicadeza. Pero las costumbres humanas son difíciles de
aprender, y más cuando uno no es humano.
Cuando vi mis nuevos dominios, me entusiasmé. ¿Quién no lo hubiera hecho?
En ellos no había muebles qué romper. Ni vasos qué quebrar. Ni un excusado
para tirar en él las llaves de Mack.
Hasta tenía un columpio de llanta.
Fue un alivio tener mi propio espacio.
De alguna forma, no pensé que pasaría aquí tanto tiempo.
Ahora tomo Pepsi, como manzanas algo pasadas y veo refritos en el televisor.
Pero muchos días olvido lo que se supone que debo ser. ¿Soy un humano?
¿Soy un gorila?
Los humanos tienen tantas palabras, más de las que necesitan.
Aun así, no tienen un nombre para lo que soy.
Nueve mil ochocientos setenta y seis días
Ruby finalmente se quedó dormida. Observo cómo sube y baja su pecho al
respirar. Bob también se durmió, y ronca.
Pero mi mente sigue dando vueltas. Quizás por primera vez en mi vida, he
estado recordando.
Es una historia extraña para recordar, tengo que reconocerlo. Mi historia tiene
una forma rara: un comienzo trunco, y desarrollo sin fin.
Cuento los días que he vivido con humanos. Los gorilas saben contar tan bien
como el que más, aunque no es una habilidad especialmente útil cuando uno
vive en la selva.
He olvidado tantas cosas, y a pesar de todo siempre sé con exactitud cuántos
días llevo en mis dominios.
Busco uno de los marcadores mágicos que Julia me dio. Dibujo una X
pequeñita en mi pared que tiene la selva pintada.
Hago más X y más. Hago una por cada día que he vivido entre los humanos.
Marcas que se ven así:
Durante el resto de la noche, marco los días, y cuando termino mi pared se ve
así:
Y así, hasta que hay nueve mil ochocientas setenta y seis X marchando a través
de mi pared como un desfile de insectos feúchos.
Una visita
Ya casi amanece cuando oigo pasos. Es Mack. Despide un olor agrio. No
camina derecho.
Se para junto a mis dominios. Tiene los ojos enrojecidos. Mira por la ventana
al estacionamiento vacío.
—Iván, mi viejo —murmura—. Iván —apoya la frente contra el vidrio—.
Hemos pasado por tantas cosas… tú y yo.
Un nuevo comienzo
Durante dos días no vemos a Mack. Cuando vuelve, no habla de Stella.
Dice que está ansioso por enseñarle algunos trucos a Ruby. Dice que el
anuncio está atrayendo nuevos visitantes. Dice que es hora de un nuevo
comienzo.
Toda la tarde hasta el anochecer, Mack trabaja con Ruby. La pequeña tiene las
cuatro patas enlazadas con cuerda para que no pueda correr. Una pesada
cadena cuelga de su cuello. Mack le muestra la pelota de Stella, su pedestal,
su banquito. Le presenta a Snickers.
Cuando ella obedece, Mack le da un cubo de azúcar o un trocito de manzana
seca. Cuando no, grita y patea el aserrín de la pista.
A la hora en que llegan George y Julia, Mack sigue entrenando a Ruby. Julia se
sienta en una banca a mirarlos. Dibuja un poco, pero más que nada observa a
Ruby.
Bob también los mira. Está escondido en un rincón de mis dominios, debajo de
Noesquetepilla. Afuera llueve, y a Bob no le gusta mojarse las patas.
Ruby marcha pesadamente detrás de Mack, con la cabeza baja. Dan vueltas y
vueltas alrededor de la pista. A veces Mack le da una palmada en el flanco.
De repente, Ruby se detiene. Mack tira con fuerza de la cadena, pero Ruby se
rehúsa a moverse.
—Anda, Ruby —dice Mack, casi suplicándole—. ¿Qué te sucede?
“Está exhausta”, me digo. “Eso sucede”.
Mack gruñe:
—Elefanta idiota.
—Humano idiota —murmura Bob.
—Camina, Ruby —digo, aunque ella está demasiado lejos para alcanzar a
oírme—. Haz lo que dice Mack.
—Camina —le ordena—. Ya.
Ruby no camina. Deja caer su parte trasera en el piso de aserrín.
—Me parece que está cansada —dice Julia.
Mack se limpia la frente con el brazo.
—Sí, ya sé. Todos estamos cansados.
Empuja a Ruby con el tacón de su bota. Ella no le hace caso.
George mira desde el área de comidas, donde está limpiando las mesas.
—Mack —le grita—, tal vez debías dejar las cosas así por hoy. Yo me
encargo de cerrar.
Mack le da un jalón a la cadena de Ruby. Ella está tan firme y plantada como
un tronco de árbol. Mack tira con más fuerza y cae de rodillas.
—Ya fue suficiente —dice Mack, y se limpia el aserrín de los pantalones—.
Suficiente de jugar.
Mack va a zancadas a su oficina. Al volver, lleva en la mano un palo largo,
con una pieza brillante en un extremo, tan bonita como una rebanada de luna.
Es un garfio.
Mack tantea a Ruby con la punta del garfio. No lo hace con fuerza, nada más
un toquecito.
Puedo ver que quiere que la elefantita se dé cuenta de que eso la puede
lastimar.
Suelto un gruñido, grave y gutural.
Ruby no se inmuta. Es una mole gris inmóvil. Cierra los ojos y por un
momento me pregunto si se habrá quedado dormida.
—Te lo advierto —dice Mack. Resopla, mira fijamente al techo.
Ruby también resopla.
—Está bien —sigue Mack—. ¿Eso es lo que quieres?
Levanta en alto el garfio.
—¡No! —grita Julia.
—No la voy a lastimar —dice Mack—. Sólo quiero llamarle la atención.
Bob gruñe.
Mack asesta el golpe. El garfio corta el aire y pasa a pocos centímetros por
encima de la cabeza de Ruby.
—¿Entiendes por qué no es buena idea llevarme la contraria? —dice Mack y
levanta el garfio de nuevo—. ¡Ahora, muévete!
Ruby sacude la cabeza lanzando su trompa hacia Mack.
Hace un ruido que levanta el aserrín y pone a vibrar mi ventana.
Es la muestra de enojo más linda que yo haya escuchado.
La trompa golpea a Mack.
No me doy cuenta de dónde cae el golpe, en algún lugar debajo de su
estómago, me parece. Y sé que debe ser molesto porque deja caer el garfio y
se dobla en dos antes de ovillarse en el suelo y pegar de alaridos como un
bebé.
—Justo en el blanco —dice Bob.
Pobre Mack
Mack suelta un gemido. Con trabajo se pone en pie y camina renqueando hasta
su oficina. Ruby lo observa alejarse. No puedo descifrar su expresión. ¿Está
asustada? ¿Aliviada? ¿Orgullosa?
Una vez que Mack se ha ido, George y Julia sacan a Ruby de la pista.
—Todo está bien, pequeña, todo está bien —le dice Julia, acariciándole la
cabeza.
Instalan a Ruby en sus dominios y se aseguran de que tenga agua limpia y
comida. No pasa mucho antes de que la elefantita se quede dormida.
—¿Papá? —pregunta Julia mientras George cierra la puerta metálica—.
¿Crees que Mack podría llegar a lastimar a Ruby?
—No creo, Julia —dice él—. Al menos, espero que no.
—Tal vez deberíamos llamar a alguien.
George se rasca la barbilla.
—Quisiera poder ayudar a Ruby, pero no sé cómo. ¿A quién puedo llamar? ¿A
la policía elefantesca? Además… —George baja la cabeza—, necesito este
trabajo, Julia. Lo necesitamos todos. Tu mamá, las cuentas del médico —besa
la cabeza de Julia—. V
olvamos al trabajo, los dos.
Julia suspira y alcanza su mochila. Saca una hoja de papel, una botella de agua
y una cajita de metal.
—Las tareas primero —dice George, advirtiendo con un dedo—, después
puedes pintar.
—Pero esto es para la clase de arte —explica Julia—. Estamos pintando con
acuarelas. V
oy a pintar a Ruby.
George sonríe.
—Está bien. Pero no se te olvide la ortografía.
—¿Papá? —pregunta otra vez—. ¿Viste la cara de Mack cuando Ruby le
pegó?
George asiente.
—Sí, la vi —dice con solemnidad y en seguida menea la cabeza de lado a
lado—. Pobre Mack.
Se aleja, y en ese momento lo oigo reír.
Colores
Julia abre la caja de metal. Veo una fila de cuadraditos. Verde, azul, rojo,
negro, amarillo, morado, anaranjado. Los colores parecieran brillar.
Saca un palito con un mechoncito en un extremo, un pincel. Mete el palito en
agua y moja el papel. Después, toca el cuadrado rojo.
Cuando el pincel toca el papel húmedo, el color se transforma en pétalos que
se van abriendo como flores en la mañana.
No puedo quitarle los ojos de encima a ese pincel mágico. Durante un
momento, me olvido de Ruby y Mack y del garfio y de Stella…
Casi.
Julia toca de nuevo el rojo, luego el azul, y de repente aparece el morado de
una uva madura. Toca el azul y el papel se convierte en un cielo de verano, y
me doy cuenta de que está pintando a Ruby. Distingo sus grandes orejas, sus
patas macizas.
Julia deja de pintar. Retrocede unos cuantos pasos, con las manos en las
caderas, contemplando su obra.
—No queda bien —se queja.
Mira por encima de su hombro, hacia mí. Trato de mostrarme alentador.
Julia empieza a arrugar la hoja, pero luego lo piensa mejor y, en lugar de eso,
la desliza por el sitio donde mi ventana está rota.
—Toma —dice—. Un cuadro original de Julia, que a lo mejor algún día llega
a valer millones.
Recojo el papel con cuidado. No le arranco ni un pedacito para comérmelo.
—Ay, casi se me olvida —corre hacia su mochila y saca tres frascos de
colores: uno amarillo, uno azul, uno rojo.
Abre los frascos y un olor extraño, no de comida, me llega a la nariz. Julia
hace pasar los botes, uno a uno, por el agujero del vidrio. Luego, desliza unas
hojas de papel.
—Se llaman pinturas para pintar con los dedos —dice—. Mi tía me las regaló,
pero la verdad es que estoy un poco mayor para pintar con ellas.
Meto un dedo en el frasco rojo. La pintura es espesa, como fango. Está fría y
suave, como plátanos bajo mis patas.
Me llevo el dedo a la boca. No sabe exactamente a mango maduro, pero no
está mal.
Julia se ríe.
—No es para comer, sino para pintar —toma un papel y presiona su dedo
contra él—. ¿Ves? Así.
Poso mi dedo sobre el papel. Lo levanto, y una huella roja queda pintada.
Saco más pintura del frasco y aplasto mi mano sobre el papel. Cuando la
retiro, su roja imagen gemela permanece.
Esto no es como las fantasmales huellas en mi ventana, las que mis visitantes
dejan.
Esta huella no puede limpiarse con facilidad.
Una pesadilla
Estoy despierto, quitándome la pintura roja de la punta de los dedos. Bob, que
por accidente pisó uno de mis cuadros, se está lamiendo las patas untadas de
rojo.
Cada tanto, volteo a mirar la pista vacía. El garfio brilla a la luz de la luna.
—¡Detente! ¡No! —el grito frenético de Ruby me sobresalta.
—Ruby —le digo—. Tienes una pesadilla. Estás bien. Estás a salvo.
—¿Dónde está Stella? —pregunta, jadeando. Antes de que alcance a
responderle, ella lo hace—. No te molestes. Ya lo recuerdo.
—Trata de volver a dormir, Ruby —le digo—. Has tenido un día pesado.
—No puedo —contesta—. Me da miedo volver a tener el mismo sueño. Había
un palo afilado, y hacía daño…
Miro a Bob, que me devuelve la mirada.
—Ay —dice Ruby—. Ay, Mack —mete la trompa entre los barrotes—. ¿Tú
crees que… —vacila—, tú crees que Mack está enojado conmigo porque lo
golpeé?
Contemplo la posibilidad de mentir, pero los gorilas somos muy malos para
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Prueba de evaluación Geografía e Historia Comunidad de Madrid 2º de la ESO
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El unico e incomparable Iván.pdf

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  • 2.
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  • 6. Nunca es demasiado tarde para convertirnos en lo que hubiéramos podido ser. GEORGE ELIOT
  • 7. Glosario bola de mí: excremento seco que se les lanza a los espectadores. chango sudado (término despectivo de uso coloquial): ser humano (alude a la piel sin pelo de los humanos, que se cubre de transpiración). columpilianarse: juego (se refiere a columpiarse en las lianas de la selva). dominios: territorio. espalda plateada (se conoce también como jefe gris): macho adulto de más de doce años de edad que tiene un área de pelo plateado en el lomo. El espalda plateada es una figura de autoridad, responsable de proteger a su familia. golpearse el pecho: golpes repetidos en el pecho con una o ambas manos para producir un sonido fuerte (algo que a los gorilas a veces les sirve como una demostración amenazante para intimidar a un oponente). el Gruñido: resoplido semejante al ruido que hace un cerdo, que los padres gorilas emiten para expresar fastidio. Noesquetepilla: gorila de peluche. 9 855 días (ejemplo): mientras que los gorilas que viven en libertad típicamente registran el paso del tiempo a partir de las estaciones o la disponibilidad de alimento, Iván ha adoptado un conteo día a día (9 855 días
  • 8. son equivalentes a veintisiete años).
  • 9. Hola Me llamo Iván. Soy un gorila. No es tan sencillo como parece.
  • 10. Nombres La gente me dice “el gorila de la autopista”, “el simio de la salida 8”, “Iván, el único e incomparable, el único y sin par, el poderoso gorila espalda plateada”. Esos nombres se refieren a mí, pero no son lo que soy. Yo soy Iván, tan sólo Iván, Iván sin par. Los humanos derrochan palabras. Las lanzan como cáscaras de plátano y las dejan ahí, a que se pudran. Cualquiera sabe que la piel de un plátano es la mejor parte. Supongo que ustedes creen que los gorilas no pueden entenderlos. Claro, probablemente también piensan que no podemos caminar erguidos. Intenten caminar apoyándose también en los nudillos durante un rato, y luego díganme: ¿cuál manera de caminar es más divertida?
  • 11. Paciencia Con los años aprendí a entender las palabras de los humanos, pero comprender su habla no es lo mismo que entenderlos a ellos. Los humanos hablan demasiado. Parlotean como chimpancés, y congestionan el mundo con su ruido, aunque no tengan nada qué decir. Me tomó cierto tiempo reconocer todos esos sonidos humanos, hilar con palabras las cosas. Pero fui paciente. Es útil ser paciente si uno es un simio. Los gorilas tienen la paciencia de las piedras. Los humanos no llegan a tanto.
  • 12. Cómo me veo Yo era un gorila salvaje que vivía en la selva, y aún me veo como tal. Tengo la mirada tímida de un gorila, y la sonrisa pícara. Tengo una zona de pelaje que parece cubierta de copos de nieve, el uniforme de un espalda plateada. Cuando el sol me entibia la espalda, proyecta mi sombra, la de un gorila majestuoso. En mi tamaño, los humanos ven una prueba para sí mismos. Oyen rumores de pelea en el viento, cuando yo tan sólo pienso en cómo el sol del final del día se ve como una nectarina madura. Soy más poderoso que cualquier humano, más de doscientos kilos de fuerza pura. Mi cuerpo parece estar hecho para pelear. Con los brazos levantados, soy más alto que el más alto de los humanos. Mi árbol genealógico también se extiende. Soy un gran simio, y ustedes los humanos son grandes simios, al igual que los chimpancés y los orangutanes y los bonobos… somos todos primos lejanos, que desconfían unos de otros. Ya sé que eso produce desazón. Me cuesta creer que haya una conexión en el espacio y el tiempo que me emparenta con toda una raza de payasos sin modales. Chimpancés. Esos no tienen perdón.
  • 13. El centro comercial Gran Circo en la salida 8, con galería de videojuegos Vivo en un hábitat humano conocido como centro comercial Gran Circo, en la salida 8, con galería de videojuegos, situado muy convenientemente a un lado de la autopista I-95, donde damos funciones a las 2, a las 4 y a las 7 todos los días del año. Eso es lo que dice Mack cuando contesta el teléfono. Mack trabaja aquí, en el centro comercial. Es el jefe. Yo también trabajo aquí. Soy el gorila. En el centro comercial Gran Circo, un carrusel gira el día entero al son de música chirriante, y entre los locales comerciales viven monos y loros. En medio del lugar hay una pista rodeada de graderías donde los humanos pueden asentar su trasero mientras comen palomitas de maiz. El suelo está cubierto de aserrín hecho con árboles muertos. Mis dominios están a un lado de la pista. Vivo aquí porque soy demasiado gorila y no suficientemente humano. Los dominios de Stella están junto a los míos. Stella es una elefanta. Ella y Bob, que es un perro, son mis mejores amigos. Y hasta el momento no he tenido amigos gorilas.
  • 14. Mis dominios están hechos de vidrio grueso, metal oxidado y cemento. Los de Stella son de barrotes metálicos. Los de los osos son de madera, y los loros viven entre alambradas. Tres de mis paredes son de vidrio. Uno de ellos está quebrado, y en la esquina inferior le falta un trocito como del tamaño de mi mano. Hice el agujero con un bate de béisbol que Mack me regaló cuando cumplí seis años. Luego de eso, se llevó el bate, pero me permitió conservar la pelota que venía junto con él. En una de las paredes hay pintada una escena de la selva. Es una catarata sin agua y flores sin aroma y árboles sin raíces. Yo no la pinté pero me gusta la manera en que las formas fluyen a través de la pared, aunque no sea una selva de verdad. Soy afortunado porque mis dominios tienen tres paredes de vidrio. Puedo ver todo el centro comercial y algo del mundo: las frenéticas maquinitas de pinball, las nubes rosas de algodón de azúcar, el vasto estacionamiento sin un solo árbol. Más allá del estacionamiento está la autopista, por la que pasan desbocados los carros sin cesar. Un anuncio gigantesco en la orilla los invita a detenerse y descansar, cual gacelas en un pozo de agua. El anuncio está desteñido, los colores se han desvaído, pero sé lo que dice. Mack leyó las palabras en voz alta un día: “Visiten el centro comercial Gran Circo, en la salida 8, con galería de videojuegos, hogar de Iván, el único e incomparable, el único y sin par, el poderoso gorila espalda plateada”. Desafortunadamente, no sé leer, aunque me gustaría. Leer cuentos sería una agradable manera de llenar tantas horas sin nada qué hacer. Pero una vez pude disfrutar de un libro que uno de mis cuidadores olvidó en
  • 15. mis dominios. Sabía un poco a termita. En el anuncio de la autopista se ve dibujado a Mack con su traje de payaso y a Stella parada en sus patas traseras y a un animal enojado con ojos feroces y pelaje descuidado.
  • 16. Se supone que ese animal soy yo, pero el pintor cometió un error. Jamás me enojo. El enojo es algo muy valioso. Un espalda plateada lo utiliza para mantener el orden en su clan y para alertarlos de algún peligro. Cuando mi padre se golpeaba el pecho era para decir: “Alerta, atentos. Estoy al mando y los protegeré furiosamente, porque para eso nací”. Aquí, en mis dominios, no tengo a nadie a quién proteger.
  • 17. El gran circo más pequeño del mundo Mis vecinos aquí en el centro comercial Gran Circo saben hacer muchos trucos. Son una pandilla bastante educada, mejor formados y más dedicados que yo. Uno de mis vecinos juega béisbol, aun cuando es un pollo. Otro sabe manejar un carro de bomberos, aunque sea un conejo. Tuve una vecina, una foca grácil y considerada, que sabía sostener una pelota en equilibrio sobre su hocico desde que el sol salía hasta que se ponía. Su voz era como el ladrido gutural de un perro al cual mantienen encadenado afuera en una noche fría. Los niños pedían deseos y tiraban monedas en la alberca de plástico de la foca. Allí brillaban como guijarros de cobre. Un día la foca tenía hambre, o quizás estaba aburrida, y se comió cien monedas. Mack dijo que se pondría bien. Estaba equivocado. Mack llama a nuestra función “El gran circo más pequeño del mundo”. Todos los días a las 2, a las 4 y a las 7 se reúnen humanos que se abanican, toman refresco y aplauden. Los bebés lloriquean. Mack se viste de payaso y pedalea
  • 18. en una bicicleta diminuta. Un perro de nombre Snickers monta sobre el lomo de Stella, y ella se sienta en un taburete. Es un taburete muy sólido. Yo no hago ningún truco. Mack dice que basta con que sea yo. Stella me ha contado que hay circos que viajan de ciudad en ciudad. Tienen humanos que se cuelgan de cuerdas que penden de la parte superior de una carpa. Tienen leones que rugen mostrando sus deslumbrantes colmillos y una fila serpenteante de elefantes, que avanzan cada uno tomado de la cola del que va delante. Los elefantes miran a lo lejos, para no ver a los humanos que quieren contemplarlos. Nuestro circo no migra de un lado a otro. Nos quedamos donde estamos, como un animal viejo demasiado cansado para seguir andando. Luego de nuestra función, los humanos rebuscan en las tiendas. Una tienda es un lugar donde los humanos compran lo que necesitan para sobrevivir. En el centro comercial Gran Circo, algunas tiendas venden cosas nuevas, como globos y camisetas y gorras para cubrir las relucientes cabezas de los humanos. Otras tiendas venden cosas viejas, cosas que huelen a polvo y humedad y olvido de tiempo atrás. Todo el día observo a los humanos que se apresuran de una tienda a otra. Intercambian entre sí sus papelitos verdes, resecos como hojas viejas y con el olor de las miles de manos que los han tocado una y otra vez. Van en una búsqueda frenética, cual cacería, asedian, empujan, refunfuñan. Después se marchan, con sus bolsas llenas de cosas, cosas brillantes, suaves, grandes. Pero no importa cuán llenas estén las bolsas, siempre vuelven por más.
  • 19. Los humanos son inteligentes, sin duda. Hacen nubes rosas que se pueden comer. Construyen dominios con cataratas planas. Pero son pésimos cazadores.
  • 20. Desaparecer Hay animales que llevan una vida en privado, protegidos de las miradas de otros, pero ese no es mi caso. Mi vida está hecha de luces que destellan, dedos que señalan y visitantes que nadie invitó. A escasos centímetros, los humanos apoyan sus manos contra la pared de vidrio que nos separa. El vidrio dice que unos son una cosa y nosotros somos otra, y así es como todo seguirá siendo siempre. Los humanos dejan las huellas de sus dedos, pegajosas de golosinas, húmedas de sudor. Todas las noches viene un hombre cansado a limpiarlas. A veces, presiono mi nariz contra el vidrio. La huella de mi nariz, al igual que la de los dedos humanos, es única y no tiene par. El hombre limpia el vidrio y desaparezco.
  • 21. Artistas Aquí, en mis dominios, no tengo mucho qué hacer. Después de tirarles unas cuantas bolas de mí a los humanos, termino por aburrirme. Una bola de mí se hace amasando estiércol hasta llegar a tener una pelota del tamaño de una manzana, que luego se deja secar. Suelo tener unas cuantas a mano. Por alguna razón, mis visitantes jamás cargan con una. En mis dominios tengo un columpio hecho con una llanta, una pelota de béisbol, una diminuta alberca de plástico llena de agua sucia y un viejo televisor. También tengo un gorila de peluche. Julia, la hija del hombre que hace el aseo del centro comercial todas las noches, y que siempre se ve cansado, me lo dio. El gorila tiene la mirada vacía y las extremidades colgantes, pero duermo con él todas las noches. Le puse Noesquetepilla. Quetepilla era el nombre de mi hermana gemela. Julia tiene diez años. Su pelo es como vidrio renegrido y tiene una amplia sonrisa de medialuna. Ambos tenemos mucho en común. Los dos somos grandes simios, y los dos somos artistas.
  • 22. Fue ella quien me regaló mi primer crayón, uno muy gastado, azul, que hizo pasar por el agujero en el vidrio, junto con una hoja de papel doblada. Ya sabía qué hacer con el crayón. Había visto pintar a Julia. Cuando arrastré el crayón sobre el papel, dejó una estela como una serpiente azul. Los dibujos de Julia están llenos de color y movimiento. Dibuja cosas que no existen de verdad: nubes sonrientes y carros que nadan entre las aguas. Pinta hasta que se le rompen los crayones y se le rasgan las hojas de papel. Sus dibujos con como fragmentos de un sueño. Yo no puedo pintar ensoñaciones. Nunca recuerdo mis sueños, aunque a veces me despierto con los puños apretados y el corazón martilleando. Mis dibujos se ven tímidos y descoloridos junto a los de Julia. Ella pinta lo que ve en su imaginación. Yo pinto lo que veo en mi jaula, cosas comunes y corrientes que llenan mis días: un corazón de manzana, una cáscara de plátano, un papel que envolvía un caramelo (a menudo me como las cosas antes de pintarlas). Pero a pesar de que dibujo las mismas cosas una y otra vez, jamás me aburro con mi arte. Cuando pinto, sólo pienso en eso. Se me olvida dónde estoy, y el ayer y el mañana. Simplemente deslizo los crayones sobre el papel. Los humanos no siempre reconocen lo que dibujo. Entrecierran los ojos, ladean la cabeza, murmuran. Si dibujo un plátano, un plátano perfecto y apetitoso, dirán: “Es un avión amarillo” o “Un pato sin las alas”. Eso no importa, pues no pinto para ellos. Pinto para mí. Mack pronto se dio cuenta de que la gente pagaría por un cuadro pintado por un gorila, incluso aunque no sepan lo que es. Ahora pinto todos los días. Mis
  • 23. obras se venden a veinte dólares cada una (veinticinco si ya están enmarcadas) en la tienda de regalos que hay cerca de mis dominios. Si me canso y me dan ganas de hacer un receso, me como los crayones.
  • 24. Las formas de las nubes Creo que siempre he tenido aptitudes de artista. Incluso cuando era un bebé, aferrado al pelaje de mi madre, tenía ojo artístico. Veía formas en las nubes y esculturas en las piedras del fondo de un riachuelo. Me atraían los colores… la flor rojo carmesí que estaba fuera de mi alcance, el pájaro color ébano que pasaba volando como flecha. No recuerdo mucho de mis primeros meses de vida, pero sí me acuerdo de una cosa: siempre que podía, hundía mis dedos en barro suave y usaba el lomo de mi madre como lienzo. Mi madre tenía mucha paciencia.
  • 25. Imaginación Algún día espero llegar a pintar como lo hace Julia, imaginando mundos que aún no existen. Sé lo que piensan la mayoría de los humanos. Que los gorilas no tienen imaginación. Que no recordamos el pasado ni sopesamos lo que nos aguarda en el futuro. Cuando reflexiono sobre eso, me digo que tienen algo de razón. La mayor parte del tiempo pienso en lo que es, y no en lo que podría ser. He aprendido a no abrigar muchas esperanzas.
  • 26. El gorila más solitario del mundo Cuando el centro comercial Gran Circo estaba recién inaugurado, olía a pintura fresca y a heno, y los humanos lo visitaban de la mañana a la noche. Pasaban frente a mis dominios como troncos flotando en un río tranquilo. Pero en los últimos tiempos, puede pasar un día entero sin un solo visitante. Mack dice que le preocupa. Dice que yo ya no soy tierno. —Perdiste tu magia, Iván. Solías ser la gran atracción. Es verdad que algunos de mis visitantes ya no permanecen frente a mí como en otros tiempos. Miran a través del vidrio, sueltan unos cuantos chasquidos de la lengua, fruncen el entrecejo mientras veo el televisor. —Se ve muy solo —dicen. No hace mucho, un niño se quedó frente a mí, mirándome a través del vidrio, y las lágrimas le chorreaban por las mejillas coloradas. —Debe ser el gorila más solitario de todo el mundo —dijo, aferrándose a la mano de su madre. En momentos como ese, quisiera que los humanos pudieran entenderme como yo los entiendo a ellos. No es tan terrible, quise decirle al niño. Con tiempo suficiente, uno se
  • 28. El televisor Mis visitantes suelen sorprenderse al ver el televisor que Mack puso en mis dominios. Parece que les llama la atención ver un gorila observando humanos diminutos en una caja. Y a veces me pregunto: ¿no es igual de extraño cómo ellos me miran, sentado en mi diminuta caja? Mi televisor es viejo. No siempre funciona y a veces pasan días antes de que alguien se acuerde de encenderlo. Soy capaz de ver cualquier cosa, pero me gustan especialmente las caricaturas, con sus colores de selva tropical. Me encanta más que nada cuando alguien se resbala con una cáscara de plátano. A Bob, el perro que es mi amigo, le gusta la televisión tanto como a mí. Pero él prefiere ver boliche profesional y anuncios de comida para gatos. También hemos visto muchas películas románticas. En ellas hay muchos abrazos y a veces se lamen la cara. Todavía tengo que ver una película romántica protagonizada por un gorila. También nos gustan las viejas películas de vaqueros. En ellas siempre hay alguien que dice: “Este pueblo no es lo suficientemente grande para los dos, sheriff ”. Se sabe quiénes son los buenos y los malos, y los buenos siempre
  • 29. ganan. Bob dice que las películas de vaqueros no se parecen en nada a la vida real.
  • 30. El espectáculo de la naturaleza He permanecido en mis dominios nueve mil ochocientos cincuenta y cinco días. Solo. Durante algún tiempo, cuando era joven e ingenuo, pensé que era el último gorila sobre la Tierra. Traté de no darle demasiadas vueltas al asunto. Sin embargo, es difícil mantenerse optimista cuando uno cree que es el único de su especie. Pero una noche, después de ver una película en la que salían hombres con sombreros negros y pistolas y caballos tontos, empezó un programa diferente. No eran caricaturas ni una película romántica ni una de vaqueros. Vi una selva exuberante. Oí pájaros que cantaban. La hierba se movió. Los árboles susurraron. Y entonces lo vi. Estaba un poco desgreñado y flaco, y no se veía tan bien como yo, a decir verdad. Pero sin duda alguna, era un gorila. Así como apareció, de repente se desvaneció, y en su lugar apareció un animal blanco y desaliñado que, según aprendí, era un oso polar, y luego una rechoncha criatura acuática, un manatí, y después otro animal, y otro.
  • 31. Toda la noche estuve pensando en el gorila que había vislumbrado. ¿Dónde viviría? ¿Vendría alguna vez a visitarme? Si en algún lugar había un macho, ¿habría también una hembra? ¿O éramos solamente nosotros dos en el mundo, atrapados en nuestras propias cajas separadas?
  • 32. Stella Stella dice que está segura de que algún día veré otro gorila de verdad, y le creo porque ella tiene muchos más años que yo y sus ojos son como estrellas negras y sabe más de lo que yo jamás llegaré a saber. Stella es una montaña. A su lado, yo soy una piedra, y Bob es un grano de arena. Cada noche, cuando cierran las tiendas y la luna lo baña todo con su luz blanquecina, Stella y yo hablamos. No tenemos mucho en común, pero sí lo suficiente. Somos enormes, estamos solos y a ambos nos encantan las uvas pasas recubiertas de yogur. A veces Stella cuenta historias de su niñez, de bóvedas selváticas donde las altas ramas se pierden entre la niebla y del fluir cantarín del agua en los riachuelos. A diferencia de mí, ella recuerda todos y cada uno de los detalles de su pasado. A Stella le encanta la luna, con su sonrisa despreocupada. A mí me encanta la sensación del sol que entibia mi panza. —¡Y qué panza la tuya, amigo mío! —me dice. —Gracias, igual que la tuya —le respondo.
  • 33. Hablamos, pero no demasiado. Los elefantes, como los gorilas, no desperdician las palabras. Stella solía ser parte de un gran circo muy famoso, donde actuaba, y todavía hace algunos de esos trucos para nuestra función. En uno de ellos, se para sobre sus patas traseras y Snickers salta hasta posarse en su cabeza. Es difícil sostenerse en las patas traseras cuando uno pesa más que cuarenta hombres. Si uno es un elefante de circo y se para en las patas traseras mientras un perrito se le posa en la cabeza, recibe una galleta de premio. Si uno no obedece, el garfio hace su aparición. La piel de elefante es gruesa como la corteza de un árbol antiguo. Pero el garfio es capaz de desgarrarla como si fuera una hoja. Una vez Stella vio que un domador le pegaba a un elefante macho con el garfio. Un elefante macho es como un espalda plateada, un ser noble, nada impulsivo, calmado al igual que una cobra puede ser calmada. Cuando el garfio perforó la carne del macho, con uno de sus colmillos lanzó al domador por los aires. —El hombre salió disparado —dijo Stella—, volando como un pajarraco. Nunca más volvió a ver al elefante macho.
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  • 35. La trompa de Stella La trompa de Stella es cosa de milagro. Puede levantar un solo cacahuate con elegante precisión, hacerle cosquillas a un ratoncito extraviado o darle golpecitos en el hombro a un cuidador adormilado. Su trompa es excepcional, pero no llega al punto de poder quitar el cerrojo para salir de sus ruinosos dominios. Alrededor de las patas de Stella se ven unas viejas cicatrices de las cadenas que tuvo que llevar cuando era joven. Ella las llama sus “brazaletes”. Cuando trabajaba en el famoso circo, para su truco más difícil debía equilibrarse sobre un banquito en una sola pata. Un día se cayó del banquito y se lesionó la pata. Al quedar coja y no poder hacer lo mismo que los demás elefantes, el circo se la vendió a Mack. La pata de Stella nunca sanó del todo. Cojea al caminar, y a veces se le infecta cuando permanece en un mismo sitio demasiado tiempo. El invierno pasado, la pata se le hinchó al doble de su tamaño normal. Tuvo fiebre y pasó cinco días echada en el húmedo y frío suelo de sus dominios. Fueron días muy largos. No estoy seguro de que ahora esté completamente recuperada. Nunca se queja, así que es difícil saberlo.
  • 36. En el centro comercial Gran Circo nadie molesta con grilletes y cadenas. Una vieja cuerda atada a una argolla en el suelo es todo lo que se necesita. —Creen que soy muy vieja para meterme en problemas —dice Stella—. La edad avanzada es un disfraz poderoso —agrega.
  • 37. Un plan Han pasado dos días sin que vengan visitantes. Mack está de mal humor. Dice que estamos perdiendo más y más dinero. Dice que nos va a vender a todos. Cuando Telma, una papagaya azul y amarilla, le espeta “Dame un beso, grandote” por tercera vez en diez minutos, Mack le lanza una lata de refresco. Como a Telma le cortaron las alas, no puede volar, pero sí puede saltar. Justo a tiempo, brinca y evita el golpe. “Un piquito”, dice con un chillido agudo. Mack se aleja a zancadas y se encierra en su oficina con un portazo. Me pregunto si los visitantes se han cansado de mí. A lo mejor serviría de algo si aprendiera un par de trucos. A los humanos pareciera gustarles verme comer. Afortunadamente, siempre tengo hambre. Soy un comilón consumado. Un espalda plateada debe comer veinte kilos de alimento al día si quiere mantener su posición privilegiada. Veinte kilos de frutas y hojas y semillas y tallos y corteza y lianas y madera podrida. También disfruto de uno que otro insecto. V oy a tratar de comer más. A lo mejor así vendrán más visitantes. Mañana comeré veintitrés kilos. O incluso veinticinco.
  • 38. Eso seguramente pondrá contento a Mack.
  • 39. Bob Le explico mi plan a Bob. —Créeme, Iván —dice—: el problema no es tu apetito —salta a mi pecho y me lame la barbilla, en busca de restos de comida. Bob es un perro callejero, lo cual quiere decir que no tiene domicilio permanente. Es tan veloz y astuto que los trabajadores del centro comercial hace mucho desistieron de atraparlo. Bob puede colarse por grietas y agujeros cual rata entrenada. Subsiste relativamente bien a punta de restos de hot dogs que encuentra en la basura. De postre, lame los charcos de limonada derramada y las bolas de helado que fueron a dar al piso. He tratado de compartir mi alimento con Bob, pero es bastante remilgado para comer y dice que prefiere cazar por su cuenta. Bob es diminuto, enjuto y rápido, como una especie de ardilla que ladra. Tiene el pelo del color de las nueces y las orejas grandes. Mueve la cola como hierba al viento, en espiral, bailando. La cola de Bob me confunde y me marea. Esconde significados en otros significados, como las palabras de los humanos. “Estoy triste”, dice. “Estoy contento”. O también “¡Cuidado, podré ser pequeño, pero mis dientes son afilados!”. Los gorilas no sabríamos qué hacer con una cola. Nuestros sentimientos son
  • 40. sencillos. Nuestros traseros no llevan ningún adorno. Bob tenía tres hermanos machos y dos hembras. Los humanos los arrojaron desde una camioneta a la autopista cuando apenas tenían unas cuantas semanas. Bob rodó hasta una cuneta. Los demás no. En su primera noche en la autopista, durmió en el fango helado de la cuneta. Al despertar, tenía tanto frío que pasó una hora antes de que pudiera flexionar las patas. A la noche siguiente, durmió bajo un poco de heno sucio cerca de los botes de basura del centro comercial Gran Circo. A la siguiente, encontró el agujero en la esquina de mis dominios, donde el vidrio está roto. Soñé que me comía una dona peluda, y cuando desperté en la oscuridad, me encontré con un diminuto cachorro roncando sobre mi panza. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que el calor de otro ser me había reconfortado que no supe bien qué hacer. No es que no hubiera tenido visitantes. Mack había estado en mis dominios, claro, y muchos otros cuidadores. Había visto una buena cantidad de ratas pasar corriendo y una que otra golondrina se había colado por un agujero en el techo. Pero nadie se quedaba mucho tiempo. No me moví en toda la noche, por temor de despertar a Bob.
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  • 42. La vida en libertad Alguna vez le pregunté a Bob por qué no quería un hogar. Había notado que los humanos sienten una atracción irracional por los perros, y me imaginaba que un cachorro era mucho más fácil de cubrir de mimos que, digamos, un gorila. —Mi hogar está en todas partes —respondió Bob—. Soy un animal salvaje, mi amigo, indomable y que no se desanima por nada. Le dije que podía trabajar en nuestra función, como Snickers, la perrita poodle que se monta de un salto sobre Stella. Bob dijo que Snickers dormía en un almohadón rosa en la oficina de Mack. Dijo que comía carne apestosa de una lata. Hizo una mueca. Sus labios se entreabrieron, dejando ver sus dientes como agujas afiladas. —Los poodles son parásitos —dijo.
  • 43. Picasso Mack me entrega un crayón nuevecito, amarillo, y diez hojas de papel. —Es hora de que te ganes el sustento, Picasso —murmura. Me pregunto quién será el tal Picasso. ¿Tendrá un columpio de llanta, igual que yo? ¿Se comerá los crayones de vez en cuando? Sé que he perdido mi encanto, así que me esfuerzo por hacer lo mejor que puedo. Tomo el crayón y pienso. Paseo la mirada por mis dominios. ¿Qué hay que sea amarillo? Un plátano. Dibujo un plátano. El papel se desgarra, pero nada más un poco. Me echo hacia atrás y Mack recoge el dibujo: —Un nuevo día, un nuevo garabato —dice—. Llevas uno, faltan nueve. “¿Qué más es amarillo?”, me pregunto, recorriendo mis dominios de un vistazo. Dibujo otro plátano. Y luego otros ocho.
  • 44. Tres visitantes Han llegado tres visitantes: una mujer, un niño y una niña. Me pavoneo por mis dominios para que me vean. Me columpio en mi llanta. Me como tres cáscaras de plátano una tras otra. El niño escupe contra el vidrio. La niña tira un puñado de piedritas. A veces me da gusto que el vidrio esté ahí.
  • 45. Mis visitantes regresan Luego de la función, los niños que escupen y tiran piedritas vuelven. Les muestro mi impresionante dentadura. Chapoteo en mi alberca turbia. Gruño y aúllo. Como y como y como un poco más. Los niños golpetean su patético pecho. Lanzan más piedritas. —Changos sudados —murmuro. Les tiro una bola de mí. A veces quisiera que el vidrio no estuviera ahí.
  • 46. Vergüenza Lamento haber llamado changos sudados a esos niños. Mi madre se hubiera avergonzado de mí.
  • 47. Julia Al igual que los niños que escupen y tiran piedritas, Julia también es una niña, pero eso, a fin de cuentas, no es su culpa. Mientras George, su Papá, asea el centro comercial todas las noches, Julia se sienta cerca de mis dominios. Podría sentarse en cualquier otra parte: junto al carrusel, en la desierta área de comidas, en las graderías cubiertas de aserrín. Pero no exagero cuando digo que ella siempre prefiere sentarse cerca de mí. Creo que es porque a ambos nos fascina pintar. Sara, la mamá de Julia, solía ayudar en el aseo del centro comercial. Pero dejó de venir cuando se enfermó y se puso pálida y encorvada. Cada noche, Julia se ofrece a ayudar a George y, cada noche, él le responde con firmeza: —Tus tareas. Los pisos siempre volverán a ensuciarse. He descubierto que hacer las tareas involucra un lápiz con buena punta, y libros gruesos y largos suspiros. Me gusta masticar lápices, así que creo que me iría muy bien en eso de hacer tareas. A veces, Julia se queda dormida, y a veces lee sus libros, pero la mayor parte de las veces pinta dibujos y habla de cómo fue su día.
  • 48. No sé por qué me habla la gente, pero a menudo sucede. Quizás es porque piensan que no puedo entender lo que dicen. O tal vez es porque no puedo responder. A Julia le gustan las ciencias y el arte. No le cae bien Lila Burpee, que la fastidia porque su ropa es vieja, y sí le gusta Deshawn Williams, que también la fastidia pero de manera agradable, y le gustaría convertirse en una pintora famosa cuando sea grande. A veces Julia me dibuja. En sus imágenes soy un personaje elegante, con mi espalda plateada brillando como la luna sobre el musgo. Nunca me veo feroz, como en el desvaído anuncio de la autopista. Pero siempre me veo un poco triste, hay que admitirlo.
  • 49. Retratos de Bob Me encantan las imágenes de Bob que hace Julia. Lo pinta volando a través de la hoja de papel, un borrón peludo con patas. Lo pinta inmóvil, asomándose desde atrás de un bote de basura o del mullido montículo de mi panza. A veces, en sus dibujos, Julia le pone alas o una melena de león. Una vez le puso un caparazón de tortuga. Pero lo mejor que le ha puesto no fue en un dibujo. Julia le puso a Bob su nombre. Durante mucho tiempo nadie supo cómo llamar a Bob. De vez en cuando, un empleado del centro comercial trataba de acercársele con algo de comer. “Ven acá, perrito”, lo llamaban, tendiéndole una papa frita. “Anda, chucho, ¿no quieres un trozo de sándwich?”. Pero Bob siempre desaparecía entre las sombras antes de que alguien lograra acercarse. Una tarde, Julia decidió dibujarlo, echado como un ovillo en un rincón de mis dominios. Primero lo observó un buen rato, mordiéndose la uña del pulgar. Yo sabía que lo estaba mirando como lo hace un artista que contempla el mundo tratando de entenderlo. Finalmente, tomó el lápiz y se puso manos a la obra. Cuando terminó, sostuvo la hoja de papel ante sí.
  • 50. Ahí estaba, el diminuto perro orejón. Se veía astuto y alerta, y tenía algo de nostalgia en la mirada. Debajo de la figura de Bob había tres marcas gruesas y seguras, bordeadas de negro. Yo tenía bastante claro que eso era una palabra, aunque no pudiera leerla. El Papá de Julia miró por encima de ella. —Es el perro, idéntico —dijo, asintiendo. Señaló las marcas—. No había caído en la cuenta de que se llamaba Bob —agregó. —Yo tampoco —dijo Julia, y sonrió—. Primero tenía que dibujarlo.
  • 51. Bob y Julia Bob no permite que ningún humano lo toque. Dice que su olor lo pone mal de la panza. Pero de vez en cuando lo veo sentado a los pies de Julia. Ella lo acaricia con los dedos justo detrás de la oreja derecha.
  • 52. Mack Por lo general, Mack se va después de la última función. Pero hoy está en su oficina, trabajando hasta tarde. Al terminar, pasa por mis dominios y me observa durante un largo rato mientras bebe de una botella de vidrio color ámbar. George se reúne con él, escoba en mano, y Mack le dice lo mismo de siempre: “¿Qué tal el juego de anoche?” o “Los negocios van lentos, pero mejorarán, vas a ver” o “No se te olvide sacar la basura”. Mack mira el cuadro que Julia está pintando. —¿Qué dibujas? —le pregunta. —Es para mi mamá —contesta Julia—. Es un perro volador —sostiene el dibujo, estudiándolo con mirada crítica—. Le gustan los aviones, y los perros. —Ajá —murmura Mack, no muy convencido. Mira a George—. ¿Y cómo va tu esposa? —Más o menos lo mismo —contesta—. Tiene días buenos y días malos. —Sí, igual que el resto de la gente —dice Mack. Mack se aleja unos pasos, pero se detiene. Se lleva la mano al bolsillo, saca un arrugado billete verde, y lo deposita en la mano de George.
  • 53. —Toma —dice Mack, encogiéndose de hombros—. Cómprale más crayones a la niña. Mack ya ha llegado a la puerta cuando George le grita: —¡Gracias!
  • 54. Sin poder dormir —Stella —la llamo, una vez que Julia y su Papá se han ido—. No puedo dormir. —Claro que puedes —dice ella—. Eres el rey de los dormilones. —Shhhh —interviene Bob desde su lugar sobre mi panza—. Estoy soñando con papas fritas con chile. —Estoy cansado —sigo—, pero no tengo sueño. —¿De qué? —pregunta Stella. Lo pienso un momento. Es difícil ponerlo en palabras. Los gorilas no acostumbramos a quejarnos. Más bien, somos soñadores, poetas, filósofos, maestros en el arte de la siesta, pero no de las quejas. —No sé muy bien —pateo mi columpio de llanta—. Creo que estoy cansado de mis dominios. —Será porque son una jaula —me dice Bob. Bob no siempre es diplomático. —Ya sé —contesta Stella—. Tus dominios son muy pequeños.
  • 55. —Y tú eres un gorila muy grande —agrega Bob. —¿Stella? —pregunto. —¿Sí? —contesta ella. —Vi que hoy estabas cojeando más que siempre. ¿Te está doliendo la pata? —Un poco —responde. Suspiro. Bob se acomoda. Mueve las orejas. Babea un poco, pero no me importa. Estoy acostumbrado. —Prueba a comer algo —propone Stella—. Eso siempre te pone contento. Me como una zanahoria vieja, de color marrón. No me ayuda para nada, pero no se lo digo a Stella. Ella necesita dormir. —Intenta recordar un buen día —sugiere—. Eso es lo que hago cuando no puedo dormir. Stella recuerda cada instante desde que nació: cada olor, cada atardecer, cada desaire, cada triunfo. —Ya sabes que no soy bueno para recordar —digo. —Hay una diferencia entre no poder recordar y no querer recordar —contesta ella con suavidad. —Tienes razón —reconozco. No recordar puede ser difícil, pero he tenido mucho tiempo para ocuparme de eso.
  • 56. —Los recuerdos son muy valiosos —agrega Stella—. Nos sirven para saber quiénes somos. Trata de recordar a todos tus cuidadores. Siempre te cayó bien Karl, el de la armónica. Karl… sí. Me acuerdo que me regaló un coco cuando yo era aún un jovencito. Me tomó todo el día abrirlo. Trato de recordar a mis otros cuidadores… los humanos que limpiaban mis dominios y me preparaban la comida y a ratos me hacían compañía. Me acuerdo de Juan, que servía Pepsis en mi boca abierta. Y de Katrina, que me picaba con la escoba cuando me veía durmiendo. Y de Ellen que, con una sonrisa tristona, cantaba una canción que hablaba de monos mientras fregaba mi vasija de agua. También estaba Gerald, que una vez me regaló una caja de fresas enormes y dulces. Gerald era mi cuidador preferido. No he tenido un cuidador de verdad en mucho tiempo. Mack dice que no tiene dinero para pagar un niñero de simios. Últimamente, George se encarga de asear mi jaula, y Mack es quien me alimenta. Cuando pienso en todas las personas que me han cuidado, al que más recuerdo es a Mack, unos días sí y otros no, año tras año. Mack, que fue quien me compró y me crió, y quien dice que ya no soy lindo como antes. Como si un espalda plateada tuviera que ser lindo. La luz de la luna baña el carrusel inmóvil, y el silencioso puesto de palomitas de maíz, y el puesto de cinturones de piel que huelen a vacas de otros tiempos.
  • 57. La pesada respiración de Stella suena como el viento al pasar entre los árboles, y yo aguardo a que el sueño llegue.
  • 58. El escarabajo Mack me entrega un crayón negro nuevo y un montón de hojas de papel. Es hora de ponerme a trabajar. Huelo el crayón, le doy vueltas entre mis manos, presiono la punta contra mi palma. No hay nada que me guste más que un crayón nuevo. Recorro mis dominios con la mirada, en busca de algo para dibujar. ¿Qué hay que sea negro? Una cáscara de plátano ya vieja podría funcionar, pero me las comí todas. Noesquetepilla es de color marrón. Mi alberquita es azul. La uva pasa recubierta de yogur, que tengo reservada para esta tarde, es blanca, al menos por fuera. Algo se mueve en un rincón. ¡Tengo visita! Un escarabajo reluciente ha venido a verme. Con frecuencia, los bichos atraviesan mis dominios cuando van hacia otro lado. —Hola, escarabajo —le digo.
  • 59. Se queda paralizado, en silencio. Los insectos nunca quieren charlar. Este escarabajo es un bicho muy bonito, su cuerpo parece una nuez brillosa. Es negro, como una noche sin estrellas. ¡Eso es! ¡V oy a pintarlo! Es difícil dibujar algo nuevo. No tengo esa oportunidad muy a menudo. Pero lo intento. Miro al escarabajo, que tiene la amabilidad de quedarse inmóvil, y luego vuelvo los ojos al papel. Dibujo su cuerpo, las patas, las antenitas, la expresión avinagrada. Tengo suerte. El escarabajo se queda todo el día en mis dominios. Por lo general, los bichos no se quedan mucho cuando me visitan. Empiezo a preguntarme si este se sentirá bien. Bob, quien de vez en cuando come insectos, se ofrece a devorarlo. Le digo que no será necesario. Estoy por terminar el último dibujo cuando Mack regresa. Viene con Julia y George. Mack entra en mis dominios y recoge un dibujo. —¿Qué diablos es esto? —pregunta—. No sé qué piensa Iván que está dibujando. Esto es un cuadro de nada. Un pedazo grande y negro de nada. Julia está justo al lado de mis dominios. —¿Puedo ver? —pregunta.
  • 60. Mack sostiene mi dibujo contra el vidrio. Julia ladea la cabeza. Cierra un ojo. Luego lo abre y echa un vistazo a mis dominios. —¡Ya sé! —exclama—. ¡Es un escarabajo! ¿Ven ese que está allá junto a la alberca de Iván? —¡Caramba! Hace poco fumigué para evitar los bichos —Mack va hacia donde está el escarabajo y levanta un pie. Antes de que Mack lo aplaste de un pisotón, el escarabajo se desliza rápidamente y desaparece por una grieta en la pared. Mack vuelve a mis dibujos. —Entonces, ¿tú crees que esto es un escarabajo? Si tú lo dices, mi niña. —Seguro que es un escarabajo —responde Julia, y me sonríe—. Reconocería un escarabajo en cualquier parte. Siento que es buena cosa tener a otro artista cerca.
  • 61. Cambio Stella es la primera en notar que se avecina un cambio, pero al poco tiempo todos podemos percibirlo. Un nuevo animal llegará al centro comercial Gran Circo. ¿Cómo lo sabemos? Porque escuchamos, observamos y, más que nada, olfateamos el aire. Los humanos siempre huelen de una manera particular cuando se avecina un cambio. Como a carne podrida con un toque de papaya.
  • 62. ¿Qué será? Bob teme que nuestro nuevo vecino sea un gato gigante con ojos achinados y una larga cola enrollada. Pero Stella dice que esta tarde llegará un camión cargado con una elefanta bebé. —¿Cómo lo sabes? —le pregunto. Olfateo el aire, pero no percibo nada más que palomitas de maíz acarameladas. Me encantan las palomitas de maíz con caramelo. —La alcanzo a oír —dice Stella—. Está llamando a su mamá. Escucho atentamente. Oigo los carros que pasan. Oigo los ronquidos de los osos en sus dominios alambrados. Pero no oigo ningún elefante. —Eso es lo que tú quisieras —comento. Stella cierra los ojos. —No —dice bajito—. No son sólo mis deseos. Para nada.
  • 63. Jambo Mi televisor está apagado así que, mientras esperamos a nuestro nuevo vecino, le pido a Stella que nos cuente un cuento. Ella se frota la pata delantera derecha contra la pared. Está hinchada otra vez, y de un feo color rojizo. —Si no te sientes bien, Stella —le digo—, duerme una siesta y nos cuentas un cuento más tarde. —Estoy bien —declara, y con cuidado apoya todo su peso en las demás patas. —Cuéntanos la historia de Jambo —le pido. Es una de mis favoritas y no creo que Bob la haya escuchado. Stella conoce muchas historias, porque lo recuerda todo. Me gustan los cuentos que tienen un negro comienzo, que luego se vuelven tempestuosos y que terminan como un cielo azul y sin nubes. Pero cualquier historia estaría bien. No estoy en situación de ponerme con remilgos. —Había una vez —empieza Stella— un niño humano. Estaba visitando a una familia de gorilas en un lugar llamado zoológico. —¿Qué es un zoológico? —pregunta Bob. Podrá ser un perro callejero que
  • 64. sabe vivir por su cuenta, pero hay mucho del mundo que desconoce. —Un buen zoológico es un amplio territorio —explica Stella—. Con jaulas que son más bien recintos en la naturaleza. Un lugar seguro para vivir. Hay espacio para deambular, y humanos que no tratan de lastimar a los animales — hace una pausa y sopesa sus palabras—. Un buen zoológico es la manera en que los humanos nos dan una compensación. Stella se mueve un poco, se queja levemente. —El niño se subió a un muro, y allí estaba, mirando, señalando —continúa—, pero perdió el equilibrio y cayó dentro del recinto. —Los humanos son torpes —la interrumpo—. Si caminaran apoyándose en los nudillos, no se caerían con tanta frecuencia. Stella asiente. —Tienes razón, Iván. De todos modos, el niño yacía inmóvil, mientras los humanos estaban impactados y gritaban. El espalda plateada, que se llamaba Jambo, examinó al muchacho, como era su deber, mientras su clan observaba desde una distancia prudente. » Jambo acarició con suavidad al niño. Percibió el olor de su dolor, y se dispuso a montar guardia junto a él. » Cuando el muchacho volvió en sí, sus humanos le gritaron: “¡Quédate quieto! ¡No te vayas a mover!”, porque estaban seguros, con esa seguridad que siempre tienen los humanos con respecto a ciertas cosas, de que Jambo iba a aplastarlo hasta matarlo. » El niño gimió. La multitud esperó, en silencio, preparada para lo peor.
  • 65. » Jambo se alejó con su clan. » Varios hombres se deslizaron con cuerdas al interior del recinto y sacaron al muchacho para depositarlo en los brazos de quienes lo esperaban. —¿Y estaba bien? —pregunta Bob. —No se había lastimado —dice Stella—, aunque no me sorprendería que sus padres lo hubieran abrazado muchas veces esa noche, entre un regaño y otro. Bob, que ha estado mordisqueando su propia cola, hace una pausa y ladea la cabeza. —¿Es una historia real? —Siempre digo la verdad —responde Stella—, aunque a veces confunda los hechos.
  • 66. La suerte He oído la historia de Jambo muchas veces. Stella cuenta que a los humanos les llamó la atención que el enorme espalda plateada no matara al niño. “¿Por qué eso les sorprendió tanto?”, me pregunto. El niño era pequeño, estaba solo y asustado. Al fin y al cabo, era simplemente otro gran simio. Bob me da un empujoncito con su fría nariz. —Iván —empieza—, ¿por qué Stella y tú no están en un zoológico? Miro a Stella, que me devuelve la mirada. Se le pinta una sonrisa de tristeza en los ojos, apenas perceptible, como sólo pueden hacerlo los elefantes. —Supongo que es nuestra suerte —dice ella.
  • 67. La llegada La nueva habitante llega después de la función de las 4. Cuando el camión se acerca pesadamente hacia el estacionamiento, Bob corretea hasta allá para mantenernos informados. Bob siempre sabe lo que está sucediendo. Es un amigo muy útil, sobre todo cuando uno no puede salir de sus dominios. Con un gruñido, Mack levanta la cortina metálica que hay cerca del área de comidas, que es el lugar por el cual se hacen las entregas. Un enorme camión blanco retrocede para meterse por esa puerta, mientras escupe humo. Cuando el conductor lo abre, sé que Stella estaba en lo cierto. Adentro hay un elefante bebé. Veo su trompa, que asoma entre la oscuridad. Me alegro por Stella pero, cuando volteo a mirarla, sé que no está para nada contenta. —¡Todos atrás! —grita Mack—. Tenemos una nueva compañera. Esta es Ruby, muchachos. Trescientos kilos de diversión que nos van a salvar el pellejo. Esta chica va a lograr que vendamos muchos boletos. Junto con otros dos hombres, Mack sube a la negra caverna del camión. Oímos ruidos, movimientos, una palabra que Mack suele usar cuando está enojado.
  • 68. Ruby también hace un ruido, como el de las trompetitas que venden en la tienda de regalos. —¡Muévete! —ordena Mack, pero Ruby sigue sin aparecer—. ¡Muévete! — ordena otra vez—. ¡Que no tenemos todo el día! En sus dominios, Stella se pasea de un lado para otro tanto como puede: dos pasos de ida, dos de vuelta. Golpea su trompa contra los oxidados barrotes. Refunfuña. —Stella —le pregunto—, ¿oíste a la bebé? Stella murmura algo en voz muy baja, una palabra que usa cuando se enoja.
  • 69. —Tranquila —le digo—. Todo va a salir bien. —Las cosas nunca jamás van a estar bien, Iván —responde, y sé que es mejor que guarde silencio.
  • 70. Stella ayuda Los hombres siguen gritando. Parte de los gritos van dirigidos de unos a otros, pero la mayoría son para Ruby. Oímos movimientos, pisotones. Un lado del camión vibra con un golpe. —Empieza a caerme bien esta elefantita —susurra Bob. —V oy por la grande —dice Mack—. A lo mejor ella puede convencer a la pequeña diablita para que salga del camión. Mack abre la puerta de Stella. —Anda, chica —la apremia, y desata el lazo que la amarra a la argolla en el suelo. Stella sale a la carrera, casi derribando a Mack. Corre todo lo que puede, cojeando visiblemente, hacia la parte trasera del camión, que está abierta. Su pata maltrecha se golpea en el borde de la rampa y hace una mueca de dolor. La sangre empieza a chorrearle. A mitad de la rampa, se detiene. El ruido en el camión cesa. Ruby se calla. Stella sube lentamente el resto de la rampa, que rechina bajo su peso, y sé lo mucho que le duele la pata por la manera torpe en que camina.
  • 71. Al final de la rampa se detiene, y adelanta su trompa hacia la oscuridad. Esperamos. La trompita gris asoma de nuevo. Con timidez tantea el aire. Stella enrosca su trompa alrededor de la de la pequeña. Ambas emiten suaves ruidos sordos. Esperamos un poco más. El centro comercial Gran Circo ha caído en el silencio. Paso, paso, pausa. Paso, paso, pausa. Y ahí está la elefantita, tan pequeña que puede caber debajo de Stella, y sobra espacio. La piel le cuelga y se bambolea insegura mientras baja por la rampa. —No es un espécimen de campeonato —dice Mack—, pero la conseguí muy barata de un circo que estaba en quiebra. La mandaron traer desde África, y llevaban apenas un mes con ella cuando quebraron —señala a Ruby con un gesto—. Lo cierto es que a la gente le encantan los bebés. Ya sean elefantes bebés, o gorilas. Y les apuesto a que si me dan un bebé caimán hago un gran negocio. Stella conduce a Ruby hacia sus dominios. Mack y los dos hombres las siguen. Ante la puerta de Stella, la elefantita vacila. Mack le da un empujón, pero ella no cede. —¡Condenada! ¡A ver si entiendes cómo es esto! —murmura, pero Ruby no se mueve, y tampoco Stella. Mack toma una escoba y la levanta en el aire. Al instante, Stella se interpone entre él y Ruby, para protegerla.
  • 72. —¡A la jaula! ¡Las dos! —vocifera Mack. Stella lo mira, pensativa. Con firme delicadeza, Stella empuja a la pequeña hacia sus dominios. Y sólo entonces, ella entra también. Mack cierra de un portazo, que resuena con un eco metálico. Veo dos trompas entrelazadas. Oigo murmurar a Stella. —¡Pobre pequeña! —dice Bob—. Bienvenida al centro comercial Gran Circo, en la salida 8, con galería de videojuegos, hogar de Iván, el único e incomparable, el único y sin par, el poderoso gorila espalda plateada.
  • 73. Noticias atrasadas Cuando llega Julia, se sienta cerca de los dominios de Stella y contempla a la bebé. Escasamente me habla. Stella tampoco me habla. Está demasiado ocupada consolando y consintiendo a Ruby. Es linda, la pequeña Ruby, con sus grandes orejas que se mueven como hojas de palmera. Pero yo soy guapo y fuerte. Bob trota en círculo alrededor de mi panza antes de echarse en el mejor lugar. —Convéncete, Iván —me dice—. Tú ya no eres noticia. Julia saca una hoja de papel y un lápiz. Alcanzo a ver que está dibujando a Ruby. Me voy hacia un rincón de mis dominios a lamentarme. Bob rezonga. No le gusta que perturbe sus siestas. —Tu tarea —insiste el Papá de Julia. Ella suspira y hace a un lado su dibujo. Suelto un gruñido, y Julia mira hacia donde estoy. —Pobre, mi viejo Iván —dice—. No te he hecho nada de caso, ¿no?
  • 74. Gruño de nuevo, con voz digna e indiferente. Julia piensa un poco y luego sonríe. Se acerca a mis dominios, al rincón donde el vidrio está roto. Desliza unas hojas de papel hacia dentro. Hace rodar un lápiz por el piso de cemento. —Tú también puedes pintar a la elefantita bebé —dice. Parto el lápiz por la mitad con mis portentosos dientes. Luego, me como parte del papel.
  • 75. Trucos Incluso después de que Julia y su Papá se van, yo sigo enfurruñado. Pero no sirve de nada. Los gorilas no estamos hechos para esas cosas. —Stella —la llamo—. Es luna llena, ¿viste? A veces, cuando estamos de suerte, alcanzamos a ver un cachito de la luna por la claraboya del área de comidas. —Sí, ya vi —dice ella, en susurros. Me doy cuenta de que Ruby debe estar dormida. —¿Ruby está bien? —pregunto. —Está muy flaca, Iván —contesta—. Pobre pequeña. Pasó días enteros en ese camión. Mack se la compró a un circo, de la misma manera que me compró a mí. Pero ella no llevaba mucho tiempo allí. Nació libre, como nosotros. —¿Y va a estar bien? —pregunto. Stella no responde a mi pregunta. —Los domadores del circo la encadenaron al piso, Iván. Las cuatro patas, veintitrés horas al día.
  • 76. Trato de pensar por qué podría ser bueno eso. Siempre procuro darles a los humanos el beneficio de la duda. —¿Y por qué lo hacían? —pregunto al fin. —Para quebrarle el carácter —dice Stella—. Para que pudiera aprender a subirse a un pedestal. Para que aprendiera a pararse sobre las patas traseras. Para que un perrito pudiera subirse a su lomo mientras ella da vueltas en círculos sin cesar. Oigo el tono cansado de su voz y pienso en todos los trucos que Stella ha aprendido.
  • 77. Presentaciones Cuando me despierto, a la mañana siguiente, veo una trompita que se asoma por entre los barrotes de los dominios de Stella. —Hola —dice una vocecita nítida—. Me llamo Ruby —y saluda con la trompa. —Hola —contesto—. Yo soy Iván. —¿Eres un mono? —pregunta ella. —De ninguna manera. Bob levanta las orejas, aunque mantiene los ojos cerrados. —Es un gorila —aclara—, y yo soy un perro de ancestro incierto. —¿Por qué se trepó el perro a tu panza? —pregunta Ruby. —Porque me la encontré ahí —murmura Bob. —¿Stella ya despertó? —pregunto. —La tía Stella está dormida —dice—. Me parece que le duele la pata. Ruby vuelve la cabeza. Sus ojos son como los de Stella, negros y de largas
  • 78. pestañas, como dos lagos muy profundos bordeados de hierba alta. —¿Y el desayuno? —Pronto —digo—. Cuando el centro comercial se abra y los empleados lleguen. —¿Y dónde…? —Ruby se voltea en la otra dirección—. ¿Dónde están los demás elefantes? —Son sólo Stella y tú —digo, y por alguna razón siento que acabo de defraudarla. —¿Y hay más como tú? —No —respondo—, por el momento. Ruby levanta un poco de heno y lo examina. —¿Tienes Papá y mamá? —Sí… en otros tiempos. —Todo el mundo tiene Papás —aclara Bob—. Es inevitable. —Antes del circo, yo vivía con mi mamá y mis tías y mis hermanas y mis primas —explica Ruby. Deja caer el manojo de heno, lo levanta de nuevo, lo hace girar—. Están muertas. No sé qué decir. No estoy disfrutando esta conversación, a decir verdad, pero me doy cuenta de que Ruby no ha terminado con lo que quiere decir. Por cortesía digo:
  • 79. —Lo lamento mucho, Ruby. —Los humanos las mataron —continúa. —¿Quién más? —pregunta Bob y quedamos todos en silencio.
  • 80. Stella y Ruby Stella se pasa toda la mañana acariciando a Ruby, dándole golpecitos cariñosos, olfateándola. Ambas se abanican con las orejas, sueltan ruidos como gruñidos y rugidos. Se mecen juntas como si estuvieran bailando. Ruby se agarra de la cola de Stella. Se desliza bajo su panza. A ratos nada más se apoyan una contra otra, con las trompas entrecruzadas, como lianas en la selva. Stella se ve tan feliz. Verlas es mejor que cualquier programa de la naturaleza que haya en la televisión.
  • 81.
  • 82. Hogar del único e incomparable Iván George y Mack están en la autopista. Puedo verlos por una de mis ventanas. Están uno junto al otro, cada cual en una escalera de madera apoyada contra el anuncio que invita a detenerse para visitar a Iván, el único e incomparable, el único y sin par, el poderoso gorila espalda plateada. George tiene una cubeta y un cepillo de palo muy largo. Mack tiene pliegos de papel. Sostiene uno sobre el anuncio, George mete el cepillo en la cubeta y moja el papel con el líquido que esta contiene. De alguna manera, así consigue que el papel se quede en su lugar. Pegan muchos pliegos de papel antes de terminar. Cuando se bajan de las escaleras, veo que han agregado un dibujo de una pequeña elefanta al anuncio. La elefantita tiene la sonrisa torcida. Lleva un sombrero rojo y su cola se curva en espiral como la de un cerdo. No se parece a Ruby. Ni siquiera se parece a un elefante. Apenas llevo un día de conocer a Ruby, y hubiera podido dibujarla mejor.
  • 83. Lecciones de arte Ruby hace muchas preguntas: “¿Por qué tienes la panza tan grande, Iván?” y “¿Alguna vez has visto una jirafa verde?” y “¿Podrías conseguirme una de esas nubes rosas que están comiendo esos humanos?”. Cuando pregunta: —¿Qué es eso que hay en tu pared? —le explico que es una selva. Ella dice que las flores no huelen y que la cascada no tiene agua y que los árboles no tienen raíces. —Eso ya lo sé —le aclaro—. Es arte. Un dibujo hecho con pintura. —¿Y tú sabes hacer arte? —pregunta ella. —Sí, sí sé —respondo, e hincho el pecho tan sólo un poco—. Siempre he sido un artista. Me encanta pintar. —¿Por qué te encanta? Hago una pausa. Nunca antes he hablado con nadie de esto. —Cuando estoy pintando siento… siento calma dentro de mí. Ruby frunce el entrecejo:
  • 84. —La calma aburre. —No siempre. Ruby se rasca la nuca con su trompa. —¿Y qué es lo que pintas? —Plátanos, más que nada. Cosas que encuentro en mis dominios. Mis cuadros se venden en la tienda de regalos, a veinticinco dólares con marco. —¿Qué es un marco? —pregunta Ruby—. ¿Qué es un dólar? ¿Qué es una tienda de regalos? Cierro los ojos. —Tengo algo de sueño, ¿sabes, Ruby? —¿Alguna vez has conducido un camión? No respondo. —¿Iván? —pregunta ella—. ¿Bob puede volar? Un recuerdo me devuelve rápidamente al pasado, y me sorprende. Pienso en mi padre, roncando tranquilamente al sol mientras yo trataba de despertarlo con todos los trucos que se me ocurrían. Me doy cuenta de que quizás no dormía tan profundamente.
  • 85. Una golosina —¿Cómo va esa pata, mi niña? —le pregunta George a Stella. Stella saca la trompa por entre los barrotes. Inspecciona el bolsillo derecho de la camisa de George, en busca de la golosina que le trae sin falta noche tras noche. A mí no siempre me trae golosinas. Stella es su preferida, pero eso me tiene sin cuidado, pues también es mi preferida. Stella se da cuenta de que el bolsillo está vacío. Le da a George un golpecito con la trompa, que expresa su frustración, y Julia suelta una risita. Stella sigue al bolsillo izquierdo de George, y allí descubre una zanahoria. Rápidamente la extrae. Mack pasa por allí. —El inodoro del baño de hombres está tapado —dice—, un asco. —Yo me encargo —suspira George. Mack se da la vuelta para irse. —Antes de que te vayas, Mack —le dice George—, sería bueno que vieras la pata de Stella. Me parece que está infectada nuevamente.
  • 86. —Esa maldita pata nunca se cura del todo —Mack se restriega los ojos—. Me ocuparé de eso. Aunque estamos cortos de dinero. No puedo andar llamando al veterinario cada vez que Stella estornuda. George le acaricia la trompa a Stella. Ella busca en sus bolsillos otra vez, por si hubiera algo más. —Lo siento, pequeña —dice George, y mira alejarse a Mack.
  • 87. Chistes de elefantes —¿Iván? ¿Bob? Abro los ojos. El cielo del amanecer es un manchón gris salpicado de rosa, como un cuadro pintado con crayones de dos colores. Escasamente puedo distinguir a Ruby entre las sombras, que me saluda moviendo la trompa. —¿Están despiertos? —pregunta ella. —Ahora ya lo estamos —dice Bob. —La tía Stella duerme todavía, y no quiero despertarla porque me dijo que le dolía la pata, pero de verdad estoy muy muy —hace una pausa para tomar aire —, pero muy aburrida. Bob abre un ojo. —¿Sabes qué hago cuando estoy aburrido? —¿Qué? —pregunta Ruby ansiosa. Bob cierra el ojo que abrió. —Duermo. —Es un poco temprano, Ruby —le digo.
  • 88. —Estoy acostumbrada a levantarme temprano —Ruby rodea uno de los barrotes con su trompa—. En mi antiguo circo siempre nos levantábamos cuando aún estaba oscuro, después desayunábamos y caminábamos en círculos. Y luego me encadenaban las patas, y eso sí que dolía. Ruby calla. Al instante, Bob está roncando. —¿Iván? —pregunta Ruby—. ¿Te sabes algún chiste? Me gustan mucho los de elefantes. —Mmmm… déjame pensar. Una vez le oí uno a Mack —bostezo—. Eeeemmm… ¿Cómo puedes saber que un elefante anduvo en el refrigerador? —¿Cómo? —Por las huellas en la mantequilla. Ruby no reacciona. Me levanto un poco, para quedar apoyado en los codos y no molestar a Bob. —¿Lo entendiste? —¿Qué es un refrigerador? —pregunta Ruby. —Es una cosa de los humanos, una caja fría con una puerta. Adentro meten la comida. —¿Meten la comida en la puerta? ¿O en la caja? ¿Es una caja grande? — pregunta Ruby—. ¿O chica? Veo que esto va a tomar un rato, así que me enderezo para sentarme. Bob se desliza por mi panza, gruñendo.
  • 89. Tomo mi lápiz, el que partí en dos con los dientes. —Ven —propongo—, voy a pintarte un refrigerador. En la escasa luz que hay, me toma algo de tiempo encontrar un trozo del papel que me dio Julia. Está un poco húmedo y untado de algo anaranjado. Creo que es mandarina. Trato de pintar un refrigerador, lo mejor posible. El lápiz quebrado no me ayuda, pero hago lo que puedo. Para cuando termino, los primeros rayos del sol de la mañana han aparecido con colores vibrantes de dibujos animados. Sostengo mi dibujo para que Ruby lo vea. Lo examina atentamente, con la cabeza ladeada de manera que uno de sus negros ojos enfoca el dibujo.
  • 90. —¡Caramba! ¿Tú lo hiciste? ¿Es eso de lo que estabas hablándome antes? ¿Arte? —Exacto. Puedo dibujar todo tipo de cosas. Las frutas me salen especialmente bien. —¿Podrías dibujar un plátano ahora mismo? —pregunta ella. —Por supuesto —le doy vuelta al papel y empiezo a hacer trazos. —¡Caramba! —exclama Ruby de nuevo con voz de asombro cuando le
  • 91. muestro el dibujo—. Está como para comérselo. Deja escapar un sonido alegre y cantarín, la risa elefantesca. Es como el canto de un pájaro que recuerdo de hace mucho tiempo, un pequeño pajarito amarillo con un gorjeo como de agua danzarina. Es curioso. Se me había olvidado por completo ese pajarito, cómo me despertaba todas las mañanas al amanecer, cuando yo aún estaba cómodamente acurrucado en el nido de mi madre. Se siente bien hacer reír a Ruby, así que dibujo otra cosa, y otra, en los bordes del trozo de papel: una naranja, un caramelo, una zanahoria. —¿Qué hacen ustedes dos? —pregunta Stella, y se queja un poco al tratar de mover su pata maltrecha. —¿Cómo amaneciste? —le pregunto. —Se me nota la edad —dice ella—, pero bien. —Iván me está pintando unos dibujos —agrega Ruby—. Y me contó un chiste. Iván me cae muy bien, tía Stella. Stella me guiña un ojo. —A mí también —dice. —Iván, ¿quieres que te cuente mi chiste preferido? —pregunta Ruby—. Se lo oí a Maggie, una de las jirafas de mi antiguo circo. —¡Claro que sí! —respondo.
  • 92. —Así va —Ruby se aclara la voz—. ¿Qué tienen los elefantes que ningún otro animal puede tener? “La trompa”, pienso, pero no lo digo porque no quiero echarle a perder la diversión. —No sé, Ruby. ¿Qué es lo que tienen los elefantes que ningún otro animal puede tener? —Pues bebés elefantes —dice ella. —Muy buen chiste, Ruby —comento, mientras veo a Stella que le acaricia el lomo a Ruby con su trompa. —Muy bueno —dice Stella en voz baja.
  • 93. Hijos Alguna vez le pregunté a Stella si había tenido hijos. Negó moviendo la cabeza. —Nunca tuve esa alternativa. —Hubieras sido una magnífica mamá —le dije. —Gracias, Iván —contestó, evidentemente complacida—. Eso quisiera pensar. Tener crías implica una responsabilidad muy grande. Tienes que enseñarles a darse baños de barro, claro, e insistir en la importancia de la fibra en su dieta —miró hacia otro lado, pensativa. Los elefantes sí que saben verse pensativos. —Creo que lo más difícil de tener hijos es mantener a tus bebés a salvo de cualquier peligro —añadió luego de un rato—. Saber cómo protegerlos. —Como hacen los gorilas espalda plateada en la selva —dije yo. —Exactamente —asintió ella. —Eso también lo hubieras hecho bien —dije con confianza. —Yo no estoy tan segura —respondió ella, mirando los barrotes a su
  • 94. alrededor—. No estoy para nada segura.
  • 95. El estacionamiento Mack y George charlan mientras George limpia una de mis ventanas. —George —dice Mack arrugando el ceño—, hay algo raro con el estacionamiento. George suspira. —Iré a ver en cuanto termine con esta ventana. ¿Qué es lo que sucede? —Hay carros estacionados, eso es lo que es raro. ¡Carros, George! —Mack sonríe—. Me parece que las cosas están empezando a mejorar. Debe ser por el anuncio. La gente ve a esa elefantita, y no pueden dejar de detenerse y gastar el dinero que se ganaron con el sudor de su frente. —Eso espero —dice George—. No nos caería nada mal que las cosas mejoraran. Mack tiene razón. He notado que tenemos más público desde que él y George añadieron la imagen de Ruby al anuncio. La gente se agolpa alrededor de sus dominios, exclamando con admiración al ver a semejante elefantita tan pequeña. Contemplo el anuncio que hace que los humanos se detengan y gasten el dinero que se ganan con el sudor de su frente. Tengo que reconocer que el dibujo de Ruby es simpático, aunque no parezca una elefantita de verdad.
  • 96. Me pregunto si Mack podría agregarle un sombrerito rojo y una cola en espiral a mi imagen del anuncio. A lo mejor así habría más visitantes frente a mis dominios. No me caerían mal esas exclamaciones de admiración.
  • 97. La historia de Ruby —Iván, cuéntame otro chiste ¡por favor! —me ruega Ruby después de la función de las 2. —Creo que se me acabaron los chistes —confieso. —Entonces, un cuento —dice Ruby—. La tía Stella duerme y no tengo nada qué hacer. Me doy golpecitos en la quijada. Intento pensar. Pero cuando miro hacia la claraboya del área de comidas, me maravillo con las nubes que pasan rápidamente. Ruby mueve una pata con impaciencia. —¡Ya sé! Yo te voy a contar un cuento —propone—. Uno que sucedió de verdad. —Buena idea —respondo—. ¿De qué se trata? —Se trata de mí —Ruby baja la voz—. Es sobre mí y de cómo caí en un agujero. Un enorme agujero que los humanos cavaron. Bob para las orejas y se reúne conmigo en la ventana. —Siempre me gustan las historias de agujeros y excavaciones —dice.
  • 98. —Era un enorme agujero lleno de agua cerca de una aldea —dice Ruby—. No sé por qué lo habrían hecho los humanos. —Es que a veces tienes ganas de hacer huecos por el puro placer de cavar — reflexiona Bob. —Buscábamos comida —dice Ruby—, mi familia y yo. Pero me alejé un poco, me perdí y fui a parar demasiado cerca de la aldea —me mira, con los ojos bien abiertos—. Estaba tan asustada que me caí en ese agujero. —Tenías razón en estar asustada —la consuelo—. Yo también hubiera sentido miedo. —Yo también —admite Bob—, y eso que a mí me gustan los agujeros. —El agujero era enorme —Ruby asoma la trompa por entre los barrotes y traza un círculo con ella—. ¿Y saben qué? —pero continúa sin esperar respuesta—. El agua me llegaba al cuello y estaba segura de que allí iba a morir. Siento un escalofrío. —¿Y qué pasó después? —pregunto. —Yo les cuento lo que sucedió —dice Bob con tono misterioso—. La capturaron, la metieron en una caja y la mandaron lejos, y aquí la tenemos. Justo lo mismo que hicieron con Stella —hace una pausa para rascarse una oreja—. ¡Esos humanos! Hasta las ratas tienen más corazón. Hasta las cucarachas tienen un alma más bondadosa. Hasta las moscas… —¡No, Bob! —interrumpe Ruby—. Te equivocas. Estos humanos me ayudaron. Cuando me vieron atrapada allí, fueron por lazos y los pasaron
  • 99. alrededor de mi cuello y de mi panza. Toda la aldea ayudó, hasta los niños y los abuelos, y todos jalaron y jalaron… Ruby calla. Tiene las pestañas húmedas, y sé que debe estar recordando todos los sentimientos de ese día. —… y me salvaron —termina en un susurro. Bob parpadea incrédulo. —¿Te salvaron? —repite. —Cuando logré salir, todos gritaron de alegría —dice ella—. Y los niños me dieron fruta. Y después todos esos humanos me guiaron hacia mi familia. Les tomó el día entero encontrarla. —Increíble —exclama Bob, todavía sin poderlo creer. —Es verdad —dice Ruby—. Todo lo que he dicho es cierto. —Claro que es cierto —anoto. —He oído de rescates como ese antes —es la voz de Stella. Se oye tan cansada. Lentamente llega hasta donde está Ruby—. Los humanos consiguen sorprendernos a veces. Una especie impredecible, estos Homo sapiens. Bob sigue sin convencerse. —Pero Ruby está aquí ahora —señala—. Si los humanos fueran tan fabulosos, ¿quiénes fueron los que la trajeron hasta acá? Le lanzo a Bob una mirada de enojo. A veces no sabe cuándo es mejor
  • 100. quedarse callado. Ruby traga saliva, y me parece que está a punto de echarse a llorar. Pero cuando habla, su voz se oye fuerte. —Fueron humanos de los malos los que mataron a mi familia y los que me mandaron para acá. Pero ese día en el agujero, fueron humanos los que me salvaron —Ruby recuesta la cabeza sobre el hombro de Stella—. Esos eran buenas personas. —No tiene lógica —dice Bob—. No logro entenderlos, nunca podré. —No eres el único —digo, y vuelvo la mirada hacia las nubes grises que pasan apresuradas.
  • 101. Un éxito A Stella le duele tanto la pata que en la función de las 2 el dolor no le permite hacer ningún truco elaborado. En lugar de eso, Mack la saca de sus dominios, cojeando, para ir a dar una triste vuelta a la pista. Ruby la sigue como si fuera su sombra. Sus ojos se abren asombrados cuando Snickers salta al lomo de Stella para luego posarse en la cabeza. En la función de las 4, Stella no logra llegar más allá de la entrada a la pista, y Ruby se niega a alejarse de ella. Para la función de las 7, Stella permanece en sus dominios. Cuando Mack va a buscar a Ruby, Stella le dice algo al oído a la elefantita, que la mira con ojos suplicantes, pero tras un momento, sigue a Mack hacia la pista. Ruby está solita. Los reflectores la hacen parpadear. Menea sus orejas. Hace sonar su diminuta trompa.
  • 102.
  • 103. Los humanos dejan de comer sus palomitas de maíz. Sueltan exclamaciones enternecidas. Aplauden. Ruby es todo un éxito. No sé si sentirme triste o contento.
  • 104. Preocupación Cuando Julia aparece después de la función, llega con tres gruesos libros, un lápiz y algo que ella llama marcadores mágicos. —Toma, Iván —dice y desliza dos marcadores mágicos y una hoja de papel dentro de mis dominios. Me gustan esos colores de atardecer, rojo y morado. Pero no tengo ganas de colorear. Me preocupa Stella. Ha estado muy callada y quieta toda la tarde, y no ha probado su cena. Julia sigue mi mirada. —¿Y dónde está Stella? —pregunta, y va hacia la puerta de sus dominios. Ruby extiende la trompa y Julia la acaricia—. Hola, bebé —la saluda—. ¿Stella está bien? Stella está tendida sobre un montón de heno sucio. Su respiración suena entrecortada. —Papá —llama Julia—, ¿podrías venir un momento? George deja su trapeador. —¿Tú crees que está bien, Papá? —pregunta—. Oye cómo respira. ¿Podemos avisarle a Mack? Creo que las cosas no andan nada bien.
  • 105. —Él ya debe saberlo —dice George frotándose la barbilla—. Siempre lo sabe. Pero es que un veterinario cuesta mucho, Julia. —¡Por favor, Papá! —Julia tiene los ojos llenos de lágrimas—. Avísale a Mack. George mira a Stella, se lleva las manos a la cintura y suspira. Va a buscar a Mack. No consigo oír todo lo que dice, pero veo que los labios de George se transforman en una delgada línea tensa. Las expresiones de los humanos se parecen mucho a las de los gorilas. —Mack dice que el veterinario vendrá mañana en la mañana si Stella no mejora. Dice que no va a permitir que le pase nada, y menos con todo el dinero que ha invertido en ella —George le acaricia el pelo a su hija—. Va a ponerse bien. Es una elefanta muy fuerte. Julia se sienta junto a los dominios de Stella hasta que llega la hora de irse a casa. No hace su tarea. Ni siquiera pinta.
  • 106. La promesa Mis dominios brillan bajo la luz de la luna cuando me despierto porque Stella me llama. —¿Iván? —dice Stella con un susurro ronco—. ¿Iván? —Aquí estoy, Stella —me enderezo abruptamente y Bob resbala de mi estómago. Corro hacia una de mis ventanas. Veo a Ruby junto a Stella, profundamente dormida. —Iván, quiero que me prometas una cosa —dice Stella. —Lo que quieras —respondo. —Nunca le he pedido a nadie que me prometa nada, porque las promesas son para siempre, y “para siempre” es un lapso de tiempo muy largo. Más cuando uno está en una jaula. —En unos dominios —la corrijo. —Dominios, de acuerdo —repite. Me levanto hasta alcanzar toda mi estatura. —Te lo prometo, Stella —digo con una voz muy semejante a la de mi padre.
  • 107. —Pero no sabes aún lo que te estoy pidiendo —responde, y cierra los ojos unos instantes. Su enorme pecho se estremece. —Igual, te lo prometo. Stella no dice nada durante un buen rato. —No importa —dice al fin—. No sé en qué estaba pensando. El dolor me tiene confundida. Ruby se mueve. Su trompa se estira, como si tratara de alcanzar algo que no está ahí. Cuando pronuncio las palabras, me sorprenden. —Quieres que me ocupe de Ruby. Stella asiente con un gesto rápido que la hace estremecer. —Si ella pudiera vivir una vida que fuera… diferente de la mía. Necesita un lugar seguro, Iván… no… —No vivir aquí —digo. Sería más sencillo prometerle dejar de comer, dejar de respirar, dejar de ser un gorila. —Te lo prometo, Stella —le digo—. Te doy mi palabra de gorila espalda plateada.
  • 108. Saberlo Antes que Mack, antes que Bob e incluso que la propia Ruby, sé que Stella se ha ido. Lo sé, al igual que uno sabe que el verano ha terminado y que se acerca el invierno. Lo sé, y ya. Stella una vez me dijo bromeando que los elefantes eran superiores porque sentían más dicha y más pena que los simios. —El corazón de los gorilas está hecho de hielo, Iván —dijo, con los ojos brillantes—. El de los elefantes, de fuego. Ahora mismo daría todas las pasas recubiertas de yogur del mundo por tener un corazón de hielo.
  • 109. Cinco hombres Bob lo oyó de una rata, una de fiar, que habían echado el cadáver de Stella en un camión de la basura. Se necesitaron cinco hombres y un montacargas para hacerlo.
  • 110. Consuelo Me paso el día tratando de consolar a Ruby. Pero, ¿qué le puedo decir? ¿Que Stella llevó una vida plena y feliz? ¿Que vivió como se suponía que debía hacerlo? ¿Que murió rodeada de sus seres queridos? Al menos lo último es cierto.
  • 111. Llanto Julia llora toda la tarde, mientras su padre barre, trapea y sacude y lava los baños. Cuando George ve a Mack, corre hacia él. Sólo alcanzo a distinguir algunas de sus palabras. Veterinario. Nuestro deber. Mal. Mack se encoge de hombros, y luego se encorva. Se aleja sin decir palabra. Cuando George limpia las huellas de dedos de mi ventana, veo que tiene las mejillas mojadas. No cruza la mirada con la mía.
  • 112. Iván, el único e incomparable, el único y sin par Cuando todos los humanos se van, envío a Bob para que me diga cómo ve a Ruby. —¿Cómo está? —le pregunto al regresar. —Estaba temblando —dice Bob—. Traté de cubrirla con heno. Y le dije que no se preocupara porque tú ibas a salvarla. Lo fulmino con la mirada. —¿Le dijiste qué? —Se lo prometiste a Stella —baja la cabeza al responder—. Quería hacerla sentir mejor. —No he debido hacer esa promesa, Bob. Tan sólo quería… —señalo los dominios de Stella, y por un momento siento que se me olvidó cómo respirar —. Quería darle una alegría a Stella, supongo. Pero no puedo salvar a Ruby. Ni siquiera soy capaz de sal-varme yo. Me dejo caer hacia atrás. El cemento siempre está frío, pero esta noche lastima. Bob salta a mi panza.
  • 113. —Eres Iván, el único e incomparable, el único y sin par, el poderoso gorila espalda plateada —dice. Me lame la barbilla, y no es que esté buscando restos de comida. —Dilo —me ordena Bob. Desvío la mirada. —Dilo, Iván. No respondo, y Bob me lame la nariz hasta que ya no aguanto más. —Soy Iván, el único e incomparable, el único y sin par —murmuro. —Y que no se te olvide nunca —agrega. Cuando miro hacia el área de comidas, la luna que tanto le gustaba a Stella está envuelta en una mortaja de nubes.
  • 114.
  • 115. Había una vez Durante toda la noche Ruby gime y solloza. Yo doy vueltas en mis dominios. No quiero dormirme, por si acaso ella necesitara algo. —Iván —dice Bob quedito—, duerme aunque sea un poco. Por favor. Es por ti, y también por mí. Bob no puede dormir si no está sobre mi panza. Oigo un movimiento. —¿Iván? —me llama Ruby. Corro a mi ventana. —¿Estás bien, Ruby? —Extraño a la tía Stella —solloza—. Y a mi mamá y mis hermanas y mis tías y mis primas. —Ya lo sé —digo, porque no se me ocurre nada más. Ruby gimotea. —No puedo dormir. ¿Te sabes alguna historia, como la tía Stella?
  • 116. —No —confieso—, las historias eran especialidad de Stella. —Cuéntame de cuando eras pequeño —pide Ruby. Asoma la trompa por entre los barrotes—. ¡Por favor, Iván! Me rasco la cabeza. —No suelo acordarme de las cosas, Ruby —reconozco. —Es cierto —dice Bob, tratando de ayudar—. Iván tiene una memoria fatal. Es lo opuesto a un elefante. Ruby deja escapar un suspiro friolento. —Está bien, no hay problema. Buenas noches Iván… y Bob. Oigo los sollozos de Ruby durante largos y horribles minutos. Y luego me oigo decir: —Había una vez un gorila llamado Iván. Entonces, lenta y deliberadamente, hago un esfuerzo por recordar.
  • 117. El Gruñido Nací en un lugar que los humanos llaman África Central, en una densa selva, tan hermosa que ningún crayón podría hacerle justicia. Los gorilas no le ponen nombre a sus bebés tan pronto como nacen, como sí hacen los humanos. Primero los conocemos. Esperamos a ver señales de cómo serán. Cuando mis padres vieron cuánto le gustaba a mi hermana gemela correr y perseguirme por la selva hasta alcanzarme, decidieron llamarla Quetepilla. Y cómo me gustaba jugar a que tratara de atraparme. Ella era muy ágil, y cuando yo me acercaba mucho, saltaba sobre mi padre, tomándolo por sorpresa. Entonces yo hacía lo mismo, y ambos rebotábamos sobre su panza, hasta que nos amonestaba con el Gruñido, una especie de resoplido que indicaba que ya había sido suficiente. Ese juego nunca nos cansaba. Aunque tal vez mi padre no estaría de acuerdo.
  • 118. Fango A mis padres no les tomó mucho tiempo encontrarme un nombre. Todo el día, todos los días, yo dibujaba. Pintaba sobre las piedras y la corteza de los árboles y sobre el lomo de mi pobre madre. Usaba savia de los árboles. Jugo de las frutas. Pero más que nada, usaba fango para pintar. Y así fue como me llamaron: Fango. Para un humano, Fango puede no parecer un nombre adecuado. Para mí, lo era todo.
  • 119. Protector Mi familia, que los humanos llaman clan, era como cualquier otra familia de gorilas. Éramos diez: mi padre, el espalda plateada; mi madre y otras tres hembras adultas; un macho joven llamado espalda negra; y otros dos gorilas jóvenes. Quetepilla y yo éramos los bebés del grupo. A veces teníamos peleas, como todas las familias. Pero mi padre sabía cómo llamarnos al orden con un simple gesto. Y la mayor parte del tiempo, disfrutábamos con lo que se suponía que debíamos hacer: comer y rebuscar y dormitar y jugar. Mi padre era muy diestro para llevarnos adonde estuvieran las frutas más maduras para el festín de la mañana, y a las mejores ramas para hacer nuestros nidos nocturnos. Era todo lo que se supone que debe ser un espalda plateada: un guía, un maestro, un protector. Y nadie era capaz de golpearse el pecho mejor que él.
  • 120. Una vida perfecta Los bebés gorilas y los bebés elefantes y los bebés humanos no son muy diferentes, aunque un gorila pasa la mayor parte del día montado sobre el lomo de su mamá, cual vaquero a caballo. Es un sistema muy bueno, al menos desde el punto de vista del bebé. Lentamente, con cuidado, un joven gorila empieza a aventurarse cada vez más lejos de la seguridad de los brazos de su madre. Aprende lo que necesitará para ser adulto: a hacer un nido de ramas (entretejiéndolas bien apretadas para que no se suelten durante la noche); a golpearse el pecho (con las palmas cóncavas para amplificar el sonido); a columpilianarse de árbol en árbol (no hay que soltarse); a ser bondadoso, fuerte y leal. Crecer como gorila es igual que crecer siendo cualquier otra cosa. Uno comete errores, juega, aprende, y vuelve a empezar todo de nuevo. Por un tiempo fue una vida perfecta.
  • 121. El final Un día, cuando el aire caliente reverberaba, vinieron los humanos.
  • 122. Liana Tras capturarnos a mi hermana y a mí, nos embalaron apretujados en una caja que olía a orines y a miedo. De alguna forma, supe que para sobrevivir, tenía que dejar que mi antigua vida muriera. Pero mi hermana no pudo dejar atrás nuestro hogar, que la mantenía prisionera como si fuera una liana que se extendiera a lo largo de millas, consolándola, y estrangulándola. Estábamos aún en la caja cuando me miró sin verme, y supe que la liana finalmente se había roto.
  • 123. Humano temporalmente Fue Mack quien abrió con una palanca esa caja. Fue Mack quien me compró y quien me crió como un bebé humano. Usé pañales. Tomé biberón. Dormí en camas humanas, me senté en asientos de humanos, presté atención mientras las palabras humanas me rodeaban como un enjambre de abejas malhumoradas. En ese entonces, Mack tenía una esposa. Helen se reía con facilidad, pero también se enojaba con facilidad, sobre todo cuando yo rompía algo, cosa que sucedía con frecuencia. Esta es la lista de lo que rompí mientras viví con Mack y Helen: 1 cuna 46 vasos 7 lámparas 1 sofá 3 cortinas de ducha 3 barras de cortina de ducha 1 licuadora 1 televisor 1 radio 3 dedos de los pies (míos) Rompí la licuadora cuando le embutí dos tubos de crema dental y una botella
  • 124. de pegamento dentro. Me rompí los dedos al tratar de columpiarme de una lámpara de techo. Rompí 46 vasos… bueno, ¡hay tantas maneras de romper un vaso! Los fines de semana, Mack y Helen me llevaban en su convertible a un restaurante de comida rápida, donde ordenaban papitas fritas y una malteada de fresa para mí. A Mack le encantaba ver la expresión en la cara de la cajera cuando se acercaba en el carro y pedía: “¿Podría darme más cátsup para mi hijo?”. Íbamos a juegos de béisbol, a la tienda, al cine e incluso al circo (no tenían un gorila). Yo andaba en una pequeña motocicleta, y en mi pastel de cumpleaños soplaba las velitas. Mi vida como humano fue glamorosa, aunque quizás mis padres, gorilas tradicionales, no la hubieran aprobado.
  • 125.
  • 126. Hambre En mi nueva vida como humano, me cuidaban bastante. Comía hojas de lechuga con aderezo mil islas, y manzanas acarameladas, y palomitas de maíz con mantequilla. Mi panza creció. Pero el hambre, al igual que la comida, se manifiesta en muchas formas y colores. En las noches, acostado a solas con mi pijama de Winnie Pooh, sentía una especie de hambre del hábil toque de una mano amiga que me acicalara el pelaje, de los gruñidos alegres de una pelea de juego, de la fácil seguridad que me ofrecía mi clan cercano, rebuscando entre las sombras. “Recuerda lo que le sucedió a Quetepilla”, me decía. “No pienses en la selva”. Todavía me sucede, que a veces estoy despierto en las noches, añorando la tibia cercanía de un semejante, dormido en un nido nocturno de hojas tiernas. Me gustaba que me dejaran caer sorbos de refresco en la boca, como si fuera una cascada burbujeante. Pero de vez en cuando, anhelaba buscar un tallo tierno de yuca, o sentir el deseo de agarrar un mango que quedaba fuera de mi alcance.
  • 127. Bodegón Un día, Helen llegó a casa con una cosa grande y plana, envuelta en papel marrón. —Mira lo que compré hoy —dijo entusiasta mientras rasgaba el papel—. Un cuadro para colgar sobre el sofá de la sala. —Frutas en un tazón —dijo Mack encogiéndose de hombros—. Qué gran cosa. —Esto es arte. Se llama “bodegón” —explicó Helen—, y a mí me parece una preciosidad. Me acerqué a toda prisa para examinar el cuadro, maravillado por los colores y las formas. —¿Ves? —dijo—. A Iván le gusta. —A Iván le gusta hacer bolas con su caca y tirárselas a las ardillas —dijo Mack. Yo no podía quitarle la vista de encima a las manzanas y las uvas y los plátanos del cuadro. Se veían tan reales, tan tentadores, tan… apetitosos. Extendí un brazo para tocar una uva y Helen me dio una palmada en la mano. —Niño malo, Iván. No se toca —le hizo un ademán a Mack con el pulgar—.
  • 128. Ve por un martillo y un clavo, cariño, ¿quieres? Mientras Mack y Helen andaban ocupados en la sala, yo fui a la cocina. Sobre la mesa vi un pastel cubierto con chocolate. Me gusta el pastel, de hecho, me encanta. Pero no era en comer en lo que estaba pensando. Era en pintar. La cubierta de chocolate tenía picos y hondonadas, como olas en un pequeño estanque. Se veía cremosa y densa, oscura y untuosa. Parecía fango. Tomé con la mano un poco de la cubierta de chocolate. Luego más. Fui hacia la puerta del refrigerador. Era perfecta: un lienzo blanco y vacío, aguardándome. La cubierta de chocolate no era tan manejable como el fango de la selva. Era más pegajosa y, por supuesto, más apetitosa para comer. Pero seguí en lo mío. Le quité hasta el último vestigio de cubierta al pastel. También puede ser que me hubiera comido algún trozo. No recuerdo qué trataba de pintar. Probablemente un plátano. Supongo que sabía que iba a meterme en problemas. Pero en ese momento, nada me importaba. Quería hacer algo, cualquier cosa, como solía hacerlo antes. Quería ser un artista de nuevo.
  • 129. Castigo Rápidamente aprendí que los humanos son capaces de chillar más alto que los simios. Luego de eso, jamás se me permitió volver a la cocina.
  • 130. Bebés En ese entonces, el centro comercial Gran Circo era más pequeño. Tenía una pista para montar en pony, un trenecito de madera que daba la vuelta por el estacionamiento, unos cuantos loros de plumaje descuidado y un mono araña huraño. Pero cuando Mack me llevó, un gorila bebé vestido con un smoking nuevecito, todo cambió. Vino gente de todas partes a tomarse fotos conmigo. Me trajeron bloques de construcción y una guitarra de juguete. Me sentaban en sus regazos. Una vez también sostuve a una bebé en el mío. Era pequeña y resbalosa. Por entre los labios le asomaban burbujitas. Me apretaba los dedos. Tenía el trasero esponjado con algo de relleno. Sus piernas se curvaban como ramas torcidas. Le hice una mueca. Ella hizo otra. Le gruñí. Ella me gruñó. Me daba tanto miedo que se me fuera a caer que la apreté entre mis brazos y su madre me la arrebató. Me pregunto si mi madre alguna vez se preocupó por dejarnos caer. Siempre nos sostuvimos, pero eso es mucho más fácil cuando uno tiene una mamá peluda.
  • 131. Los bebés humanos son muy feos. Pero sus ojos son como los de nuestros bebés. Demasiado grandes para sus caras, y para el mundo.
  • 132. Camas Un día, luego de muchas semanas de gritos, Helen empacó una maleta, dio un portazo a la puerta del frente y jamás volvió. No supe por qué. Nunca sé de las razones de los humanos. Esa noche, dormí con Mack en su cama. Mis nidos de otros tiempos estaban tejidos con hojas y ramitas y tenían la forma de una tina, como capullos verdes y frescos. La cama de Mack, al igual que la mía, era plana, caliente, sin ramitas ni estrellas. Pero él al dormir dejaba escapar un ruido sordo que se parecía al que hacía mi padre cuando todo estaba en orden, un sonido que salía de lo profundo de su vientre.
  • 133. Mi espacio Mack se fue haciendo hosco. Yo me hice más grande. Me convertí en lo que debía ser: demasiado grande para las sillas, demasiado fuerte para los abrazos, demasiado imponente para encajar en una vida humana. Traté de mantener la calma, de moverme con dignidad. Hice lo mejor que pude para comer con delicadeza. Pero las costumbres humanas son difíciles de aprender, y más cuando uno no es humano. Cuando vi mis nuevos dominios, me entusiasmé. ¿Quién no lo hubiera hecho? En ellos no había muebles qué romper. Ni vasos qué quebrar. Ni un excusado para tirar en él las llaves de Mack. Hasta tenía un columpio de llanta. Fue un alivio tener mi propio espacio. De alguna forma, no pensé que pasaría aquí tanto tiempo.
  • 134. Ahora tomo Pepsi, como manzanas algo pasadas y veo refritos en el televisor. Pero muchos días olvido lo que se supone que debo ser. ¿Soy un humano? ¿Soy un gorila? Los humanos tienen tantas palabras, más de las que necesitan. Aun así, no tienen un nombre para lo que soy.
  • 135. Nueve mil ochocientos setenta y seis días Ruby finalmente se quedó dormida. Observo cómo sube y baja su pecho al respirar. Bob también se durmió, y ronca. Pero mi mente sigue dando vueltas. Quizás por primera vez en mi vida, he estado recordando. Es una historia extraña para recordar, tengo que reconocerlo. Mi historia tiene una forma rara: un comienzo trunco, y desarrollo sin fin. Cuento los días que he vivido con humanos. Los gorilas saben contar tan bien como el que más, aunque no es una habilidad especialmente útil cuando uno vive en la selva. He olvidado tantas cosas, y a pesar de todo siempre sé con exactitud cuántos días llevo en mis dominios. Busco uno de los marcadores mágicos que Julia me dio. Dibujo una X pequeñita en mi pared que tiene la selva pintada. Hago más X y más. Hago una por cada día que he vivido entre los humanos.
  • 136. Marcas que se ven así: Durante el resto de la noche, marco los días, y cuando termino mi pared se ve así: Y así, hasta que hay nueve mil ochocientas setenta y seis X marchando a través de mi pared como un desfile de insectos feúchos.
  • 137. Una visita Ya casi amanece cuando oigo pasos. Es Mack. Despide un olor agrio. No camina derecho. Se para junto a mis dominios. Tiene los ojos enrojecidos. Mira por la ventana al estacionamiento vacío. —Iván, mi viejo —murmura—. Iván —apoya la frente contra el vidrio—. Hemos pasado por tantas cosas… tú y yo.
  • 138. Un nuevo comienzo Durante dos días no vemos a Mack. Cuando vuelve, no habla de Stella. Dice que está ansioso por enseñarle algunos trucos a Ruby. Dice que el anuncio está atrayendo nuevos visitantes. Dice que es hora de un nuevo comienzo. Toda la tarde hasta el anochecer, Mack trabaja con Ruby. La pequeña tiene las cuatro patas enlazadas con cuerda para que no pueda correr. Una pesada cadena cuelga de su cuello. Mack le muestra la pelota de Stella, su pedestal, su banquito. Le presenta a Snickers. Cuando ella obedece, Mack le da un cubo de azúcar o un trocito de manzana seca. Cuando no, grita y patea el aserrín de la pista. A la hora en que llegan George y Julia, Mack sigue entrenando a Ruby. Julia se sienta en una banca a mirarlos. Dibuja un poco, pero más que nada observa a Ruby. Bob también los mira. Está escondido en un rincón de mis dominios, debajo de Noesquetepilla. Afuera llueve, y a Bob no le gusta mojarse las patas. Ruby marcha pesadamente detrás de Mack, con la cabeza baja. Dan vueltas y vueltas alrededor de la pista. A veces Mack le da una palmada en el flanco. De repente, Ruby se detiene. Mack tira con fuerza de la cadena, pero Ruby se
  • 139. rehúsa a moverse. —Anda, Ruby —dice Mack, casi suplicándole—. ¿Qué te sucede? “Está exhausta”, me digo. “Eso sucede”. Mack gruñe: —Elefanta idiota. —Humano idiota —murmura Bob. —Camina, Ruby —digo, aunque ella está demasiado lejos para alcanzar a oírme—. Haz lo que dice Mack. —Camina —le ordena—. Ya. Ruby no camina. Deja caer su parte trasera en el piso de aserrín. —Me parece que está cansada —dice Julia. Mack se limpia la frente con el brazo. —Sí, ya sé. Todos estamos cansados. Empuja a Ruby con el tacón de su bota. Ella no le hace caso. George mira desde el área de comidas, donde está limpiando las mesas. —Mack —le grita—, tal vez debías dejar las cosas así por hoy. Yo me encargo de cerrar.
  • 140. Mack le da un jalón a la cadena de Ruby. Ella está tan firme y plantada como un tronco de árbol. Mack tira con más fuerza y cae de rodillas. —Ya fue suficiente —dice Mack, y se limpia el aserrín de los pantalones—. Suficiente de jugar. Mack va a zancadas a su oficina. Al volver, lleva en la mano un palo largo, con una pieza brillante en un extremo, tan bonita como una rebanada de luna. Es un garfio. Mack tantea a Ruby con la punta del garfio. No lo hace con fuerza, nada más un toquecito. Puedo ver que quiere que la elefantita se dé cuenta de que eso la puede lastimar. Suelto un gruñido, grave y gutural. Ruby no se inmuta. Es una mole gris inmóvil. Cierra los ojos y por un momento me pregunto si se habrá quedado dormida. —Te lo advierto —dice Mack. Resopla, mira fijamente al techo. Ruby también resopla. —Está bien —sigue Mack—. ¿Eso es lo que quieres? Levanta en alto el garfio. —¡No! —grita Julia.
  • 141. —No la voy a lastimar —dice Mack—. Sólo quiero llamarle la atención. Bob gruñe. Mack asesta el golpe. El garfio corta el aire y pasa a pocos centímetros por encima de la cabeza de Ruby. —¿Entiendes por qué no es buena idea llevarme la contraria? —dice Mack y levanta el garfio de nuevo—. ¡Ahora, muévete! Ruby sacude la cabeza lanzando su trompa hacia Mack. Hace un ruido que levanta el aserrín y pone a vibrar mi ventana. Es la muestra de enojo más linda que yo haya escuchado. La trompa golpea a Mack. No me doy cuenta de dónde cae el golpe, en algún lugar debajo de su estómago, me parece. Y sé que debe ser molesto porque deja caer el garfio y se dobla en dos antes de ovillarse en el suelo y pegar de alaridos como un bebé. —Justo en el blanco —dice Bob.
  • 142. Pobre Mack Mack suelta un gemido. Con trabajo se pone en pie y camina renqueando hasta su oficina. Ruby lo observa alejarse. No puedo descifrar su expresión. ¿Está asustada? ¿Aliviada? ¿Orgullosa? Una vez que Mack se ha ido, George y Julia sacan a Ruby de la pista. —Todo está bien, pequeña, todo está bien —le dice Julia, acariciándole la cabeza. Instalan a Ruby en sus dominios y se aseguran de que tenga agua limpia y comida. No pasa mucho antes de que la elefantita se quede dormida. —¿Papá? —pregunta Julia mientras George cierra la puerta metálica—. ¿Crees que Mack podría llegar a lastimar a Ruby? —No creo, Julia —dice él—. Al menos, espero que no. —Tal vez deberíamos llamar a alguien. George se rasca la barbilla. —Quisiera poder ayudar a Ruby, pero no sé cómo. ¿A quién puedo llamar? ¿A la policía elefantesca? Además… —George baja la cabeza—, necesito este trabajo, Julia. Lo necesitamos todos. Tu mamá, las cuentas del médico —besa la cabeza de Julia—. V olvamos al trabajo, los dos.
  • 143. Julia suspira y alcanza su mochila. Saca una hoja de papel, una botella de agua y una cajita de metal. —Las tareas primero —dice George, advirtiendo con un dedo—, después puedes pintar. —Pero esto es para la clase de arte —explica Julia—. Estamos pintando con acuarelas. V oy a pintar a Ruby. George sonríe. —Está bien. Pero no se te olvide la ortografía. —¿Papá? —pregunta otra vez—. ¿Viste la cara de Mack cuando Ruby le pegó? George asiente. —Sí, la vi —dice con solemnidad y en seguida menea la cabeza de lado a lado—. Pobre Mack. Se aleja, y en ese momento lo oigo reír.
  • 144. Colores Julia abre la caja de metal. Veo una fila de cuadraditos. Verde, azul, rojo, negro, amarillo, morado, anaranjado. Los colores parecieran brillar. Saca un palito con un mechoncito en un extremo, un pincel. Mete el palito en agua y moja el papel. Después, toca el cuadrado rojo. Cuando el pincel toca el papel húmedo, el color se transforma en pétalos que se van abriendo como flores en la mañana. No puedo quitarle los ojos de encima a ese pincel mágico. Durante un momento, me olvido de Ruby y Mack y del garfio y de Stella… Casi. Julia toca de nuevo el rojo, luego el azul, y de repente aparece el morado de una uva madura. Toca el azul y el papel se convierte en un cielo de verano, y me doy cuenta de que está pintando a Ruby. Distingo sus grandes orejas, sus patas macizas. Julia deja de pintar. Retrocede unos cuantos pasos, con las manos en las caderas, contemplando su obra. —No queda bien —se queja. Mira por encima de su hombro, hacia mí. Trato de mostrarme alentador.
  • 145. Julia empieza a arrugar la hoja, pero luego lo piensa mejor y, en lugar de eso, la desliza por el sitio donde mi ventana está rota. —Toma —dice—. Un cuadro original de Julia, que a lo mejor algún día llega a valer millones. Recojo el papel con cuidado. No le arranco ni un pedacito para comérmelo. —Ay, casi se me olvida —corre hacia su mochila y saca tres frascos de colores: uno amarillo, uno azul, uno rojo. Abre los frascos y un olor extraño, no de comida, me llega a la nariz. Julia hace pasar los botes, uno a uno, por el agujero del vidrio. Luego, desliza unas hojas de papel. —Se llaman pinturas para pintar con los dedos —dice—. Mi tía me las regaló, pero la verdad es que estoy un poco mayor para pintar con ellas. Meto un dedo en el frasco rojo. La pintura es espesa, como fango. Está fría y suave, como plátanos bajo mis patas. Me llevo el dedo a la boca. No sabe exactamente a mango maduro, pero no está mal. Julia se ríe. —No es para comer, sino para pintar —toma un papel y presiona su dedo contra él—. ¿Ves? Así. Poso mi dedo sobre el papel. Lo levanto, y una huella roja queda pintada. Saco más pintura del frasco y aplasto mi mano sobre el papel. Cuando la
  • 146. retiro, su roja imagen gemela permanece. Esto no es como las fantasmales huellas en mi ventana, las que mis visitantes dejan. Esta huella no puede limpiarse con facilidad.
  • 147. Una pesadilla Estoy despierto, quitándome la pintura roja de la punta de los dedos. Bob, que por accidente pisó uno de mis cuadros, se está lamiendo las patas untadas de rojo. Cada tanto, volteo a mirar la pista vacía. El garfio brilla a la luz de la luna. —¡Detente! ¡No! —el grito frenético de Ruby me sobresalta. —Ruby —le digo—. Tienes una pesadilla. Estás bien. Estás a salvo. —¿Dónde está Stella? —pregunta, jadeando. Antes de que alcance a responderle, ella lo hace—. No te molestes. Ya lo recuerdo. —Trata de volver a dormir, Ruby —le digo—. Has tenido un día pesado. —No puedo —contesta—. Me da miedo volver a tener el mismo sueño. Había un palo afilado, y hacía daño… Miro a Bob, que me devuelve la mirada. —Ay —dice Ruby—. Ay, Mack —mete la trompa entre los barrotes—. ¿Tú crees que… —vacila—, tú crees que Mack está enojado conmigo porque lo golpeé? Contemplo la posibilidad de mentir, pero los gorilas somos muy malos para