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DIOS Y LA CIENCIA
Preguntado Napoleón cómo es que había escrito un libro acerca del sistema del
mundo sin mencionar una sola vez al autor del Universo, el matemático y físico francés
Laplace (1749-1827) contestó: “Sire, no he tenido necesidad de semejante hipótesis”.
Puede que Laplace dijese y pensase esto, pero muchos otros científicos a lo largo
de la historia no se han comportado de manera análoga. La idea de que existe un Dios
ha condicionado numerosos trabajos científicos.
Isaac Newton, el más grande de todos los científicos, es un magnífico ejemplo
en este sentido. Para él, el objetivo último de la Ciencia no era otro que llegar a Dios.
Así, en una de las “Cuestiones” que incluyó en uno de sus libros, la “Optica”, se lee: “el
objetivo básico de la Filosofía Natural (la actual Física), es argumentar a partir de los
fenómenos, sin imaginar hipótesis, y deducir las causas a partir de los efectos hasta
alcanzar la primerísima causa, que ciertamente no es mecánica”.
Aparentemente, este propósito le guió incluso en la composición de su obra
magna, “Philosophiae Naturalis Principia Mathematica”; al menos es lo que él mismo
señaló en una carta que escribió el 10 de diciembre de 1692 a Richard Bentley, a quien
se debe el que Newton autorizara la publicación de una segunda edición de los
“Principia” (1713): “cuando escribí mi tratado acerca de nuestro Sistema, tenía puesta la
vista en aquellos principios que pudiesen llevar a las personas a creer en la divinidad, y
nada me alegra más que hallarlo útil a tal fin”.
Ahora bien, una cosa son las intenciones, y otra, en general bastante diferente, lo
que se hace finalmente. Así, cuando se analiza el contenido de los “Principia”, nos
encontramos con Newton el científico, el físico y el matemático, no con el teólogo.
Rastros de este último aparecen en muy escasos lugares. En dos, de hecho. El primero
es una referencia breve, y no demasiado afortunada, a Dios en el libro tercero de la
primera edición de los “Principia”, en el Corolario 5º a la proposición VIII, “Teorema
VIII”. Se lee allí: “Por tanto, Dios situó a los planetas a diferentes distancias del Sol
para que cada uno, según el grado de densidad, disfrutase de un grado mayor o menor
de calor solar”. Sin embargo, en la segunda edición, Newton eliminó esta nota.
Como si tratase de compensar esa pérdida teológica en los “Principia”, en la
segunda edición Newton decidió cerrar su gran monografía con unas paáginas dedicadas
a la divinidad. Se trata del célebre “Escolio General”, en el que Newton pretendía poco
menos que definir a Dios:
“Es eterno e infinito, omnipotente y omnisciente, es decir, dura desde la
eternidad hasta la eternidad y está presente desde el principio hasta el infinito. Lo rige
todo, lo conoce todo, lo que sucede y lo que puede suceder. No es la eternidad y la
infinitud, sino eterno e infinito; no es la duración y el espacio, sino que dura y está
presente. Dura siempre y está presente en todo lugar”.
Muy diferente es el caso de Charles Darwin, que tuvo que luchar, consciente e
inconscientemente, muchísimo con sus ideas religiosas mientras daba forma a su Teoría
Evolucionista y escribía “Sobre el origen de las especies”. Sabemos que cuando preparó
este libro, todavía era un teísta, esto es, creía en un Dios que no sólo crea sino que
también cuida y sostiene al Universo; un deísta cree únicamente en un Creador remoto y
despreocupado. Por esto, y porque no deseaba alarmar ni enfrentarse a la conservadora
sociedad victoriana, Darwin puso mucho cuidado en minimizar los aspectos
materialistas de su Teoría al presentarla públicamente, y dar la impresión de que la
evolución natural opera a la larga en beneficio de los seres vivos.
Llegó incluso a manejar la idea de presentar la selección natural como
manifestación de un poder cuasi-divino supervisor que podía seleccionar las variantes
útiles, tal como un criador de animales lo hace con especies domésticas. Los biógrafos
de Darwin han llegado incluso a la conclusión de que detrás de las dudas religiosas
producidas por sus investigaciones científicas se encuentra el origen de las tensiones
emocionales que pudieron exacerbar su predisposición a sufrir trastornos estomacales y
palpitaciones cardíacas, trastornos que le impedían trabajar durante largos períodos, y
que contribuyeron a hacer de él casi un recluso en su finca de Down.
Otro lugar, entre los muchos posibles, en el que se detecta con facilidad un
posible punto de encuentro entre Ciencia Y Religión, se halla en la Cosmología y
Astrofísica contemporáneas. El descubrimiento de la expansión del Universo,
movimiento que extrapolado hacia el pasado conduce a la idea de que se produjo una
gran explosión con la que se creó el Universo, ha sido utilizado para defender la idea de
un Dios creador del mundo. Científicos de profundas convicciones cristianas, como el
sacerdote belga George Lemaître (1894-1966), uno de los creadores de la imagen del
Universo sirgido de una gran explosión (en su caso, de un “átomo primitivo”); Edward
Milne (1896-1950) o Edmund Whittaker (1873-1956), no ocultaron su satisfacción con
el modelo del Big Bang, debido a su posible acuerdo con la visión sostenida en el
“Génesis”.
En concreto, las manifestaciones de Whittaker fueron utilizadas por el Papa Pío
XII en 1951 como evidencia científica de la visión católica del mundo. De hecho, el
Vaticano ha mantenido durante los últimos 50 años un cierto interés en la Astrofísica y
en la Cosmología, tanto teórica como experimental, no siendo infrecuente que la
Academia Pontificia de Ciencias reúna a especialistas en estos campos.
En este punto había que recordar a todos aquellos que pretender usar, y abusar,
de la Ciencia con fines claramente partidistas, en este caso en asuntos religiosos, que
pretender probar la existencia de Dios a partir de la Teoría del Big Bang es, cuando
menos, poco riguroso. El argumento que se emplea es que todo debe tener una causa, y
que por consiguiente, debe existir una causa, o un “antes”, para la creación del Universo
en el Big Bang. Ahora bien, cualquiera que pueda aceptar el concepto de una deidad a la
que no se le puede asociar una causa, podría, y tal vez debería, aceptar la idea de que el
Universo es, o puede ser, él mismo una causa sin causa.
Sorprende, asimismo, que aquellos que pretenden utilizar con propósitos deístas
esta particular instancia de la Física en la que se utiliza el concepto de creación, no se
esfuercen por hacer lo propio en otros apartados de esta Ciencia en los que también se
recurre a creaciones (y aniquilaciones), como sucede en la Teoría Cuántica de Campos,
en donde la creación y aniquilación de partículas es parte integrante de la Teoría.
Argumentos como éstos socavan la relevancia posible de Dios en la Ciencia. En
ocasiones, sin embargo, se manejan otras razones para intentar dar la impresión de que
la Ciencia favorece un cierto concepto de religiosidad. En este sentido, es frecuente que
se citen las siguientes frases de Albert Einstein: “La experiencia más bella y profunda
que pueda tener el hombre, es el sentido de lo misterioso, percibir que tras lo que
podemos experimentar, se oculta algo inalcanzable a nuestros sentidos. Algo cuya
belleza y sublimidad se alcanza sólo indirectamente y a modo de pálido reflejo, es
religiosidad. En este sentido, yo soy religioso”.
Ante la falta de argumentos que permiten defender con buenas razones la
confesionalidad, deística o teística, de la Ciencia, está muy extendida la opinión de que
la práctica de la Ciencia ni aleja ni acerca a los seres humanos de Dios, que es neutra
respecto a la Religión, y que la decisión de creer o no se toma por otros motivos, ajenos
a la actividad científica. Aunque es perfectamente comprensible este punto de vista, ya
que no es sino otra manifestación de la desoladora sensación de indefensión que nos
invade cuando nos planteamos preguntas eternas como “¿de dónde venimos?”. “¿hacia
dónde vamos?”, esta postura neutra concede escaso valor educativo, epistemológico, a
la Ciencia.
No nos engañemos, cuando hablamos de Dios creador del mundo, le estamos
asignando, directa o indirectamente, atributos extraídos de nuestra experiencia y
características mentales; la experiencia de una especie improbable, y desde luego no
obligada, desde el punto de vista de la evolución natural.
Hay dos pasajes extraídos de la autobiografía de Charles Darwin, de la sección
“Creencia religiosa”, que su hijo Francis eliminó al publicarlas, ya muerto su padre
(serían recuperadas en la segunda mitad del siglo XX). Recordando épocas en las que al
contemplar, por ejemplo, la grandeza de la selva brasileña, llegaba al “firme
convencimiento de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma”, el autor de
“Sobre el origen de las especies” escribía en sus memorias, ya próximo su fin: “No
concibo que esas convicciones y sentimientos íntimos tengan valor alguno como
evidencia de lo que realmente existe. El estado mental que las escenas grandiosas
despertaban en mí años atrás, y que estaba íntimamente relacionado con la creencia en
Dios, no difería en su esencia de lo que a menudo denominamos sentido de lo sublime;
y por difícil que sea explicar el origen de este sentido, mal puede ofrecerse como un
argumento a favor de la existencia de Dios, pues no lo es más que los poderosos, aunque
indefinidos, sentimientos similares evocados por la música”.
Refiriéndose a continuación al argumento de la extrema dificultad, o casi
imposibilidad, de cocebir el Universo como resultado de la casualidad o necesidad
ciegas, Darwin ofrecía una posible explicación que no se apartaba del razonar científico,
y que preludiaba la esencia de los argumentos de la sociobiología de la segunda mitad
del siglo pasado: “Al reflexionar sobre ello, me siento compelido a considerar una
Causa Primera con una mente racional análoga en cierto grado a la del hombre, y
merezco ser llamado teísta. Pero entonces surge la duda: ¿se puede confiar en la mente
del hombre, que estoy convencido se desarrolló a partir de una mentalidad tan primitiva
como la que poseía el más primitivo de los animales, cuando infiere conclusiones tan
sublimes? ¿No pudieran ser éstas el resultado de la relación entre causa y efecto, que
aunque nos parece necesaria probablemente depende sólo de la experiencia heredada?
Tampoco podemos pasar por alto la probabilidad de que la inculcación constante de la
creencia en Dios en la mente de los niños, produzca un efecto tan pronunciado, y quizás
heredado, en sus cerebros no totalmente desarrollados, que les resulta difícil liberarse de
su creencia en Dios, como a un mono liberarse de su miedo y aversión a una serpiente”.
Desde semejante perspectiva, penosamente solitaria y desamparada, uno puede
comprender mejor palabras como aquellas con las que Steven Weinberg concluía su
famoso libro de divulgación “Los tres primeros minutos del Universo”:
“Cuanto más comprensible parece el Universo, tanto más desprovisto de sentido
parece también. Pero si no hay consuelo en los frutos de la Ciencia, hay al menos cierto
consuelo en la Ciencia misma. El esfuerzo por entender el Universo es una de las muy
escasas cosas que eleva la vida humana un poco por encima del nivel de la farsa y le
confiere algo de la gracia de la tragedia”.
© 2002 Javier de Lucas

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DIOS Y LA CIENCIA

  • 1. DIOS Y LA CIENCIA Preguntado Napoleón cómo es que había escrito un libro acerca del sistema del mundo sin mencionar una sola vez al autor del Universo, el matemático y físico francés Laplace (1749-1827) contestó: “Sire, no he tenido necesidad de semejante hipótesis”. Puede que Laplace dijese y pensase esto, pero muchos otros científicos a lo largo de la historia no se han comportado de manera análoga. La idea de que existe un Dios ha condicionado numerosos trabajos científicos. Isaac Newton, el más grande de todos los científicos, es un magnífico ejemplo en este sentido. Para él, el objetivo último de la Ciencia no era otro que llegar a Dios. Así, en una de las “Cuestiones” que incluyó en uno de sus libros, la “Optica”, se lee: “el objetivo básico de la Filosofía Natural (la actual Física), es argumentar a partir de los fenómenos, sin imaginar hipótesis, y deducir las causas a partir de los efectos hasta alcanzar la primerísima causa, que ciertamente no es mecánica”. Aparentemente, este propósito le guió incluso en la composición de su obra magna, “Philosophiae Naturalis Principia Mathematica”; al menos es lo que él mismo señaló en una carta que escribió el 10 de diciembre de 1692 a Richard Bentley, a quien se debe el que Newton autorizara la publicación de una segunda edición de los “Principia” (1713): “cuando escribí mi tratado acerca de nuestro Sistema, tenía puesta la vista en aquellos principios que pudiesen llevar a las personas a creer en la divinidad, y nada me alegra más que hallarlo útil a tal fin”. Ahora bien, una cosa son las intenciones, y otra, en general bastante diferente, lo que se hace finalmente. Así, cuando se analiza el contenido de los “Principia”, nos encontramos con Newton el científico, el físico y el matemático, no con el teólogo. Rastros de este último aparecen en muy escasos lugares. En dos, de hecho. El primero es una referencia breve, y no demasiado afortunada, a Dios en el libro tercero de la primera edición de los “Principia”, en el Corolario 5º a la proposición VIII, “Teorema VIII”. Se lee allí: “Por tanto, Dios situó a los planetas a diferentes distancias del Sol para que cada uno, según el grado de densidad, disfrutase de un grado mayor o menor de calor solar”. Sin embargo, en la segunda edición, Newton eliminó esta nota. Como si tratase de compensar esa pérdida teológica en los “Principia”, en la segunda edición Newton decidió cerrar su gran monografía con unas paáginas dedicadas a la divinidad. Se trata del célebre “Escolio General”, en el que Newton pretendía poco menos que definir a Dios: “Es eterno e infinito, omnipotente y omnisciente, es decir, dura desde la eternidad hasta la eternidad y está presente desde el principio hasta el infinito. Lo rige todo, lo conoce todo, lo que sucede y lo que puede suceder. No es la eternidad y la infinitud, sino eterno e infinito; no es la duración y el espacio, sino que dura y está presente. Dura siempre y está presente en todo lugar”.
  • 2. Muy diferente es el caso de Charles Darwin, que tuvo que luchar, consciente e inconscientemente, muchísimo con sus ideas religiosas mientras daba forma a su Teoría Evolucionista y escribía “Sobre el origen de las especies”. Sabemos que cuando preparó este libro, todavía era un teísta, esto es, creía en un Dios que no sólo crea sino que también cuida y sostiene al Universo; un deísta cree únicamente en un Creador remoto y despreocupado. Por esto, y porque no deseaba alarmar ni enfrentarse a la conservadora sociedad victoriana, Darwin puso mucho cuidado en minimizar los aspectos materialistas de su Teoría al presentarla públicamente, y dar la impresión de que la evolución natural opera a la larga en beneficio de los seres vivos. Llegó incluso a manejar la idea de presentar la selección natural como manifestación de un poder cuasi-divino supervisor que podía seleccionar las variantes útiles, tal como un criador de animales lo hace con especies domésticas. Los biógrafos de Darwin han llegado incluso a la conclusión de que detrás de las dudas religiosas producidas por sus investigaciones científicas se encuentra el origen de las tensiones emocionales que pudieron exacerbar su predisposición a sufrir trastornos estomacales y palpitaciones cardíacas, trastornos que le impedían trabajar durante largos períodos, y que contribuyeron a hacer de él casi un recluso en su finca de Down. Otro lugar, entre los muchos posibles, en el que se detecta con facilidad un posible punto de encuentro entre Ciencia Y Religión, se halla en la Cosmología y Astrofísica contemporáneas. El descubrimiento de la expansión del Universo, movimiento que extrapolado hacia el pasado conduce a la idea de que se produjo una gran explosión con la que se creó el Universo, ha sido utilizado para defender la idea de un Dios creador del mundo. Científicos de profundas convicciones cristianas, como el sacerdote belga George Lemaître (1894-1966), uno de los creadores de la imagen del Universo sirgido de una gran explosión (en su caso, de un “átomo primitivo”); Edward Milne (1896-1950) o Edmund Whittaker (1873-1956), no ocultaron su satisfacción con el modelo del Big Bang, debido a su posible acuerdo con la visión sostenida en el “Génesis”. En concreto, las manifestaciones de Whittaker fueron utilizadas por el Papa Pío XII en 1951 como evidencia científica de la visión católica del mundo. De hecho, el Vaticano ha mantenido durante los últimos 50 años un cierto interés en la Astrofísica y en la Cosmología, tanto teórica como experimental, no siendo infrecuente que la Academia Pontificia de Ciencias reúna a especialistas en estos campos. En este punto había que recordar a todos aquellos que pretender usar, y abusar, de la Ciencia con fines claramente partidistas, en este caso en asuntos religiosos, que pretender probar la existencia de Dios a partir de la Teoría del Big Bang es, cuando menos, poco riguroso. El argumento que se emplea es que todo debe tener una causa, y que por consiguiente, debe existir una causa, o un “antes”, para la creación del Universo en el Big Bang. Ahora bien, cualquiera que pueda aceptar el concepto de una deidad a la que no se le puede asociar una causa, podría, y tal vez debería, aceptar la idea de que el Universo es, o puede ser, él mismo una causa sin causa. Sorprende, asimismo, que aquellos que pretenden utilizar con propósitos deístas esta particular instancia de la Física en la que se utiliza el concepto de creación, no se esfuercen por hacer lo propio en otros apartados de esta Ciencia en los que también se
  • 3. recurre a creaciones (y aniquilaciones), como sucede en la Teoría Cuántica de Campos, en donde la creación y aniquilación de partículas es parte integrante de la Teoría. Argumentos como éstos socavan la relevancia posible de Dios en la Ciencia. En ocasiones, sin embargo, se manejan otras razones para intentar dar la impresión de que la Ciencia favorece un cierto concepto de religiosidad. En este sentido, es frecuente que se citen las siguientes frases de Albert Einstein: “La experiencia más bella y profunda que pueda tener el hombre, es el sentido de lo misterioso, percibir que tras lo que podemos experimentar, se oculta algo inalcanzable a nuestros sentidos. Algo cuya belleza y sublimidad se alcanza sólo indirectamente y a modo de pálido reflejo, es religiosidad. En este sentido, yo soy religioso”. Ante la falta de argumentos que permiten defender con buenas razones la confesionalidad, deística o teística, de la Ciencia, está muy extendida la opinión de que la práctica de la Ciencia ni aleja ni acerca a los seres humanos de Dios, que es neutra respecto a la Religión, y que la decisión de creer o no se toma por otros motivos, ajenos a la actividad científica. Aunque es perfectamente comprensible este punto de vista, ya que no es sino otra manifestación de la desoladora sensación de indefensión que nos invade cuando nos planteamos preguntas eternas como “¿de dónde venimos?”. “¿hacia dónde vamos?”, esta postura neutra concede escaso valor educativo, epistemológico, a la Ciencia. No nos engañemos, cuando hablamos de Dios creador del mundo, le estamos asignando, directa o indirectamente, atributos extraídos de nuestra experiencia y características mentales; la experiencia de una especie improbable, y desde luego no obligada, desde el punto de vista de la evolución natural. Hay dos pasajes extraídos de la autobiografía de Charles Darwin, de la sección “Creencia religiosa”, que su hijo Francis eliminó al publicarlas, ya muerto su padre (serían recuperadas en la segunda mitad del siglo XX). Recordando épocas en las que al contemplar, por ejemplo, la grandeza de la selva brasileña, llegaba al “firme convencimiento de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma”, el autor de “Sobre el origen de las especies” escribía en sus memorias, ya próximo su fin: “No concibo que esas convicciones y sentimientos íntimos tengan valor alguno como evidencia de lo que realmente existe. El estado mental que las escenas grandiosas despertaban en mí años atrás, y que estaba íntimamente relacionado con la creencia en Dios, no difería en su esencia de lo que a menudo denominamos sentido de lo sublime; y por difícil que sea explicar el origen de este sentido, mal puede ofrecerse como un argumento a favor de la existencia de Dios, pues no lo es más que los poderosos, aunque indefinidos, sentimientos similares evocados por la música”. Refiriéndose a continuación al argumento de la extrema dificultad, o casi imposibilidad, de cocebir el Universo como resultado de la casualidad o necesidad ciegas, Darwin ofrecía una posible explicación que no se apartaba del razonar científico, y que preludiaba la esencia de los argumentos de la sociobiología de la segunda mitad del siglo pasado: “Al reflexionar sobre ello, me siento compelido a considerar una Causa Primera con una mente racional análoga en cierto grado a la del hombre, y merezco ser llamado teísta. Pero entonces surge la duda: ¿se puede confiar en la mente del hombre, que estoy convencido se desarrolló a partir de una mentalidad tan primitiva como la que poseía el más primitivo de los animales, cuando infiere conclusiones tan
  • 4. sublimes? ¿No pudieran ser éstas el resultado de la relación entre causa y efecto, que aunque nos parece necesaria probablemente depende sólo de la experiencia heredada? Tampoco podemos pasar por alto la probabilidad de que la inculcación constante de la creencia en Dios en la mente de los niños, produzca un efecto tan pronunciado, y quizás heredado, en sus cerebros no totalmente desarrollados, que les resulta difícil liberarse de su creencia en Dios, como a un mono liberarse de su miedo y aversión a una serpiente”. Desde semejante perspectiva, penosamente solitaria y desamparada, uno puede comprender mejor palabras como aquellas con las que Steven Weinberg concluía su famoso libro de divulgación “Los tres primeros minutos del Universo”: “Cuanto más comprensible parece el Universo, tanto más desprovisto de sentido parece también. Pero si no hay consuelo en los frutos de la Ciencia, hay al menos cierto consuelo en la Ciencia misma. El esfuerzo por entender el Universo es una de las muy escasas cosas que eleva la vida humana un poco por encima del nivel de la farsa y le confiere algo de la gracia de la tragedia”. © 2002 Javier de Lucas