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Libro Complementario | Capítulo 13 | El Señor de la vida | Escuela Sabática
1. 13
El Señor de la vida
H
a escuchado usted la expresión «Viernes Negro»? En los Estados
Unidos se usa para aludir al viernes que sigue al Día de Acción
de Gracias. No vaya usted a suponer que dicho nombre ha de
encerrar algún significado macabro, rayano en lo demoníaco. Nada que ver.
Hay dos explicaciones en cuanto al origen de la frase. Algunos proponen
que «Viernes Negro» fue el término que acuñaron los policías debido a la
gran cantidad de gente y de vehículos que ese día abarrotan las calles de las
principales ciudades de Estados Unidos.
Por otro lado, como el «Viernes Negro» da inicio a la temporada de com
pras navideñas, hay quienes sugieren que el nombre se debe a que los registros
de contabilidad de los establecimientos comerciales pasan de rojo (déficit)
a negro (superávit). Como las tiendas ofrecen grandes descuentos, la gente
sale a comprar desde antes de la medianoche a fin de aprovechar las ofertas
inigualables que únicamente podrán conseguirse ese día. Tanto por los signifi
cativos descuentos como por la cantidad de personas que moviliza, el «Viernes
Negro» ha llegado a ser un día que muchos esperan con ansias.
Hace dos mil años hubo un «viernes negro», el más negro de la historia.
Lucas nos cuenta que aquel viernes, mientras el Hijo de Dios se hallaba cla
vado en la cruz, «toda la tierra quedó sumida en oscuridad» (Luc. 23: 44,
NVI). Ese día Dios hizo la mayor oferta que alguna vez hayan recibido los
seres humanos: puso la salvación, de forma gratuita, al alcance de todos no
sotros. Aquel sombrío viernes en el Gólgota, Dios no hizo un simple des
cuento en nuestra deuda, ¡sino que la pagó por completo! Llevó sobre sus
hombros —en la persona de Cristo— el peso de nuestras culpas y pecados, para
que hoy pudiésemos disfrutar de vida eterna. ¡Qué amor tan maravilloso! Y,
2. 144 • Lucas: El Evangelio de la gracia
además, no necesitamos hacer una larga fila durante varias horas para aprove
char esa extraordinaria oferta salvífica. La invitación está abierta: «¡Vengan a las
aguas todos los que tengan sed! ¡Vengan a comprar y a comer los que no ten
gan dinero! Vengan, compren vino y leche sin pago alguno» (Isa. 55:1, DHH).
¿Qué nos dice Lucas respecto a los acontecimientos ocurridos durante
ese renegrido día?1
El inocente que murió por los pecadores
La muerte de Cristo es un tema recurrente en el Nuevo Testamento y en los
escritos de los primeros padres de la iglesia. Sin embargo, Lucas, como suele ser
su costumbre, presenta ciertos detalles que son exclusivos de su Evangelio.
Por ejemplo, él es el único que menciona el episodio en el que las mujeres
lloran al percibir la inminente crucifixión de Jesús (Luc. 23: 27-32). Él es el
único evangelista que registra las palabras de perdón pronunciadas desde la
cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (vers. 34); él es el
único en decir que «el pueblo estaba mirando» (vers. 35); ningún otro escri
tor bíblico se hace eco del escarnio y la burla de los soldados (vers. 36, 37) ni
de la actitud del «buen» ladrón (41-43); solo Lucas registró las palabras: «Pa
dre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (vers. 46) y, asimismo, ningún
otro Evangelio hace mención de que «toda la multitud de los que estaban
presentes en este espectáculo, viendo lo que había acontecido, se volvían
golpeándose el pecho» (vers. 48).
¿Qué más podemos aprender sobre la muerte de Cristo de acuerdo con el
relato Lucano? La noche antes de su crucifixión, el Maestro le aseguró a sus
seguidores que «a la verdad el Hijo del hombre va, según lo que está determina
do, pero ¡ay de aquel hombre por quien es entregado» (Luc. 22: 22). En otras
palabras, el Señor sabía muy bien que su fin ya había sido «determinado»,
que su destino ya estaba «decretado». Es preciso notar aquí, que lo «determi
nado» no era la traición de Judas, sino la entrega del Hijo de Dios.2 El acto
perpetrado por Judas no puede ser considerado como una predeterminación
divina en contra de ese tristemente célebre personaje. Lo que Dios había «de
terminado» desde antes de la creación del mundo era que su Hijo amado pa
decería en lugar de los pecadores (1 Ped. 1: 20). El concilio celestial no «de
terminó» que Judas fuera el «hijo de perdición». La «determinación» del cielo
3. 13. El Señor de lavida • 145
consistió en «decretar» que Cristo habría de morir la muerte que nos tocaba a
todos nosotros. Dios «decreta» cómo nos salvará, no cómo nos perderemos.
En el libro de los Hechos, el mismo Lucas escribió que Jesús murió «según
el determinado designio y previo conocimiento de Dios» (2: 23, BJ). La palabra
griega horizo, traducida como «determinar» en Lucas 22: 22 y en Hechos 2: 23
también aparece en Hechos 17: 31: «Porque Dios ha fijado un día en el cual
juzgará al mundo con justicia, por medio de un hombre que él ha escogido
[horizo]». El mismo Dios que «determinó» (horizo) entregar a su Hijo, por el
mismo acto de entrega, también lo «escogió» (horizo) como el único medio de
salvación para la raza humana. Tras haber ponderado el significado de horizo
en los pasajes neotestamentarios, el filólogo K. L. Schmidt concluyó: «Excep
tuando Hechos 11: 29, un rasgo distintivo de los ocho pasajes del Nuevo
Testamento en los que aparece horizo es que todos son textos teológicos y
cristológicos»; es decir, describen la persona y obra de Cristo,3no la traición
de Judas.
Entonces, ¿por qué Judas acabó encamando en su vida el papel que le co
rrespondía al «hijo de perdición» (Juan 17: 22) y, por ende, se convirtió en reo
de la condenación divina? ¿Porque Dios lo había decretado desde el centro de
comando del universo? No. Lucas nos dice que «Satanás entró en Judas» (Luc.
22: 3). De ahí que, contrario a lo que dice el supuesto Evangelio de Judas, que
aboga por un ludas que actuó en componenda con Jesús, las acciones consu
madas por el Iscariote pusieron de manifiesto que el otrora tesorero de los
doce, en realidad, llegó a ser un instrumento satánico en todo el sentido de la
frase. «Judas cayó bajo el control» de Satanás4 al entrar en colusión con el ar-
chienemigo de Dios y de los seres humanos.5
Bajo la influencia satánica, Judas se puso de acuerdo con los sacerdotes y
los guardias en cuanto a cuál sería la estrategia más efectiva para acabar con
Jesús y sus seguidores. Fue entonces cuando el Señor vislumbró la inminen
cia de un combate monal contra «el poder de las tinieblas» (Luc. 22: 53,
BLPH). La batalla del Hijo de Dios no se circunscribía al pleito iniciado por
Anás, Caifás y los demás integrantes de la élite religiosa y política de la na
ción. Había poderes suprahumanos moviendo cada ficha del juego en contra
del Señor.6 Esa noche la tierra fue escenario de una de las batallas más neu
rálgicas del gran conflicto entre el bien y el mal. La escaramuza era tan fiera
que Lucas declara que un ángel del délo acudió en auxilio de Cristo para darle
la fortaleza necesaria para salir victorioso en medio de los embates lanzados
4. 146 • Lucas: El Evangelio de la gracia
por los poderes de las tinieblas (Luc. 23: 43). La suerte de la humanidad
quedaría definida para siempre. Jesús tendría que hacerle frente a las horas
más amargas de su vida.
Elena G. de White dice que en aquel momento el Señor «temía que su na
turaleza humana no pudiese soportar el conflicto venidero con las potestades
de las tinieblas» (£/ Deseado de todas las gentes, cap. 74, p. 653). Satanás susurra
ba al oído del Maestro: «El pueblo que pretende estar por encima de todos los
demás en ventajas temporales y espirituales te ha rechazado. Está tratando de
destruirte a ti, fundamento, centro y sello de las promesas a ellos hechas como
pueblo peculiar. Uno de tus propios discípulos, que escuchó tus instrucciones
y se ha destacado en las actividades de tu iglesia, te traicionará. Uno de tus más
celosos seguidores te negará. Todos te abandonarán» (íbíd.).
Por ello Jesús, «entrando en combate, oraba más intensamente. Le corría el
sudor como gotas de sangre cayendo al suelo» (Luc. 22: 44, BLP). ¿Por qué
oraba Jesús con tanto fervor? ¿Por qué su cuerpo parecía destilar gotas de san
gre? Porque el Salvador sabía con antelación cuál sería la sentencia que el pue
blo le pediría a Pilato: «¡Crucifícalo, crucifícalo!» (Luc. 23: 21).
La vergüenza de la cruz
Como método de tortura la crucifixión era muy conocida entre las na
ciones del mundo antiguo. Fue utilizada por los persas, los indios, los asi
rios, los escitas, los celtas, los númidas y los cartaginenses.7 Existen incon
tables referencias a este tipo de suplicio en los escritores clásicos, tanto ju
díos como paganos.8 Una de esas referencias nos ha llegado por medio de
la pluma de Séneca. En su obra Sobre la felicidad, Séneca declara que los cru
cificados «dicen cosas enérgicas, grandes, que superan todas las tempesta
des humanas; puesto que se esfuerzan por arrancarse de esas cruces [...].
Los condenados al suplicio están suspendidos cada uno de un solo poste; los
que se atormentan a sí mismos están distendidos por tantas emees como
deseos; y maledicientes, son ingeniosos para injuriar a los demás. Creería
que están exentos de aquellos males, sino fuera porque algunos escupen
desde el patíbulo a los espectadores» (cap. XIX).9 Esta declaración nos per
mite entender en su contexto histórico la actitud insultante que tuvo uno
de los ladrones mientras se hallaba en la cruz; a la vez que marca un nota
5. 13. El Señor de lavida • 147
ble contraste con la postura de sumisión y entrega adoptada por el Hijo de
Dios (ver Luc. 23: 39-46).
Los judíos también estaban familiarizados con ese suplicio. Es más, supon
go que en algún momento del proceso en contra de Cristo, los líderes civiles y
religiosos habrán recordado que en 4 a. C. el sumo sacerdote, Alejandro Janeo,
condenó a la crucifixión a ochocientos fariseos. losefo, el memorable historia
dor judío contemporáneo a los apóstoles, declara que durante la guerra del
66-70, Tito crucificaba un promedio de quinientos judíos al día. A veces el
número de condenados era tan elevado que «no había suficientes emees» ni
«espacio para levantar el madero». El uso de la cruz como castigo tuvo vigencia
hasta que Constantino lo abolió en el año 337.
Quien fuera condenado a morir en una cruz era fijado en una viga vertical
y sus manos eran atadas con cuerdas o clavadas a un madero en posición
transversal. En el caso de Jesús, sus manos fueron clavadas (Juan 20: 25). La
cruz comportaba sufrimientos horribles, de la piel del crucificado salían lla
gas sangrantes a causa de la cruel flagelación y el desgarro de los miembros
por causa del peso del cuerpo, o por los ataques de las bestias salvajes o de
las aves de rapiña. En la cruz nos topamos con la más abyerta manifestación
del sadismo y la perversidad humanas.
Tal castigo estaba reservado exclusivamente para los criminales más infa
mes: los traidores, los deseñores, los bandidos, los revolucionarios, los escla
vos y los piratas.10Tan vergonzoso era ese martirio, que los romanos evitaban,
por todos los medios, aplicarlo a sus ciudadanos. Cicerón definió la cruci
fixión como «el suplicio más cruel y horrible». Celso, el filósofo platónico del
siglo II, se preguntaba: «¿Qué Dios, qué Hijo de Dios, es aquel cuyo padre no
puede salvarlo del más infame suplicio y que no puede salvarse a sí mismo?».11
Celso casi cita textualmente lo que dijo uno de los ladrones. Jesús no se de
tuvo a darles explicaciones al impenitente crucificado. Orígenes, que dedicó
su obra Contra Celso a rebatir los argumentos del filósofo, tras reflexionar
sobre la muerte de Cristo, tuvo que admitir que la mueñe de cruz era «la más
vergonzosa que existe».12
Por todo lo que hemos dicho comprendemos que no existía nada más ridí
culo para un habitante del mundo grecorromano que adorar y creer en un
crucificado. Una inscripción encontrada en 1857 expresa sin ambages este
punto. En ella aparece un personaje con cabeza de asno colgado en una cruz.
En la parte izquierda hay un hombre con postura de reverencia y en el centro
6. 148 • Lucas; El Evangelio de la gracia
leemos este mensaje: «Alexámenos adora a su dios». En otras palabras, creer
en un Dios crucificado era lo mismo que creer en un asno.
Pablo expresó lo impopular que era predicar sobre la cruz en aquel tiem
po: «Los judíos quieren ver señales milagrosas, y los griegos buscan sabiduría;
pero nosotros anunciamos a un Mesías crucificado. Esto les resulta ofensivo
a los judíos, y a los no judíos les parece una tontería» (1 Cor. 1: 22, 23, DHH).
Pero la vergüenza de la cruz se convirtió «en poder de Dios para los que va
mos a la salvación» (1 Cor. 1:18, DHH).
La presencia misteriosa de Dios
Tan vergonzosa fue la crucifixión de Cristo, que la misma creación ocul
tó su mirada y se negó a contemplar al Hijo de Dios bebiendo la copa de
las desgracias provocadas por nuestros pecados. Los tres Evangelios sinóp
ticos destacan que una espesa oscuridad sobrenatural cubrió la tierra du
rante tres horas: desde la hora sexta hasta la novena; es decir, desde las doce
del mediodía hasta las tres de la tarde (Mat. 27: 45; Mar. 15: 33). Lucas decla
ra: «Hubo tinieblas sobre toda la tierra [...]. El sol se oscureció» (Luc. 23:
44, 45). ¿Qué había detrás de semejante fenómeno físico?
Es cierto que en la Biblia, la presencia de Dios es descrita como una fuen
te inagotable de luz (Sal. 27: 1; 90: 17; Isa. 60: 19); pero también él se hace
presente a través de la oscuridad. En la famosa teofanía del Sinaí, la presencia
de Dios se manifestó por medio de «truenos, relámpagos, una nube espesa
cubrió el monte y se oyó un sonido de bocina muy fuerte» (Éxo. 19: 16; cf.
Deut. 4: 10, 11; 5: 22). «Moisés se acercó a la oscuridad en la cual estaba Dios»
(Exodo 20: 21). De ahí en adelante, los profetas usarían una fraseología simi
lar para describir la presencia divina. Joel declara que ante el Señor, «el sol y
la luna se oscurecerán» (Joel 2: 10; cf. Amos 8: 9; 30, 31; Sof. 1: 15). El profe
ta Amos hace referencia al «día del Señor» como un día «de tinieblas» (Amos
5: 20). David describió al Señor como el que cabalga «sobre un querubín y
voló y voló sobre las alas del viento. Se envolvió en un cerco de oscuridad» (2 Sam.
22: 11, 12; cf. Sal. 97: 2).
Cuando los Evangelios vinculan la muerte de Cristo con la oscuridad, te
rremotos, rocas quebrándose (Luc. 23: 44; Mat. 27: 45, 51; Mar. 15: 33), se
están apropiando del vocabulario que describe las teofanías del Antiguo Tes
7. 13. El Señor de lavida • 149
tamento. Por tanto, la muerte de Cristo nos habla de un Dios que estuvo
presente en los momentos más agobiantes de la vida de su Hijo. En la cruz,
él no se reveló por medio de un halo deslumbrante de gloria, sino a través de
la oscuridad que cubrió el lugar donde su Hijo estaba muriendo. Elena G. de
White despeja toda duda al decir que «en esa densa oscuridad, se ocultaba la
presencia de Dios» (El Deseado de todas las gentes, cap. 78, p. 714).
¡Qué grandioso y reconfortante es saber que contamos con un Dios extraor
dinario, uno que está a nuestro lado cuando nos toca recorrer el camino de
la muerte! Así como el Padre no abandonó a su Hijo, tampoco nos abando
nará a nosotros. Cuando no podamos ver o sentir la presencia divina alrede
dor de nosotros, recordemos que el Padre celestial no se ha apartado de
nuestro lado. El mismo Jesús nos permite entrever su fe en que el Padre lo
escuchaba en medio de la oscuridad al expresar su última oración: «¡Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu!» (Luc. 23: 46).
Jesús murió tai como vivió
Las últimas palabras de Cristo en la cruz —«Padre, en tus manos encomien
do mi espíritu»— nos enseñan que él murió de la misma forma en que había
vivido a lo largo de su ministerio terrenal: dependiendo de su Padre. Esta últi
ma plegaria revela que en la experiencia más dolorosa e insufrible de su vida,
Jesús buscó consuelo y esperanza en las Sagradas Escrituras. Es la Palabra de
Dios la que sostiene nuestra fe cuando el dolor y la tristeza parecen ocupar
cada rincón de nuestra alma. Este sentir lo encontramos en los salmos de la
mentos. En el antiguo Israel esos salmos eran «oraciones ofrecidas a Dios cuan
do este parecía estar ausente».13
En su última frase, el Señor se aferró a uno de estos salmos: el 31. Concre
tamente citó el versículo 5. El texto completo dice lo siguiente: «En tu mano
encomiendo mi espíritu; tú me has redimido, Jehová, Dios de verdad». Al
citar el pasaje en la cruz, Cristo le agregó y le quitó. Le agregó la expresión
«Padre». Una vez más sale a relucir la estrecha relación filial que lo une al
Padre. Cargar con nuestros pecados, sufrir el oprobio, experimentar el que
branto a causa de sus nuestras rebeliones, no aminora el hecho de que ese ser
grandioso, que era capaz de librarlo de esa copa, sigue siendo su Padre. El
Salvador eliminó la frase «tú me has redimido». ¿Por qué eliminó esa parte
8. 150 • Lucas: El Evangelio de la gracia
del pasaje? Porque él no necesitaba ser redimido, porque él es nuestro Reden
tor. Jesús murió como vivió: apegado a la Palabra de Dios.
En la cruz, él no solo se apoyó en las Sagradas Escrituras, sino que además,
oró: «En tus manos encomiendo mi espíritu». Esa era la invocación que solía
elevar el judío antes de dormir; era como si Jesús le dijera: «Padre, voy a dor
mir en tus brazos».14Jesús murió como vivió: orando. Al final de su vida, el
Maestro no encandiló a la multitud con la realización de una señal portento
sa. Su legado no es una vida de milagros, sino una vida de oración. Su última
plegaria constituye una prueba irrefutable de su confianza plena y absoluta
en el que lo había enviado a salvar a los pecadores. Su obsecuencia voluntaria,
su serenidad espiritual y su certidumbre invulnerable en su Padre, fue sufi
ciente para que el centurión romano admitiera: «Verdaderamente este hom
bre era justo» (Luc. 23: 47).15
El 16 de octubre de 1555 en la ciudad de Oxford, Inglaterra, María Tudor
sentenció a la pena capital a Nicholas Ridley y Hugh Laümer. Ambos fueron
atados a una gran estaca y cuando el inquisidor encendió el fuego, IiUiner le
dijo a su compañero: «Ánimo, Ridley, por la gracia de Dios, hoy vamos a
encender una vela que jamás será apagada en Inglaterra».
De igual modo, mucho antes de que se encendiera la hoguera de Ridley y
Latimer, cuando Jesús murió en la cruz del Calvario encendió una antorcha
de esperanza y amor cuya luz ha de llegar a cada rincón del universo. Del
Calvario refulgió como nunca antes «la luz verdadera que alumbra a todo
hombre» (Juan 1:9). Con independencia de nuestra condición física o espi
ritual, de nuestro estatus, del color de nuestra piel, la cruz encendió una lla
marada de gracia en nuestro favor que nada ni nadie podrá extinguir. A pro
pósito, Elena G. de White escribió: «la muerte de Cristo demuestra el gran
amor de Dios por el hombre. Es nuestra garantía de salvación. (...) Sin la
cruz, el hombre no podría unirse con el Padre. De ella depende toda nuestra
esperanza. De ella emana la luz del amor del Salvador» (Los hechos de los após
toles, cap. 20, pp. 156, 157).
¡Cuán irónico es el Calvario! El Jesús que no pudo salvarse a sí mismo, sí
puede salvamos a nosotros (Luc. 23: 39-43). Y aunque murió en la más ab
yecta oscuridad, ahora puede llenar con su radiante luz nuestra tenebrosa
existencia. Él murió en la cruz para que nosotros tengamos vida abundante.
Pero aquel viernes de tarde fue solo el principio del final; la mañana del do
mingo se acercaba con pasos firmes. Recordemos lo que ocurrió ese domingo.
9. 13. El Señor de lavida *151
No perdamos la esperanza
Tras el alboroto y el bullicio que cundió en Jerusalén aquel funesto vier
nes, ahora la ciudad se percibe quieta y silenciosa. No hay transeúntes reco
rriendo sus polvorientas calles y el templo luce solitario y apenado. Dos
peregrinos, tras haber concluido sus actividades pascuales en la capital, han
emprendido su regreso a Emaús. Mientras caminaban no podían dejar de
hablar «de todas aquellas cosas que habían acontecido» (Luc. 24: 14). De
imprevisto, un forastero los intercepta y comienza un diálogo en el que
reviven los dolorosos acontecimientos que pusieron fin a la vida de «Jesús
nazareno». Pero lo más triste del caso es que, en medio de la conversación,
Cleofas y su acompañante admiten haber perdido la esperanza de «que él
[Jesús] fuera el que había de redimir a Israel» (vers. 21). Casi puedo sentir
la inseparable tristeza que palpita en cada silaba de esta declaración. En ella
vislumbramos el dolor que les provocó suponer que aquello que habían
esperado durante tanto años —el establecimiento terrenal del reino de
Dios— se les deshizo como si fuera una burbuja de jabón.
El desconsuelo se hospedó en sus almas. La tragedia de la cruz parecía
haber marcado el final de su exigua fe. La inquietud interior secó la raíz de
esperanza que había florecido en sus corazones cuando contemplaron las
poderosas obras ejecutadas por Cristo. Su dolor era tan agudo que no cre
yeron en las palabras de las mujeres, que aseguraban haber ido al sepulcro,
que habían hablado con ángeles y que se les había dado la seguridad de
«que él [Cristo] vive». Además, agregaron los amigos de Emaús: «Y fueron
algunos de los nuestros al sepulcro, y hallaron así como las mujeres habían
dicho, pero a él no lo vieron» (ver Luc. 24: 21-24). En otras palabras, ellos
conocían de la resurrección, habían recibido el testimonio directo de los
testigos de aquel glorioso acontecimiento, pero —con todo eso— ¡sentían
que la certeza de su fe se había desvanecido como la niebla! A pesar de te
ner evidencias irrefutables de la resurrección del Hijo de Dios, estos perso
najes se comportan como si no creyeran en nada de lo que les habían di
cho. Para ellos, la resurrección no era más que una «locura» (Luc. 24: 11).
Como estos dos amigos seguían absortos en los sucesos que trascurrie
ron el viernes, no se percataron, a pesar de tener todas las evidencias dispo
nibles, de que ya estaban viviendo el tercer día, el día cuando se cumpliría
la promesa y el Señor volvería triunfante del reino de la muerte (Luc. 9: 22;
10. 152 • Lucas: El Evangelio de la gracia
13: 32; 18: 33). ¿Qué podía hacer Dios con gente tan incrédula? La opción
más viable consistía en poner el práctica el propósito para el cual Jesús ha
bía resucitado. Fíjese en esta declaración de Pedro y que el mismo Lucas la
puso por escrito: «El Dios de nuestros padres levantó a Jesús, a quien voso
tros matasteis colgándolo en un madero. A este, Dios ha exaltado con su dies
tra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de peca
dos» (Hech. 5: 30, 31).
Y la mejor manera que Dios tiene de poner al alcance de todos el arrepen
timiento y el perdón que se nos otorga por medio de la muerte y resurrección
de Cristo, es guiándonos a su Palabra. Eso file lo que hizo el Resucitado con
Cleofas y su acompañante: llevarlos a la Biblia y declararles lo que Moisés, los
profetas y todas las Escrituras «decían de él» (Luc. 24: 27). Lo importante es
que ellos entendieran el sentido de la Palabra divina y del plan de salvación
que había sido expresado en los escritos sagrados. En un momento de deses
peranza, Jesús utilizó las Escrituras para llevar esperanza. La Palabra de Dios
renovó la fe que el dolor había eclipsado. Cuando se dieron cuenta de que
con ellos estaba el Señor de la vida, regresaron a Jerusalén y comenzaron a
proclamar: «Realmente ha resucitado el Señor» (Luc. 24: 34, BLP).
De la sombra grisácea de la cruz emanó un nuevo amanecer para ellos y,
por supuesto, para todos nosotros. Jesús abandonó el país de la muerte y ello
nos da la certeza de que nosotros también lo abandonaremos con él. La
Deidad manifestó su poder entre los que yacían en la oscuridad, el silencio
y la soledad del polvo de la tierra; y de ese reino oscuro emergió triunfante
el Dios de la vida. Aunque la cruz es esencial dentro del plan de salvación,
constituye un gran alivio saber que hoy, dos mil años después, la tumba
que recibió el cuerpo inerte del Cristo crucificado está vacía. Hoy, el Cristo
resucitado se para en nuestros caminos y nos dice: «¡No tengas miedo! Yo
soy el Primero y el Último. Yo soy el que vive. Estuve muerto, ¡pero mira!
¡Ahora estoy vivo por siempre y para siempre! Y tengo en mi poder las lla
ves de la muerte y de la tumba» (Apoc. 1: 17, 18, NTV).
Su resurrección constituye la garantía de la nuestra y de la de todos los
que a lo largo de la historia han pasado al descanso habiendo puesto su
espíritu en las manos del Padre. «Así como Dios resucitó al Señor, también
nos va a resucitar a nosotros por su poder» (2 Cor. 6:14, DHH).
11. 13. El Señor de lavida • 153
No estamos solos
La cruz nos presenta a un Dios que se solidariza con el dolor de sus hijos.
Él no esconde su mirada del sufrimiento humano. Él sabe por experiencia
propia cuán grande es nuestro padecimiento. Él mismo recibió sobre sus es
paldas los latigazos que nos correspondían a nosotros. Sus manos recibieron
nuestros clavos. Su cabeza recibió la corona de espinas que merecíamos. Su
cuerpo fue clavado en nuestra cruz. Él derramó las lagrimas que tenían que
haber corrido por nuestras mejillas. Él murió nuestra muerte.
Jesús sabe lo que es sufrir sin causa alguna. Se identifica con aquellos que
han sido traicionados por sus compañeros más íntimos. Conoce el amargo
sabor de enfrentar un momento difícil sin recibir el apoyo de los amigos. En
realidad, su cruz constituye la versión más elevada de los calvarios que vivimos
a diario. Usted y yo podemos tener la seguridad de que el Cristo que enfrentó
la cruz en solitario no nos abandonará cuando nos toque subir la cuesta de nues
tro calvario personal. No estamos solos. El Crucificado sigue estando a nuestro
lado; pero ya no como un varón de dolores, sino como el majestuoso Señor de
señores. Y los que hemos decidido tomar nuestra cruz y seguirlo, experimenta
mos diariamente en nuestra vida la vida del Cristo resucitado (Gál. 2: 20).
No podemos soslayar el hecho de que para cada uno de nosotros resulta
inevitable cargar con su propia cruz. En tanto nos toque caminar a nuestro
Calvario individual, recordemos que Jesús nunca planificó que el sufrimien
to llegara hasta nuestra puerta. Más bien se pasó toda su vida terrenal tratan
do de aliviar la desventura que el pecado ha sembrado en nosotros. A lo largo
de su ministerio lidió cuerpo a cuerpo contra la enfermedad, la injusticia, el
pecado y los excentricismos religiosos que tanta desesperanza nos han pro
vocado. Al sobrellevar nuestra cruz, nos consuela saber que, como expresa
Elena G. de White, «la misma gracia que se dio a Jesús, el mismo consuelo, la
firmeza sobrehumana, se darán a cada creyente hijo de Dios que se encuentra
en perplejidad y sufrimiento, y amenazado con prisión y muerte por los
agentes de Satanás. Un alma que confía en Cristo nunca ha sido abandonada
para que perezca. El potro del tormento, la hoguera, los muchos y crueles
inventos pueden matar el cuerpo, pero no pueden tocar la vida que está es
condida con Cristo en Dios» (Sings ofthe Times, 3 de junio de 1897).
Probablemente, usted se encuentre atravesando por el «viernes más ne
gro» de toda su vida. Quizá siente que las insondables promesas de la Biblia
12. 154 • Lucas: El Evangelio de la gracia
han dejado de brillar, y su desazón ha dado al traste con su fe. Probablemen
te la experiencia de los viajeros de Emaús ha encontrado eco en su experien
cia espiritual. Amigo, el «viernes negro» pasará. Ya se acerca la mañana glo
riosa en la que el Padre celestial «enjugará» cada una de sus lágrimas y le lle
vará a un lugar en el que «no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni cla
mor ni dolor» (Apoc. 21: 4). Así como Jesús, tras haber padecido, entró «en
su gloria» (Luc. 24: 26), muy pronto podremos constatar «que los sufrimien
tos del tiempo presente no son nada si los comparamos con la gloria que
habremos de ver después» (Rom. 8: 18, DHH). No nos desesperemos, como
en el camino a Emaús, cuando menos lo esperemos, Jesús aparecerá y nos
dará una nueva revelación de sí mismo; y ello será suficiente para encauzar
nos por un sendero de esperanza y plenitud.
Lucas termina su Evangelio en el mismo lugar donde lo comenzó: en el
templo. «Aconteció que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue lleva
do arriba al cielo. Ellos, después de haberlo adorado, volvieron a Jerusalén
con gran gozo; y estaban siempre en el Templo, alabando y bendiciendo a
Dios. Amén» (Luc. 24: 51, 52). Su palabras constituyen una versión anticipa
da del momento cuando los redimidos de todas las épocas estarán delante
del trono de Dios y le servirán «día y noche en su templo» (Apoc. 7: 15). Para
nosotros hay lugar en ese templo. Lo único que tenemos que hacer es aferrar
nos a la gracia divina.
Referencias:
1Para una exposición detallada sobre la muerte de Cristo en el Evangelio de Lucas, ver Donald Sénior,
The Passion ofJesús in the Gospel ofLuke (Collegeville, Minnesota: The Liturgical Press, 1990); Gregory
E. Sterling, «Mors philosophi: the death of Jesús in Luke», Harvard Theological Review, 94 n° 40 (2001),
pp. 383-402; Frank J Matera, «The death of Jesús according to Luke: a question of sources», Catholic
Biblical Quarterly, 47 n° 3 (julio 1985), pp. 469-485; Paul W. Walaskay, «Trial and Death of Jesús in
the Gospel ofLuke», Journal of Biblical Literature, 94 n° 1 (marzo 1975), pp. 81-93.
2David L. Tiede, Prophecy & History in Luke-Acts (Filadelfia: Pennsylvania: Fortress Press, 1980), p. 107.
3K. L. Schmidt, «horizo» en Theological Dictionary of the New Testament, Gerhard Kittel y Gerhard Frie-
drich, eds. (Grand Rapids, Michigan: Wm. B. Eermans Publishing, 1967), L V, p. 453. Los ocho pasa
jes son: Luc. 22: 22; Hech. 2: 23; 10: 42; 11: 29; 17: 26, 31; Rom. 1: 4; Heb. 4: 7.
4 Darrell L. Bock, Luke 9:51—24:53, Baker Exegetical Commentary on the New Testament (Grand Ra
pids, Michigan: Baker Academic, 1996), p. 1704.
5Michael F. Patella, The Gospel According to Luke (Collegeville, Minnesota: Liturgical Press, 2005, p. 139.
6Sénior, pp. 171-173.
7Martin Hengel, Crucifixión: in the Ancient World and the Folly of the Message of the Cross (Filadelfia,
Pensylvania: Fortress Press, 1977), pp. 22, 23; J. Massyngberde Ford, Redeemer: Friend and Mother:
Salvation in Anticjuity and the Gospel ofjohn (Minneapolis, Minnesota: Fortress Press, 1997), pp. 52-58.
13. 13. El Señor de lavida • 155
8 Para mayor información, ver el capítulo 3 del libro de Gunnar Samuelsson, Crucifixión in Antiquity:
An lnquiry into the Background and Significance of the New Testament Terminology of Crucifixión (Tubin-
ga: MohrSiebeck, 2013), pp. 151-198.
9http://www.mallorcaweb.net/mamiranda/Seneca/feliddad.pdf
10Jerome H. Neyrey, «"Despising the Shame of the Cross": Honor and Shame in the Johannine Passion
Narrative», Semeia 68 (1996), pp. 113, 114.
11Celso, El discurso verdadero contra los cristianos (Madrid: Alianza Editorial, 2009), p. 72.
12Para más detalles ver Jaques Schlosser, «La maldición de la cruz», en La pasión de Jesús: De Betania al
Calvario (Valencia: EDICEP, 1984), pp. 24-27.
13 Bemhard W. Anderson, Out of the Depths: The Psalms Speakfor Us (Filadelfia: The Westminster Press,
1974), p. 56.
14William Barday, Comentario al Nuevo Testamento: 17 tomos en 1 (Viladecavalls: CLIE, 2008), p. 358.
15Charles H. Talbert, Reading Luke: A Literary and Theological Commentary on the Third Gospel (Macón,
Georgia: Smyth & Helwys Publishing Inc., 2002), p. 253.