1. S E T E N A L E C T U R A D E
L L E N G U A C A S T E L L A N A
UNA SONRISA ESPECIAL…
Duna se había quedado afónica en numerosas ocasiones. De pequeña, lloraba y berreaba hasta quedarse dormida,
no sin antes ser digna de una buena cachetada a causa de su insistencia y su insufrible tono de voz. Su hermano Joan
era cómplice siempre de castigos y largas horas pasadas en la habitación, pues juntos protestaban amargamente ante
sus padres intentando conseguir algo que aparentemente resultaba fácil de poseer: un perro. Chillaban, pataleaban y
lloriqueaban hasta caer extasiados sobre su cama, casi sin fuerzas, pero con el convencimiento de que algún día iban a
conseguir su objetivo. Lamentablemente, durante la infancia eso no fue exactamente así… Los hermanos tuvieron que
afrontar su edad infantil sin un compañero de juegos, si una mascota que acariciar ni sacar a pasear. Muchas veces,
Duna y Joan salían al parque no con la intención de subirse al columpio o bajar alocadamente por un larguísimo
tobogán… Los dos hermanos se sentaban juntos en el banco central del parque y simplemente contemplaban a las
familias que, entre risas y tirones, sacaban a sus perros a pasear y a airearse. Era muy triste desear algo y no poder
tenerlo, pero debían aceptar sin rechistar aquello que sus padres les decían, pues de lo contrario se exponían al peligro
de tener que pasar interminables horas encerrados en el cuarto de los ratones.
Un día cualquiera, mientras los chicos luchaban contra el sueño, las legañas y las pocas ganas de ir al colegio, una
viejecita se cruzó con ellos. Duna y Joan no habían visto antes a esa anciana por el barrio. Era una señora muy mayor,
curtida su piel por el paso de los años, arrugada de la cabeza a los pies pero con un semblante bondadoso; su cara
transmitía paz y sosiego. La viejecita se presentó y dijo que se llamaba Florencia. Los muchachos la miraban
atolondrados… Sentían ser prisioneros involuntarios de la sonrisa de esa encantadora mujer, así que se quedaron un
largo rato inmóviles, contemplándola a ella y también mirando hacia la caja que llevaba bajo el brazo.
Duna, curiosa, asomó la nariz por debajo de la tela que cubría la caja que la anciana transportaba. Su inquietud era
máxima. No sabía explicarlo, pero sentía que el hecho de haberse cruzado con la anciana tenía que ser una especie de
señal. Florencia no se movió; simplemente se limitó a observar cómo la niña levantaba con sus frágiles deditos la
mantita que protegía el valioso contenido de la caja.
Al retirar el trapo protector, Duna emitió una especie de sonido indefinible, a caballo entre la sorpresa y el deje de
ternura. La niña miró a su hermano, quien rápidamente contactó con ella y se acercó para echar una ojeada al interior
2. del recipiente. Extasiados, casi petrificados, los dos hermanos extendieron sus brazos y suavemente, manteniendo su
boca desencajada y los ojos abiertos como platos, sacaron del interior de la caja un precioso bichón maltés, un perro de
pelaje rizado, blanco como la nieve, que los saludó con una serie de lametones riquísimos en la mejilla.
Duna y Joan gritaron de alegría, se abrazaron y estrujaron a la perrita (era una hembra) entre su pecho. Preguntaron
a la anciana si podían quedarse con el animal, pero la viejecita ya había desaparecido. Decidieron llamar Damma al
tierno animal y volvieron a casa. Ese día, el colegio podía esperar…
Conscientes de que si llevaban a la perra a su hogar estarían cometiendo una especie de acto delictivo (puesto que
incumplirían así las normas impuestas por sus padres), Duna y Joan se miraron y se interrogaron mutuamente. No hizo
falta esperar mucho para que ambos llegasen a la conclusión de que deseaban enormemente que Damma fuera suya.
Así, pues, partieron hacia casa.
Al llegar, su madre les recibió con una mirada fulminante, con la barbilla desencajada por el enfado y con la escoba
preparada para ponerles el culo como un tomate. Los chicos no tenían ninguna explicación ante esa vuelta inesperada a
casa y, sobre todo, no podían justificar de ninguna manera su ausencia en el colegio. Seguramente el director ya habría
llamado a sus padres y la bronca sería monumental. Lo único que se les ocurrió a los hermanos fue sacar a Damma del
interior del abrigo donde estaba escondida. Temiendo lo peor, Duna se acercó a su madre y cerró los ojos para recibir el
primer escobazo. Sin embargo, nada de eso ocurrió. Damma miró a la mujer con ojos tiernos y dibujó una sonrisa similar
a la que Florencia había hecho para recibir a los niños. Lejos de utilizar la escoba, la madre de Duna y Joan cogió a la
perrita en brazos, la besó en la cabeza y les dijo a sus hijos que entrasen, que mañana sería otro día y que la perrita
debía tener hambre…
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