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PRIMER SIGLO DE CARLISMO EN ESPAÑA
(1833-1931).
LUCHAS Y ESPERANZA EN ÉPOCAS
DE APARENTE BONANZA POLÍTICA

JOSÉ FERMÍN GARRALDA ARIZCUN
Doctor en Historia

Col.: Nueva Bermeja nº 14

PAMPLONA
Diciembre, 2013
José Fermín Garralda Arizcun
“Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

José Fermín Garralda Arizcun
Doctor en Historia
“Primer siglo de Carlismo en España (1833-1931). Luchas y esperanza en épocas de aparente
bonanza política”
Diciembre de 2013
C/ Arrieta nº 2
31002 Pamplona – Navarra - España
rargonz@gmail.com
historiadenavarraacuba.blogspot..com
Colección: Nueva Bermeja nº 14

* Queda prohibida la reproducción total o parcial de este trabajo y de sus
imágenes sin permiso del autor. Hay derecho de autor.

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José Fermín Garralda Arizcun
“Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

PRIMER SIGLO DE CARLISMO EN ESPAÑA (1833-1931).
LUCHAS Y ESPERANZA EN ÉPOCAS
DE APARENTE BONANZA POLÍTICA

A la Excma. Sra. Doña María Cuervo-Arango
Cienfuegos-Jovellanos,
muy distinguida dama del Principado de Asturias,
en señal de aprecio y admiración
por su fidelidad a la Causa que representa.

por José Fermín Garralda Arizcun
Doctor en Historia
Morella (Castellón), 13-IX-2013
Pamplona, enero 2014

ÍNDICE: 1. Introducción 2. Tema general, ámbito y fuentes 3. Los temas
específicos 4. Nuestro planteamiento 5. La síntesis que permite la gran abundancia de
datos 6. Tentaciones cíclicas que no hacen claudicar 5. Primera etapa (1814-1833): el
pueblo realista y las buenas palabras de los que gobiernan 6. Segunda etapa (18401868). Retos durante la época isabelina: demostrar la validez de los principios de la
tradición, desvelar los errores de la práctica liberal, y mantener no obstante las armas en
alto. 6.1. Retos de etapa 6.2. Don Vicente Pou, debelador del llamado justo medio 6.3.
Don Pedro de la Hoz 6.4. Los partidos medios se van 7. Tercera etapa (1876-1909).
“El Carlismo no es un temor, sino una esperanza”; “mucha propaganda y modernizarse”
(1890-1899): 7.1. La situación; 7. 2. Retos a superar y objetivos; 7.3. La respuesta de los
carlistas; 7.4. Aportaciones políticas de don Carlos VII; 7.5. El testimonio de un ex
carlista: Juan Cancio Mena. 8. Cuarta etapa. La tradición española durante el destierro
de Jaime III (1909-1931): con actualización y perseverancia -y aún sin advertirlo- los
carlistas se preparaban para salvar a España de la debacle. 9. Conclusiones

1. INTRODUCCIÓN

LA FIEL, FUERTE Y PRUDENTE Ciudad de Morella, plaza fuerte de la
hermosísima región del Maestrazgo, se muestra en su belleza, como otros núcleos
urbanos de antaño, como un regalo de Dios. Entró en la leyenda con el Tigre del
Maestrazgo, al que sobrevivió con creces al tiempo y la memoria, porque Morella
representa, como muchas otras ciudades de ayer y de hoy, a un pueblo carlista o
tradicional de acrisolada fidelidad.
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José Fermín Garralda Arizcun
“Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

Para quien estudie el Carlismo en el Reino de Navarra, ésta pequeña
ciudad de Morella –como otras que ayer fueron importantes pero que hoy por los
diferentes avatares han perdido significación urbana- tiene unas resonancias muy
especiales. El Reino de Valencia puede ser un alter ego de Navarra, y Morella un
alter ego de la Corte de Estella aunque en aquella nunca residiese el rey Carlos
VII. Hay diferencias notables entre ambos casos, pero también semejanzas que
cualquier lector atento advertirá.
***
Sin embargo, en estas páginas no hablaremos de un frío y lejano ayer, ni
caeremos en el reduccionismo de identificar el Carlismo con el ámbito bélico, y
menos acusándole al menos indirectamente de tres o cuatro guerras. Este libro
quiere ser de Historia de las ideas, de los bienes vividos y de la esperanza que los
carlistas, por ser católicos y españoles, han manifestado tener frente a los daños
traídos por la Revolución que actualmente –afirman- parece llegar a sus últimas
consecuencias.
Es decir, no trataremos sólo del mundo rural y las pequeñas ciudades
porque también hubo tradicionalistas en las ciudades medias o grandes, en las
universidades, la prensa y las instituciones políticas. Hablamos de los hombres de
cualquier lugar, sexo y condición.
Formalmente superamos la frialdad y lejanía expositiva, porque de lo
contrario, ¿qué eco expresará el conocimiento, convencimiento y amor que
rezuman los testimonios escritos que han quedado del pasado? ¿Cómo mostrar la
reflexión desde dentro de lo que se reflexiona –en lo posible y sin perder la
objetividad-, y cómo revivir con una pedagógica inmersión, las esperanzas del
pueblo políticamente fiel a don Carlos y a quienes con otros nombres le
sucedieron, durante todo un largo y conflictivo siglo, concretamente desde 1833
hasta 1931? Si ponemos fin en dicha fecha es porque elegimos como ámbito
temporal la respuesta de los carlistas en tiempos de la monarquía constitucional
de ayer.
Dedicar este trabajo a la Excma. Sra. María Cuervo-Arango es de justicia
y un placer, porque su personalidad, elevación de miras, dedicación y entrega
desinteresada a una Causa, es de admirar desde la memoria de sus mayores, la
realidad de las cosas, un espíritu cristiano enraizado, y por comparación a lo que
hoy estilan no pocos políticos profesionales.
***
El presente libro no pretende una historicista y nostálgica rememoración
del pasado, ni tiene inclinaciones “románticas” –que hoy serían ideológicasabsolutizando el ayer, congelándolo en el presente y cayendo en el presentismo.
Se trata de qué pensaban y esperaban otros, esos carlistas que ya en algunas
publicaciones recientes han mostrado, a través de las fuentes recogidas por
puntillosos historiadores, el compromiso de sus vidas. Nada de esto sería propio
de un libro de historia, en el que pretendemos comprender a sus protagonistas
desde dentro y desde sus manifestaciones. ¿El por qué? Por mera profesión, por
amor a un tema tan original en toda la Europa occidental e importante en
España, por ser el 180 aniversario del Carlismo, y para aclarar no pocas
tergiversaciones académicas que se dicen –con sutileza y aparato científico- desde
un presente condicionado por la crítica racionalista y la generalización y anclaje,
como si de un estadio superior de civilización se tratara, en unos valores y formas
de vida muy diferentes al de los carlistas. Ambas cosas impedirían sin duda
comprender de veras el Carlismo y a los carlistas.
El “romanticismo” no refleja a los carlistas aunque parte de ellos
viviesen, como todos los españoles, en una época de cultura romántica. Un
historiador como Caspistegui habló en su día de “Carlistas. Un romanticismo
perdurable” (Rev. Nuestro tiempo, nº 665, nov.- dic. 2010), aunque sin fundar su
afirmación. La diferencia entre el barroco, muy propio de españoles, y el
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José Fermín Garralda Arizcun
“Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

romanticismo, es del todo evidente. Más bien el Carlismo sería un clasicismo; y el
liberalismo de la soberanía nacional, del pueblo como fundamento del poder
político, de las libertades absolutas, del individualismo, naturalismo y el laicismo,
así como el socialismo y el nacionalismo, serían ayer unos idealismos y
romanticismos, prolongados en un existencialismo relativista hoy, época de
encontronazos y desorientación, aunque este asunto deberá tratarse por extenso
en otra ocasión.
La historia fue y se desarrolla en el tiempo. Es preciso entender a los
hombres desde ellos mismos, o desde sus recuerdos y manifestaciones, sin
prejuzgar, y sin enjuiciar desde el presente que el pasado debía terminar por el
hecho de no existir, mediante transformación, hoy. Afirmar esto pudiera ser fruto
de mentalidades influidas por un determinismo progresista, contrario como tal a
la libertad del hombre y las sociedades. En realidad, se trata de comprender los
desarrollos del actuar del hombre en la historia hasta apreciar sus conexiones con
el presente, sin ejercer una crítica racionalista y evolucionista que distorsiona la
realidad y que suele tener pretensiones omniscientes, y por ello hasta prejuicios y
juicios de valor presentados entre líneas de una forma más o menos opaca. Se
trata en estas páginas –repetimos- de desvelar el pensamiento, bienes concebidos
y vividos, y esperanzas de los carlistas y, junto a ello, ejercer una crítica
documental e histórica.
***
El Carlismo –llámese en cada caso como sea- es el movimiento político
más antiguo de Europa, que ha alcanzado hoy una antigüedad de 180 años.
Lógicamente no es igual su presencia mayoritaria en la España de 1833 que su
presencia reducida a faro iluminador que es como quiere presentarse hoy día. Por
lo que se ve, sus luces se mantienen a pesar de todas las persecuciones y vacíos
realizados por el conservadurismo, las tergiversaciones interesadas, y de ser
tratado como una realidad residual por no pocos conservadores de lo existente
que aprovechan al máximo lo que cada momento les ofrece. De por sí, dicha
antigüedad no es un hándicap para la transmisión del Carlismo en el presente.
Todo lo contrario, porque el Carlismo se consideró siempre íntimamente unido a
lo que ha sido y es España, o las Españas.
Además, y como juicio comparativo, fácilmente se recuerda que los
prohombres socialistas del presente hacen alarde de sus fundadores como Pablo
Iglesias: hubo un slogan electoral en 1985 que alardeaba de los “Cien años de
honradez” del socialismo. Los nacionalistas secesionistas se muestran orgullosos
de los suyos que datan a finales del siglo XIX. Los republicanos renuevan la
memoria del primer republicanismo, aunque se consume en el rotundo fracaso de
la Iª República. Los liberales conservadores airean a destacadas figuras como
Cánovas del Castillo, entre otros, coetáneo de algunas de las grandes figuras de la
tradición española o tradicionalismo. Espero que los puristas, conservadores y
alérgicos a todo “-ismo” entiendan la realidad de la “tradición” como los
tradicionales querían que se entendiese, y que no les atribuyan lo que aquellos no
decían, pues de hacerlo sería una crítica impropia de un historiador pero, sobre
todo, una distorsión. Por su parte –continuamos- el liberalismo más radical
ensalza y se hace continuador de la Institución Libre de Enseñanza. Si todos ellos
se muestran como alternativas en el presente, ¿por qué no los carlistas, cuando
expresan las mejores tradiciones y hasta el alma de los españoles, y siempre
supieron que el monarca es para el pueblo y no al revés? Según ellos, más que
alternativas, serían el primer receptáculo que indicaba una solución general a los
problemas de España y los españoles. Negar –no desde la ciencia Histórica que
no puede hacerse- la posibilidad de su alternativa, desvela los falsos complejos
habituales en el español desorientado, y, lo que es peor, el haber admitido el
juego dialéctico de una etapa histórica dominada por ciertas ideologías.
Ayer se llamó Carlismo, otras veces Jaimismo, en otras ocasiones
Comunión, pero siempre dijeron mostrarse plenamente identificados con España,
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José Fermín Garralda Arizcun
“Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

con los españoles que mantienen los valores de la España de siempre, y con sus
propias raíces en cuanto transmisión actualizadora. Según los carlistas, el
Carlismo nunca fue una ideología, siendo evidente –advertimos- que tener un
pensamiento articulado no es sinónimo de ideología. El nombre “Carlismo”
podría parecer a algunos “antiguo” y desfasado para ser utilizado hoy día. Sea lo
que fuere, -¿no son “antiguos” los nombres de liberalismo, ser de Derechas, el
socialismo, ser de Izquierdas, el nacionalismo –en España sobre todo
disgregador-, el fascismo, el supuesto pensamiento libre, el republicanismo y
tantos otros… que además ya han mostrado sus desastrosos frutos? Quizás estas
consideraciones sólo sirvan con intención curativa a quienes han caído en la
actual dialéctica de la modernidad, dialéctica que no busca la verdad sino vencer
utilizando y manipulando la palabra y creando imágenes –muchas veces falsascomo arma arrojadiza. Hoy se trata de vencer pero no de convencer, pues la
política partitocrática y la sociedad de consumo con anuncios y luces de neón, lo
han inundado todo en aras del poder político y la competitividad y rentabilidad
económica.
En todo este panorama, el término “Carlismo” no estaría hoy desfasado,
precisamente porque expresa la tradición española, y, además, libera a los suyos
de las mil trampas sutiles que ofrece la torrentera revolucionaria de mil matices y
penumbras, especialmente en los tiempos de aparente bonanza y cuando la
sociedad sufre en sus carnes las nefastas consecuencias de lo “moderno”,
progresista –la punta de lanza que rasga y el asta que sostiene y conserva- y, en
suma, la revolución racionalista que, en su exceso, se convierte en existencialista
y siempre es secularizadora.
Quien considere que la antigüedad del Carlismo es un hándicap para su
posterior evolución, puesta al día o “vender etiqueta”, los carlistas le responderán
que tal comentarista desconoce la realidad de las cosas, que se desentiende de
conocer la evolución de la estrategia política del liberalismo moderado o
conservador, y también que desconoce la ideología de sus opositores y hasta la
psicología de los españoles. El Carlismo ha sido frecuentemente respetado por sus
enemigos más radicales, así como por las masas neutras; quienes menos le
respetaron en la historia fueron los conservadores –no hablo de la altura de miras
de un Cánovas del Castillo-, quizás por su mala conciencia, para llevarse tras sí a
la masa neutra mintiendo sobre sus rivales políticos, y por partidismo. El
Carlismo ha sido respetado por su integridad y firmeza, por no ceder para ganar
cotas de poder pero a costa de contaminarse, por su generosidad y salir del
pueblo.
***
Los escritores liberales tildaron sistemáticamente al Carlismo de
absolutista, ignorando que nada más absoluto que una mayoría parlamentaria
liberal o la voluntad que dice representar, así como de enemigo del progreso,
ignorando a los industriales y hombres de ciencia carlistas, y a las personas de
muy buena posición social que también lo eran. Por su parte, los escritores
marxistas han menospreciado –es su método dialéctico y propagandístico- al
pueblo campesino y mundo rural carlista, han despoblado caprichosamente de
carlistas las ciudades, y han omitido la gran inquietud social del carlismo y que
los Sindicatos Libres de Barcelona fueron fundados por destacados jaimistas.
De su vasto acervo cultural, no será difícil a los carlistas salir al paso con
razones, con gracia y simpatía, ante quienes, reaccionando contra los desoladores
efectos del árbol liberal, quieren ofrecer “otra cosa” a los españoles pero fuera de
la tradición española. Ayer fue la reacción autoritaria de Primo de Rivera –de
familia anticarlista- la que ofreció por necesidad “otra cosa” pero sin llegar a la
causa u origen de los males; luego fue la reacción falangista –cuyo fortalecimiento
del Estado, el nacionalismo, y algunos gestos, imitaban al fascismo de moda-, que
persiguió a los carlistas hasta que ellos mismos se vieron arrinconados por el
Régimen de partido único que creían sostener.
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José Fermín Garralda Arizcun
“Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

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En la cultura política carlista siempre se previno hacia las falsas
restauraciones, más perjudiciales en cuanto más se necesita –siempre según
ellos- una verdadera restauración. Para los carlistas, no había mayor peligro para
la restauración de los valores tradicionales –saludables porque verdaderos,
consolidados y sustrato de la vida-, que las falsas restauraciones de 1874, 1939, y
1976. No referimos a una tradición que no es precisamente la considerada por sus
enemigos –que denostan con un total atrevimiento como fosilizada, irracional y
enemiga de la ciencia y el progreso-, sino que tienen la característica de
conservar renovando y de renovar conservando. Es chocante, pero muchos de los
términos descalificadores hacia los carlistas, utilizados incluso por profesores
universitarios, reproducen la palabrería de los liberales de antaño.
Pues bien, en 2014, ¿quienes tienen la oportunidad de ofrecer “otra cosa”
diferente a lo actual para salir de la crisis? Citemos a algunos sectores sociales
incluidos “a posteriori” en un franquismo sociológico, resistentes a la deriva
antisocial posterior a 1976, y que pervivieron con posterioridad hasta hoy.
Citemos a tantísimos españoles que son sin enlazar con pasados concretos.
Citemos a los carlistas que compartirían no pocos bienes relativos a la vida, la
persona, la familia y la educación con todos los anteriores –y otros como la
bandera de España y el espíritu monárquico-, aunque fuesen mal vistos y aún
perseguidos por el franquismo político. Mencionemos a los demócrata-cristianos
que tardíamente han advertido el secuestro del cristianismo por una democracia
–que aceptaron- descristianizadora que culmina -lógicamenteen la
deshumanización más brutal. Mencionemos a los católicos que jugaron
ingenuamente al “malminorismo” convirtiéndose no obstante en liberales –
hicieron tesis “circunstancial” de la hipótesis siempre supuesta-, y que pueden
sentirse tentados por la ley del cansancio, movidos a su vez por los deseos de S.S.
Benedicto XVI y Francisco I de que los católicos no dejen la política. Citemos, al
fin, a bien los liberales que se resisten a tragar las últimas consecuencias del
camino emprendido por sus predecesores.
Ante el espectro que contemplamos, los carlistas o tradicionalistas
afirman tener muchos argumentos –no juzgamos aquí su validez- para mostrarse
como los de ayer, los de hoy y mañana. Sus propias filas podrían engrosarse a
medida que pase el tiempo, aunque los tradicionalistas siempre sufran los
prejuicios de quienes, por no dar el paso a conectar con la mejor tradición
española, desaprovechan la ocasión que se presenta, como es el caso de la
presente crisis global. No será ésta la primera vez que algunos muestren cierta
obstinación para abandonar el liberalismo, los mismos que criticarían a los
carlistas para tener así una buena imagen ante la actual galería “modernista” –
sobre todo si proceden de movimientos eclesiales-, los celos y los prejuicios.
***
Con independencia del juicio que merezcan las anteriores afirmaciones,
sirvan éstas como motivación para mostrar la actualidad del trabajo que
ofrecemos al público. Si la finalidad principal del historiador es mostrar la
realidad del pasado lo más fielmente posible, sabemos no obstante que la ciencia
histórica tiene diversas finalidades secundarias, por ejemplo, presentar
materiales al hombre de hoy para situarse adecuadamente en su mundo. Ahora
bien, acercarse al pasado para satisfacer estas finalidades no corresponde al
historiador sino al lector. Como afirmaba el profesor Suárez Verdeguer, el
historiador debe acercarse al pasado con la mayor objetividad posible, sin
apriorismos, a través de las fuentes históricas, y para demostrar lo que estas
permiten demostrar.
Omitiremos en este trabajo las épocas floridas del Carlismo o de máxima
expansión y esfuerzo (1833-1840, 1869-1872, 1931-1939), para centrarnos en
aquellas otras épocas más silenciosas, lejos del estruendo de la acción y los
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José Fermín Garralda Arizcun
“Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

cañones, en las que los carlistas se pudieron considerar social y
políticamente desplazados por los hombres de aquel régimen político que
había triunfado en los campos de batalla. Díganselo, por ejemplo, a los
desterrados, a los exiliados como Ramón Argonz entre miles, y a los perseguidos,
a Vicente Pou y Pedro de la Hoz que vivieron el gran ensayo isabelino –a la postre
fallido-, a los carlistas posteriores a 1876, y a los que vivieron la victoria militar y
derrota política de 1939 –así se lo dijeron- hasta hoy.
Ahora bien, lo que para nosotros, desde la perspectiva del año 2013,
fueron épocas floridas, para los carlistas contemporáneos que vivieron los hechos
sin duda fueron épocas duras, sufriendo los engaños, la opresión en los ámbitos
del poder político, diplomático y militar del Estado liberal, así como la
desaprensión del poder material y social de ciertos sectores minoritarios, como se
anunciaba en la revolución de 1854. Hablen de esta dureza, por ejemplo, Aparisi y
Guijarro como insigne luchador que vivió el hundimiento del ensayo isabelino en
1868 y que presentó al Carlismo –y a don Carlos VII- ante los españoles como la
esperanza política. Navarro Villoslada presentó a don Carlos como el hombre que
se necesita, y Manterola manifestó la alternativa “O don Carlos o el petróleo”.
En las épocas de catacumbas sociales, la mayoría carlista se reconcentró
en sí misma y, aunque hiciesen propaganda, parecía que nada o poco
adelantaban hacia el exterior. Ese era precisamente su momento de ejercitar la
virtud de la esperanza.
El tema propuesto en este trabajo tiene una gran amplitud y densidad.
Por eso tendremos en cuenta estas dos máximas: quien desea decir mucho no
dice nada, y quien desea demostrar demasiado igualmente nada demuestra.
Pedimos al lector que tenga un poquito de paciencia y comprensión.
Es un hecho psicológico que, ante las dificultades, el hombre suele creer
que su situación es la única, la definitiva. Relativizar esto es –entre otras- una de
las funciones secundarias de la ciencia histórica. Por eso, y para situar
debidamente los hechos, quien se acerca a ellos debe descentrarse de su
propia época, modas e intereses que le influyen, debe leer despacio
los testimonios de los hombres y mujeres del pasado, así como ver sus
obras, con el objeto de comprender su momento vital. Quizás ello no sea
muy difícil, porque es mucho lo que los hombres del pasado decimonónico
manifestaron en su propaganda de hojas volanderas y prensa, en sus discursos
parlamentarios, conferencias en salones, y publicaciones, en sus memorias y
cartas privadas…
El tema que nos ocupa, además de una profundización doctrinal, recoge
numerosos testimonios personales expresados con un estilo muy propio de la
época y una concreta finalidad. Los textos que recogeremos en estas páginas son
incisivos, en ellos abundan las palabras connotativas y denotativas, los registros
lingüísticos son tanto formales como informales según el destinatario, y su
lenguaje tiene una función comunicativa referencial o representativa, pero
también conativa y hasta expresiva. En estos textos la función estética del
lenguaje es manifiesta. A pesar de las formas, los contenidos muestran que el
Carlismo es un clasicismo y no un romanticismo.

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José Fermín Garralda Arizcun
“Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

Vista general de la ciudad de Morella, donde se celebró el “Foro Alfonso Carlos I” en 2013. Imagen de la web

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“Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

2. TEMA GENERAL, ÁMBITO Y FUENTES.

El tema: “El Carlismo en el siglo XIX: Lucha y esperanza”, es muy
ambicioso y extenso, aunque coherente con los “180 años de Carlismo” que se ha
conmemorado este año. Más allá de las evidencias que encierra, no es un tema
fácil.
El siglo XIX fue la eclosión de una España arraigada en sus principios y
vivencias seculares, frente a la imposición de un liberalismo en gran medida
foráneo. Se trata de la España que aceptaba a don Carlos V, Carlos VI, Juan III y
Carlos VII, sucediéndoles en el siglo XX Jaime III, Alfonso Carlos I, y tras 1936
las Regencias…. Para sus leales, esta rama de la Casa de Borbón, esta dinastía
legítima fue un ejemplo histórico, gracias a que existía un pueblo fiel y
esperanzado digno de tales reyes, y unos reyes dignos de tal pueblo. Así lo decían
y vivían todos ellos, aunque lógicamente –no podía ser de otra manera- todo ello
era puesto en la picota por sus contrarios políticos, fuesen historiadores –no
siempre respetuosos y empíricos como debían-, publicistas, periodistas y
políticos, e incluso por algunos clérigos.
En el siglo XIX tuvo lugar algo muy serio: la sustitución o cambiazo,
mediante ruptura realizada con no pocas complicidades y “dando gato por liebre”,
de toda una civilización cristiana e hispánica por una cultura racionalista, deísta y
sin patria. Mantenida la ruptura en el siglo XX y con tendencia al alza en
expansión e intensidad, el gran esfuerzo bélico de 1939 se malogró por los errores
que la Comunión Tradicionalista, en la persona de Manuel Fal Conde, apuntó
ante Franco.
Sobre esta sustitución, ¿qué se dijo de la restauración liberal-moderada y
alfonsina de 1874?:
“Desde que el hecho pretoriano de Sagunto cambió de faz la
marcha de los sucesos de nuestra patria, todo aquel sinnúmero de
felicidades y dichas que al decir de cierta gente habían de venirnos con la
restauración, convirtiendo á España en la más envidiada Jauja, no han
resultado más que tal cúmulo de desgracias y miserias, que no parece
sino que Pandora ha abierto su terrible caja en dirección á este
infortunado país para levantar contra él las más horrendas tempestades;
ó mejor: que la Justicia divina, justamente indignada contra su Nación
predilecta, que tanto ha prevaricado, quiere hacernos apurar hasta las
heces el amargo cáliz de sus severos castigos” (1).
Hagamos una prueba. Sustituyamos al general Arsenio Martínez Campos
del pronunciamiento militar de Sagunto en 1874 por los generales Miguel Primo
de Rivera en 1923 y Francisco Franco en 1937 y 1968; sustituya Vd. la
restauración de Alfonso XII por la permanencia de Alfonso XIII y la instauración
–realizada por Franco que no democrática- de Juan Carlos I… ¿No se puede
encontrar en estas situaciones un gran paralelismo? Ahora bien, se debe
reconocer que, no obstante, los males y las circunstancias de cada época no
fueron del todo comparables, pues hoy asistimos a la terrible decadencia de la que
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José Fermín Garralda Arizcun
“Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

fue la Europa cristiana, derribo espiritual y humano que en España se ha
provocado desde arriba, hasta arrasar todo lo existente más que en cualquier otra
nación –en sentido amplio- de la vieja Cristiandad. Esta situación se ha realizado
en un largo proceso, iniciado con la creación artificial y caprichosa de un
complejo de inferioridad manifiesto en los comienzos de la década de los sesenta,
que el temperamento orgulloso del hispano iba pronto a admitir y desarrollar.
Dos detalles aparentemente insignificantes. De su preadolescencia,
quien esto escribe recuerda cómo en el colegio de los PP. Jesuitas se proyectó la
película “Cromwell” de Richard Harris, en la que se ejecutaba al monarca
absolutista inglés Carlos I, víctima de la revolución parlamentaria de los
puritanos, y en la que el actor principal hacer alardes –ajenos sin duda a la
historia- de demócrata y amigo de la representación popular. Algo más tarde, un
tal “Felipito tacatún” popularizará en TV1 la expresión: “… y yo sigo”. En ambos
casos el espectador podía aplicar el mensaje al jefe de Estado el general Franco.
La pregunta que los carlistas se plantearon en muchas ocasiones también
se la hizo el barón de Albi en 1897, en plena guerra de Cuba:
“¿Puede el carlismo triunfar? ¿Es posible nuestro triunfo después
de las contrariedades y desengaños que ha tenido la causa carlista en su
largo período de lucha?” (2).
Nuestra investigación se centra en los períodos de entre-guerras, porque
la aparente tranquilidad liberal incitaba a sus oponentes a la claudicación, y los
avances de la Revolución liberal parecían dar al traste los principios de la
tradición española.
Estos períodos de aparente tranquilidad fueron momentos duros para
los carlistas. No obstante, para la vida ordinaria de muchas poblaciones era
irrelevante saber quien ocupaba el Gobierno de Madrid, porque –se decía- “aquí
todos somos carlistas”. De todas maneras, dichos períodos, a pesar de sus tonos
grises, se convirtieron después en años neurálgicos, por lo que a posteriori se
advierte el esplendor y frutos de la virtud de la esperanza.
Nos preguntaremos en cuál era el fundamento de la esperanza en Pedro
de la Hoz después de la primera guerra, vendida y perdida. Más tarde, una vez
que don Carlos VII pronunció su “¡Volveré!” en Valcarlos en 1876, ¿se mantuvo la
virtud de la esperanza a pesar de las enormes dificultades? La paciente y madura
labor de Carlos VII tras 1876, ¿se prolongó en los también complicados tiempos
del rey Jaime III? ¿Acabaron con los carlistas la escisión integrista en tiempos de
Carlos VII y las escisiones minimista y mellista con Jaime III? Ya sabe el lector
que los integristas y mellistas escindidos se volvieron a reunir todos con don
Alfonso Carlos I, rey reconocido por todos los tradicionalistas antiliberales.
No prolongaremos estos interrogantes con ocasión del decreto de
Unificación dictado por el general Franco ya en plena guerra, ni plantearemos la
reacción de quienes ganaron la guerra y perdieron la paz. Cada vez son mejor
conocidos los significativos esfuerzos anticarlistas del general Franco –al que por
otra parte nadie puede negarle otros aciertos-, o bien el informe que varios jefes
del Servicio de Inteligencia presentaron a Carrero Blanco aconsejándole el apoyo
a los carlistas de Vascongadas si quería frenar el futuro auge del nacionalismo
secesionista vasco. En “El Pensamiento Navarro” del 1980 se informa. Cae fuera
de nuestro límite cronológico, aunque es adecuado citar el hecho como
prolongación de los cien años primeros de Carlismo, la calculada trampa de
Montejurra de 1976, ni del olvido persecución posterior a todo lo que fuesen
valores de la tradición española y no aceptase la Constitución agnóstica de 1978.

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“Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

Representación de las tropas carlistas y txapelgorris en Miranda de Ebro

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“Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

3. LOS TEMAS ESPECÍFICOS

Las fuentes. Al margen del ámbito subjetivo que todo historiador debe y
puede superar, están los hechos, los textos, lo que los carlistas hicieron,
dijeron de sí mismos y transmitieron. A ello me remitiré para ilustrar cuál
era la fuerza de los principios religiosos, sociales y políticos en los carlistas, y su
esperanza y actuaciones en momentos durísimos.
Las fuentes utilizadas en este trabajo son los testimonios escritos de los
carlistas decimonónicos en la prensa, en folletos y libros, interesando mucho al
historiador el contexto de dicha producción documental. Como los testimonios
son abundantísimos, elegimos algunos de los más significativos por la pieza
documental a la que pertenecen, por el autor y la época. En el caso de los liberales
moderados y radicales, y en las minorías que surgen durante la restauración
alfonsina de 1874 (demócratas, republicanos, socialistas y nacionalistas), no hay
algo igual a la producción documental tradicionalista o carlista.
Las perspectivas o los temas específicos para abordar son múltiples. El
aspecto militar es muy noble y heroico, es de naturaleza extrema, y mantiene
lógicamente las fidelidades, los principios y la esperanza. Las guerras carlistas
son lo más conocido del Carlismo por su dramatismo. Sin embargo, centrarse sólo
en la lucha militar distorsiona absolutamente una realidad en cuanto que es
popular, y se mantuvo en gran parte de España y durante casi dos siglos. En
general, los contrarios al Carlismo suelen hablar sólo de las guerras, triunfando el
calificativo de “carlistas”, y nadie se opondrá a este tema porque fue verdad. Sin
embargo, una gran parte de los 180 años de historia del Carlismo ha sido de paz
(para San Agustín la paz debería ser la tranquilidad en el orden), o más
propiamente, de aparente tranquilidad en el desorden liberal, anuncio a su vez de
nuevos y graves conflictos.
Por eso, además del género militar hay otros temas. En los conflictos
bélicos confluyen el por qué de carácter teológico e incluso eclesiástico, el
Derecho y la política, los aspectos sociológicos –como psicología social, la familia,
las mentalidades y costumbres-, las elecciones -a Cortes, provinciales y
municipales-, el mundo laboral, el ámbito asociativo y sindical, el desarrollo del
periodismo, la cultura, el arte y un largo etc..
Se trata de una vida y afirmación, lucha y esperanza que abarca todos los
aspectos de la vida ordinaria, que fue intensa y prolongada, que incluyó tiempos
de conflicto armado y de una prolongada y aparente paz. Una lucha así sólo se
mantiene y desarrolla desde la sencilla vivencia y la afirmación vital de los
principios, lejos de un supuesto romanticismo e iluminismos ideológicos de unas
minorías, y lejos también de las supuestas necesidades económicas de las
mayorías. Una lucha así sólo se mantiene y desarrolla desde la esperanza.

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José Fermín Garralda Arizcun
“Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

Monasterio de Poblet (Principado de Cataluña)

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José Fermín Garralda Arizcun
“Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

4. NUESTRO PLANTEAMIENTO

Reflexionemos sobre dos cuestiones para comprender
debidamente a los agentes de la historia que relatamos.
La fe religiosa –es decir, virtud sobrenatural- de los españoles de
antaño era el sostén de una vida profundamente religiosa y moral, y su vivencia
en los ámbitos divino y humano se convertía en el humus de la acción.
Vivían su fe divina y humana, sus principios y sus costumbres
con naturalidad –sinceridad, facilidad, consciencia y memoria- y un gran arraigo
familiar y social, con la firmeza de una realidad indiscutible, seguramente que
muchas veces con mérito, y confiando en los demás conciudadanos, así como en
las autoridades familiares, religiosas y civiles que les rodeaban. Las vivían con
una menor o mayor profundidad pues de todo hay en la viña del Señor,
iluminando los ámbitos religioso, familiar y social, tranzando sobre ello las
propias virtudes, creatividad, y capacidad organizativa, y expresando las propias
fidelidades.
La fe y los verdaderos principios indicaban el para qué, y hacían posible
el desarrollo de los medios que permitían la supervivencia, así como la capacidad
de sumergirse y de emerger como el Guadiana, con la que algún autor ha
caracterizado a España
La experiencia de lo real exigía una continuidad y tenía una gran
importancia. Se le sumaba la concepción del Derecho tan arraigada en España en
fechas como 1808, 1833 etc., paralelo al no ceder sin razón suficiente. Este no
ceder ya de por sí se convertía en un triunfo… y era un rasgo psicológico que, sin
expresar la virtud de la esperanza, sin embargo la facilitaba.
Con el liberalismo, todo, hasta la religión, la patria, las instituciones
seculares y la monarquía, se transformó en materia inmediata y discutible,
variable y mudable a voluntad, y todo se problematizó continua y radicalmente,
de modo que el conflicto permanente estaba preparado. Eran los frutos de la
supuesta soberanía individual y política.
Quizás el hombre de perfil conservador y aparentemente neutro, que en
realidad va más allá de la ciencia histórica aunque al transmitirla pretenda
ocultar sus preferencias, señalará lo anterior como si fuese un romanticismo, sin
saber que el iluminismo, el idealismo liberal y socialista, el nacionalismo, y la
democracia cristiana de los intelectuales, son ideologías románticas por
excelencia. La Tradición sería más un realismo de lo que se vive, unido al por qué
se vive
¿Cuál es el mencionado perfil conservador que tiende a tergiversar la
explicación de las sociedades tradicionales que no comprende? Sin duda, la
reacción conservadora confunde la libertad con el libre albedrío, busca la libertad
o igualdad con un carácter absoluto, tiende al individualismo, carece como su
época de ideales temporales –salvo el enriqueceos y dominar el mundo- y es
pragmático a toda costa. Más recientemente cree que ha llegado la definitiva
madurez del hombre, convirtiéndolo en individuo para afirmarlo frente al
totalitarismo marxista: la persona para Dios y el individuo para el Estado. Esta
madurez será paralela a la madurez de las sociedades que conforma, mientras
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José Fermín Garralda Arizcun
“Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

afirma como Maritain (siglo XX) el mito de una nueva cristiandad, y cree en el
progresismo como mitificación del deseo de mejora. Ignora que el Carlismo no se
definía como un partido político, ni como una prolongación civil de una
organización eclesiástica, ni utilizó la realidad como instrumento, sino que se
presentó como una Comunión de hombres libres, entendiendo cuál es la
verdadera libertad.
Para la lucha era necesario el convencimiento, esto es, la fe
religiosa y los principios divinos y humanos, es decir, lo que las cosas son.
Este convencimiento iba unido a la esperanza. Sólo así se podía
vivir con lealtad y desarrollar un quehacer colectivo. Sólo así podía
confiarse en el futuro, y fortalecerse con los bienes parciales poseídos y otros aún
por poseer. Sólo así el hombre podía actuar con fidelidad y hasta viveza, y
tener una vida de sacrificio -esto es, con sus luchas-, lo que
predispone al sacrificio de toda una vida. Por eso los comodones, tantas
veces denunciados como conservadores cuando desaparecía el peligro de la
revolución fiera, se convirtieron en los ojalateros del Carlismo en tiempos de
peligro.
Lucha y esperanza tenían una estrechísima relación, pues quien
luchaba, esperaba. Inversamente, quien no luchaba de hecho tampoco esperaba.
Los problemas de esperanza eran problemas de falta de lucha, es decir, de falta de
fe.
Por todo ello, el pueblo tradicionalista no cayó en las falsas apariencias,
en las dudas de los principios y el afán de experimentación, en la imitación hacia
lo foráneo, en las trampas –o problemas- surgidas ya en las postguerras ya cada
vez que reaparecían los cálculos humanos y el provecho inmediato. Estas
trampas o problemas surgieron poco a poco en el horizonte vital de los carlistas,
con más fuerza a medida que la postguerra era más prolongada. Nos referimos a
las trampas tendidas por sus contrarios isabelinos y alfonsinos, y cualquier tipo
de hombres del Régimen establecido. Tendidas también por el dinamismo y
lógica de las cosas, o bien por la psicología social de los pueblos.
Ante los hechos que estudia, un historiador no sabe qué
admirar más: si la entrega de la vida y hacienda de toda una comunidad, o bien
su sencilla perseverancia superando con naturalidad las trampas
formuladas, inconsciente o conscientemente, por los que consideraban sus
enemigos.
El pueblo español era mayoritariamente carlista en 1833, y se mostraba
ajeno a la concepción de partido político, por lo que los carlistas no se
consideraron ni una fracción ni una facción política. Mucho tardó el Carlismo en
ir reduciendo su presencia en la sociedad. El pueblo tradicional y consciente de sí
mismo quedó especialmente vulnerado tras 1939. Según ellos, en esa fecha se
ganó la guerra y se perdió la paz. Así, lo que pudo ser la ocasión de una sana
restauración tras 1939 se malogró en el régimen posterior y en la consiguiente
democracia liberal –es habitual extrañarse que se le considere su heredera-,
quedando los tradicionalistas muy heridos hacia 1976. Incluso se quiso tallar con
el Montejurra-76 la lápida de la tumba del Carlismo; otra cosa es que se lograse. A
la expresión del ministro franquista Alfonso Osorio de “el Carlismo huele a
sangre y telarañas”, pronunciada en TV en esa ocasión, le responderá la unión de
los carlistas en el Congreso de El Escorial de 1986, y las sucesivas campañas
electorales.
Lo que parece claro es que los tiempos del régimen liberal-socialista no
son los mismos que los tiempos de los tradicionalistas, ajenos a las pequeñas
luchas y plazos, y a las zancadillas políticas del régimen que denuncian como
perjudicial para la sociedad española. En 1986 fue la unión. Luego la
recomposición. Mientras ellos crecían, los antiguos huguistas perdían a su
presidente de partido y languidecían, a pesar de los apoyos recibidos por la
prensa del sistema, y de haberse llevado los locales de los círculos –que valían un
dinero- y haber arrebatado en Sangüesa parte del museo de recuerdos históricos
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José Fermín Garralda Arizcun
“Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

custodiado por la familia Baleztena. En 2008 los carlistas tradicionales se
presentaron a las elecciones al Senado de España con el eslogan “Despierta la
tradición. Hay otra España. Vota CTC”, que es cuando cosechó 45.000 votos,
algo insólito de pensar tras 1976.

Bellísima imagen de la abadía de Montserrat, alma del Principado de Cataluña,
donde se asienta el trono de la “moreneta”, la Virgen querida de
los catalanes y el resto de los buenos españoles.
Lejos del revuelo de la gran ciudad de Barcelona,
la peñas y riscos calcáreos nos hacen mirar inmediatamente al cielo.
Imagen de la web.

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5. LA SÍNTESIS QUE PERMITE LA GRAN ABUNDANCIA DE
DATOS.

Mucho se ha escrito mucho en las últimas décadas, sobre el Carlismo. Se
le ha señalado como movimiento original y originario, arraigado, perseverante
contra viento y marea durante 180 años, entregado en cuerpo y alma, y de
naturaleza popular, interclasista y de masas.
El Carlismo era la comunión carlista, identificada con la España
tradicional, la de siempre, la que más perduró al socaire de todas las
adversidades. Por eso, más que de los carlistas, inicialmente hablaremos del
pueblo español, y después de pueblo español consciente, máxime cuando el
Carlismo declarado irá perdiendo importancia numérica –que no significaciónpor el ahondamiento de la crisis de la llamada modernidad.
Sabemos que el Carlismo no dependía de un hombre concreto; no
fue un rey concreto, ni una dinastía, sino que era la España tradicional o
de siempre con su dinastía legítima. La tradición española fue el estado
propio de la sociedad española, hasta el punto que lo no recogido en él,
carecía de arraigo, y a veces era un simulacro que duraba un tiempo como las
modas.
Debido a la abundancia de datos, tomaremos algunos
ejemplos y perfiles significativos. Así, más que una demostración exhaustiva
de ciencia histórica, ofreceremos una exposición histórica con algún elemento de
ensayo.

El llamado Manifiesto de los Persas, 1814

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6. TENTACIONES CÍCLICAS QUE NO HACEN CLAUDICAR

¿Cuáles fueron y cuándo aparecieron las dificultades aparentemente
insalvables en el horizonte vital de los carlistas, esto es, los problemas y trampas
que pudieron tener y que les incitaban a claudicar en tiempos de aparente
tranquilidad en el desorden liberal?
El origen de las trampas que sufrieron los carlistas es diverso:
Unas las tendieron directamente las falsas promesas de los absolutistas
fernandinos (1814, 1823 y 1833) y los liberales moderados (1840, 1876…).
Otras fueron propias de las postguerras: la persecución, el menosprecio,
la falta de agradecimiento, la necesidad de sobrevivir y acomodarse en el nuevo
régimen, o el silencio.
Unas terceras surgieron del dinamismo y lógica de los hechos en los
ámbitos civil (el miedo ante la revolución anarquista tras los atentados contra
Cánovas, Canalejas, Dato, el arzobispo de Zaragoza, don Alfonso…) y el ámbito
eclesial (el Concordato de 1851, la Unión Católica en 1881, el conato de ralliement
de León XIII en España, de menor aplicación y menos expreso que en Francia).
Otras se debían a la necesidad de encontrar grandes personalidades, y al
hecho de que algunas eminencias tradicionalistas, como Vázquez de Mella, se
tomaron demasiado en serio, o mejor dicho, con nerviosismo e insana ansiedad,
la vía parlamentaria, tendiendo a realizar finalmente pactos con los
conservadores, indebidos para sus correligionarios y el mismo don Jaime III
(1909-1931).
Por último, otras trampas se derivaron de la psicología social e
idiosincrasia de los diferentes pueblos hispánicos.
Todo indica que en la comunidad carlista existen a modo de ciclos, que
no son mecánicos o biológicos, sino de naturaleza psicológica y moral.
Me explico. A la prolongada posesión de un bien católico y de
civilización, tras la revolución francesa, le ha sucedido siempre una
intensificación revolucionaria. Esta intensificación supuesto una agudización
destructiva en las leyes y la sociedad, lo que en cada caso provocó una saludable
reacción –saludable como la reacción del cuerp0o a la enfermedad según
explicaba el canónigo Vicente Manterola-, que en España culminó en guerras que
a todos disgustaban. El desenlace final de estas guerras podía ser doble.
En un caso, la Tradición española fue vendida en Vergara en el año 1839,
o vencida en 1840, en 1848 y 1876. En estas ocasiones, los vencedores
establecerán una aparente paz, sostenida bajo el sable de los generales liberales
moderados de Isabel II (Narváez, O’Donnell) y más tarde los políticos de Alfonso
XII (1874-1885). Ello será el germen de nuevos males como el desdibujamiento y
paulatina destrucción de la civilización cristiana y genuinamente española.
En otro caso, la Tradición española puede ser la vencedora. Venció a las
huestes de Napoleón en 1814, victoria sucedida de la falsa restauración de
Fernando VII. Venció a las huestes marxistas y nacional-separatistas en 1939, con
la falsa restauración del general Franco. Ni Fernando VII hizo caso al manifestó
de los Persas de 1814, ni dicho general hizo caso –ya hemos dicho- a las
representaciones de la Comunión Tradicionalista a través de Manuel Fal Conde.
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Es decir; a la falsa restauración absolutista de Fernando VII le sucedió la
monarquía parlamentaria de su hija Isabel, imposible como monarquía. A los
liberales moderados de Isabel II les sucedieron tres veces los radicales que, al
final, expulsaron a la “reina de los tristes destinos”. Así apareció la monarquía
parlamentaria de Amadeo de Saboya, más liberal (democrática por el sufragio
universal) que la anterior, seguida inmediatamente de la Iª República, muy
democrática de nombre pero casi sin demócratas ni republicanos. Seguimos: a la
falsa restauración alfonsina de 1874, efectuada como monarquía liberal
parlamentaria, de nuevo le sucederá -a pesar del freno temporal de Primo de
Rivera- la IIª República. Por último, a la guerra o Cruzada de 1936 le sucederá la
falsa restauración de la España tradicional en clave franquista o con cierto estilo
parecido al de Fernando VII, y a ésta tras 1975 la monarquía liberal-socialista
parlamentaria.
Con la victoria en las manos, a la España tradicional –digamos que la de
siempre-, le resultaron dramáticas la falsas restauraciones de 1814 y 1823 con
Fernando VII, y de 1939 con el general Franco, que impuso como heredero a
título de rey a don Juan Carlos en 1968. En este último caso, pocos fueron –una
docena- los procuradores que votaron en contra de lo propuesto por el gobierno
del general Franco en las Cortes, entre ellos los procuradores navarros José Ángel
Zubiaur y Auxilio Goñi según el mandato imperativo. Si esto fue con la victoria,
con la derrota, existió una la falsa restauración del orden por los moderados de
Narváez en 1844, de la titularidad de Alfonso XII en 1874, y –tras la sangre en
Montejurra- la de don Juan Carlos ese mismo años de 1976.
Esta es la larga y complicada carrera de la España oficial o del poder
triunfador, con un mayor o menor germen de revolución en su seno, germen a
desarrollar con una gran rapidez. Por su parte, los carlistas creerán que España
no se ha ensayado a sí misma. Todos los intentos, muchas veces heroicos, de la
España popular liderada por los monarcas sucesores de don Carlos V en 1833, de
alguna manera fracasaron. La pregunta de ensayo es si los carlistas
desaparecerán antes del terminar el proceso revolucionario iniciado en el s. XIX
e incluso antes, o bien ganarán terreno apoyados por una sociedad harta de los
actuales extremos revolucionarios, o quizás quienes levanten España desde su
total postración lo harán básicamente como lo harían los carlistas. A nada de esto
pueden dar respuesta los historiadores, pero la dejamos abierta en el juicio del
lector.
Con el correr de los ciclos la revolución avanza, a pesar de sus aparentes
retrocesos, representados por el tirón o brida que, lo que queda de civilización,
pone al desbocado hipogrifo violento de nuestro Calderón del inicio de La vida es
sueño. Los ciclos se suceden porque –así lo muestran los hechos- siempre queda
un bien católico y de civilización que derribar, aunque con el paso de los ciclos
estos bienes sean al menos aparentemente cada vez menores. ¿Llegará la hora de
la gran tentación de dar por muerta a España y los españoles?
Dichos ciclos o períodos, que cada vez son algo más largos y profundos
a medida que avanza el mal –por algo no son ciclos mecánicos-, son patentes y
expresan sus fechas culmen en los siguientes acontecimientos.
Se trata de los sucesos bélicos de 1808-1814 frente a Napoleón, en la
guerra de 1821-1823 provocada por el gobierno liberal y la reacción de los
realistas, en la primera guerra carlista (o liberal) de 1833-1840, en la segunda de
1846-49 (sobre todo en Cataluña), en el intento montemolinista de 1860, en la
sucesión de años que abarca la revolución de 1868 y la tercera guerra carlista
1872-1876, en la expectación de una reactivación carlista durante la segunda
guerra de Cuba de 1895 a 1898, y, al fin, durante el paroxismo de la IIª República
iniciado en 1931 que provocó la guerra civil o Cruzada en 1936-1939. De todos
estos conflictos, los más agudos fueron la primera guerra carlista y la guerra de
1936, configuradas como conflictos totales y con unas pérdidas de vidas de
alrededor del 1% de la población en ambos casos.
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José Fermín Garralda Arizcun
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Es un pueblo de alpargata, unido a no pocos de sus líderes naturales,
el que se sublevó en 1821 contra la Constitución de 1812,
impuesta de nuevo mediante un pronunciamiento militar en 1820.
Col. particular. Foto: JFG2005

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Tabla 1

Etapas de máxima tensión: conflictos bélicos.
Etapas de peligro para perseverar.
6
a

6

6

6

7

6

3

20

8

20

30

8

ños

1808 1814

1821- 18
1823 27

1833 1840

C

18461849

C

D

1868 18721876

D

C

R/
1865

20

1808

30

1833

D

D/
1888

1
8
9
8

1931 1936 1939

D/
1919

C

R/
1889

55

1868 1874

D

R/
1986

19311939

C- Crecimiento
D –Decrecimiento
R - Recomposición

Tabla 2
1808-14

1821-23/1827

.
20 años .
*Fernando VII (1808-1833)

1833-40

1846

1868/1872-76

1898

1931/1936-39

.
30 años
* Isabel II (1833-1868)

Carlos V

Carlos VI

.
55 años
.
.75
*Amadeo I(1869-71)
* Alf. XII(1874-85)
* Alf XIII (1885-1930)
* Iª Rep. (1872)
* IIª Rep.
Juan III Carlos VII
Jaime III
Alf-CI

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Sobre los crecimientos del Carlismo (1833, 1846, 1868 y 1931),
desintegraciones (1840, 1849, 1876, 1888, 1919 o 1939) y sus recomposicio0nes
(1865, 1889, 1986), se ha hecho eco Jordi Canal (3). Este autor cree que su causa
de estos crecimientos es que, a veces y por temor, al Carlismo se le sumaron otros
contrarrevolucionarios debido a la flexibilidad que admitía en sus filas. Esto es
comprensible porque –añadimos- el Carlismo no fue una ideología. El temor a la
revolución ayudaba a hinchar las velas del Carlismo, mientras que los períodos de
calma contribuirían a desinflarlas lentamente. En esta explicación, que tiene
parte de verdad, tengo algunos reparos porque no coincide con las circunstancias
de cada período y hay otros elementos que no se debieran olvidar.
Demos algunas razones.
En primer lugar, el Carlismo no se “inflaba” ni prosperó por un mero
miedo psicológico que como tal paraliza y que, desde luego, no puede ser
confundido con el llamado santo temor a hacer mal o no hacer el bien. Tampoco
prosperó por el instinto de supervivencia social y el ejemplo de otros países.
Es comprensible que en los períodos de radicalismo revolucionario
exista temor psicológico y moral, pero también existe un temor moral en tiempos
de aparente calma social, aunque los males sufridos sean menos sensibles.
Lógicamente esta última situación exige un espíritu más sensible e inclinado
hacia el bien y la verdad, es resumen, menos vulgar o apegado a lo mundano.
No siempre que pudo existir “miedo” psicológico aumentaron las filas y
fuerza del Carlismo, pues los carlistas se debilitaron a pesar de las Revoluciones
radicales de 1848 en Europa y los consiguientes conatos revolucionarios
sofocados por la dureza del liberal moderado Ramón Narváez (¿es que los
temerosos se echaron a sus brazos?). También se debilitaron en 1917, con la
Revolución bolchevique y los conatos revolucionarios en España, sin que hubiese
un general en el que las clases medias o pueblo llano pudiera confiar. Advirtamos
que dos años después, en 1919, será el cisma de Mella.
¿Miedo psicológico en 1833? La guerra de 1833 no fue una reacción de
temor frente a la revolución europea de 1830, cuyos influjos fueron detenidos en
Navarra según la documentación del Archivo General de Navarra, sino que
procedía de la cada vez más necesaria defensa del Derecho dinástico y del
mantenimiento in extremis de unos principios religiosos, morales y sociopolíticos. Otro caso. Con la crisis del sistema isabelino en 1865 y la irrupción de la
IIª República en 1931, se mostraba la saludable ocasión del hundimiento del
sistema liberal; no hubo miedo en las masas sino inseguridad o, mejor dicho,
orfandad, de modo que el Carlismo empezó a florecer por dar respuesta a los
grandes interrogantes que abrían sus puertas y por la necesidad de oponer una
solución castiza y global al empuje de una concepción general de la política y
sociedad. Por último, otro momento de reactivación del Carlismo fue cuando en
1888 tuvo lugar la división de los tradicionalistas con la ruptura integrista. Todo
indicaba que los carlistas iban a desaparecer, pero no fue así, sino que accionaron
para reverdecer.
¿Qué “desinflaba” a los carlistas? No es sólo la calma social, ni el
retroceso ocurre siempre que ésta aparece. Al revés de lo que supone Canal, el
Carlismo se revitalizó en momentos de calma como en 1844 –la revolución
europea fue en 1848- con la aparición -contra todo pronóstico- del diario “La
Esperanza”, los escritos de Pedro de la Hoz, y la difusión de los escritos de Balmes
y Donoso Cortés. Se revitalizó desde la calma de 1887 (ley de asociaciones que
favoreció a carlistas, republicanos, socialistas y nacionalistas) y 1890 (ante la
crisis integrista con el revulsivo de fidelidad al rey pero también ante la aparición
del sufragio universal), debido a la reorganización acometida por el marqués de
Cerralbo (189o-1899) y a la actividad de Luis M. de Llauder en Cataluña. Fuera
del marco cronológico de este trabajo, se revitalizó tras 1957 con el auge de las
romerías de Montejurra debido al cambio de orientación de los organizadores,
por el que lo religioso pasaba a segundo plano de la romería, sustituido por lo
político. Se revitalizó en 1986 con la unión de los carlistas en el Congreso de El
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Escorial. Todo esto indica que existen más factores en juego que el temor y la
calma social. Por lo que a nuestros días respecta, de seguir la dialéctica del temor
como reactivación del Carlismo, últimamente éste debería de haberse reactivado,
y sólo lo ha hecho por singular esfuerzo de los que siempre fueron carlistas y no
por sucesivas incorporaciones de masas. Seguramente, los conservadores y el
poder absorbente de lo existente no lo han hecho posible.
No sólo el temor “infla” a los carlistas, ni estos se inflan siempre que hay
temor; pues bien, tampoco es sólo la calma lo que les desinfla. Ahí está la muy
humana ley del cansancio; el sufrir en las propias carnes que, contra todo
pronóstico, no se ha podido vencer una y otra vez a la Revolución con las Armas;
las defecciones y acomodamientos al sistema de unos u otros significativos
carlistas, en principio inexplicables; las actitudes del gobierno universal de la
Iglesia en sus relaciones con los Estados constituidos como fue el acomodamiento
a estos por parte de la diplomacia de León XIII; y modernamente las interesadas
interpretaciones liberales del Concilio Vaticano II realizadas por los
conservadores sociales e ideológicos por muy auténticos o tradicionales sean en
materia estrictamente religiosa.
Según lo ya dicho, existen factores decisivos como la responsabilidad,
la categoría y trabajo personales, y diferentes circunstancias en el
ámbito social, político y eclesial. A veces surgen personalidades que hacen un
gran bien y otras que perjudican a la Causa, con independencia de las
circunstancias de amenaza o tranquilidad, aunque la buena intención siempre
permita recomposiciones posteriores. En momentos de temor –y no solo de
calma- pueden existir desvíos y traiciones y, en momentos de calma social,
pueden surgir grandes personalidades. La variedad de estas últimas es evidente,
pues –pongamos un ejemplo- si unos se inclinaron hacia la solución militar en
1872, otros tuvieron una actitud antibelicista, como Cándido Nocedal, Antonio
Aparisi y Guijarro, Luis de Llauder y quizás ese personaje de segundo orden pero
interesante en Navarra, llamado Juan Cancio Mena.
Además de las precisiones anteriores, resulta necesario distinguir la
situación tras una guerra perdida o bien tras una guerra ganada seguida de una
falsa restauración.
En primer lugar, una guerra perdida puede conllevar el desánimo, la
desorganización, las persecuciones, los insultos y menosprecios, el ser expulsado
de la ciudad cuando se recibe el sambenito de principal y único responsable de la
guerra, y con ello adviene el avance de la Revolución. Así, entre unas y otras
guerras carlistas, se originaron dos etapas de relativa paz durante el siglo XIX, en
las que se pudo dar al traste con el Carlismo. Fueron unas etapas dificilísimas. La
primera fue tras la traición de Vergara en 1839 y la derrota de 1840; la segunda
tras la restauración alfonsina de 1874 y la derrota de 1876. Alfonso XII fue
llamado “el Pacificador”. En estos casos, el que pierde la guerra, paga, y paga
fuerte, con la vida y el destierro, la hacienda y el honor. El que pierde la guerra es
acusado de conspirar contra la paz. Y eso es muy feo. A modo de ejemplo, y como
proyección de dos derrotas militares, Navarra perdió su categoría de Reino y gran
parte de sus Fueros en la Ley Paccionada de 1841 y las Vascongadas sus Fueros en
1876, aunque algunos digan que no fue como castigo, y que incluso se trató de
mantener y actualizar los Fueros. El liberalismo era centralista, pero buscó la
ocasión para enmascarar su decisión centralizadora y uniformista, como Felipe V
en su decreto de pérdida Foral de Aragón y Valencia, acusando a ambos Reinos de
rebeldes y basándose en el derecho de conquista, dado en El Buen Retiro de
Madrid en 1710.
La pregunta es, ¿cómo reaccionó el pueblo carlista en estos momentos de
una gran prueba? ¿Le dominó la desesperanza?
En segundo lugar, en varias ocasiones se evidenciaron los problemas
surgidos tras una guerra ganada y seguida de una falsa restauración.
Así fue tras la victoria sobre Napoleón en el Tratado de Valençay de 1814, tras la
guerra realista de 1823 al reinstaurarse el despotismo ilustrado de Fernando VII,
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“Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

y tras la Cruzada de 1936 que culminó con el fallecimiento del general Franco en
1975.
Por estar siempre en la oposición –al parecer a pocos hombres les place-,
y por la unión en tiempos críticos de unos afines que en momentos de aparente
tranquilidad se separan, el Carlismo sufrió divisiones internas, la labor de zapa de
los elementos conservadores (también divididos, por ejemplo de 1844 a 1854, en
puritanos, polacos, reaccionarios y neocatólicos), y la posición antipolítica de los
liberales que manipulan sutilmente la religión mientras proclaman que son los
únicos respetuosos con ella.
De todos son conocidas las diferencias mantenidas en la Corte de Carlos
V durante la primera guerra –ahí está el análisis de cierto documento liberal (4), la defección de los convenidos en Vergara en 1839, la claudicación de no pocos
neocatólicos tras 1876, las escisiones integrista y mellista de algunas clases altas,
y el posibilismo a comienzos del siglo XX de intelectuales como Salvador
Minguijón, Severino Aznar e Inocencio Jiménez que se polarizaron en el
catolicismo social y en la creación del Partido Social Popular creado junto a los
propagandistas en 1922. De todos es conocida la huida a casa tras la última
Cruzada finalizada en 1939, y la vuelta a la vida privada o familiar en la actualidad
ya en el régimen franquista, con la excepción de algunas elecciones municipales
(como en Navarra, estudiadas por Aurora Villanueva), las romerías de
Montejurra y de los aplech de Montserrat. Desde luego, en estos casos cada
persona es responsable de sí misma. Problemas de divisiones y personalismos no
pueden extrañar cuando siempre se está en la oposición, máxime cuando está
probado que los liberales tienen mil problemas cuando mandan y ocupan el poder
político.
Estas etapas de entreguerras suponen períodos sucesivos de 20, 30, 55 y
75 años de relativa paz, con males cada vez mayores, y una Revolución liberalsocialista cada vez más consolidada y expansiva.
Al comienzo del larguísimo proceso, las costumbres expresaban unos
principios bien asimilados, nunca cuestionados y quizás no del todo analizados
por quienes los vivían. Ni era necesario. Será después cuando el énfasis se ponga
en la buena asimilación de los principios, y la coherencia con ellos del modo de
vivir, generando así buenas costumbres.
Nos referimos al período de casi 20 años entre 1814 (tras expulsión de
Napoleón) y 1833, algo más de 3o entre 1840 y 1872, de 55 años entre 1876 (tras
la tercera) a 1931 (instauración de la IIª República), y de 75 años entre 1939 (tras
la guerra o Cruzada) hasta hoy. En este último período largo se quiso eliminar
definitivamente al Carlismo, ya por la dictadura –nada tradicional- del general
Franco, ya por el huguismo y el montaje sufrido en Montejurra en el año 1976.
Todas estas situaciones supusieron una nueva forma de lucha: la distribución de
panfletos, prensa, actividad en el parlamento, asociaciones, sindicatos, cultura,
estímulo de la ciencia…, y hoy en la red e internet.
Pues bien, sin los principios religiosos y políticos, sin la esperanza fruto
de tales principios, sin el acertado análisis de la realidad, sin una comunidad
como suma de familias, sin una dinastía leal…, nada hubiera sido posible. Pero
esta es la vida que recibieron, y la vida que desarrollaron y transmitieron.
Aunque estas etapas fueron muy difíciles para los carlistas, estos las
superaron milagrosa y creemos que satisfactoriamente. Así, si la tentación de la
desesperanza podía ser cada vez mayor, ello se podía compensar con un
convencimiento y fe cada vez mayor en los principios, mayor todavía que en las
costumbres vividas. De ahí la intensificación religiosa entre los carlistas en la
actualidad, que no es fruto de integrismos como dicen los secularizadores, sino de
la necesidad de una nueva evangelización a la que ellos –y es muy comprensiblese adelantaron.
De cada etapa señalaremos los problemas específicos y algunas de las
formas de vida hechas trabajo, entusiasmo y originalidad.
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En resumen, el Carlismo tuvo su mayor presencia e importancia entre
1833 y 1876. A partir de 1876, ocupará una posición secundaria aunque
sociológicamente era mucho más fuerte de lo que le correspondía según los
escaños obtenidos en el Parlamento. Lo motivos eran diferentes. Enumeremos
algunos sin ánimo de cansar al lector: el voto individualista en vez de orgánico
por instituciones, que el primer sufragio fue censitario hasta 1890, el voto
femenino fue imposible hasta avanzada la IIª República, el eclecticismo de los
liberales conservadores que ampliaban el espectro del voto antes de las elecciones
para convertirlo después en un cheque en blanco, el posibilismo –a veces excesivo
cuando toca terrenos temporales- de la jerarquía católica cuya misión principal es
la evangelización, y, sin duda, las trampas electorales del caciquismo, el
encasillado y el pucherazo. La España oficial y liberal marcará el ritmo de la
política pero no el de la sociedad. Tras 1939 hasta la actualidad, el Carlismo “ha
vivido un proceso de marginalización, oscilante en más de un momento, que, de
todas formas, no ha desembocado en una desaparición cien veces anunciada”
(Jordi Canal, pág. 9-10) (5).
A continuación caracterizaremos las cuatro etapas de entreguerras entre
1814 y 1931, aunque sabemos que del Carlismo se debe hablar desde 1833.

Texto de la famosa Constitución de las Cortes de Cádiz de 1812,
que pretendió fundar España. Este texto quiso ignorar y abolió de un
plumazo las leyes Fundamentales de la Monarquía española, la
Novísima Recopilación y las posteriores leyes de Cortes del reino de
Navarra, así como las ordenanzas del Señorío de Vizcaya. Si España
ya estaba constituida, el romanticismo liberal inició su utópico
camino de partir de cero, por mucho que los liberales como Martínez
Marina pretendiesen conectar con la corriente salmantina sobre el
origen o transmisión del poder político.

Los 69 diputados llamados “Persas”
dejaron claro que España ya estaba
constituida en sus usos, costumbres,
libertades y Fueros, así como en sus
Leyes Fundamentales. Por su parte, los
países Forales tenían el Fuero como
propia Constitución. Por ejemplo, el
Reino de Navarra fue una isla en medio
de la Europa absolutista, para recelo de
los propios liberales de Cádiz, que tras
enaltecer a Navarra le despojaron de sus
Fueros milenarios.

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5. PRIMERA ETAPA (1814-1833): EL PUEBLO REALISTA Y
LAS BUENAS PALABRAS DE LOS QUE GOBIERNAN

Aunque el Carlismo se manifestó masivamente en 1833, es desde 1814 –y
antes- cuando tiene lugar el encontronazo entre los españoles de tendencia
política renovadora, conservadora e innovadora (Suárez, Comellas etc.).
Esta es la etapa del bien poseído en la sociedad. En esta etapa no existían
carlistas de este nombre –el nombre carlinos se fue utilizando a finales de la
década de los veinte-, pero sí en espíritu, llamándose por entonces realistas,
aunque entre ellos hubiese una diversidad como el barón de Eroles (fuerista), el
marqués de Mataflorida (manifiesto de los Persas, algo menos pendiente de los
Fueros), el absolutista Calomarde (fernandino y al final carlista). En esta etapa
los realistas no se dejaron engañar por las buenas e interesadas palabras de los
que mandaban, cuando el absolutismo se consolidaba en España y representaba
una falsa restauración antiliberal, que indirectamente originó el liberalismo.
El reto de esta etapa fue retomar la tradición española, quebrada por la
moda europea del absolutismo y el despotismo ilustrado, así como por los
liberales de Cádiz que mencionaron la tradición española para así despistar y
colocar mejor su producto innovador y rupturista.
La ocasión de una restauración tradicional se desaprovechó con el
Manifiesto de los Persas en 1814 y 1823.
Tras 1814, Fernando VII gobernó en contra de lo que le pidieron los 69
diputados tradicionales o renovadores que firmaron el conocido manifiesto de los
Persas de carácter realista-renovador en 1814. Don Fernando les dijo que sí, pero
en la práctica fue que no.
En ese tiempo, el peligro era no distinguir el absolutismo de Fernando
VII –el monarca “Deseado”- respecto a la tradición española castiza a retomar
una vez quebrada por las modas francesas y europeizantes. Aunque al
absolutismo y al constitucionalismo liberal respondían las Leyes fundamentales
tradicionales, Fernando VII no hizo caso a los autores del Manifiesto que eran de
la tendencia política realista renovadora.
Lo mismo ocurrió en 1823, cuando las tropas realistas, con ayuda
francesa del duque de Angulema con los llamados “Cien Mil Hijos de San Luis”,
echaron por tierra el ensayo constitucional gaditano instaurado tras el
pronunciamiento militar de Riego en Cádiz y luego Quiroga en Galicia. Pensaron
que tras 1823 Don Fernando iban a decir de nuevo que sí a la renovación política,
pero en realidad de nuevo fue que no, como en 1814.
Aunque, en 1823, Fernando VII rehabilite a los llamados “Persas”, que
habían sido castigados por los liberales del Trienio Constitucional, sin embargo
hará caso omiso de la tradición española, y practicará con éxito el despotismo
ilustrado en materias administrativas de provecho general. Es desasosiego y
nerviosismo político de los realistas tradicionales estallará en 1827, con la
sublevación de los agraviados en Cataluña, singular movimiento estudiado por
Federico Suárez. En 1829 Navarra verá peligrar gravemente sus Fueros como con
Godoy en 1796.
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Biblioteca
General
de Navarra

Archivo
General de
Navarra,
Sección Guerra

De esto no sólo se hacen eco los historiadores, sino que el conde de DoñaMarina (6) ya escribía:
“Y vueltos al estado de cosas de la última legitimidad reinante,
¿podemos contentarnos con esto los verdaderos católicos, los entusiastas
fueristas españoles?
No: que ya en tiempo de Fernando VII la libertad de la iglesia y la
de los pueblos españoles, Dios y la Patria foral, habían sufrido rudos
ataques”.
A todo ello, en marzo de 1830 se sumará el asunto de la Pragmática
Sanción del 29-III-1830. Se ha escrito ríos de tinta sobre ella. Desde luego, los
liberales tenían mucho que perder de gobernar don Carlos, mientras que los
realistas sólo tenían que temer que la futura regente María Cristina y la princesa
Isabel fuesen utilizadas por los liberales, como así fue. No en vano, el primer
manifiesto de la regente no contrariaba el absolutismo, sino que se comprometía
a mantener el Gobierno de Fernando VII. Pues bien, de nuevo don Fernando dirá
“no” a las leyes españolas al cambiar como lo hizo –olvidando la legislación- la ley
de sucesión.
No analizaremos la legalidad o no de la decisión de Fernando VII; como
historiador creo que hay muchos más argumentos a favor de la legitimidad de
don Carlos que de doña Isabel. Bullón de Mendoza los sintetizó en su recopilación
de textos sobre las guerras carlistas (Barcelona, Ariel, 1998).
Aunque todos sabemos que para 1833 las posiciones políticas ya estaban
marcadas y tomadas, a favor de don Carlos o de doña Isabel según el caso, la
oferta de la Regente Mª Cristina en su manifiesto de Madrid, fechado el 4X-1833, pudo paralizar a no pocas clases ilustradas.

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Carlos Mª Isidro, futuro Carlos V. Los
libros de texto escolares y los
historiadores de tendencia oficialista y
subordinados a lo existente, ignoran que
don Carlos fue proclamado rey por sus
Ejércitos y aceptado como tal en las
Regiones y Zonas que gobernaba. Así, en
la literatura generada le sustraen contra
todo rigor histórico, del numeral V de
España.
Creemos como historiador que es mejor
utilizar el lenguaje de su época, y llamarle
Carlos V de Castilla y VIII en Navarra.
Lógicamente, con el mismo criterio, se
mencionará a Isabel II, lo que deja
patente el encontronazo de la época entre
los que seguían al monarca que se
afirmaba legítimo o a la reina por gracia
de la Constitución, es decir, de una
soberanía nacional, según Pedro de la
Hoz secuestrada por los partidos y
gobiernos en el poder.

Sin duda, dicho Manifiesto fue la astuta o inteligente respuesta del
Gobierno al Manifiesto de Abrantes, publicado por don Carlos el 1-X-1833, en el
que reclamaba el respeto a sus derechos a la corona:
“No ambicioso el trono; estoy lejos de codiciar bienes caducos;
pero la religión, la observancia y cumplimiento de la ley fundamental de
sucesión, y la singular obligación de defender los derechos
imprescriptibles de mis hijos y todos mis amados sanguíneos, me
esfuerzan a sostener y defender la corona de España del violento despojo
que de ella me ha causado una sanción tan ilegal como destructora de la
ley que legítimamente y sin alteración debe ser perpetua”.
Dicho Manifiesto de la Reina Gobernadora se mostraba continuista
respecto al gobierno de Fernando VII, y señalaba la religión y al rey sobre
cualquier otro poder.
Ello paralizó al alto clero y algunos sectores acomodados. Supuso una
diferencia muy notable respecto a la resistencia del alto clero a la Constitución de
1869, originada por la pérdida de la Unidad Católica, y al resto de legislación
anticristiana. En 1833 la regente doña María Cristina dijo que sí, y luego hizo lo
contrario. Dirá que no quería hacer, pero lo hizo.
Este importante manifiesto político de 1833 dice así:
“La Religión y la Monarquía, primeros elementos de vida para la
España, serán respetadas, protegidas, mantenidas por Mí en todo su
vigor y pureza. El pueblo español tiene en su innato celo por la fé y el
culto de sus padres la más completa seguridad de que nadie osará
mandarle sin respetar los objetos sacrosantos de su creencia y adoración:
mi corazón se complace en cooperar, en presidir á este celo de una
nación eminentemente católica; en asegurarla de que la Religión
inmaculada que profesamos, su doctrina, sus templos y sus ministros
serán el primero y más grato cuidado de mi gobierno.
Tengo la más íntima satisfacción de que sea un deber para Mí,
conservar intacto el depósito de la autoridad Real que se me ha confiado.
Yo mantendré religiosamente la forma y las leyes fundamentales de la
Monarquía, sin admitir innovaciones peligrosas, aunque halagüeñas en
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su principio, probadas ya sobradamente por nuestra desgracia. La mejor
forma de gobierno para un país es aquella á que está acostumbrado. Un
poder estable y compacto, fundado en las leyes antiguas, respetado por la
costumbre, consagrado por los siglos, es el instrumento más poderoso
para obrar el bien de los pueblos, que no se consigue debilitando su
autoridad, combatiendo las ideas, las habitudes y las instituciones
establecidas, contrariando los intereses y las esperanzas actuales para
crear nuevas ambiciones y exigencias, concitando las pasiones del
pueblo, poniendo en lucha ó en sobresalto á los individuos, y á la
sociedad entera en convulsión. Yo trasladaré el cetro de las Españas á
manos de la REINA, á quien le ha dado la ley íntegro, sin menoscabo ni
detrimento, como la ley misma se la ha dado” (7).

María Cristina,
última esposa de
Fernando VII,
por Madrazo

En este Manifiesto del 4-X-1833, Mª Cristina ofrecía realizar reformas
administrativas, “únicas que producen inmediatamente las prosperidad y la
dicha”, rebajar impuestos y mejorar la rapidez en la justicia, así como garantizar
la seguridad de las personas y la propiedad, y fomentar la riqueza. En él se oponía
a efectuar reformas políticas, desairando así a los liberales de Cádiz, que
realizarán su propia revolución dentro del período de Regencias.
Insistamos que este Manifiesto pudo engañar y paralizar a no pocos,
aunque no tenían muchos motivos para engañarse debido a las anteriores
medidas de la regente. Estas consistieron en el indulto general y la amnistía a los
liberales, la desarticulación de las fuerzas partidarias de don Carlos María Isidro
(Voluntarios Realistas, Capitanes Generales y Ayuntamientos) y la elección de
unas “Cortes” restringidas para jurar a su pequeña hija doña Isabel. Buena parte
de estas medidas se tomaron antes de que el rey falleciese en septiembre de 1833.
Pero si el citado Manifiesto pudo paralizar a no pocos vecinos de las ciudades,
donde estaba la guarnición y el control gubernamental era más fuerte, el engaño
fue breve, pues la situación de la España gobernada desde Madrid estallará en un
sentido totalmente opuesto a lo prometido en el texto de la regente. En efecto, la
política anticlerical de los sucesivos gobiernos argumentó a una porción de
aquella opinión pública que quedaba por decidirse a favor de don Carlos V; por
esto y porque quizás ya fuese algo tarde, puede pensase que el Carlismo perdió la
ocasión de un arranque decisivo.

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Don Tomás de
Zumalacárregui e
Imaz, general en
jefe del Ejército
Real del Norte.
Detalle del cuadro
de Gustavo Maeztu
expuesto en el
antiguo seminario
de San Juan,
propiedad del
Ayuntamiento de
Pamplona destinada
a oficinas.
Don Carlos María Isidro. Carlos V

Por el número de los carlistas y por la suerte de las Armas en la primera
guerra, don Carlos estuvo a punto de ganar el conflicto, a pesar del apoyo
internacional –diplomacia, fondos financieros y tropas- que recibió doña Isabel
por parte de Francia, Portugal y Gran Bretaña. Ya se ha dicho que la estrategia
moderada y continuista de Mª Cristina fracasó parcialmente, lo mismo que los
intentos de Muñagorri y Avinareta a favor del Gobierno. Todo ello agrava la
infidelidad o traición de Rafael Maroto hacia don Carlos, máxime cuando las
tropas carlistas que recibió a su mando mantenían su vigor.
El improvisado Estatuto Real de Martínez de la Rosa redactado y
aprobado en 1834, inició los cambios políticos y las innovaciones. En él se
negarán las Leyes Fundamentales de la monarquía. Llegó la persecución religiosa,
la matanza de frailes en 1836 descrita por Menéndez y Pelayo, el insigne
latrocinio de la desamortización de los bienes de la Iglesia, y se inició la
configuración del Estado liberal con una nueva clase adicta a las nuevas
instituciones. Esto último era lo que sobe todo pretendía Álvarez Mendizábal,
que vino a España desde Londres. El golpe de Estado de los sargentos en La
Granja impuso la Constitución de 1837, que será más radical que la de 1812.
Espartero expulsó a la regente Mª Cristina en 1840, y luego, tras el bombardeo de
Barcelona en 1842, él fue expulsado de la Regencia. El cetro cayó por los suelos,
llegó la inestabilidad y el oportunismo político, estallaron más si cabe las
pasiones, y se impuso un débil, caótico y nada representativo parlamentarismo…
Aunque los carlistas del Norte habían superado los mencionados enredos
de Avinareta y Muñagorri que proponían “Paz y Fueros” antes de la traición de
Vergara (otro engañabobos fue un tal Escoda de la tercera guerra), y aunque se
resistió a las halagüeñas palabras de “Paz y unión” (“Boletín de Aragón, Valencia
y Murcia”, Morella, 16-XI- 1939, nº 84, pág. 3) digamos que, ante ésta situación,
ante la pérdida de una larga guerra (provocada por la traición de Vergara), ante
el reconocimiento internacional del Gobierno liberal de Madrid, con el rey
legítimo en el destierro, ante los 26.423 carlistas emigrados o refugiados en
Francia para el 1-X-1840 (8) y ante el fracaso de la política matrimonial de
Balmes y el marqués de Viluma de unir la rama isabelina y la carlista… tras 1840
todo era contrario a lo que representaban los carlistas.
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Dicho de otra manera: tras la primera guerra carlista (1833-1840), cuya
importancia fue similar a la última guerra de 1936, y desde el cálculo positivista y
oportunista de los políticos, todo conducía a la desaparición del Carlismo y los
carlistas.
La prensa carlista de la primera guerra incidió mucho en los principios y
no sólo en los derechos dinásticos y legales de don Carlos. Eran sobre todo estos
principios los que explicaban una nueva y larga guerra a pesar del cansancio
provocado por los conflictos bélicos mantenidos contra la Convención francesa,
por la Independencia, la guerra realista y el levantamiento de los agraviados.
Me refiero a la prensa como “El Restaurador catalán”, “El joven
observador. Periódico realista del Principado de Cataluña”, y el “Boletín de
Aragón, Valencia y Murcia”. La cuestión de principios era importantísima.
Cuando Maroto traicionó a su Rey y a todo el Ejército del Norte, el Ejército de
Aragón, Valencia y Murcia en Morella, reafirmó los poderes del Rey Carlos, el tipo
de gobierno monárquico, subrayó las consecuencias anárquicas del liberalismo
así como la inviabilidad de éste por sostenerse sobre principios erróneos. No se
trató sólo de un heroísmo numantino, sino en un heroísmo fundado en la realidad
y ser de las cosas y, por ello, ejemplo del porvenir. El periódico impreso por la
Real Junta de Gobierno en Morella decía en 1939:
“Si señores liberales; ¡VIVA EL REY! ya no oiréis otra voz entre
nosotros; porque los Realistas queremos un Rey que no solo reine, sino
gobierne y que mande, y que se haga obedecer; ¡VIVA EL REY! porque
queremos un poder natural, sólido, independiente, completo, que todo
eso quiere decir nuestro viva, y dista inmensamente de arbitrario y
tiránico (…). Todos los Realistas tenemos la misma idea de nuestro
gobierno, á lo menos todos lo nombramos del mismo modo; pero
tratándose de liberales, parece mucho más difícil la cuestión. Creo poder
afirmar sin riesgo de equivocación, que casi todos los liberales aborrecen
la monarquía, desprecian la aristocracia, y temen la democracia (…)
(Tras mostrar lo ininteligible del gobierno representativo por
impreciso y vinculado además al motín, y tras hablar de la ambigüedad
de los que prefieren eso que llaman gobierno mixto o atemperado,
continúa el redactor):
“(…) todos los gobiernos se atemperan, con las leyes escritas del
país, con las antiguas costumbres, con la natural repugnancia de los
súbditos á obedecer, y con otras circunstancias que en todas las naciones
se encuentran aunque de diversos modos (…)
Desengañémonos, el sistema liberal no puede existir porque se
funda sobre principios equivocados, o absolutamente falsos y como no
puede existir, no se puede nombrar (…) nuestro plan es muy sencillo,
nuestros medios muy justos: véase aquí en tres palabras: ¡Viva la
Religión! ¡Viva la Patria! ¡Viva el Rey! y si no lo habéis en enojo SS.
liberales, viva el héroe de Morella, cuyo valiente brazo nos prepara la
posesión de tan caros objetos” (9).
Similar a esta cita podríamos mencionar otros artículos de dichos
periódicos, conservados en la Biblioteca Menéndez y Pelayo en Santander capital,
que sin duda el polígrafo utilizó para sus investigaciones.
Stanley G. Payne (1995) indicará –por ejemplo- que, tras la primera
guerra, los carlistas consiguieron dos cosas. Primera, que el liberalismo fuese
empujado hacia la moderación, de modo que, entre 1844 y 1868, los liberales
moderados predominaron sobre los radicales. En segundo lugar, se conservaron
algunos de los principales aspectos de las instituciones forales de Vascongadas y
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el pactismo (Ley Paccionada) con el viejo Reino de Navarra, situación ésta que
resultaba ser una excepción en medio del fuerte centralismo del Estado liberal.
Ciertamente, y desde una perspectiva negativa, puede parecer que el
Carlismo influyó en los gobiernos liberales obligándoles a ser más cautos en su
política. Sin embargo, que los moderados ocupasen el poder durante más años
que los llamados progresistas adormeció en el liberalismo a la masa neutra o bien
con intereses materiales y sociales. Lo mismo puede señalarse de la Ley
Paccionada en Navarra de 1841, pues al conservar indudablemente el carácter
pactado entre Navarra y el Estado (aunque no estuviese especificado en el
llamado el pacto-Ley dicho carácter paccionado) (10), dio origen a un
contradictorio fuerismo navarro de carácter liberal. ¿Podía Navarra, como parte y
siendo parte de la soberanía nacional del pueblo español, pactar con la soberanía
nacional de toda la Nación? Esta contradicción no ha sido resuelta por juristas
como Jaime Ignacio del Burgo (11).

Placa colocada por los carlistas en un lugar céntrico de
Talavera de la Reina (Toledo) en el año 2008.

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6. SEGUNDA ETAPA (1840-1868). RETOS DURANTE LA
ÉPOCA ISABELINA: DEMOSTRAR LA VALIDEZ DE LOS
PRINCIPIOS DE LA TRADICIÓN, DESVELAR LOS ERRORES
DE LA PRÁCTICA LIBERAL, Y MANTENER NO OBSTANTE
LAS ARMAS EN ALTO.

En esta etapa los carlistas debían demostrar la verdad de los principios
tradicionales, lo que hicieron desvelando lo perjudicial del primer gran ensayo
liberal. En este período quedó claro y manifiesto –siempre para los carlistas- que
la verdad política estaba en el tradicionalismo y no en el liberalismo
Tras el Convenio de Vergara muchos miles se marcharon a Francia, y los
menos se adaptaron a las nuevas instituciones –sobre todo en el Ejército-,
sirviéndolas y sirviéndose de ellas.

6.1. RETOS DE ETAPA
Esta etapa coincide con el destierro de Carlos V, Carlos VI y Juan III.
Sus retos se resumen en siete puntos.
1º Afirmar la verdad de los principios políticos y jurídicos y su
oportunidad para España.
Esto exigía reafirmar el verdadero rostro del Carlismo, con el objeto de
evitar el olvido y la deformación de la España tradicional, frente a los errores
doctrinales y las tergiversaciones interesadas propuestas por los liberales.
El Carlismo –decían los carlistas-, que fundamentaba la esperanza de
una política sólida y definida, contrastaba ante el vacío político, las teorías vagas,
y la falta de principios fijos de los liberales. También contrastaba con la
contradicción del doctrinarismo político de los liberales conservadores o bien
radicales, según el cual los liberales que debían gobernar iban a ser los más
capaces e inteligentes (el primer Donoso Cortés) o bien los mejores y más
voluntariosos (Pacheco).
2º Desvelar los engaños que sostenían el sistema político liberal. De ésta
manera, los carlistas no se permitieron que el ensayo parlamentario se
confundiese con la verdadera representación nacional, ni el liberalismo con la
verdadera libertad, ni la política de los listillos y habilidosos con la verdadera
política, ni se permitió confundir la tradición española con la práctica absolutista
y aún despótica de gobierno del rey.
Ejemplo de esto último es el libro de Antonio Taboada de Moreto,
titulado El fruto del despotismo… y publicado en 1834, que traslada a los
gobierno liberales el absolutismo y despotismo con el que estos desprestigiaban a
los carlistas. Taboada habla de las leyes y fueros, costumbres y privilegios como
garantía de las libertades, así como de las leyes fundamentales de la monarquía:
“La libertad de los Españoles es muy antigua, y el despotismo, con
el que se les oprime, muy moderno (…). El nuevo despotismo llamado
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centralización, introducido con la dominación Cristina por los mismos
autores de la constitución gaditana, ha cambiado todas las instituciones
protectoras de nuestra libertad; y a pesar de sus fementidas protestas,
sin respetar fueros, costumbres ni privilegios ha destruido el respetable
patrimonio de nuestros abuelos. La mayor arbitrariedad, la destrucción
de las leyes fundamentales, de que más adelante hablaré, el terror, el
asesinato, la desmoralización, y la más dura esclavitud han sido los
funestos resultados de tan criminal innovación. Por consiguiente, de la
violación de las leyes fundamentales nace ese moderno despotismo”
(12).
3º Surgieron pensadores tradicionales de gran talla. Además de Jaime
Balmes y Donoso Cortés –una vez realizada su conocida conversión- (13), entre
los carlistas figuran Vicente Pou (1842), Magín Ferrer y Pedro de la Hoz (1844).
4º No se cayó en la tentación del conservadurismo y del llamado justo
medio. Don Vicente Pou desveló la trampa de aquella práctica que, queriendo
frenar el liberalismo, sólo lograba que la Revolución avanzase, segura, aunque a
trompicones.
Es paradójico que los carlistas se tuviesen que sacudir el sambenito de
absolutistas, que de la Hoz admitía propedéuticamente pero reconduciéndolo al
sentido de “rey absuelto”, cuando la sociedad y el mismo Parlamento liberal
experimentaban continuamente el absolutismo de la soberanía nacional o, mejor
del Gobierno de cualquier espadón como Narváez, Espartero, y después
O’Donnell etc.
Si en algunos textos de fuera del Reino Navarra , el Señorío de Vizcaya y
las Provincias forales, aparece el término “absoluto”, con él se busca poner a salvo
los poderes del rey frente a la soberanía nacional defendida por los liberales. En el
ejercicio de sus atribuciones propias, establecidas por la ley fundamental
(muchísimo más limitadas que las de la soberanía nacional), el rey sólo tendría
que dar cuentas ante Dios, es decir, no podía ser juzgado ni limitado por
institución humana. Este sentido le da el mercedario Magín Ferrer y Pons cuando
escribe Las leyes fundamentales de la Monarquía española (Barcelona, 1843)
(14).
5º Se mantuvo el derecho dinástico de don Carlos, aunque se aceptó el
planteamiento del matrimonio de doña Isabel con el hijo de Carlos V. Esta
fidelidad al Derecho impedía que la masa carlista se incorporase al ala derecha
del partido conservador de Narváez.
6º Los carlistas se reorganizaron.
7º Se mantuvo la práctica de la conspiración. El pueblo llano conspiró lo
mismo que las élites liberales y militares conspiraban en los salones de la Corte.
Todo lector recordará que los problemas de España después de 1839
fueron los pronunciamientos militares, y la amenaza de revoluciones hasta el
punto que, los seis años de la Unión Liberal de 1856 a 1862, supusieron un
bálsamo de tranquilidad ciudadana. Ciertamente, los que hicieron
pronunciamientos y revoluciones hasta 1868, no debieron extrañarse de la
continua agitación carlista, pues los carlistas respondían con la misma moneda
que unos y otros revolucionarios practicaban constantemente; los conservadores
lo hacían en un sentido más legalista y los progresistas auto-justificándose en la
soberanía nacional sin que nadie les pidiese cuentas. Lo cierto es que la causa de
estos pronunciamientos y revoluciones no fueron los carlistas, sino la división
entre las familias liberales –moderada o progresista- que se sentían seguras del
poder.
Las abundantes partidas del carlismo militar formadas en 1841-44, la
guerra de los matiners o madrugadores de 1846-49, los conatos de 1854-55, el
intento de San Carlos de la Rápita en 1860, y los conatos de 1867-68,
manifestaban la importancia del Carlismo sociológico aunque no tuviesen una
importancia determinante de cara al futuro del Carlismo.
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José Fermín Garralda Arizcun
“Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

Hervás y Panduro, uno de los primeros
y más destacados escritores tradicionalistas.

Juan Donoso Cortés,
marqués de Valdegamas (1809-1853),
Obras completas, Madrid, BAC, 1970, 2
vols.

6.2. DON VICENTE POU, DEBELADOR DEL LLAMADO
JUSTO MEDIO.
Don Vicente Pou mostró que, en tiempos de crisis post-bélica para los
carlistas después de perder la primera guerra, y por el exilio de la familia real y de
miles de sus fieles -26.423 registrados en Francia hemos dicho-, el Carlismo
mostró una gran fuerza de pensamiento, creó prensa, y aportó certeros juicios así
como adaptaciones circunstanciales a lo que la época exigía.
El pensamiento de Pou y también el de la Hoz tienen mucho en común,
aunque éste último sea más periodístico y político que el primero.
Vicente Pou denunció la antigua escuela del llamado justo medio. La
acusó de estar vacía de principios, de seguir un pragmatismo total, su ansia de
poder y enriquecimiento, y su gusto por ceder y por congraciarse con la
revolución radical.
Vicente Pou tenía esperanza (15). Exigía los principios tradicionales
por ser necesarios al bien común, esperaba que los españoles se desengañasen
de las falacias y del oportunismo del partido conservador, y, en consecuencia,
confiaba en una acción reivindicativa. Ésta se consideraba posible en cuanto
necesaria y aprovechando el desengaño que iba a llegar a muchos españoles.
Gracias a esta denuncia, el pueblo carlista pudo confiar en sus dirigentes,
y en que los esfuerzos bélicos de las familias españolas, su política o su acción, no
iban a caer en saco roto.
La escuela del justo medio siempre se planteó recoger y acoger –
aprovecharse diríamos- a aquellos españoles que habían rechazado con heroísmo
los excesos de una Revolución radical que ellos –los moderados- habían
alimentado. Así, los moderados pondrían (pág. 37 del libro citado) tronos a las
premisas y cadalsos a las consecuencias, según formulará más tarde Vázquez de
Mella. El proceso era sencillo. Primero alimentaban la revolución violenta. Luego,
el pueblo sano se oponía a la revolución radical que, siguiendo la lógica de las
cosas, a continuación se desencadenaba. Tercero, los moderados apoyaban a las
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José Fermín Garralda Arizcun
“Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

dos partes en lid y traicionaban a los carlistas, poniéndose en medio de ambos, y
prometiendo la paz, la moderación y -en realidad- el mantenimiento de la
revolución liberal. Por último, los moderados se aprovechaban directamente de la
reacción valiente y heroica del pueblo español, que no podría vencer con las
armas a un Estado liberal cada vez más configurado, presentándose –primero
Narváez y décadas después Cánovas- como única alternativa para la paz y la
concordia.
Para Pou, los moderados eran unos ingenuos o engreídos que se
consideraban con capacidad y maña para detener la revolución ante el abismo al
que ellos mismos la empujaban (pág. 60), mientras que –para agravar las cosas-,
y una vez en el poder, admitían falazmente parte de las conquistas de los radicales
por prudencia y justo medio.
Cuando vieron “que las teorías que ellos mismos habían
proclamado volvían contra su cabeza, trataron seriamente de hacer un
retroceso en la misma carrera revolucionaria; y como si fueran dueños
de la naturaleza de las cosas se lisonjearon de poder impedir las
consecuencias del principio una vez puesto, y de hacer marchar la
revolución naturalmente furiosa y violenta con paso lento y regulado
hasta el término que ellos querían señalarle (…).
Así es que luego de haberse entronizado vuelven a sus antiguas
maneras y artificios para dirigir a su gusto y provecho la revolución, y
hacerla parar en el umbral de sus puertas (…)” (p. 37-38).
Los moderados y los radicales eran simplemente una rama del mismo
tronco liberal. En ello incidieron los carlistas tras 1840 y después en 1876. Decía
Pou:
No en vano “Los nombres de moderados y exaltados eran sólo
matices distintos que lejos de perjudicar a la unidad, más bien parecían
servir al desarrollo y actividad vital del cuerpo que constituían” (pág.
58).
Consecuencia de ello, Pou tomará una decisión política:
“los Españoles castizos jamás se aliarán por una comunión de
esfuerzos y de sacrificios con un partido del cual discordan en
principios y afecciones, y al que justamente miran como el origen y
causa de los males que está sufriendo la Patria” (pág. 92).
Estar a buenas con todos, adormecer a los buenos que pudieran cambiar
el sistema, y utilizarles a su favor, era dar dos pasos adelante y uno atrás para así
ganar siempre los moderados, y ocultar su liberalismo ante el pueblo español:
“¡Rara habilidad la de estos hombres! Empeñados ciegamente en
unir el bien con el mal, la verdad con el error, la libertad sin freno con el
orden legal, logran por fruto de sus ímprobas tareas el no satisfacer a
nadie con tan irregular conducta, que ni es bastante libre para halagar a
los impíos e inmorales, ni presenta la bondad necesaria para que el
hombre de bien la aprecie: por manera que es imposible cimentar tan
monstruoso sistema en un pueblo cualquiera, que no esté de antemano
preparado con los estragos de la revolución, y con un cierto género de
corrupción sistemática, que adormeciendo a los ciudadanos en el goce de
algunos desahogos, con perjuicio de la Religión y de la moral, de cuyo
poder los emancipa, y borrando de sus corazones todo sentimiento de
dignidad y hasta los recuerdos de su antigua gloria y bienandanza, los
reduzca a un estado de mecanismo impasible, contenidos en la sociedad
por una política de sórdidos intereses, y neciamente contentos entre
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Primer siglo de Carlismo en España (1833-1931). Luchas y esperanza en épocas de aparente bonanza política.
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Primer siglo de Carlismo en España (1833-1931). Luchas y esperanza en épocas de aparente bonanza política.

  • 1. PRIMER SIGLO DE CARLISMO EN ESPAÑA (1833-1931). LUCHAS Y ESPERANZA EN ÉPOCAS DE APARENTE BONANZA POLÍTICA JOSÉ FERMÍN GARRALDA ARIZCUN Doctor en Historia Col.: Nueva Bermeja nº 14 PAMPLONA Diciembre, 2013
  • 2. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” José Fermín Garralda Arizcun Doctor en Historia “Primer siglo de Carlismo en España (1833-1931). Luchas y esperanza en épocas de aparente bonanza política” Diciembre de 2013 C/ Arrieta nº 2 31002 Pamplona – Navarra - España rargonz@gmail.com historiadenavarraacuba.blogspot..com Colección: Nueva Bermeja nº 14 * Queda prohibida la reproducción total o parcial de este trabajo y de sus imágenes sin permiso del autor. Hay derecho de autor. Página | 2 2
  • 3. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” PRIMER SIGLO DE CARLISMO EN ESPAÑA (1833-1931). LUCHAS Y ESPERANZA EN ÉPOCAS DE APARENTE BONANZA POLÍTICA A la Excma. Sra. Doña María Cuervo-Arango Cienfuegos-Jovellanos, muy distinguida dama del Principado de Asturias, en señal de aprecio y admiración por su fidelidad a la Causa que representa. por José Fermín Garralda Arizcun Doctor en Historia Morella (Castellón), 13-IX-2013 Pamplona, enero 2014 ÍNDICE: 1. Introducción 2. Tema general, ámbito y fuentes 3. Los temas específicos 4. Nuestro planteamiento 5. La síntesis que permite la gran abundancia de datos 6. Tentaciones cíclicas que no hacen claudicar 5. Primera etapa (1814-1833): el pueblo realista y las buenas palabras de los que gobiernan 6. Segunda etapa (18401868). Retos durante la época isabelina: demostrar la validez de los principios de la tradición, desvelar los errores de la práctica liberal, y mantener no obstante las armas en alto. 6.1. Retos de etapa 6.2. Don Vicente Pou, debelador del llamado justo medio 6.3. Don Pedro de la Hoz 6.4. Los partidos medios se van 7. Tercera etapa (1876-1909). “El Carlismo no es un temor, sino una esperanza”; “mucha propaganda y modernizarse” (1890-1899): 7.1. La situación; 7. 2. Retos a superar y objetivos; 7.3. La respuesta de los carlistas; 7.4. Aportaciones políticas de don Carlos VII; 7.5. El testimonio de un ex carlista: Juan Cancio Mena. 8. Cuarta etapa. La tradición española durante el destierro de Jaime III (1909-1931): con actualización y perseverancia -y aún sin advertirlo- los carlistas se preparaban para salvar a España de la debacle. 9. Conclusiones 1. INTRODUCCIÓN LA FIEL, FUERTE Y PRUDENTE Ciudad de Morella, plaza fuerte de la hermosísima región del Maestrazgo, se muestra en su belleza, como otros núcleos urbanos de antaño, como un regalo de Dios. Entró en la leyenda con el Tigre del Maestrazgo, al que sobrevivió con creces al tiempo y la memoria, porque Morella representa, como muchas otras ciudades de ayer y de hoy, a un pueblo carlista o tradicional de acrisolada fidelidad. Página | 3 3
  • 4. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” Para quien estudie el Carlismo en el Reino de Navarra, ésta pequeña ciudad de Morella –como otras que ayer fueron importantes pero que hoy por los diferentes avatares han perdido significación urbana- tiene unas resonancias muy especiales. El Reino de Valencia puede ser un alter ego de Navarra, y Morella un alter ego de la Corte de Estella aunque en aquella nunca residiese el rey Carlos VII. Hay diferencias notables entre ambos casos, pero también semejanzas que cualquier lector atento advertirá. *** Sin embargo, en estas páginas no hablaremos de un frío y lejano ayer, ni caeremos en el reduccionismo de identificar el Carlismo con el ámbito bélico, y menos acusándole al menos indirectamente de tres o cuatro guerras. Este libro quiere ser de Historia de las ideas, de los bienes vividos y de la esperanza que los carlistas, por ser católicos y españoles, han manifestado tener frente a los daños traídos por la Revolución que actualmente –afirman- parece llegar a sus últimas consecuencias. Es decir, no trataremos sólo del mundo rural y las pequeñas ciudades porque también hubo tradicionalistas en las ciudades medias o grandes, en las universidades, la prensa y las instituciones políticas. Hablamos de los hombres de cualquier lugar, sexo y condición. Formalmente superamos la frialdad y lejanía expositiva, porque de lo contrario, ¿qué eco expresará el conocimiento, convencimiento y amor que rezuman los testimonios escritos que han quedado del pasado? ¿Cómo mostrar la reflexión desde dentro de lo que se reflexiona –en lo posible y sin perder la objetividad-, y cómo revivir con una pedagógica inmersión, las esperanzas del pueblo políticamente fiel a don Carlos y a quienes con otros nombres le sucedieron, durante todo un largo y conflictivo siglo, concretamente desde 1833 hasta 1931? Si ponemos fin en dicha fecha es porque elegimos como ámbito temporal la respuesta de los carlistas en tiempos de la monarquía constitucional de ayer. Dedicar este trabajo a la Excma. Sra. María Cuervo-Arango es de justicia y un placer, porque su personalidad, elevación de miras, dedicación y entrega desinteresada a una Causa, es de admirar desde la memoria de sus mayores, la realidad de las cosas, un espíritu cristiano enraizado, y por comparación a lo que hoy estilan no pocos políticos profesionales. *** El presente libro no pretende una historicista y nostálgica rememoración del pasado, ni tiene inclinaciones “románticas” –que hoy serían ideológicasabsolutizando el ayer, congelándolo en el presente y cayendo en el presentismo. Se trata de qué pensaban y esperaban otros, esos carlistas que ya en algunas publicaciones recientes han mostrado, a través de las fuentes recogidas por puntillosos historiadores, el compromiso de sus vidas. Nada de esto sería propio de un libro de historia, en el que pretendemos comprender a sus protagonistas desde dentro y desde sus manifestaciones. ¿El por qué? Por mera profesión, por amor a un tema tan original en toda la Europa occidental e importante en España, por ser el 180 aniversario del Carlismo, y para aclarar no pocas tergiversaciones académicas que se dicen –con sutileza y aparato científico- desde un presente condicionado por la crítica racionalista y la generalización y anclaje, como si de un estadio superior de civilización se tratara, en unos valores y formas de vida muy diferentes al de los carlistas. Ambas cosas impedirían sin duda comprender de veras el Carlismo y a los carlistas. El “romanticismo” no refleja a los carlistas aunque parte de ellos viviesen, como todos los españoles, en una época de cultura romántica. Un historiador como Caspistegui habló en su día de “Carlistas. Un romanticismo perdurable” (Rev. Nuestro tiempo, nº 665, nov.- dic. 2010), aunque sin fundar su afirmación. La diferencia entre el barroco, muy propio de españoles, y el Página | 4 4
  • 5. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” romanticismo, es del todo evidente. Más bien el Carlismo sería un clasicismo; y el liberalismo de la soberanía nacional, del pueblo como fundamento del poder político, de las libertades absolutas, del individualismo, naturalismo y el laicismo, así como el socialismo y el nacionalismo, serían ayer unos idealismos y romanticismos, prolongados en un existencialismo relativista hoy, época de encontronazos y desorientación, aunque este asunto deberá tratarse por extenso en otra ocasión. La historia fue y se desarrolla en el tiempo. Es preciso entender a los hombres desde ellos mismos, o desde sus recuerdos y manifestaciones, sin prejuzgar, y sin enjuiciar desde el presente que el pasado debía terminar por el hecho de no existir, mediante transformación, hoy. Afirmar esto pudiera ser fruto de mentalidades influidas por un determinismo progresista, contrario como tal a la libertad del hombre y las sociedades. En realidad, se trata de comprender los desarrollos del actuar del hombre en la historia hasta apreciar sus conexiones con el presente, sin ejercer una crítica racionalista y evolucionista que distorsiona la realidad y que suele tener pretensiones omniscientes, y por ello hasta prejuicios y juicios de valor presentados entre líneas de una forma más o menos opaca. Se trata en estas páginas –repetimos- de desvelar el pensamiento, bienes concebidos y vividos, y esperanzas de los carlistas y, junto a ello, ejercer una crítica documental e histórica. *** El Carlismo –llámese en cada caso como sea- es el movimiento político más antiguo de Europa, que ha alcanzado hoy una antigüedad de 180 años. Lógicamente no es igual su presencia mayoritaria en la España de 1833 que su presencia reducida a faro iluminador que es como quiere presentarse hoy día. Por lo que se ve, sus luces se mantienen a pesar de todas las persecuciones y vacíos realizados por el conservadurismo, las tergiversaciones interesadas, y de ser tratado como una realidad residual por no pocos conservadores de lo existente que aprovechan al máximo lo que cada momento les ofrece. De por sí, dicha antigüedad no es un hándicap para la transmisión del Carlismo en el presente. Todo lo contrario, porque el Carlismo se consideró siempre íntimamente unido a lo que ha sido y es España, o las Españas. Además, y como juicio comparativo, fácilmente se recuerda que los prohombres socialistas del presente hacen alarde de sus fundadores como Pablo Iglesias: hubo un slogan electoral en 1985 que alardeaba de los “Cien años de honradez” del socialismo. Los nacionalistas secesionistas se muestran orgullosos de los suyos que datan a finales del siglo XIX. Los republicanos renuevan la memoria del primer republicanismo, aunque se consume en el rotundo fracaso de la Iª República. Los liberales conservadores airean a destacadas figuras como Cánovas del Castillo, entre otros, coetáneo de algunas de las grandes figuras de la tradición española o tradicionalismo. Espero que los puristas, conservadores y alérgicos a todo “-ismo” entiendan la realidad de la “tradición” como los tradicionales querían que se entendiese, y que no les atribuyan lo que aquellos no decían, pues de hacerlo sería una crítica impropia de un historiador pero, sobre todo, una distorsión. Por su parte –continuamos- el liberalismo más radical ensalza y se hace continuador de la Institución Libre de Enseñanza. Si todos ellos se muestran como alternativas en el presente, ¿por qué no los carlistas, cuando expresan las mejores tradiciones y hasta el alma de los españoles, y siempre supieron que el monarca es para el pueblo y no al revés? Según ellos, más que alternativas, serían el primer receptáculo que indicaba una solución general a los problemas de España y los españoles. Negar –no desde la ciencia Histórica que no puede hacerse- la posibilidad de su alternativa, desvela los falsos complejos habituales en el español desorientado, y, lo que es peor, el haber admitido el juego dialéctico de una etapa histórica dominada por ciertas ideologías. Ayer se llamó Carlismo, otras veces Jaimismo, en otras ocasiones Comunión, pero siempre dijeron mostrarse plenamente identificados con España, Página | 5 5
  • 6. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” con los españoles que mantienen los valores de la España de siempre, y con sus propias raíces en cuanto transmisión actualizadora. Según los carlistas, el Carlismo nunca fue una ideología, siendo evidente –advertimos- que tener un pensamiento articulado no es sinónimo de ideología. El nombre “Carlismo” podría parecer a algunos “antiguo” y desfasado para ser utilizado hoy día. Sea lo que fuere, -¿no son “antiguos” los nombres de liberalismo, ser de Derechas, el socialismo, ser de Izquierdas, el nacionalismo –en España sobre todo disgregador-, el fascismo, el supuesto pensamiento libre, el republicanismo y tantos otros… que además ya han mostrado sus desastrosos frutos? Quizás estas consideraciones sólo sirvan con intención curativa a quienes han caído en la actual dialéctica de la modernidad, dialéctica que no busca la verdad sino vencer utilizando y manipulando la palabra y creando imágenes –muchas veces falsascomo arma arrojadiza. Hoy se trata de vencer pero no de convencer, pues la política partitocrática y la sociedad de consumo con anuncios y luces de neón, lo han inundado todo en aras del poder político y la competitividad y rentabilidad económica. En todo este panorama, el término “Carlismo” no estaría hoy desfasado, precisamente porque expresa la tradición española, y, además, libera a los suyos de las mil trampas sutiles que ofrece la torrentera revolucionaria de mil matices y penumbras, especialmente en los tiempos de aparente bonanza y cuando la sociedad sufre en sus carnes las nefastas consecuencias de lo “moderno”, progresista –la punta de lanza que rasga y el asta que sostiene y conserva- y, en suma, la revolución racionalista que, en su exceso, se convierte en existencialista y siempre es secularizadora. Quien considere que la antigüedad del Carlismo es un hándicap para su posterior evolución, puesta al día o “vender etiqueta”, los carlistas le responderán que tal comentarista desconoce la realidad de las cosas, que se desentiende de conocer la evolución de la estrategia política del liberalismo moderado o conservador, y también que desconoce la ideología de sus opositores y hasta la psicología de los españoles. El Carlismo ha sido frecuentemente respetado por sus enemigos más radicales, así como por las masas neutras; quienes menos le respetaron en la historia fueron los conservadores –no hablo de la altura de miras de un Cánovas del Castillo-, quizás por su mala conciencia, para llevarse tras sí a la masa neutra mintiendo sobre sus rivales políticos, y por partidismo. El Carlismo ha sido respetado por su integridad y firmeza, por no ceder para ganar cotas de poder pero a costa de contaminarse, por su generosidad y salir del pueblo. *** Los escritores liberales tildaron sistemáticamente al Carlismo de absolutista, ignorando que nada más absoluto que una mayoría parlamentaria liberal o la voluntad que dice representar, así como de enemigo del progreso, ignorando a los industriales y hombres de ciencia carlistas, y a las personas de muy buena posición social que también lo eran. Por su parte, los escritores marxistas han menospreciado –es su método dialéctico y propagandístico- al pueblo campesino y mundo rural carlista, han despoblado caprichosamente de carlistas las ciudades, y han omitido la gran inquietud social del carlismo y que los Sindicatos Libres de Barcelona fueron fundados por destacados jaimistas. De su vasto acervo cultural, no será difícil a los carlistas salir al paso con razones, con gracia y simpatía, ante quienes, reaccionando contra los desoladores efectos del árbol liberal, quieren ofrecer “otra cosa” a los españoles pero fuera de la tradición española. Ayer fue la reacción autoritaria de Primo de Rivera –de familia anticarlista- la que ofreció por necesidad “otra cosa” pero sin llegar a la causa u origen de los males; luego fue la reacción falangista –cuyo fortalecimiento del Estado, el nacionalismo, y algunos gestos, imitaban al fascismo de moda-, que persiguió a los carlistas hasta que ellos mismos se vieron arrinconados por el Régimen de partido único que creían sostener. Página | 6 6
  • 7. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” *** En la cultura política carlista siempre se previno hacia las falsas restauraciones, más perjudiciales en cuanto más se necesita –siempre según ellos- una verdadera restauración. Para los carlistas, no había mayor peligro para la restauración de los valores tradicionales –saludables porque verdaderos, consolidados y sustrato de la vida-, que las falsas restauraciones de 1874, 1939, y 1976. No referimos a una tradición que no es precisamente la considerada por sus enemigos –que denostan con un total atrevimiento como fosilizada, irracional y enemiga de la ciencia y el progreso-, sino que tienen la característica de conservar renovando y de renovar conservando. Es chocante, pero muchos de los términos descalificadores hacia los carlistas, utilizados incluso por profesores universitarios, reproducen la palabrería de los liberales de antaño. Pues bien, en 2014, ¿quienes tienen la oportunidad de ofrecer “otra cosa” diferente a lo actual para salir de la crisis? Citemos a algunos sectores sociales incluidos “a posteriori” en un franquismo sociológico, resistentes a la deriva antisocial posterior a 1976, y que pervivieron con posterioridad hasta hoy. Citemos a tantísimos españoles que son sin enlazar con pasados concretos. Citemos a los carlistas que compartirían no pocos bienes relativos a la vida, la persona, la familia y la educación con todos los anteriores –y otros como la bandera de España y el espíritu monárquico-, aunque fuesen mal vistos y aún perseguidos por el franquismo político. Mencionemos a los demócrata-cristianos que tardíamente han advertido el secuestro del cristianismo por una democracia –que aceptaron- descristianizadora que culmina -lógicamenteen la deshumanización más brutal. Mencionemos a los católicos que jugaron ingenuamente al “malminorismo” convirtiéndose no obstante en liberales – hicieron tesis “circunstancial” de la hipótesis siempre supuesta-, y que pueden sentirse tentados por la ley del cansancio, movidos a su vez por los deseos de S.S. Benedicto XVI y Francisco I de que los católicos no dejen la política. Citemos, al fin, a bien los liberales que se resisten a tragar las últimas consecuencias del camino emprendido por sus predecesores. Ante el espectro que contemplamos, los carlistas o tradicionalistas afirman tener muchos argumentos –no juzgamos aquí su validez- para mostrarse como los de ayer, los de hoy y mañana. Sus propias filas podrían engrosarse a medida que pase el tiempo, aunque los tradicionalistas siempre sufran los prejuicios de quienes, por no dar el paso a conectar con la mejor tradición española, desaprovechan la ocasión que se presenta, como es el caso de la presente crisis global. No será ésta la primera vez que algunos muestren cierta obstinación para abandonar el liberalismo, los mismos que criticarían a los carlistas para tener así una buena imagen ante la actual galería “modernista” – sobre todo si proceden de movimientos eclesiales-, los celos y los prejuicios. *** Con independencia del juicio que merezcan las anteriores afirmaciones, sirvan éstas como motivación para mostrar la actualidad del trabajo que ofrecemos al público. Si la finalidad principal del historiador es mostrar la realidad del pasado lo más fielmente posible, sabemos no obstante que la ciencia histórica tiene diversas finalidades secundarias, por ejemplo, presentar materiales al hombre de hoy para situarse adecuadamente en su mundo. Ahora bien, acercarse al pasado para satisfacer estas finalidades no corresponde al historiador sino al lector. Como afirmaba el profesor Suárez Verdeguer, el historiador debe acercarse al pasado con la mayor objetividad posible, sin apriorismos, a través de las fuentes históricas, y para demostrar lo que estas permiten demostrar. Omitiremos en este trabajo las épocas floridas del Carlismo o de máxima expansión y esfuerzo (1833-1840, 1869-1872, 1931-1939), para centrarnos en aquellas otras épocas más silenciosas, lejos del estruendo de la acción y los Página | 7 7
  • 8. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” cañones, en las que los carlistas se pudieron considerar social y políticamente desplazados por los hombres de aquel régimen político que había triunfado en los campos de batalla. Díganselo, por ejemplo, a los desterrados, a los exiliados como Ramón Argonz entre miles, y a los perseguidos, a Vicente Pou y Pedro de la Hoz que vivieron el gran ensayo isabelino –a la postre fallido-, a los carlistas posteriores a 1876, y a los que vivieron la victoria militar y derrota política de 1939 –así se lo dijeron- hasta hoy. Ahora bien, lo que para nosotros, desde la perspectiva del año 2013, fueron épocas floridas, para los carlistas contemporáneos que vivieron los hechos sin duda fueron épocas duras, sufriendo los engaños, la opresión en los ámbitos del poder político, diplomático y militar del Estado liberal, así como la desaprensión del poder material y social de ciertos sectores minoritarios, como se anunciaba en la revolución de 1854. Hablen de esta dureza, por ejemplo, Aparisi y Guijarro como insigne luchador que vivió el hundimiento del ensayo isabelino en 1868 y que presentó al Carlismo –y a don Carlos VII- ante los españoles como la esperanza política. Navarro Villoslada presentó a don Carlos como el hombre que se necesita, y Manterola manifestó la alternativa “O don Carlos o el petróleo”. En las épocas de catacumbas sociales, la mayoría carlista se reconcentró en sí misma y, aunque hiciesen propaganda, parecía que nada o poco adelantaban hacia el exterior. Ese era precisamente su momento de ejercitar la virtud de la esperanza. El tema propuesto en este trabajo tiene una gran amplitud y densidad. Por eso tendremos en cuenta estas dos máximas: quien desea decir mucho no dice nada, y quien desea demostrar demasiado igualmente nada demuestra. Pedimos al lector que tenga un poquito de paciencia y comprensión. Es un hecho psicológico que, ante las dificultades, el hombre suele creer que su situación es la única, la definitiva. Relativizar esto es –entre otras- una de las funciones secundarias de la ciencia histórica. Por eso, y para situar debidamente los hechos, quien se acerca a ellos debe descentrarse de su propia época, modas e intereses que le influyen, debe leer despacio los testimonios de los hombres y mujeres del pasado, así como ver sus obras, con el objeto de comprender su momento vital. Quizás ello no sea muy difícil, porque es mucho lo que los hombres del pasado decimonónico manifestaron en su propaganda de hojas volanderas y prensa, en sus discursos parlamentarios, conferencias en salones, y publicaciones, en sus memorias y cartas privadas… El tema que nos ocupa, además de una profundización doctrinal, recoge numerosos testimonios personales expresados con un estilo muy propio de la época y una concreta finalidad. Los textos que recogeremos en estas páginas son incisivos, en ellos abundan las palabras connotativas y denotativas, los registros lingüísticos son tanto formales como informales según el destinatario, y su lenguaje tiene una función comunicativa referencial o representativa, pero también conativa y hasta expresiva. En estos textos la función estética del lenguaje es manifiesta. A pesar de las formas, los contenidos muestran que el Carlismo es un clasicismo y no un romanticismo. Página | 8 8
  • 9. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” Vista general de la ciudad de Morella, donde se celebró el “Foro Alfonso Carlos I” en 2013. Imagen de la web Página | 9 9
  • 10. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” 2. TEMA GENERAL, ÁMBITO Y FUENTES. El tema: “El Carlismo en el siglo XIX: Lucha y esperanza”, es muy ambicioso y extenso, aunque coherente con los “180 años de Carlismo” que se ha conmemorado este año. Más allá de las evidencias que encierra, no es un tema fácil. El siglo XIX fue la eclosión de una España arraigada en sus principios y vivencias seculares, frente a la imposición de un liberalismo en gran medida foráneo. Se trata de la España que aceptaba a don Carlos V, Carlos VI, Juan III y Carlos VII, sucediéndoles en el siglo XX Jaime III, Alfonso Carlos I, y tras 1936 las Regencias…. Para sus leales, esta rama de la Casa de Borbón, esta dinastía legítima fue un ejemplo histórico, gracias a que existía un pueblo fiel y esperanzado digno de tales reyes, y unos reyes dignos de tal pueblo. Así lo decían y vivían todos ellos, aunque lógicamente –no podía ser de otra manera- todo ello era puesto en la picota por sus contrarios políticos, fuesen historiadores –no siempre respetuosos y empíricos como debían-, publicistas, periodistas y políticos, e incluso por algunos clérigos. En el siglo XIX tuvo lugar algo muy serio: la sustitución o cambiazo, mediante ruptura realizada con no pocas complicidades y “dando gato por liebre”, de toda una civilización cristiana e hispánica por una cultura racionalista, deísta y sin patria. Mantenida la ruptura en el siglo XX y con tendencia al alza en expansión e intensidad, el gran esfuerzo bélico de 1939 se malogró por los errores que la Comunión Tradicionalista, en la persona de Manuel Fal Conde, apuntó ante Franco. Sobre esta sustitución, ¿qué se dijo de la restauración liberal-moderada y alfonsina de 1874?: “Desde que el hecho pretoriano de Sagunto cambió de faz la marcha de los sucesos de nuestra patria, todo aquel sinnúmero de felicidades y dichas que al decir de cierta gente habían de venirnos con la restauración, convirtiendo á España en la más envidiada Jauja, no han resultado más que tal cúmulo de desgracias y miserias, que no parece sino que Pandora ha abierto su terrible caja en dirección á este infortunado país para levantar contra él las más horrendas tempestades; ó mejor: que la Justicia divina, justamente indignada contra su Nación predilecta, que tanto ha prevaricado, quiere hacernos apurar hasta las heces el amargo cáliz de sus severos castigos” (1). Hagamos una prueba. Sustituyamos al general Arsenio Martínez Campos del pronunciamiento militar de Sagunto en 1874 por los generales Miguel Primo de Rivera en 1923 y Francisco Franco en 1937 y 1968; sustituya Vd. la restauración de Alfonso XII por la permanencia de Alfonso XIII y la instauración –realizada por Franco que no democrática- de Juan Carlos I… ¿No se puede encontrar en estas situaciones un gran paralelismo? Ahora bien, se debe reconocer que, no obstante, los males y las circunstancias de cada época no fueron del todo comparables, pues hoy asistimos a la terrible decadencia de la que Página | 10 10
  • 11. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” fue la Europa cristiana, derribo espiritual y humano que en España se ha provocado desde arriba, hasta arrasar todo lo existente más que en cualquier otra nación –en sentido amplio- de la vieja Cristiandad. Esta situación se ha realizado en un largo proceso, iniciado con la creación artificial y caprichosa de un complejo de inferioridad manifiesto en los comienzos de la década de los sesenta, que el temperamento orgulloso del hispano iba pronto a admitir y desarrollar. Dos detalles aparentemente insignificantes. De su preadolescencia, quien esto escribe recuerda cómo en el colegio de los PP. Jesuitas se proyectó la película “Cromwell” de Richard Harris, en la que se ejecutaba al monarca absolutista inglés Carlos I, víctima de la revolución parlamentaria de los puritanos, y en la que el actor principal hacer alardes –ajenos sin duda a la historia- de demócrata y amigo de la representación popular. Algo más tarde, un tal “Felipito tacatún” popularizará en TV1 la expresión: “… y yo sigo”. En ambos casos el espectador podía aplicar el mensaje al jefe de Estado el general Franco. La pregunta que los carlistas se plantearon en muchas ocasiones también se la hizo el barón de Albi en 1897, en plena guerra de Cuba: “¿Puede el carlismo triunfar? ¿Es posible nuestro triunfo después de las contrariedades y desengaños que ha tenido la causa carlista en su largo período de lucha?” (2). Nuestra investigación se centra en los períodos de entre-guerras, porque la aparente tranquilidad liberal incitaba a sus oponentes a la claudicación, y los avances de la Revolución liberal parecían dar al traste los principios de la tradición española. Estos períodos de aparente tranquilidad fueron momentos duros para los carlistas. No obstante, para la vida ordinaria de muchas poblaciones era irrelevante saber quien ocupaba el Gobierno de Madrid, porque –se decía- “aquí todos somos carlistas”. De todas maneras, dichos períodos, a pesar de sus tonos grises, se convirtieron después en años neurálgicos, por lo que a posteriori se advierte el esplendor y frutos de la virtud de la esperanza. Nos preguntaremos en cuál era el fundamento de la esperanza en Pedro de la Hoz después de la primera guerra, vendida y perdida. Más tarde, una vez que don Carlos VII pronunció su “¡Volveré!” en Valcarlos en 1876, ¿se mantuvo la virtud de la esperanza a pesar de las enormes dificultades? La paciente y madura labor de Carlos VII tras 1876, ¿se prolongó en los también complicados tiempos del rey Jaime III? ¿Acabaron con los carlistas la escisión integrista en tiempos de Carlos VII y las escisiones minimista y mellista con Jaime III? Ya sabe el lector que los integristas y mellistas escindidos se volvieron a reunir todos con don Alfonso Carlos I, rey reconocido por todos los tradicionalistas antiliberales. No prolongaremos estos interrogantes con ocasión del decreto de Unificación dictado por el general Franco ya en plena guerra, ni plantearemos la reacción de quienes ganaron la guerra y perdieron la paz. Cada vez son mejor conocidos los significativos esfuerzos anticarlistas del general Franco –al que por otra parte nadie puede negarle otros aciertos-, o bien el informe que varios jefes del Servicio de Inteligencia presentaron a Carrero Blanco aconsejándole el apoyo a los carlistas de Vascongadas si quería frenar el futuro auge del nacionalismo secesionista vasco. En “El Pensamiento Navarro” del 1980 se informa. Cae fuera de nuestro límite cronológico, aunque es adecuado citar el hecho como prolongación de los cien años primeros de Carlismo, la calculada trampa de Montejurra de 1976, ni del olvido persecución posterior a todo lo que fuesen valores de la tradición española y no aceptase la Constitución agnóstica de 1978. Página | 11 11
  • 12. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” Representación de las tropas carlistas y txapelgorris en Miranda de Ebro Página | 12 12
  • 13. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” 3. LOS TEMAS ESPECÍFICOS Las fuentes. Al margen del ámbito subjetivo que todo historiador debe y puede superar, están los hechos, los textos, lo que los carlistas hicieron, dijeron de sí mismos y transmitieron. A ello me remitiré para ilustrar cuál era la fuerza de los principios religiosos, sociales y políticos en los carlistas, y su esperanza y actuaciones en momentos durísimos. Las fuentes utilizadas en este trabajo son los testimonios escritos de los carlistas decimonónicos en la prensa, en folletos y libros, interesando mucho al historiador el contexto de dicha producción documental. Como los testimonios son abundantísimos, elegimos algunos de los más significativos por la pieza documental a la que pertenecen, por el autor y la época. En el caso de los liberales moderados y radicales, y en las minorías que surgen durante la restauración alfonsina de 1874 (demócratas, republicanos, socialistas y nacionalistas), no hay algo igual a la producción documental tradicionalista o carlista. Las perspectivas o los temas específicos para abordar son múltiples. El aspecto militar es muy noble y heroico, es de naturaleza extrema, y mantiene lógicamente las fidelidades, los principios y la esperanza. Las guerras carlistas son lo más conocido del Carlismo por su dramatismo. Sin embargo, centrarse sólo en la lucha militar distorsiona absolutamente una realidad en cuanto que es popular, y se mantuvo en gran parte de España y durante casi dos siglos. En general, los contrarios al Carlismo suelen hablar sólo de las guerras, triunfando el calificativo de “carlistas”, y nadie se opondrá a este tema porque fue verdad. Sin embargo, una gran parte de los 180 años de historia del Carlismo ha sido de paz (para San Agustín la paz debería ser la tranquilidad en el orden), o más propiamente, de aparente tranquilidad en el desorden liberal, anuncio a su vez de nuevos y graves conflictos. Por eso, además del género militar hay otros temas. En los conflictos bélicos confluyen el por qué de carácter teológico e incluso eclesiástico, el Derecho y la política, los aspectos sociológicos –como psicología social, la familia, las mentalidades y costumbres-, las elecciones -a Cortes, provinciales y municipales-, el mundo laboral, el ámbito asociativo y sindical, el desarrollo del periodismo, la cultura, el arte y un largo etc.. Se trata de una vida y afirmación, lucha y esperanza que abarca todos los aspectos de la vida ordinaria, que fue intensa y prolongada, que incluyó tiempos de conflicto armado y de una prolongada y aparente paz. Una lucha así sólo se mantiene y desarrolla desde la sencilla vivencia y la afirmación vital de los principios, lejos de un supuesto romanticismo e iluminismos ideológicos de unas minorías, y lejos también de las supuestas necesidades económicas de las mayorías. Una lucha así sólo se mantiene y desarrolla desde la esperanza. Página | 13 13
  • 14. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” Monasterio de Poblet (Principado de Cataluña) Página | 14 14
  • 15. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” 4. NUESTRO PLANTEAMIENTO Reflexionemos sobre dos cuestiones para comprender debidamente a los agentes de la historia que relatamos. La fe religiosa –es decir, virtud sobrenatural- de los españoles de antaño era el sostén de una vida profundamente religiosa y moral, y su vivencia en los ámbitos divino y humano se convertía en el humus de la acción. Vivían su fe divina y humana, sus principios y sus costumbres con naturalidad –sinceridad, facilidad, consciencia y memoria- y un gran arraigo familiar y social, con la firmeza de una realidad indiscutible, seguramente que muchas veces con mérito, y confiando en los demás conciudadanos, así como en las autoridades familiares, religiosas y civiles que les rodeaban. Las vivían con una menor o mayor profundidad pues de todo hay en la viña del Señor, iluminando los ámbitos religioso, familiar y social, tranzando sobre ello las propias virtudes, creatividad, y capacidad organizativa, y expresando las propias fidelidades. La fe y los verdaderos principios indicaban el para qué, y hacían posible el desarrollo de los medios que permitían la supervivencia, así como la capacidad de sumergirse y de emerger como el Guadiana, con la que algún autor ha caracterizado a España La experiencia de lo real exigía una continuidad y tenía una gran importancia. Se le sumaba la concepción del Derecho tan arraigada en España en fechas como 1808, 1833 etc., paralelo al no ceder sin razón suficiente. Este no ceder ya de por sí se convertía en un triunfo… y era un rasgo psicológico que, sin expresar la virtud de la esperanza, sin embargo la facilitaba. Con el liberalismo, todo, hasta la religión, la patria, las instituciones seculares y la monarquía, se transformó en materia inmediata y discutible, variable y mudable a voluntad, y todo se problematizó continua y radicalmente, de modo que el conflicto permanente estaba preparado. Eran los frutos de la supuesta soberanía individual y política. Quizás el hombre de perfil conservador y aparentemente neutro, que en realidad va más allá de la ciencia histórica aunque al transmitirla pretenda ocultar sus preferencias, señalará lo anterior como si fuese un romanticismo, sin saber que el iluminismo, el idealismo liberal y socialista, el nacionalismo, y la democracia cristiana de los intelectuales, son ideologías románticas por excelencia. La Tradición sería más un realismo de lo que se vive, unido al por qué se vive ¿Cuál es el mencionado perfil conservador que tiende a tergiversar la explicación de las sociedades tradicionales que no comprende? Sin duda, la reacción conservadora confunde la libertad con el libre albedrío, busca la libertad o igualdad con un carácter absoluto, tiende al individualismo, carece como su época de ideales temporales –salvo el enriqueceos y dominar el mundo- y es pragmático a toda costa. Más recientemente cree que ha llegado la definitiva madurez del hombre, convirtiéndolo en individuo para afirmarlo frente al totalitarismo marxista: la persona para Dios y el individuo para el Estado. Esta madurez será paralela a la madurez de las sociedades que conforma, mientras Página | 15 15
  • 16. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” afirma como Maritain (siglo XX) el mito de una nueva cristiandad, y cree en el progresismo como mitificación del deseo de mejora. Ignora que el Carlismo no se definía como un partido político, ni como una prolongación civil de una organización eclesiástica, ni utilizó la realidad como instrumento, sino que se presentó como una Comunión de hombres libres, entendiendo cuál es la verdadera libertad. Para la lucha era necesario el convencimiento, esto es, la fe religiosa y los principios divinos y humanos, es decir, lo que las cosas son. Este convencimiento iba unido a la esperanza. Sólo así se podía vivir con lealtad y desarrollar un quehacer colectivo. Sólo así podía confiarse en el futuro, y fortalecerse con los bienes parciales poseídos y otros aún por poseer. Sólo así el hombre podía actuar con fidelidad y hasta viveza, y tener una vida de sacrificio -esto es, con sus luchas-, lo que predispone al sacrificio de toda una vida. Por eso los comodones, tantas veces denunciados como conservadores cuando desaparecía el peligro de la revolución fiera, se convirtieron en los ojalateros del Carlismo en tiempos de peligro. Lucha y esperanza tenían una estrechísima relación, pues quien luchaba, esperaba. Inversamente, quien no luchaba de hecho tampoco esperaba. Los problemas de esperanza eran problemas de falta de lucha, es decir, de falta de fe. Por todo ello, el pueblo tradicionalista no cayó en las falsas apariencias, en las dudas de los principios y el afán de experimentación, en la imitación hacia lo foráneo, en las trampas –o problemas- surgidas ya en las postguerras ya cada vez que reaparecían los cálculos humanos y el provecho inmediato. Estas trampas o problemas surgieron poco a poco en el horizonte vital de los carlistas, con más fuerza a medida que la postguerra era más prolongada. Nos referimos a las trampas tendidas por sus contrarios isabelinos y alfonsinos, y cualquier tipo de hombres del Régimen establecido. Tendidas también por el dinamismo y lógica de las cosas, o bien por la psicología social de los pueblos. Ante los hechos que estudia, un historiador no sabe qué admirar más: si la entrega de la vida y hacienda de toda una comunidad, o bien su sencilla perseverancia superando con naturalidad las trampas formuladas, inconsciente o conscientemente, por los que consideraban sus enemigos. El pueblo español era mayoritariamente carlista en 1833, y se mostraba ajeno a la concepción de partido político, por lo que los carlistas no se consideraron ni una fracción ni una facción política. Mucho tardó el Carlismo en ir reduciendo su presencia en la sociedad. El pueblo tradicional y consciente de sí mismo quedó especialmente vulnerado tras 1939. Según ellos, en esa fecha se ganó la guerra y se perdió la paz. Así, lo que pudo ser la ocasión de una sana restauración tras 1939 se malogró en el régimen posterior y en la consiguiente democracia liberal –es habitual extrañarse que se le considere su heredera-, quedando los tradicionalistas muy heridos hacia 1976. Incluso se quiso tallar con el Montejurra-76 la lápida de la tumba del Carlismo; otra cosa es que se lograse. A la expresión del ministro franquista Alfonso Osorio de “el Carlismo huele a sangre y telarañas”, pronunciada en TV en esa ocasión, le responderá la unión de los carlistas en el Congreso de El Escorial de 1986, y las sucesivas campañas electorales. Lo que parece claro es que los tiempos del régimen liberal-socialista no son los mismos que los tiempos de los tradicionalistas, ajenos a las pequeñas luchas y plazos, y a las zancadillas políticas del régimen que denuncian como perjudicial para la sociedad española. En 1986 fue la unión. Luego la recomposición. Mientras ellos crecían, los antiguos huguistas perdían a su presidente de partido y languidecían, a pesar de los apoyos recibidos por la prensa del sistema, y de haberse llevado los locales de los círculos –que valían un dinero- y haber arrebatado en Sangüesa parte del museo de recuerdos históricos Página | 16 16
  • 17. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” custodiado por la familia Baleztena. En 2008 los carlistas tradicionales se presentaron a las elecciones al Senado de España con el eslogan “Despierta la tradición. Hay otra España. Vota CTC”, que es cuando cosechó 45.000 votos, algo insólito de pensar tras 1976. Bellísima imagen de la abadía de Montserrat, alma del Principado de Cataluña, donde se asienta el trono de la “moreneta”, la Virgen querida de los catalanes y el resto de los buenos españoles. Lejos del revuelo de la gran ciudad de Barcelona, la peñas y riscos calcáreos nos hacen mirar inmediatamente al cielo. Imagen de la web. Página | 17 17
  • 18. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” 5. LA SÍNTESIS QUE PERMITE LA GRAN ABUNDANCIA DE DATOS. Mucho se ha escrito mucho en las últimas décadas, sobre el Carlismo. Se le ha señalado como movimiento original y originario, arraigado, perseverante contra viento y marea durante 180 años, entregado en cuerpo y alma, y de naturaleza popular, interclasista y de masas. El Carlismo era la comunión carlista, identificada con la España tradicional, la de siempre, la que más perduró al socaire de todas las adversidades. Por eso, más que de los carlistas, inicialmente hablaremos del pueblo español, y después de pueblo español consciente, máxime cuando el Carlismo declarado irá perdiendo importancia numérica –que no significaciónpor el ahondamiento de la crisis de la llamada modernidad. Sabemos que el Carlismo no dependía de un hombre concreto; no fue un rey concreto, ni una dinastía, sino que era la España tradicional o de siempre con su dinastía legítima. La tradición española fue el estado propio de la sociedad española, hasta el punto que lo no recogido en él, carecía de arraigo, y a veces era un simulacro que duraba un tiempo como las modas. Debido a la abundancia de datos, tomaremos algunos ejemplos y perfiles significativos. Así, más que una demostración exhaustiva de ciencia histórica, ofreceremos una exposición histórica con algún elemento de ensayo. El llamado Manifiesto de los Persas, 1814 Página | 18 18
  • 19. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” 6. TENTACIONES CÍCLICAS QUE NO HACEN CLAUDICAR ¿Cuáles fueron y cuándo aparecieron las dificultades aparentemente insalvables en el horizonte vital de los carlistas, esto es, los problemas y trampas que pudieron tener y que les incitaban a claudicar en tiempos de aparente tranquilidad en el desorden liberal? El origen de las trampas que sufrieron los carlistas es diverso: Unas las tendieron directamente las falsas promesas de los absolutistas fernandinos (1814, 1823 y 1833) y los liberales moderados (1840, 1876…). Otras fueron propias de las postguerras: la persecución, el menosprecio, la falta de agradecimiento, la necesidad de sobrevivir y acomodarse en el nuevo régimen, o el silencio. Unas terceras surgieron del dinamismo y lógica de los hechos en los ámbitos civil (el miedo ante la revolución anarquista tras los atentados contra Cánovas, Canalejas, Dato, el arzobispo de Zaragoza, don Alfonso…) y el ámbito eclesial (el Concordato de 1851, la Unión Católica en 1881, el conato de ralliement de León XIII en España, de menor aplicación y menos expreso que en Francia). Otras se debían a la necesidad de encontrar grandes personalidades, y al hecho de que algunas eminencias tradicionalistas, como Vázquez de Mella, se tomaron demasiado en serio, o mejor dicho, con nerviosismo e insana ansiedad, la vía parlamentaria, tendiendo a realizar finalmente pactos con los conservadores, indebidos para sus correligionarios y el mismo don Jaime III (1909-1931). Por último, otras trampas se derivaron de la psicología social e idiosincrasia de los diferentes pueblos hispánicos. Todo indica que en la comunidad carlista existen a modo de ciclos, que no son mecánicos o biológicos, sino de naturaleza psicológica y moral. Me explico. A la prolongada posesión de un bien católico y de civilización, tras la revolución francesa, le ha sucedido siempre una intensificación revolucionaria. Esta intensificación supuesto una agudización destructiva en las leyes y la sociedad, lo que en cada caso provocó una saludable reacción –saludable como la reacción del cuerp0o a la enfermedad según explicaba el canónigo Vicente Manterola-, que en España culminó en guerras que a todos disgustaban. El desenlace final de estas guerras podía ser doble. En un caso, la Tradición española fue vendida en Vergara en el año 1839, o vencida en 1840, en 1848 y 1876. En estas ocasiones, los vencedores establecerán una aparente paz, sostenida bajo el sable de los generales liberales moderados de Isabel II (Narváez, O’Donnell) y más tarde los políticos de Alfonso XII (1874-1885). Ello será el germen de nuevos males como el desdibujamiento y paulatina destrucción de la civilización cristiana y genuinamente española. En otro caso, la Tradición española puede ser la vencedora. Venció a las huestes de Napoleón en 1814, victoria sucedida de la falsa restauración de Fernando VII. Venció a las huestes marxistas y nacional-separatistas en 1939, con la falsa restauración del general Franco. Ni Fernando VII hizo caso al manifestó de los Persas de 1814, ni dicho general hizo caso –ya hemos dicho- a las representaciones de la Comunión Tradicionalista a través de Manuel Fal Conde. Página | 19 19
  • 20. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” Es decir; a la falsa restauración absolutista de Fernando VII le sucedió la monarquía parlamentaria de su hija Isabel, imposible como monarquía. A los liberales moderados de Isabel II les sucedieron tres veces los radicales que, al final, expulsaron a la “reina de los tristes destinos”. Así apareció la monarquía parlamentaria de Amadeo de Saboya, más liberal (democrática por el sufragio universal) que la anterior, seguida inmediatamente de la Iª República, muy democrática de nombre pero casi sin demócratas ni republicanos. Seguimos: a la falsa restauración alfonsina de 1874, efectuada como monarquía liberal parlamentaria, de nuevo le sucederá -a pesar del freno temporal de Primo de Rivera- la IIª República. Por último, a la guerra o Cruzada de 1936 le sucederá la falsa restauración de la España tradicional en clave franquista o con cierto estilo parecido al de Fernando VII, y a ésta tras 1975 la monarquía liberal-socialista parlamentaria. Con la victoria en las manos, a la España tradicional –digamos que la de siempre-, le resultaron dramáticas la falsas restauraciones de 1814 y 1823 con Fernando VII, y de 1939 con el general Franco, que impuso como heredero a título de rey a don Juan Carlos en 1968. En este último caso, pocos fueron –una docena- los procuradores que votaron en contra de lo propuesto por el gobierno del general Franco en las Cortes, entre ellos los procuradores navarros José Ángel Zubiaur y Auxilio Goñi según el mandato imperativo. Si esto fue con la victoria, con la derrota, existió una la falsa restauración del orden por los moderados de Narváez en 1844, de la titularidad de Alfonso XII en 1874, y –tras la sangre en Montejurra- la de don Juan Carlos ese mismo años de 1976. Esta es la larga y complicada carrera de la España oficial o del poder triunfador, con un mayor o menor germen de revolución en su seno, germen a desarrollar con una gran rapidez. Por su parte, los carlistas creerán que España no se ha ensayado a sí misma. Todos los intentos, muchas veces heroicos, de la España popular liderada por los monarcas sucesores de don Carlos V en 1833, de alguna manera fracasaron. La pregunta de ensayo es si los carlistas desaparecerán antes del terminar el proceso revolucionario iniciado en el s. XIX e incluso antes, o bien ganarán terreno apoyados por una sociedad harta de los actuales extremos revolucionarios, o quizás quienes levanten España desde su total postración lo harán básicamente como lo harían los carlistas. A nada de esto pueden dar respuesta los historiadores, pero la dejamos abierta en el juicio del lector. Con el correr de los ciclos la revolución avanza, a pesar de sus aparentes retrocesos, representados por el tirón o brida que, lo que queda de civilización, pone al desbocado hipogrifo violento de nuestro Calderón del inicio de La vida es sueño. Los ciclos se suceden porque –así lo muestran los hechos- siempre queda un bien católico y de civilización que derribar, aunque con el paso de los ciclos estos bienes sean al menos aparentemente cada vez menores. ¿Llegará la hora de la gran tentación de dar por muerta a España y los españoles? Dichos ciclos o períodos, que cada vez son algo más largos y profundos a medida que avanza el mal –por algo no son ciclos mecánicos-, son patentes y expresan sus fechas culmen en los siguientes acontecimientos. Se trata de los sucesos bélicos de 1808-1814 frente a Napoleón, en la guerra de 1821-1823 provocada por el gobierno liberal y la reacción de los realistas, en la primera guerra carlista (o liberal) de 1833-1840, en la segunda de 1846-49 (sobre todo en Cataluña), en el intento montemolinista de 1860, en la sucesión de años que abarca la revolución de 1868 y la tercera guerra carlista 1872-1876, en la expectación de una reactivación carlista durante la segunda guerra de Cuba de 1895 a 1898, y, al fin, durante el paroxismo de la IIª República iniciado en 1931 que provocó la guerra civil o Cruzada en 1936-1939. De todos estos conflictos, los más agudos fueron la primera guerra carlista y la guerra de 1936, configuradas como conflictos totales y con unas pérdidas de vidas de alrededor del 1% de la población en ambos casos. Página | 20 20
  • 21. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” Es un pueblo de alpargata, unido a no pocos de sus líderes naturales, el que se sublevó en 1821 contra la Constitución de 1812, impuesta de nuevo mediante un pronunciamiento militar en 1820. Col. particular. Foto: JFG2005 Página | 21 21
  • 22. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” 22 Tabla 1 Etapas de máxima tensión: conflictos bélicos. Etapas de peligro para perseverar. 6 a 6 6 6 7 6 3 20 8 20 30 8 ños 1808 1814 1821- 18 1823 27 1833 1840 C 18461849 C D 1868 18721876 D C R/ 1865 20 1808 30 1833 D D/ 1888 1 8 9 8 1931 1936 1939 D/ 1919 C R/ 1889 55 1868 1874 D R/ 1986 19311939 C- Crecimiento D –Decrecimiento R - Recomposición Tabla 2 1808-14 1821-23/1827 . 20 años . *Fernando VII (1808-1833) 1833-40 1846 1868/1872-76 1898 1931/1936-39 . 30 años * Isabel II (1833-1868) Carlos V Carlos VI . 55 años . .75 *Amadeo I(1869-71) * Alf. XII(1874-85) * Alf XIII (1885-1930) * Iª Rep. (1872) * IIª Rep. Juan III Carlos VII Jaime III Alf-CI Página | 22
  • 23. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” Sobre los crecimientos del Carlismo (1833, 1846, 1868 y 1931), desintegraciones (1840, 1849, 1876, 1888, 1919 o 1939) y sus recomposicio0nes (1865, 1889, 1986), se ha hecho eco Jordi Canal (3). Este autor cree que su causa de estos crecimientos es que, a veces y por temor, al Carlismo se le sumaron otros contrarrevolucionarios debido a la flexibilidad que admitía en sus filas. Esto es comprensible porque –añadimos- el Carlismo no fue una ideología. El temor a la revolución ayudaba a hinchar las velas del Carlismo, mientras que los períodos de calma contribuirían a desinflarlas lentamente. En esta explicación, que tiene parte de verdad, tengo algunos reparos porque no coincide con las circunstancias de cada período y hay otros elementos que no se debieran olvidar. Demos algunas razones. En primer lugar, el Carlismo no se “inflaba” ni prosperó por un mero miedo psicológico que como tal paraliza y que, desde luego, no puede ser confundido con el llamado santo temor a hacer mal o no hacer el bien. Tampoco prosperó por el instinto de supervivencia social y el ejemplo de otros países. Es comprensible que en los períodos de radicalismo revolucionario exista temor psicológico y moral, pero también existe un temor moral en tiempos de aparente calma social, aunque los males sufridos sean menos sensibles. Lógicamente esta última situación exige un espíritu más sensible e inclinado hacia el bien y la verdad, es resumen, menos vulgar o apegado a lo mundano. No siempre que pudo existir “miedo” psicológico aumentaron las filas y fuerza del Carlismo, pues los carlistas se debilitaron a pesar de las Revoluciones radicales de 1848 en Europa y los consiguientes conatos revolucionarios sofocados por la dureza del liberal moderado Ramón Narváez (¿es que los temerosos se echaron a sus brazos?). También se debilitaron en 1917, con la Revolución bolchevique y los conatos revolucionarios en España, sin que hubiese un general en el que las clases medias o pueblo llano pudiera confiar. Advirtamos que dos años después, en 1919, será el cisma de Mella. ¿Miedo psicológico en 1833? La guerra de 1833 no fue una reacción de temor frente a la revolución europea de 1830, cuyos influjos fueron detenidos en Navarra según la documentación del Archivo General de Navarra, sino que procedía de la cada vez más necesaria defensa del Derecho dinástico y del mantenimiento in extremis de unos principios religiosos, morales y sociopolíticos. Otro caso. Con la crisis del sistema isabelino en 1865 y la irrupción de la IIª República en 1931, se mostraba la saludable ocasión del hundimiento del sistema liberal; no hubo miedo en las masas sino inseguridad o, mejor dicho, orfandad, de modo que el Carlismo empezó a florecer por dar respuesta a los grandes interrogantes que abrían sus puertas y por la necesidad de oponer una solución castiza y global al empuje de una concepción general de la política y sociedad. Por último, otro momento de reactivación del Carlismo fue cuando en 1888 tuvo lugar la división de los tradicionalistas con la ruptura integrista. Todo indicaba que los carlistas iban a desaparecer, pero no fue así, sino que accionaron para reverdecer. ¿Qué “desinflaba” a los carlistas? No es sólo la calma social, ni el retroceso ocurre siempre que ésta aparece. Al revés de lo que supone Canal, el Carlismo se revitalizó en momentos de calma como en 1844 –la revolución europea fue en 1848- con la aparición -contra todo pronóstico- del diario “La Esperanza”, los escritos de Pedro de la Hoz, y la difusión de los escritos de Balmes y Donoso Cortés. Se revitalizó desde la calma de 1887 (ley de asociaciones que favoreció a carlistas, republicanos, socialistas y nacionalistas) y 1890 (ante la crisis integrista con el revulsivo de fidelidad al rey pero también ante la aparición del sufragio universal), debido a la reorganización acometida por el marqués de Cerralbo (189o-1899) y a la actividad de Luis M. de Llauder en Cataluña. Fuera del marco cronológico de este trabajo, se revitalizó tras 1957 con el auge de las romerías de Montejurra debido al cambio de orientación de los organizadores, por el que lo religioso pasaba a segundo plano de la romería, sustituido por lo político. Se revitalizó en 1986 con la unión de los carlistas en el Congreso de El Página | 23 23
  • 24. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” Escorial. Todo esto indica que existen más factores en juego que el temor y la calma social. Por lo que a nuestros días respecta, de seguir la dialéctica del temor como reactivación del Carlismo, últimamente éste debería de haberse reactivado, y sólo lo ha hecho por singular esfuerzo de los que siempre fueron carlistas y no por sucesivas incorporaciones de masas. Seguramente, los conservadores y el poder absorbente de lo existente no lo han hecho posible. No sólo el temor “infla” a los carlistas, ni estos se inflan siempre que hay temor; pues bien, tampoco es sólo la calma lo que les desinfla. Ahí está la muy humana ley del cansancio; el sufrir en las propias carnes que, contra todo pronóstico, no se ha podido vencer una y otra vez a la Revolución con las Armas; las defecciones y acomodamientos al sistema de unos u otros significativos carlistas, en principio inexplicables; las actitudes del gobierno universal de la Iglesia en sus relaciones con los Estados constituidos como fue el acomodamiento a estos por parte de la diplomacia de León XIII; y modernamente las interesadas interpretaciones liberales del Concilio Vaticano II realizadas por los conservadores sociales e ideológicos por muy auténticos o tradicionales sean en materia estrictamente religiosa. Según lo ya dicho, existen factores decisivos como la responsabilidad, la categoría y trabajo personales, y diferentes circunstancias en el ámbito social, político y eclesial. A veces surgen personalidades que hacen un gran bien y otras que perjudican a la Causa, con independencia de las circunstancias de amenaza o tranquilidad, aunque la buena intención siempre permita recomposiciones posteriores. En momentos de temor –y no solo de calma- pueden existir desvíos y traiciones y, en momentos de calma social, pueden surgir grandes personalidades. La variedad de estas últimas es evidente, pues –pongamos un ejemplo- si unos se inclinaron hacia la solución militar en 1872, otros tuvieron una actitud antibelicista, como Cándido Nocedal, Antonio Aparisi y Guijarro, Luis de Llauder y quizás ese personaje de segundo orden pero interesante en Navarra, llamado Juan Cancio Mena. Además de las precisiones anteriores, resulta necesario distinguir la situación tras una guerra perdida o bien tras una guerra ganada seguida de una falsa restauración. En primer lugar, una guerra perdida puede conllevar el desánimo, la desorganización, las persecuciones, los insultos y menosprecios, el ser expulsado de la ciudad cuando se recibe el sambenito de principal y único responsable de la guerra, y con ello adviene el avance de la Revolución. Así, entre unas y otras guerras carlistas, se originaron dos etapas de relativa paz durante el siglo XIX, en las que se pudo dar al traste con el Carlismo. Fueron unas etapas dificilísimas. La primera fue tras la traición de Vergara en 1839 y la derrota de 1840; la segunda tras la restauración alfonsina de 1874 y la derrota de 1876. Alfonso XII fue llamado “el Pacificador”. En estos casos, el que pierde la guerra, paga, y paga fuerte, con la vida y el destierro, la hacienda y el honor. El que pierde la guerra es acusado de conspirar contra la paz. Y eso es muy feo. A modo de ejemplo, y como proyección de dos derrotas militares, Navarra perdió su categoría de Reino y gran parte de sus Fueros en la Ley Paccionada de 1841 y las Vascongadas sus Fueros en 1876, aunque algunos digan que no fue como castigo, y que incluso se trató de mantener y actualizar los Fueros. El liberalismo era centralista, pero buscó la ocasión para enmascarar su decisión centralizadora y uniformista, como Felipe V en su decreto de pérdida Foral de Aragón y Valencia, acusando a ambos Reinos de rebeldes y basándose en el derecho de conquista, dado en El Buen Retiro de Madrid en 1710. La pregunta es, ¿cómo reaccionó el pueblo carlista en estos momentos de una gran prueba? ¿Le dominó la desesperanza? En segundo lugar, en varias ocasiones se evidenciaron los problemas surgidos tras una guerra ganada y seguida de una falsa restauración. Así fue tras la victoria sobre Napoleón en el Tratado de Valençay de 1814, tras la guerra realista de 1823 al reinstaurarse el despotismo ilustrado de Fernando VII, Página | 24 24
  • 25. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” y tras la Cruzada de 1936 que culminó con el fallecimiento del general Franco en 1975. Por estar siempre en la oposición –al parecer a pocos hombres les place-, y por la unión en tiempos críticos de unos afines que en momentos de aparente tranquilidad se separan, el Carlismo sufrió divisiones internas, la labor de zapa de los elementos conservadores (también divididos, por ejemplo de 1844 a 1854, en puritanos, polacos, reaccionarios y neocatólicos), y la posición antipolítica de los liberales que manipulan sutilmente la religión mientras proclaman que son los únicos respetuosos con ella. De todos son conocidas las diferencias mantenidas en la Corte de Carlos V durante la primera guerra –ahí está el análisis de cierto documento liberal (4), la defección de los convenidos en Vergara en 1839, la claudicación de no pocos neocatólicos tras 1876, las escisiones integrista y mellista de algunas clases altas, y el posibilismo a comienzos del siglo XX de intelectuales como Salvador Minguijón, Severino Aznar e Inocencio Jiménez que se polarizaron en el catolicismo social y en la creación del Partido Social Popular creado junto a los propagandistas en 1922. De todos es conocida la huida a casa tras la última Cruzada finalizada en 1939, y la vuelta a la vida privada o familiar en la actualidad ya en el régimen franquista, con la excepción de algunas elecciones municipales (como en Navarra, estudiadas por Aurora Villanueva), las romerías de Montejurra y de los aplech de Montserrat. Desde luego, en estos casos cada persona es responsable de sí misma. Problemas de divisiones y personalismos no pueden extrañar cuando siempre se está en la oposición, máxime cuando está probado que los liberales tienen mil problemas cuando mandan y ocupan el poder político. Estas etapas de entreguerras suponen períodos sucesivos de 20, 30, 55 y 75 años de relativa paz, con males cada vez mayores, y una Revolución liberalsocialista cada vez más consolidada y expansiva. Al comienzo del larguísimo proceso, las costumbres expresaban unos principios bien asimilados, nunca cuestionados y quizás no del todo analizados por quienes los vivían. Ni era necesario. Será después cuando el énfasis se ponga en la buena asimilación de los principios, y la coherencia con ellos del modo de vivir, generando así buenas costumbres. Nos referimos al período de casi 20 años entre 1814 (tras expulsión de Napoleón) y 1833, algo más de 3o entre 1840 y 1872, de 55 años entre 1876 (tras la tercera) a 1931 (instauración de la IIª República), y de 75 años entre 1939 (tras la guerra o Cruzada) hasta hoy. En este último período largo se quiso eliminar definitivamente al Carlismo, ya por la dictadura –nada tradicional- del general Franco, ya por el huguismo y el montaje sufrido en Montejurra en el año 1976. Todas estas situaciones supusieron una nueva forma de lucha: la distribución de panfletos, prensa, actividad en el parlamento, asociaciones, sindicatos, cultura, estímulo de la ciencia…, y hoy en la red e internet. Pues bien, sin los principios religiosos y políticos, sin la esperanza fruto de tales principios, sin el acertado análisis de la realidad, sin una comunidad como suma de familias, sin una dinastía leal…, nada hubiera sido posible. Pero esta es la vida que recibieron, y la vida que desarrollaron y transmitieron. Aunque estas etapas fueron muy difíciles para los carlistas, estos las superaron milagrosa y creemos que satisfactoriamente. Así, si la tentación de la desesperanza podía ser cada vez mayor, ello se podía compensar con un convencimiento y fe cada vez mayor en los principios, mayor todavía que en las costumbres vividas. De ahí la intensificación religiosa entre los carlistas en la actualidad, que no es fruto de integrismos como dicen los secularizadores, sino de la necesidad de una nueva evangelización a la que ellos –y es muy comprensiblese adelantaron. De cada etapa señalaremos los problemas específicos y algunas de las formas de vida hechas trabajo, entusiasmo y originalidad. Página | 25 25
  • 26. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” 26 En resumen, el Carlismo tuvo su mayor presencia e importancia entre 1833 y 1876. A partir de 1876, ocupará una posición secundaria aunque sociológicamente era mucho más fuerte de lo que le correspondía según los escaños obtenidos en el Parlamento. Lo motivos eran diferentes. Enumeremos algunos sin ánimo de cansar al lector: el voto individualista en vez de orgánico por instituciones, que el primer sufragio fue censitario hasta 1890, el voto femenino fue imposible hasta avanzada la IIª República, el eclecticismo de los liberales conservadores que ampliaban el espectro del voto antes de las elecciones para convertirlo después en un cheque en blanco, el posibilismo –a veces excesivo cuando toca terrenos temporales- de la jerarquía católica cuya misión principal es la evangelización, y, sin duda, las trampas electorales del caciquismo, el encasillado y el pucherazo. La España oficial y liberal marcará el ritmo de la política pero no el de la sociedad. Tras 1939 hasta la actualidad, el Carlismo “ha vivido un proceso de marginalización, oscilante en más de un momento, que, de todas formas, no ha desembocado en una desaparición cien veces anunciada” (Jordi Canal, pág. 9-10) (5). A continuación caracterizaremos las cuatro etapas de entreguerras entre 1814 y 1931, aunque sabemos que del Carlismo se debe hablar desde 1833. Texto de la famosa Constitución de las Cortes de Cádiz de 1812, que pretendió fundar España. Este texto quiso ignorar y abolió de un plumazo las leyes Fundamentales de la Monarquía española, la Novísima Recopilación y las posteriores leyes de Cortes del reino de Navarra, así como las ordenanzas del Señorío de Vizcaya. Si España ya estaba constituida, el romanticismo liberal inició su utópico camino de partir de cero, por mucho que los liberales como Martínez Marina pretendiesen conectar con la corriente salmantina sobre el origen o transmisión del poder político. Los 69 diputados llamados “Persas” dejaron claro que España ya estaba constituida en sus usos, costumbres, libertades y Fueros, así como en sus Leyes Fundamentales. Por su parte, los países Forales tenían el Fuero como propia Constitución. Por ejemplo, el Reino de Navarra fue una isla en medio de la Europa absolutista, para recelo de los propios liberales de Cádiz, que tras enaltecer a Navarra le despojaron de sus Fueros milenarios. Página | 26
  • 27. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” 5. PRIMERA ETAPA (1814-1833): EL PUEBLO REALISTA Y LAS BUENAS PALABRAS DE LOS QUE GOBIERNAN Aunque el Carlismo se manifestó masivamente en 1833, es desde 1814 –y antes- cuando tiene lugar el encontronazo entre los españoles de tendencia política renovadora, conservadora e innovadora (Suárez, Comellas etc.). Esta es la etapa del bien poseído en la sociedad. En esta etapa no existían carlistas de este nombre –el nombre carlinos se fue utilizando a finales de la década de los veinte-, pero sí en espíritu, llamándose por entonces realistas, aunque entre ellos hubiese una diversidad como el barón de Eroles (fuerista), el marqués de Mataflorida (manifiesto de los Persas, algo menos pendiente de los Fueros), el absolutista Calomarde (fernandino y al final carlista). En esta etapa los realistas no se dejaron engañar por las buenas e interesadas palabras de los que mandaban, cuando el absolutismo se consolidaba en España y representaba una falsa restauración antiliberal, que indirectamente originó el liberalismo. El reto de esta etapa fue retomar la tradición española, quebrada por la moda europea del absolutismo y el despotismo ilustrado, así como por los liberales de Cádiz que mencionaron la tradición española para así despistar y colocar mejor su producto innovador y rupturista. La ocasión de una restauración tradicional se desaprovechó con el Manifiesto de los Persas en 1814 y 1823. Tras 1814, Fernando VII gobernó en contra de lo que le pidieron los 69 diputados tradicionales o renovadores que firmaron el conocido manifiesto de los Persas de carácter realista-renovador en 1814. Don Fernando les dijo que sí, pero en la práctica fue que no. En ese tiempo, el peligro era no distinguir el absolutismo de Fernando VII –el monarca “Deseado”- respecto a la tradición española castiza a retomar una vez quebrada por las modas francesas y europeizantes. Aunque al absolutismo y al constitucionalismo liberal respondían las Leyes fundamentales tradicionales, Fernando VII no hizo caso a los autores del Manifiesto que eran de la tendencia política realista renovadora. Lo mismo ocurrió en 1823, cuando las tropas realistas, con ayuda francesa del duque de Angulema con los llamados “Cien Mil Hijos de San Luis”, echaron por tierra el ensayo constitucional gaditano instaurado tras el pronunciamiento militar de Riego en Cádiz y luego Quiroga en Galicia. Pensaron que tras 1823 Don Fernando iban a decir de nuevo que sí a la renovación política, pero en realidad de nuevo fue que no, como en 1814. Aunque, en 1823, Fernando VII rehabilite a los llamados “Persas”, que habían sido castigados por los liberales del Trienio Constitucional, sin embargo hará caso omiso de la tradición española, y practicará con éxito el despotismo ilustrado en materias administrativas de provecho general. Es desasosiego y nerviosismo político de los realistas tradicionales estallará en 1827, con la sublevación de los agraviados en Cataluña, singular movimiento estudiado por Federico Suárez. En 1829 Navarra verá peligrar gravemente sus Fueros como con Godoy en 1796. Página | 27 27
  • 28. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” Biblioteca General de Navarra Archivo General de Navarra, Sección Guerra De esto no sólo se hacen eco los historiadores, sino que el conde de DoñaMarina (6) ya escribía: “Y vueltos al estado de cosas de la última legitimidad reinante, ¿podemos contentarnos con esto los verdaderos católicos, los entusiastas fueristas españoles? No: que ya en tiempo de Fernando VII la libertad de la iglesia y la de los pueblos españoles, Dios y la Patria foral, habían sufrido rudos ataques”. A todo ello, en marzo de 1830 se sumará el asunto de la Pragmática Sanción del 29-III-1830. Se ha escrito ríos de tinta sobre ella. Desde luego, los liberales tenían mucho que perder de gobernar don Carlos, mientras que los realistas sólo tenían que temer que la futura regente María Cristina y la princesa Isabel fuesen utilizadas por los liberales, como así fue. No en vano, el primer manifiesto de la regente no contrariaba el absolutismo, sino que se comprometía a mantener el Gobierno de Fernando VII. Pues bien, de nuevo don Fernando dirá “no” a las leyes españolas al cambiar como lo hizo –olvidando la legislación- la ley de sucesión. No analizaremos la legalidad o no de la decisión de Fernando VII; como historiador creo que hay muchos más argumentos a favor de la legitimidad de don Carlos que de doña Isabel. Bullón de Mendoza los sintetizó en su recopilación de textos sobre las guerras carlistas (Barcelona, Ariel, 1998). Aunque todos sabemos que para 1833 las posiciones políticas ya estaban marcadas y tomadas, a favor de don Carlos o de doña Isabel según el caso, la oferta de la Regente Mª Cristina en su manifiesto de Madrid, fechado el 4X-1833, pudo paralizar a no pocas clases ilustradas. Página | 28 28
  • 29. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” Carlos Mª Isidro, futuro Carlos V. Los libros de texto escolares y los historiadores de tendencia oficialista y subordinados a lo existente, ignoran que don Carlos fue proclamado rey por sus Ejércitos y aceptado como tal en las Regiones y Zonas que gobernaba. Así, en la literatura generada le sustraen contra todo rigor histórico, del numeral V de España. Creemos como historiador que es mejor utilizar el lenguaje de su época, y llamarle Carlos V de Castilla y VIII en Navarra. Lógicamente, con el mismo criterio, se mencionará a Isabel II, lo que deja patente el encontronazo de la época entre los que seguían al monarca que se afirmaba legítimo o a la reina por gracia de la Constitución, es decir, de una soberanía nacional, según Pedro de la Hoz secuestrada por los partidos y gobiernos en el poder. Sin duda, dicho Manifiesto fue la astuta o inteligente respuesta del Gobierno al Manifiesto de Abrantes, publicado por don Carlos el 1-X-1833, en el que reclamaba el respeto a sus derechos a la corona: “No ambicioso el trono; estoy lejos de codiciar bienes caducos; pero la religión, la observancia y cumplimiento de la ley fundamental de sucesión, y la singular obligación de defender los derechos imprescriptibles de mis hijos y todos mis amados sanguíneos, me esfuerzan a sostener y defender la corona de España del violento despojo que de ella me ha causado una sanción tan ilegal como destructora de la ley que legítimamente y sin alteración debe ser perpetua”. Dicho Manifiesto de la Reina Gobernadora se mostraba continuista respecto al gobierno de Fernando VII, y señalaba la religión y al rey sobre cualquier otro poder. Ello paralizó al alto clero y algunos sectores acomodados. Supuso una diferencia muy notable respecto a la resistencia del alto clero a la Constitución de 1869, originada por la pérdida de la Unidad Católica, y al resto de legislación anticristiana. En 1833 la regente doña María Cristina dijo que sí, y luego hizo lo contrario. Dirá que no quería hacer, pero lo hizo. Este importante manifiesto político de 1833 dice así: “La Religión y la Monarquía, primeros elementos de vida para la España, serán respetadas, protegidas, mantenidas por Mí en todo su vigor y pureza. El pueblo español tiene en su innato celo por la fé y el culto de sus padres la más completa seguridad de que nadie osará mandarle sin respetar los objetos sacrosantos de su creencia y adoración: mi corazón se complace en cooperar, en presidir á este celo de una nación eminentemente católica; en asegurarla de que la Religión inmaculada que profesamos, su doctrina, sus templos y sus ministros serán el primero y más grato cuidado de mi gobierno. Tengo la más íntima satisfacción de que sea un deber para Mí, conservar intacto el depósito de la autoridad Real que se me ha confiado. Yo mantendré religiosamente la forma y las leyes fundamentales de la Monarquía, sin admitir innovaciones peligrosas, aunque halagüeñas en Página | 29 29
  • 30. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” su principio, probadas ya sobradamente por nuestra desgracia. La mejor forma de gobierno para un país es aquella á que está acostumbrado. Un poder estable y compacto, fundado en las leyes antiguas, respetado por la costumbre, consagrado por los siglos, es el instrumento más poderoso para obrar el bien de los pueblos, que no se consigue debilitando su autoridad, combatiendo las ideas, las habitudes y las instituciones establecidas, contrariando los intereses y las esperanzas actuales para crear nuevas ambiciones y exigencias, concitando las pasiones del pueblo, poniendo en lucha ó en sobresalto á los individuos, y á la sociedad entera en convulsión. Yo trasladaré el cetro de las Españas á manos de la REINA, á quien le ha dado la ley íntegro, sin menoscabo ni detrimento, como la ley misma se la ha dado” (7). María Cristina, última esposa de Fernando VII, por Madrazo En este Manifiesto del 4-X-1833, Mª Cristina ofrecía realizar reformas administrativas, “únicas que producen inmediatamente las prosperidad y la dicha”, rebajar impuestos y mejorar la rapidez en la justicia, así como garantizar la seguridad de las personas y la propiedad, y fomentar la riqueza. En él se oponía a efectuar reformas políticas, desairando así a los liberales de Cádiz, que realizarán su propia revolución dentro del período de Regencias. Insistamos que este Manifiesto pudo engañar y paralizar a no pocos, aunque no tenían muchos motivos para engañarse debido a las anteriores medidas de la regente. Estas consistieron en el indulto general y la amnistía a los liberales, la desarticulación de las fuerzas partidarias de don Carlos María Isidro (Voluntarios Realistas, Capitanes Generales y Ayuntamientos) y la elección de unas “Cortes” restringidas para jurar a su pequeña hija doña Isabel. Buena parte de estas medidas se tomaron antes de que el rey falleciese en septiembre de 1833. Pero si el citado Manifiesto pudo paralizar a no pocos vecinos de las ciudades, donde estaba la guarnición y el control gubernamental era más fuerte, el engaño fue breve, pues la situación de la España gobernada desde Madrid estallará en un sentido totalmente opuesto a lo prometido en el texto de la regente. En efecto, la política anticlerical de los sucesivos gobiernos argumentó a una porción de aquella opinión pública que quedaba por decidirse a favor de don Carlos V; por esto y porque quizás ya fuese algo tarde, puede pensase que el Carlismo perdió la ocasión de un arranque decisivo. Página | 30 30
  • 31. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” 31 Don Tomás de Zumalacárregui e Imaz, general en jefe del Ejército Real del Norte. Detalle del cuadro de Gustavo Maeztu expuesto en el antiguo seminario de San Juan, propiedad del Ayuntamiento de Pamplona destinada a oficinas. Don Carlos María Isidro. Carlos V Por el número de los carlistas y por la suerte de las Armas en la primera guerra, don Carlos estuvo a punto de ganar el conflicto, a pesar del apoyo internacional –diplomacia, fondos financieros y tropas- que recibió doña Isabel por parte de Francia, Portugal y Gran Bretaña. Ya se ha dicho que la estrategia moderada y continuista de Mª Cristina fracasó parcialmente, lo mismo que los intentos de Muñagorri y Avinareta a favor del Gobierno. Todo ello agrava la infidelidad o traición de Rafael Maroto hacia don Carlos, máxime cuando las tropas carlistas que recibió a su mando mantenían su vigor. El improvisado Estatuto Real de Martínez de la Rosa redactado y aprobado en 1834, inició los cambios políticos y las innovaciones. En él se negarán las Leyes Fundamentales de la monarquía. Llegó la persecución religiosa, la matanza de frailes en 1836 descrita por Menéndez y Pelayo, el insigne latrocinio de la desamortización de los bienes de la Iglesia, y se inició la configuración del Estado liberal con una nueva clase adicta a las nuevas instituciones. Esto último era lo que sobe todo pretendía Álvarez Mendizábal, que vino a España desde Londres. El golpe de Estado de los sargentos en La Granja impuso la Constitución de 1837, que será más radical que la de 1812. Espartero expulsó a la regente Mª Cristina en 1840, y luego, tras el bombardeo de Barcelona en 1842, él fue expulsado de la Regencia. El cetro cayó por los suelos, llegó la inestabilidad y el oportunismo político, estallaron más si cabe las pasiones, y se impuso un débil, caótico y nada representativo parlamentarismo… Aunque los carlistas del Norte habían superado los mencionados enredos de Avinareta y Muñagorri que proponían “Paz y Fueros” antes de la traición de Vergara (otro engañabobos fue un tal Escoda de la tercera guerra), y aunque se resistió a las halagüeñas palabras de “Paz y unión” (“Boletín de Aragón, Valencia y Murcia”, Morella, 16-XI- 1939, nº 84, pág. 3) digamos que, ante ésta situación, ante la pérdida de una larga guerra (provocada por la traición de Vergara), ante el reconocimiento internacional del Gobierno liberal de Madrid, con el rey legítimo en el destierro, ante los 26.423 carlistas emigrados o refugiados en Francia para el 1-X-1840 (8) y ante el fracaso de la política matrimonial de Balmes y el marqués de Viluma de unir la rama isabelina y la carlista… tras 1840 todo era contrario a lo que representaban los carlistas. Página | 31
  • 32. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” Dicho de otra manera: tras la primera guerra carlista (1833-1840), cuya importancia fue similar a la última guerra de 1936, y desde el cálculo positivista y oportunista de los políticos, todo conducía a la desaparición del Carlismo y los carlistas. La prensa carlista de la primera guerra incidió mucho en los principios y no sólo en los derechos dinásticos y legales de don Carlos. Eran sobre todo estos principios los que explicaban una nueva y larga guerra a pesar del cansancio provocado por los conflictos bélicos mantenidos contra la Convención francesa, por la Independencia, la guerra realista y el levantamiento de los agraviados. Me refiero a la prensa como “El Restaurador catalán”, “El joven observador. Periódico realista del Principado de Cataluña”, y el “Boletín de Aragón, Valencia y Murcia”. La cuestión de principios era importantísima. Cuando Maroto traicionó a su Rey y a todo el Ejército del Norte, el Ejército de Aragón, Valencia y Murcia en Morella, reafirmó los poderes del Rey Carlos, el tipo de gobierno monárquico, subrayó las consecuencias anárquicas del liberalismo así como la inviabilidad de éste por sostenerse sobre principios erróneos. No se trató sólo de un heroísmo numantino, sino en un heroísmo fundado en la realidad y ser de las cosas y, por ello, ejemplo del porvenir. El periódico impreso por la Real Junta de Gobierno en Morella decía en 1939: “Si señores liberales; ¡VIVA EL REY! ya no oiréis otra voz entre nosotros; porque los Realistas queremos un Rey que no solo reine, sino gobierne y que mande, y que se haga obedecer; ¡VIVA EL REY! porque queremos un poder natural, sólido, independiente, completo, que todo eso quiere decir nuestro viva, y dista inmensamente de arbitrario y tiránico (…). Todos los Realistas tenemos la misma idea de nuestro gobierno, á lo menos todos lo nombramos del mismo modo; pero tratándose de liberales, parece mucho más difícil la cuestión. Creo poder afirmar sin riesgo de equivocación, que casi todos los liberales aborrecen la monarquía, desprecian la aristocracia, y temen la democracia (…) (Tras mostrar lo ininteligible del gobierno representativo por impreciso y vinculado además al motín, y tras hablar de la ambigüedad de los que prefieren eso que llaman gobierno mixto o atemperado, continúa el redactor): “(…) todos los gobiernos se atemperan, con las leyes escritas del país, con las antiguas costumbres, con la natural repugnancia de los súbditos á obedecer, y con otras circunstancias que en todas las naciones se encuentran aunque de diversos modos (…) Desengañémonos, el sistema liberal no puede existir porque se funda sobre principios equivocados, o absolutamente falsos y como no puede existir, no se puede nombrar (…) nuestro plan es muy sencillo, nuestros medios muy justos: véase aquí en tres palabras: ¡Viva la Religión! ¡Viva la Patria! ¡Viva el Rey! y si no lo habéis en enojo SS. liberales, viva el héroe de Morella, cuyo valiente brazo nos prepara la posesión de tan caros objetos” (9). Similar a esta cita podríamos mencionar otros artículos de dichos periódicos, conservados en la Biblioteca Menéndez y Pelayo en Santander capital, que sin duda el polígrafo utilizó para sus investigaciones. Stanley G. Payne (1995) indicará –por ejemplo- que, tras la primera guerra, los carlistas consiguieron dos cosas. Primera, que el liberalismo fuese empujado hacia la moderación, de modo que, entre 1844 y 1868, los liberales moderados predominaron sobre los radicales. En segundo lugar, se conservaron algunos de los principales aspectos de las instituciones forales de Vascongadas y Página | 32 32
  • 33. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” el pactismo (Ley Paccionada) con el viejo Reino de Navarra, situación ésta que resultaba ser una excepción en medio del fuerte centralismo del Estado liberal. Ciertamente, y desde una perspectiva negativa, puede parecer que el Carlismo influyó en los gobiernos liberales obligándoles a ser más cautos en su política. Sin embargo, que los moderados ocupasen el poder durante más años que los llamados progresistas adormeció en el liberalismo a la masa neutra o bien con intereses materiales y sociales. Lo mismo puede señalarse de la Ley Paccionada en Navarra de 1841, pues al conservar indudablemente el carácter pactado entre Navarra y el Estado (aunque no estuviese especificado en el llamado el pacto-Ley dicho carácter paccionado) (10), dio origen a un contradictorio fuerismo navarro de carácter liberal. ¿Podía Navarra, como parte y siendo parte de la soberanía nacional del pueblo español, pactar con la soberanía nacional de toda la Nación? Esta contradicción no ha sido resuelta por juristas como Jaime Ignacio del Burgo (11). Placa colocada por los carlistas en un lugar céntrico de Talavera de la Reina (Toledo) en el año 2008. Página | 33 33
  • 34. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” 6. SEGUNDA ETAPA (1840-1868). RETOS DURANTE LA ÉPOCA ISABELINA: DEMOSTRAR LA VALIDEZ DE LOS PRINCIPIOS DE LA TRADICIÓN, DESVELAR LOS ERRORES DE LA PRÁCTICA LIBERAL, Y MANTENER NO OBSTANTE LAS ARMAS EN ALTO. En esta etapa los carlistas debían demostrar la verdad de los principios tradicionales, lo que hicieron desvelando lo perjudicial del primer gran ensayo liberal. En este período quedó claro y manifiesto –siempre para los carlistas- que la verdad política estaba en el tradicionalismo y no en el liberalismo Tras el Convenio de Vergara muchos miles se marcharon a Francia, y los menos se adaptaron a las nuevas instituciones –sobre todo en el Ejército-, sirviéndolas y sirviéndose de ellas. 6.1. RETOS DE ETAPA Esta etapa coincide con el destierro de Carlos V, Carlos VI y Juan III. Sus retos se resumen en siete puntos. 1º Afirmar la verdad de los principios políticos y jurídicos y su oportunidad para España. Esto exigía reafirmar el verdadero rostro del Carlismo, con el objeto de evitar el olvido y la deformación de la España tradicional, frente a los errores doctrinales y las tergiversaciones interesadas propuestas por los liberales. El Carlismo –decían los carlistas-, que fundamentaba la esperanza de una política sólida y definida, contrastaba ante el vacío político, las teorías vagas, y la falta de principios fijos de los liberales. También contrastaba con la contradicción del doctrinarismo político de los liberales conservadores o bien radicales, según el cual los liberales que debían gobernar iban a ser los más capaces e inteligentes (el primer Donoso Cortés) o bien los mejores y más voluntariosos (Pacheco). 2º Desvelar los engaños que sostenían el sistema político liberal. De ésta manera, los carlistas no se permitieron que el ensayo parlamentario se confundiese con la verdadera representación nacional, ni el liberalismo con la verdadera libertad, ni la política de los listillos y habilidosos con la verdadera política, ni se permitió confundir la tradición española con la práctica absolutista y aún despótica de gobierno del rey. Ejemplo de esto último es el libro de Antonio Taboada de Moreto, titulado El fruto del despotismo… y publicado en 1834, que traslada a los gobierno liberales el absolutismo y despotismo con el que estos desprestigiaban a los carlistas. Taboada habla de las leyes y fueros, costumbres y privilegios como garantía de las libertades, así como de las leyes fundamentales de la monarquía: “La libertad de los Españoles es muy antigua, y el despotismo, con el que se les oprime, muy moderno (…). El nuevo despotismo llamado Página | 34 34
  • 35. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” centralización, introducido con la dominación Cristina por los mismos autores de la constitución gaditana, ha cambiado todas las instituciones protectoras de nuestra libertad; y a pesar de sus fementidas protestas, sin respetar fueros, costumbres ni privilegios ha destruido el respetable patrimonio de nuestros abuelos. La mayor arbitrariedad, la destrucción de las leyes fundamentales, de que más adelante hablaré, el terror, el asesinato, la desmoralización, y la más dura esclavitud han sido los funestos resultados de tan criminal innovación. Por consiguiente, de la violación de las leyes fundamentales nace ese moderno despotismo” (12). 3º Surgieron pensadores tradicionales de gran talla. Además de Jaime Balmes y Donoso Cortés –una vez realizada su conocida conversión- (13), entre los carlistas figuran Vicente Pou (1842), Magín Ferrer y Pedro de la Hoz (1844). 4º No se cayó en la tentación del conservadurismo y del llamado justo medio. Don Vicente Pou desveló la trampa de aquella práctica que, queriendo frenar el liberalismo, sólo lograba que la Revolución avanzase, segura, aunque a trompicones. Es paradójico que los carlistas se tuviesen que sacudir el sambenito de absolutistas, que de la Hoz admitía propedéuticamente pero reconduciéndolo al sentido de “rey absuelto”, cuando la sociedad y el mismo Parlamento liberal experimentaban continuamente el absolutismo de la soberanía nacional o, mejor del Gobierno de cualquier espadón como Narváez, Espartero, y después O’Donnell etc. Si en algunos textos de fuera del Reino Navarra , el Señorío de Vizcaya y las Provincias forales, aparece el término “absoluto”, con él se busca poner a salvo los poderes del rey frente a la soberanía nacional defendida por los liberales. En el ejercicio de sus atribuciones propias, establecidas por la ley fundamental (muchísimo más limitadas que las de la soberanía nacional), el rey sólo tendría que dar cuentas ante Dios, es decir, no podía ser juzgado ni limitado por institución humana. Este sentido le da el mercedario Magín Ferrer y Pons cuando escribe Las leyes fundamentales de la Monarquía española (Barcelona, 1843) (14). 5º Se mantuvo el derecho dinástico de don Carlos, aunque se aceptó el planteamiento del matrimonio de doña Isabel con el hijo de Carlos V. Esta fidelidad al Derecho impedía que la masa carlista se incorporase al ala derecha del partido conservador de Narváez. 6º Los carlistas se reorganizaron. 7º Se mantuvo la práctica de la conspiración. El pueblo llano conspiró lo mismo que las élites liberales y militares conspiraban en los salones de la Corte. Todo lector recordará que los problemas de España después de 1839 fueron los pronunciamientos militares, y la amenaza de revoluciones hasta el punto que, los seis años de la Unión Liberal de 1856 a 1862, supusieron un bálsamo de tranquilidad ciudadana. Ciertamente, los que hicieron pronunciamientos y revoluciones hasta 1868, no debieron extrañarse de la continua agitación carlista, pues los carlistas respondían con la misma moneda que unos y otros revolucionarios practicaban constantemente; los conservadores lo hacían en un sentido más legalista y los progresistas auto-justificándose en la soberanía nacional sin que nadie les pidiese cuentas. Lo cierto es que la causa de estos pronunciamientos y revoluciones no fueron los carlistas, sino la división entre las familias liberales –moderada o progresista- que se sentían seguras del poder. Las abundantes partidas del carlismo militar formadas en 1841-44, la guerra de los matiners o madrugadores de 1846-49, los conatos de 1854-55, el intento de San Carlos de la Rápita en 1860, y los conatos de 1867-68, manifestaban la importancia del Carlismo sociológico aunque no tuviesen una importancia determinante de cara al futuro del Carlismo. Página | 35 35
  • 36. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” Hervás y Panduro, uno de los primeros y más destacados escritores tradicionalistas. Juan Donoso Cortés, marqués de Valdegamas (1809-1853), Obras completas, Madrid, BAC, 1970, 2 vols. 6.2. DON VICENTE POU, DEBELADOR DEL LLAMADO JUSTO MEDIO. Don Vicente Pou mostró que, en tiempos de crisis post-bélica para los carlistas después de perder la primera guerra, y por el exilio de la familia real y de miles de sus fieles -26.423 registrados en Francia hemos dicho-, el Carlismo mostró una gran fuerza de pensamiento, creó prensa, y aportó certeros juicios así como adaptaciones circunstanciales a lo que la época exigía. El pensamiento de Pou y también el de la Hoz tienen mucho en común, aunque éste último sea más periodístico y político que el primero. Vicente Pou denunció la antigua escuela del llamado justo medio. La acusó de estar vacía de principios, de seguir un pragmatismo total, su ansia de poder y enriquecimiento, y su gusto por ceder y por congraciarse con la revolución radical. Vicente Pou tenía esperanza (15). Exigía los principios tradicionales por ser necesarios al bien común, esperaba que los españoles se desengañasen de las falacias y del oportunismo del partido conservador, y, en consecuencia, confiaba en una acción reivindicativa. Ésta se consideraba posible en cuanto necesaria y aprovechando el desengaño que iba a llegar a muchos españoles. Gracias a esta denuncia, el pueblo carlista pudo confiar en sus dirigentes, y en que los esfuerzos bélicos de las familias españolas, su política o su acción, no iban a caer en saco roto. La escuela del justo medio siempre se planteó recoger y acoger – aprovecharse diríamos- a aquellos españoles que habían rechazado con heroísmo los excesos de una Revolución radical que ellos –los moderados- habían alimentado. Así, los moderados pondrían (pág. 37 del libro citado) tronos a las premisas y cadalsos a las consecuencias, según formulará más tarde Vázquez de Mella. El proceso era sencillo. Primero alimentaban la revolución violenta. Luego, el pueblo sano se oponía a la revolución radical que, siguiendo la lógica de las cosas, a continuación se desencadenaba. Tercero, los moderados apoyaban a las Página | 36 36
  • 37. José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…” dos partes en lid y traicionaban a los carlistas, poniéndose en medio de ambos, y prometiendo la paz, la moderación y -en realidad- el mantenimiento de la revolución liberal. Por último, los moderados se aprovechaban directamente de la reacción valiente y heroica del pueblo español, que no podría vencer con las armas a un Estado liberal cada vez más configurado, presentándose –primero Narváez y décadas después Cánovas- como única alternativa para la paz y la concordia. Para Pou, los moderados eran unos ingenuos o engreídos que se consideraban con capacidad y maña para detener la revolución ante el abismo al que ellos mismos la empujaban (pág. 60), mientras que –para agravar las cosas-, y una vez en el poder, admitían falazmente parte de las conquistas de los radicales por prudencia y justo medio. Cuando vieron “que las teorías que ellos mismos habían proclamado volvían contra su cabeza, trataron seriamente de hacer un retroceso en la misma carrera revolucionaria; y como si fueran dueños de la naturaleza de las cosas se lisonjearon de poder impedir las consecuencias del principio una vez puesto, y de hacer marchar la revolución naturalmente furiosa y violenta con paso lento y regulado hasta el término que ellos querían señalarle (…). Así es que luego de haberse entronizado vuelven a sus antiguas maneras y artificios para dirigir a su gusto y provecho la revolución, y hacerla parar en el umbral de sus puertas (…)” (p. 37-38). Los moderados y los radicales eran simplemente una rama del mismo tronco liberal. En ello incidieron los carlistas tras 1840 y después en 1876. Decía Pou: No en vano “Los nombres de moderados y exaltados eran sólo matices distintos que lejos de perjudicar a la unidad, más bien parecían servir al desarrollo y actividad vital del cuerpo que constituían” (pág. 58). Consecuencia de ello, Pou tomará una decisión política: “los Españoles castizos jamás se aliarán por una comunión de esfuerzos y de sacrificios con un partido del cual discordan en principios y afecciones, y al que justamente miran como el origen y causa de los males que está sufriendo la Patria” (pág. 92). Estar a buenas con todos, adormecer a los buenos que pudieran cambiar el sistema, y utilizarles a su favor, era dar dos pasos adelante y uno atrás para así ganar siempre los moderados, y ocultar su liberalismo ante el pueblo español: “¡Rara habilidad la de estos hombres! Empeñados ciegamente en unir el bien con el mal, la verdad con el error, la libertad sin freno con el orden legal, logran por fruto de sus ímprobas tareas el no satisfacer a nadie con tan irregular conducta, que ni es bastante libre para halagar a los impíos e inmorales, ni presenta la bondad necesaria para que el hombre de bien la aprecie: por manera que es imposible cimentar tan monstruoso sistema en un pueblo cualquiera, que no esté de antemano preparado con los estragos de la revolución, y con un cierto género de corrupción sistemática, que adormeciendo a los ciudadanos en el goce de algunos desahogos, con perjuicio de la Religión y de la moral, de cuyo poder los emancipa, y borrando de sus corazones todo sentimiento de dignidad y hasta los recuerdos de su antigua gloria y bienandanza, los reduzca a un estado de mecanismo impasible, contenidos en la sociedad por una política de sórdidos intereses, y neciamente contentos entre Página | 37 37