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CONSIDERACIONES FINALES SOBRE EL PEAJE DE
                LOS PAPIROS

                        Por Lácides Martínez Ávila

La situación generada en el municipio de Puerto Colombia a raíz de la
ubicación del peaje de Los Papiros, fue el resultado de la imposición centralista
de una política de carácter nacional sin tener en cuenta, para nada, las
condiciones y necesidades locales.

Lo mínimo que se puede esperar del gobierno central, cuando éste decide
adoptar una medida o mecanismo de carácter nacional, es que lo haga con
criterio y discernimiento, de manera tal que pueda caer en la cuenta de los
posibles perjuicios ocasionados a las comunidades locales. En el caso concreto
del peaje de Los Papiros, todo parece indicar que el único criterio tenido en
cuenta fue el beneficio económico del consorcio Vía al Mar, y no así el de las
necesidades de la gente de Puerto Colombia.

En medio del conflicto se oyó al Ministro de Transporte esgrimir con frecuencia
un argumento que se nos antoja absurdo y falaz. Sostuvo que, si se quitaba el
peaje de Los Papiros, se desmoronaría todo el sistema de concesión vial, cosa
que en realidad no tenía por qué ser así, dado que, si existían razones justas y
valederas, como en efecto las había, para quitar de allí dicha caseta de peaje,
el pueblo colombiano hubiera sabido entender tales razones tan pronto se las
hubieran explicado con claridad, teniendo en cuenta que lo que estaba en
juego en Puerto Colombia era el modo de obtener el sustento los habitantes de
ese municipio.

El citado argumento del Ministro se puede comparar con el supuesto hecho de
que la autoridad capture a varios sospechosos de cometer un delito, y que
luego, a pesar de establecer que uno de ellos no tuvo nada que ver con el
asunto, diga que no lo puede dejar en libertad porque tendría que hacerlo
también con los demás. Semejante proceder revelaría una deficiente capacidad
de investigación, análisis y discernimiento en la autoridad correspondiente, y
fue precisamente esto lo que hizo pensar el susodicho argumento del Ministro
de Transporte, al menos para este caso.

La situación de Puerto Colombia es distinta a la de la mayoría de los municipios
del país y del departamento, toda vez que se trata de una localidad que en la
práctica es como un barrio de Barranquilla, pues la casi totalidad de los
habitantes que trabajan como empleados lo hace en la capital, y, a la inversa,
hay numerosas personas que residen en Barranquilla y laboran en Puerto
Colombia, como es el Caso de varios profesores y de trabajadores de
empresas que funcionan en jurisdicción de aquel municipio. Asimismo, son
muchos los estudiantes de secundaria que residen en Puerto Colombia y están
matriculados en colegios de Barranquilla, para no hablar de los universitarios,
cuyos gastos de locomoción se han incrementado desproporcionadamente con
el peaje, bien porque utilizan carro propio, o bien porque en ocasiones se ven
en la necesidad de coger taxi para regresar a sus hogares en horas de la
noche. Otra perjudicial situación es la que padecen los padres de los
numerosos alumnos de aquellos colegios que, como el Inphu, el Acolsure, el
San Francisco y el Gimnasio Altamar, entre otros, se encuentran localizados
después del peaje, yendo de Barranquilla hacia Puerto Colombia.

Tampoco se tuvo en cuenta por parte del gobierno nacional, al decidir la
ubicación del peaje, el hecho inobjetable, aunque generalmente desconocido
por quienes no viven o no laboran en Puerto Colombia, de que la mayor parte
de las familias porteñas de escasos recursos, que son casi todas, deriva su
sustento de la actividad turística de ese municipio. En efecto, los caseteros, los
expendedores de comida, los vendedores de fritos, helados, refrescos y otros
comestibles o artículos diversos, aprovechan la afluencia de turistas a las
playas para devengar de allí su manutención. Estos turistas son, por lo general,
gentes de los estratos más populares de la comunidad barranquillera, cuya
capacidad económica no les permite visitar otros balnearios, ya porque éstos
impliquen mayores gastos, ya porque sean para uso exclusivo de determinados
socios o propietarios. El peaje, sin duda, disminuyó la afluencia de estos
bañistas y, por ende, los ingresos de la gente de Puerto Colombia, en términos
generales.

Desde cuando se conoció que el número de peajes en las carreteras del país
sería aumentado en virtud del plan de concesión vial, se hicieron algunos
cuestionamientos y se plantearon alternativas por parte de estamentos
respetables y autorizados, como fue el caso de Asotrans, que manifestó su
preocupación y la de todo el sector del transporte ante la escalada de costos
que podría generar una política inadecuada de peajes, debido a la falta de
coherencia entre las autoridades nacionales y las regionales. Sostuvo que el
incremento de peajes conllevaría a un incremento en los costos de operación y
en las tarifas de los mismos. Y planteó, desde la administración del ministro
Gaviria Gutiérrez, la alternativa de suprimir la red de peajes y, en su reemplazo,
adicionar una determinada cantidad al precio por galón de combustible, con
destino al mantenimiento y ampliación de la red vial nacional, departamental y
urbana para la totalidad del parque rodante en Colombia. Esta propuesta, al
parecer, no encontró el menor eco en el gobierno nacional.

Si hay algo que no admite la menor duda es que la lucha que libró el pueblo
porteño no estuvo, en ningún momento, dirigida contra el sistema de concesión
vial, sino que fue el resultado natural del instinto por la supervivencia. Nadie le
discutió al Ministro de Transporte las bondades o ventajas que podía tener el
mencionado sistema. El pueblo supo entender que, si no existía en el país otra
fórmula para mejorar y conservar las carreteras, bien porque se careciera de
los recursos suficientes, o bien porque no existiera una verdadera voluntad
gubernamental para evitar que así fuese, pues no se podía hacer nada. Pero
una cosa sí es y debe quedar clara: el sistema de los peajes y aun el de las
concesiones viales no eran, ni mucho menos, algo novedoso ni moderno, como
lo pretendían presentar algunos de sus apologistas.

Peaje es todo derecho percibido por el paso de un camino, puente o canal,
tanto por las personas, como por lo animales, los vehículos o las mercancías.
Los peajes fueron aplicados, desde la antigüedad, en Grecia y Roma. En la
Edad Media los reyes los concedieron como recursos o rentas a diferentes
entidades. Se multiplicaron durante el feudalismo, y en el siglo XIII se
reglamentaron en ciertos países, como en Francia, donde se exigió, para su
establecimiento, la aprobación del rey, debiendo el concesionario asegurar la
buena conservación de los caminos y responder por los robos y muertes
cometidos en éstos durante el día.

En España, durante el reinado de Alfonso X, se otorgaron numerosas
concesiones, así como también se concedieron a ciertos pueblos privilegios de
exención de pago por el uso de los caminos reales. Tan grande llegó a ser el
número de concesiones de estos arbitrios a los particulares y corporaciones,
que no se podía dar un paso sin tropezar con ellos, dificultándose mucho el
comercio y la libre comunicación, razón por la cual Enrique IV revocó muchas
concesiones. Finalmente, en 1881, fueron suprimidos casi todos los peajes que
existían en España, por los múltiples inconvenientes que solían acarrear.

Aunque teóricamente sea valedera la base sobre la cual se fundamentan los
peajes, esto es, la idea de que es natural que la construcción y mantenimiento
de las vías sean pagadas por los que las usen, es inobjetable que ellos tienen
numerosos inconvenientes que no hacen deseable su implantación, sobre todo
en vías de rápida y profusa circulación, debido a que ésta se dificulta por las
continuas detenciones, y hay que tener en cuenta que el actual grado de
desarrollo comercial e industrial, y la rapidez de las comunicaciones, no toleran
la acumulación de retardos y dificultades como los que implica el
establecimiento de peajes en áreas urbanas o metropolitanas.

Por otra parte, como los rendimientos que se obtienen de los peajes no se
invierten todos en el mantenimiento de la carretera, máxime si ésta ha sido
entregada en concesión a particulares, cada día los dineros destinados a tal fin
van resultando insuficientes y se van incrementando los costos. Esto da origen
a que las tarifas de peaje tengan que ser aumentadas, con frecuencia, mucho
más rápido de lo que el bolsillo de los usuarios admitiría sin resentirse.

Lo anterior nos indica que lo que el futuro y el progreso de la sociedad actual
exige en lo que respecta a los peajes, no es que éstos permanezcan, ni mucho
menos que se multipliquen, sino que, por el contrario, se eliminen, tal como en
su momento --ya quedó dicho-- lo sugirió la Asociación Nacional de
Transportadores. Y habría que agregar que la tendencia, hoy generalmente
admitida, es la de considerar las vías de comunicación como medios de
carácter nacional que forman parte de la administración económica del país,
asimilando el servicio de transporte a los verdaderos servicios públicos.

En este orden de ideas, los ingresos precisos para la construcción y
conservación de las vías nacionales se deben obtener, no mediante el recaudo
por peajes, sino con los impuestos generales, además del que recae sobre la
circulación o rodamiento de automotores. Varias veces, durante el conflicto de
Puerto Colombia, se escuchó sugerir que se les cobrara directamente, sin
necesidad de peaje, un tributo o contribución especial a las empresas dueñas
de vehículos pesados que transitan permanentemente por la autopista y que
son los que más la deterioran. De ese modo se habrían podido evitar los
trágicos sucesos del 17 de noviembre.

Para las personas que no viven o no laboran en Puerto Colombia, sino que van
allá ocasional o periódicamente, resulta cómodo aceptar que se pague el peaje
con el fin de mantener la vía en magnífico estado, debidamente señalizada y
dotada de diversas excelencias. Pero quienes conocemos de cerca la
verdadera situación socioeconómica de la mayoría de las familias que habitan
allí, sabemos lo gravoso que en este aspecto resultaría para ellas el funesto
peaje de Los Papiros. Sabemos, por ejemplo, que son muchos los niños que,
por pertenecer a hogares demasiado pobres, suelen asistir a la escuela sin
desayuno, pues sus padres perciben ingresos sumamente exiguos.

Para estas familias, la situación empeoró a raíz del peaje, por cuanto éste,
además de disminuir las posibilidades de ingresos provenientes del turismo
popular, encareció la tarifa de transporte de Puerto Colombia a Barranquilla y
viceversa, pues a nadie se le escapa que los transportadores de pasajeros, al
momento de discutir cada año con el gobierno las tarifas, sacan a colación la
existencia del peaje.

Todo indica que la tendencia político-administrativa que se impone hoy por hoy,
para bien o para mal, es la descentralización. Aquí en Colombia se viene
aplicando desde hace tiempo en diversos aspectos. Se han entregado a los
departamentos y a los municipios ciertas competencias que antes
correspondían al Estado central. Siendo así, no se entiende entonces la actitud
del Ministro de Transporte de imponer por la fuerza una decisión de orden
nacional por encima de la voluntad y las necesidades locales, como es el caso
del peaje de Puerto Colombia, dando con ello la impresión de ir en contravía de
la política general del gobierno.

Pero, después de todo, no debería extrañar demasiado a nadie la actitud y el
proceder del ministro Juan Gómez Martínez, quien desde tiempo atrás ha
venido dando la sensación de profesar un pragmatismo irrazonable y
deshumano, como se desprende de su voluntad expresa de que se construya a
través del Tapón del Darién el tramo restante de la Carretera Panamericana,
sin importarle la suerte de los indígenas que habitan esa zona, como los cunas,
los katíos y otros, ni el daño que sufriría la incomparable biodiversidad allí
existente, en vez de aceptar la propuesta de una vía costanera que bordee el
golfo de Urabá y que, aunque más larga, no afecte en absoluto el Tapón del
Darién.

Apologista en extremo del progreso material, el señor Juan Gómez Martínez no
para mientes en ningún tipo de consideraciones humanísticas ni nada por el
estilo cuando de adelantar obras infraestructurales se trata. Esto lo ha
demostrado, de manera palmaria e inequívoca, en el caso del peaje de Puerto
Colombia, como todos lo pudimos apreciar.

En contra de esta clase de actitudes, vale la pena citar lo expresado por el
columnista antioqueño Alberto Restrepo G., a propósito de la inauguración del
metro de Medellín, refiriéndose a la “actitud silenciosa y evasiva de la dirigencia
colombiana” ante la denuncia de “graves delitos en la construcción del metro y
la inexplicable paralización de las investigaciones iniciadas”. Afirmó que esa
actitud “constituye una lastimosa prolongación de una de las lacras de la
sociedad colombiana: el silencio sobre los problemas éticos, en aras del éxito
material y económico”. Se planteó, además, las siguientes interrogaciones:
“¿Vale la pena construir la prosperidad material sobre el envilecimiento moral?
¿Las exigencias morales son apenas formalismos intrascendentes y
circunstanciales dentro del universo ético? ¿La funcionalidad es el criterio ético,
así en la realización de las obras se hayan vulnerado las exigencias éticas?
¿Reclamar sin condiciones la integridad intelectual, tecnológica, social y ética
de la acción humana, constituye moralismo anacrónico? ¿La sociedad
colombiana, a todos sus niveles, ha caído en un pragmatismo utilitarista?”. Y
concluye con una reflexión muy interesante y respetable: “La violencia
colombiana, antes que económica o política, es radicalmente ética: la ira
implacable que expresa la secular violencia subversiva en Colombia, no ha
nacido de que la gente sea pobre y tenga carencias, sino de la conciencia
popular del sucio enriquecimiento, tolerado y protegido, de tan pocos, a costa
de las contribuciones y de la degradante miseria de tantos” (El Colombiano, 8
de diciembre de 1995, pág. 5A).

No es de extrañar, decíamos, pues, la actitud del ministro Gómez Martínez
frente al problema de Puerto Colombia, dada su condición de funcionario
pragmático y positivista. Pero lo que sí es sorprendente y paradójico es que el
presidente Ernesto Samper, en quien se presume una vocación humanista o,
por lo menos, humanitarista, a juzgar por su agradable consigna “el tiempo de
la gente”, hubiese también asumido una actitud parecida a la del Ministro ante
el movimiento antipeaje del pueblo porteño. De ahí que el Instituto Nacional de
Vías hubiera optado por “ponérsela difícil” a las autoridades departamentales y
distritales cuando éstas manifestaron su sana voluntad de hacerse cargo del
mantenimiento y conservación del trayecto vial entre Barranquilla y Puerto
Colombia.

Cabe anotar, para finalizar, que, si el manejo que se le dio a la crisis de Puerto
por parte de las autoridades nacionales, plagado de insinceridad,
incumplimiento, artilugios y falta de información, es el mismo que se le da al
Estado colombiano, ello vendría a explicar el alto grado de escepticismo,
desconfianza y poca credibilidad del pueblo colombiano en la dirigencia del
país, cosa que se refleja en el elevado índice de abstencionismo que se
registra en las distintas justas electorales. El conflicto de Puerto Colombia
habría venido a poner, así, al descubierto la manera cómo el gobierno central
decide manejar los problemas y situaciones de la población: aplicando, al
parecer, aquella vieja ley, muy famosa y conocida por todos: la del embudo.

                                                                Barranquilla, 1996

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Peaje Los Papiros perjudicó a Puerto Colombia

  • 1. CONSIDERACIONES FINALES SOBRE EL PEAJE DE LOS PAPIROS Por Lácides Martínez Ávila La situación generada en el municipio de Puerto Colombia a raíz de la ubicación del peaje de Los Papiros, fue el resultado de la imposición centralista de una política de carácter nacional sin tener en cuenta, para nada, las condiciones y necesidades locales. Lo mínimo que se puede esperar del gobierno central, cuando éste decide adoptar una medida o mecanismo de carácter nacional, es que lo haga con criterio y discernimiento, de manera tal que pueda caer en la cuenta de los posibles perjuicios ocasionados a las comunidades locales. En el caso concreto del peaje de Los Papiros, todo parece indicar que el único criterio tenido en cuenta fue el beneficio económico del consorcio Vía al Mar, y no así el de las necesidades de la gente de Puerto Colombia. En medio del conflicto se oyó al Ministro de Transporte esgrimir con frecuencia un argumento que se nos antoja absurdo y falaz. Sostuvo que, si se quitaba el peaje de Los Papiros, se desmoronaría todo el sistema de concesión vial, cosa que en realidad no tenía por qué ser así, dado que, si existían razones justas y valederas, como en efecto las había, para quitar de allí dicha caseta de peaje, el pueblo colombiano hubiera sabido entender tales razones tan pronto se las hubieran explicado con claridad, teniendo en cuenta que lo que estaba en juego en Puerto Colombia era el modo de obtener el sustento los habitantes de ese municipio. El citado argumento del Ministro se puede comparar con el supuesto hecho de que la autoridad capture a varios sospechosos de cometer un delito, y que luego, a pesar de establecer que uno de ellos no tuvo nada que ver con el asunto, diga que no lo puede dejar en libertad porque tendría que hacerlo también con los demás. Semejante proceder revelaría una deficiente capacidad de investigación, análisis y discernimiento en la autoridad correspondiente, y fue precisamente esto lo que hizo pensar el susodicho argumento del Ministro de Transporte, al menos para este caso. La situación de Puerto Colombia es distinta a la de la mayoría de los municipios del país y del departamento, toda vez que se trata de una localidad que en la práctica es como un barrio de Barranquilla, pues la casi totalidad de los habitantes que trabajan como empleados lo hace en la capital, y, a la inversa, hay numerosas personas que residen en Barranquilla y laboran en Puerto Colombia, como es el Caso de varios profesores y de trabajadores de empresas que funcionan en jurisdicción de aquel municipio. Asimismo, son muchos los estudiantes de secundaria que residen en Puerto Colombia y están matriculados en colegios de Barranquilla, para no hablar de los universitarios, cuyos gastos de locomoción se han incrementado desproporcionadamente con el peaje, bien porque utilizan carro propio, o bien porque en ocasiones se ven en la necesidad de coger taxi para regresar a sus hogares en horas de la
  • 2. noche. Otra perjudicial situación es la que padecen los padres de los numerosos alumnos de aquellos colegios que, como el Inphu, el Acolsure, el San Francisco y el Gimnasio Altamar, entre otros, se encuentran localizados después del peaje, yendo de Barranquilla hacia Puerto Colombia. Tampoco se tuvo en cuenta por parte del gobierno nacional, al decidir la ubicación del peaje, el hecho inobjetable, aunque generalmente desconocido por quienes no viven o no laboran en Puerto Colombia, de que la mayor parte de las familias porteñas de escasos recursos, que son casi todas, deriva su sustento de la actividad turística de ese municipio. En efecto, los caseteros, los expendedores de comida, los vendedores de fritos, helados, refrescos y otros comestibles o artículos diversos, aprovechan la afluencia de turistas a las playas para devengar de allí su manutención. Estos turistas son, por lo general, gentes de los estratos más populares de la comunidad barranquillera, cuya capacidad económica no les permite visitar otros balnearios, ya porque éstos impliquen mayores gastos, ya porque sean para uso exclusivo de determinados socios o propietarios. El peaje, sin duda, disminuyó la afluencia de estos bañistas y, por ende, los ingresos de la gente de Puerto Colombia, en términos generales. Desde cuando se conoció que el número de peajes en las carreteras del país sería aumentado en virtud del plan de concesión vial, se hicieron algunos cuestionamientos y se plantearon alternativas por parte de estamentos respetables y autorizados, como fue el caso de Asotrans, que manifestó su preocupación y la de todo el sector del transporte ante la escalada de costos que podría generar una política inadecuada de peajes, debido a la falta de coherencia entre las autoridades nacionales y las regionales. Sostuvo que el incremento de peajes conllevaría a un incremento en los costos de operación y en las tarifas de los mismos. Y planteó, desde la administración del ministro Gaviria Gutiérrez, la alternativa de suprimir la red de peajes y, en su reemplazo, adicionar una determinada cantidad al precio por galón de combustible, con destino al mantenimiento y ampliación de la red vial nacional, departamental y urbana para la totalidad del parque rodante en Colombia. Esta propuesta, al parecer, no encontró el menor eco en el gobierno nacional. Si hay algo que no admite la menor duda es que la lucha que libró el pueblo porteño no estuvo, en ningún momento, dirigida contra el sistema de concesión vial, sino que fue el resultado natural del instinto por la supervivencia. Nadie le discutió al Ministro de Transporte las bondades o ventajas que podía tener el mencionado sistema. El pueblo supo entender que, si no existía en el país otra fórmula para mejorar y conservar las carreteras, bien porque se careciera de los recursos suficientes, o bien porque no existiera una verdadera voluntad gubernamental para evitar que así fuese, pues no se podía hacer nada. Pero una cosa sí es y debe quedar clara: el sistema de los peajes y aun el de las concesiones viales no eran, ni mucho menos, algo novedoso ni moderno, como lo pretendían presentar algunos de sus apologistas. Peaje es todo derecho percibido por el paso de un camino, puente o canal, tanto por las personas, como por lo animales, los vehículos o las mercancías. Los peajes fueron aplicados, desde la antigüedad, en Grecia y Roma. En la
  • 3. Edad Media los reyes los concedieron como recursos o rentas a diferentes entidades. Se multiplicaron durante el feudalismo, y en el siglo XIII se reglamentaron en ciertos países, como en Francia, donde se exigió, para su establecimiento, la aprobación del rey, debiendo el concesionario asegurar la buena conservación de los caminos y responder por los robos y muertes cometidos en éstos durante el día. En España, durante el reinado de Alfonso X, se otorgaron numerosas concesiones, así como también se concedieron a ciertos pueblos privilegios de exención de pago por el uso de los caminos reales. Tan grande llegó a ser el número de concesiones de estos arbitrios a los particulares y corporaciones, que no se podía dar un paso sin tropezar con ellos, dificultándose mucho el comercio y la libre comunicación, razón por la cual Enrique IV revocó muchas concesiones. Finalmente, en 1881, fueron suprimidos casi todos los peajes que existían en España, por los múltiples inconvenientes que solían acarrear. Aunque teóricamente sea valedera la base sobre la cual se fundamentan los peajes, esto es, la idea de que es natural que la construcción y mantenimiento de las vías sean pagadas por los que las usen, es inobjetable que ellos tienen numerosos inconvenientes que no hacen deseable su implantación, sobre todo en vías de rápida y profusa circulación, debido a que ésta se dificulta por las continuas detenciones, y hay que tener en cuenta que el actual grado de desarrollo comercial e industrial, y la rapidez de las comunicaciones, no toleran la acumulación de retardos y dificultades como los que implica el establecimiento de peajes en áreas urbanas o metropolitanas. Por otra parte, como los rendimientos que se obtienen de los peajes no se invierten todos en el mantenimiento de la carretera, máxime si ésta ha sido entregada en concesión a particulares, cada día los dineros destinados a tal fin van resultando insuficientes y se van incrementando los costos. Esto da origen a que las tarifas de peaje tengan que ser aumentadas, con frecuencia, mucho más rápido de lo que el bolsillo de los usuarios admitiría sin resentirse. Lo anterior nos indica que lo que el futuro y el progreso de la sociedad actual exige en lo que respecta a los peajes, no es que éstos permanezcan, ni mucho menos que se multipliquen, sino que, por el contrario, se eliminen, tal como en su momento --ya quedó dicho-- lo sugirió la Asociación Nacional de Transportadores. Y habría que agregar que la tendencia, hoy generalmente admitida, es la de considerar las vías de comunicación como medios de carácter nacional que forman parte de la administración económica del país, asimilando el servicio de transporte a los verdaderos servicios públicos. En este orden de ideas, los ingresos precisos para la construcción y conservación de las vías nacionales se deben obtener, no mediante el recaudo por peajes, sino con los impuestos generales, además del que recae sobre la circulación o rodamiento de automotores. Varias veces, durante el conflicto de Puerto Colombia, se escuchó sugerir que se les cobrara directamente, sin necesidad de peaje, un tributo o contribución especial a las empresas dueñas de vehículos pesados que transitan permanentemente por la autopista y que
  • 4. son los que más la deterioran. De ese modo se habrían podido evitar los trágicos sucesos del 17 de noviembre. Para las personas que no viven o no laboran en Puerto Colombia, sino que van allá ocasional o periódicamente, resulta cómodo aceptar que se pague el peaje con el fin de mantener la vía en magnífico estado, debidamente señalizada y dotada de diversas excelencias. Pero quienes conocemos de cerca la verdadera situación socioeconómica de la mayoría de las familias que habitan allí, sabemos lo gravoso que en este aspecto resultaría para ellas el funesto peaje de Los Papiros. Sabemos, por ejemplo, que son muchos los niños que, por pertenecer a hogares demasiado pobres, suelen asistir a la escuela sin desayuno, pues sus padres perciben ingresos sumamente exiguos. Para estas familias, la situación empeoró a raíz del peaje, por cuanto éste, además de disminuir las posibilidades de ingresos provenientes del turismo popular, encareció la tarifa de transporte de Puerto Colombia a Barranquilla y viceversa, pues a nadie se le escapa que los transportadores de pasajeros, al momento de discutir cada año con el gobierno las tarifas, sacan a colación la existencia del peaje. Todo indica que la tendencia político-administrativa que se impone hoy por hoy, para bien o para mal, es la descentralización. Aquí en Colombia se viene aplicando desde hace tiempo en diversos aspectos. Se han entregado a los departamentos y a los municipios ciertas competencias que antes correspondían al Estado central. Siendo así, no se entiende entonces la actitud del Ministro de Transporte de imponer por la fuerza una decisión de orden nacional por encima de la voluntad y las necesidades locales, como es el caso del peaje de Puerto Colombia, dando con ello la impresión de ir en contravía de la política general del gobierno. Pero, después de todo, no debería extrañar demasiado a nadie la actitud y el proceder del ministro Juan Gómez Martínez, quien desde tiempo atrás ha venido dando la sensación de profesar un pragmatismo irrazonable y deshumano, como se desprende de su voluntad expresa de que se construya a través del Tapón del Darién el tramo restante de la Carretera Panamericana, sin importarle la suerte de los indígenas que habitan esa zona, como los cunas, los katíos y otros, ni el daño que sufriría la incomparable biodiversidad allí existente, en vez de aceptar la propuesta de una vía costanera que bordee el golfo de Urabá y que, aunque más larga, no afecte en absoluto el Tapón del Darién. Apologista en extremo del progreso material, el señor Juan Gómez Martínez no para mientes en ningún tipo de consideraciones humanísticas ni nada por el estilo cuando de adelantar obras infraestructurales se trata. Esto lo ha demostrado, de manera palmaria e inequívoca, en el caso del peaje de Puerto Colombia, como todos lo pudimos apreciar. En contra de esta clase de actitudes, vale la pena citar lo expresado por el columnista antioqueño Alberto Restrepo G., a propósito de la inauguración del metro de Medellín, refiriéndose a la “actitud silenciosa y evasiva de la dirigencia
  • 5. colombiana” ante la denuncia de “graves delitos en la construcción del metro y la inexplicable paralización de las investigaciones iniciadas”. Afirmó que esa actitud “constituye una lastimosa prolongación de una de las lacras de la sociedad colombiana: el silencio sobre los problemas éticos, en aras del éxito material y económico”. Se planteó, además, las siguientes interrogaciones: “¿Vale la pena construir la prosperidad material sobre el envilecimiento moral? ¿Las exigencias morales son apenas formalismos intrascendentes y circunstanciales dentro del universo ético? ¿La funcionalidad es el criterio ético, así en la realización de las obras se hayan vulnerado las exigencias éticas? ¿Reclamar sin condiciones la integridad intelectual, tecnológica, social y ética de la acción humana, constituye moralismo anacrónico? ¿La sociedad colombiana, a todos sus niveles, ha caído en un pragmatismo utilitarista?”. Y concluye con una reflexión muy interesante y respetable: “La violencia colombiana, antes que económica o política, es radicalmente ética: la ira implacable que expresa la secular violencia subversiva en Colombia, no ha nacido de que la gente sea pobre y tenga carencias, sino de la conciencia popular del sucio enriquecimiento, tolerado y protegido, de tan pocos, a costa de las contribuciones y de la degradante miseria de tantos” (El Colombiano, 8 de diciembre de 1995, pág. 5A). No es de extrañar, decíamos, pues, la actitud del ministro Gómez Martínez frente al problema de Puerto Colombia, dada su condición de funcionario pragmático y positivista. Pero lo que sí es sorprendente y paradójico es que el presidente Ernesto Samper, en quien se presume una vocación humanista o, por lo menos, humanitarista, a juzgar por su agradable consigna “el tiempo de la gente”, hubiese también asumido una actitud parecida a la del Ministro ante el movimiento antipeaje del pueblo porteño. De ahí que el Instituto Nacional de Vías hubiera optado por “ponérsela difícil” a las autoridades departamentales y distritales cuando éstas manifestaron su sana voluntad de hacerse cargo del mantenimiento y conservación del trayecto vial entre Barranquilla y Puerto Colombia. Cabe anotar, para finalizar, que, si el manejo que se le dio a la crisis de Puerto por parte de las autoridades nacionales, plagado de insinceridad, incumplimiento, artilugios y falta de información, es el mismo que se le da al Estado colombiano, ello vendría a explicar el alto grado de escepticismo, desconfianza y poca credibilidad del pueblo colombiano en la dirigencia del país, cosa que se refleja en el elevado índice de abstencionismo que se registra en las distintas justas electorales. El conflicto de Puerto Colombia habría venido a poner, así, al descubierto la manera cómo el gobierno central decide manejar los problemas y situaciones de la población: aplicando, al parecer, aquella vieja ley, muy famosa y conocida por todos: la del embudo. Barranquilla, 1996