Este documento discute la parábola del publicano y el fariseo del Evangelio. Señala que Jesús nos advierte contra el orgullo de la fe, el cual nos hace sentir superiores a otros. La humildad es el equilibrio virtuoso, ya que nos permite reconocer que somos pecadores pero también responsables por nuestros actos. Al igual que san Pablo, debemos esforzarnos al máximo entregándonos totalmente a Dios, quien nos recibirá a pesar de nuestros fallos.
cual es la realidad que existe entre las diversas religiones y cual es nuestro deber. which is the reality that exists between different religions and what is our duty
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Como crear una cultura Wesleyana en la realidad de hoyAllison Coventry
Cuatro partes claves para aliñar nuestra teología en el contexto de la vida hoy.
El base de una teologia que nos ancla y nos ayuda mantener nuestra fe.
Los sermones de Juan Wesley se encuentran: http://wesley.nnu.edu/espanol/
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Fuente: Emeric Amyot d'Inville, C.M. "Anunciar la Buena Nueva de la Salvación siguiendo las huellas de San Vicente", Vincentiana: Vol. 41: No. 4, Artículo 7.
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1. Ten compasión de este pecador
30º Domingo Ordinario – ciclo C
En la tradición de las iglesias ortodoxas hay una oración muy querida, llamada la
oración de Jesús, que los devotos repiten cientos, hasta miles de veces, en toda
situación. Les aporta paz y claridad interior, y no son pocos los santos que la
recomendaron. Son justamente las palabras que hoy escuchamos en el evangelio,
las que repite una y otra vez el publicano pecador, en la sinagoga: «Señor, ten piedad
de mí, que soy un pecador».
Un psicólogo moderno diría que esta frase es una especie de autoflagelación, apta
para destruir nuestra autoestima o para convertirnos en peleles, manipulables y
sometidos a una dictadura espiritual. Un moralista avanzado diría que no hay
pecado, sino error, y que la frase hoy resulta anticuada y fuera de lugar.
Pero está en el evangelio, y Jesús nos dice que, después de esta oración, aquel
hombre salió justificado, es decir, salvado. En cambio, el fariseo, que rezaba
satisfecho de sí mismo, con la autoestima bien alta, diríamos hoy, contento de ser
tan justo y ejemplar, ese no salió justificado. A los ojos de Dios, su plegaria no tuvo
ningún valor. Tampoco sus supuestas buenas obras.
¿Qué nos está queriendo decir Jesús? ¿Acaso no vale para nada esforzarnos en
cumplir los mandamientos, los preceptos, las leyes de buena ciudadanía? ¿De qué
sirve ser buenas personas, si Dios prefiere a ese pecador, codicioso, corrupto, lleno
de defectos y contradicciones? Para muchas personas esta lectura puede despertar
la indignación. Si nos sentimos incómodos, quizás deberíamos preguntarnos si no
somos un poco como ese fariseo tan creído de sí mismo.
Jesús nos está previniendo contra uno de los peores pecados: el orgullo de la fe. Es
ese sentimiento que nos hace sentirnos superiores a otros, más buenos, más justos,
más santos. Los cristianos corremos un alto riesgo de caer en él. Ante el mundo
somos honrados, nuestra conducta es intachable, nos esforzamos por ser
perfectos… Pero nuestro corazón se ha llenado de una negra mancha que somos
incapaces de ver: la soberbia. Si todo lo hacemos bien, si nos salva nuestra fe y
nuestras obras, ¿qué lugar hay para Dios? Estamos muy cerca de los humanistas
agnósticos o ateos de hoy: si el hombre ya es perfecto, capaz de conseguir todo lo
que se propone, con un potencial infinito a desarrollar, ¿de qué le sirve Dios? Ya no
lo necesita. Algunos señalan, incluso con ironía, que necesitamos menos oración y
más acción, menos amor y más justicia, menos religión y más ciencia.
2. No podemos caer en los extremos. Ni la fe sola, ni las obras solas, nos salvan. No es
bueno caer en un activismo: todo depende de nosotros, lo podemos todo. Cuando
actuamos así, quizás inconscientemente, ya no actuamos por amor, sino por
construir una buena imagen de nosotros mismos. Pero tampoco podemos caer en
un fideísmo: como Dios me salvará, no necesito hacer nada. Y dejamos de
esforzarnos.
Hay un equilibrio justo y virtuoso, que está en la humildad. La humildad me hace ser
realista y conocerme a mí mismo como soy: veo que soy pecador, que fallo, que
tengo debilidades, pero también veo que tengo fuerza y talentos: soy responsable
de mis actos, puedo levantarme y cambiar de vida. No me hincho viendo sólo lo
bueno en mí, ni me hundo viendo sólo lo malo. Pongo de mi parte todo mi esfuerzo,
como san Pablo, que se vuelca en la gran maratón de su vida. Pero descanso en
manos de Dios, porque él es mi fuerza. Es hermosa la frase que utiliza el apóstol:
«estoy a punto de ser derramado en libación». Es decir, ha derramado su vida, sin
reservarse nada, entregándose del todo. Cuando nos entregamos así, totalmente,
no importan nuestros fallos y defectos: Dios nos recibirá al otro lado, y nos entregará
una corona.