1. Agustín: sociedad
Agustín de Hipona es el primer pensador que se ocupo sistemáticamente de dar un
sentido a la historia universal, problema al que se enfrentará como cristiano. Dos son
los motivos. En primer lugar, el cristianismo concibe la historia como el escenario
donde Dios se manifiesta al hombre y donde tiene lugar el drama de la salvación, por
tanto, la historia humana es un todo dotado de un sentido unitario profundo. En
segundo lugar, la invasión del Imperio Romano (que se creía definitivo y eterno) por
diversos pueblos germanos y el saqueo de Roma en 410.
Agustín escribe La ciudad de Dios como una obra apologética contra los que
responsabilizaban a los cristianos de la caída de Roma. Para los griegos el mundo es
eterno y la historia cíclica, sin principio ni fin. Todos los cambios están regidos por la
necesidad de volver a repetirse, lo que es totalmente compatible con la estoica idea de
hado: todo ocurre con una necesidad inexorable, dependiendo del logos impersonal y
eterno y no de la voluntad humana. Para el cristianismo, el mundo es creado a partir
de la nada y la historia es lineal. En La ciudad de Dios, el autor sostiene una visión
completamente novedosa: hay un comienzo, la creación, y un final absoluto. La
historia es la constitución de la ciudad de Dios y su instauración definitiva al final de los
tiempos. Además, Agustín escribe neta y contundentemente contra el destino,
subrayando el valor del libre albedrio. Las acciones humanas son decisivas. Cada
momento histórico es nuevo, y la novedad depende de lo que los hombres amen, la
voluntad humana está requerida por la concupiscencia pero puede recuperar la
libertad por la gracia.
La perspectiva adoptada por Agustín para su análisis de la historia es moral: la historia
es la búsqueda de la felicidad.Puesto que la auténtica felicidad del hombre consiste en
el amor a Dios y la maldad consiste en alejarse de él para situar el objeto de felicidad
en bienes mutables, cabe considerar dos categorías de hombres: “aquellos que se
aman a sí mismos hasta el desprecio de Dios” y “aquellos que aman a Dios hasta el
desprecio de sí mismos”. Los primeros constituyen la ciudad terrena (en la que reina el
desorden porque su amor es desordenado) y los segundos, la ciudad de Dios (en la que
reina el orden).
La contraposición no impide su mutua influencia: las dos ciudades se hallan mezcladas
en cualquier sociedad a lo largo de la historia (no se identifican con el Estado y la
Iglesia), y la separación de los ciudadanos de una y otra no tiene lugar hasta el
momento final de aquella y el comienzo de la eternidad. Sin embargo, también afirma
que es imposible que el Estado sea realmente justo si su actuación no está informada
por los principios morales del cristianismo. Por lo tanto el Estado, como instrumento
esencial en los planes divinos sobre la historia humana, debe llevar hacia la ciudad
celestial. La paz es fin último de ambas ciudades. La ciudad terrena aspira a la paz que
coincide con el bienestar temporal, mientras que la ciudad celestial aspira a la paz
eterna que se obtiene después de la muerte. Pertenece al sentido de la historia del
mundo el hecho de que estas dos ciudades se contrapongan y luchen entre sí (lucha
entre los dos amores). Sin embargo, y ésta es la conclusión de San Agustín, cualquiera
que sea la historia de la humanidad, con sus alternancias de predominio del bien y del
mal, al final la "civitas terrena" perecerá y saldrá vencedora la "civitas Dei", en virtud
del amor a Dios, "pues el bien es inmortal y la victoria ha de ser de Dios".