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CONCUPISENCIA
En la teología cristiana, se llama concupiscencia (del latín concupiscentĭa, de cupere,
desear, reforzado con el prefijo con) a la propensión natural de los seres humanos a obrar el
mal, como consecuencia del pecado original.
La especial insistencia de la enseñanza moral cristiana en centrarse en las cuestiones de
conducta sexual, ha producido un cierto sesgo en el significado, dotándolo de ese
contenido, que se observa en expresiones como «miradas concupiscentes». Sin embargo, el
concepto es más general, y atañe a todas las dimensiones de la conducta. Según
el Diccionario de la lengua española (de la Real Academia Española) la concupiscencia es,
"en la moral católica, deseo de los bienes terrenos y, en especial, apetito desordenado de
placeres deshonestos".
CONCUPISCENCIA
Categoria:
Teología
Propiedad del contenido: Ediciones Rialp S.A.
Propiedad de esta edición digital: Canal Social. Montané Comunicación S.L.
Prohibida su copia y reproducción total o parcial por cualquier medio (electrónico,
informático, mecánico, fotocopia, etc.)
   1. Concepto. Etimológicamente, el término procede del vocablo latino concupiscere,
concupiscentia, que significa deseo o afán vehemente, intenso, por el cual una persona se
siente fuertemente atraída por algo. Al incorporal-se a la cultura cristiana, el término c. ha
adquirido un matiz religioso; por c. se entiende, principalmente, el afán de las cosas
terrenas, opuestas a las espirituales o divinas, aunque no rara vez su significado se reduzca
al deseo sensual (líbido) o a la ambición de acaparar bienes (avaricia).

    Su existencia es un hecho que pone de manifiesto la introspección más simple. Las
inclinaciones que contrarían el ideal de vida, las tendencias que repugnan contra lo que la
razón señala como más noble, esa fuerza animal que Platón denominaba epithimia y de
modo gráfico localizaba en el vientre; todas esas tensiones internas ponen al hombre frente
a frente con su c. Fenomenológicamente, la c. se muestra siempre como una fuerza
irracional, de honda raíz biológica, que desde el fondo misterioso y poco conocido de la
personalidad profunda, intenta subyugar las funciones y aspiraciones más elevadas del ser
humano. Se resiste a ser identificada con esta o aquella tendencia; unas veces se presenta
como una desmedida ambición de gloria y poder; otras, como un afán insaciable de
apoderarse de objetos o conocimientos; otras, en fin, como una búsqueda irrefrenable de
placeres o sensaciones nuevas.

    La c. surge en edad temprana y perdura hasta la vejez, desapareciendo sólo con la
muerte. A lo largo de la vida, aparece como un elemento de división, por no tener en cuenta
las exigencias de la totalidad de la persona. Busca su satisfacción, independientemente del
bien o mal que acarree. Como fuerza, puede ser fuente de desarrollo y progreso; como
impulso animal y ciego, más bien es causa de involución y fracaso, tanto en un plano
personal como social. En definitiva, la c. se muestra, pues, como una fuerza que es
necesario controlar de algún modo. Los antiguos propusieron dos soluciones diversas. La
escuela epicúrea (v. EPICÚREOS), coherente con su identificación de la bondad con el
placer, sostenía la necesidad de controlar la c. para evitar las consecuencias amargas y
dolorosas que reporta el desorden del apetito. Su ideal era la ataraxia, la ausencia de dolor o
inquietud. Para los estoicos (v.), el control de la c. no era suficiente; por ser un impulso
irracional, debía ser extirpado, anulado, hasta conseguir la apatheia, el estado ideal en que
no existirían ya inclinaciones o pasiones.

    Entre estos dos extremos se ha colocado la interpretación de la c. 5. Agustín, que a
veces prefiere utilizar el término libido, ora la definía como «apetito del alma por el que
preferimos cualesquiera bienes temporales a los bienes eternos» (De mendacio, e. 7),
subrayando el desorden subyacente a esa absurda preferencia; ora como «aquella ley de los
miembros insubordinados y que resiste a la ley de la mente» (De peccatooriginali, 1.2, c.
34), indicando que el desorden es interior a la persona, reside en su misma naturaleza, en
esa división profunda entre lo carnal y lo espiritual, lo animal y lo racional, que es
característica del humano vivir, y que tiene su raíz en el pecado de origen. Por eso, para 5.
Agustín la c. es una enfermedad (languor), una llaga (pulnus), que padecemos como
consecuencia del pecado original, convirtiéndose en causa de la propagación del mismo
pecado, ya que la c. intervendría siempre en la generación de los hijos. Es necesario curar
esa enfermedad, como proponen los estoicos, pero hay que renunciar a la idea de conseguir
la apatheia perfecta: la c. puede paliarse con la ayuda de la gracia de Cristo, pero no es
posible aniquilarla mientras nos hallemos revestidos de carne mortal. La vida cristiana ,es
una lucha continua contra la c. en la que podemos salir victoriosos merced a la gracia de
Dios, Los tres elementos señalados por 5. Agustín: apetición, carnalidad y desorden,
constituyen la esencia de la c., que puede definirse como «todo movimiento del apetito
sensible que contraría el orden de la razón».

    La doctrina agustiniana, aparte de cierta tendencia pesimista, ofrece algunos textos
sobre la relación entre c. y pecado, sobre todo en De nuptiis et concupiscentia, que no son
de fácil interpretación. Estos inconvenientes han sido obviados en la reformulación de 5.
Tomás. Para él, y desde un punto de vista psicológico, la c. se identifica con lo que dice
inclinación a otro, como, p. ej., el amor, aunque «hablando con propiedad, la
concupiscencia reside en el apetito sensitivo, y más concretamente, en la tendencia
concupiscible, de quien recibe el nombre» (Surn. Th. 1-2 q30 al). Por tanto, en sí misma, en
cuanto apetito, ni es buena ni mala, dependerá de su concordancia o no con la razón (Sum.
Th. 1-2 q24 al-2). Consecuente con este punto de vista, ya en un plano teológico, 5. Tomás
no ve la c., en cuanto inclinación, como una consecuencia del pecado original; la
consecuencia sería el desorden, que constituiría el elemento material del pecado de origen
(Sum. Th. 1-2 q82 a3; Q. de Malo q4 a2). De ahí que, teológicamente, el desorden
equivalga a la misma c. y, por tanto, 5. Tomás no vacile en darle un contenido más amplio
que el de la mesa apetencia desordenada de placer corporal. Así la identifica también con el
deseo incontrolado de bienes menos groseros, como el honor, la estimación ajena o la fama,
o los medios necesarios para adquirir esa gloria; en último término, con el orgullo, la
envidia, la avaricia. En cualquier caso, la c, tiene siempre su origen en el amor propio:
«Que alguien desee desordenadamente algún bien temporal, procede de que se ama a sí
mismo desordenadamente, puesto que amar a alguien es querer el bien para él» (Suin. Th.
1-2 q77 a5).

    El rasgo de desorden radical y casi irremediable que envuelve a la e. es algo
difícilmente explicable. La constitución cuerpo-alma de la personalidad humana
proporciona la posibilidad natural de un desorden interior; pero ni la Psicología, ni la
Antropología, ni la Filosofía de la Historia, a despecho del optimismo naturalista, pueden
dar razón acabada de un hecho tan absolutamente incongruente. La c. es un dato en buena
parte misterioso, que sólo puede hacerse inteligible con la luz de la fe. La c., como
inherente a la condición humana, trasciende el orden psicológico-moral y nos muestra su
sentido religioso.

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  • 1. CONCUPISENCIA En la teología cristiana, se llama concupiscencia (del latín concupiscentĭa, de cupere, desear, reforzado con el prefijo con) a la propensión natural de los seres humanos a obrar el mal, como consecuencia del pecado original. La especial insistencia de la enseñanza moral cristiana en centrarse en las cuestiones de conducta sexual, ha producido un cierto sesgo en el significado, dotándolo de ese contenido, que se observa en expresiones como «miradas concupiscentes». Sin embargo, el concepto es más general, y atañe a todas las dimensiones de la conducta. Según el Diccionario de la lengua española (de la Real Academia Española) la concupiscencia es, "en la moral católica, deseo de los bienes terrenos y, en especial, apetito desordenado de placeres deshonestos". CONCUPISCENCIA Categoria: Teología Propiedad del contenido: Ediciones Rialp S.A. Propiedad de esta edición digital: Canal Social. Montané Comunicación S.L. Prohibida su copia y reproducción total o parcial por cualquier medio (electrónico, informático, mecánico, fotocopia, etc.) 1. Concepto. Etimológicamente, el término procede del vocablo latino concupiscere, concupiscentia, que significa deseo o afán vehemente, intenso, por el cual una persona se siente fuertemente atraída por algo. Al incorporal-se a la cultura cristiana, el término c. ha adquirido un matiz religioso; por c. se entiende, principalmente, el afán de las cosas terrenas, opuestas a las espirituales o divinas, aunque no rara vez su significado se reduzca al deseo sensual (líbido) o a la ambición de acaparar bienes (avaricia). Su existencia es un hecho que pone de manifiesto la introspección más simple. Las inclinaciones que contrarían el ideal de vida, las tendencias que repugnan contra lo que la razón señala como más noble, esa fuerza animal que Platón denominaba epithimia y de modo gráfico localizaba en el vientre; todas esas tensiones internas ponen al hombre frente a frente con su c. Fenomenológicamente, la c. se muestra siempre como una fuerza irracional, de honda raíz biológica, que desde el fondo misterioso y poco conocido de la personalidad profunda, intenta subyugar las funciones y aspiraciones más elevadas del ser humano. Se resiste a ser identificada con esta o aquella tendencia; unas veces se presenta como una desmedida ambición de gloria y poder; otras, como un afán insaciable de apoderarse de objetos o conocimientos; otras, en fin, como una búsqueda irrefrenable de placeres o sensaciones nuevas. La c. surge en edad temprana y perdura hasta la vejez, desapareciendo sólo con la muerte. A lo largo de la vida, aparece como un elemento de división, por no tener en cuenta las exigencias de la totalidad de la persona. Busca su satisfacción, independientemente del bien o mal que acarree. Como fuerza, puede ser fuente de desarrollo y progreso; como impulso animal y ciego, más bien es causa de involución y fracaso, tanto en un plano personal como social. En definitiva, la c. se muestra, pues, como una fuerza que es necesario controlar de algún modo. Los antiguos propusieron dos soluciones diversas. La escuela epicúrea (v. EPICÚREOS), coherente con su identificación de la bondad con el placer, sostenía la necesidad de controlar la c. para evitar las consecuencias amargas y dolorosas que reporta el desorden del apetito. Su ideal era la ataraxia, la ausencia de dolor o
  • 2. inquietud. Para los estoicos (v.), el control de la c. no era suficiente; por ser un impulso irracional, debía ser extirpado, anulado, hasta conseguir la apatheia, el estado ideal en que no existirían ya inclinaciones o pasiones. Entre estos dos extremos se ha colocado la interpretación de la c. 5. Agustín, que a veces prefiere utilizar el término libido, ora la definía como «apetito del alma por el que preferimos cualesquiera bienes temporales a los bienes eternos» (De mendacio, e. 7), subrayando el desorden subyacente a esa absurda preferencia; ora como «aquella ley de los miembros insubordinados y que resiste a la ley de la mente» (De peccatooriginali, 1.2, c. 34), indicando que el desorden es interior a la persona, reside en su misma naturaleza, en esa división profunda entre lo carnal y lo espiritual, lo animal y lo racional, que es característica del humano vivir, y que tiene su raíz en el pecado de origen. Por eso, para 5. Agustín la c. es una enfermedad (languor), una llaga (pulnus), que padecemos como consecuencia del pecado original, convirtiéndose en causa de la propagación del mismo pecado, ya que la c. intervendría siempre en la generación de los hijos. Es necesario curar esa enfermedad, como proponen los estoicos, pero hay que renunciar a la idea de conseguir la apatheia perfecta: la c. puede paliarse con la ayuda de la gracia de Cristo, pero no es posible aniquilarla mientras nos hallemos revestidos de carne mortal. La vida cristiana ,es una lucha continua contra la c. en la que podemos salir victoriosos merced a la gracia de Dios, Los tres elementos señalados por 5. Agustín: apetición, carnalidad y desorden, constituyen la esencia de la c., que puede definirse como «todo movimiento del apetito sensible que contraría el orden de la razón». La doctrina agustiniana, aparte de cierta tendencia pesimista, ofrece algunos textos sobre la relación entre c. y pecado, sobre todo en De nuptiis et concupiscentia, que no son de fácil interpretación. Estos inconvenientes han sido obviados en la reformulación de 5. Tomás. Para él, y desde un punto de vista psicológico, la c. se identifica con lo que dice inclinación a otro, como, p. ej., el amor, aunque «hablando con propiedad, la concupiscencia reside en el apetito sensitivo, y más concretamente, en la tendencia concupiscible, de quien recibe el nombre» (Surn. Th. 1-2 q30 al). Por tanto, en sí misma, en cuanto apetito, ni es buena ni mala, dependerá de su concordancia o no con la razón (Sum. Th. 1-2 q24 al-2). Consecuente con este punto de vista, ya en un plano teológico, 5. Tomás no ve la c., en cuanto inclinación, como una consecuencia del pecado original; la consecuencia sería el desorden, que constituiría el elemento material del pecado de origen (Sum. Th. 1-2 q82 a3; Q. de Malo q4 a2). De ahí que, teológicamente, el desorden equivalga a la misma c. y, por tanto, 5. Tomás no vacile en darle un contenido más amplio que el de la mesa apetencia desordenada de placer corporal. Así la identifica también con el deseo incontrolado de bienes menos groseros, como el honor, la estimación ajena o la fama, o los medios necesarios para adquirir esa gloria; en último término, con el orgullo, la envidia, la avaricia. En cualquier caso, la c, tiene siempre su origen en el amor propio: «Que alguien desee desordenadamente algún bien temporal, procede de que se ama a sí mismo desordenadamente, puesto que amar a alguien es querer el bien para él» (Suin. Th. 1-2 q77 a5). El rasgo de desorden radical y casi irremediable que envuelve a la e. es algo difícilmente explicable. La constitución cuerpo-alma de la personalidad humana proporciona la posibilidad natural de un desorden interior; pero ni la Psicología, ni la
  • 3. Antropología, ni la Filosofía de la Historia, a despecho del optimismo naturalista, pueden dar razón acabada de un hecho tan absolutamente incongruente. La c. es un dato en buena parte misterioso, que sólo puede hacerse inteligible con la luz de la fe. La c., como inherente a la condición humana, trasciende el orden psicológico-moral y nos muestra su sentido religioso.