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EL CONTRATO SOCIAL (Resumen)
Jean Jacques Rousseau
LIBRO PRIMERO
CAPITULO UNO: Tema de este primer
libro
El hombre ha nacido libre, y en todas partes
se halla prisionero. Creyéndose dueño de los
demás no deja de ser aún más esclavo que
ellos.
El orden social es un derecho sagrado que
sirve de base a todos los demás. Sin embargo,
este derecho no tiene su origen en la
naturaleza; se funda sobre convenios. Hay
que saber, pues, cuáles son éstos.
CAPITULO VI: Del pacto social
Supongo a los hombres llegados a un estado
en el cual los obstáculos que perjudican a su
conservación en el estado natural dominan
por su resistencia a las fuerzas que cada
individuo puede emplear para permanecer en
tal estado. Este estado primitivo no puede ya
subsistir, y el género humano perecería si no
cambiase su manera de ser.
Los hombres no pueden engendrar nuevas
fuerzas, así no tienen otro medio para
conservarse que formar una suma de fuerzas,
la cual sólo puede nacer del concurso de
varios; pero siendo la fuerza y libertad de
cada hombre los primeros instrumentos de su
conservación, ¿cómo podrá alistarlas sin
perjudicarse, sin descuidar los cuidados que
él se debe?
Encontrar una forma de asociación que
defienda y proteja con toda la fuerza común a
la persona y bienes de cada asociado, y por la
que cada cual, uniéndose a todos, no
obedezca, sin embrago, más que a sí mismo y
permanezca tan libre como anteriormente,
Tal es el problema fundamental al cual da
solución el Contrato Social.
Las cláusulas de este Contrato están
determinadas por la naturaleza del acto, de tal
manera que la menor modificación las hace
vanas y de ningún efecto; de suerte que,
aunque no hayan sido nunca formalmente
enunciadas, son las mismas para todos y por
todos tácitamente admitidas y reconocidas,
hasta que, violado el pacto social, cada uno
recobra sus primeros derechos y su libertad
natural, perdiendo la libertad convencional
por la cual renunció a aquélla.
Estas cláusulas, bien entendidas, se reducen a
una sola: a la enajenación completa de cada
asociado, con todos sus derechos, a la
comunidad entera, ya que, dándose
íntegramente cada uno, la condición es igual
para todos, y, siendo igual para todos, nadie
tiene interés en hacerla onerosa a los otros.
Efectuándose la enajenación sin reservas, la
unión es tan perfecta como puede ser, y
ningún asociado tiene ya nada que reclamar,
puesto que, si resta algunos derechos a los
particulares, como no habría ningún superior
común que pueda pronunciarse entre ellos y
el público, siendo en este punto cada cual su
propio juez, pretendería en el acto serlo en
todo. El estado natural substituía, y la
asociación devendría necesariamente tiránica
o vana.
Dándose cada uno a todos, no se da a nadie;
se gana el equivalente de todo lo que se
pierde y mayor fuerza para conservarse de la
que se tiene.
Si se elimina del pacto social lo que no
constituye su esencia, encontraremos que se
reduce a los términos siguientes:
. Cada uno de nosotros pone en común su
persona y toda su potencia bajo la suprema
dirección de la voluntad general, y recibimos
a cada miembro como parte indivisible del
todo. Inmediatamente este acto de asociación
produce un cuerpo moral y colectivo,
compuesto de tantos miembros como votos
tiene la asamblea, la cual, por este mismo
acto, recibe su unidad, suyo común, su vida y
su voluntad. Esta persona pública, tomaba
antiguamente el nombre de ciudad, y ahora el
de república o cuerpo político, denominado
por sus miembros estado cuando es pasivo,
soberano cuando activo, poder
comparándolo con sus semejantes. Respecto a
los asociados, toman colectivamente el
nombre de pueblo, llamándose
particularmente ciudadanos, como
participantes de la autoridad soberana, y
súbditos, como sometidos a las leyes del
estado.
CAPÍTULO VII: DEL SOBERANO
El acto de asociación contiene un
compromiso recíproco, consigo mismo se
encuentra comprometido en un doble aspecto:
como miembro del soberano hacia los
particulares, y como miembro del estado
hacia el soberano.
La deliberación pública, que puede obligar a
todos los súbditos hacia el soberano a causa
de las dos diferentes relaciones bajo las
cuales cada uno es considerado, no puede, por
la razón contraría, obligar al soberano hacia sí
mismo. Lo cual no significa que este cuerpo
no pueda perfectamente comprometerse hacia
otro en aquello que no derogue en nada este
contrato. No teniendo su razón de ser el
cuerpo político o el soberano más que en la
santidad del Contrato, no puede nunca
comprometerse hacia otro en nada que
derogue este acto primitivo, ni hipotecar una
parte de sí mismo o someterla a otro
soberano. Violar el acto por el cual tiene su
existencia sería destruirse. No se puede
ofender a uno de sus miembros sin atacar al
cuerpo; más aun, ofender a éste sin que los
miembros se resientan.
El deber y el interés obligan igualmente a las
dos partes contratantes a ayudarse
mutuamente, y los mismos hombres deben
procurar reunir bajo este doble aspecto todas
las ventajas consiguientes.
No hallándose integrado el soberano más que
por los particulares que lo componen, no
tiene ni puede tener interés contrario al suyo,
y, por lo tanto, el Poder soberano no tiene
necesidad de garantía hacia los súbditos, ya
que es imposible que el cuerpo quiera
perjudicar a todos sus miembros.
No sucede lo mismo con los súbditos respecto
al soberano, el cual, a pesar del interés
común, no puede responder los compromisos
contraídos por aquéllos si no encuentra
medios de asegurarse su fidelidad.
Para que el pacto social no sea, por lo tanto,
una fórmula vana, contiene tácitamente este
compromiso, el único que puede dar la fuerza
a los demás: quien se niegue a acatar la
voluntad general será obligado por todo el
cuerpo, lo cual no significa otra cosa sino que
se le obligará a ser libre, puesto que tal es la
condición que dándose cada ciudadano a la
patria le asegura de toda dependencia
personal, condición que forma el artífico del
funcionamiento de la máquina política y
única que hace legítimos los compromisos
civiles, los cuales, sin esto, serían absurdos,
tiránicos y sujetos a los más enormes abusos.
CAPITIULO VIII: Del estado civil
Este tránsito del estado natural al civil
produce en el hombre un cambio muy
notable, sustituyendo en su conducta la
justicia al instinto y dando a sus acciones la
moral de que carecían anteriormente. El
hombre, que hasta entonces no había pensado
más que en sí mismo, se ve obligado a
proceder con arreglo a otros principios y a
consultar a su razón antes de atender a sus
inclinaciones. Lo que el hombre pierde por el
Contrato Social es la libertad natural y un
derecho ilimitado a todo lo que el atrae y
pude obtener; lo que gana es la libertad civil y
la propiedad de todo lo que posee. La libertad
natural, cuyos únicos límites son las fuerzas
del individuo, de la libertad civil, que se halla
limitada por la libertad general, y la posesión,
que no es sino el producto de la fuerza o el
derecho del primer ocupante, de la propiedad,
que no puede ser fundada más que sobre un
título positivo. - El impulso exclusivo de su
apetito es la esclavitud y la obediencia a la
ley prescripta es la libertad.
LIBRO SEGUNDO
CAPÍTULO I: La soberanía es inalienable
Sólo la voluntad general puede dirigir las
fuerzas del estado con arreglo a la finalidad
de su institución, que es el bien común, pues
si la oposición de intereses particulares hizo
necesario el establecimiento de las
sociedades, es también la coincidencia de
estos intereses la que lo hizo posible, y si no
existiera algún punto de coincidencia entre
todos los intereses sería imposible la
existencia de cualquier sociedad. Es
únicamente sobre la base de este interés
común como debe gobernarse la sociedad.
La soberanía no es otra cosa más que el
ejercicio de la voluntad general, por ello no
puede ser enajenada, y el soberano, ser
colectivo y nada más, sólo puede ser
representado por sí mimo. El poder puede
transmitirse perfectamente, pero no la
voluntad.
Es imposible que tal acuerdo sea durable y
constante, ya que la voluntad particular, por
su naturaleza propia, tiende a las preferencias,
y la voluntad general a la igualdad. Es más
imposible todavía poseer una garantía de este
acuerdo, aun en el caso de que é deba existir.
En el instante mismo en que surge un dueño,
ya no hay soberano, y desde ese momento el
cuerpo político se ha destruido.
No significa esto que las órdenes de los jefes
no puedan aparecer como expresión de la
voluntad general mientras el soberano, con
libertad para oponerse, no lo haga. En tal
caso, el silencio universal debe interpretarse
como el consentimiento del pueblo.
CAPÍTULO II: Que la soberanía es
indivisible
Por igual razón que la soberanía es
inalienable, es también indivisible, pues la
voluntad es general o no lo es, corresponde al
conjunto del pueblo o solamente a una parte.
En el primer caso, esta voluntad declarada es
un acto de soberanía y constituye ley; en el
segundo no es sino una voluntad particular o
un acto de magistratura; es, por tanto, a lo
sumo, un decreto.
Nuestros políticos, no pudiendo dividir la
soberanía en su principio, la dividen en su
objeto; la dividen en fuerza y voluntad, en
potencia legislativa y ejecutiva, en derechos
fiscales, de justicia y guerra, administración
interior y en capacidad para tratar con el
extranjero, confundiendo unas veces estar
partes y separándolas otras. Hacen del
soberano un ser imaginario, formado por
piezas distintas y diferentes, algo así como si
compusieran un hombre con diversos
cuerpos.
Proviene este error de no tener nociones
exactas de la autoridad soberana y de haber
considerado como partes de esta autoridad lo
que son sólo emanaciones de ella. Por ej., se
han considerado los actos de declaración de
guerra y la firma de la paz como actos de
soberanía, sin serlo, pues cada uno de ellos no
es una ley, sino tan sólo la aplicación de ella.
Cuantas veces se cree ver dividida la
soberanía no engañamos, que aquellos
derechos tomados como parte de esta
soberanía le están subordinados y suponen
siempre voluntades supremas, de las cuales
estos derechos no dan más que la ejecución.
CAPÍTULO III: Si la voluntad puede
equivocarse
La voluntad general es siempre recta y tiende
a la utilidad pública, lo cual no significas que
las deliberaciones del pueblo posean la
misma rectitud.
Existe frecuentemente bastante diferencia
entre la voluntad de todos y la voluntad
general, entre aquella que no mira más que el
interés común y la que atiende al interés
privado y no es otra cosa que una suma de
voluntades particulares; más alejada de etas
mismas voluntades aquello, poco o mucho,
que las destruye mutuamente y queda la
voluntad general como suma de las
diferencias.
Importa, pues, para enunciar bien el concepto
de voluntad general, que no haya sociedad
parcial en el estado, y que cada ciudadano
sólo opine con arreglo a su propio criterio. Si
existen sociedades parciales hay que
multiplicar el número y prevenir la
desigualdad.
CAPITULO IV: De los límites del poder
soberano
Así como la naturaleza da a cada hombre un
poder absoluto sobre todos sus miembros, el
pacto social da al cuerpo político un poder
absoluto sobre todos los suyos, y es este
poder, dirigido por la voluntad general, como
he dicho, el que lleva el nombre de
soberanía.
Debemos considerar, además de la persona
pública, las personas privadas que la
componen, y cuya vida y libertad son
naturalmente independientes de aquélla.
Conviene que cuanto se enajene por el pacto
social de su potencia, bienes y libertad no
sobrepase la medida de lo que a la comunidad
importa para su uso, siendo también
conveniente que se considere al soberano
como al único juez capaz de decidir sobre
esto.
Cuantos servicios pueda un ciudadano rendir
al estado debe hacerlo inmediatamente que el
soberano los reclame; pero éste, a su vez, no
puede hacer recaer sobre los súbditos ninguna
carga inútil a la comunidad.
Los compromisos que nos ligan al cuerpo
social son obligatorios solamente porque son
mutuos y de tal naturaleza que cumpliéndolos
no se puede trabajar por otro sin trabajar al
mismo tiempo por uno mismo. La voluntad
general, para ser verdaderamente tal, debe
serlo en su objeto y esencia; debe partir de
todos para aplicarse a todos, y pierde su
rectitud natural cuando tiende a algún objeto
individual y determinado, porque juzgando de
lo que nos es extraño carecemos de un
verdadero principio de equidad que nos
conduzca.
De la misma manera que una voluntad
particular no puede representar a la voluntad
general, ésta, a su vez, cambia de naturaleza
proponiéndose un objetivo particular y no
puede pronunciarse como voluntad general
sobre un hombre ni sobre un hecho. En esta
institución cada cual se somete
necesariamente a las condiciones que impone
a los otros.
Por cualquier lado que se analice el principio
se llega siempre a la misma conclusión, o sea
que el pacto social establece entre los
ciudadanos tal igualdad que todos se
comprometen en las mismas condiciones y
deben gozar de los mismos derechos. Así que,
por la naturaleza del pacto, todo acto de
soberanía, es decir, todo acto auténtico de la
voluntad general, obliga o favorece por igual
a la totalidad de los ciudadanos. No es un
convenio del superior con el inferior sino del
conjunto con cada uno de sus miembros;
convención legítima por tener por base el
contrato social; equitativa, por ser común a
todos; útil, porque no tiene otro objeto que el
bien general, y sólida, por estar garantizada
por la fuerza pública y el poder supremos.
Se ve, pues, que el poder soberano, aun
siendo absoluto, sagrado e inviolable, no
excede ni puede exceder los límites de las
convenciones generales.
CAPITULO V: Del derecho de vida y de
muerte
La finalidad del Contrato Social es la
conservación de los contratantes. Quien
quiere el fin acepta también los medios, y
éstos son inseparables de algunos peligros,
incluso de algunas pérdidas. Aquel que
pretende conservar su vida a expensas de los
otros debe también darla por éstos cuando la
necesitan.
Todo malhecho, al atacar el derecho social, se
transforma en rebelde y traidor a la patria, y
con la violación de sus leyes deja de ser un
miembro de ella, e incluso le hace la guerra.
Desde este momento la conservación del
estado es incompatible con la suya, siendo
necesario que uno de los dos perezca. El
proceso y el juicio son el testimonio de que
rompió el contrato social, cesando de ser
miembro del estado. Habiéndose antes
reconocido como tal, al menos para su
permanencia, debe ser separado por el
destierro como infractor del pacto o por la
muerte como enemigo público.
Respecto al derecho de perdonar o eximir al
culpable de la pena impuesta por la ley y
pronunciada por el juez, sólo corresponde
hacerlo a quien está por encima del juez y de
la ley, al soberano. En un estado bien
gobernado hay pocas penas, no porque se
otorgan muchos perdones, sino por existir
pocos criminales. Sólo el decaimiento del
estado asegura la impunidad a multitud de
crímenes.
CAPITULO VI: De la ley
Toda justicia proviene de Dios, siendo él su
única fuente; mas si supiéramos recibirla de
tan alto no tendríamos necesidad ni de
gobiernos ni de leyes. Existe indudablemente
una justicia universal, emanada de la razón;
mas para ser admitida entre nosotros ha de ser
recíproca. Son necesarias, por lo tanto,
convenciones y leyes que armonicen los
derechos con los deberes y reduzcan la
justicia a su finalidad.
Cuando la totalidad del pueblo legisla para sí
sólo se considera a sí mismo, y si entonces se
establece una relación es la del objeto entero
considerado desde los puntos de vista
distintos, sin ninguna división del todo. En
este caso, el procedimiento legislativo es tan
general como la voluntad legisladora. A este
acto se le denomina ley.
Cuando afirmo que el objeto de las leyes es
siempre general, me refiero a que éstas
consideran a los sujetos en su res material, y a
las acciones en abstracto, y en ningún caso a
un hombre como individuo y a una acción
como particular. De esta manera la ley puede
muy bien decretar la existencia de privilegios,
pero no atribuírselos a nadie. Toda función
relativa a un objeto individual no corresponde
al poder legislativo.
No hay necesidad de preguntar a quién
corresponde hacer las leyes, ya que son actos
de la voluntad general; ni si el príncipe es
superior a las leyes, siendo, como es,
miembro del estado; ni si la ley puede ser
injusta, pues nadie puede serlo consigo
mismo; ni cómo siendo libre se está sometido
a las leyes, ay que ésta no son sino expresión
de nuestra voluntad.
Vemos también que la ley armoniza la
universalidad de la voluntad y la del objeto,
y, por lo tanto, lo que un hombre, sea el que
fuere, ordena por su cuenta no es una ley, es
un decreto solamente; no un acto de
soberanía, sino de magistratura.
Llamo, pues, república a todo estado regido
por leyes, sea cual fuere su forma de
administración, pues sólo entonces gobierna
el interés público y la cosa pública tiene
alguna significación.
Las leyes no son en realidad sino las
condiciones de asociación civil. El pueblo
sometido a las leyes debe ser el autor, sólo a
los que se asocian compete reglamentar las
condiciones de la sociedad.
LIBRO TERCERO
CAPÍTULO I: Del gobierno en general
Toda acción libre tiene dos causas: una
moral, la voluntad que determina el acto; otra
física, la potencia que lo ejecuta. Cuando me
dirijo hacia un objeto se necesita en primer
lugar que quiera hacerlo; después, que mis
pies me conduzcan.
Las corporaciones políticas tienen los mismos
móviles, distinguiéndose en ellas de la misma
manera la fuerza y la voluntad, ésta bajo el
nombre de poder legislativo y aquélla con el
de poder ejecutivo.
El poder legislativo pertenece al pueblo,
mientras que el poder ejecutivo no puede
pertenecer a la generalidad, ya que el mismo
consiste en actos particulares, que no son de
incumbencia de la ley, ni, por consecuencia,
del soberano, cuyos actos no pueden ser más
que leyes.
Necesita, por lo tanto, la fuerza pública un
agente adecuado que la reúna y ponga en
marcha según la voluntad general, que sirva
de relación entre el estado y el soberano, que
realice de cierta manera en la persona pública
la función que hace en el hombre la unión del
cuerpo con el alma. He aquí cuál es en el
estado la razón de gobierno, confundido
indebidamente con el soberano, del cual no es
más que el ministro.
¿Qué es un gobierno? Un cuerpo
intermediario establecido entre los súbditos y
el soberano para su correspondencia mutua,
encargado de la ejecución de las leyes y del
mantenimiento de la libertad, tanto civil como
política.
Los miembros de este cuerpo llevan el
nombre de magistrados o reyes, es decir,
gobernantes, y el cuerpo entero, el de
príncipe.
Llamo gobierno o administración suprema al
ejercicio legítimo del poder ejecutivo, y
príncipe o magistrado al hombre o cuerpo
encargado de esta administración.
El gobierno recibe del soberano las órdenes
que da al pueblo, y para que el equilibrio del
estado sea perfecto es necesario que exista
igualdad entre el producto o poder del
gobierno, considerado en sí mismo, y el
producto o potencia de los ciudadanos, que
son soberanos de una parte y súbditos de otra.
Es imposible alterar ninguno de estos tres
términos sin deshacer al instante la
proporción. Finalmente, no existiendo más
que una media proporcional entre cada
relación, no hay ya más que un buen gobierno
posible en un estado. Pero como mil
acontecimientos pueden cambiar las
relaciones de un pueblo, no sólo diferentes
gobiernos pueden ser buenos para diversos
pueblos, sino para el mismo pueblo en
distintas épocas.
Cuanto menos unidas están las voluntades
particulares a la voluntad general, o sea, las
costumbres a las leyes, más debe aumentar la
fuerza represiva. Por eso el gobierno, para ser
bueno, debe ser relativamente más fuerte a
medida que el pueblo es más numeroso.
De esta doble relación se deduce que la
proporción continua entre el soberano, el
príncipe y el pueblo no es una idea arbitraria,
sino una consecuencia necesaria de la
naturaleza del cuerpo político. Es necesario
comprender que si no hay una constitución de
gobierno único y absoluto puede, en cambio,
haber tantos gobiernos de diferente naturaleza
como estados de diferente extensión.
El gobierno es una persona moral dotada de
ciertas facultades, activa como el soberano,
pasiva como el estado y que puede
descomponerse en otras proporciones
análogas a aquella que la origina, de lo cual
nace, por consecuencia, una nueva
proporción, y de ésta otra siguiente, según el
orden de los tribunales, hasta que se obtiene
un término medio indivisible, es decir, un jefe
único o magistrado supremo, que puede ser
representado en esta proporción como la
unidad entre la serie de fracciones y números.
Limitémonos, para evitar embrollarnos, a
considerar al gobierno como un nuevo
cuerpo de estado, distinto al pueblo y al
soberano e intermediario entre ambos.
La diferencia esencial entre estos dos cuerpos
consiste en que el estado existe por sí mismo,
y el gobierno sólo existe por voluntad del
soberano.
Aunque el cuerpo artificial del gobierno sea
obra de otro cuerpo artificial, y que no posea
más que una vida prestada y subordinada, no
impide que pueda obrar con más o menos
vigor y celeridad, gozar, digámoslo así, de
salud más o menos robusta. En una palabra,
sin alejarnos directamente del objetivo de la
institución, podemos apartarnos mucho o
poco, según la manera como esté constituido.
De todas estas diferencias nacen las
relaciones diversas que el gobierno debe tener
con el cuerpo del estado, según las relaciones
accidentales y particulares por las cuales este
mismo estado esté modificado.
Frecuentemente, el gobierno mejor se
convertirá en el más vicioso si sus relaciones
no son modificadas con arreglo a los defectos
del órgano político a que pertenece.
CAPITULO II: Del principio constitutivo
de las diversas formas de gobierno
Para exponer la causa general de estas
diferencias distinguiremos al príncipe y al
gobierno.
La magistratura puede componerse de un
número de miembros variable. Dijimos que la
relación entre soberano y súbditos era tanto
mayor cuanto más numeroso era el pueblo, y
por una evidente analogía podemos decir lo
mismo del gobierno respecto a los
magistrados.
Siendo la fuerza total del gobierno la del
propio estado, no se modifica en nada. De lo
cual se deduce que cuanto más se utiliza esta
fuerza contra sus propios miembros, menos
queda para actuar sobre todo el pueblo.
Cuánto más numerosos son los magistrados,
más débil es el gobierno.
Podemos distinguir en la persona del
magistrado tres voluntades esencialmente
distintas. 1°, la voluntad propia del individuo,
2°, la voluntad común de los magistrados en
relación exclusiva con la conveniencia del
príncipe, y que puede denominarse voluntad
del cuerpo, al cual es general con relación al
gobierno y particular con respecto al estado,
3°, la voluntad del pueblo o soberano, que es
general tanto en relación con el estado,
considerado como todo, como con relación al
gobierno, considerado como parte del todo.
En una legislación perfecta, la voluntad
particular debe ser nula; la voluntad del
cuerpo propio del gobierno, muy
subordinada, y, en consecuencia, la voluntad
general o soberana, siempre dominante y
convertida en regla única de las demás.
Con arreglo al orden natural, por el contrario,
esta voluntad distinta deviene más activas a
medida que se concentran (es decir se invierte
el orden anterior). En el gobierno cada
miembro es primeramente él mismo, después
magistrado y finalmente ciudadano,
gradación directamente opuesta a la que exige
el orden social. Dependiendo el uso de la
fuerza del grado de voluntad, y no variando la
fuerza absoluta del gobierno, se deduce que el
gobierno más activo es el constituido por uno
solo. Es indiscutible que la tramitación de
los negocios se hace más lenta a medida que
aumenta el número de personas encargadas
de ello.
El gobierno se debilita a medida que los
magistrados se multiplican, y cuanto más
numeroso es el pueblo, más debe aumentar la
fuerza represiva, de lo cual se desprende que
las relaciones entre los magistrados y el
gobierno deben ser inversas de las de los
súbditos con el soberano; es decir, que cuanto
más crece el estado, más debe concentrarse el
gobierno, de tal manera que el número de
jefes disminuya en relación con el aumento
de población.
Cuanto más numerosos son los magistrados,
más se aproxima la voluntad del cuerpo a la
voluntad general, mientras que bajo un
magistrado único esta misma voluntad del
cuerpo no sea, como he dicho, más que una
voluntad particular. Perdiendo de una parte lo
que se gana de otra, el arte del legislador
consiste en saber fijar el punto en que la
fuerza y voluntad del gobierno, siempre en
proporción recíproca, se combinen en la
relación más provechosa para el estado.
CAPITULO III: División de los gobiernos
El soberano puede, en 1°lugar, depositar el
gobierno en todo el pueblo o en una gran
parte de él, de tal manera que haya más
ciudadanos magistrados que simples
ciudadanos particulares. A esta forma de
gobierno se la denomina democracia.
O bien puede concentrar todo el gobierno en
manos de un pequeño número, habiendo así
más ciudadanos simples que magistrados,
llamándose a esta forma aristocracia.
Puede concentrarse, en fin, todo el gobierno
en manos de un magistrado único, del cual
derive el poder de los demás. A esta tercera
forma, que es la más común, se la denomina
monarquía o gobierno real.
Debemos señalar que todas estas formas, o
por lo menos las dos primeras, son
susceptibles de aumento y disminución, y
tiene incluso una gran elasticidad, pues la
democracia puede comprender a todo el
pueblo o comprimirse hasta la mitad. La
aristocracia puede reducirse desde la mitad
del pueblo a un número indeterminadamente
más pequeño. Incluso la realeza es
susceptible de alguna división. Esparta, por
su constitución, tuvo constantemente dos
reyes, y en el imperio romano se vieron hasta
ocho emperadores a la vez, sin que pueda
decirse que el imperio estuviera dividido.
Puede derivarse de estas tres formas
combinadas multitud de formas mixtas, de las
que cada una es multiplicable por todas las
formas simples.
Se ha discutido siempre acerca de la mejor
forma de gobierno, sin considerar que cada
una es la mejor en ciertos casos y la pero en
otras.
Si en los diferentes estados el número de
magistrados supremos debe hallarse en razón
inversa del número de ciudadanos, se deduce
que en general el gobierno democrático
conviene a los pequeños estados, el
aristocrático a los medianos y el monárquico
a los grandes. Es ésta la regla que yo deduzco
inmediatamente del principio; más, ¿cómo
enumerar la multitud de circunstancias que
pueden provocar excepciones?
CAPITULO IV: De la democracia
No es bueno que quien redacta las leyes las
ejecute, ni que el cuerpo del pueblo separe su
atención de los objetivos generales para
fijarla en los particulares. Nada hay tan
peligroso como la influencia de los intereses
privados en los negocios públicos, y el abuso
de las leyes por parte del gobierno es un mal
menor de la corrupción del legislador,
consecuencia inevitable de los fines
particulares. Un pueblo que nunca abuse del
gobierno, tampoco abusará de la
independencia; un pueblo que se gobernase
siempre bien no tendría necesidad de ser
gobernado.
Si tomamos el término en su más rigurosa
acepción, ni ha existido ni existirá jamás
verdadera democracia. Es antinatural que la
mayoría gobierne y la minoría sea gobernada.
Los menos numerosos adquieren, tarde o
temprano, a la mayor autoridad, aunque no
sea más que a causa de la facilidad de
resolver los asuntos que naturalmente se les
encomiendan.
De cualquier modo ¿cuántas cosas difíciles de
reunir no significa este gobierno? 1° un
estado muy pequeño, en el cual se pueda
reunir fácilmente al pueblo, y donde cada
ciudadano pueda conocer fácilmente a los
demás. 2°, una gran sencillez de costumbres,
que previene a la multitud de cuestiones y
discusiones espinosas. Después, mucha
igualdad en la posición y en las fortunas, sin
lo cual la igualdad no puede subsistir mucho
tiempo en los derechos y en la autoridad.
Finalmente, poco o ningún lujo, pues éste es
efecto de las riquezas o las hace necesarias,
corrompe a la vez al rico y al pobre, al uno
por la posesión al otro por la envidia, priva al
estado de todos sus ciudadanos para
esclavizar los unos a los otros, y todos a la
opinión.
*Por esta causa, un autor célebre erigió la
virtud en principio de la república, pues todas
las anteriores condiciones no pueden existir
sin la virtud; pero por no haber establecido
las distinciones necesarias este genio, careció
en muchos casos de justeza, algunas veces de
claridad, y no vio que la autoridad soberana,
siendo en todas partes la misma, debía regir el
mismo principio en todo estado bien
constituido, en mayor o menor grado, desde
luego, según la forma de gobierno.
Agreguemos que no existe gobierno tan
sujeto a guerras civiles y agitaciones
intestinas como el democrático o popular, por
ser el que más intensa y continuamente tiende
a cambiar de forma, y mayor vigilancia y
valor exige para conservarla.
Si hubiera pueblo sagrado, éste se gobernaría
democráticamente. Gobierno tan perfecto no
corresponde a los hombres.
CAPITULO V: De la aristocracia
Tenemos dos personas morales muy distintas:
el gobierno y el soberano; y, por
consecuencia, dos voluntades generales, una
con relación a los ciudadanos y otra
solamente apara los miembros de la
administración.
Las primeras sociedades se gobernaron
aristocráticamente. Los jefes fe familia
deliberaban entre sí acerva de los asuntos
públicos. Los jóvenes cedían sin esfuerzo la
autoridad a la experiencia. De aquí derivaron
los títulos de sacerdotes, ancianos, senado
gerentes.
Pero a medida que la desigualdad de la
institución domina a la desigualdad natural, el
poder y la riqueza fueron preferidos a la edad,
y la aristocracia se transforman en electiva.
Finalmente, transmitiéndose el poder con la
riqueza de padres e hijos, las familias se
convirtieron en patricias y el gobierno en
hereditario, viéndose ya senadores de veinte
años.
Hay tres clases de aristocracia: natural,
electiva y hereditaria. La 1° sólo conviene a
pueblos sencillos; la 3° es el peor de todos los
gobiernos; la 2°, la aristocracia propiamente
dicha, es la mejor de todas.
Es el orden mejor y más natural que los más
sabios gobiernen a la multitud, cuando hay
seguridad de que van a inspirarse en el
provecho de ésta y no en beneficio propio,
siendo innecesario multiplicar inútilmente los
resortes ni utilizar veinte mil hombres para
aquello que harán mejor un centenar. Hay que
señalar que el interés del cuerpo comienza
aquí a inspirar cada vez menos a la fuerza
pública en la voluntad general y que una
inclinación inevitable priva a las leyes de una
parte de su potencia ejecutiva.
La aristocracia exige algunas virtudes menos
que el gobierno popular, requiere, en cambio,
otras que le son peculiares, tales como la
moderación en los ricos y el contento en los
pobres, ya que una igualdad rigurosa estaría
desplazada, pues ni en Esparta siquiera fue
observada.
Finalmente, si esta forma contiene una cierta
desigualdad de fortuna, es para que la
administración de los asuntos públicos sea
confiada en general a los que pueden hacerlo
mejor y destinarles todo su tiempo y no,
como afirma Aristóteles, para que los ricos
sean siempre preferidos. Por el contrario,
importa que una elección distinta enseñe
algunas veces al pueblo que existen en el
mérito de los hombres razones de preferencia
más importantes que la riqueza.
CAPITULO VI: De la monarquía
Hasta ahora hemos considerado al príncipe
como a una persona moral y colectiva unida
por la fuerza de las leyes y depositaria en el
estado del poder ejecutivo. Vamos a
considerar ahora este poder reunido en manos
de una persona natural, de un hombre real, el
cual es el único que tiene derecho a disponer
con arreglo a las leyes. Esto es lo que se
llama un monarca o rey.
Un individuo es el representante de un ser
colectivo, de tal manera que la unidad moral
constituida por el príncipe es al mismo
tiempo una unidad física, en la cual todas las
facultades que la ley reúne con penosos
esfuerzos en toros se encuentran reunidas de
una manera natural.
Así, la voluntad del pueblo y la del príncipe,
la fuerza pública del estado y la fuerza
particular del gobierno, responden a un
mismo móvil, hallándose concentrados en la
misma mano. No hay movimiento s opuestos
que se anulen mutuamente.
Si es cierto que todo se orienta hacia el
mismo objetivo, también lo es que éste no es
el de la felicidad pública, volviéndose sin
cesar en perjuicio del estado a la fuerza
misma de la administración.
Quieren los reyes ser absolutos, y a veces se
les dice que el mejor medio para serlo
consiste en ser amados por sus pueblos. Este
principio es muy hermoso y verdadero, pero
desgraciadamente, en las cortes se burlan de
él. El poder que emana del amor del pueblo
es indudablemente el mejor, pero es precario
y condicional y nunca a los príncipes les fue
suficiente. Los mejores reyes quieren
proceder ruinmente cuando les plaza sin dejar
de ser los dueños. Su interés personal reclama
que el pueblo sea débil y miserable y que no
pueda jamás resistírsele. Reconozco, que el
interés del príncipe consista en que el pueblo
sea poderoso, a fin de que este poder, siendo
suyo, le haga temible a los vecinos; pero
teniendo este interés un carácter secundario y
subordinado, y siendo incompatibles así las
dos suposiciones, es natural que el príncipe
prefiera siempre el principio que le es
inmediatamente más útil. Es esto lo que
Samuel destacaba intensamente ante los
hebreos y lo que Maquiavelo hacía ver con
evidencia. Simulando dar lecciones a los
reyes, se las dio excelentes a los pueblos. El
Príncipe, de Maquiavelo, es el libro de los
republicanos.
Hallamos una distancia muy grande entre el
príncipe y el pueblo, y el estado carece de
ligazón. Para formarla son necesarios órdenes
intermediarios: príncipes, grandes, nobleza
para cubrirla. Ahora bien, nada de esto
conviene a un pequeño estado, el cual sería
arruinado por estos grados.
Si es difícil la gobernación de un gran
estado, más aún cuando lo está por un solo
hombre y cada cual hace lo que quiere, hacho
que se produce cuando el rey se da sustitutos.
Hay un defecto esencial que hará siempre
superior el gobierno republicano al
monárquico, y es que en aquél la voz pública
eleva siempre a los primeros puestos a
hombres inteligentes y capaces, que los
desempeñan honrosamente, mientras que en
la monarquía ascienden los enredadores,
granujas e intrigantes, cuya habilidad para
conquistar los puestos primeros sólo les sire
para enseñar al pueblo su ineptitud
inmediatamente que han ascendido.
Para que un estado monárquico pudiera ser
bien gobernado se necesitaría medir su
grandeza con arreglo a las facultades de quien
lo gobierna. Es más cómodo conquistar que
regir. Por poco, grande que sea un estado, el
príncipe es demasiado pequeño. Cuando, por
el contrario, sucede que el estado es
demasiado pequeño en relación con su jefe
(lo cual es muy raro), también está mal
gobernado, pues el jefe, yendo siempre tras
du sus grandes ambiciones, olvida los
intereses del pueblo. Se necesitaría, un reino
que se extendiera o redujese durante cada
reinado con arreglo a la importancia del
príncipe.
El mayor inconveniente del gobierno personal
es la falta de aquella sucesión continua que en
las otras dos formas de gobierno crea una
ligazón ininterrumpida. Muerto un rey, y
siendo necesario toro, las elecciones dejan
intervalos peligrosos y borrascosos. Es difícil
que aquel a quien se ha vendido el estado no
lo venda a su vez. Tarde o temprano, bajo
semejante administración, deviene venal, y la
paz de que entonces se goza bajo los reyes es
peor que los desórdenes de los interregnos.
¿Cómo pueden prevenirse estos males? Se
han hecho las coronas hereditarias en ciertas
familias y establecido un orden de sucesión
que evita toda disputa a la muerte de los
reyes.
Según dicen, es bastante penoso enseñar a los
príncipes jóvenes el arte de reinar. No parece
aprovecharles esta educación. Sería mejor
comenzar enseñándoles el arte de obedecer.
Los reyes más grandes que la historia registra
no fueron educados para reinar.
Pero si, según Platón, el rey, por naturaleza,
es un personaje tan raro, ¿cuántas veces la
naturaleza y la fortuna coinciden en
coronarlo? Para comprender lo que en sí
mismo es este gobierno hay que considerarlo
bajo príncipes ignorantes o malvados, porque
son así los que suben al trono o el trono los
hará de esta manera.
CAPITULO VII: De los gobiernos mixtos
No hay gobierno simple. Hace falta que un
jefe único tenga magistrados subalternos y
que un gobierno popular tenga un jefe. De
esta manera, en el reparto del poder ejecutivo
existe una gradación del mayor al menor
número, con la diferencia de que tan pronto el
número mayor depende del pequeño como
éste de aquél.
¿Vale más un gobierno simple o mixto?
El gobierno simple por el solo hecho de ser
simple es el mejor en sí. Pero cuando la
dependencia del poder ejecutivo respecto al
legislativo es insuficiente, o sea cuando hay
una mayor relación entre príncipe y soberano
que entre el príncipe y el pueblo, es necesario
dividir esta falta de proporción dividiendo el
gobierno, pues entonces todas estas partes no
tiene menos autoridad ante sus súbditos y su
división las hace a todas menso fuerte contra
el soberano.
Se evita el mismo inconveniente
estableciendo magistrados intermediarios
que, conservado la integridad del gobierno,
sirven solamente para balacear los dos
poderes y mantener sus derechos respectivos.
Entonces el gobierno no es mixto, sino
atemperado.
Por medios semejantes puede remediarse el
inconveniente opuesto, y si el gobierno es
demasiado débil, erigir tribunales para
concretarlo. Esto se practica en todas las
democracias. En el primer caso se divide el
gobierno para debilitarlo, y en el segundo
para reforzarlo, pues el máximo de fuerza y
debilidad se encuentra también en los
gobiernos simples, mientras que las formas
mixtas dan una fuerza media.
CAPITULO IX: Caracteres de un buen
gobierno
Cuando se pregunta con carácter absoluto
cuál es el gobierno mejor, se plantea una
cuestión que, por indeterminada, es
irresoluble. O, si se prefiere, tiene tantas
soluciones buenas como combinaciones
posibles existen en las posiciones absolutas y
relativas a los pueblos.
Mas si se pregunta cuál es el carácter que
permite conocer si un pueblo está bien o mal
gobernado, la cosa es muy distinta y la
pregunta puede ser contestada.
Sin embargo, no se la resuelve del todo. Los
súbditos alaban la tranquilidad pública; los
ciudadanos, la libertad de los particulares;
unos prefieren la seguridad de los bienes;
otros, la de las personas; algunos están
contentos cuando el dinero circula; otros
exigen que el pueblo tenga pan. Incluso
coincidiendo en esto puntos y otros análogos,
¿Se habría avanzado algo? Careciendo las
cantidades morales de medidas fijas ¿puede
haber acuerdo sobre el signo, lo mismo que
sobre la estimación?
¿Cuál es el fin de la asociación política? La
conservación y propiedad de sus miembros.
¿Y cuál es la señal más segura para que se
conserven y prosperen? Su número y
densidad. No busquéis, pues, en otro sitio
señal tan disputada. Siendo todas las cosas
iguales, se considerará como mejor gobierno
aquel bajo el cual, sin medios extraños, ni
naturalización, ni colonias, los ciudadanos se
multiplican más. Aquel bajo el cual el pueblo
disminuye y perece el peor. Ha llegado ya
vuestro momento, calculista; contad, medid,
comparad.
CAPITULO XVI: Cómo la constitución de
un gobierno no es un contrato
Siendo iguales todos los ciudadanos por el
contrato social, lo que todos deben hacer
todos los pueden prescribir, no teniendo nadie
derecho a exigir de otro que haga aquello que
él mismo no hace.
Es precisamente este derecho indispensable
para la vida de un cuerpo político lo que el
soberano otorga al príncipe al constituir el
gobierno. Muchos pretende que el acto de
este establecimiento es un contrato entre el
pueblo y los jefes que Este se da, por medio
del cual se estipulan entre las dos partes las
condiciones que obligan a mandar a la una y a
la otra a obedecer. Se convendrá en que esto
es una manera extraña de contratar.
1°: la autoridad suprema no puede ni
modificarse ni enajenarse; limitarla es
destruirla. Obligarse a obedecer a un dueño es
entregarse en plena libertad.
De otra parte, es evidente que este contrato
del pueblo con tales o cuales personas sería
un acto particular. De lo que se deduce que el
contrato no podría ser ni una ley ni un acto de
soberanía y , por lo tanto, sería ilegítimo.
Vemos aún que las partes contratantes
estarían mutuamente bajo la sola ley de la
naturaleza y sin ninguna garantía de sus
compromisos recíprocos, lo que repugna en
todos sus aspectos al estado civil.
No hay más contrato en el estado que el de la
asociación. Y éste excluye a los demás. No
podemos imaginar otro contrato público que
no sea una violación del primero.
CAPITULO XVII: De la constitución del
gobierno
Este acto tiene el carácter complejo o se halla
compuesto de otros dos: la promulgación de
la ley y su ejecución.
Por el 1° el soberano estatuye la existencia de
un cuerpo de gobierno establecido de tal o
cual forma. Es evidente que este acto es una
ley.
Por el 2°, el pueblo nombra los jefes
encargados del gobierno establecido. Siendo
este nombramiento un acto particular, no es
una segunda ley sino, simplemente, una
consecuencia de la primera y una función de
gobierno.
La dificultad consiste en comprender cómo
puede haber un acto de gobierno antes de que
el gobierno exista y cómo el pueblo, que no
es más que soberano o súbdito, puede
transformarse en príncipe o magistrado en
ciertas circunstancias.
Este cambio de relaciones no es una sutileza
especulativa, sin realidad en la vida práctica.
Tal es la ventaja peculiar del gobierno
democrático, de poder establecerse de hecho
por un simple acto de la voluntad general.
Después de lo cual, este gobierno provisional
queda en posesión, si tal es la forma adoptada
o establecida en nombre del soberano, en
gobierno prescrito por la ley, encontrándose
así todo resuelto. No es posible establecer de
otra manera que se a legítima sin renunciar a
los principios anteriormente establecidos.

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  • 1. EL CONTRATO SOCIAL (Resumen) Jean Jacques Rousseau LIBRO PRIMERO CAPITULO UNO: Tema de este primer libro El hombre ha nacido libre, y en todas partes se halla prisionero. Creyéndose dueño de los demás no deja de ser aún más esclavo que ellos. El orden social es un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Sin embargo, este derecho no tiene su origen en la naturaleza; se funda sobre convenios. Hay que saber, pues, cuáles son éstos. CAPITULO VI: Del pacto social Supongo a los hombres llegados a un estado en el cual los obstáculos que perjudican a su conservación en el estado natural dominan por su resistencia a las fuerzas que cada individuo puede emplear para permanecer en tal estado. Este estado primitivo no puede ya subsistir, y el género humano perecería si no cambiase su manera de ser. Los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, así no tienen otro medio para conservarse que formar una suma de fuerzas, la cual sólo puede nacer del concurso de varios; pero siendo la fuerza y libertad de cada hombre los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo podrá alistarlas sin perjudicarse, sin descuidar los cuidados que él se debe? Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común a la persona y bienes de cada asociado, y por la que cada cual, uniéndose a todos, no obedezca, sin embrago, más que a sí mismo y permanezca tan libre como anteriormente, Tal es el problema fundamental al cual da solución el Contrato Social. Las cláusulas de este Contrato están determinadas por la naturaleza del acto, de tal manera que la menor modificación las hace vanas y de ningún efecto; de suerte que, aunque no hayan sido nunca formalmente enunciadas, son las mismas para todos y por todos tácitamente admitidas y reconocidas, hasta que, violado el pacto social, cada uno recobra sus primeros derechos y su libertad natural, perdiendo la libertad convencional por la cual renunció a aquélla. Estas cláusulas, bien entendidas, se reducen a una sola: a la enajenación completa de cada asociado, con todos sus derechos, a la comunidad entera, ya que, dándose íntegramente cada uno, la condición es igual para todos, y, siendo igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa a los otros. Efectuándose la enajenación sin reservas, la unión es tan perfecta como puede ser, y ningún asociado tiene ya nada que reclamar, puesto que, si resta algunos derechos a los particulares, como no habría ningún superior común que pueda pronunciarse entre ellos y el público, siendo en este punto cada cual su propio juez, pretendería en el acto serlo en todo. El estado natural substituía, y la asociación devendría necesariamente tiránica o vana. Dándose cada uno a todos, no se da a nadie; se gana el equivalente de todo lo que se pierde y mayor fuerza para conservarse de la que se tiene. Si se elimina del pacto social lo que no constituye su esencia, encontraremos que se reduce a los términos siguientes: . Cada uno de nosotros pone en común su persona y toda su potencia bajo la suprema dirección de la voluntad general, y recibimos a cada miembro como parte indivisible del todo. Inmediatamente este acto de asociación produce un cuerpo moral y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, la cual, por este mismo acto, recibe su unidad, suyo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública, tomaba antiguamente el nombre de ciudad, y ahora el de república o cuerpo político, denominado por sus miembros estado cuando es pasivo, soberano cuando activo, poder comparándolo con sus semejantes. Respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, llamándose particularmente ciudadanos, como
  • 2. participantes de la autoridad soberana, y súbditos, como sometidos a las leyes del estado. CAPÍTULO VII: DEL SOBERANO El acto de asociación contiene un compromiso recíproco, consigo mismo se encuentra comprometido en un doble aspecto: como miembro del soberano hacia los particulares, y como miembro del estado hacia el soberano. La deliberación pública, que puede obligar a todos los súbditos hacia el soberano a causa de las dos diferentes relaciones bajo las cuales cada uno es considerado, no puede, por la razón contraría, obligar al soberano hacia sí mismo. Lo cual no significa que este cuerpo no pueda perfectamente comprometerse hacia otro en aquello que no derogue en nada este contrato. No teniendo su razón de ser el cuerpo político o el soberano más que en la santidad del Contrato, no puede nunca comprometerse hacia otro en nada que derogue este acto primitivo, ni hipotecar una parte de sí mismo o someterla a otro soberano. Violar el acto por el cual tiene su existencia sería destruirse. No se puede ofender a uno de sus miembros sin atacar al cuerpo; más aun, ofender a éste sin que los miembros se resientan. El deber y el interés obligan igualmente a las dos partes contratantes a ayudarse mutuamente, y los mismos hombres deben procurar reunir bajo este doble aspecto todas las ventajas consiguientes. No hallándose integrado el soberano más que por los particulares que lo componen, no tiene ni puede tener interés contrario al suyo, y, por lo tanto, el Poder soberano no tiene necesidad de garantía hacia los súbditos, ya que es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros. No sucede lo mismo con los súbditos respecto al soberano, el cual, a pesar del interés común, no puede responder los compromisos contraídos por aquéllos si no encuentra medios de asegurarse su fidelidad. Para que el pacto social no sea, por lo tanto, una fórmula vana, contiene tácitamente este compromiso, el único que puede dar la fuerza a los demás: quien se niegue a acatar la voluntad general será obligado por todo el cuerpo, lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre, puesto que tal es la condición que dándose cada ciudadano a la patria le asegura de toda dependencia personal, condición que forma el artífico del funcionamiento de la máquina política y única que hace legítimos los compromisos civiles, los cuales, sin esto, serían absurdos, tiránicos y sujetos a los más enormes abusos. CAPITIULO VIII: Del estado civil Este tránsito del estado natural al civil produce en el hombre un cambio muy notable, sustituyendo en su conducta la justicia al instinto y dando a sus acciones la moral de que carecían anteriormente. El hombre, que hasta entonces no había pensado más que en sí mismo, se ve obligado a proceder con arreglo a otros principios y a consultar a su razón antes de atender a sus inclinaciones. Lo que el hombre pierde por el Contrato Social es la libertad natural y un derecho ilimitado a todo lo que el atrae y pude obtener; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. La libertad natural, cuyos únicos límites son las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que se halla limitada por la libertad general, y la posesión, que no es sino el producto de la fuerza o el derecho del primer ocupante, de la propiedad, que no puede ser fundada más que sobre un título positivo. - El impulso exclusivo de su apetito es la esclavitud y la obediencia a la ley prescripta es la libertad. LIBRO SEGUNDO CAPÍTULO I: La soberanía es inalienable Sólo la voluntad general puede dirigir las fuerzas del estado con arreglo a la finalidad de su institución, que es el bien común, pues si la oposición de intereses particulares hizo necesario el establecimiento de las sociedades, es también la coincidencia de estos intereses la que lo hizo posible, y si no
  • 3. existiera algún punto de coincidencia entre todos los intereses sería imposible la existencia de cualquier sociedad. Es únicamente sobre la base de este interés común como debe gobernarse la sociedad. La soberanía no es otra cosa más que el ejercicio de la voluntad general, por ello no puede ser enajenada, y el soberano, ser colectivo y nada más, sólo puede ser representado por sí mimo. El poder puede transmitirse perfectamente, pero no la voluntad. Es imposible que tal acuerdo sea durable y constante, ya que la voluntad particular, por su naturaleza propia, tiende a las preferencias, y la voluntad general a la igualdad. Es más imposible todavía poseer una garantía de este acuerdo, aun en el caso de que é deba existir. En el instante mismo en que surge un dueño, ya no hay soberano, y desde ese momento el cuerpo político se ha destruido. No significa esto que las órdenes de los jefes no puedan aparecer como expresión de la voluntad general mientras el soberano, con libertad para oponerse, no lo haga. En tal caso, el silencio universal debe interpretarse como el consentimiento del pueblo. CAPÍTULO II: Que la soberanía es indivisible Por igual razón que la soberanía es inalienable, es también indivisible, pues la voluntad es general o no lo es, corresponde al conjunto del pueblo o solamente a una parte. En el primer caso, esta voluntad declarada es un acto de soberanía y constituye ley; en el segundo no es sino una voluntad particular o un acto de magistratura; es, por tanto, a lo sumo, un decreto. Nuestros políticos, no pudiendo dividir la soberanía en su principio, la dividen en su objeto; la dividen en fuerza y voluntad, en potencia legislativa y ejecutiva, en derechos fiscales, de justicia y guerra, administración interior y en capacidad para tratar con el extranjero, confundiendo unas veces estar partes y separándolas otras. Hacen del soberano un ser imaginario, formado por piezas distintas y diferentes, algo así como si compusieran un hombre con diversos cuerpos. Proviene este error de no tener nociones exactas de la autoridad soberana y de haber considerado como partes de esta autoridad lo que son sólo emanaciones de ella. Por ej., se han considerado los actos de declaración de guerra y la firma de la paz como actos de soberanía, sin serlo, pues cada uno de ellos no es una ley, sino tan sólo la aplicación de ella. Cuantas veces se cree ver dividida la soberanía no engañamos, que aquellos derechos tomados como parte de esta soberanía le están subordinados y suponen siempre voluntades supremas, de las cuales estos derechos no dan más que la ejecución. CAPÍTULO III: Si la voluntad puede equivocarse La voluntad general es siempre recta y tiende a la utilidad pública, lo cual no significas que las deliberaciones del pueblo posean la misma rectitud. Existe frecuentemente bastante diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general, entre aquella que no mira más que el interés común y la que atiende al interés privado y no es otra cosa que una suma de voluntades particulares; más alejada de etas mismas voluntades aquello, poco o mucho, que las destruye mutuamente y queda la voluntad general como suma de las diferencias. Importa, pues, para enunciar bien el concepto de voluntad general, que no haya sociedad parcial en el estado, y que cada ciudadano sólo opine con arreglo a su propio criterio. Si existen sociedades parciales hay que multiplicar el número y prevenir la desigualdad. CAPITULO IV: De los límites del poder soberano Así como la naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, el
  • 4. pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos, y es este poder, dirigido por la voluntad general, como he dicho, el que lleva el nombre de soberanía. Debemos considerar, además de la persona pública, las personas privadas que la componen, y cuya vida y libertad son naturalmente independientes de aquélla. Conviene que cuanto se enajene por el pacto social de su potencia, bienes y libertad no sobrepase la medida de lo que a la comunidad importa para su uso, siendo también conveniente que se considere al soberano como al único juez capaz de decidir sobre esto. Cuantos servicios pueda un ciudadano rendir al estado debe hacerlo inmediatamente que el soberano los reclame; pero éste, a su vez, no puede hacer recaer sobre los súbditos ninguna carga inútil a la comunidad. Los compromisos que nos ligan al cuerpo social son obligatorios solamente porque son mutuos y de tal naturaleza que cumpliéndolos no se puede trabajar por otro sin trabajar al mismo tiempo por uno mismo. La voluntad general, para ser verdaderamente tal, debe serlo en su objeto y esencia; debe partir de todos para aplicarse a todos, y pierde su rectitud natural cuando tiende a algún objeto individual y determinado, porque juzgando de lo que nos es extraño carecemos de un verdadero principio de equidad que nos conduzca. De la misma manera que una voluntad particular no puede representar a la voluntad general, ésta, a su vez, cambia de naturaleza proponiéndose un objetivo particular y no puede pronunciarse como voluntad general sobre un hombre ni sobre un hecho. En esta institución cada cual se somete necesariamente a las condiciones que impone a los otros. Por cualquier lado que se analice el principio se llega siempre a la misma conclusión, o sea que el pacto social establece entre los ciudadanos tal igualdad que todos se comprometen en las mismas condiciones y deben gozar de los mismos derechos. Así que, por la naturaleza del pacto, todo acto de soberanía, es decir, todo acto auténtico de la voluntad general, obliga o favorece por igual a la totalidad de los ciudadanos. No es un convenio del superior con el inferior sino del conjunto con cada uno de sus miembros; convención legítima por tener por base el contrato social; equitativa, por ser común a todos; útil, porque no tiene otro objeto que el bien general, y sólida, por estar garantizada por la fuerza pública y el poder supremos. Se ve, pues, que el poder soberano, aun siendo absoluto, sagrado e inviolable, no excede ni puede exceder los límites de las convenciones generales. CAPITULO V: Del derecho de vida y de muerte La finalidad del Contrato Social es la conservación de los contratantes. Quien quiere el fin acepta también los medios, y éstos son inseparables de algunos peligros, incluso de algunas pérdidas. Aquel que pretende conservar su vida a expensas de los otros debe también darla por éstos cuando la necesitan. Todo malhecho, al atacar el derecho social, se transforma en rebelde y traidor a la patria, y con la violación de sus leyes deja de ser un miembro de ella, e incluso le hace la guerra. Desde este momento la conservación del estado es incompatible con la suya, siendo necesario que uno de los dos perezca. El proceso y el juicio son el testimonio de que rompió el contrato social, cesando de ser miembro del estado. Habiéndose antes reconocido como tal, al menos para su permanencia, debe ser separado por el destierro como infractor del pacto o por la muerte como enemigo público. Respecto al derecho de perdonar o eximir al culpable de la pena impuesta por la ley y pronunciada por el juez, sólo corresponde hacerlo a quien está por encima del juez y de la ley, al soberano. En un estado bien
  • 5. gobernado hay pocas penas, no porque se otorgan muchos perdones, sino por existir pocos criminales. Sólo el decaimiento del estado asegura la impunidad a multitud de crímenes. CAPITULO VI: De la ley Toda justicia proviene de Dios, siendo él su única fuente; mas si supiéramos recibirla de tan alto no tendríamos necesidad ni de gobiernos ni de leyes. Existe indudablemente una justicia universal, emanada de la razón; mas para ser admitida entre nosotros ha de ser recíproca. Son necesarias, por lo tanto, convenciones y leyes que armonicen los derechos con los deberes y reduzcan la justicia a su finalidad. Cuando la totalidad del pueblo legisla para sí sólo se considera a sí mismo, y si entonces se establece una relación es la del objeto entero considerado desde los puntos de vista distintos, sin ninguna división del todo. En este caso, el procedimiento legislativo es tan general como la voluntad legisladora. A este acto se le denomina ley. Cuando afirmo que el objeto de las leyes es siempre general, me refiero a que éstas consideran a los sujetos en su res material, y a las acciones en abstracto, y en ningún caso a un hombre como individuo y a una acción como particular. De esta manera la ley puede muy bien decretar la existencia de privilegios, pero no atribuírselos a nadie. Toda función relativa a un objeto individual no corresponde al poder legislativo. No hay necesidad de preguntar a quién corresponde hacer las leyes, ya que son actos de la voluntad general; ni si el príncipe es superior a las leyes, siendo, como es, miembro del estado; ni si la ley puede ser injusta, pues nadie puede serlo consigo mismo; ni cómo siendo libre se está sometido a las leyes, ay que ésta no son sino expresión de nuestra voluntad. Vemos también que la ley armoniza la universalidad de la voluntad y la del objeto, y, por lo tanto, lo que un hombre, sea el que fuere, ordena por su cuenta no es una ley, es un decreto solamente; no un acto de soberanía, sino de magistratura. Llamo, pues, república a todo estado regido por leyes, sea cual fuere su forma de administración, pues sólo entonces gobierna el interés público y la cosa pública tiene alguna significación. Las leyes no son en realidad sino las condiciones de asociación civil. El pueblo sometido a las leyes debe ser el autor, sólo a los que se asocian compete reglamentar las condiciones de la sociedad. LIBRO TERCERO CAPÍTULO I: Del gobierno en general Toda acción libre tiene dos causas: una moral, la voluntad que determina el acto; otra física, la potencia que lo ejecuta. Cuando me dirijo hacia un objeto se necesita en primer lugar que quiera hacerlo; después, que mis pies me conduzcan. Las corporaciones políticas tienen los mismos móviles, distinguiéndose en ellas de la misma manera la fuerza y la voluntad, ésta bajo el nombre de poder legislativo y aquélla con el de poder ejecutivo. El poder legislativo pertenece al pueblo, mientras que el poder ejecutivo no puede pertenecer a la generalidad, ya que el mismo consiste en actos particulares, que no son de incumbencia de la ley, ni, por consecuencia, del soberano, cuyos actos no pueden ser más que leyes. Necesita, por lo tanto, la fuerza pública un agente adecuado que la reúna y ponga en marcha según la voluntad general, que sirva de relación entre el estado y el soberano, que realice de cierta manera en la persona pública la función que hace en el hombre la unión del cuerpo con el alma. He aquí cuál es en el estado la razón de gobierno, confundido indebidamente con el soberano, del cual no es más que el ministro.
  • 6. ¿Qué es un gobierno? Un cuerpo intermediario establecido entre los súbditos y el soberano para su correspondencia mutua, encargado de la ejecución de las leyes y del mantenimiento de la libertad, tanto civil como política. Los miembros de este cuerpo llevan el nombre de magistrados o reyes, es decir, gobernantes, y el cuerpo entero, el de príncipe. Llamo gobierno o administración suprema al ejercicio legítimo del poder ejecutivo, y príncipe o magistrado al hombre o cuerpo encargado de esta administración. El gobierno recibe del soberano las órdenes que da al pueblo, y para que el equilibrio del estado sea perfecto es necesario que exista igualdad entre el producto o poder del gobierno, considerado en sí mismo, y el producto o potencia de los ciudadanos, que son soberanos de una parte y súbditos de otra. Es imposible alterar ninguno de estos tres términos sin deshacer al instante la proporción. Finalmente, no existiendo más que una media proporcional entre cada relación, no hay ya más que un buen gobierno posible en un estado. Pero como mil acontecimientos pueden cambiar las relaciones de un pueblo, no sólo diferentes gobiernos pueden ser buenos para diversos pueblos, sino para el mismo pueblo en distintas épocas. Cuanto menos unidas están las voluntades particulares a la voluntad general, o sea, las costumbres a las leyes, más debe aumentar la fuerza represiva. Por eso el gobierno, para ser bueno, debe ser relativamente más fuerte a medida que el pueblo es más numeroso. De esta doble relación se deduce que la proporción continua entre el soberano, el príncipe y el pueblo no es una idea arbitraria, sino una consecuencia necesaria de la naturaleza del cuerpo político. Es necesario comprender que si no hay una constitución de gobierno único y absoluto puede, en cambio, haber tantos gobiernos de diferente naturaleza como estados de diferente extensión. El gobierno es una persona moral dotada de ciertas facultades, activa como el soberano, pasiva como el estado y que puede descomponerse en otras proporciones análogas a aquella que la origina, de lo cual nace, por consecuencia, una nueva proporción, y de ésta otra siguiente, según el orden de los tribunales, hasta que se obtiene un término medio indivisible, es decir, un jefe único o magistrado supremo, que puede ser representado en esta proporción como la unidad entre la serie de fracciones y números. Limitémonos, para evitar embrollarnos, a considerar al gobierno como un nuevo cuerpo de estado, distinto al pueblo y al soberano e intermediario entre ambos. La diferencia esencial entre estos dos cuerpos consiste en que el estado existe por sí mismo, y el gobierno sólo existe por voluntad del soberano. Aunque el cuerpo artificial del gobierno sea obra de otro cuerpo artificial, y que no posea más que una vida prestada y subordinada, no impide que pueda obrar con más o menos vigor y celeridad, gozar, digámoslo así, de salud más o menos robusta. En una palabra, sin alejarnos directamente del objetivo de la institución, podemos apartarnos mucho o poco, según la manera como esté constituido. De todas estas diferencias nacen las relaciones diversas que el gobierno debe tener con el cuerpo del estado, según las relaciones accidentales y particulares por las cuales este mismo estado esté modificado. Frecuentemente, el gobierno mejor se convertirá en el más vicioso si sus relaciones no son modificadas con arreglo a los defectos del órgano político a que pertenece. CAPITULO II: Del principio constitutivo de las diversas formas de gobierno Para exponer la causa general de estas diferencias distinguiremos al príncipe y al gobierno.
  • 7. La magistratura puede componerse de un número de miembros variable. Dijimos que la relación entre soberano y súbditos era tanto mayor cuanto más numeroso era el pueblo, y por una evidente analogía podemos decir lo mismo del gobierno respecto a los magistrados. Siendo la fuerza total del gobierno la del propio estado, no se modifica en nada. De lo cual se deduce que cuanto más se utiliza esta fuerza contra sus propios miembros, menos queda para actuar sobre todo el pueblo. Cuánto más numerosos son los magistrados, más débil es el gobierno. Podemos distinguir en la persona del magistrado tres voluntades esencialmente distintas. 1°, la voluntad propia del individuo, 2°, la voluntad común de los magistrados en relación exclusiva con la conveniencia del príncipe, y que puede denominarse voluntad del cuerpo, al cual es general con relación al gobierno y particular con respecto al estado, 3°, la voluntad del pueblo o soberano, que es general tanto en relación con el estado, considerado como todo, como con relación al gobierno, considerado como parte del todo. En una legislación perfecta, la voluntad particular debe ser nula; la voluntad del cuerpo propio del gobierno, muy subordinada, y, en consecuencia, la voluntad general o soberana, siempre dominante y convertida en regla única de las demás. Con arreglo al orden natural, por el contrario, esta voluntad distinta deviene más activas a medida que se concentran (es decir se invierte el orden anterior). En el gobierno cada miembro es primeramente él mismo, después magistrado y finalmente ciudadano, gradación directamente opuesta a la que exige el orden social. Dependiendo el uso de la fuerza del grado de voluntad, y no variando la fuerza absoluta del gobierno, se deduce que el gobierno más activo es el constituido por uno solo. Es indiscutible que la tramitación de los negocios se hace más lenta a medida que aumenta el número de personas encargadas de ello. El gobierno se debilita a medida que los magistrados se multiplican, y cuanto más numeroso es el pueblo, más debe aumentar la fuerza represiva, de lo cual se desprende que las relaciones entre los magistrados y el gobierno deben ser inversas de las de los súbditos con el soberano; es decir, que cuanto más crece el estado, más debe concentrarse el gobierno, de tal manera que el número de jefes disminuya en relación con el aumento de población. Cuanto más numerosos son los magistrados, más se aproxima la voluntad del cuerpo a la voluntad general, mientras que bajo un magistrado único esta misma voluntad del cuerpo no sea, como he dicho, más que una voluntad particular. Perdiendo de una parte lo que se gana de otra, el arte del legislador consiste en saber fijar el punto en que la fuerza y voluntad del gobierno, siempre en proporción recíproca, se combinen en la relación más provechosa para el estado. CAPITULO III: División de los gobiernos El soberano puede, en 1°lugar, depositar el gobierno en todo el pueblo o en una gran parte de él, de tal manera que haya más ciudadanos magistrados que simples ciudadanos particulares. A esta forma de gobierno se la denomina democracia. O bien puede concentrar todo el gobierno en manos de un pequeño número, habiendo así más ciudadanos simples que magistrados, llamándose a esta forma aristocracia. Puede concentrarse, en fin, todo el gobierno en manos de un magistrado único, del cual derive el poder de los demás. A esta tercera forma, que es la más común, se la denomina monarquía o gobierno real. Debemos señalar que todas estas formas, o por lo menos las dos primeras, son susceptibles de aumento y disminución, y tiene incluso una gran elasticidad, pues la democracia puede comprender a todo el pueblo o comprimirse hasta la mitad. La aristocracia puede reducirse desde la mitad del pueblo a un número indeterminadamente
  • 8. más pequeño. Incluso la realeza es susceptible de alguna división. Esparta, por su constitución, tuvo constantemente dos reyes, y en el imperio romano se vieron hasta ocho emperadores a la vez, sin que pueda decirse que el imperio estuviera dividido. Puede derivarse de estas tres formas combinadas multitud de formas mixtas, de las que cada una es multiplicable por todas las formas simples. Se ha discutido siempre acerca de la mejor forma de gobierno, sin considerar que cada una es la mejor en ciertos casos y la pero en otras. Si en los diferentes estados el número de magistrados supremos debe hallarse en razón inversa del número de ciudadanos, se deduce que en general el gobierno democrático conviene a los pequeños estados, el aristocrático a los medianos y el monárquico a los grandes. Es ésta la regla que yo deduzco inmediatamente del principio; más, ¿cómo enumerar la multitud de circunstancias que pueden provocar excepciones? CAPITULO IV: De la democracia No es bueno que quien redacta las leyes las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo separe su atención de los objetivos generales para fijarla en los particulares. Nada hay tan peligroso como la influencia de los intereses privados en los negocios públicos, y el abuso de las leyes por parte del gobierno es un mal menor de la corrupción del legislador, consecuencia inevitable de los fines particulares. Un pueblo que nunca abuse del gobierno, tampoco abusará de la independencia; un pueblo que se gobernase siempre bien no tendría necesidad de ser gobernado. Si tomamos el término en su más rigurosa acepción, ni ha existido ni existirá jamás verdadera democracia. Es antinatural que la mayoría gobierne y la minoría sea gobernada. Los menos numerosos adquieren, tarde o temprano, a la mayor autoridad, aunque no sea más que a causa de la facilidad de resolver los asuntos que naturalmente se les encomiendan. De cualquier modo ¿cuántas cosas difíciles de reunir no significa este gobierno? 1° un estado muy pequeño, en el cual se pueda reunir fácilmente al pueblo, y donde cada ciudadano pueda conocer fácilmente a los demás. 2°, una gran sencillez de costumbres, que previene a la multitud de cuestiones y discusiones espinosas. Después, mucha igualdad en la posición y en las fortunas, sin lo cual la igualdad no puede subsistir mucho tiempo en los derechos y en la autoridad. Finalmente, poco o ningún lujo, pues éste es efecto de las riquezas o las hace necesarias, corrompe a la vez al rico y al pobre, al uno por la posesión al otro por la envidia, priva al estado de todos sus ciudadanos para esclavizar los unos a los otros, y todos a la opinión. *Por esta causa, un autor célebre erigió la virtud en principio de la república, pues todas las anteriores condiciones no pueden existir sin la virtud; pero por no haber establecido las distinciones necesarias este genio, careció en muchos casos de justeza, algunas veces de claridad, y no vio que la autoridad soberana, siendo en todas partes la misma, debía regir el mismo principio en todo estado bien constituido, en mayor o menor grado, desde luego, según la forma de gobierno. Agreguemos que no existe gobierno tan sujeto a guerras civiles y agitaciones intestinas como el democrático o popular, por ser el que más intensa y continuamente tiende a cambiar de forma, y mayor vigilancia y valor exige para conservarla. Si hubiera pueblo sagrado, éste se gobernaría democráticamente. Gobierno tan perfecto no corresponde a los hombres. CAPITULO V: De la aristocracia Tenemos dos personas morales muy distintas: el gobierno y el soberano; y, por consecuencia, dos voluntades generales, una
  • 9. con relación a los ciudadanos y otra solamente apara los miembros de la administración. Las primeras sociedades se gobernaron aristocráticamente. Los jefes fe familia deliberaban entre sí acerva de los asuntos públicos. Los jóvenes cedían sin esfuerzo la autoridad a la experiencia. De aquí derivaron los títulos de sacerdotes, ancianos, senado gerentes. Pero a medida que la desigualdad de la institución domina a la desigualdad natural, el poder y la riqueza fueron preferidos a la edad, y la aristocracia se transforman en electiva. Finalmente, transmitiéndose el poder con la riqueza de padres e hijos, las familias se convirtieron en patricias y el gobierno en hereditario, viéndose ya senadores de veinte años. Hay tres clases de aristocracia: natural, electiva y hereditaria. La 1° sólo conviene a pueblos sencillos; la 3° es el peor de todos los gobiernos; la 2°, la aristocracia propiamente dicha, es la mejor de todas. Es el orden mejor y más natural que los más sabios gobiernen a la multitud, cuando hay seguridad de que van a inspirarse en el provecho de ésta y no en beneficio propio, siendo innecesario multiplicar inútilmente los resortes ni utilizar veinte mil hombres para aquello que harán mejor un centenar. Hay que señalar que el interés del cuerpo comienza aquí a inspirar cada vez menos a la fuerza pública en la voluntad general y que una inclinación inevitable priva a las leyes de una parte de su potencia ejecutiva. La aristocracia exige algunas virtudes menos que el gobierno popular, requiere, en cambio, otras que le son peculiares, tales como la moderación en los ricos y el contento en los pobres, ya que una igualdad rigurosa estaría desplazada, pues ni en Esparta siquiera fue observada. Finalmente, si esta forma contiene una cierta desigualdad de fortuna, es para que la administración de los asuntos públicos sea confiada en general a los que pueden hacerlo mejor y destinarles todo su tiempo y no, como afirma Aristóteles, para que los ricos sean siempre preferidos. Por el contrario, importa que una elección distinta enseñe algunas veces al pueblo que existen en el mérito de los hombres razones de preferencia más importantes que la riqueza. CAPITULO VI: De la monarquía Hasta ahora hemos considerado al príncipe como a una persona moral y colectiva unida por la fuerza de las leyes y depositaria en el estado del poder ejecutivo. Vamos a considerar ahora este poder reunido en manos de una persona natural, de un hombre real, el cual es el único que tiene derecho a disponer con arreglo a las leyes. Esto es lo que se llama un monarca o rey. Un individuo es el representante de un ser colectivo, de tal manera que la unidad moral constituida por el príncipe es al mismo tiempo una unidad física, en la cual todas las facultades que la ley reúne con penosos esfuerzos en toros se encuentran reunidas de una manera natural. Así, la voluntad del pueblo y la del príncipe, la fuerza pública del estado y la fuerza particular del gobierno, responden a un mismo móvil, hallándose concentrados en la misma mano. No hay movimiento s opuestos que se anulen mutuamente. Si es cierto que todo se orienta hacia el mismo objetivo, también lo es que éste no es el de la felicidad pública, volviéndose sin cesar en perjuicio del estado a la fuerza misma de la administración. Quieren los reyes ser absolutos, y a veces se les dice que el mejor medio para serlo consiste en ser amados por sus pueblos. Este principio es muy hermoso y verdadero, pero desgraciadamente, en las cortes se burlan de él. El poder que emana del amor del pueblo es indudablemente el mejor, pero es precario y condicional y nunca a los príncipes les fue suficiente. Los mejores reyes quieren proceder ruinmente cuando les plaza sin dejar
  • 10. de ser los dueños. Su interés personal reclama que el pueblo sea débil y miserable y que no pueda jamás resistírsele. Reconozco, que el interés del príncipe consista en que el pueblo sea poderoso, a fin de que este poder, siendo suyo, le haga temible a los vecinos; pero teniendo este interés un carácter secundario y subordinado, y siendo incompatibles así las dos suposiciones, es natural que el príncipe prefiera siempre el principio que le es inmediatamente más útil. Es esto lo que Samuel destacaba intensamente ante los hebreos y lo que Maquiavelo hacía ver con evidencia. Simulando dar lecciones a los reyes, se las dio excelentes a los pueblos. El Príncipe, de Maquiavelo, es el libro de los republicanos. Hallamos una distancia muy grande entre el príncipe y el pueblo, y el estado carece de ligazón. Para formarla son necesarios órdenes intermediarios: príncipes, grandes, nobleza para cubrirla. Ahora bien, nada de esto conviene a un pequeño estado, el cual sería arruinado por estos grados. Si es difícil la gobernación de un gran estado, más aún cuando lo está por un solo hombre y cada cual hace lo que quiere, hacho que se produce cuando el rey se da sustitutos. Hay un defecto esencial que hará siempre superior el gobierno republicano al monárquico, y es que en aquél la voz pública eleva siempre a los primeros puestos a hombres inteligentes y capaces, que los desempeñan honrosamente, mientras que en la monarquía ascienden los enredadores, granujas e intrigantes, cuya habilidad para conquistar los puestos primeros sólo les sire para enseñar al pueblo su ineptitud inmediatamente que han ascendido. Para que un estado monárquico pudiera ser bien gobernado se necesitaría medir su grandeza con arreglo a las facultades de quien lo gobierna. Es más cómodo conquistar que regir. Por poco, grande que sea un estado, el príncipe es demasiado pequeño. Cuando, por el contrario, sucede que el estado es demasiado pequeño en relación con su jefe (lo cual es muy raro), también está mal gobernado, pues el jefe, yendo siempre tras du sus grandes ambiciones, olvida los intereses del pueblo. Se necesitaría, un reino que se extendiera o redujese durante cada reinado con arreglo a la importancia del príncipe. El mayor inconveniente del gobierno personal es la falta de aquella sucesión continua que en las otras dos formas de gobierno crea una ligazón ininterrumpida. Muerto un rey, y siendo necesario toro, las elecciones dejan intervalos peligrosos y borrascosos. Es difícil que aquel a quien se ha vendido el estado no lo venda a su vez. Tarde o temprano, bajo semejante administración, deviene venal, y la paz de que entonces se goza bajo los reyes es peor que los desórdenes de los interregnos. ¿Cómo pueden prevenirse estos males? Se han hecho las coronas hereditarias en ciertas familias y establecido un orden de sucesión que evita toda disputa a la muerte de los reyes. Según dicen, es bastante penoso enseñar a los príncipes jóvenes el arte de reinar. No parece aprovecharles esta educación. Sería mejor comenzar enseñándoles el arte de obedecer. Los reyes más grandes que la historia registra no fueron educados para reinar. Pero si, según Platón, el rey, por naturaleza, es un personaje tan raro, ¿cuántas veces la naturaleza y la fortuna coinciden en coronarlo? Para comprender lo que en sí mismo es este gobierno hay que considerarlo bajo príncipes ignorantes o malvados, porque son así los que suben al trono o el trono los hará de esta manera. CAPITULO VII: De los gobiernos mixtos No hay gobierno simple. Hace falta que un jefe único tenga magistrados subalternos y que un gobierno popular tenga un jefe. De esta manera, en el reparto del poder ejecutivo existe una gradación del mayor al menor número, con la diferencia de que tan pronto el número mayor depende del pequeño como éste de aquél.
  • 11. ¿Vale más un gobierno simple o mixto? El gobierno simple por el solo hecho de ser simple es el mejor en sí. Pero cuando la dependencia del poder ejecutivo respecto al legislativo es insuficiente, o sea cuando hay una mayor relación entre príncipe y soberano que entre el príncipe y el pueblo, es necesario dividir esta falta de proporción dividiendo el gobierno, pues entonces todas estas partes no tiene menos autoridad ante sus súbditos y su división las hace a todas menso fuerte contra el soberano. Se evita el mismo inconveniente estableciendo magistrados intermediarios que, conservado la integridad del gobierno, sirven solamente para balacear los dos poderes y mantener sus derechos respectivos. Entonces el gobierno no es mixto, sino atemperado. Por medios semejantes puede remediarse el inconveniente opuesto, y si el gobierno es demasiado débil, erigir tribunales para concretarlo. Esto se practica en todas las democracias. En el primer caso se divide el gobierno para debilitarlo, y en el segundo para reforzarlo, pues el máximo de fuerza y debilidad se encuentra también en los gobiernos simples, mientras que las formas mixtas dan una fuerza media. CAPITULO IX: Caracteres de un buen gobierno Cuando se pregunta con carácter absoluto cuál es el gobierno mejor, se plantea una cuestión que, por indeterminada, es irresoluble. O, si se prefiere, tiene tantas soluciones buenas como combinaciones posibles existen en las posiciones absolutas y relativas a los pueblos. Mas si se pregunta cuál es el carácter que permite conocer si un pueblo está bien o mal gobernado, la cosa es muy distinta y la pregunta puede ser contestada. Sin embargo, no se la resuelve del todo. Los súbditos alaban la tranquilidad pública; los ciudadanos, la libertad de los particulares; unos prefieren la seguridad de los bienes; otros, la de las personas; algunos están contentos cuando el dinero circula; otros exigen que el pueblo tenga pan. Incluso coincidiendo en esto puntos y otros análogos, ¿Se habría avanzado algo? Careciendo las cantidades morales de medidas fijas ¿puede haber acuerdo sobre el signo, lo mismo que sobre la estimación? ¿Cuál es el fin de la asociación política? La conservación y propiedad de sus miembros. ¿Y cuál es la señal más segura para que se conserven y prosperen? Su número y densidad. No busquéis, pues, en otro sitio señal tan disputada. Siendo todas las cosas iguales, se considerará como mejor gobierno aquel bajo el cual, sin medios extraños, ni naturalización, ni colonias, los ciudadanos se multiplican más. Aquel bajo el cual el pueblo disminuye y perece el peor. Ha llegado ya vuestro momento, calculista; contad, medid, comparad. CAPITULO XVI: Cómo la constitución de un gobierno no es un contrato Siendo iguales todos los ciudadanos por el contrato social, lo que todos deben hacer todos los pueden prescribir, no teniendo nadie derecho a exigir de otro que haga aquello que él mismo no hace. Es precisamente este derecho indispensable para la vida de un cuerpo político lo que el soberano otorga al príncipe al constituir el gobierno. Muchos pretende que el acto de este establecimiento es un contrato entre el pueblo y los jefes que Este se da, por medio del cual se estipulan entre las dos partes las condiciones que obligan a mandar a la una y a la otra a obedecer. Se convendrá en que esto es una manera extraña de contratar. 1°: la autoridad suprema no puede ni modificarse ni enajenarse; limitarla es destruirla. Obligarse a obedecer a un dueño es entregarse en plena libertad. De otra parte, es evidente que este contrato del pueblo con tales o cuales personas sería un acto particular. De lo que se deduce que el
  • 12. contrato no podría ser ni una ley ni un acto de soberanía y , por lo tanto, sería ilegítimo. Vemos aún que las partes contratantes estarían mutuamente bajo la sola ley de la naturaleza y sin ninguna garantía de sus compromisos recíprocos, lo que repugna en todos sus aspectos al estado civil. No hay más contrato en el estado que el de la asociación. Y éste excluye a los demás. No podemos imaginar otro contrato público que no sea una violación del primero. CAPITULO XVII: De la constitución del gobierno Este acto tiene el carácter complejo o se halla compuesto de otros dos: la promulgación de la ley y su ejecución. Por el 1° el soberano estatuye la existencia de un cuerpo de gobierno establecido de tal o cual forma. Es evidente que este acto es una ley. Por el 2°, el pueblo nombra los jefes encargados del gobierno establecido. Siendo este nombramiento un acto particular, no es una segunda ley sino, simplemente, una consecuencia de la primera y una función de gobierno. La dificultad consiste en comprender cómo puede haber un acto de gobierno antes de que el gobierno exista y cómo el pueblo, que no es más que soberano o súbdito, puede transformarse en príncipe o magistrado en ciertas circunstancias. Este cambio de relaciones no es una sutileza especulativa, sin realidad en la vida práctica. Tal es la ventaja peculiar del gobierno democrático, de poder establecerse de hecho por un simple acto de la voluntad general. Después de lo cual, este gobierno provisional queda en posesión, si tal es la forma adoptada o establecida en nombre del soberano, en gobierno prescrito por la ley, encontrándose así todo resuelto. No es posible establecer de otra manera que se a legítima sin renunciar a los principios anteriormente establecidos.