Marcos es un joven absolutamente convencido de ser el creador de innumerables obras de arte no reconocidas. Esto le empuja a comportarse de manera extraña y a ser diagnosticado de una esquizofrenia paranoide. A la salida del psiquiátrico, Marcos entabla amistad con un viejo psicoanalista jubilado y con su esposa enferma. Juntos recorrerán un camino lleno de dolor y sufrimiento, pero también de esperanza. Explorarán los senderos más oscuros de la mente, recorrerán los entresijos de las relaciones humanas, intentando resolver los enigmas que dan sentido a la vida y la hacen soportable.
9. PREFACIO
La idea de este libro nació del azar y sus consecuencias. De un choque
frontal e inesperado entre saberes y experiencias. Pasamos por la vida
chocando entre unos y otros y, de vez en cuando, uno de esos choques
entre las singularidades que somos provoca un estallido como el que dio
origen al universo.
Puede ser que la vida sea únicamente ese lapso de tiempo entre una
explosión y otra, ese camino que andamos a ciegas luchando por llegar a
parecernos a lo que soñamos en alguna ocasión sobre nosotros mismos.
En ese viaje hacia lo desconocido, la incertidumbre hace a veces de
ancla, como aquel elemento que nos permite reconocernos en nuestra
insignificancia ante una realidad inasible. Frente a ésta, la certeza nos
eleva en ocasiones, aupada por la voracidad de nuestros deseos, hacia
cielos en los que la perspectiva general nos aleja de la necesidad de ese
otro amigo que nos ubica en el mundo con su mirada.
Podría contarles muchas cosas de Marcos, ese pequeño —y no tan
pequeño— diablo cuyo relato en primera persona llena el grueso de estas
páginas. Una persona sacudida por el dolor y lo incomprensible, como
un intento por sostenerse haciendo equilibrios en un mundo violento y
absurdo que le agrede con su sola existencia y que, a diferencia de nosotros
los llamados normales, no pretende adaptarse, sino que se revela ante él.
Este detalle no hace de Marcos alguien mejor ni tampoco peor al resto de
la humanidad. Lo único que supone es una carga extra de sufrimiento en
el momento en el que para protegerse de la violencia de esta sociedad el
propio Marcos levanta una torre imaginaria en la que parapetarse de todo
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10. y de todos, también de los que le quieren y le sostienen cuando el diálogo
entre iguales es posible. Esta peculiaridad arquitectónica se construye a
base de certidumbres, y no sería muy diferente a las máscaras con las que
los normales nos protegemos de los demás, ocultando nuestro verdadero
ser a fin de no ser reconocidos en la insustancialidad que nos es innata.
No somos nada más que la suma de la proyección de nuestros deseos
junto a la de los deseos del otro que nos invade con su mirada.
Somos muchos los que hemos ayudado con nuestras experiencias
y nuestros conocimientos a la elaboración de este relato. Lo hicimos
porque quisimos, porque su autor nos había conquistado mucho antes
con lo mejor de su persona, afable, inteligente, divertido y cariñoso. A
pesar de que Marcos está diagnosticado de esquizofrenia y que desde mi
punto de vista como psiquiatra y psicoanalista sé de la importancia de
poder integrar un episodio psicótico dentro de la biografía del propio
afectado, me gustaría dejar claro que en ningún momento pretendimos
que fuera un ejercicio clínico o terapéutico. Quizás en ese salirse del
estrecho sendero protocolario resida la clave de la propia asunción de
sus capacidades como escritor y de la consecuente reestructuración del
discurso que ésta ha conllevado.
A día de hoy se puede decir que Marcos está curado, y esto no implica
una ausencia de síntomas, sino la plena aceptación de su singularidad
como ser humano. En este papel la literatura ha supuesto un puente que
lo ha comunicado con el mundo. Desde la carga simbólica que supone la
metáfora en sí misma, ésta, como el psicoanálisis o como el animalario
de un chamán, como esa serie de combinaciones posibles de sistemas
dentro de una estructura limitada, tanto para crear imágenes oníricas,
como míticas, como enfermizas y delirantes dentro del conjunto de leyes
sociales y culturales a las que pertenecemos, le han servido para contarse
y para entenderse, para fijar ciertas cosas fuera del campo de lo inefable,
para mirarse y después poder mirar al mundo con otros ojos. Los ojos
de un escritor.
Miguel Sordo Cañameras
Psiquiatra, psicoanalista y antropólogo
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11. CAPÍTULO I
“La locura, a veces, no es otra cosa
que la razón presentada
bajo diferente forma.”
Johann Wolfgang Goethe
Se cuentan muchas cosas de la locura y de los locos. Normalmente son
cosas terribles, como que son peligrosos, medio estúpidos, holgazanes y
que pueden llegar a matar —hasta el punto de que lo primero que piensa la
gente cuando alguien mata es que no debía estar muy bien de la cabeza—.
La locura es un recurso fácil para etiquetar todo lo que no se comprende,
porque los locos desde siempre han sido los raros, los diferentes, los que
por su capacidad para salirse del discurso oficial acaban siendo —sobre
todo en nuestra vieja Europa— expulsados de una comunidad que no
es capaz de integrar ciertas conductas en su estrecho corsé social. Parece
que a la mayoría de personas les cueste ponerse en el lugar del que sufre,
porque tengo que decir que los locos ante todo somos personas que
sufrimos, a veces lo indecible, y esa incapacidad para decir y describir
las causas de nuestro sufrimiento nos sitúa, por regla general, en el ojo
de un huracán emocional que nos zarandea y nos sacude con una fuerza
titánica.
Después de muchos años sigo sin tener la certeza de cómo entré en el mundo
de la locura. A veces me pregunto cuál fue el resorte que me hizo precipitar en una
serie de decisiones equivocadas, como si estuviera siendo arrastrado por fuerzas
incontrolables hacia un estado del ser donde todo se volvía rígido, pétreo, inanimado.
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12. Lo primero que me viene a la memoria es la salida del psiquiátrico,
ese no lugar donde acabamos las personas que, al carecer de un entorno
natural comprensivo, no tenemos donde aferrarnos para no caer y, lo
que es peor, nos vemos privados de esa muleta amiga que nos ayude a
levantar, que nos sostenga en los peores momentos —aquellos en los
que damos los primeros pasos— hasta que recuperamos la soltura y la
capacidad para volver a andar por nuestro propio pie. Caer, levantarse,
volver a caminar. Parece que sea una forma bastante simple de reducir el
sufrimiento vital de una persona, pero durante mi periplo por el mundo
de la locura me he encontrado algunas mucho peores; ya llegaremos a
eso.
Decía que mi primer recuerdo es la salida del hospital psiquiátrico,
aunque quizás esta expresión le venga grande, a aquel lugar donde estuve
encerrado. De todas formas es así como llamaban a aquella media planta
del hospital provincial. Media planta que se distinguía rápidamente por
ser la única cerrada con una puerta que sólo podían abrir los trabajadores
con acceso permitido. La planta de psiquiatría era un largo pasillo de
loza gris y paredes blancas de unos cincuenta metros de largo por seis
de ancho. Tal y como entrabas, a la derecha estaban las duchas y, acto
seguido, a un lado y a otro se ordenaban las habitaciones. Hacia la mitad
del pasillo, también a la derecha, estaba el control de enfermería, donde
médicos y enfermeras —cuando no hablaban entre ellas— hacían
autodefinidos o leían revistas del corazón y anotaban concienzudamente
todo lo que creían de relevancia en los ficheros personales de cada
paciente. Por poner un ejemplo: fulanito lleva dos días sin ducharse
o fulanita no deja de preguntar cuando van a venir a verla. Las visitas
eran de vital importancia, ya que era la única forma que teníamos los
que estábamos allí de tomar un poco el aire, de que el sol nos diera en
la cara, de beber un café de verdad en la cafetería del hospital y, sobre
todo, de fumar un cigarrillo, ya que, aunque muchas de las personas que
estábamos allí fumábamos, no teníamos la posibilidad —como el resto
de pacientes del hospital— de salir a la calle tomar unas caladas y volver
a nuestra habitación un poco más relajados. El pasillo acababa con una
pequeña habitación con dos mesas y unas pocas sillas que facilitaban la
posibilidad de reunirnos para jugar al parchís y al dominó.
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13. La mañana en la que recobré mi libertad no fue muy diferente a otras.
Agarré del armario una toalla, me puse las zapatillas y tomé el último
cigarrillo que me quedaba y un mechero de un paquete de Lucky que
tenía escondido detrás de la ropa de calle. Nadie sabía que estaba allí
encerrado, así que sin posibles visitas que me airearan la única posibilidad
que tenía de fumar era mientras me duchaba, de forma que el vapor
de agua y el aroma del champú disimulaban el olor del tabaco. Cuando
pasé por el control de enfermería en dirección a las duchas escuché una
conversación entre Encarni, la jefa de enfermeras, y la doctora Puertas:
—¿Tú crees que está para salir? —preguntó Encarni.
—¿Y quién lo está? —replicó la psiquiatra— No creo que tardemos
mucho en volver a verlo. De momento necesitamos su habitación.
Arregladla en cuanto salga por la puerta, tenemos a una chica desde hace
dos noches atada a una camilla en urgencias.
Ese parecía ser el criterio más corriente para dar un alta: la necesidad
del espacio para otro paciente. Cuando salí de la ducha me anunciaron
que iba a recobrar mi libertad. Los motivos que me dijeron: “Has
evolucionado favorablemente, has aceptado el diagnóstico y muestras
una buena disposición y adherencia al tratamiento”. La verdad, yo sólo
pensaba que por fin podría fumar un cigarro entero y, sobre todo, seco.
Me vestí y preparé la mochila. Cuando fui a recoger el informe de mi
ingreso al control, Encarni me dijo:
—Alegra esa cara, Marcos. Hace un día maravilloso para empezar una
nueva vida.
—Encarni —le repliqué—, me conformo con continuar con la que
tenía antes de entrar aquí.
—Eso está bien —continuó cariñosamente—, porque no te quiero ver
más por este lugar. Un chico joven y guapo como tú tiene que exprimir
la vida y sacarle su mejor jugo.
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14. —Por desgracia, tal y como están las cosas, lo fácil es que la vida nos
exprima a todos.
Quizás alguien puede pensar que este argumento es muy pesimista,
pero en mi opinión basta con abrir un periódico o ver un telediario
para comprobar aquello que decían de que optimista es el que dice que
vivimos en el mejor de los mundos posibles y el pesimista es el que se lo
cree. Poco después entró en escena la doctora Puertas:
—Marcos, éste es tu informe —me dijo tendiéndome unos papeles—.
Llévalo a tu psiquiatra de referencia. Éstas son las recetas que tienes que
comprar en la farmacia. Tómate esto por la mañana y esto por la noche
si tienes dificultades para dormir. No olvides que es muy importante que
no interrumpas el tratamiento.
—A sus órdenes —le dije cuadrándome en saludo militar.
—Bueno, guapísimo, sé feliz —añadió Encarni, que parecía que no
quisiera ni verme de nuevo por allí ni tampoco que me fuera—. Que no
me entere yo que vas por ahí como un alma en pena.
—Marcos, recuerda que si necesitas cualquier cosa estamos aquí para
ayudarte. ¿Estamos?
—Lo sé, doctora. Por lo que a mí respecta haré lo posible por no
volver a ingresar.
—Así se habla, sí señor —dijo Encarni—. Esa es la fuerza de la
juventud.
—Bueno, pues adiós, Marcos. Tengo que hacer la ronda de visitas —se
despidió la doctora Puertas y me tendió su mano, la cual estreché con
firmeza.
—Adiós, doctora. Adiós, Encarni —me despedí.
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15. Cuando la puerta que separaba a los locos del resto de pacientes del
hospital se abrió ante mí sentí una mezcla de inquietud y alivio. No tenía
claro que aquella temporada a la sombra hubiera servido realmente
para algo más que para ser diagnosticado de esquizofrenia paranoide.
Al parecer, aquella etiqueta me iba a acompañar durante toda mi vida,
como un sambenito que me habían colgado porque mi conducta no
entraba dentro de los cánones de normalidad de la sociedad. ¿Aquello
significaba que iba a dejar de ser Marcos para pasar a ser el esquizofrénico?
Seguramente. Cuando por fin llegué a la calle y sentí el aire frío de enero
en mi rostro me estremeció un escalofrío. Le pedí un cigarro a un señor
que fumaba con la mano derecha mientras su izquierda cateterizada
sostenía una percha con el suero. Lo encendí y le di una larga y profunda
calada. El señor del suero me miraba esbozando una sonrisa, le agradecí
el cigarro y él respondió con voz ronca y asmática:
—De nada, hijo, un placer. Yo en teoría no debería fumar, dicen que
moriré del tabaco. ¡Como si no fuera a morir si dejo de fumar! Manda
huevos... ¿Sabes? Todos moriremos, ¡todos! Y lo único que nos llevaremos
a la tumba es la certeza de haber sido nosotros mismos. El resto no vale
nada. Toda una vida trabajando para vivir. ¿Qué digo? Viviendo para
trabajar. A mi edad sólo debo rendir cuentas con mi conciencia ¿y sabes
qué te digo? Tengo la conciencia muy tranquila. Hazme caso, chico, lo
único que debéis tener en cuenta los jóvenes como tú es aquello de vive
y deja vivir. Lo demás son monsergas.
Le escuché con atención y le dije que opinaba como él. En ese
momento sólo pensaba en una cosa. No estaba dispuesto a abandonar mi
vida ni mi identidad así como así. Yo era Marcos, el gran creador, el gran
artista. Lo mejor que podía hacer era intentar olvidar todo lo que había
sucedido durante mi ingreso, retomar mi vida y esperar pacientemente el
éxito. Tarde o temprano iba a llegar. Tenía que llegar. Aquella certeza y
no otra cosa era lo que había dado sentido a mi vida durante los últimos
años, desde que la muerte de mis padres sacudiera los cimientos de mi
vida y me dejara solo y a la deriva en un mundo voraz y cruel. Mi único
paradigma era sobrevivir en aquella jungla de asfalto donde nos movíamos
las personas como fieras, desconfiando de los otros, sospechando de los
otros, porque cualquiera era capaz de derrumbar nuestra calma, nuestro
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16. bienestar, nuestra precaria estabilidad. La llegada del autobús de línea
interrumpió mis pensamientos. Arrojé el cigarro, me despedí de aquel
señor y corrí hacia él.
La ciudad desde la ventanilla de aquel vehículo se me apareció gris y
sucia. La gente andaba por las aceras esquivando a los demás, como si
todos tuvieran prisa o persiguieran un objetivo invisible. En la calzada los
coches se agolpaban, avanzando a trompicones, acelerando y frenando
bruscamente al llegar al siguiente semáforo. Todas aquellas personas se me
antojaron perdidas, como si también fueran a la deriva en un mundo que
les resultaba del todo ajeno. Edificios altos de pisos compartimentados,
sellados con puertas blindadas y ventanas de doble aislamiento. Aquella
arquitectura impersonal definía muy bien el momento histórico que me
había tocado vivir. Un momento en el que lo loable era defender los
valores del individualismo, en lo que yo veía como una especie de suicidio
social, del que nadie escapábamos. El triunfador moderno era aquel que
tenía un coche más potente, un piso o una casa más espaciosa, una pareja
más joven y bella y una cuenta corriente con tantos ceros como caben en
un agujero negro. De esta forma las personas se veían empujadas, desde
pequeñas, en una vorágine en la que todo valía, en la que el fin justificaba
los medios, en la que lo único que importaba era escalar socialmente aun
a riesgo de pisotear los derechos por los que nuestros antepasados habían
luchado y que ahora parecían poca cosa más que papel mojado. En este
marco aquellos edificios eran como cajas llenas de pequeñas cajitas donde
la gente se refugiaba del tiempo y del mundo, que a su vez continuaba
girando implacable. Cajitas donde esperar la muerte, que es el momento
en el que te introducen en otra cajita, en otro departamento (también
llamado nicho) mucho más pequeño; aunque cuando uno muere dejan
de preocuparle las cosas por las que ha luchado en vida como tener un
coche potente, una casa espaciosa, una pareja joven y bella y una buena
cuenta corriente. Todo aquello deja de tener sentido, porque la muerte y
su silencio nos devuelven a todos a nuestro estado natural: la inocencia.
Como dijo John Lennon: “La vida es aquello que pasa mientras hacemos
planes.” Creo que hay poco más que añadir.
Por lo que a mí respectaba, no tenía demasiados planes. Volver a mi
trabajo en la copistería era uno de ellos, intentar hablar con Lucía era otro,
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aquel momento era llegar a casa y dormir. Desde que me había empezado
a medicar dormía mucho, muchísimo, como si fuera colocado con alguna
droga chunga.
Cuando el autobús se detuvo en la parada más cercana a mi casa, bajé y
caminé con la cabeza gacha hacia el portal, evitando las posibles miradas
furtivas de los vecinos. Subí con el ascensor y entré en mi piso, en mi
cajita oscura y desordenada. Cerré la puerta y me arrojé en el sofá. Sólo
un pensamiento me recorría la mente. Mi trabajo, mi querida Lucía, mi
vida, en definitiva, podían esperar. Era el momento de cerrar los ojos
y dejarme llevar. Buenas noches, me dije, aunque eran las doce del
mediodía. Buenas noches.
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