Cuento
Nuestro pan
Enrique Gil Gilbert
Literatura Ecuatoriana
Fuente: Enrique Gil Gilbert, Nuestro pan. Editorial Casa de la Cultura
Ecuatoriana, Quito. Capítulos I, II, III, IV, V, IX y X, 1976.
Fuente: Galo René Pérez, Literatura del Ecuador 400 años –crítica y selecciones-
Ediciones ABYA-YALA, Quito-Ecuador, 2001.
Aplicaron de Estrategias de lectura antes, durante y después.
Curso de estrategias de comunicación lingüística
proyecto final
Cuento de Maria Luisa Bombal
Cuento
Nuestro pan
Enrique Gil Gilbert
Literatura Ecuatoriana
Fuente: Enrique Gil Gilbert, Nuestro pan. Editorial Casa de la Cultura
Ecuatoriana, Quito. Capítulos I, II, III, IV, V, IX y X, 1976.
Fuente: Galo René Pérez, Literatura del Ecuador 400 años –crítica y selecciones-
Ediciones ABYA-YALA, Quito-Ecuador, 2001.
Aplicaron de Estrategias de lectura antes, durante y después.
Curso de estrategias de comunicación lingüística
proyecto final
Cuento de Maria Luisa Bombal
En este relato se narra la perspectiva de cada personaje sobre el medioambiente y plaean un viaje al Río Mekong, uno de los ríos más contaminados del mundo.
La primera navidad de Jusplinete de El KenderCruella Devil
fanficción "La primera navidad de Jusplinete" de El Kender, un fanfic escrito con el inconfundible y único estilo de el Kender que se empeña en mostrarnos a los personajes de la serie Xena, la princesa guerrera, como si se trataran de los famosos dibujos de little Xena y little Gabby, de Lucia.
En este relato se narra la perspectiva de cada personaje sobre el medioambiente y plaean un viaje al Río Mekong, uno de los ríos más contaminados del mundo.
La primera navidad de Jusplinete de El KenderCruella Devil
fanficción "La primera navidad de Jusplinete" de El Kender, un fanfic escrito con el inconfundible y único estilo de el Kender que se empeña en mostrarnos a los personajes de la serie Xena, la princesa guerrera, como si se trataran de los famosos dibujos de little Xena y little Gabby, de Lucia.
Zonda del Fuego, cuento realizado para el I Encuentro de Editorial, y reelaborado para el VII Expocom que se realizó en el marco de la X enacom, donde obtuvo la primer mención.
El cuento te invita a viajar entre lo subjetivo y objetivo, entre lo terrenal y onírico.
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E L D R A G Ó N D E L O S O J O S D E J A D E
Por el Kender
Capítulo 1.
La ventisca aumentaba por momentos y la tormenta de nieve que hacia días asolaba las montañas, bloqueando los
pasos e impidiendo la comunicación entre las pequeñas aldeas que se arracimaban entre sus laderas, amenazaba
con furia renovada a los pocos incautos que se aventuraban en busca de un poco de leña.
Tan sólo el aullido lejano de un lobo, angustiado por la falta de comida, era el único sonido que rompía aquel
monótono temporal.
Las copas de los árboles mecidas con furia por el implacable viento susurraban un continuo lamento que evocaba
siniestros augurios.
Recuerdos en una mente atormentada que trataba por todos medios de olvidar.
Un sinuoso riachuelo tan quebrado como sus propios pensamientos había sido la única guía en las últimas horas y en
más de una ocasión refrescó su garganta con la gélida agua. No fue hasta bien entrada la noche cuando vislumbró
signos de vida.
En la lejanía, las tenues luces de pequeñas lamparillas de aceite anunciaban la proximidad de una de aquellas aldeas,
apenas unas cuantas casas ocupando un claro entre los bosques. Agotado y magullado el cuerpo, su mente clamaba
por el acuciante deseo de tomar un descanso.
Aprovechando la visión, apoyó la espalda sobre el tronco de un árbol y se dejó caer lentamente hasta el suelo. Un
último respiro antes de emprender la marcha en busca de un lugar seco y cálido donde guarecerse.
La respiración entrecortada se fue haciendo más lenta, no sabía si a causa del cansancio o del frío que comenzaba a
entumecer los músculos de todo su cuerpo. A pesar de los gruesos ropajes y la capa de invierno, apenas sentía el
tacto en los dedos. En poco tiempo, sus ojos se cerraron y cayó víctima de un plácido sueño.
Una criatura pequeña y peluda se acercó olisqueando hasta el árbol, con precaución y, tras descubrir que no había
ningún tipo de peligro, se acercó con los ojos entrecerrados, atenta al más mínimo atisbo de peligro hacia el costado
y tiró con fuerza de la tela que recubría el hatillo de la comida y que el viajero sujetaba con fuerza en la mano. No
sin dificultad y tras varios tirones, el intruso que se había metido en su territorio entreabrió los ojos observando con
somnolencia la pequeña forma de color rojizo, que no paraba de mordisquear y zarandear la bolsa de tela. El
pequeño zorro invernal se quedó parado al detectar movimiento y, con las orejas gachas, permaneció alerta.
Recriminando su propia estupidez, con un último esfuerzo más propio de la fuerza de voluntad que de las pocas
energías que le quedaban, se obligó a ponerse en pie y continuar. Le costó arroparse juntando los bordes de la capa
y comenzó a caminar, ante la curiosa mirada del animal que, de un ágil salto, se había escondido tras un matorral y
veía como se escapaba su alimento.
Con un postrero gesto de generosidad y tras dar unos pasos, se detuvo, sacó la última bola de arroz que le quedaba
envuelta en hojas y la arrojó al camino en dirección al animal.
Conforme se adentraba en el sendero que subía hacia la aldea procuraba desprenderse de los jirones de sus
recuerdos. Atrás quedaban los ruidos apagados de la última batalla, recuerdos lejanos que ocultaba en lo más
profundo de su mente, de ello hacía casi tres meses. Tres angustiosos y largos meses en los que había deambulado
por aquellas extrañas montañas sin rumbo fijo, alimentándose de las parcas raciones que atesoraba y de lo poco que
podía cazar en los bosques. Ni siquiera recordaba cuándo fue la última vez que había visto un alma o pronunciado
palabra alguna, sus propios labios estaban tan cuarteados que dudaba poder emitir un simple saludo si alguien se
cruzaba en su camino. Aunque en aquellos inhóspitos parajes aquello carecía de importancia.
Enclavada en un profundo valle y fruto de los peligrosos temblores que periódicamente sacudían aquella tierra, se
encontraba la aldea de Otsuki. Bajo la atenta mirada de las amenazadoras montañas, apenas dos docenas de
aquellas casas de frágiles paredes de bambú y tejados lacados en rojo, servían de último refugio a los viajeros que
querían cruzar al otro lado a través del puente de Saru Bashi, el puente del Mono. Un pequeño contingente de
samuráis y ronin destacados en aquel lugar lo guardaban con celo. Las noticias corrían rápido y el puente era un
punto estratégico. Si un gran contingente de tropas deseaba atravesar las montañas sin ser descubierto, aquel sería
el lugar elegido.
El propio señor del clan Takeda se había encargado personalmente de reforzar la defensa en el puente, ante los
inminentes rumores de guerra que se extendían por toda la isla. No por ello, el clan Uesugi al que se hallaba
enfrentado desde hacía dos generaciones ya había intentado en una ocasión ese ardid, en aquella ocasión
rechazaron el ataque pero a un alto coste.
Pero las rencillas entre clanes samurái carecían de importaba para la frágil figura que se acercaba por el oeste,
arrebujada en una gruesa capa y tiritando de frío. Había desechado la última ración de viaje que portaba y tan sólo
había tomado alguna raíz que encontró escarbando desesperadamente entre la nieve junto a un bosque de abetos
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cerca del camino. Terminada el agua, saciaba la sed con la nieve que pacientemente introducía, con manos
temblorosas y enrojecidas, en la calabaza que colgaba de su cintura, esperando a que se licuara y dando pequeños
sorbos al agua helada. Con los labios cortados a causa del frío, cada trago era como agujas de hielo bajando por su
garganta.
La distancia a su destino parecía interminable; si no encontraba refugio pronto su destino estaba claro. Agitó la
cabeza para desechar tan lúgubres pensamientos, fijó la vista en el horizonte y apresuró sus pasos sujetando con la
mano derecha el sombrero de paja de ala ancha, utilizado por los campesinos y que, inclinando la cabeza,
resguardaba su rostro del gélido viento.
Las tenues luces que se habían convertido en su faro guía en mitad de la tormenta; cada vez más cercanas, le
revelaron un edificio bajo y achaparrado de una sola planta justo en las afueras del pueblo.
El edificio carecía de todo lujo exterior, una baranda de madera rodeaba el porche y una techumbre de bambú y tejas
de madera descoloridas protegían a los viajeros de las inclemencias del exterior; las tres luces procedían de unas
pequeñas linternas de papel de arroz que, colgadas del porche, se agitaban de tal manera que parecía imposible que
su llama interior no su hubiese apagado. Las ventanas estaban tapadas con paneles de madera, la noche era lo
suficientemente desapacible para que ningún viajero se acercara hasta allí.
A la entrada de la aldea un arco Tori con los pilares de madera pulida y el típico adorno curvo en la parte superior era
lo único destacable. No se veía un alma en las calles.
Con pasos lentos y los músculos rígidos por la caminata y el esfuerzo, se acercó subiendo los tres peldaños que
accedían hasta la puerta de la posada.
Levantó el puño y golpeó dos veces con energía.
Ni un sonido se escuchó en el interior, el aire que se escapaba de sus labios entreabiertos dibujaba pequeñas volutas
de vapor en el aire, una vez más y prácticamente apoyando la cabeza en la puerta de madera, levantó el puño y
golpeó reiteradamente.
—¡Ya va, qué prisas son éstas! —la voz sonaba malhumorada —, ¡no son horas de importunar a la gente de bien!
La puerta se abrió de golpe hacia un lado. El posadero, un hombre bajo y corpulento con una oronda panza que
apenas lograba disimular debajo de un viejo kimono, sujetaba una lamparilla de aceite en el aire mientras en la otra
portaba un garrote en tono amenazante. Se quedó asombrado ante la figura que se mantenía a duras penas en pie
en el umbral.
Asomando por debajo de la raída capa se veía claramente el principio de una armadura de láminas con restos de
sangre reseca, las polainas de seda azul sujetas con tiras de cuero que llegaban hasta la rodilla estaban manchadas
por la nieve y el barro del camino y una desgreñada melena color trigo caía sobre los hombros y ocultaban en cierta
manera el rostro.
En un principio pensó que se trataba de un ronin, debido al desastrado aspecto de sus ropas. Sin embargo, el porte,
la rigidez de la postura y, aunque deslucidas por el camino, las ropas que llevaba y la armadura pertenecía
claramente a un samurái.
—Cobijo y un poco de sake, es lo único que necesito —la voz sonaba quebrada, como la de alguien que ha pasado
mucho tiempo sin hablar —, después continuaré con mi camino.
—La posada está cerrada —respondió con severidad frunciendo el ceño—, no son tiempos seguros. Estamos en
guerra con Uesugi y tenemos orden de no abrir a nadie después de la caída del sol.
—Apenas notarás mi presencia —se inclinó hacia el posadero y éste retrocedió amedrentado—, en cuanto haya
entrado en calor y comido algo decente me marcharé.
Examinando más detenidamente al forastero no vio que portara ninguna arma y lo más extraño era que la vaina de
su katana estaba vacía. Aquello no tenía cabida para la estrecha mente de un posadero de pueblo, un samurái sin su
katana. En verdad eran tiempos extraños.
Retirándose a un lado con un gesto le invitó a entrar; al fin y al cabo, un cliente era un cliente y últimamente, a
excepción de los soldados y los aldeanos, poca gente se había acercado hasta allí, mucho menos con aquel maldito
tiempo.
Una vez dentro, cerró la puerta y cruzó un pesado madero sobre ella.
La pequeña estancia apestaba a humedad y sudor; un pequeño fuego, apenas unos rescoldos, ardía en el fogón
instalado en el centro de la sala, caldeando apenas el ambiente. Aún así, comparado con el exterior aquello era un
verdadero lujo. Tres mesas bajas, al uso de aquel extraño país, componían el único mobiliario junto a las sucias
esteras que las rodeaban como humilde asiento.
Tan sólo una de ellas estaba ocupada por cuatro ronin que jugaban plácidamente a los dados, bebiendo sake y
riendo con ganas.
—Antes de servirte deberás pagarme, no me gusta dar un servicio gratis —dijo bruscamente el posadero —, y no
creo que lleves muchos kokus contigo.
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Dejando el garrote y la lamparilla de aceite sobre el mostrador acompañó al nuevo parroquiano hasta una de las
mesas, mientras una anciana con ojos entrecerrados inspeccionaba con curiosidad al visitante.
Sin inmutarse, introdujo la mano bajo la capa sacando una pequeña bolsa de tela entregándosela con gesto cansado.
Los ojos del posadero brillaron ante la expectativa de unas monedas, vació el contenido en la palma de la mano y la
mueca parecida a una sonrisa que había empezado a esbozar se borró de golpe.
— ¡Maldita sea! ¿A quién estás intentando timar? —los jugadores levantaron la vista de los dados, percatándose por
primera vez del ronin —, estos koku son de cuño Uesugi, no son válidos aquí. ¿Acaso piensas que te encuentras
entre esos perros? Si no tienes nada mejor que ofrecerme ya puedes irte por donde has venido.
Con cada palabra pronunciada con rabia espetaba saliva provocando un visible gesto de desagrado en su interlocutor.
Aquel hombre, con la cara picada de viruela y el pelo grasiento alisado sobre la frente y las sienes. le producía una
profunda sensación, de rechazo.
Durante un instante pareció dudar, con rapidez volvió a desaparecer su brazo bajo la capa y trasteó en el cinto.
Soltando la bolsa de cuero que guardaba atada en un costado, se agachó ceremonialmente sobre la mesa,
sentándose sobre los talones en aquella posición a la que tanto le había costado acostumbrase y comenzó a abrirla.
Los codiciosos ojos de aquel desagradable hombre observaban cada movimiento, en un par de ocasiones el ronin se
llevó las manos a la boca y expulsó aliento en un vago intento por calentarlas, el doble nudo que cerraba la bolsa se
resistía y con las manos en aquel estado no era tarea fácil. Al fin y tras varios intentos que no conseguían sino
alterar la paciencia del posadero, la abrió.
De su interior, y como si el objeto más valioso y delicado de la creación se hallara dentro, extrajo un objeto metálico
con forma de aro plano que dio al traste con las ilusiones de riqueza del hombre que observaba por encima de su
hombro.
Aquel extraño trozo de metal de cuya superficie sacaban hipnóticos brillos las lamparillas que colgaban en el techo,
no parecía tener ningún valor.
El forastero empuñaba aquel objeto con familiaridad, deslizando suavemente los dedos sobre la superficie. Con gesto
brusco se lo ofreció.
—Aquí tienes, este objeto me es muy preciado —permanecía con la cabeza gacha mirando la bolsa y evitando poner
sus ojos otra vez sobre el Chackram —, pero ya no me es de utilidad; un buen herrero apreciará el valor de este
metal. Véndelo y sacarás más dinero por el del que jamás hayas ganado en tu apestosa taberna. Y ahora, tráeme
sake y arroz, por favor —añadió poniendo especial énfasis en sus últimas palabras.
El tabernero miraba con curiosidad aquel aro de metal cuyas superficies estaban grabadas con un intrincado pero
sencillo dibujo. Al pasar el dedo por el borde se produjo un profundo corte que le obligó a meterse el dedo índice en
la boca entre reniegos. Jamás había visto algo así, parecía más un adorno ceremonial que otra cosa, así que no sabía
qué otro interés podría tener un herrero en él que no fuera el de fundirlo para crear una nueva arma.
—¿Acaso me has tomado por estúpido? —arrojó el objeto sobre la mesa con desprecio —, si no tienes nada mejor,
márchate.
—No tengo nada que pueda interesarte —pronunció entre dientes mientras su enfado iba en aumento.
—¿Y que me dices de tu wakizashi? —señaló su cintura —. No portas ninguna katana pero ese cuchillo parece valioso.
—¿Es esto lo que quieres? —sujetó la empuñadura con fuerza y el tabernero retrocedió asustado, recordando por un
instante que él era un simple campesino y que no se debía importunar a un samurái.
Con un leve suspiro procuró recuperar la compostura, pues por un instante había sentido el irrefrenable deseo de
hacer pagar todo su dolor a aquel infeliz. Sacó el pequeño cuchillo y se lo entregó.
El posadero lo examinó atentamente y, aunque no era un experto, sabía perfectamente que podría sacar buena
tajada de aquel objeto.
Con aparente desgana y maldiciendo su mala suerte se dirigió a la cocina.
Entretanto, el brillo de aquel extraño objeto había despertado la curiosidad de uno de los ronin sobre el nuevo
parroquiano y ya no prestaba tanta atención a la partida de dados.
La mesa que había elegido estaba cerca del fuego. Lentamente se despojó de la gruesa capa doblándola y dejándola
a su vera. Soltó la correa de la vaina de la katana y la dejó sobre la capa. Ni siquiera recordaba porqué no se había
desprendido de aquel inútil objeto, que se había convertido más en un estorbo que en algo de utilidad. Extendió las
palmas hacia el fuego y respiró con alivio al sentir cómo su cuerpo iba recuperando la vida.
Aunque había perdido peso en los últimos meses, todavía conservaba una constitución física admirable producto de
los muchos años de viajes y entrenamiento. La recia tela del kimono de color azul aparecía descolorida en los bordes
y las mangas y con gusto se hubiera quitado la cota de láminas, pero para ello necesitaba la ayuda de otra persona.
Poco a poco empezaba a entrar en calor y sus músculos a desentumecerse; con un suave movimiento soltó el cordón
de seda que sujetaba el sombrero de paja bajo su barbilla y, tras colocarlo con el resto de sus pertenencias, emitió
un suspiro con alivio.
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El desgarbado ronin que no había dejado de observar dio un leve codazo a su compañero señalando con falso
disimulo hacia aquella mesa y éste a su vez, mientras el tercero recogía los dados en el cubilete para volver a
arrojarlos sobre la mesa, le dio una leve sacudida de hombro y señaló con un gesto de la cabeza en la misma
dirección.
Una vez desprendida de su ropa de abrigo se revelaba la figura de una joven, una mujer que osaba llevar la
armadura de un samurái adaptada a su cuerpo, pero lo que más captó su atención fue la cabellera, de un inusual
tono trigueño. Jamás habían visto un pelo de aquel color, sin lugar a dudas era una hechicera. Uno de ellos hizo un
gesto contra el mal de ojo.
Ajena a todo esto, la joven esperaba con impaciencia al posadero que salió al rato con un sucio bol de arroz, un
pequeño vaso de cerámica y una botellita de sake desportillada. Al ver el color del pelo y dada la superstición de su
gente, se detuvo y tardó un momento en reaccionar, hasta que la anciana con gesto de molestia le azuzó con su
arrugado y huesudo dedo en las costillas.
—Como se te ocurre dejar entrar a un Obakemono en nuestra posada ¡insensato! —la vieja se mostraba visiblemente
aterrada y susurraba las palabras a través de los dos únicos dientes que le quedaban en la boca —, vas a
condenarnos a todos. Dale lo que ha pedido y échala.
No sin cierta reticencia se acercó hasta la mesa y dejó con mano temblorosa los objetos que portaba, evitando en
todo momento mirar fijamente a la mujer.
Levantando su rostro enmarcado por la desgreñada melena le miró fijamente con unos brillantes ojos apagados por
el cansancio. Esta vez el hombre retrocedió visiblemente aterrorizado.
Todo sucedía bajo la atenta mirada de los ronin que habían dejado de lado el juego y centraban su atención sin
disimulo alguno sobre la mujer.
El posadero entró a toda prisa en la cocina que se encontraba en la parte trasera de la taberna y enseñó con manos
temblorosas el wakishazi que no había mostrado todavía a su madre.
—¿Cuándo se marchara? —le increpó la anciana sin entusiasmo alguno —, porque le habrás dicho que se vaya ¿no?
—Lo siento, —balbucía las palabras —, no he podido.
—¿Acaso te da miedo una mujer? —le espetó furiosa —, posiblemente no sea más que una ronin sin señor.
—Sus ojos —dijo temblando de miedo —, tú no has visto sus ojos, ¡son redondos y sus pupilas verdes como el jade!
—¡Te lo dije, idiota, estúpido, es un Obakemono! —gritó con furia mal contenida —, ¡suerte tendremos si no nos
devora a todos!
Con lentos movimientos tomó el cuenco de arroz con la mano izquierda e ignorando los palillos que era incapaz de
manejar, se lo acercó y tomó pequeñas cantidades con la mano que le quedaba libre. El primer bocado, totalmente
insípido, fue como si hubiera tomado ambrosía. Los siguientes los engulló de forma ávida, era la primera comida
caliente que tomaba en mucho tiempo. Al mismo tiempo iba dando largos tragos de sake caliente. Una vez saciado
su apetito se limpió la boca con el dorso de la mano y dejó que la tibieza del licor terminara por calentar su
maltrecho cuerpo.
Su mente, convertida en un caos de oscuros recuerdos, vagaba sin rumbo entre una marea de sentimientos,
repitiendo constantemente las mismas preguntas sin respuesta que la atormentaban.
Los ronin que ocupaban la mesa más alejada terminaron la tercera ronda de sake y el posadero se acercaba a ellos
con otras dos vasijas. Olvidado el juego, miraban desde hacía rato sin disimulo alguno a la mujer de pelo amarillo
que en aquel momento y tras acabar su comida, parecía sumida en una especie de trance murmurando entre labios.
Introduciendo la mano en su costado y trasteando con la armadura, con cuidado la vieron extraer un pequeño
objeto que atrajo aún más su atención.
La pequeña bolsa de cuero del tamaño de un puño permanecía cerrada con un doble nudo y un kanji de protección
grabado sobre la superficie aparecía visiblemente deslucido. El cuidado con el que sostenía aquel objeto tan común
entre las manos aumentó la curiosidad entre los hombres que la observaban y uno de ellos, el que parecía el líder,
entrecerró los ojos forzando la vista.
Hacía tres largos meses desde aquel funesto día y todavía no se había atrevido a sacar del interior la pequeña vasija
funeraria. No encontraba el valor ni la determinación suficiente para verla una segunda vez. Cada instante de aquel
momento estaba marcado a fuego en sus recuerdos.
La nieve derretida junto al manantial en mitad de la montaña, el silencio absoluto que la rodeaba haciéndola
olvidarse del resto del mundo. Concentrada en su tarea, se vio a sí misma agachándose con devoción al borde del
estanque y abriendo la vasija, dispuesta a derramar su contenido con la esperanza de que no fuera demasiado tarde
y a continuación, un suave roce sobre su hombro.
Recordaba perfectamente el asombro mezcla de alegría y sorpresa cuando vio a su lado una vez más aquel rostro
enmarcado por una larga melena oscura y unos ojos acerados brillando mientras le sonreía amablemente, con
aquella calidez que tanto añoraba.
La tibieza de sus manos posadas sobre las suyas impidiéndole terminar con la tarea que le había llevado hasta aquel
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remoto paraje. La dulzura de sus palabras reconfortándola mientras sus mejillas se llenaban de lágrimas y su visión
se hacía borrosa por el llanto. Y el delicado abrazo protegiéndola por última vez, susurrándole palabras de consuelo
al oído y sintiendo el cálido aliento junto al cuello como si fuera real y no una aparición o un mero reflejo de sus
deseos.
Tres meses interminables vagando por una tierra que desconocía, perdida en un eterno mar de dolor que había
agotado todas sus fuerzas. Incapaz de continuar.
—Es una noche fría para estar sola —aquella voz grave le produjo un leve sobresalto que la sacó de su ensoñación—,
es mejor estar en buena compañía.
El que así hablaba era el más pequeño de los ronin, que tomando una botella de sake se había acercado hasta su
lado. Tal era su concentración en la bolsa que había olvidado por completo dónde se encontraba, con un brusco
gesto volvió a ocultarla por debajo de la coraza de láminas y se quedó observando fijamente al hombre con ojos
entrecerrados.
Una nariz bulbosa y la cara picada de viruela no sólo acrecentaban su fealdad sino que desviaban la atención de la
cicatriz que cruzaba su rostro desde la mejilla izquierda hasta la comisura de la boca. Aunque vestido con ropas
sencillas de campesino, conservaba el porte de un samurai, un pequeño mon con el dibujo de una grulla, símbolo del
clan al que había pertenecido, adornaba la sucia chaqueta del kimono y su aliento apestaba a alcohol rancio.
—No es compañía lo que busco —sentenció de mal humor zanjando el inicio de una conversación—; prefiero la
soledad.
—Es raro ver a alguien como tú, nunca había visto ese color de cabello —el hombre hizo amago de acariciar el pelo y
la joven apartó bruscamente la cabeza poniéndose en guardia—, me gustan las mujeres con carácter.
Tomó un largo trago de la botella hasta llegar a vaciarla, el sake resbalaba por la barbilla de su rostro mal afeitado
manchando el kimono y salpicando la armadura de la mujer.
Considerando que ya había soportado demasiado, se puso en pie y apartó de un empellón al ronin que fue a caer de
bruces sobre los rescoldos. Inmediatamente saltó como un resorte por el efecto de las brasas, se había quemado la
palma de la mano y soplaba sobre ella entre gruñidos de dolor mientras el resto de sus compañeros prorrumpía en
sonoras carcajadas.
—¡Eh tú, fuera de aquí, no quiero peleas en mi posada! —el tabernero vio la ocasión ideal en el incidente para
deshacerse de aquella mujer.
Sin prestar atención, anticipándose a los deseos de aquel apestoso tratante de licores ya se había colocado la capa,
tomó el sombrero de paja, el chackram y salió de nuevo al frío de la noche abandonando el resto de sus posesiones.
No había caminado ni treinta pasos en dirección al puente con la intención de cruzar al otro lado cuando el mismo
hombre gritó desde el umbral de la taberna.
—¡Sucia Bruja, vas a pagar por esto! —su voz denotaba ira mal contenida.
Con un movimiento pausado se giró en redondo y pudo ver cómo los cuatro hombres, junto con el ronin de la cara
cortada en cabeza, se acercaban a ella con tono amenazante. Al llegar a su altura levemente iluminados por la luna,
formaron un semicírculo a su alrededor con la clara intención de rodearla.
—No creas que vas marcharte tan fácilmente —se adelantó a sus compañeros—, antes me gustaría ver qué ocultas
con tanto celo.
Una media sonrisa cruel mostró sus dientes amarillentos al tiempo que otros dos se acercaban por ambos costados;
la mujer se preparaba poniéndose a la defensiva.
—Danos lo que tienes escondido bajo tu armadura —le hizo un gesto con la mano—; si lo haces por las buenas no
dejaré que mis amigos te hagan nada malo, por el contrario, si te resistes —esbozó de nuevo aquella cruel sonrisa—,
dejaré que abusen de ti antes de quitártelo.
—Dejadme ir, no busco problemas— el tono de su voz era totalmente neutro, lleno de fatiga.
—No me gusta repetir las cosas dos veces y como parece que no vas a colaborar lo haremos a mi modo —hizo una
seña a sus compañeros.
El ronin que había estado acercándose por la izquierda fue más rápido que el resto, se abalanzó y la sujetó del brazo,
pero tan sólo para recibir un golpe seco en la mandíbula que le hizo trastabillar hacia atrás. Sin embargo los otros
dos la sujetaron con fuerza por la cintura y el brazo derecho. Forcejeaba ante la mirada del último hombre que
parecía más reacio a entrar en combate manteniéndose en un discreto segundo plano, observando por si en algún
momento necesitaban de su ayuda. Al instante supo que se trataba del típico cobarde que se unía a un grupo de
matones fanfarrones por sentirse alguien en la vida y que posiblemente no se metería en la pelea si no veía las
cosas claras. Eso era un punto que utilizaría a su favor.
A pesar de la corpulencia de los hombres se mantuvo firme, los largos años de entrenamiento habían servido para
algo y mantenía la firmeza de sus músculos aún a costa de su delgadez. Con un ágil movimiento y metiendo la
pierna entre las del ronin que la amarraba por la cintura, consiguió desequilibrarle haciéndole caer pesadamente
sobre la nieve, pero había calculado mal sus propias fuerzas y a causa de la debilidad perdió pie yendo a parar al
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suelo con el tercer ronin, que se puso a horcajadas sobre su cintura sujetándola por las muñecas.
Como uno solo, el resto, a excepción de aquel que se mantenía expectante, se abalanzó sobre ella mientras la mujer
no paraba de dar patadas y empujones para desembarazarse del que la sujetaba con firmeza.
El primer puñetazo sonó como un mazazo en mitad de la noche, tan sólo un gruñido salió de su boca cuando recibo
los dos siguientes. Mientras tanto, el ronin de la cicatriz hurgaba entre las ropas bajo su armadura tocando sus
senos con lujuria mientras buscaba el preciado objeto.
—¡Soltadme, malditos perros! —espetó mientras recibía otro golpe en el rostro que le partió el labio inferior.
—No eres tan dura después de todo —se reían mientras la joven sentía que sus defensas iban cediendo.
La falta de sueño, añadida al poco alimento ingerido en los últimos días, la habían debilitado más de lo que pensaba.
Al final, el hombre dio con la pequeña bolsa y sacándola enseñó triunfalmente su trofeo.
— Veamos qué es lo que guardabas con tanto recelo —dejando que sus compañeros la sujetaran, se incorporó y abrió
la bolsa sin cuidado alguno, desechándola a un lado.
— No… por favor —su voz se convirtió en un gemido de súplica.
La pequeña vasija de terracota era observada con avaricia por el ronin que esbozó una vez más aquella especie de
mueca parecida a una sonrisa que afeaba con creces su rostro.
Quitando la tapa observó su contenido y enarcó las cejas sorprendido al comprobar que se trataba de simple ceniza.
El hombre emitió una cruel carcajada que acabó con las pocas defensas de Gabrielle.
—¿Cenizas? —hablaba entre risas—, ¿todo este jaleo por unas simples cenizas?
—Por favor —replicó angustiada—, devuélvemelo.
—Con todo gusto —se acercó a la joven y vertió lentamente su contenido sobre la blanca nieve.
Ante sus atónitos ojos vio como la ceniza iba cayendo como una llovizna de polvo gris, destruyendo su propia alma
con cada mota. En ese momento sintió cómo algo se rasgaba en su corazón y un odio como jamás había conocido
afloró con toda su furia.
El hombre que permanecía sobre ella había soltado su brazo derecho, prestando atención al contenido de la bolsa de
la mujer. Con un rápido movimiento empuñó el Chackram que colgaba de su cadera, sintiendo el frío tacto de la
superficie y haciendo uso de unas fuerzas renovadas por el odio, describió un arco con su brazo cortando
profundamente la garganta del ronin. Durante un segundo bajó la cabeza y miró con ojos atónitos a la joven que
empuñaba aquel extraño objeto empapado ahora con su propia sangre y se derrumbó de espaldas.
Sin darles tiempo a reaccionar, apartó el cuerpo y se incorporó.
La luna reflejó su rostro por un instante, con la melena desgreñada al viento y el rostro salpicado por la sangre
acrecentaban el aspecto de fiereza. Los tres hombres que quedaban en pie se dispusieron a combatir, incluso aquel
que se mantenía rezagado, pero ella sólo se concentraba en aquel que había destruido su bien más preciado.
Reservándose, fue su compañero quien atacó primero con la katana en alto y lanzando un grito de batalla. No le
sirvió de nada.
Como si el tiempo se hubiera detenido, agachó el cuerpo ladeándolo hacia la derecha justo en el momento en el que
descendía la hoja. Ahora ya no tenía aquel aro afilado en la mano, sino que lo había dividido en dos partes
igualmente mortíferas. Clavó con fuerza la que empuñaba en la izquierda en el pecho del hombre que se detuvo en
seco. Mientras caía, atónito por la rapidez de los movimientos de una mujer que hacía tan sólo unos instantes se
había mostrado desvalida, recibió un segundo golpe con la derecha que le seccionó parte del cuello. La nieve volvía a
salpicarse de sangre.
Mientras el cobarde ronin huía, el último que quedaba, aquel que había iniciado todo aquello, se mantenía firme con
las piernas separadas pacientemente, no era tan impulsivo como el resto y esperaría a que ella atacara primero.
La espera no fue larga, todo lo contrario. Emitiendo un grito de furia que le dejó helado por un segundo se plantó
ante él. Caracortada bajó su katana con la intención de golpearla en la cabeza pero se trataba de una treta
ensayada mil veces y en un último instante desvió la dirección hacia la izquierda en un golpe destinado a separar su
cabeza de los hombros.
Pero ese no sería su día de suerte.
Una vez más utilizó la parte del Chackram que portaba en la mano izquierda parando con un golpe seco la maniobra,
miró fijamente a los ojos de aquel hombre por un instante y el brillo de unos ojos que recordaban al mar fue lo
último que vio en su vida. Lanzando su puño de abajo arriba, partió la cara del ronin por la mitad atravesando carne,
músculo y hueso.
El cuerpo inerte cayó pesadamente al suelo entre convulsiones mientas la mujer unía hábilmente aquella arma.
Levantando la vista pudo comprobar que el último hombre, aquel que había salido corriendo estaba todavía a la
vista. Así que sin pensarlo dos veces arrojó el aro que emitiendo un agudo silbido fue a clavarse entre sus
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omóplatos. Con un grito de dolor interrumpió la carrera, echó los brazos hacia atrás intentando quitarse aquel
objeto, dio unos pasos y se derrumbó quedando inmóvil.
Pasaron unos segundos interminables antes de que se percatara de todo lo que había pasado, su cuerpo llevado por
el instinto y años de entrenamiento simplemente había obedecido a sus deseos.
Se acercó al lugar donde reposaba la vasija rota a unos centímetros de la mancha gris en la que se había convertido
la nieve, con movimientos torpes, la sangre que brotaba de sus heridas en las palmas de las manos se iba
mezclando con la ceniza. Había ejercido tal presión sobre las afiladas hojas que se había provocado sendos cortes. El
viento comenzó a esparcir los restos mientras, arrodillada, acumulaba un pequeño montón descolorido en un vano
intento por juntar de nuevo todo el contenido.
Perdida toda esperanza, alzó el rostro y las manos al cielo lanzando un desgarrador grito que pudo escucharse en
todo el valle.
Sus ojos se llenaron de lágrimas que se deslizaban desconsoladamente por un rostro manchado con los restos de
sangre de aquellos hombres.
La nieve hacia acto de presencia con nueva intensidad; postrada de rodillas como estaba, con los hombros encogidos
y la cabeza gacha, no dejaba de observar sus manos con ojos llorosos cuyas lágrimas le escocían en las heridas cada
vez que una iba a caer sobre ellas.
Aquellas manos de cuyos cortes había dejado de brotar sangre debido al intenso frío. Respirando con dificultad
pequeñas volutas de vapor procedentes de su aliento se elevaban en la noche, las hombreras de su armadura
comenzaban a blanquear al igual que su cabello mientras los suaves copos caían a su alrededor cubriendo los
cuerpos inertes de los ronin y haciendo desaparecer lentamente la ceniza bajo un nuevo manto.
Durante largo rato permaneció sin moverse, sin emitir sonido alguno, incluso los hipidos del llanto habían dado paso
a una extraña quietud. Una vez cubierto todo rastro del contenido de la vasija de terracota y abandonada ya toda
esperanza, se incorporó e inició una caminata que la llevaría con determinación hacia el lugar y la idea que se había
instalado en su agotada mente.
Pasó sin inmutarse sobre el cuerpo del primer ronin, dirigiendo sus pasos por el camino de tierra hacia el extremo
opuesto del pueblo, en dirección al puente de Sharu-Bashi.
En aquellas horas de la madrugada ninguna casa de las pocas que conformaban la aldea mostraba signos de vida,
incluso la pequeña iluminación de las lamparillas de aceite de la taberna habían sido apagadas. Tan sólo la tenue luz
de la luna llena que asomaba de vez en cuando entre las nubes iluminaba sus pasos. Llegando a la altura del hombre
de cuya espalda sobresalía el Chackram, apoyó sin miramiento alguno el pie sobre sus riñones y de un tirón sacó el
arma incrustada, procediendo a limpiar en el kimono del ronin los restos de sangre.
Examinó por última vez aquel objeto con detenimiento que se estaba convirtiendo en otra pesada carga, llena de
recuerdos. Las nubes se abrieron en ese preciso instante dejando que los rayos de luna desprendieran un latido
brillante de su filo, como si el arma estuviera dotada de vida propia.
Una vez más lo colocó en su cadera en un simple acto reflejo.
El inicio de aquel puente se divisaba a tan sólo unos metros, se detuvo y suspiro aliviada. Aunque el camino desde la
entrada del pueblo era poco menos de un centenar de metros, aquel trayecto se había convertido en el más largo de
su vida. Una única determinación la obligaba a poner un pie delante de otro caminando con lentitud, absorta de todo
lo que ocurría a su alrededor ni siquiera vio a los dos centinelas del puente que salieron de sus puestos a su paso.
Dos torres de tres pisos construidos de manera sencilla, al estilo sobrio de los samurais, de piedra la primera planta
y de madera el resto se alzaban a ambos lados del puente. Atalayas de vigilancia custodiadas por un pequeño
destacamento de soldados que en ese momento dormían, tan sólo dos hombres permanecían de guardia por turnos.
Sin prestarles atención, siguió caminando en su dirección mientras apretando los dientes tomaba el aro de su
cadera.
Con el frío de la noche y mientras el resto de la tropa descansaba, los dos samurais permanecían ocultos bajo el alero
de una de las torres junto a un brasero, pasándose una botella de vino de arroz al calor del fuego y fanfarroneando
de las contiendas en las que habían participado.
El que se encontraba de frente al camino vio venir a la mujer con paso cansado hacia ellos, un cabello que aunque
sucio era de un inusitado color que le recordó las espigas del trigo en verano hizo que enarcara las cejas
sorprendido. Señalando a su espalda, su compañero se giró en la dirección en la que miraba, sorprendiéndose a sí
mismo con la misma reacción al ver aquella aparición en mitad de la gélida noche. Encogiéndose de hombros hizo un
gesto con la cabeza en su dirección y ambos salieron del puesto de guardia tomando sus Naginatas con la intención
de cortarle el paso.
Cuando estuvo a unos metros, el más corpulento le dio el alto.
—¡Detente, el puente está cerrado! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones y su voz produjo eco en el profundo
barranco bajo el puente.
Haciendo caso omiso continuo sin detenerse hacia ellos mientras veían como empuñaba un objeto circular en su
mano derecha.
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Al llegar a su altura, los dos hombres tomaron posición de combate con aquellas lanzas terminadas en un filo
parecido al de una katana apuntando hacia su pecho, esto la hizo parar en seco. Levantó la mirada y ambos
soldados dieron un paso atrás. Los dos habían participado en batallas en inferioridad numérica y habían salido con
vida. Habían visto de cerca en más de una ocasión la muerte, pero se trataba simplemente para lo que un samurai
era entrenado durante toda su vida. Para ellos era algo normal, pero el rostro de aquella mujer estaba transfigurado
por una mueca que sólo reflejaba odio, un odio irracional como jamás habían visto en la cara de ningún enemigo.
El combate duró apenas unos minutos, confiados en su experiencia en la lucha cuerpo a cuerpo fueron eliminados con
facilidad, sus cuerpos en posturas inverosímiles yacían ahora en mitad del camino con los rostros reflejando todavía
el asombro ante la llegada de una muerte de pelo trigueño.
Con el ruido producido al entrechocar de las armas, los otros seis hombres que formaban el pequeño contingente de
vigilancia salieron para ver que ocurría, mientras algunos de ellos terminaba por colocarse apresuradamente la
coraza y otros empuñaban las distintas armas con las que estaban familiarizados salieron al exterior, tan sólo para
encontrase con sus compañeros muertos a sus pies. No tuvieron oportunidad alguna; recién sacados de un sueño
reparador alguno todavía permanecía adormilado cuando expiró el último hálito de vida.
Tan sólo uno de ellos había logrado rebasar las defensas de la mujer, produciéndole un profundo corte en el muslo
izquierdo que había llegado a tocar hueso. Utilizando una correa de la armadura de uno de los guerreros abatidos, la
ató con fuerza alrededor de la pierna por encima de la herida mientras brotaba gran cantidad de sangre de la misma.
El faldón de su Hakama se había pegado a la pierna y notaba la sangre derramarse en finos regueros a lo largo del
muslo hasta llegar al tobillo. Observó el inicio del puente emprendiendo la marcha con una ostensible cojera.
A cada paso sentía cómo la carne desgarrada por un corte limpio se abría provocándole un insufrible dolor, pero ya
nada le importaba. Tan sólo unos pasos más.
El puente de Sarhu-Bashi se alzaba majestuosamente a casi cincuenta metros de altura entre los dos extremos de
una profunda garganta, por la que discurría un gran río cuyas orillas aparecían heladas. Construido trescientos años
antes, todavía conservaba la fortaleza de una construcción obra de un genio, el propio arquitecto, un anciano
venerado fue enterrado vivo por orden propia entre los sillares de piedra de cada extremo del puente. Se decía que
su espíritu protegía el puente y que jamás se derrumbaría.
Amanecía en el horizonte cuando Gabrielle llegó a la mitad del puente. La pérdida de sangre así como el dolor de la
pierna que no sostenía por más tiempo su peso, hicieron que se derrumbara de rodillas junto a la baranda de
madera. Con movimientos torpes producto del agotamiento físico utilizó el Chackram para cortar las cinchas que
sujetaban la coraza y las perneras de la armadura.
Apartándolas a un lado, besó con suavidad la superficie del aro cerrando los ojos y colocándolo a continuación con
gesto cansado sobre la coraza.
Con gran esfuerzo se incorporó apoyándose en el pasamanos del puente, la determinación le ayudó a reunir las
últimas fuerzas en un acto desesperado. Pasó su cuerpo por encima de la baranda, colocando los pies en el espacio
que quedaba entre los maderos que sostenían la parte superior.
Sujeta con manos temblorosas y firmemente apoyada en la vieja madera del puente, elevó la mirada al cielo
nocturno que ya clareaba, un cielo repleto de estrellas apenas reconocibles a través de las lágrimas que inundaban
su rostro.
—Lo siento —logró balbucir.
En un susurro apenas audible a través de unos labios amoratados y mientras buscaba un destello de aquellos ojos
azules tan familiares en las propias estrellas, inclinó el cuerpo levemente hacia atrás y se dejó caer.
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E L D R A G Ó N D E L O S O J O S D E J A D E
Por el Kender
Capítulo 2.
A los pies del monte Honshu y formando parte de la cadena montañosa que atravesaba la parte sur de la isla, bajo el
manto invernal descansaba plácidamente la aldea de Hayashi, una de las tantas que aprovechando el curso del río
hacían de la pesca su principal fuente de recursos.
Atrapado en lo profundo del valle por sus laderas y aprovechando al máximo la escasa superficie para el cultivo, las
terrazas creadas artificialmente por la mano del hombre para el cultivo de arroz, brillaban bajo los primeros rayos de
sol reflejándose en la fina capa de hielo que las cubría, a la espera de la llegada de la primavera. Aquel hielo servía
de protección a la fértil tierra a la par que producía un extra de agua para la conservación de los arrozales.
Separados por pequeñas empalizadas construidas con bambú que cumplían una doble función, delimitar los terrenos
de cada campesino y evitar que los animales salvajes, en especial los jabalíes, hicieran destrozos en busca de
comida, los terrenos formaban una vistosa alfombra de tonalidades verdes al llegar el buen tiempo.
Los bosques de abetos y hayas que abundaban en aquella zona eran considerados sagrados y tan sólo se permitía
cortar la madera de algunos bajo la atenta mirada de un monje, encargado de que los hombres no abusaran de los
recursos. Cubiertos ahora por la nieve, daban un aspecto de tranquilidad a los observadores que desde lo alto de las
montañas seguían los sinuosos senderos, en los múltiples pasos que comunicaban las aldeas de las cumbres con las
del valle.
Un águila pescadora surcaba el cielo buscando una presa con su aguda mirada centrada en el río, aquel era la única
ave que sobrevivía a los rigores del invierno en aquel lugar. De un vistoso plumaje marrón y destellos dorados en la
cola, en un momento dado se lanzó en picado extendiendo las garras.
Dando una rápida pasada sobre la superficie remontó el vuelo con una trucha atrapada en su afilada presa.
Hacía rato que el águila era seguida sigilosamente a través de la rivera del bosque. Procurando mantenerse oculta
entre los árboles y con el arco en las manos, la joven cazadora esperaba paciente a que el ave se posara sobre una
rama en lo alto para dar cuenta del pez, colocó una flecha en la cuerda, tensó el arco y apuntó con la seguridad que
da la experiencia.
Justo en el momento en que se disponía a disparar, sintió que algo tiraba insistentemente de la manga de su kimono
haciéndole perder la concentración, miró hacia abajo y vio a su hermana pequeña sonriente.
—¡Maldita sea! —susurró procurando no ser oída — ¿Qué haces aquí, Mitsuko?
—No dispares, es muy bonita —la pequeña de ocho años continuaba sonriendo.
—Sus plumas son buenas para las flechas —le regañó amablemente—, además necesitamos comida.
—Pero a mí me gusta, busquemos algo más grande —señaló hacia su izquierda—, creo haber visto un zorro por allí.
—Sabes perfectamente que no hay zorros en esta parte del bosque —su hermana mayor comenzaba a impacientarse
—, además te he dicho muchas veces que no me sigas cuando voy a cazar.
—Ni siquiera te has dado cuenta que iba tras de ti —se tapó la boca sofocando algo más que una risa—, pues vaya
cazadora estás tú hecha.
La conversación duró unos minutos pero fue suficiente para que el águila se percatara de su presencia y remontara el
vuelo dejando su comida a medio terminar.
—No puedo creer que lo hayas vuelto a hacer —metió la flecha en el carcaj y se pasó una mano por la cara.
—Algún día lograré volar como las águilas —dijo frunciendo el ceño adoptando una pose seria.
—Cuando las piedras puedan flotar —contestó resignada revolviendo el cabello de su hermana.
Tardaron casi una hora en recorrer el camino hasta la aldea y el último tramo del trayecto Mitsuko lo hizo a hombros
de su hermana. La niña iba cantando una tonta canción infantil que terminó siendo tarareada en voz baja por su
hermana mayor; en un vano intentó que no se diera cuenta de la sonrisa que afloraba a sus labios. Aunque muchas
veces se comportara como una verdadera cabeza hueca, debía aceptar que aquella cría era más sensata de lo que
aparentaba.
Era la segunda mujer nacida en una humilde familia de pescadores, así que sus padres habían decidido no tener más
hijos a riesgo de que naciera otra hembra. La vida en el campo era dura y más en aquel país que tenía en tan baja
estima a las mujeres. Útiles tan sólo para las tareas de la casa y procrear descendencia que hiciera perdurar un clan
samurai en el tiempo, muchas veces, a excepción de las que trabajaban en el campo, se convertían en meros
objetos de decoración de la corte.
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Por eso Kasumi se había metido en más de un lío al comportarse como lo haría un varón: saliendo a cazar, a buscar
leña o realizando tareas propias de los pescadores. Su padre la tenia en gran estima pues le ayudaba con las tareas
de recoger y reparar las redes del río, a pesar de que en más de una ocasión reprobaba su comportamiento.
Aquella mañana la aldea bullía de actividad, en plena temporada del salmón los aldeanos extendían las redes en los
porches de sus casas revisando cada nudo y arreglando los desperfectos. Mientras en el altar junto al río el monje de
Amaterasu realizaba ofrendas, bolas de arroz, saque y quemaba incienso, el resto de la población ultimaba los
detalles calafateando los botes que necesitaban brea, al tiempo que las mujeres preparaban la comida para una
semana.
Utilizando los botes ascenderían por la corriente del río hasta llegar al lugar idóneo, un vado de grandes piedras a
menos de media milla del Puente del Mono y que permitía cruzarlo durante el estío. Allí colocarían las redes de una
orilla a la otra esperando que los salmones que habían subido hacia el lago del que se alimentaban las aguas del río,
iniciaran el descenso hacia las redes. Dispuestas en zigzag no atrapaban a todos los peces sino que permitían que
dos tercios regresaran al mar; hacía generaciones que se realizaba de aquella manera y gracias a ello tenían acceso
a una fuente de alimentación prácticamente inagotable.
Llegaron al pueblo y saludaron afablemente a los aldeanos que se iban encontrando por el camino. Una anciana se
paró delante de ellas y le ofreció un dulce de castaña a Mitsuko que le dio las gracias con entusiasmo. Ayudada por
su hermana bajó de sus hombros y se inclinó cortésmente.
—Estás creciendo muy rápido —sonrió con amabilidad.
—Y también gana peso cada día —miró irónicamente a la niña.
—¡Eso no es cierto! —hizo un mohín—, peso lo mismo que hace un año.
—Pues mi espalda dice lo contrario —carcajeó con ganas.
Comenzó una persecución que las llevó hasta el porche de la casa riendo y entraron en tromba, topándose de frente
con su madre que se dirigía al exterior. La bandeja con cuencos que portaba voló por los aires y se desparramó por
la estancia con un estrepitoso ruido.
—¿Se puede saber a dónde vais con tanta prisa? —sujetó a Mitsuko por el cuello del kimono—, mirad el estropicio
que habéis formado.
—Ella ha empezado primero —dijo Kasumi bajando la mirada.
—Es una niña, pero tú ya eres toda una mujer —le recriminó acariciándole la mejilla—, dime ¿cuándo vas
comportarte como una adulta?
—Lo siento, te ayudaré a recoger todo —se agachó tan sólo para comprobar que su hermana ya había comenzado a
coger los trozos de cerámica rota.
—Siempre me estás metiendo en líos —murmuró intentando no sonreír.
—Pero así la vida es más divertida —le guiñó un ojo—, no hay muchas cosas con que distraerse en esta aldea.
—En los próximos días vas a tener que usar la imaginación —añadió tomando el último trozo de cuenco—, mañana
saldremos de pesca río arriba.
—Qué aburrido —sentenció.
Matsuede era una mujer amable incapaz de llamar la atención de sus hijas, en especial de la pequeña. Cumplidos los
cuarenta, desde que nació había proporcionado alegría al hogar, era imposible que pasara un día sin que hiciera
alguna trastada y aunque su padre era severo siempre acababa riendo en privado junto a su esposa las ocurrencias
de la niña. Aquella mañana preparaba la comida para una semana almacenándola cuidadosamente entre hojas de
alga seca y sal en un cajón de madera de bambú pulida, una tetera hervía al fuego colgando sobre un brasero
situado en el centro de la estancia principal.
Situada cerca del río, la vivienda aunque modesta no estaba exenta de comodidad. Un salón espacioso al que se
accedía a través de otra estancia menor en la cual los visitantes dejaban sus sandalias, daba paso a dos habitaciones
al fondo, una para el matrimonio y otra más pequeña orientada al oeste. Desde ambas se tenía una magnífica vista
de las montañas y allí pasaba gran parte del tiempo Mitsuko en primavera, observando cómo el bosque iba
cambiando de tonalidad y adquiría los colores verde intenso propios de la época mientras jugaba con su gato Neko,
distraída siempre por el vuelo de los petirrojos que acudían a comer los granos de arroz que les arrojaba, pasaba las
tardes después de ayudar en las tareas domésticas a su madre.
Junto a la casa y en la parte posterior, un baño de madera de tejo pulida al que se accedía desde la estancia principal
a través de un panel soji y la cocina anexa, terminaban por completar la vivienda.
Kasumi arrojó los restos de cerámica en un cubo de madera y tomando a su hermana pequeña fueron a darse un
buen baño para quitarse el cansancio y la suciedad de encima antes de que su padre llegara.
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Atardecía y la frenética actividad de la aldea iba cesando poco a poco, casi todo el mundo se había retirado a cenar
en aquellas curiosas casas de paneles móviles y recias techumbres de paja, dejando todo preparado para salir de
madrugada río arriba.
La puerta principal se movió hacia un lateral y Keita, el cabeza de familia entró dando enérgicas pisadas bajo el alero
del tejado quitándose así los restos de nieve del camino. Se descalzó y, dejando las sandalias en la entrada, cerró la
puerta.
Al igual que su mujer y a pesar de acercarse a los cincuenta años todavía poseía una constitución admirable. De
altura superior a la media y anchos hombros, su musculatura se mantenía en forma gracias al duro trabajo. Siempre
llevaba el cabello recogido en una coleta y la barba bien afeitada que le hacía parecer más joven.
—Buenas noches —saludó afablemente su esposa inclinando la cabeza—. Habéis terminado más pronto que otras
veces.
—Buenas noches —le devolvió el saludo acariciándole con amabilidad el cabello—. Esta vez teníamos pocas
reparaciones que hacer, así que mañana saldremos más temprano que de costumbre.
—He llevado ofrendas al santuario de Amaterasu —mientras Keita sacaba una mesita de madera lacada de un
armario oculto tras uno de aquellos paneles y que aparentaba ser parte de la pared, Matsuede repartía la cena en los
cuencos—; espero que este año la pesca se dé mejor que el pasado. Casi hemos llegado a fin de año con un puñado
de kokus.
—Confío en que sea así —le dio un beso en la mejilla tomando dos cuencos—, este año Fumio y Ayami no podrán
venir. Tiene fiebres de invierno, hemos acordado repartir con ellos las ganancias.
—Estoy segura de que ha sido cosa tuya —aunque se lo negara, la mujer conocía el carácter de su marido—; es
buena idea.
—Tú hubieras propuesto lo mismo —sonriendo.
Matsuede le dio un beso en los labios en el momento que sus hijas salían del baño envueltas en gruesos kimonos. La
pequeña rió con la complicidad de su hermana.
—Os hemos pillado —dijo y fue corriendo a abrazar a su padre.
—Esta niña no tiene remedio —tomándola en volandas se dejó querer.
La cena transcurrió entre conversaciones triviales; el mal tiempo que hacía, la enfermedad de sus amigos que no
podrían acompañarles, lo buena que era la comida de su madre y que cada día se superaba al tiempo que daban
buena cuenta del pescado en salazón, el arroz con verduras y el dulce de tofu con algas. Todo ello acompañado por
agua del manantial que brotaba cercano a la aldea.
Al fin y tras recoger el salón dejando tan sólo el brasero central que caldeaba el ambiente, Matsuede ofreció a sus
hijas pastelillos de castaña y judías dulces, al tiempo que su padre sacaba un viejo librito dispuesto a narrar un
cuento a la pequeña antes de retirarse a dormir. Las luces de la aldea se habían ido apagando siendo la última la de
su casa. Aquella noche nevó copiosamente.
En plena madrugada con los gallos todavía durmientes, el padre de una perezosa Kasumi que se negaba a salir de
entre las cálidas mantas, esperaba pacientemente a que su madre lograra despertarla. Aunque podía transportar sin
esfuerzo el cajón de bambú con las provisiones hasta su barca, le gustaba que su hija le ayudase, hacía rato que las
redes descansaban en la proa dobladas convenientemente y dos de los veinte pescadores que formaban la
expedición ya habían partido.
—Kasumi vamos, levanta —la joven era zarandeada amablemente por Matsuede—, tu padre va a enfadarse, no seas
remolona.
—Sólo un poquito más —murmuró girándose hacia el lado contrario—, ya iremos a pescar mañana, hace frío.
—Si no te levantas ahora mismo haré que os acompañe tu hermana —sentenció cruzando los brazos en actitud de
enfado.
Aquella amenaza surtió el efecto deseado, encarándose con su madre le lanzó una mirada acusadora.
—Eres una tramposa —añadió.
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Las barcas descansaban amarradas en el pequeño embarcadero mecidas suavemente por las aguas, anchas y de bajo
calado eran fácilmente manejables en aquel río de aguas rápidas y traicioneras. Keita recordaba con nitidez el primer
año en el que se instaló con su esposa en aquella aldea, de cómo reparó la casa que le asignó el viejo alcalde y de
cómo al ir a pescar en compañía de los aldeanos a punto estuvo de ahogarse al caer al río, si no hubiera sido por la
rápida intervención de sus compañeros. Desde entonces no sólo les profesaba una gran estima sino que se había
convertido en un experto pescador.
Acarreando el cajón llegaron a su bote, Kasumi saltó ágilmente dentro ayudando a su padre a introducir las
provisiones a proa, amarrándolo con manos ágiles para evitar que fuera a caer en algún embate de las aguas.
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A una orden del jefe del grupo se pusieron a los remos y soltando amarras partieron río arriba.
La corriente no era fuerte en aquella zona, pero se verían obligados a bajar de los botes y llevarlos izados a mano por
tierra, en la zona donde pasaba de ser un río manso a convertirse en rápidos, una milla hacia el norte.
Casi dos horas después, con los cuerpos empapados en sudor a causa de las recias ropas invernales y el esfuerzo
físico, llegaron a su destino.
Tardaron casi otra hora en colocar las redes entre los postes que hacía años utilizaban para tal efecto y que a
principios de verano, cuando bajaba poco agua, revisaban y cambiaban. Aquellos que se habían roto o habían sido
removidos del fondo, ya fuera a causa de la corriente o por algún tronco que en ocasiones era arrastrado por las
riadas de la primavera, era cambiado por uno nuevo.
Se tomaron un merecido descanso junto a la hoguera que habían encendido en un remanso del río, protegidos del
frío por los inmensos arboles. Compartiendo tiras de salmón ahumado y un poco de sake.
Las primeras luces del alba fueron desplazando lentamente a la oscuridad arrojando brillos cegadores de las cumbres
de las montañas. Sin pérdida de tiempo colocaron las barcas en dos filas transversales al río, una por delante de las
redes y el resto treinta metros mas abajo en un increíble ejercicio de movimientos coordinados a la perfección. Cada
bote estaba amarrado al otro y los que se encontraban en los extremos a los árboles de la orilla, formando así un
remedo de cadena.
La misión de la primera barrera era impedir que algún objeto pesado pudiera romper las redes y por ello debían
mostrar especial atención. Una rama grande era capaz de destrozarlas y todo el trabajo habría sido en balde.
Aquellos que se mantenían en una posición retrasada serian los encargados de recoger a cualquiera que se cayese de
las barcas. Fue así como Keita había salvado la vida.
Los salmones comenzaron a bajar en una primera oleada que duraría casi una semana, muchos sorteaban hábilmente
las redes pero otros iban a caer en las que se habían dispuesto a tal fin en los extremos, continuamente los
pescadores que permanecían en la orilla retiraban las redes, arrojando los peces a una pequeña presa de bambú
construida a tal fin y que los mantenía con vida.
Kasumi fue la primera en detectar el extraño objeto que bajaba arrastrado por las rápidas aguas en su dirección,
parecía un trozo grande de madera quemada o el cuerpo de algún animal que se había ahogado, posiblemente un
ciervo.
—¡Mira padre! —señaló en aquella dirección.
—¡Preparad los bicheros, atentos! —gritó Keita dirigiéndose a los otros pescadores. Cuando faltaban unos metros
para que llegara hasta ellos y con la luminosidad creciente se dieron cuenta de que no se trataba de un animal. Llegó
junto a la primera barca golpeándose con violencia, esto hizo que el pescador que estaba a punto de agarrarlo
perdiera el equilibrio y a punto estuviera de caer de no haber sido por la ayuda de su compañero. Keita fue más
rápido y utilizando el bichero, sujetó con fuerza lo que parecía ser un cuerpo humano.
—¡Ayúdame Kasumi! ¡Es muy pesado! —dijo con aparente nerviosismo. Con gran esfuerzo izaron el cuerpo a la barca
y los dos permanecieron atónitos ante la sorprendente pesca.
—Es una mujer —murmuró el hombre, al tiempo que los pescadores de las barcas contiguas intentaban ver que
sucedía.
—¿Te has fijado en el color de su pelo? —Kasumi se agachó y comprobó el cuerpo.
Los ropajes de un azul intenso se habían oscurecido empapados por el agua, había perdido una de las sandalias y
tenía rasguños en manos y cara. Un desgarro en la hakama de su pierna izquierda mostraba una fea herida y el
golpe contra la proa de la barca le había producido una brecha en la cabeza de la que sangraba profusamente.
Inclinándose sobre ella a la vez que se agarraba a los bordes de la barca, Keita puso el oído junto a su boca, tardó
segundos en notarlo pero un leve hálito de vida pugnaba por mantener aquel cuerpo en la tierra de los vivos, apenas
sintió en la mejilla la calidez de un suspiro.
—Sigue con vida —dijo aliviado—, tenemos que regresar a la aldea.
—Pero padre —interrumpió Kasumi —, su pelo. Es un Oni.
—Déjate de tonterías, no existen los demonios —Keita era un hombre pragmático poco dado a las supersticiones y si
bien rezaba a los dioses, no creía en el mundo sobrenatural.
Se levantó y manteniendo el equilibro explicó su intención al resto de hombres de regresar al pueblo.
—Aún permanece con vida. Todavía estamos a tiempo y tal vez el curandero pueda salvarla —pidió ayuda a sus
compañeros, dudando de sus palabras al comprobar una vez más las heridas.
Sin pensarlo dos veces, realizando una peligrosa maniobra, consiguieron trasladar a la joven de barca en barca con
gran cuidado. Una vez en la orilla construyeron con rapidez unas parihuelas y la transportaron hasta las que se
encontraban en retaguardia.
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Cambiando el orden de los pescadores, dos amigos suyos ocuparon su barca mientras el resto se distribuía entre las
restantes. Soltaron las cuerdas que las unían y Kasumi, que seguía recelosa mirando a la mujer, iniciaron junto a su
padre un peligroso descenso a través de los rápidos; la joven no había sentido nunca tan de cerca el peligro cuando
vio las rocas asomando violentamente a un lado y otro de la barca mientras Keita dirigía el timón con mano experta.
Le había ordenado que se colocara junto al cuerpo y que procurara sujetarla con fuerza y eso hizo. Pero más fruto
del pánico que de las órdenes de su padre.
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El cuerpo iba cayendo al vacío mientras el mundo se detenía a su alrededor, contemplando con ojos vidriosos como
se alejaba el puente y moviendo los brazos por la inercia. Dirigiéndose al encuentro de una ansiada muerte a manos
de las gélidas aguas del río.
La garganta iba estrechándose y las ramas de los árboles que crecían de extraña forma en las paredes de roca
arañaban su cuerpo, rasgando la ropa y produciéndole cortes cuyo dolor no sentía. Apenas a diez metros de la
superficie del agua se golpeó la espalda contra una gruesa rama con tal violencia que a punto estuvo de arrancarla
de cuajo, perdiendo al instante el conocimiento. Su cuerpo fue a caer en una de las orillas heladas, quebrando el
hielo con un sonoro estrépito que alteró la quietud de aquel lugar, fue arrastrado por la corriente al instante y,
debido a la fuerza de la corriente, la joven fue sacada del fondo siguiendo el curso de las aguas con rapidez.
:::::::::::::::::::::::::::::::::::::::
Dejando atrás los rápidos tardaron menos de lo esperado en avistar la aldea, Keita hacía uso de toda su fuerza
impulsando el bote con mano firme en dirección al embarcadero. Un grupo de mujeres que recogía cubos de agua en
la orilla los vieron y la alarma cundió de inmediato, algo malo había sucedido.
Una de las mujeres dejó el cubo y salió a la carrera en busca de ayuda mientras el resto quedaban expectantes con el
corazón en un puño. En contadas ocasiones un pescador había regresado anticipadamente y siempre para comunicar
malas noticias.
Con un último esfuerzo la barca fue a encallarse violentamente en la orilla levantando barro y piedras; debido al
impacto Kasumi de desplomó sobre el cuerpo de la mujer que permanecía totalmente inmóvil.
Apresuradamente, el grupo que permanecía en el embarcadero fue en auxilio de los pescadores cuyo bote se hallaba
a pocos metros y al ver la carga que portaban, más de una hizo un gesto contra la mala suerte; aún así les ayudaron
a sacar el cuerpo y utilizando las parihuelas que habían construido pusieron rumbo a casa de Keita.
La noticia se había extendió con rapidez y un numeroso grupo se dirigía hacia el río, encontrándose de frente con el
que venia encabezado por el pescador que portaba un extremo del camastro improvisado.
—Matsuede, ve en busca del curandero —le dijo a su mujer cuando alcanzó a la comitiva—, necesitamos
urgentemente su ayuda.
—¿Quién es ella? —no pudo por menos que sentir pena al ver el lamentable estado en el que se encontraba la joven.
—La hemos rescatado del río, casi no respira —contestó sin detener sus pasos hablando entrecortadamente—. Que
alguien vaya también en busca del monje.
Como si de una sola persona se tratara, mientras la esposa de Keita iba a casa del curandero, otras dos mujeres
salieron en dirección al pequeño santuario que existía a media milla, oculto en un claro del bosque y dedicado a la
divina Amaterasu.
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La casa del curandero situada a las afueras era una de las construcciones más sólidas de la aldea, con una techumbre
de tejas de madera lacada de un rojo intenso y gruesos maderos a modo de postes sosteniéndola, mostraba en su
fachada toda suerte de hierbas y plantas secándose a la intemperie. Matsuede ni siquiera se descalzó en la entrada,
deslizó el panel de madera y pasó al interior llamando al curandero.
—¡Isamu! —buscó en la penumbra de la estancia.
Gran parte de la sala se hallaba abarrotada de cestos, cuencos y vasijas que contenían las plantas que utilizaba en
sus curaciones, un dulzón aroma a flores secas flotaba en el ambiente.
Aturdida por el calor sofocante del interior, en un principio se vio obligada a taparse la nariz con la manga del kimono
para no estornudar a causa del fuerte olor a especias. Llamando de nuevo con insistencia, el anciano apareció por la
puerta que permanecía abierta con un cesto en la mano repleto de setas y helechos.
—¿Qué prisas son éstas? —interrogó molesto observando el rastro de barro y nieve que había dejado.
—Han traído a una mujer herida, necesitamos de tus conocimientos medicinales —sonrojada se disculpó—. Está muy
grave por lo que he podido comprobar a simple vista.
—Espera un instante, prepararé mis utensilios —fue hacia la parte trasera de la casa, entregándole antes a Matsuede
una escoba—, y ve limpiando el suelo mientras tanto.
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La sala principal de la casa se hallaba abarrotada por los curiosos que habían ido a ver a la extraña mujer de pelo
amarillo, la más sorprendida a la par que alegre por el inusitado acontecimiento era Mitsuko, que se esforzaba por
mantenerles apartados de la habitación de sus padres.
Plantada delante de la multitud no paraba de hacer aspavientos con los brazos frunciendo el ceño.
—Marchaos, aquí no hay nada que ver —dio un empujón que no obtuvo ningún resultado intentando hacer retroceder
a uno de los aldeanos—, vais a conseguir enfadarme.
Acostándola con cuidado sobre un futón que las mujeres habían sacado del armario empotrado, procedieron a
quitarle las ropas empapadas no sin antes obligar a Keita a salir.
Aprovechando la oportunidad, la niña se introdujo en la habitación deslizando de golpe la puerta tras de sí, mientras
su padre obtenía mayor éxito obligando a los aldeanos a regresar a sus respectivos hogares; una vez se hubo
vaciado la casa del gentío, avivó el fuego del hogar para caldear el ambiente, ajeno a lo que ocurría al otro lado del
panel soji.
Mientras una mujer la incorporaba otra iba desatando el fajín del kimono, al mismo tiempo Kasumi procedía a desatar
la única sandalia que llevaba puesta. Las ropas estaban pegadas al cuerpo y a causa del agua se habían vuelto tan
pesadas que les costó quitárselas; al retirar la camisa de algodón quedó al descubierto el tatuaje de un gran dragón
enroscado sobre sí mismo y que ocupaba casi toda su espalda. La mujer que estaba a su espalda abrió los ojos
sorprendida, al igual que Mitsuko que observaba toda la operación muy de cerca. Tan sólo los samurai o las geishas
grababan sus cuerpos con tales dibujos y aquella mujer no tenía aspecto de ninguno de los dos.
El pescador que esperaba pacientemente al otro lado pudo escuchar una exclamación conjunta de asombro cuando,
quitándole la hakama, aquel pantalón de corte ancho, quedó al descubierto la herida del muslo izquierdo. Un
profundo corte que en contacto con las frías aguas del río había dejado de sangrar pero que ahora, en un ambiente
más cálido comenzaba a empapar el futón de un rojo oscuro.
Sin pensarlo dos veces la mujer más joven se quitó el fajín de seda estampada y lo aplicó con fuerza a la herida.
Utilizaron otro más para improvisar un vendaje encima del primero para impedir que se desangrara. Justo en ese
momento entró Matsuede en compañía del sanador que de inmediato se arrodilló examinando a su paciente.
Observó el cuerpo durante unos segundos y comenzó a dar órdenes.
—Kasumi, necesitaré agua caliente y tela de algodón en gran cantidad —le indicó a la joven—; Yuko y Fumio podéis
marchaos, lo que menos necesito en este momento es una habitación atestada de gente.
Le gustaba conocer el nombre de todos sus pacientes, pues se aseguraba así que cumplían sus órdenes cuando les
recetara algún remedio, sabía perfectamente que la gente se volvía más receptiva cuando eran llamadas por su
nombre.
Las dos aldeanas que le habían quitado la parte superior de la ropa saludaron cortésmente y abandonaron la casa,
saludando de paso a Keita que preparaba té. Kasumi salió del dormitorio.
—Padre ¿puedes preparar más agua caliente? —comenzó a remangarse el kimono—, el señor Isamu la necesitará.
—Por supuesto, junto a la cocina tienes un cubo de madera que puedes llenar —señaló el lugar.
—Espero que esa joven se ponga bien —dijo con sinceridad—, nunca había visto a nadie en tan mal estado.
El sanador palpó con los dedos el cuello de la mujer y frunció el ceño, a continuación abrió su boca sujetando la
barbilla y aplicó el oído entrecerrando los ojos. Alzó con rapidez la cabeza y miró fijamente a Matsuede.
—Sus pulmones pugnan por respirar pero están encharcados de agua, ayúdame, ¡rápido! —se puso al costado y de
nuevo dio las órdenes precisas.
Atendiendo con diligencia lo que Isamu le indicaba, pusieron boca abajo a la joven y giraron su rostro hacia un lado.
El dragón era claramente visible a la luz de las lamparillas que habían encendido, las escamas de un verde intenso
parecían emitir brillos apagados, como si reflejaran el estado moribundo de su portadora. Aplicando ambas manos
entre los omoplatos comenzó a ejercer presión sobre la espalda durante varios segundos hasta que el cuerpo se
convulsionó y la mujer vomitó expulsando gran cantidad de agua mezclada con restos de sangre.
Mitsuko hizo un mohín de asco pero no apartó la mirada; fascinada por el intrincado dibujo del dragón le era
imposible dejar de observarla.
Colocaron de nuevo el cuerpo boca arriba y esta vez pudieron comprobar que su pecho se alzaba levemente,
iniciando una entrecortada respiración que sonaba como un viejo fuelle. Con gran ternura, Matsuede limpió
cuidadosamente las comisuras de sus labios de los restos de vómito así como el tatami manchado.
Isamu abrió el hatillo de las medicinas sacando un paquete de cuero enrollado y algunos frascos de cerámica, lo
desenvolvió cuidadosamente y dejó a la vista varios instrumentos de cirujano.
La madre de Mitsuko la obligó a salir en ese momento, apenas se había dado cuenta de su presencia pero no quería
que la niña viese una operación a su edad. Con cierta reticencia la pequeña fue a sentarse junto a su padre.
—No tengo idea de lo que le ha podido pasar a esta mujer —dijo mientras quitaba el improvisado vendaje—, de lo
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que sí estoy seguro es que la herida de su pierna ha sido provocada por un sable.
—Podría haberse caído de un caballo o haber tropezado yendo a parar al río —observó Kasumi que llegaba con el
agua caliente.
—He visto heridas como estas antes, cuando era más joven —emitió un gruñido—, por eso abandoné el ejército,
estaba cansado de curar heridos y mutilados y de ver como los hombres se mataban unos a otros por causas
estúpidas —era la primera vez que ambas veían al gruñón de Isamu hacer una confesión sobre su vida y esbozaron
una sonrisa cómplice.
Con manos hábiles separó el corte comprobando la profundidad del mismo, ambas mujeres apartaron el rostro
espantadas por la crueldad de la herida. Emitiendo otro gruñido, tomó uno de aquellos instrumentos comenzando a
raspar la sangre seca, de vez en cuando cambiaba y cortaba algún trozo de músculo que había comenzado a
oscurecerse. Una vez limpio de todo rastro de posible infección, lavó a conciencia el corte.
Abriendo tres de los tarros, sacó sendos ungüentos, a cuál más apestoso, y los mezcló con plantas medicinales secas
macerándolos en un mortero y formando una espesa masa de color oscuro; escupiendo varias veces en el interior
utilizó como aglutinante su propia saliva.
Extendió por toda la herida dicho emplasto, colocó grandes hojas de alga que iba humedeciendo en el agua caliente
sobre el muslo y lo vendó con tiras de algodón.
La joven había comenzado a sudar en abundancia y Matsuede puso su mano en la frente comprobando la
temperatura.
—Sagrada Amaterasu, ¡está ardiendo! —dijo alarmada.
—Sin embargo sus manos están frías —añadió Kasumi tomándolas entre las suyas.
—No es buena señal, ha pasado mucho tiempo en el agua y aunque el frío ha impedido que se desangre los demonios
de la fiebre reclaman su cuerpo —Isamu no paraba de mover la cabeza afectado por el cansancio—; su cuerpo sufre
calenturas pero al mismo tiempo se enfría.
—¿Qué podemos hacer? —suspiró Matsuede preocupada
—Deberíamos avisar al monje —respondió afligido Isamu.
—Hace rato que fueron en su busca —añadió Kasumi.
Terminada la intervención en la pierna, el curandero centró su atención en la brecha de la cabeza. A simple vista no
revestía gran importancia pero la mancha de sangre seca que apelmazaba su cabello aparentaba lo contrario.
Tomando unas tijeras rapo sin miramiento alguno el cabello en la zona que le impedía tener un buen acceso a la
herida.
Exploró con cuidado el contorno que iba adquiriendo un tono violáceo y tomó la misma pasta que había utilizado con
la pierna extendiéndola del mismo modo. La aguja y el hilo terminaron por completar la operación; con hábiles
puntadas suturó la herida suspirando aliviado al comprobar que su paciente no mostraba signo alguno de
consciencia. Tal era el estado en el que se hallaba sumida, que el curandero temió lo peor a pesar de haber hecho
uso de todos sus conocimientos médicos. Sin revelar aquellos oscuros pensamientos, terminó por vendarle también
la cabeza, recogió su equipo de curandero y se dispuso a marchar.
—Sólo queda por hacer una cosa: mantened el cuerpo caliente —entregó una bolsita de tela a Matsuede—, aunque la
fiebre suba, en su interior está aterida por el frío. Disuelve ese preparado en agua y dáselo.
—¿Pero cómo va a beber estando inconsciente? —Kasumi le miró interrogante.
—Sencillo: tapadle la nariz —sonrió a medias—; abrirá la boca para respirar y es entonces cuando debéis verter el
líquido en su garganta. Aseguraos de dejarla respirar entre trago y trago.
—Gracias —dijo Matsuede amablemente.
—No hay de qué —respondió Isamu con una leve inclinación de cabeza—, sólo espero que el monje llegue a tiempo.
—¿Acaso teméis por su vida? —dijo kasumi apesadumbrada.
—He tratado a pacientes con heridas más graves —respondió frunciendo el ceño—, pero creo que no es su cuerpo lo
que necesita ser curado —las miró con el cansancio de un viejo guerrero reflejado en los ojos y salió de la
habitación.
Cuando el sanador de la aldea abandonó la casa de Keita, el pescador y la pequeña Mitsuko entraron al dormitorio
donde la mujer descansaba.
Su esposa y Kasumi estaban arrodilladas a su vera, con paños limpios humedecidos en agua templada lavaban con
ternura el cuerpo de la joven de la suciedad y el barro, prestando especial cuidado en los múltiples rasguños de
brazos y piernas. Una vez terminaron, la vistieron con un sencillo kimono blanco de tela y la taparon con un grueso
cobertor de pluma. La lividez del rostro se recuperaba y cierto color regresaba a sus mejillas.
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Mitsuko se acercó hasta situarse tan cerca como pudo.
—Es muy guapa —observó con rostro serio—, ¿qué le habrá pasado?
—Tal vez nunca lo sepamos —añadió su padre con pesar.
Keita tomó la bolsa medicinal que le entregó su esposa, se dirigió a la cocina y regresó con un cuenco pequeño.
Disolviendo un poco del contenido, la incorporaron y le hicieron beber el preparado que fue tragando a duras penas
entre toses y convulsiones. Acostándola una vez más, la respiración seguía siendo lenta y la fiebre no bajaba, así
que decidieron hacer turnos el resto de la noche. Mitsuko fue la primera en ofrecerse voluntaria y le concedieron tal
honor.
Retirándose a la habitación de sus hijas, el matrimonio Keita se quedó profundamente dormido en poco tiempo sobre
el futón que habían extendido junto al de Kasumi. El monje no había aparecido así que supusieron que habría salido
en una de sus múltiples peregrinaciones y las dos mujeres que habían partido en su busca no lo habían encontrado.
En mitad del silencio de la noche, Mitsuko escuchaba con claridad las respiraciones acompasadas de sus padres y su
hermana en la habitación contigua.
Acercándose a la joven apartó suavemente el cabello de su rostro y limpió el sudor de la frente con la manga de su
kimono, a pesar del calor reinante en la habitación comprobó que temblaba levemente y decidió darle calor con el
suyo. Apagando con un soplido la vela que aportaba la escasa luz de la estancia se dispuso a dormir.
Retirando el cobertor se colocó a su lado y tapándose arrimó su pequeño cuerpo al de ella. Mirando aquel rostro
desconocido de facciones exóticas, sintió una enorme pena y se abrazó como tantas veces hacía con su madre,
durmiéndose al instante.
En su febril inconsciencia, una sencilla palabra exhalada como un suspiro se escapo de entre los labios de la joven.
—Xena.
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E L D R A G Ó N D E O J O S D E J A D E .
Por el Kender
Capítulo 3.
La noche transcurría
en el más absoluto silencio sin que ruido alguno alterase la
paz de la aldea.
Las dos mujeres que habían salido en busca
del monje se vieron obligadas a regresar al no encontrarle en su
templo
y, a pesar de que el camino estaba obstruido por la nieve
costándoles más de lo necesario llegar hasta aquel lugar,
se
molestaron en dejarle un aviso en la entrada, junto a las estatuas de
las Siete Fortunas que adornaban el atrio y
al que se accedía
a través de una escalinata de madera.
Una vez llegaron a la
aldea, ambas decidieron que era demasiado tarde como para importunar
a la familia Keita y
que sería a la mañana siguiente cuando
les comunicarían la mala noticia. El monje había salido
de viaje, a buen
seguro a una de sus múltiples peregrinaciones.
Atacada por la fiebre,
la joven se debatía entre escalofríos mientras Mitsuko
respiraba suavemente con la frente
apoyada en su hombro. Sin embargo
su maltrecho cuerpo era lo único que hacía esfuerzos por
seguir respirando,
aferrándose a la vida, puesto que era su
espíritu el que pugnaba por abandonarlo y terminar con aquel
insufrible
dolor.
Un espasmo seguido de
un acceso de tos despertó a la niña que se quedó
mirándola sobresaltada en la penumbra de
la habitación;
apartando el cobertor de lino, tomó la vela y se dirigió al
salón procurando no hacer ruido. Acercando
el cabo a los
rescoldos del brasero no tardó en iluminar tenuemente la estancia y,
colocando una mano delante de la
llama para evitar que ésta se
apagara, regresó junto a la mujer que había comenzado a
murmurar una jerga apenas
audible en un idioma que desconocía.
Arrodillándose junto a ella vio como gruesas gotas de sudor
empapaban su
frente, dejó la vela en su sitio y, usando un paño
de algodón, las secó con cuidado, aunque era prácticamente
imposible que recuperase la consciencia. La fiebre no había
disminuido y Mitsuko tan sólo conocía un método
efectivo que su madre utilizaba con ella cuando caía enferma:
agua fría.
Saliendo de nuevo, esta
vez en dirección a la cocina, cogió un cubo de madera
de bambú y lo llenó con el agua del
aljibe que tenían
junto al baño fuera de la casa; cuando entró deslizando
suavemente la puerta de madera sobre sus
guías, un escalofrío
le recorrió el cuerpo debido al contraste del exterior con la
calidez de la confortable habitación.
No había llenado
del todo el cubo pues sabía perfectamente que era muy pesado para
ella y necesitaba las dos
manos para transportarlo. De regreso lo
dejó junto al futón y, metiendo en el agua helada el mismo paño que
utilizara
anteriormente, lo colocó después de
escurrirlo sobre la frente de aquella mujer. Un leve gemido de alivio
acabo con la retahíla de palabras inconexas y el silencio se
hizo una vez más tan sólo roto por la agitada respiración
que
muy lentamente se iba acompasando.
El resto de aquella
noche Mitsuko se obligó a sí misma a no dar siquiera una
cabezada. Cada cierto tiempo cambiaba
el paño realizando la
misma operación una y otra vez. Cuando los primeros rayos de
sol iluminaron los blancos
tejados de la aldea, la fiebre comenzó
a remitir.
Su madre fue la
primera en despertar. Tras realizar las abluciones matutinas
descubrió a su hija hecha un ovillo junto
al cubo, sujetando
un paño en su pequeña mano mientras que otro descansaba
en la cabeza de la joven. A Matsuede
le fue imposible no esbozar una
sonrisa.
Tomándola suavemente en
brazos, la llevó hasta su cuarto y la acostó.
A media mañana,
cuando el sol todavía no estaba en lo alto, el curandero pasó
por casa de los Keita, revisó de nuevo
las heridas, cambió los
vendajes y se despidió de Matsuede hasta el día
siguiente, no sin antes darle consejos
pertinentes de cómo
cambiar ella misma los vendajes si fuera necesario. Antes de
marcharse le entregó una cajita
lacada con suficiente cantidad de
ungüento para una semana, y el anciano se negó a aceptar
ningún tipo de pago
por sus servicios.
*
Hacía un frío
intenso acrecentado por la brisa del norte que soplaba y Kasumi se
arrebujó en la gruesa túnica de
algodón de pie en el
embarcadero, una vez más realizaría la ascensión por el
río hacia el punto donde habían
encontrado a la mujer.
Ya habían perdido casi dos días de un preciado tiempo y
cuantos más brazos fuesen, mayor
seria la recompensa recogida
del río. Dio un beso en la mejilla a su madre y salto al bote
en el que le esperaba Keita
preparado sujetando el remo, con una
inclinación de cabeza y una sonrisa su padre se despidió
emprendiendo el
viaje hacia la presa.
De camino a casa
Matsuede se paro a hacer una visita a unos parientes cuya anciana
madre estaba enferma a causa
de un resfriado y una vez allí,
fue tanta la insistencia en sabermássobre aquella joven que decidió
permanecermásrato.
Cuando las mujeres se
quedaban en el pueblo no había gran cosa que hacer aparte de
las tareas domésticas y era
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raro el día que ocurriera algo que
se saliese de lo normal. Como mucho, algún nuevo nacimiento
asistido por las
propias mujeres de la aldea.
Tras servirle un té
caliente y sentadas alrededor de un brasero en el que su cuñada
estaba quemando madera de
saúco, la anciana con una gruesa colcha
sobre los hombros y las dos hijas de esta comenzaron a interrogarla
sobre
su inesperada invitada.
—Dime Matsuede, ¿cómo
es esa joven? —pregunto Adara, la anciana que en ese momento daba
sorbos a un cuenco
de sopa con hierbas curativas.
—No es como nosotras —se
quedó pensativa —, sus facciones son extrañas, los pómulos
y la mandíbula no son tan
ovalados como los nuestros —bebió
un trago de té intentando buscar las palabras para describirla —,
sus ojos
tampoco son rasgados, aunque no sabemos que color tienen
pues no los ha abierto.
—¿Es cierto que su
pelo es amarillo? —interrogo su cuñada —, hay quien dice que
podría ser un kami del río.
—Soy de la opinión
de mi esposo e Isamu, no creo que sea un espíritu —añadió
dando otro trago y terminando el te
—, pero su cabello no es
amarillo, es más parecido a la oscura miel que recolectamos en
primavera.
—Una de las mujeres que
la vio dijo que llevaba ropa de samurai —vertió un poco más
de té en la taza vacía —, y
que tenía graves heridas.
—Apenas respiraba, pero
gracias a los cuidados del curandero creo que se pondrá bien —terminó la segunda taza
indicando que ya no quería más con un
delicado gesto.
—Ese Isamu es un viejo
cascarrabias pero un gran sabio —carcajeó la anciana mostrando una
boca desdentada —;
recuerdo bien cuando mi hijo se rompió una
pierna y casi tengo que sacarle del pelo a rastras de su casa.
Todas rieron en voz baja
ante la ocurrencia de Adara, era la mujer más anciana de la
aldea y no pocas veces venían a
pedirle consejo sobre las
cosechas de arroz o como preparar buen sake.
—Por cierto ¿cuándo
piensas buscarle esposo a Kasumi? —añadió con malicia.
—Todavía es joven
para eso —Matsuede se sonrojó apurada por la pregunta.
—A su edad ya me había
casado y estaba en cinta —sonrió recordando su juventud —; si
espera demasiado tal vez
no pueda darte un nieto.
—No hagas caso a mi
madre, le gusta bromear como a todos los de su edad —se levantó para
ayudarla a ir a su
habitación.
—¿Me estas
llamando vieja?, deberías saber que todavía puedo con
un fardo de leña a mis espaldas —se encaró con
su hija
dándole golpecitos en el pecho con el bastón.
—No hay duda, madre, pero
hay ciertas cosas que no se deben preguntar —intentaba disimular una
sonrisa —;
discúlpanos, tiene que mantener descanso pero es
muy tozuda. No sé como piensa curar el resfriado si no guarda
cama.
—Eso puedes hacerlo tu
por mí, los jóvenes de hoy parece que habéis nacido
cansados —mientras refunfuñaba se
apoyaba en su hija de
camino a su habitación.
—Cada día que pasa
se va comportando más como una niña —bromeó incorporándose
al mismo tiempo que
Matsuede.
—No te preocupes, siempre
es un placer escuchar sus historias —inclinó la cabeza como
despedida.
—Espera un momento, antes
de marcharte tengo algo para ti —fue hacia el hogar de piedra y
regresó con una
pequeña caja de bambú —: hemos hecho
dulces de castaña y como sé que a Mitsuko le gustan tanto, te
he
guardado unos cuantos.
—Gracias, no tenías
porqué molestarte —en el umbral de la casa volvieron a inclinar la
cabeza con respeto —.
Mañana traeré la caja.
En el camino saludo a
su vecina que junto a otras tres mujeres hacían labores de
mantenimiento, limpiando y
aplanando con las palas de madera la nieve
para dejar practicable el paso. Era un trabajo duro que se realizaba
por
grupos en rigurosos turnos, pero eso no impedía que de vez
en cuando se enzarzarán en alguna que otra pelea de
nieve entre
risas.
Matsuede levanto la
vista y poniendo la mano a modo de visera para no ser deslumbrada por
el sol, observo una
bandada de vencejos que se dirigían hacia
el sur; apenas comenzado el invierno y ya deseaba que regresara el
calor
y el buen tiempo. Solo los niños se divertían con
el frío y la nieve pensó.
Quitándose los
zuecos de madera les dio un golpe seco para limpiarlos de los restos
de nieve y entro en la casa. La
temperatura interior había
descendido pues el fuego del brasero se había apagado
totalmente, escuchaba la voz de
Mitsuko que llegaba desde la
habitación de la joven y le extrañó no sólo que su hija
se hubiese despertado sino que
hubiera olvidado alimentar el fuego.
Deslizando el panel soji con la intención de preguntarle
porque no había
realizado la tarea, cambio de actitud ante la
escena.
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Sentada junto a la
joven, Mitsuko tenía sobre el regazo el ajado libro de cuentos y
callo al verse sorprendida por su
madre.
—¿Con quién
estabas hablando? —se extrañó frunciendo levemente el ceño.
—No hablaba con nadie —levantó el libro —, sólo estaba contándole una historia.
—No creo que pueda
escucharte —se acercó sentándose junto a la pequeña,
acariciándole el largo cabello negro.
—Estoy segura de que sí —miró a su madre con aquel gesto de seriedad que tanto le divertía
al verlo —, cuando me
he despertado he venido a cambiar el paño
de su frente y me he traído el libro de cuentos.
—¿Y que ha
pasado? —pregunto con paciencia.
—A veces murmura alguna
palabra suelta, pero es un idioma que no conozco —comenzó
a explicarse —. En un
principio no me he dado cuenta, pero luego he
visto que cuando leía en voz alta parecía que su
respiración se
calmaba —la niña parecía estar
en lo cierto pues ahora volvía a escucharse entrecortada.
—Entonces sigue leyendo —le aconsejé sonriendo —, mientras tanto iré a preparar la
comida y una sorpresa que me
ha dado tu tía.
—¿Qué es? —preguntó con los ojos muy abiertos.
—Ya lo verás, no seas tan
impaciente —salió de su propia habitación deslizando
de nuevo el panel sobre sus guías.
La suave voz de
Mitsuko se podía escuchar desde el hogar de piedra, narrando
la historia de Ama No Uzume, diosa
de la danza, que obligó a salir a
Amaterasu, la diosa del sol, de su encierro para devolver a los
mortales la luz del
día. Ésta era su histora preferida; la pequeña
había aprendido a leer muy pronto gracias a su hermana que se
empeño en que debía saber leer y escribir para valerse
por sí misma: “siempre te tomarán el pelo si no sabes
leer,
además las palabras son más fuertes que las
espadas”, le recordaba con frecuencia.
Dos semanas
transcurrieron sin que hubiese cambio alguno en el estado de la joven,
si bien sus heridas estaban casi
curadas, permanecía sumida en
un estado de inconsciencia. En la última visita del curandero, éste
había fruncido el
ceño y, con semblante preocupado, opinó
que tal vez no regresara de la oscuridad, ya había visto algún
caso como
aquel y todos terminaban de la misma manera. Al no poder
ingerir alimentos por sí mismo, el paciente terminaba
por espirar a
causa de la inanición, habían tenido mucha suerte de que al
menos aquella mujer tragara las sopas
mezcladas con hierbas curativas
que Matsuede aprendió a preparar con sus consejos.
Apenas quedaban unos
días para el regreso de los pescadores cuando se produjo una
visita inesperada en la aldea.
En un día
nublado que amenazaba ventisca, un grupo formado por varios samurai
con el mon de Uesugi llego desde
el norte, desmontando mientras
frenaban sus caballos en un alarde de habilidad, el más corpulento de
ellos vestido
con una llamativa armadura de color azul, se dirigió
de inmediato dando grandes zancadas a una mujer que batía
arroz en el porche de su casa.
La campesina se
encontraba macerando el cereal hasta crear una pasta uniforme
viéndose sorprendida por la llegada
de los samurai.
Inmediatamente se postro de rodillas inclinándose hasta casi
tocar con la frente el suelo cuando vio
que el guerrero se dirigía
hacia ella.
—Mujer, ¿dónde está
el jefe de la aldea? —su voz sonaba grave e imperiosa.
—Todos los hombres han
ido a pescar al río, señor —respondió con voz
temerosa —, no tardarán en regresar.
—¿Hay alguien al
cargo? —con la mano izquierda apoyada en la empuñadura de su
katana observaba con
detenimiento la aldea.
—En su ausencia, la
anciana Adara es la encargada de la administración —permanecía con la vista fija en la fina capa
de nieve sin
atreverse siquiera a mirarle.
—¡Ve en su busca,
rápido!
Ante la brusca orden se
levanto como un resorte y salió a toda prisa hacia la casa de
la anciana. No se debían
contradecir las ordenes de un
samurai, pues en su mano estaba la disposición de la vida de
cualquier campesino.
Llego al porche y sin descalzarse abrió
apresuradamente el panel soji y llamo con voz sofocada.
—¡Adara, samurais! —con pasos lentos la anciana salió de su habitación.
—¿Qué son
esas prisas? ¡Yuko! —llamo a una de sus hijas —, ¿dónde
esta mi bastón?
Al momento apareció
la joven con una rama tallada que le servia a la anciana de apoyo.
—Samurais de Uesugi,
preguntan por el jefe de la aldea —apoyada en un poste intentaba
recuperar el resuello.
—Nunca viene nadie en
invierno a la aldea, ¿te han dicho que es lo que quieren? —con ayuda de su hija se sentó
junto al fuego.
—Cuando le he contado que
estás al cargo de la aldea me ha enviado en tu busca —ya más calmada,
alisó el kimono
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recuperando la compostura.
—Hija mía, ayúdame
a salir al porche y si tanta prisa tiene que venga hasta aquí —sonrío enseñando su único diente.
El samurai no recibió
de buena gana la invitación y refunfuñando, ordeno a dos de
los cinco asigaru que formaba el
grupo que le acompañasen
hasta la casa.
Tras un centenar de
pasos llegaron hasta el porche mientras Adara examinaba con
suspicacia a aquel hombre de
andares opulentos. Su rostro oculto por
el mempo, protección de media cara que le daba un aspecto
demoníaco y
amenazador no hizo mella en su viejo espíritu.
Ambas, madre e hija se inclinaron reverencialmente al igual que
hiciera la campesina.
—¿Eres tu la
encargada de este pueblucho? —preguntó con sorna.
—Sí, en estos momentos
gobierno Honshu, ¿qué es lo que se te ofrece, samurai? —levantó la cabeza levemente y
frunció los ojos, aunque su
mirada era clara quiso aparentar falta de visión.
—¿Ha llegado en
los últimos tiempos algún extranjero a la aldea? —giró
la cabeza describiendo un amplio arco
examinando cada edificio.
—Disculpa mi falta de
entendimiento pero hace mucho que no viene nadie por este lugar,
salvo el recaudador de
impuestos de nuestro bien amado señor
Uesugi —añadió irónicamente.
—¿Cómo te atreves a
hablar así de tu señor? —el samurai hizo intención
de sacar el sable pero la hija de Adara se
incorporó suplicante.
—¡Disculpad a mi
anciana madre, no sabe lo que dice!. Su mente no es la que era y
desvaría —su voz sonaba
quebrada.
—Contéstame,
¿habéis visto a alguien extraño por estos
lares? —la impaciencia comenzaba a hacer mella en él.
—No, como ya ha dicho mi
madre nadie ha pasado por aquí, mi señor.
—¿Estás
completamente segura?, estamos buscando a una mujer —Yuko sintió
en ese momento como si una invisible
mano le atenazara el corazón.
—¿Una mujer? —pregunto titubeante.
—Su cabello es amarillo y
no pertenece a nuestra clase —el samurai levantó el brazo con la
palma extendida —, su
estatura es aproximadamente ésta y va vestida
como un samurai, aunque no lo es.
Haciendo un gran
esfuerzo para que no viese como todo su cuerpo se estremecía e
intentando dar firmeza a sus
palabras, mintió.
—No hemos visto a nadie
parecido —la idea surgida del fondo de su mente fue tomando forma —,
ahora que
recuerdo. Uno de los pescadores tuvo que regresar a buscar
más redes pues varias se habían roto a causa de un
gran árbol
que bajaba por el río —su voz se hacía más segura —, nos dijo
que le pareció ver a alguien que iba
corriente arriba
siguiendo la orilla.
—¿Dónde y
cuándo sucedió eso?
—A menos de media jornada
de aquí, hace una semana —señaló hacia las montañas.
Sin más explicación
el samurai salió corriendo en dirección a los caballos
mientras Yuko emitía un suave suspiró.
Había estado
conteniendo la respiración y si no fuera por el frío, el
hombre habría visto el sudor perlando su frente a
causa del
nerviosismo. Una vez que los jinetes abandonaron a toda prisa la
aldea en la dirección indicada, se dio
verdadera cuenta de lo
que había hecho. La mentira urdida salió por sí
sola; temerosa de su cuñada y su sobrina que
en ese momento
estaban solas ahora se daba cuenta de su error. No sólo había
mentido a un samurai sino que iban
en una búsqueda equivocada.
¿Qué sucedería si por un casual llegaban hasta
donde estaban los pescadores?, ¿Y si
se daban cuenta del
engaño?. Tal vez había condenado a toda la aldea, sin
pensarlo dos veces salió corriendo hacia
casa de Matsuede.
Enrollando una vez mas
el cordel alrededor del pedazo de madera tallado, la niña
arrojo su peonza en el circulo
dibujado en la fina capa de nieve por
su madre y con un sonoro golpe, consiguió dar a la de Matsuede
y sacarla
fuera del circulo entre la admiración de esta y las
palmadas de alegría que daba la pequeña. Mientras se
disponía a
recogerlas, escucharon los gritos de Yuko que las
llamaba desde el otro lado de la casa. Dando un rodeo a la casa en
lugar de atravesar la vivienda se encontraron con su azorada cuñada
frente a la entrada principal, al verlas se dirigió
a ellas
comenzando a relatar a toda prisa lo acontecido.
—Cálmate Yuko, no
entiendo una palabra de lo que dices —sujetó por los hombros a la
mujer en un intento por
calmarla —, ¿qué dices de unos
samurai?
—Samurais de Uesugi —pareció recuperarse mientras respiraba entrecortadamente —, han
venido preguntando por
una mujer de cabello amarillo.
Matsuede se llevo una
mano a la boca ocultando una exclamación, su hija observaba con
detenimiento dandole la
mano.
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—Creo que buscan a la
mujer que tenéis en vuestra casa —lanzo un largo suspiro y se
recuperó de la carrera —, y
eso no es todo. Me ha costado un poco
pero he reconocido al hijo menor de Uesugi como el cabecilla.
—¿El hijo de
Uesugi?, eso sí que es una novedad —frunció el ceño —,
qué puede ser tan importante como para sacar
a ese zángano
del manto protector de su padre.
—Estaba de muy mal humor —añadió Yuko.
—No me extraña,
Uyaki no es famoso precisamente por su amabilidad —noto como Mitsuko
apretaba su mano.
—Madre, ¿están
buscando a Koyomi? —preguntó en voz baja.
—¿A quién? —enseguida su madre cayó en la cuenta —, ¿has puesto nombre a
esa mujer?
—Sí, es por el color de
sus ojos ¿sabes? —dijo la pequeña con una leve
sonrisa —y por el dragón verde de su espalda
—añadió con orgullo.
Koyomi, murmuró la mujer.
Lo cierto era que el nombre le pegaba a la perfección, pues Ojos de Jade era su significado.