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1ª PARTE.

Cosas IMpreDeciBles

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La vida es siempre impredecible. Ya sé que no he descubierto nada nuevo con esta frase, pero es lo único que se
me ocurre decir a estas alturas de mi vida. Si miro atrás, no puedo menos que pensar en cuantas cosas he vivido,
cuán intensamente y con cuanto dolor y felicidad al mismo tiempo. Hay cosas que por más que le das vueltas no
encuentras una explicación lógica, porque la lógica, en ciertos casos, es vital. Y ahora me encuentro en medio de
una encrucijada, en medio de algo que se me escapa. A veces los días parecen carecer de sentido. Lo sé nada más
abrir los ojos, sé cuando va a ser diferente, cuando algo va a cambiar inevitablemente. Me gusta despertar y sentir
que va a ser otro día más, que no va a ocurrir algo que me haga cambiar el rumbo de la vida una vez más... Esa
sensación en el estómago, en la cabeza que me da vueltas... Simplemente lo odio. Y éste es uno de esos días que
odio. Será una llamada, una aparición inesperada, un encuentro fortuito en mi cafetería habitual, o quizás en unos
grandes almacenes, puede ser un recuerdo... Un recuerdo de esos que no recuerdas, pero que tu mente guarda
celosamente en una de sus esquinas... Y, de repente, hay algo que lo hace despertar, con un “clic”, y el recuerdo se
abre ante tus ojos y tu corazón se encoge de dolor y de añoranza...
Hoy es uno de esos días en el que sé que algo volverá a traerte a mi memoria.

Es sábado. Miro el reloj. Son casi las diez. Intento recordar qué es lo que me ha despertado. Da igual. Me levanto y
voy al baño. Siempre pienso en lo placentero que es vivir sola y poder pasearte desnuda a cualquier hora del día. Es
francamente liberador. Noto la boca pastosa. Me cepillo los dientes. Me doy una ducha fría y me aplico la crema
hidratante, la de contorno de ojos y luego otra antiarrugas.
El paso de los años es una de esas cosas que me perturba. Quizás demasiado. No vuelvo a salir del baño hasta que
el aspecto de mi reflejo me convence. Me visto con gran parsimonia, decidiendo qué es lo más apropiado. A veces
pienso en lo vacía qué es mi vida, cuando el único problema que tengo cada mañana es decidir qué ponerme. No sé
por qué no soy de esas personas que se levantan temprano para preparar el desayuno y llevárselo a la cama a su
amante. Y tampoco sé por qué creo que ésa es la idea de una vida plena... Tener a alguien con quien compartir el
desayuno...
Como no tengo intención de salir hasta, al menos, bien entrada la tarde, me enfundo un chándal, una camiseta y
unas deportivas. Quizás salga a correr por el parque. Hace más de diez días desde la última vez.
Los sábados son mis días del orden. Es cuando me dedico a hacer lo que no hago el resto de la semana. Esto es:
lavar la ropa sucia, recoger la habitación, limpiar el baño, quitar el polvo y fregar los suelos. Todo por el mismo
riguroso orden. Ser metódica me ha ayudado con mi propensión a la anarquía doméstica. Pongo un cd de Ani
Difranco y lleno la lavadora de ropa sucia. Mientras, hago una lista mental de cosas qué hacer:
—Llamar a mamá. La tengo abandonada últimamente, cosa que se encarga de recordarme siempre que tiene
ocasión.
—Pasar por el supermercado y comprar comida. La nevera está tan vacía que da pena abrirla. Sólo hay botellines de
cerveza y varios yogures desnatados y es bastante posible que estén caducados. Comer cosas caducadas no es
bueno. Ya lo comprobé en una ocasión.
—Ir a la peluquería. Ayer creí ver una cana y desde entonces esa cana ocupa mucho de mi limitado tiempo para
pensar.
—Llamar a Lucía. Tengo un mensaje suyo en el contestador desde el martes. Quiere ir a cenar hoy. Creo que a mí
también me apetece.
—Pasar por la farmacia. Se me ha acabado el anticelulítico. Y el champú de avena.
—Acordarme de devolver las películas al videoclub.
El número siete lo interrumpe el teléfono.
Ahí está. Ese recuerdo que se hace empírico, eso que mi estómago me avisaba que ocurriría. Lo supe antes de
descolgar. Lo sé desde hace días. La misma voz de siempre. Todo vuelve, es imposible evitarlo. Todo ha de volver al
comienzo, una y otra vez, una y otra vez... Mi vida da vueltas, gira haciendo líneas de caracola, infinitas. Hasta que
aparece ella y las líneas se borran de un plumazo. Quizás no lo sepa, no creo habérselo dicho nunca. De haberlo
hecho, jamás me habría llamado de nuevo. No hoy, ni nunca. Ella ignora muchas cosas, no se puede decir todo lo
que una siente. No es justo para nadie.

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Sus ojos vuelven a mí y la imagen de Lola aparece entonces, como una postal eterna, con la misma sonrisa y los
mismos ojos negros, ojos que nunca pude leer. Ella siempre estuvo dos pasos por delante de mí y, aunque me
esforcé denodadamente por alcanzarla, jamás pude retenerla a mi lado. Era como el viento que juguetea con el
pelo, que viene de no se sabe dónde y todo lo revuelve. Lola era mágica, su sonrisa era mágica, su tacto, su piel, su
olor. Todo era mágico. La conocí el verano del ochenta y nueve. Por entonces yo tenía dieciséis años y Lola
diecisiete. Apareció vestida con unos pantalones roídos a tijeretazos, una camiseta colorida y unas sandalias.
Llevaba el pelo negro en una enorme melena, revuelto, como si no se hubiera molestado en peinarse aquella
mañana. Yo odiaba a toda aquella gente con pinta de “hippie” y filosofía de bolsillo, y Lola parecía encajar del todo
en aquella descripción. Nada más verla, me pregunté cuánto tiempo tardaría en iniciar una conversación sobre la
guerra o sobre el hambre del mundo. A lo que a mí respecta, todo lo que parecía concernirme en aquella época era
mi obsesión por perder la virginidad. Todos los de mi grupo, con mayor o menor fortuna, ya lo habían hecho. Y yo
no estaba dispuesta a quedarme atrás. La pubertad era una etapa muy difícil en la que te pasas la mitad de tu
tiempo pensando en cosas que no debes y la otra mitad en llevarlas a la práctica. Tienes que encajar, tienes que
vestir, hablar e incluso moverte como los demás. Lola no. Iba por donde le marcaba su propio paso y le importaba
muy poco lo que pensaran de ella. Pronto descubriría que no fingía ser quien no era, era así. Simplemente. Siempre
son los que no son como nosotros quienes nos fascinan, quienes nos atrapan y por quienes nos dejamos llevar en el
intento de ser como ellos, aunque seamos conscientes de que nunca será así.
Mi amigo Rafa apareció llevándola de la mano una tarde. No nos extrañó que tuviera una novia nueva, siempre
aparecía con alguien nuevo cada corto período de tiempo.
Ella me gustó desde el primer momento en que la vi. A pesar de todo, a pesar de que quise negarlo entonces, ella
me hechizó. Aunque en un primer momento la odié por ser más alta que yo y tener mejores piernas...
Nos la presentó con un “ésta es Lola”, para él siempre era suficiente presentarlas así, como si más allá de un
nombre no hubiera nada más... Mi querido Rafa... El “guaperas” de turno. Yo quería perder la virginidad con él, pero
nunca me atreví a pedírselo. Rafa era, sin duda, el que más veces había hecho el amor de todos nosotros y la
experiencia era un grado en aquellos temas. Además, corría el rumor de que su pene era bastante considerable...
Recuerdo que lo primero que pensé fue si ya se la habría follado... Es irónico, ¿verdad? No podía imaginar que, poco
después, pensar en Lola haciendo el amor con otra persona iba a ser una tortura constante. ¿Cómo iba a saber lo
que significaría para mí? No es como si pudiéramos saber a simple vista qué personas nos van a marcar y a dejar
huella por el resto de nuestros días. No sabría explicar con certeza por qué ocurrió con Lola. Lo que sí es cierto es
que nada ni nadie puede instalarse un espacio que ya está ocupado... Lola ocupó mi mente y mi corazón casi por
entero. Cuando pensaba que ya había pasado la tempestad, ella volvía a entrar en mi vida como un ciclón y yo sólo
podía esperar a que pasara para volver a recoger lo poco que me dejaba. Era incapaz de quedarse en un sitio
demasiado tiempo. Y me contagió esa idea a mí también. Cuando estaba con ella, no importaba el lugar, me sentía
como en casa. Ella era mi hogar, realmente. Y era consciente de eso, siempre lo fue. Sabía que teníamos un vínculo
que nos mantenía unidas. A pesar de todo, se resistía a quedarse. Una vez me confesó que yo le daba miedo. Decía
que si me entregaba su alma, no podría volver a reencarnarse. Esto, claro está, sucedió durante su etapa más
“mística”. Siempre andaba buscando la felicidad, le obsesionaba ese concepto: “felicidad”. Decía que si había una
palabra para denominar algo, era porque existía. Seguidamente ponía un ejemplo de una palabra inventada y
preguntaba: ¿sabes lo que es un calideosformo? Por supuesto, nadie podía responderle que sí, a lo que ella
aprovechaba para resaltar: “¿lo ves? No existe porque no hay nada que se llame así.” Se pasó la vida buscando a
“felicidad”, a veces desesperadamente. Nunca entendió porqué a mí no me preocupaba. Le contesté que yo ya la
había encontrado y la miré a los ojos. Jamás volvió a sacar el tema en mi presencia.
Lola me descubrió mi propia sexualidad. No fue exactamente una revelación... Más bien diría que fue la confirmación
de una sospecha. Pero con dieciséis años aceptar tu propia homosexualidad resulta prácticamente imposible. La
escondes debajo de toneladas de maquillaje, de mentiras, de “novios” fugaces y de noches de desenfreno. Me
escondí hasta los veintisiete. Me río. Mi madre se sorprendió cuando se lo dije. Y yo me sorprendí porque ella estaba
sorprendida... Haciendo memoria rápida, después de Lola, hubo al menos tres chicas más a las que llevé a casa para
hacer el amor. Y mi madre jamás sospechó nada. Vuelvo a reírme. Mamá no ha tenido una buena vida. Se quedó
viuda cuando yo tenía tres años y hubo de criarme sola. Y nunca se lo puse fácil, nunca le di un respiro. Ella se
merecía mucho más que eso.
¿Cuál es la capital de Islandia?

 

2.

1989.
—¿Cuál es la capital de Islandia?
Me giro lentamente. La novia de Rafa me mira, con media sonrisa de lado. Parece que me ha dicho algo. Dejo la
conversación que mantenía con el resto del grupo y la atiendo, aunque con la intención de darle tan sólo un minuto
de mi tiempo.
—¿Qué? —pregunto.
—Capital de Islandia.
—Reykjavik —digo, automáticamente.
Sonríe satisfecha y asiente con la cabeza.
—Nunca me equivoco —suelta, como hablando para sí sola.
—¿Perdona?
—Cuando veo a alguien, normalmente sé si es inteligente o no —explica, sentándose junto a mí en el banco de
piedra.
—¿Por eso la pregunta? —alguien me pasa la bolsa de cacahuetes. Cojo unos cuantos y le ofrezco. Toma uno sólo.
—Ahá. Nadie sabe cual es la capital de Islandia. En realidad, ni siquiera sabrían señalar Islandia en un mapa... Pero
tú pareces lista. Así que no me equivoqué. Normalmente, la gente inteligente tiene habilidades para memorizar
ciertas cosas, como las capitales. Incluso las menos conocidas.

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—Oye, Carlos —llamo a uno del grupo —¿Dónde está Islandia?
Mi amigo se limita a cogerse la entrepierna.
—Aquí mismo —dice, riéndose.

—Podrías haberme preguntado —no he notado lo cerca que está Lola de mí, puedo notar su aliento en la oreja. Se
me eriza el vello. —Ya te hubiera dicho yo que tu amigo tiene categoría de imbécil.
Me hace reír y ella se ríe también. Me gusta su sonrisa. Es amplia y le ilumina los ojos. También me gusta su voz,
profunda y clara a la vez.
—Me llamo Hannah —le digo.

—Encantada de conocerte —me tiende la mano y yo se la estrecho.
—No te había visto por aquí antes.

—Me he mudado hace dos meses, justo en las vacaciones. Vengo de la ciudad y esto se me queda muy pequeño,
¿sabes?
—Bueno... —respondo —Éste es un pueblo pequeño. Incluso a mí, que he vivido toda la vida aquí, se me queda
considerablemente diminuto.
—¿Y qué se hace por aquí para divertirse? —pregunta. Me mira a los ojos y me doy cuenta de que los tiene verdes.
—En vacaciones nos vamos a la playa por la mañana, por la tarde nos venimos al parque y por la noche nos vamos
al pub de Rooney, el de la esquina. ¿Lo conoces? Es un tipo irlandés lleno de tatuajes...
—Oh... Sí... Creo que lo he visto alguna vez.
—A veces nos invita a cervezas.
—Oh...

Me da la sensación de que empiezo a aburrirla con mi intrascendente conversación. Y como no se me ocurre nada
más que decir, me limito a mirarme los pies un rato. Rafa le pasa un porro a Lola.
—¿Te gustan mis amigos? —le pregunta. Ella se encoge de hombros y pega un par de caladas.
—¿Cómo has conocido a Rafa?
—Anoche, a la salida del cine.
—¿Y?

—Y ya está —dice, mirándome con el ceño fruncido. —Le di mi teléfono y me ha llamado para quedar hoy.
—¿Vas dando tu número de teléfono a cualquiera?

—Sí. Mi padre nunca lo coge, así que puedo dárselo a cualquier desequilibrado violador que me encuentre por la
calle... —creo que ahora se está riendo de mí, aunque es imposible saberlo con certeza. Enciende el porro varias
veces y le da otras tantas caladas, luego me lo pasa.
—Tengo que ir a despedir a mis padres, se van a las siete —dice María —Podéis ir a mi casa luego.
—¿Alquilamos unas pelis porno? —pregunta Carlos.
Hago rodar los ojos. ¿Nunca se cansaban de aquellas malditas películas? Alguien le pregunta a María si tiene alcohol
en casa. Ella dice que sí y les hace prometer que no romperán nada. Hago cálculo mental de cómo va a ser la
noche: alcohol, porros, pelis porno y tíos muy, muy salidos... No estoy segura de que me apetezca ir.
—Yo paso —dice Lola.
—¿No vienes? —pregunta Rafa. Parece contrariado. Conociéndole como lo conocía, se habría hecho a la idea de que
esa noche iba a acabar en la cama con Lola.
—No. ¿Quedamos otro día? Encantada de conoceros.
Se aleja a paso firme sin esperar a que nadie le conteste.
—Cada día te las buscas más raras, Rafa —dice alguien.
—Joder, pero está muy buena, ¿no?
—¿Cómo la conociste? —pregunta María.
—Ayer, a la salida del cine. Le pedí el teléfono y la invité a una cola. Iba con su hermana retrasada...

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—¿Tiene una hermana retrasada? —interrumpe Carlos -¡Qué putada!
—Sí, y además es de ésas que ni siquiera hablan...

—¿Qué es una putada? —intervengo — ¿Ser retrasada o tener una hermana así?
—Ambas, supongo.

—Estoy harta de vosotros —digo, de repente.

—¿Y a ti qué bicho de ha picado ahora? —me grita Rafa.

—Ninguno. Es que estoy harta de hacer siempre lo mismo, de oír las mismas estupideces y de tener que aguantaros.
—Tendrá la regla —comenta Carlos.
—¿No vienes a mi casa esta noche?

—Paso —digo —Me quedaré en casa y le haré compañía a mi madre. Pasar tiempo con ella de vez en cuando no está
mal, ¿no?
—Pues nos vemos mañana en la playa, entonces.

Me levanto y me voy a casa. Por el camino pienso en lo tremendamente aburrida que es mi vida.

 

3.

—¿Capital de Sudáfrica?

Mi cerebro no deja de registrar su nombre. “Lola, Lola, Lola...” Soy incapaz de pronunciar palabra. ¿Cuánto había
pasado esta vez? ¿Tres años?
—¿Estás ahí? ¿Me he equivocado de número?
—Pretoria.

La oigo reír. Después de todo este tiempo, sigue haciéndole gracia que me sepa las capitales del mundo. Cuando la
conocí, me aseguré bien de aprendérmelas, no quería decepcionarla. Ella llegó a importarme hasta ese punto y
mucho más allá.
—Por un momento pensé que me había equivocado de número —sigue riendo, parece estar en estado de gracia o
algo por el estilo —Es una suerte que tu madre conserve el mismo número, si no, ¿cómo demonios se supone que
iba a localizarte?
—Han pasado tres años desde la última vez que nos vimos. Me había hecho a la idea de que nuestro próximo
encuentro sería fortuito o nunca volveríamos a vernos.
—Tú siempre tan pesimista... —deja de reír, aunque su voz sigue siendo suave y condescendiente.
—Tampoco sabía donde encontrarte para darte mi número nuevo...
—Sí... Lo sé... Por eso soy incapaz de enfadarme contigo. Más bien lo hago conmigo misma por abandonarte de ese
modo.
—¿Me abandonas? —digo. Las rodillas me tiemblan. Otro efecto más de Lola sobre mí. —¿Es así cómo lo ves?
—Francamente, sí. Soy la peor de las amigas.
—Reconocerlo es el primer paso...
Vuelve a reír. La oigo chasquear los labios. Una de esas manías suyas que, al parecer, no ha abandonado con el
paso de los años.
—Te he echado de menos, ¿sabes? —me dice.
—Lo sé. Siempre me lo dices.
—¿Y tú a mí? ¿Me has echado de menos? Nada sería igual si no me echaras de menos.
—Sí —respondo, escueta.
Lo que en realidad me apetece decirle es que he notado su ausencia cada minuto de todos aquellos días. Hago una
cuenta mental: mil noventa y cinco días. Veintiséis mil ochenta horas. Treinta y siete millones ochenta y cuatro mil
doscientos segundos. Debo parar. Es demasiado agotador. Y su ausencia lo ha sido aún más para el alma.

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—Estás enfadada conmigo, ¿verdad?
—No, en serio. Sabes que no puedo enfadarme contigo.

—Esta vez me he pasado, estás en todo tu derecho. Yo... En fin... Tengo muchísimas cosas que contarte...
—¿Dónde estás?

—Estoy en la ciudad. En realidad ya hace tres meses que he vuelto y, bueno, me he dedicado todo este tiempo a
poner un poco de orden...
La sola idea de que esté allí, a tan sólo media hora de mí, o quizás una hora, me pone la piel de gallina. El corazón
desemboca en un ritmo desenfrenado. No puedo pararlo. La cabeza me da vueltas, como si estuviera en una noria
que ha perdido un eje. Clamo a Dios y me pregunto por qué sigo sintiéndome así cuando se trata de Lola. ¿Cómo se
sentirá ella? No de esta estúpida forma, seguro.
—¿Vas a quedarte mucho tiempo?

—Quiero que sepas una cosa —me interrumpe —Llevo una semana queriendo hacer esta llamada, y... No sabía si
querrías hablar conmigo o si te habías olvidado de mí...
—¿Cómo podría olvidarme de ti? —digo, demasiado exaltada para mi gusto.

—Lo sé, lo sé —sonríe —Entre tú y yo no cabe esa posibilidad. Ha sido una estupidez pensar en ello.
—Sí, ha sido una estupidez...

—Tu madre me ha hablado de ti. Me ha dicho que estás genial, que tienes un trabajo estupendo que te quita
muchísimo tiempo, justo como te gusta, ¿verdad? Y también me ha dicho que vives sola...
—Ya sé que todo el mundo espera que me enamore y siente la cabeza...

—No hace falta enamorarse para eso. Enamorarse sirve para otras cosas, y no creo que sentar la cabeza sea una de
ellas. ¿Qué pasa? ¿No has encontrado a ninguna mujer de bien?
—¿Mujer de bien? —me río. Ella me sigue —No, ya no quedan mujeres de bien en este mundo. Y me incluyo. Somos
todas unas harpías despiadadas, amantes del dinero, las joyas y el sexo duro.
—Tengo ganas de verte —dice, cuando deja de reír y recobra la compostura. —En realidad, debería añadir que tengo
muchas ganas de verte. Podríamos quedar la próxima semana, si quieres.
—¿La próxima semana? —no sé por qué dudo, pero lo hago.
—¿Estás muy ocupada? Podemos dejarlo para la siguiente.

—No, no. No estoy tan ocupada. Sólo hacía balance de mi agenda. Creo que sí podré.
—Te doy mi número y me llamas. Así podrás organizarte mejor...

Corro en busca de papel y bolígrafo. Se me cae el teléfono al tirar del cable. Lo dejo en el suelo y voy hasta el cajón
del escritorio. Vuelvo corriendo, recojo el teléfono y le pido, con voz entrecortada, que me lo recite. Lo anoto con
gran avidez, como quien apunta la combinación ganadora de la lotería.
—Mi preciosa Hannah —susurra —. No sabes cómo han cambiado las cosas en mi vida...
—Estoy deseando que me las cuentes.
—Y yo contártelas.
Se hace un silencio, breve pero intenso. La oigo respirar, creo que ella también me oye a mí. Cierro los ojos y una
breve imagen aparece en la oscuridad. Sabía que estaría ahí. Lola asoma, me dice que me quiere y me sonríe.
—Hannah...
—¿Qué? —abro los ojos.
—Hasta pronto.
Cuelga. Yo me quedo con el auricular pegado a la oreja. Aún era demasiado pronto para dejar de hablar con ella.
Aún necesito algo más. Cuelgo, cuando mi propia imagen de mujer desolada pegada a un auricular que sólo hace
“ti...ti...ti..” me parece ridícula.
Me levanto y doy vueltas por la casa, como un león enjaulado.
Mi estabilidad corre peligro. Mi salud mental se hace añicos. Mi corazón sufre decadentemente. Soy débil, soy una
loca de atar. Estoy condenada a sufrir por amor hasta el fin de mis días.
Lola tiene la culpa.

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“Bodily” comienza a sonar. Esa canción tiene un poder calmante sobre mí, pero en esos momentos sólo consigue
desesperarme. Me quito una zapatilla y la lanzo contra el equipo de música. Los cd’s que siempre guardo encima
caen estrepitosamente al suelo. Y la canción sigue sonando.

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2ª PARTE.

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Hay personas con las que se mantiene una relación, casi siempre breve, y pasan al olvido. Terminas odiándolas, o
despreciándolas y, por ende, olvidando hasta su nombre. Hay personas que pasan a una segunda lista, la menos
importante, al cajón de los casi olvidados. Y sabes entonces que todo se ha acabado, que hay un abismo tan grande
que ni quieres ni puedes saltarlo. Sólo es cuestión de tiempo. Empiezas a olvidar cosas, no puedes recordar qué es
lo que tenía o si alguna vez te hizo sentir algo. Lo que queda es la sensación de que no vale la pena. Como esos
libros que da lástima acabarlos, y mientras avanzas página a página sin poder dejar de leer, piensas en que se
acerca el final. Y sigues hasta que tus ojos llegan a FIN. Es inevitable.
Ciertas cosas son inevitables.
A veces un adiós no es el final, sino el principio.
Pero hay otras personas que, una vez dejado de lado la parte más emotiva, se convierten en amigas. Lucía es de
éstas últimas. Nos bastó dos meses para darnos cuenta de que lo único que funcionaría entre nosotras sería una
sincera y eterna amistad. Es de esas personas que no se pueden odiar, demasiado encantadora para intentarlo
siquiera. Lo que esperas de una amiga es que esté siempre, pase lo que pase. ¿Qué sería de nosotros si no
tuviéramos a nadie que siempre esté dispuesto a tender la mano?
Nos conocimos hace unos años en una cena. Ella llegó acompañada de una amiga en común e inmediatamente
surgió. Fue una especie de encantamiento, la sensación de que algo, un lazo invisible, nos unía.
Me hace la vida más agradable, simplemente.

Pienso en cómo podría describirla. Quizás comparándola con una fruta en su punto exacto de madurez, tierna,
dulce... Por qué sigue sola, siendo como es, me parece todo un misterio. Es una loca encantadora que cree que el
amor verdadero existe. Ésa es otra de las cosas que tenemos en común, aunque yo siempre evito decirlo en voz
alta.
La observo, mientras juguetea distraídamente con uno de sus tirabuzones. Me hace gracia esa manía que tiene de
jugar con su pelo. Lleva un escote imposible, pero está preciosa. Lucía es de esas mujeres que pueden cortar la
respiración. Largas piernas, labios carnosos, enormes pestañas que sabe batir como nadie... Es, posiblemente, la
mujer más bella con la que he hecho el amor.
La he llevado a su restaurante favorito. Vegetariano, por supuesto. Su dieta habitual se basa en ensaladas y yogures
desnatados. Dice que es porque quiere llegar a los cuarenta con el mismo peso de los veinte.
—¿Dónde estás? —pregunta.
—¿Qué?

—Llevas toda la cena ausente. Y yo llevo toda la cena esperando a que decidas contármelo.

El camarero nos trae el postre. Lucía ha pedido fresas con helado. Miro el mío. Ya no me apetece comerme el
mousse de chocolate. Le doy vueltas con la cucharilla.
—Ha vuelto —le digo.

—¿Quién? ¡Por Dios, estas fresas están riquísimas! Ya sabes donde irá este helado, ¿verdad? —se palmea la parte
superior del muslo —He decidido dejar de luchar contra mi celulitis... Si dice que la arruga es bella, ¿por qué no la
celulitis?
—Lola —me trago una cucharada de mousse que me sabe tremendamente amarga.

Me mira con sus enormes ojos negros, con la cuchara repleta de helado a mitad de camino. Hay sorpresa en sus
ojos aunque, inmediatamente, cambia de expresión. Ahora me mira con lástima. Sabe muy bien lo que significa que
Lola haya vuelto. Es mucho más que una presencia; son noches de insomnio, horas de pensarla, ansiedad
constante... Lola me provoca todo ello y a la vez. Tengo ganas de verla, aquí y ahora. Tengo ganas de oír su voz
cerca de mí. Quiero tocar su mano y besarla. Quiero estar cerca de ella y no volver a separarme jamás.
—Mierda... —murmura Lucía entre dientes.
—¿Qué pasa?
—Pensé que no iba a volver nunca más —aparta las fresas. Se le ha quitado el apetito.
—Yo también lo pensé.
—¿Está en la ciudad?
—Ahá...
—¿A qué ha venido? ¿Va a quedarse mucho esta vez o está de paso?
—No lo sé. Ella... Me llamó esta mañana y...
—¿Y qué?
—Que me doy cuenta de que, en realidad, no hablamos de nada importante. Sólo me dijo que tenía muchas cosas
que contarme.
—Después de tres años, quién no... —Lucía no se molesta en ocultar su malestar.
—Me siento rara... No puedo sacármela de la cabeza. Me pregunto cómo estará, qué planes tiene, si aún me
quiere... —la última frase la digo sin darme cuenta de que eso es lo que más me importa.

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—No debería hacerlo —comenta Lucía, mientras mueve la cabeza negando.
—¿El qué?

—No debería aparecer y desaparecer como lo hace. No es justo. Mírate, vuelves a ese estado tuyo catatónico. Ella lo
sabe, es consciente de lo que te provoca y, aún así, no le importa.
—Lola no tiene la culpa de que no consiga olvidarla. Lo nuestro acabó hace mucho tiempo. Soy yo la que no ha
logrado superarlo.
—Vas a verla, ¿verdad?

—Sí —me extraña la pregunta —¿Por qué me lo preguntas?

—Porque lo que deberías hacer es decirle que no y porque sé que siempre haces lo contrario a lo que debes cuando
se trata de ella. No te conviene verla, ni estar cerca de ella. Acabará haciéndote daño...
—Ella no tiene la culpa...

—Por favor... —baja la voz y se estira hacia mí por encima de la mesa —¿Es que no te das cuenta de tu estado? Esa
idea tuya de que Lola es el amor de tu vida, la mujer que te ha robado el corazón, la razón y un sinfín de cosas
más. La has subido a un pedestal del que no quieres bajarla.
—No quiero olvidarla.

Suelta un bufido y lanza con cierto enfado la servilleta de tela sobre la mesa. Sé que está harta de que hablemos de
Lola. Y sé que, en el fondo, la odia. La odia porque yo la amo por encima, incluso, de mí.
—La última vez ni siquiera se despidió. ¿Te acuerdas?
—¿A qué viene eso?

—Viene porque quiero que lo tengas en cuenta en todo momento. Debes saber que volverá a desaparecer y sin
avisar... Es lo que mejor sabe hacer...
Un recuerdo aparece ante mí. Me veo, tres años atrás, en una tarde de otoño. Una ventana abierta. Hace viento.
Estoy sentada en el suelo, apoyada contra la pared. Lloro. —Disculpen —interrumpe el camarero —¿Van a tomar
café o algo más?
—No —Lucía me mira y niego con la cabeza —Pero tomaré un Southern Comfort. Y que sea doble. ¿Qué tal en la
agencia? ¿Te han dado ese aumento?
—Qué sutil cambio de tema... —ironizo —Tú y yo nunca hablamos de trabajo, Lucía. ¿Por qué te interesa ahora?
—Es mejor que hablar de Lola.
—¿Por qué la odias tanto?

—No la odio. Lo sabes —se apresura a decir, parece contrariada —Pero lo que sí me molesta es que sea capaz de
eclipsar a todo lo que te rodea sin necesidad de estar presente. Me molesta que sea capaz de arbitrar tu vida con
sólo una llamada. Me molesta que haya vuelto. Eso... Eso significa que pierdo a la Hannah que más me gusta, la
que no tiene la mirada triste ni se pierde constantemente en sus propios pensamientos.
—Lo siento —admito, bajando la cabeza —Te merecías mejor noche que la que te estoy dando.
—Eres tú la que merece algo mejor —rebusca en el bolso y saca un pitillo. Lo enciende y le da varias caladas —O
sea, ¿está de vuelta, no?
—Eso parece.
—Genial... ¿Dónde ha estado todo este tiempo?
—La última vez que supe algo estaba en la India.
—Ah... Sí. Me olvidaba de que es una mística.
—Lucía... —la aviso. No quiero discutir.
—Si te lo pidiera, si te lo suplicara, ¿me harías caso? ¿Evitarías verla? ¿Le dirías que ahora tienes otra vida y que no
quieres complicarte?
—Que la vea es tan inevitable como el que tenga que morir. Sé que no podría prescindir de hacerlo. Necesito verla,
saber si sigue aquí dentro —me señalo el corazón.
—A mí nunca me has querido así... —se le quiebra un poco la voz.

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Me acerco y le tomo la mano libre. La miro. Quisiera decirle que una vez lo deseé con todas mis fuerzas. Quisiera
decirle que aún, ahora, en este mismo momento, desearía que fuera capaz de arrancarme a Lola de dentro. Pero
Lucía no entiende que, a veces, las cosas no pueden cambiar sólo porque uno se empeñe. Ella cree que todo es
posible si tienes la voluntad suficiente. Pero nada es tan fácil. Nada.
—¿Pedimos la cuenta? —dice, apartando la mano.
—Claro.

1989.

Lola se aparta. Estamos en mi habitación, ya son más de las seis y hemos estado besándonos sin parar desde hace
horas. De fondo suena un disco de Luz Casal. A Lola le encanta y a mí me gusta simplemente por eso.
—Adoro besarte —susurra.
—Y yo a ti.

—Tengo que estar en casa dentro de media hora. Le prometí a mamá que cuidaría de Alberto esta noche. Sale a
cenar con no sé quién. Algún novio nuevo, supongo.
Noto que en su voz hay notas de malestar. Su padre se había ido de casa cuando ella tenía tres años y, desde
entonces, su madre se había volcado en la infructuosa labor de buscar un nuevo marido. Al final, todos acababan por
abandonarla.
—Aún falta media hora —la atraigo hacia mí y la beso.

Sé que no me cansaría nunca de hacerlo. Podría morir así, besándola y no me importaría. Se ríe contra mis labios,
parece que ha oído lo que pienso.
—¿Te vas mañana? —pregunta.

—Sí. Esta semana tengo que estudiar mucho si quiero aprobar los parciales. Te echaré de menos, pero te llamaré
todos los días.
No soporto estar lejos de ella durante la semana. Intenté convencerla de que estudiara una carrera, sólo por el
simple hecho de que estuviera conmigo. Pensar en tenerla en mi piso de estudiante todo el día me hacía temblar las
piernas. Pero Lola no quiso. Había conseguido un trabajo como dependienta en una zapatería. Quería ahorrar para
pagarse un viaje a no sé dónde. Era lo único que le importaba: ver mundo. Y yo tenía la esperanza de que se
enamorara tanto de mí que le fuera imposible ir a ningún sitio. Deseché ese pensamiento. No iba a ocurrir, ella no
se iría. Al menos no sin mí.
—Tienes que estudiar mucho y ser la mejor, para que te conviertas en mujer de bien —me dice. Me río a carcajadas.
Ni ella ni yo hemos nacido con ese gen. Nunca seremos mujeres de bien, ni tan siquiera lo pareceremos.
—Pareces mi madre cuando me dices esas cosas —respondo.
—La mía, en cambio, no deja de repetirme lo inútil que soy...
—¿Otra vez has tenido bronca?
—Es el pan de cada día. Creo que nunca llegará a entenderme. Ni yo a ella, por cierto.
—Yo creo que eres una persona maravillosa que conseguirá todo lo que se propone —admito, y no le miento.
Lola me mira. A pesar de la tenue luz, sé que me mira directamente a los ojos. Supongo que aún a oscuras, mi
adoración por ella queda más que patente. Estoy enamorada. Lo supe desde aquel día en el que desperté con una
extraña desazón que no desapareció hasta que la vi. Lola me calma, me centra. Lola es mi norte. Me acaricia la
frente apartándome el pelo hacia un lado.
—¿Qué haría yo sin ti? —dice. Me corta la respiración —Eres lo mejor que me ha pasado hasta ahora.
Aunque lo que dice a mí me suena a palabras de amor, sé que, en el fondo, hay algo más. La convicción de que
tendrá que acabar algún día. Sé que no soporta esconderse como lo hace, ni disimular. Sé que le encantaría que su
vida fuera de otra forma y está desesperada por lograrlo. Y sé que, en algún momento, yo me quedaré atrás.
—Lola... —la llamo. Mis pensamientos han hecho que sienta un nudo en la garganta que amenaza con hacer que
llore.
—¿Qué?
Soy incapaz de pronunciar una palabra en ese momento. Lola me besa y me calma.

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Una vez más.

5.

Llego a casa después de dejar a Lucía en la suya. Estuvo demasiado callada en el coche y yo decidí que lo mejor era
no decir mucho más. Después de todo, sé que no soy una persona con un especial don de palabra y Lucía, a veces,
necesita tanto el silencio como yo. Ella se bate en su deriva a solas, sopesa las cosas, las rumia y actúa en
consecuencia. Es un don que siempre he querido para mí. Yo, por más que piense en lo que me rodea, siempre
acabo por tomar la decisión equivocada, que no es otra que la que me dicta mi desordenado corazón.
Miro el contestador. No marca ningún mensaje.

A pesar de que son casi las doce, no tengo sueño. Mi cabeza está demasiado ocupada pensando y pensando. Así
que me sirvo un güisqui solo y pongo música. Me deshago de la chaqueta y los zapatos y me siento cómodamente
en el sofá. Luz Casal inunda el salón. ¿Por qué Luz Casal? ¿Por qué aquel disco? Sonrío. Era inevitable.
Pienso en esa palabra: inevitable. En cuantas cosas en la vida lo son. Ahora mismo, por ejemplo, me resulta
inevitable divagar, pensar en mí como centro del universo. Esta tendencia mía a creerme más importante porque
sufro. Creo que soy una mercenaria de los sentimientos. Sé que si el amor es grande, el desamor lo es aún más; te
inunda y te cala hasta los huesos. El mundo se vuelve más pequeño y todo gira en torno a ti, todo lo que ocurre,
inexorablemente, es una consecuencia de uno mismo.
Y aparece de nuevo la obsesión por el paso del tiempo, pausado, inevitable, irrecuperable... Pienso en cuantos
minutos quedan para esto, cuantas horas para lo otro, cuantos días y mientras espero todo pasa. El tiempo no es
ningún doctor, no cura, sólo hace que olvide, pero todo sigue ahí, al fin y al cabo... Y me arrebatará cosas que
necesito como el aire. El tiempo no es ningún aliado de nada.
Inevitable. Es ineludible que coja el teléfono y haga la llamada.
Oigo tu voz después de tres tonos.
—¿Sí? —contesta Lola muy bajito.

—Hola —digo. Casi me arrepiento de haber llamado.
—¿Hannah? ¿Qué hora es?
—Muy tarde.

—¿Ocurre algo?

—¿Te he despertado?

—Sí, pero... No importa.

—¿Por qué susurras? —pregunto.
La respuesta me llega antes de que ella me lo confirme. Se me encoge el corazón y me trago un suspiro de
desencanto.
—No estoy sola —dice. Hay algo en su voz, como contrariedad. Supongo que no quería que me enterara así. Y
supongo que era otra de esas cosas que quería contarme.
—Oh... —me limito a responder —Lo siento. Voy a colgar.
—No, no. Espera...
Creo que se pone en pie y sale de la habitación. Un ruido de una puerta, más pasos y otra puerta más.
—¿Te ocurre algo? ¿Estás bien? —pregunta, preocupada.
—No, es sólo que... No sé...
—Hannah... —suspira.
—¿Quién es? —no puedo esperar más, tengo que saber.
Lola tarda en responder. Yo espero inquieta, enrollando el cable del teléfono entre los dedos. Es extraño, realmente
no quiero saberlo, realmente no deseo que me cuente esa otra parte de su vida en la que no pinto nada. Pero, aún
así, estoy ávida de que responda.
—Se llama Ricardo.
Para mí es suficiente.

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—Vale.
Se hace el silencio. No se me ocurre qué decir. A Lola parece que tampoco.
—Voy a colgar —resuelvo. La situación me supera.

—No, espera. Te conozco. Sé que ocurre algo. ¿Has discutido con alguien? ¿Alguien a quien quieres mucho?

No puede ser que esté tan ciega.. No me lo creo ni por un instante. Sabe perfectamente que es por ella, que
siempre es por ella. Lo sabe, pero prefiere obviarlo, como tantas otras cosas. A veces la odio por ello.
—¿Hannah? —me llama cuando tardo en responder.
—Estoy aquí.

—¿Me lo cuentas?

—Se llama Carmen —miento. O mejor dicho, le doy lo que quiere —Pero es demasiado complicado como para
explicártelo. Además, es demasiado tarde y...
—Me has sacado de la cama. Ya sabes que ahora no podría volver a dormir. Así que cuéntamelo todo —sonríe.

—Pues... Ella es especial, ¿sabes? Mucho. Pero me ha roto el corazón. Aparece y desaparece de mi vida y es un
huracán que todo lo envuelve y lo deshace. Es peligrosa como las corrientes de mar y tan escurridiza como el agua.
Pero yo me empeño en cerrar el puño cada vez, como si así pudiera retenerla. Dice que me quiere, que me querrá
siempre, que me lleva consigo allá donde esté. Yo me limito a esperarla una y otra vez, como si ésa fuera la razón
de mi existencia.
—¿Por qué, Hannah?
—¿Por qué, qué?

—¿Por qué siempre deseas lo que no puedes tener?

Me deja sin palabras. Me bebo el resto del güisqui de un trago, esperando que me dé lucidez suficiente como para
enfrentarme a ella. Me levanto y me traigo la botella a la mesa. Lola parece escuchar mis movimientos, esperando
pacientemente que le dé una respuesta que le satisfaga. Por supuesto, no me satisfará a mí.
—Siempre es así —digo —Siempre esperamos más de aquello que ya no puede dar más de sí. Es como recordar esos
años que no volverán. Quizás porque tenemos miedo de lo que está por venir.
—No sabía que tenías tanto miedo...

—Hay muchas cosas que no sabes de mí... —sé que ha sonado duro, pero no puedo evitarlo. Por momentos, todo
aquel rencor hacia ella florece. Todo el dolor por desearla tanto aparece como por arte de magia.
—Tienes razón. Hay muchas cosas de ti que no sé, que me he perdido en el transcurso de estos años. Quizás desde
siempre.
—No te culpes, Lola. Las cosas suceden por una razón, y ésta, casi siempre es inamovible. Yo no pude seguirte y tú
no pudiste esperarme. Ésa es la única realidad que existe.
—Hannah... Mi querida Hannah. Esa Carmen no te merece. Creo que lo sabes, ¿verdad?
—Lo que creo es que tengo lo que merezco.
—No digas eso.
Sujeto el teléfono contra mi oreja con fuerza. Me duele, pero es la única forma de no gritarle. Nadie necesita oír que
no te quieren como mereces. El amar no tiene condiciones. El amor no sabe de ello. A Lola se le ha debido perder
esa premisa en algún lugar por donde ha pisado.
—Dime, Lola, ¿eres feliz?
—No soy infeliz, eso basta.
—No creo que eso te baste, creo que...
—Voy a casarme —interrumpe.
Un sonido, una especie de grito ahogado sale de mi garganta sin que pueda contenerlo. Ella ha tenido que oírlo
también, pero no dice nada.
Una vez soñé algo extraño con Lola. Estábamos en algún lugar, no pude reconocerlo. Era oscuro y siniestro, no
había nada a mi alrededor. Podía oír una voz que me decía: No te muevas, quédate quieta... No te muevas para que
podamos hacerte picadillo. Y yo me quedaba quieta mientras dejaba que Lola me desarmase como a un Mr. Potato.

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Mi sueño aparece siempre que algo me desmonta y me deja perpleja. Vuelve con toda nitidez y ese regustillo
amargo como la hiel en el paladar.
Oigo el tic tac del reloj. Es lo único que puedo oír. El disco ha acabado y yo sigo anclada al teléfono.
—Hannah...

—No lo entiendo. Tú no eres de las que se casan, no eres de ésas... Eres libre, como me dijiste un día, libre como el
viento.
—Las cosas cambian, la gente cambia...

—Las ideas no cambian, Lola. No así como así.

—Por eso quería hablar contigo, contártelo de otra forma diferente a ésta —suspira, parece cansada.
—¿Estás enamorada de él?

—Sí —contesta después de tres segundos.

—¿Es por eso? ¿El amor te ha cambiado tanto?

—No es sólo por eso. Quiero algo de estabilidad... Quiero... No lo sé. Supongo que quiero sentirme como el resto del
mundo. Dejar de correr de un lado a otro...
—Dejar de ser tú —termino la frase por ella. Una lágrima rueda por una de mis mejillas. Se pierde en la comisura del
labio superior. Me la trago, junto con todo aquel dolor que me ha provocado la noticia.
—Quiero verte —dice.

—No sé cuando podré, estoy hasta arriba de trabajo...

—No hagas esto, Hannah, no me niegues tu amistad. Me moriría si lo hicieras.
—No hablemos de quien niega a quien, sabes que tienes las de perder.

—¿Crees que esto es una competición? ¿Crees que así ganará algo alguna de las dos?

—¿Por qué has vuelto a llamarme? —le pregunto. A veces pienso que le gusta llevarme al límite, como si así se
sintiera realizada de alguna forma.
—Porque quiero que estés conmigo. Porque te quiero. Porque no creo que sea tan descabellado retomar nuestra
amistad.
—Nunca ha sido sólo eso y lo sabes —respondo con dureza —Sabes perfectamente que a lo largo de todos estos
años, cada vez que nos hemos visto, hemos terminado en la cama. Luego tú desapareces y todo vuelve a empezar.
—Ahora es diferente.

—¿Por qué? ¿Por qué estás a punto de casarte y rebosas felicidad? ¿Quieres compartirla conmigo? ¿Es eso? ¿Quizás
porque crees que me contagiarás? ¿Quizás porque me harás entender la grandiosidad de la vida y acabaré saltando
como si estuviera en un maldito campo de amapolas?
Me doy cuenta de que le he gritado. Y me doy cuenta de que es la primera vez que lo hago.
—Pensé que te alegrarías —suena compungida. Siento una especie de rechazo hacia mí misma por haberle hecho
sentir así.
—Me alegro, Lola. O eso creo. No sabría explicarte con claridad qué es lo que siento ahora mismo.
Dile la verdad. Dile que te sientes defraudada, que la has estado esperando siempre, que te habías acostumbrado a
que las cosas fueran de esta manera. Dile que no estabas preparada para lidiar con semejante idea, que no soportas
que pertenezca a alguien más.
Hazle daño para que se aleje de ti.
—Tengo que colgar —digo, mientras aquella voz en mi cabeza me grita: ¡cobarde!
—De acuerdo.
Cuelgo sin decirle adiós.
Me levanto pesadamente, arrastrando los pies. Me desvisto y me meto en la cama. Antes me tomo un valium, sé
que no podría conciliar el sueño sin él. Trago varias veces, impidiendo que las lágrimas afloren, aún no es el
momento y lo sé. Tendré mucho tiempo para llorar, para canalizar la desolación que me produce aquel nuevo giro
en mi vida.
Miro al techo en completa oscuridad. No dejo de mirarlo hasta que siento que los párpados me pesan.

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Cuando se nada en un mar de desesperación, ¿qué es lo que nos hace seguir nadando? ¿Qué es lo que me mantiene
a mí a flote? Pensaba que era la esperanza, pero ésta también me ha abandonado hace tiempo.
Necesito placebo para mi corazón.

sigue --> -->
E L

R E G R E S O

Y

L A

E S P E R A .

3ª PARTE.

6.
Es lunes. Me levanto a las seis y media. Me doy una ducha rápida, me visto y me preparo el primer café mientras
me maquillo. Salgo de casa cuarenta minutos después y me trago una hora de atasco antes de llegar a la oficina. Me
tomo otro café en la sala de descanso y saludo a mi socio cordialmente. La secretaria me da los buenos días y me
entrega el dossier para hoy.

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Me meto en mi despacho, enciendo el ordenador y comienzo a trabajar en la cuenta de las sopas instantáneas.
Quieren una publicidad familiar y sencilla, que convenza a las amas de casa de que su caldo de pollo envasado al
vacío es mucho mejor que el suyo propio y que, además, les ahorrará mucho tiempo. Parece ser que eso de ahorrar
tiempo es algo importantísimo en los tiempos que corren.
Me reuniré a las dos de la tarde con mi socio Ferrán para discutir los pormenores de la campaña y aprovecharemos
para comer en el “Soleadito”, nuestro restaurante de entre semana. Yo me pediré una ensalada mediterránea, como
siempre, y él quizás chuletas de cordero o un entrecot a la pimienta. Beberé agua con gas y él una cerveza sin
alcohol.
Discutiremos sobre la visión y la presentación de la campaña. Sólo tenemos cuatro días más antes de exponérsela al
cliente. Ferrán es quien actúa de contacto, quien convence —Dios le ha dado un infinito don de palabra para ello —a
las empresas de que somos una agencia de publicidad respetable y con futuro.
Ferrán está nervioso. Sabe, tan bien como yo, que esta campaña es muy importante. No es un cliente habitual, es
uno de los grandes y no podemos permitirnos un paso en falso. ¿Cuánto tiempo llevamos? ¿Cinco años? Sí, creo que
sí. Cinco años buscando una oportunidad similar. Trabajando horas extras, aceptando trabajos de poca monta para
poder mantener la pequeña empresa...
Ferrán es un luchador. Mucho más que yo. Él está acostumbrado a jugar, a ganar. Yo acepto las derrotas lo mejor
que puedo. Bajo la cabeza y me doy la vuelta. Siempre me lo reprocha y sé que tiene razón. Me dice que estamos
consiguiendo cosas buenas, que antes éramos sólo dos y que ahora podemos permitirnos incluso una secretaria.
Pero para dar ese pequeño paso, hemos tenido que sudar sangre. Evito decirle que no me apetece pasarme la vida
trabajando sin parar para conseguir... ¿qué? ¿ Éxito?
Es un empresario nato, un sabueso del dinero. Es un hombre de acción, de modales exquisitos. Yo soy esa otra
parte con corazón, la de las ideas. Él es encantador y juega con esa baza a su favor. Yo soy la tímida, la que
mantiene los pies en la tierra. Formamos un tándem perfecto. Él lo supo, cuando estábamos en la universidad. Su
encanto me convenció de ello. En cierta manera, conmigo también jugó a ganar.
Nos sentamos en nuestra mesa de la esquina. El camarero nos saluda y pedimos la bebida. Ferrán se quita la
chaqueta y la coloca mimosamente detrás de la silla. Hoy lleva traje nuevo. Uno que le habrá costado, como
mínimo, mil doscientos euros. Me sonríe, con aquella blanca y estudiada sonrisa impertérrita.
—¿Y bien? ¿Tienes algo, verdad? Lo veo en tu cara —coge un trozo de pan y le unta abundante mantequilla.
—Sí. Creo que lo tengo.

—¿Y a qué esperas para contármelo? Estoy impaciente.
—Caperucita.

Deja de masticar y me mira. Creo que piensa que le tomo el pelo.
—¿Caperucita? ¿Bromeas?
—No.

—Bueno, ¿cuál es la idea?
—Lo que lleva en la cesta es la sopa. El lobo aparece en el bosque y Caperucita le explica las extraordinarias
propiedades de los caldos. Le da a probar uno y le encanta. Al final del anuncio veremos a Caperucita y el lobo
alejarse juntos como si fueran amigos de toda la vida.
—No está mal... —comenta, pensativo —¿Cuándo podrías pasarme el borrador final?
—Mañana mismo.
—Genial. —sonríe, satisfecho.
Pedimos la comida. Una ensalada para mí y un chuletón para Ferrán. Está contento. Demasiado. No me importa la
razón, a menos que él decida contármela. Como en silencio, mientras le escucho contarme no sé qué de una
empresa japonesa donde trabaja su cuñado. Me abstraigo totalmente hasta tal punto que sólo veo que mueve la
boca, pero soy incapaz de escuchar una sola palabra. De vez en cuando asiento o sonrío si noto que lo hace él. Y de
vez en cuando también, digo: “sí”, “ya veo”, “¿en serio?”, “vaya”, “qué bien”. Entre todo esto, doy cuenta de mi
ensalada con dos rebanadas de pan y agua mineral.
Pagamos la cuenta. Esta vez le toca a Ferrán. Volvemos a la oficina. Trabajo sin descanso en el proyecto. Hago una
pequeña parada a eso de las seis y me tomo un café con mi secretaria, con quien arreglo citas de última hora.
Ferrán se va a eso de las siete y media y yo me quedo trabajando hasta las nueve. Soy la última en salir y la
primera que llega por la mañana. No me importa. Trabajar es lo único que me satisface, lo único que me hace creer
que lleno un vacío vital que está siempre presente. Si llenas la mente de cosas inútiles, de ideas sin ventilar o de
absurdos conceptos, al final del día sientes que algo ha valido la pena. Tu cerebro está demasiado cansado como
para pronunciar la palabra “no”.

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La oficina es para mí algo más que mi lugar de trabajo, es como... Como un cajón donde guardo una parte de mí
hasta pasadas las nueve. Me quito el abrigo y con él la memoria. Me convierto en la eficiente y seria Hannah. Ni
siquiera sé si mi secretaria está casada, soltera o si le gustan los perros. A mí me encantan los perros, pero no
puedo tener uno. Pasaría demasiado tiempo a solas. Como yo.
No quiero pararme a pensar. No quiero sólo porque Lola haya vuelto y con ella la sensación de vacío que siempre la
acompaña. Lola me hace pensar en mí misma y es algo que odio con todo mi ser.
Me levanto furiosa y apago el ordenador. Me pongo el abrigo, recojo el bolso y mi portafolios. Echo el cierre y
camino diez minutos hasta el parking donde he dejado el coche la misma mañana.
El tráfico me obliga todos los días a llegar a casa pasadas las diez y media. Normalmente, me doy una ducha con
agua muy caliente y ceno cereales con leche y un yogur desnatado. Veo un poco la televisión o leo un libro y a las
once y cuarto me meto en la cama.
Así son mis días. Así me gusta que sean. Me gusta mi vida, sin complicaciones, sin temores. A veces, lo simple, es lo
que resulta más placentero. En mi caso, la necesidad de esta simpleza lo hace todo más fácil. En algún lugar del
camino dejé de lado las sorpresas, o la improvisación. Me he convertido en una persona metódica, organizada, una
persona incapaz de dejar nada al azar. Creo que, en cierto modo, me he convertido en alguien aburrido y sin
sustancia.
Y todo acaba irremediablemente en cuanto Lola aparece. ¿Qué es lo que soy? ¿En qué me convierte?

En una mente dispersa. En eso me cristianiza. Y aunque lo intente, mi cerebro no acepta órdenes y dilapida todo el
esfuerzo en ella. Dilapida, malgasta, despilfarra... No vale la pena, nada vale la pena. Y pienso que debo tomar una
decisión y ser determinante... Olvidarla, acallar el rumor en mi cabeza, la voz que repite su nombre, el recuerdo que
me impide avanzar y que me dice, como en una oración: “sigue ahí, no te muevas, permanece...”. Tengo temor a
hacerlo, a moverme, a que desaparezca de mí y se convierta en una simple reseña. No sé existir sin su recuerdo, ni
sé sentir si no es como la amo.
Sé lo que soy y sé que no sé amar. Lo sé porque prometí amarte hasta el fin de mis días y parece que voy a
cumplirlo. Las palabras las pierde el viento, las lleva hasta el universo, se desintegran en el infinito... Mis palabras,
las mías, siempre vuelven a mí. No supe dejarlas ir. Y cada mañana, cuando abro los ojos, vienen en forma de
nombre. Lo perdería todo en medio de miles de montañas más grandes que mi esperanza, menos eso. Tu nombre se
quedaría, quedará, como un estigma de lo que una vez prometí.
Lola, sin embargo, sabe cuánto dar. Es como si lo midiera todo en una maldita balanza. Ella jamás pierde. Resulta
ilesa, impávida y etérea. Como el aire o como el mismo amor. Jamás puedes palparlo porque, realmente, no existe.
Si tuviera que decidir, o elegir, si tuviera que volver atrás... De hacerlo cometería el mismo error una y otra vez.
Ésta es mi condena. Nada puede salirse de la línea, en mi viaje estás y ahí quedarás para toda la vida. Es una
parada obligatoria. Te llevo en mi equipaje, te llevo porque así ha de ser. Si pudiera deshacerlo, no sería yo. ¿Quién
soy, pues?
El hierro forjado se hace a fuego lento, a golpe de martillo.

Llamo a Lucía. La necesito. Una simple llamada. Ella contesta. Yo le digo: “te necesito”. La tristeza se refleja en mi
voz. Cuelga, pero antes me dice que vendrá, que no tardará mucho en llegar.
La espero.
Mientras, me preparo un “Martini”. Me siento en el sofá y espero. Me lo bebo de un trago y me pongo otro. Esta vez
no me siento, paseo por la alfombra como un león enjaulado. O quizás una pantera. Me gustan las panteras. Vi una,
de pequeña, en una visita al Zoo. La pantera me observó y supe entonces que ella estaría siempre por encima de
mí, que siempre será mucho más libre que yo a pesar de estar en una jaula. Estoy en una celda más pequeña,
tengo menos aire, no puedo moverme apenas... Quisiera ser esa pantera. Cualquiera menos yo.
A mi alma no le gusta ser yo.
Lucía llama al timbre a pesar de que tiene llave. Abro la puerta. Intenta decirme algo como: ¿Qué pasa? No la dejo
terminar. La beso. Desesperadamente. Sé que no es justo, al menos no para ella. Pero me devuelve el beso y a mí
me basta. “Hazme el amor”, le piden mis manos. “Hazme olvidar”, le suplica mi corazón. Lucía no escucha. Me hace
el amor. Simplemente.
Azúcar. Todo se reduce a eso.

1992
—Si te lo pidiera, ¿qué serías capaz de darme?
—¿Me pides la Luna, acaso? —me río. Lola se ha puesto romántica. Me encanta, pero siempre juego a todo lo
contrario.

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—Nadie puede dar la Luna. Ya lo sabes.
—¿Y quién puede dar el corazón? ¿O el alma? Eso es como dar la Luna... —vuelvo a encender el porro. Ahora,
nuestras noches están repletas de cielos oscuros, estrellas radiantes y de hierba. Ahora, nuestras noches las
pasamos en el tejado de mi casa, siendo testigos del paso lento del tiempo.
—Eso es otra cosa. Eso nos pertenece, podemos ofrecerlo, regalarlo o tirarlo directamente a la basura.
—El corazón y el alma son como las estrellas. Inalcanzables.

—No es cierto —me mira. Su mirada me traspasa aún en la oscuridad. —Si te dijera, ahora mismo, que no
volveríamos a vernos, se te rompería el corazón.
Pienso en ello. Tiene razón. No sé de nada más. Ignoro muchas cosas, las desconoceré toda la vida, pero soy
consciente de lo que su ausencia me provocaría.
—¿Qué querrías de mí? —pregunto.

—Todo lo que aún no tengo —responde, contundente.

Lola tiene etapas. A veces se convierte en una persona olvidadiza, diría yo, se olvida de lo mucho que me quiere. A
veces se convierte en una especie de madre, protectora y demandante. Otras, simplemente, me besa sin pedir nada
a cambio. Hoy no sé que es, o lo que quiere. Está rara. Está más allá de mí y yo la odio, porque en momentos como
éste y por mucho que me dé prisa, nunca podría alcanzarla.
—Ése es el problema, ¿sabes? —dice, dando largas caladas del pitillo.
—¿El qué?

—Te pediría más. Siempre. Mucho más. Hasta dejarte sin aliento, sin ganas, sin fuerzas... Y no sería suficiente.
—¿De qué hablas? —me inquieto.

—Del amor —vuelve a mirarme. —He tenido un sueño. Estabas tú. Sueles estar en mis sueños, ¿sabes? A veces me
despierto sintiendo que te quiero más aún, pero otras... Abro los ojos y siento que nunca será suficiente. Y entonces
sé que no eres tú, sino cualquiera. Nadie puede darme eso que tanto quiero.
—Eso es porque eres una insaciable —me río.

—Mis sueños están llenos de cosas extrañas. De ansiedad, de impaciencia... Es como si no despertara jamás, porque
así es como me siento ahora... ¿Qué quiero? ¿Qué deseo? ¿Qué podrías darme tú?
—Yo soy feliz así, ahora mismo lo soy. ¿Por qué demonios iba a preocuparme de nada más?

Lola se ofende. Siempre lo hace si parece que me río de sus opiniones o si doy la sensación de que no la tomo en
serio. Ella necesita saber que sus palabras son como oxígeno para mí. Necesita que le dé palmaditas en la espalda,
que finja entenderla o que me muestre expectante, como si la vida se me fuera en ello, cuando se pone profunda.
Lola nunca ha entendido una verdad sobre mí y es que, al contrario que ella, realmente soy feliz así. No sabe que
me da igual si la última hoja del Otoño está al caer, o si el próximo amanecer anuncia el retorno de la Primavera. No
sabe que son sus ojos lo único que me importa, si cambian de color porque se enfada o si brillan porque algo la
hace feliz. Ignorar todo eso de mí, es desdeñarme a mí misma. ¿Me quejo yo acaso? ¿Me quejo cuando ignora mis
días felices, esos en los que sería capaz de morir si no la veo? Lola ignora que yo también soy capaz de sentir cada
pequeña cosa, cada gesto o cada roce de su mano.
—Tú te conformas con muy poco —escupe, molesta. Algo que, por otra parte, ya me esperaba.
—¿Qué es lo que te fastidia más, que me conforme o que tenga esa capacidad? Siento no poder ser infeliz porque es
lo que toca hoy...
—Odio cuando haces eso... —tira el porro con infinito desdén.
—¿Qué haces? —me quejo. —Aún estaba a la mitad.
—Todo está a la mitad, Hannah. ¡Todo! Tú, yo, este maldito pueblo...
—¿Pero qué demonios te pasa?
—Nada. No lo entenderías —me da la espalda.
—Sí, quizás tengas razón. Quizás todo me dé igual, porque no puedo ser de otra forma. No de la forma que tú
quieres. No puedo acompañarte a ese lugar de tristeza que tanto te gusta visitar. No puedo estar triste sólo porque
tú lo estás. No quiero hacerlo. Soy feliz cuando estoy contigo, y eso no puedes cambiarlo. Ni tú ni nadie.
—Quiero ser tú —dice, tiene lágrimas en los ojos.
—¿Para qué, Lola? ¿Qué no ves que no hay nada en mí que no sea tuyo ya?

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Lola me besa. Me besa. Me absorbe. Sigue besándome. La abrazo.

*

—Lo siento —le digo a Lucía. Ella se mueve frenéticamente sobre mi cuerpo. Está a punto y lo noto.
—¿El qué? —se para. Su aliento me da de lleno en la cara.
—Todo esto.

A pesar de la oscuridad que inunda la habitación, sé que niega con la cabeza.
—No lo pienses —me dice.

Se agarra al cabecero y empuja. Gime, jadea, grita. Cierro los ojos. Le doy la vuelta, trepo por su cuerpo, la beso en
el estómago, los pechos, el cuello... La abrazo. No puedo seguir. Lloro. Ella me abraza también, me acaricia el pelo,
me susurra palabras bonitas... “Tranquila, todo está bien, estoy aquí, no llores...”. Quiero decirle que no lo entiendo,
que no sé qué me pasa, que no alcanzo a entender por qué, por qué sigue Lola aquí, presente como nunca... Porqué
no puedo ser una persona normal.
Lucía no me entiende, como yo no entendí a Lola en su momento. No es culpa de nadie, supongo, nadie tiene la
culpa de ser como es.
Encuéntrame entre las sombras. Te estaré esperando, en medio del abismo. Te daré mi sangre y mis huesos, el
polvo de mis manos... Te daré la bienvenida porque vendrás para quedarte... Es como ha de ser.
"Te he estado esperando... Te he estado esperando".
No digas una palabra, porque amar significa hacerlo en silencio.
—Quédate conmigo esta noche —le digo.

—Ya pensaba hacerlo, cariño. Ya pensaba hacerlo... —responde, sin dejar de acariciarme.
Sigue sin haber señal de un paracaídas.

 

CONTINUARÁ...

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El regreso y la espera de R. Pfeiffer

  • 1. E L R E G R E S O Y L A E S P E R A . 1ª PARTE. Cosas IMpreDeciBles V FA ER ht N SI tp FI Ó :// C N V E O O N R .c E IG os S IN P at A A ec Ñ L, O a. L co m La vida es siempre impredecible. Ya sé que no he descubierto nada nuevo con esta frase, pero es lo único que se me ocurre decir a estas alturas de mi vida. Si miro atrás, no puedo menos que pensar en cuantas cosas he vivido, cuán intensamente y con cuanto dolor y felicidad al mismo tiempo. Hay cosas que por más que le das vueltas no encuentras una explicación lógica, porque la lógica, en ciertos casos, es vital. Y ahora me encuentro en medio de una encrucijada, en medio de algo que se me escapa. A veces los días parecen carecer de sentido. Lo sé nada más abrir los ojos, sé cuando va a ser diferente, cuando algo va a cambiar inevitablemente. Me gusta despertar y sentir que va a ser otro día más, que no va a ocurrir algo que me haga cambiar el rumbo de la vida una vez más... Esa sensación en el estómago, en la cabeza que me da vueltas... Simplemente lo odio. Y éste es uno de esos días que odio. Será una llamada, una aparición inesperada, un encuentro fortuito en mi cafetería habitual, o quizás en unos grandes almacenes, puede ser un recuerdo... Un recuerdo de esos que no recuerdas, pero que tu mente guarda celosamente en una de sus esquinas... Y, de repente, hay algo que lo hace despertar, con un “clic”, y el recuerdo se abre ante tus ojos y tu corazón se encoge de dolor y de añoranza... Hoy es uno de esos días en el que sé que algo volverá a traerte a mi memoria. Es sábado. Miro el reloj. Son casi las diez. Intento recordar qué es lo que me ha despertado. Da igual. Me levanto y voy al baño. Siempre pienso en lo placentero que es vivir sola y poder pasearte desnuda a cualquier hora del día. Es francamente liberador. Noto la boca pastosa. Me cepillo los dientes. Me doy una ducha fría y me aplico la crema hidratante, la de contorno de ojos y luego otra antiarrugas. El paso de los años es una de esas cosas que me perturba. Quizás demasiado. No vuelvo a salir del baño hasta que el aspecto de mi reflejo me convence. Me visto con gran parsimonia, decidiendo qué es lo más apropiado. A veces pienso en lo vacía qué es mi vida, cuando el único problema que tengo cada mañana es decidir qué ponerme. No sé por qué no soy de esas personas que se levantan temprano para preparar el desayuno y llevárselo a la cama a su amante. Y tampoco sé por qué creo que ésa es la idea de una vida plena... Tener a alguien con quien compartir el desayuno... Como no tengo intención de salir hasta, al menos, bien entrada la tarde, me enfundo un chándal, una camiseta y unas deportivas. Quizás salga a correr por el parque. Hace más de diez días desde la última vez. Los sábados son mis días del orden. Es cuando me dedico a hacer lo que no hago el resto de la semana. Esto es: lavar la ropa sucia, recoger la habitación, limpiar el baño, quitar el polvo y fregar los suelos. Todo por el mismo riguroso orden. Ser metódica me ha ayudado con mi propensión a la anarquía doméstica. Pongo un cd de Ani Difranco y lleno la lavadora de ropa sucia. Mientras, hago una lista mental de cosas qué hacer: —Llamar a mamá. La tengo abandonada últimamente, cosa que se encarga de recordarme siempre que tiene ocasión. —Pasar por el supermercado y comprar comida. La nevera está tan vacía que da pena abrirla. Sólo hay botellines de cerveza y varios yogures desnatados y es bastante posible que estén caducados. Comer cosas caducadas no es bueno. Ya lo comprobé en una ocasión. —Ir a la peluquería. Ayer creí ver una cana y desde entonces esa cana ocupa mucho de mi limitado tiempo para pensar. —Llamar a Lucía. Tengo un mensaje suyo en el contestador desde el martes. Quiere ir a cenar hoy. Creo que a mí también me apetece. —Pasar por la farmacia. Se me ha acabado el anticelulítico. Y el champú de avena. —Acordarme de devolver las películas al videoclub. El número siete lo interrumpe el teléfono. Ahí está. Ese recuerdo que se hace empírico, eso que mi estómago me avisaba que ocurriría. Lo supe antes de descolgar. Lo sé desde hace días. La misma voz de siempre. Todo vuelve, es imposible evitarlo. Todo ha de volver al comienzo, una y otra vez, una y otra vez... Mi vida da vueltas, gira haciendo líneas de caracola, infinitas. Hasta que
  • 2. aparece ella y las líneas se borran de un plumazo. Quizás no lo sepa, no creo habérselo dicho nunca. De haberlo hecho, jamás me habría llamado de nuevo. No hoy, ni nunca. Ella ignora muchas cosas, no se puede decir todo lo que una siente. No es justo para nadie. V FA ER ht N SI tp FI Ó :// C N V E O O N R .c E IG os S IN P at A A ec Ñ L, O a. L co m Sus ojos vuelven a mí y la imagen de Lola aparece entonces, como una postal eterna, con la misma sonrisa y los mismos ojos negros, ojos que nunca pude leer. Ella siempre estuvo dos pasos por delante de mí y, aunque me esforcé denodadamente por alcanzarla, jamás pude retenerla a mi lado. Era como el viento que juguetea con el pelo, que viene de no se sabe dónde y todo lo revuelve. Lola era mágica, su sonrisa era mágica, su tacto, su piel, su olor. Todo era mágico. La conocí el verano del ochenta y nueve. Por entonces yo tenía dieciséis años y Lola diecisiete. Apareció vestida con unos pantalones roídos a tijeretazos, una camiseta colorida y unas sandalias. Llevaba el pelo negro en una enorme melena, revuelto, como si no se hubiera molestado en peinarse aquella mañana. Yo odiaba a toda aquella gente con pinta de “hippie” y filosofía de bolsillo, y Lola parecía encajar del todo en aquella descripción. Nada más verla, me pregunté cuánto tiempo tardaría en iniciar una conversación sobre la guerra o sobre el hambre del mundo. A lo que a mí respecta, todo lo que parecía concernirme en aquella época era mi obsesión por perder la virginidad. Todos los de mi grupo, con mayor o menor fortuna, ya lo habían hecho. Y yo no estaba dispuesta a quedarme atrás. La pubertad era una etapa muy difícil en la que te pasas la mitad de tu tiempo pensando en cosas que no debes y la otra mitad en llevarlas a la práctica. Tienes que encajar, tienes que vestir, hablar e incluso moverte como los demás. Lola no. Iba por donde le marcaba su propio paso y le importaba muy poco lo que pensaran de ella. Pronto descubriría que no fingía ser quien no era, era así. Simplemente. Siempre son los que no son como nosotros quienes nos fascinan, quienes nos atrapan y por quienes nos dejamos llevar en el intento de ser como ellos, aunque seamos conscientes de que nunca será así. Mi amigo Rafa apareció llevándola de la mano una tarde. No nos extrañó que tuviera una novia nueva, siempre aparecía con alguien nuevo cada corto período de tiempo. Ella me gustó desde el primer momento en que la vi. A pesar de todo, a pesar de que quise negarlo entonces, ella me hechizó. Aunque en un primer momento la odié por ser más alta que yo y tener mejores piernas... Nos la presentó con un “ésta es Lola”, para él siempre era suficiente presentarlas así, como si más allá de un nombre no hubiera nada más... Mi querido Rafa... El “guaperas” de turno. Yo quería perder la virginidad con él, pero nunca me atreví a pedírselo. Rafa era, sin duda, el que más veces había hecho el amor de todos nosotros y la experiencia era un grado en aquellos temas. Además, corría el rumor de que su pene era bastante considerable... Recuerdo que lo primero que pensé fue si ya se la habría follado... Es irónico, ¿verdad? No podía imaginar que, poco después, pensar en Lola haciendo el amor con otra persona iba a ser una tortura constante. ¿Cómo iba a saber lo que significaría para mí? No es como si pudiéramos saber a simple vista qué personas nos van a marcar y a dejar huella por el resto de nuestros días. No sabría explicar con certeza por qué ocurrió con Lola. Lo que sí es cierto es que nada ni nadie puede instalarse un espacio que ya está ocupado... Lola ocupó mi mente y mi corazón casi por entero. Cuando pensaba que ya había pasado la tempestad, ella volvía a entrar en mi vida como un ciclón y yo sólo podía esperar a que pasara para volver a recoger lo poco que me dejaba. Era incapaz de quedarse en un sitio demasiado tiempo. Y me contagió esa idea a mí también. Cuando estaba con ella, no importaba el lugar, me sentía como en casa. Ella era mi hogar, realmente. Y era consciente de eso, siempre lo fue. Sabía que teníamos un vínculo que nos mantenía unidas. A pesar de todo, se resistía a quedarse. Una vez me confesó que yo le daba miedo. Decía que si me entregaba su alma, no podría volver a reencarnarse. Esto, claro está, sucedió durante su etapa más “mística”. Siempre andaba buscando la felicidad, le obsesionaba ese concepto: “felicidad”. Decía que si había una palabra para denominar algo, era porque existía. Seguidamente ponía un ejemplo de una palabra inventada y preguntaba: ¿sabes lo que es un calideosformo? Por supuesto, nadie podía responderle que sí, a lo que ella aprovechaba para resaltar: “¿lo ves? No existe porque no hay nada que se llame así.” Se pasó la vida buscando a “felicidad”, a veces desesperadamente. Nunca entendió porqué a mí no me preocupaba. Le contesté que yo ya la había encontrado y la miré a los ojos. Jamás volvió a sacar el tema en mi presencia. Lola me descubrió mi propia sexualidad. No fue exactamente una revelación... Más bien diría que fue la confirmación de una sospecha. Pero con dieciséis años aceptar tu propia homosexualidad resulta prácticamente imposible. La escondes debajo de toneladas de maquillaje, de mentiras, de “novios” fugaces y de noches de desenfreno. Me escondí hasta los veintisiete. Me río. Mi madre se sorprendió cuando se lo dije. Y yo me sorprendí porque ella estaba sorprendida... Haciendo memoria rápida, después de Lola, hubo al menos tres chicas más a las que llevé a casa para hacer el amor. Y mi madre jamás sospechó nada. Vuelvo a reírme. Mamá no ha tenido una buena vida. Se quedó viuda cuando yo tenía tres años y hubo de criarme sola. Y nunca se lo puse fácil, nunca le di un respiro. Ella se merecía mucho más que eso. ¿Cuál es la capital de Islandia?   2. 1989. —¿Cuál es la capital de Islandia? Me giro lentamente. La novia de Rafa me mira, con media sonrisa de lado. Parece que me ha dicho algo. Dejo la conversación que mantenía con el resto del grupo y la atiendo, aunque con la intención de darle tan sólo un minuto de mi tiempo.
  • 3. —¿Qué? —pregunto. —Capital de Islandia. —Reykjavik —digo, automáticamente. Sonríe satisfecha y asiente con la cabeza. —Nunca me equivoco —suelta, como hablando para sí sola. —¿Perdona? —Cuando veo a alguien, normalmente sé si es inteligente o no —explica, sentándose junto a mí en el banco de piedra. —¿Por eso la pregunta? —alguien me pasa la bolsa de cacahuetes. Cojo unos cuantos y le ofrezco. Toma uno sólo. —Ahá. Nadie sabe cual es la capital de Islandia. En realidad, ni siquiera sabrían señalar Islandia en un mapa... Pero tú pareces lista. Así que no me equivoqué. Normalmente, la gente inteligente tiene habilidades para memorizar ciertas cosas, como las capitales. Incluso las menos conocidas. V FA ER ht N SI tp FI Ó :// C N V E O O N R .c E IG os S IN P at A A ec Ñ L, O a. L co m —Oye, Carlos —llamo a uno del grupo —¿Dónde está Islandia? Mi amigo se limita a cogerse la entrepierna. —Aquí mismo —dice, riéndose. —Podrías haberme preguntado —no he notado lo cerca que está Lola de mí, puedo notar su aliento en la oreja. Se me eriza el vello. —Ya te hubiera dicho yo que tu amigo tiene categoría de imbécil. Me hace reír y ella se ríe también. Me gusta su sonrisa. Es amplia y le ilumina los ojos. También me gusta su voz, profunda y clara a la vez. —Me llamo Hannah —le digo. —Encantada de conocerte —me tiende la mano y yo se la estrecho. —No te había visto por aquí antes. —Me he mudado hace dos meses, justo en las vacaciones. Vengo de la ciudad y esto se me queda muy pequeño, ¿sabes? —Bueno... —respondo —Éste es un pueblo pequeño. Incluso a mí, que he vivido toda la vida aquí, se me queda considerablemente diminuto. —¿Y qué se hace por aquí para divertirse? —pregunta. Me mira a los ojos y me doy cuenta de que los tiene verdes. —En vacaciones nos vamos a la playa por la mañana, por la tarde nos venimos al parque y por la noche nos vamos al pub de Rooney, el de la esquina. ¿Lo conoces? Es un tipo irlandés lleno de tatuajes... —Oh... Sí... Creo que lo he visto alguna vez. —A veces nos invita a cervezas. —Oh... Me da la sensación de que empiezo a aburrirla con mi intrascendente conversación. Y como no se me ocurre nada más que decir, me limito a mirarme los pies un rato. Rafa le pasa un porro a Lola. —¿Te gustan mis amigos? —le pregunta. Ella se encoge de hombros y pega un par de caladas. —¿Cómo has conocido a Rafa? —Anoche, a la salida del cine. —¿Y? —Y ya está —dice, mirándome con el ceño fruncido. —Le di mi teléfono y me ha llamado para quedar hoy. —¿Vas dando tu número de teléfono a cualquiera? —Sí. Mi padre nunca lo coge, así que puedo dárselo a cualquier desequilibrado violador que me encuentre por la calle... —creo que ahora se está riendo de mí, aunque es imposible saberlo con certeza. Enciende el porro varias veces y le da otras tantas caladas, luego me lo pasa. —Tengo que ir a despedir a mis padres, se van a las siete —dice María —Podéis ir a mi casa luego. —¿Alquilamos unas pelis porno? —pregunta Carlos.
  • 4. Hago rodar los ojos. ¿Nunca se cansaban de aquellas malditas películas? Alguien le pregunta a María si tiene alcohol en casa. Ella dice que sí y les hace prometer que no romperán nada. Hago cálculo mental de cómo va a ser la noche: alcohol, porros, pelis porno y tíos muy, muy salidos... No estoy segura de que me apetezca ir. —Yo paso —dice Lola. —¿No vienes? —pregunta Rafa. Parece contrariado. Conociéndole como lo conocía, se habría hecho a la idea de que esa noche iba a acabar en la cama con Lola. —No. ¿Quedamos otro día? Encantada de conoceros. Se aleja a paso firme sin esperar a que nadie le conteste. —Cada día te las buscas más raras, Rafa —dice alguien. —Joder, pero está muy buena, ¿no? —¿Cómo la conociste? —pregunta María. —Ayer, a la salida del cine. Le pedí el teléfono y la invité a una cola. Iba con su hermana retrasada... V FA ER ht N SI tp FI Ó :// C N V E O O N R .c E IG os S IN P at A A ec Ñ L, O a. L co m —¿Tiene una hermana retrasada? —interrumpe Carlos -¡Qué putada! —Sí, y además es de ésas que ni siquiera hablan... —¿Qué es una putada? —intervengo — ¿Ser retrasada o tener una hermana así? —Ambas, supongo. —Estoy harta de vosotros —digo, de repente. —¿Y a ti qué bicho de ha picado ahora? —me grita Rafa. —Ninguno. Es que estoy harta de hacer siempre lo mismo, de oír las mismas estupideces y de tener que aguantaros. —Tendrá la regla —comenta Carlos. —¿No vienes a mi casa esta noche? —Paso —digo —Me quedaré en casa y le haré compañía a mi madre. Pasar tiempo con ella de vez en cuando no está mal, ¿no? —Pues nos vemos mañana en la playa, entonces. Me levanto y me voy a casa. Por el camino pienso en lo tremendamente aburrida que es mi vida.   3. —¿Capital de Sudáfrica? Mi cerebro no deja de registrar su nombre. “Lola, Lola, Lola...” Soy incapaz de pronunciar palabra. ¿Cuánto había pasado esta vez? ¿Tres años? —¿Estás ahí? ¿Me he equivocado de número? —Pretoria. La oigo reír. Después de todo este tiempo, sigue haciéndole gracia que me sepa las capitales del mundo. Cuando la conocí, me aseguré bien de aprendérmelas, no quería decepcionarla. Ella llegó a importarme hasta ese punto y mucho más allá. —Por un momento pensé que me había equivocado de número —sigue riendo, parece estar en estado de gracia o algo por el estilo —Es una suerte que tu madre conserve el mismo número, si no, ¿cómo demonios se supone que iba a localizarte? —Han pasado tres años desde la última vez que nos vimos. Me había hecho a la idea de que nuestro próximo encuentro sería fortuito o nunca volveríamos a vernos. —Tú siempre tan pesimista... —deja de reír, aunque su voz sigue siendo suave y condescendiente. —Tampoco sabía donde encontrarte para darte mi número nuevo... —Sí... Lo sé... Por eso soy incapaz de enfadarme contigo. Más bien lo hago conmigo misma por abandonarte de ese modo. —¿Me abandonas? —digo. Las rodillas me tiemblan. Otro efecto más de Lola sobre mí. —¿Es así cómo lo ves?
  • 5. —Francamente, sí. Soy la peor de las amigas. —Reconocerlo es el primer paso... Vuelve a reír. La oigo chasquear los labios. Una de esas manías suyas que, al parecer, no ha abandonado con el paso de los años. —Te he echado de menos, ¿sabes? —me dice. —Lo sé. Siempre me lo dices. —¿Y tú a mí? ¿Me has echado de menos? Nada sería igual si no me echaras de menos. —Sí —respondo, escueta. Lo que en realidad me apetece decirle es que he notado su ausencia cada minuto de todos aquellos días. Hago una cuenta mental: mil noventa y cinco días. Veintiséis mil ochenta horas. Treinta y siete millones ochenta y cuatro mil doscientos segundos. Debo parar. Es demasiado agotador. Y su ausencia lo ha sido aún más para el alma. V FA ER ht N SI tp FI Ó :// C N V E O O N R .c E IG os S IN P at A A ec Ñ L, O a. L co m —Estás enfadada conmigo, ¿verdad? —No, en serio. Sabes que no puedo enfadarme contigo. —Esta vez me he pasado, estás en todo tu derecho. Yo... En fin... Tengo muchísimas cosas que contarte... —¿Dónde estás? —Estoy en la ciudad. En realidad ya hace tres meses que he vuelto y, bueno, me he dedicado todo este tiempo a poner un poco de orden... La sola idea de que esté allí, a tan sólo media hora de mí, o quizás una hora, me pone la piel de gallina. El corazón desemboca en un ritmo desenfrenado. No puedo pararlo. La cabeza me da vueltas, como si estuviera en una noria que ha perdido un eje. Clamo a Dios y me pregunto por qué sigo sintiéndome así cuando se trata de Lola. ¿Cómo se sentirá ella? No de esta estúpida forma, seguro. —¿Vas a quedarte mucho tiempo? —Quiero que sepas una cosa —me interrumpe —Llevo una semana queriendo hacer esta llamada, y... No sabía si querrías hablar conmigo o si te habías olvidado de mí... —¿Cómo podría olvidarme de ti? —digo, demasiado exaltada para mi gusto. —Lo sé, lo sé —sonríe —Entre tú y yo no cabe esa posibilidad. Ha sido una estupidez pensar en ello. —Sí, ha sido una estupidez... —Tu madre me ha hablado de ti. Me ha dicho que estás genial, que tienes un trabajo estupendo que te quita muchísimo tiempo, justo como te gusta, ¿verdad? Y también me ha dicho que vives sola... —Ya sé que todo el mundo espera que me enamore y siente la cabeza... —No hace falta enamorarse para eso. Enamorarse sirve para otras cosas, y no creo que sentar la cabeza sea una de ellas. ¿Qué pasa? ¿No has encontrado a ninguna mujer de bien? —¿Mujer de bien? —me río. Ella me sigue —No, ya no quedan mujeres de bien en este mundo. Y me incluyo. Somos todas unas harpías despiadadas, amantes del dinero, las joyas y el sexo duro. —Tengo ganas de verte —dice, cuando deja de reír y recobra la compostura. —En realidad, debería añadir que tengo muchas ganas de verte. Podríamos quedar la próxima semana, si quieres. —¿La próxima semana? —no sé por qué dudo, pero lo hago. —¿Estás muy ocupada? Podemos dejarlo para la siguiente. —No, no. No estoy tan ocupada. Sólo hacía balance de mi agenda. Creo que sí podré. —Te doy mi número y me llamas. Así podrás organizarte mejor... Corro en busca de papel y bolígrafo. Se me cae el teléfono al tirar del cable. Lo dejo en el suelo y voy hasta el cajón del escritorio. Vuelvo corriendo, recojo el teléfono y le pido, con voz entrecortada, que me lo recite. Lo anoto con gran avidez, como quien apunta la combinación ganadora de la lotería. —Mi preciosa Hannah —susurra —. No sabes cómo han cambiado las cosas en mi vida... —Estoy deseando que me las cuentes. —Y yo contártelas.
  • 6. Se hace un silencio, breve pero intenso. La oigo respirar, creo que ella también me oye a mí. Cierro los ojos y una breve imagen aparece en la oscuridad. Sabía que estaría ahí. Lola asoma, me dice que me quiere y me sonríe. —Hannah... —¿Qué? —abro los ojos. —Hasta pronto. Cuelga. Yo me quedo con el auricular pegado a la oreja. Aún era demasiado pronto para dejar de hablar con ella. Aún necesito algo más. Cuelgo, cuando mi propia imagen de mujer desolada pegada a un auricular que sólo hace “ti...ti...ti..” me parece ridícula. Me levanto y doy vueltas por la casa, como un león enjaulado. Mi estabilidad corre peligro. Mi salud mental se hace añicos. Mi corazón sufre decadentemente. Soy débil, soy una loca de atar. Estoy condenada a sufrir por amor hasta el fin de mis días. Lola tiene la culpa. V FA ER ht N SI tp FI Ó :// C N V E O O N R .c E IG os S IN P at A A ec Ñ L, O a. L co m “Bodily” comienza a sonar. Esa canción tiene un poder calmante sobre mí, pero en esos momentos sólo consigue desesperarme. Me quito una zapatilla y la lanzo contra el equipo de música. Los cd’s que siempre guardo encima caen estrepitosamente al suelo. Y la canción sigue sonando. sigue --> -->
  • 7. E L R E G R E S O Y L A E S P E R A . 2ª PARTE. 4. V FA ER ht N SI tp FI Ó :// C N V E O O N R .c E IG os S IN P at A A ec Ñ L, O a. L co m Hay personas con las que se mantiene una relación, casi siempre breve, y pasan al olvido. Terminas odiándolas, o despreciándolas y, por ende, olvidando hasta su nombre. Hay personas que pasan a una segunda lista, la menos importante, al cajón de los casi olvidados. Y sabes entonces que todo se ha acabado, que hay un abismo tan grande que ni quieres ni puedes saltarlo. Sólo es cuestión de tiempo. Empiezas a olvidar cosas, no puedes recordar qué es lo que tenía o si alguna vez te hizo sentir algo. Lo que queda es la sensación de que no vale la pena. Como esos libros que da lástima acabarlos, y mientras avanzas página a página sin poder dejar de leer, piensas en que se acerca el final. Y sigues hasta que tus ojos llegan a FIN. Es inevitable. Ciertas cosas son inevitables. A veces un adiós no es el final, sino el principio. Pero hay otras personas que, una vez dejado de lado la parte más emotiva, se convierten en amigas. Lucía es de éstas últimas. Nos bastó dos meses para darnos cuenta de que lo único que funcionaría entre nosotras sería una sincera y eterna amistad. Es de esas personas que no se pueden odiar, demasiado encantadora para intentarlo siquiera. Lo que esperas de una amiga es que esté siempre, pase lo que pase. ¿Qué sería de nosotros si no tuviéramos a nadie que siempre esté dispuesto a tender la mano? Nos conocimos hace unos años en una cena. Ella llegó acompañada de una amiga en común e inmediatamente surgió. Fue una especie de encantamiento, la sensación de que algo, un lazo invisible, nos unía. Me hace la vida más agradable, simplemente. Pienso en cómo podría describirla. Quizás comparándola con una fruta en su punto exacto de madurez, tierna, dulce... Por qué sigue sola, siendo como es, me parece todo un misterio. Es una loca encantadora que cree que el amor verdadero existe. Ésa es otra de las cosas que tenemos en común, aunque yo siempre evito decirlo en voz alta. La observo, mientras juguetea distraídamente con uno de sus tirabuzones. Me hace gracia esa manía que tiene de jugar con su pelo. Lleva un escote imposible, pero está preciosa. Lucía es de esas mujeres que pueden cortar la respiración. Largas piernas, labios carnosos, enormes pestañas que sabe batir como nadie... Es, posiblemente, la mujer más bella con la que he hecho el amor. La he llevado a su restaurante favorito. Vegetariano, por supuesto. Su dieta habitual se basa en ensaladas y yogures desnatados. Dice que es porque quiere llegar a los cuarenta con el mismo peso de los veinte. —¿Dónde estás? —pregunta. —¿Qué? —Llevas toda la cena ausente. Y yo llevo toda la cena esperando a que decidas contármelo. El camarero nos trae el postre. Lucía ha pedido fresas con helado. Miro el mío. Ya no me apetece comerme el mousse de chocolate. Le doy vueltas con la cucharilla. —Ha vuelto —le digo. —¿Quién? ¡Por Dios, estas fresas están riquísimas! Ya sabes donde irá este helado, ¿verdad? —se palmea la parte superior del muslo —He decidido dejar de luchar contra mi celulitis... Si dice que la arruga es bella, ¿por qué no la celulitis? —Lola —me trago una cucharada de mousse que me sabe tremendamente amarga. Me mira con sus enormes ojos negros, con la cuchara repleta de helado a mitad de camino. Hay sorpresa en sus ojos aunque, inmediatamente, cambia de expresión. Ahora me mira con lástima. Sabe muy bien lo que significa que Lola haya vuelto. Es mucho más que una presencia; son noches de insomnio, horas de pensarla, ansiedad constante... Lola me provoca todo ello y a la vez. Tengo ganas de verla, aquí y ahora. Tengo ganas de oír su voz cerca de mí. Quiero tocar su mano y besarla. Quiero estar cerca de ella y no volver a separarme jamás. —Mierda... —murmura Lucía entre dientes. —¿Qué pasa? —Pensé que no iba a volver nunca más —aparta las fresas. Se le ha quitado el apetito.
  • 8. —Yo también lo pensé. —¿Está en la ciudad? —Ahá... —¿A qué ha venido? ¿Va a quedarse mucho esta vez o está de paso? —No lo sé. Ella... Me llamó esta mañana y... —¿Y qué? —Que me doy cuenta de que, en realidad, no hablamos de nada importante. Sólo me dijo que tenía muchas cosas que contarme. —Después de tres años, quién no... —Lucía no se molesta en ocultar su malestar. —Me siento rara... No puedo sacármela de la cabeza. Me pregunto cómo estará, qué planes tiene, si aún me quiere... —la última frase la digo sin darme cuenta de que eso es lo que más me importa. V FA ER ht N SI tp FI Ó :// C N V E O O N R .c E IG os S IN P at A A ec Ñ L, O a. L co m —No debería hacerlo —comenta Lucía, mientras mueve la cabeza negando. —¿El qué? —No debería aparecer y desaparecer como lo hace. No es justo. Mírate, vuelves a ese estado tuyo catatónico. Ella lo sabe, es consciente de lo que te provoca y, aún así, no le importa. —Lola no tiene la culpa de que no consiga olvidarla. Lo nuestro acabó hace mucho tiempo. Soy yo la que no ha logrado superarlo. —Vas a verla, ¿verdad? —Sí —me extraña la pregunta —¿Por qué me lo preguntas? —Porque lo que deberías hacer es decirle que no y porque sé que siempre haces lo contrario a lo que debes cuando se trata de ella. No te conviene verla, ni estar cerca de ella. Acabará haciéndote daño... —Ella no tiene la culpa... —Por favor... —baja la voz y se estira hacia mí por encima de la mesa —¿Es que no te das cuenta de tu estado? Esa idea tuya de que Lola es el amor de tu vida, la mujer que te ha robado el corazón, la razón y un sinfín de cosas más. La has subido a un pedestal del que no quieres bajarla. —No quiero olvidarla. Suelta un bufido y lanza con cierto enfado la servilleta de tela sobre la mesa. Sé que está harta de que hablemos de Lola. Y sé que, en el fondo, la odia. La odia porque yo la amo por encima, incluso, de mí. —La última vez ni siquiera se despidió. ¿Te acuerdas? —¿A qué viene eso? —Viene porque quiero que lo tengas en cuenta en todo momento. Debes saber que volverá a desaparecer y sin avisar... Es lo que mejor sabe hacer... Un recuerdo aparece ante mí. Me veo, tres años atrás, en una tarde de otoño. Una ventana abierta. Hace viento. Estoy sentada en el suelo, apoyada contra la pared. Lloro. —Disculpen —interrumpe el camarero —¿Van a tomar café o algo más? —No —Lucía me mira y niego con la cabeza —Pero tomaré un Southern Comfort. Y que sea doble. ¿Qué tal en la agencia? ¿Te han dado ese aumento? —Qué sutil cambio de tema... —ironizo —Tú y yo nunca hablamos de trabajo, Lucía. ¿Por qué te interesa ahora? —Es mejor que hablar de Lola. —¿Por qué la odias tanto? —No la odio. Lo sabes —se apresura a decir, parece contrariada —Pero lo que sí me molesta es que sea capaz de eclipsar a todo lo que te rodea sin necesidad de estar presente. Me molesta que sea capaz de arbitrar tu vida con sólo una llamada. Me molesta que haya vuelto. Eso... Eso significa que pierdo a la Hannah que más me gusta, la que no tiene la mirada triste ni se pierde constantemente en sus propios pensamientos. —Lo siento —admito, bajando la cabeza —Te merecías mejor noche que la que te estoy dando. —Eres tú la que merece algo mejor —rebusca en el bolso y saca un pitillo. Lo enciende y le da varias caladas —O sea, ¿está de vuelta, no?
  • 9. —Eso parece. —Genial... ¿Dónde ha estado todo este tiempo? —La última vez que supe algo estaba en la India. —Ah... Sí. Me olvidaba de que es una mística. —Lucía... —la aviso. No quiero discutir. —Si te lo pidiera, si te lo suplicara, ¿me harías caso? ¿Evitarías verla? ¿Le dirías que ahora tienes otra vida y que no quieres complicarte? —Que la vea es tan inevitable como el que tenga que morir. Sé que no podría prescindir de hacerlo. Necesito verla, saber si sigue aquí dentro —me señalo el corazón. —A mí nunca me has querido así... —se le quiebra un poco la voz. V FA ER ht N SI tp FI Ó :// C N V E O O N R .c E IG os S IN P at A A ec Ñ L, O a. L co m Me acerco y le tomo la mano libre. La miro. Quisiera decirle que una vez lo deseé con todas mis fuerzas. Quisiera decirle que aún, ahora, en este mismo momento, desearía que fuera capaz de arrancarme a Lola de dentro. Pero Lucía no entiende que, a veces, las cosas no pueden cambiar sólo porque uno se empeñe. Ella cree que todo es posible si tienes la voluntad suficiente. Pero nada es tan fácil. Nada. —¿Pedimos la cuenta? —dice, apartando la mano. —Claro. 1989. Lola se aparta. Estamos en mi habitación, ya son más de las seis y hemos estado besándonos sin parar desde hace horas. De fondo suena un disco de Luz Casal. A Lola le encanta y a mí me gusta simplemente por eso. —Adoro besarte —susurra. —Y yo a ti. —Tengo que estar en casa dentro de media hora. Le prometí a mamá que cuidaría de Alberto esta noche. Sale a cenar con no sé quién. Algún novio nuevo, supongo. Noto que en su voz hay notas de malestar. Su padre se había ido de casa cuando ella tenía tres años y, desde entonces, su madre se había volcado en la infructuosa labor de buscar un nuevo marido. Al final, todos acababan por abandonarla. —Aún falta media hora —la atraigo hacia mí y la beso. Sé que no me cansaría nunca de hacerlo. Podría morir así, besándola y no me importaría. Se ríe contra mis labios, parece que ha oído lo que pienso. —¿Te vas mañana? —pregunta. —Sí. Esta semana tengo que estudiar mucho si quiero aprobar los parciales. Te echaré de menos, pero te llamaré todos los días. No soporto estar lejos de ella durante la semana. Intenté convencerla de que estudiara una carrera, sólo por el simple hecho de que estuviera conmigo. Pensar en tenerla en mi piso de estudiante todo el día me hacía temblar las piernas. Pero Lola no quiso. Había conseguido un trabajo como dependienta en una zapatería. Quería ahorrar para pagarse un viaje a no sé dónde. Era lo único que le importaba: ver mundo. Y yo tenía la esperanza de que se enamorara tanto de mí que le fuera imposible ir a ningún sitio. Deseché ese pensamiento. No iba a ocurrir, ella no se iría. Al menos no sin mí. —Tienes que estudiar mucho y ser la mejor, para que te conviertas en mujer de bien —me dice. Me río a carcajadas. Ni ella ni yo hemos nacido con ese gen. Nunca seremos mujeres de bien, ni tan siquiera lo pareceremos. —Pareces mi madre cuando me dices esas cosas —respondo. —La mía, en cambio, no deja de repetirme lo inútil que soy... —¿Otra vez has tenido bronca? —Es el pan de cada día. Creo que nunca llegará a entenderme. Ni yo a ella, por cierto. —Yo creo que eres una persona maravillosa que conseguirá todo lo que se propone —admito, y no le miento.
  • 10. Lola me mira. A pesar de la tenue luz, sé que me mira directamente a los ojos. Supongo que aún a oscuras, mi adoración por ella queda más que patente. Estoy enamorada. Lo supe desde aquel día en el que desperté con una extraña desazón que no desapareció hasta que la vi. Lola me calma, me centra. Lola es mi norte. Me acaricia la frente apartándome el pelo hacia un lado. —¿Qué haría yo sin ti? —dice. Me corta la respiración —Eres lo mejor que me ha pasado hasta ahora. Aunque lo que dice a mí me suena a palabras de amor, sé que, en el fondo, hay algo más. La convicción de que tendrá que acabar algún día. Sé que no soporta esconderse como lo hace, ni disimular. Sé que le encantaría que su vida fuera de otra forma y está desesperada por lograrlo. Y sé que, en algún momento, yo me quedaré atrás. —Lola... —la llamo. Mis pensamientos han hecho que sienta un nudo en la garganta que amenaza con hacer que llore. —¿Qué? Soy incapaz de pronunciar una palabra en ese momento. Lola me besa y me calma. V FA ER ht N SI tp FI Ó :// C N V E O O N R .c E IG os S IN P at A A ec Ñ L, O a. L co m Una vez más. 5. Llego a casa después de dejar a Lucía en la suya. Estuvo demasiado callada en el coche y yo decidí que lo mejor era no decir mucho más. Después de todo, sé que no soy una persona con un especial don de palabra y Lucía, a veces, necesita tanto el silencio como yo. Ella se bate en su deriva a solas, sopesa las cosas, las rumia y actúa en consecuencia. Es un don que siempre he querido para mí. Yo, por más que piense en lo que me rodea, siempre acabo por tomar la decisión equivocada, que no es otra que la que me dicta mi desordenado corazón. Miro el contestador. No marca ningún mensaje. A pesar de que son casi las doce, no tengo sueño. Mi cabeza está demasiado ocupada pensando y pensando. Así que me sirvo un güisqui solo y pongo música. Me deshago de la chaqueta y los zapatos y me siento cómodamente en el sofá. Luz Casal inunda el salón. ¿Por qué Luz Casal? ¿Por qué aquel disco? Sonrío. Era inevitable. Pienso en esa palabra: inevitable. En cuantas cosas en la vida lo son. Ahora mismo, por ejemplo, me resulta inevitable divagar, pensar en mí como centro del universo. Esta tendencia mía a creerme más importante porque sufro. Creo que soy una mercenaria de los sentimientos. Sé que si el amor es grande, el desamor lo es aún más; te inunda y te cala hasta los huesos. El mundo se vuelve más pequeño y todo gira en torno a ti, todo lo que ocurre, inexorablemente, es una consecuencia de uno mismo. Y aparece de nuevo la obsesión por el paso del tiempo, pausado, inevitable, irrecuperable... Pienso en cuantos minutos quedan para esto, cuantas horas para lo otro, cuantos días y mientras espero todo pasa. El tiempo no es ningún doctor, no cura, sólo hace que olvide, pero todo sigue ahí, al fin y al cabo... Y me arrebatará cosas que necesito como el aire. El tiempo no es ningún aliado de nada. Inevitable. Es ineludible que coja el teléfono y haga la llamada. Oigo tu voz después de tres tonos. —¿Sí? —contesta Lola muy bajito. —Hola —digo. Casi me arrepiento de haber llamado. —¿Hannah? ¿Qué hora es? —Muy tarde. —¿Ocurre algo? —¿Te he despertado? —Sí, pero... No importa. —¿Por qué susurras? —pregunto. La respuesta me llega antes de que ella me lo confirme. Se me encoge el corazón y me trago un suspiro de desencanto. —No estoy sola —dice. Hay algo en su voz, como contrariedad. Supongo que no quería que me enterara así. Y supongo que era otra de esas cosas que quería contarme. —Oh... —me limito a responder —Lo siento. Voy a colgar.
  • 11. —No, no. Espera... Creo que se pone en pie y sale de la habitación. Un ruido de una puerta, más pasos y otra puerta más. —¿Te ocurre algo? ¿Estás bien? —pregunta, preocupada. —No, es sólo que... No sé... —Hannah... —suspira. —¿Quién es? —no puedo esperar más, tengo que saber. Lola tarda en responder. Yo espero inquieta, enrollando el cable del teléfono entre los dedos. Es extraño, realmente no quiero saberlo, realmente no deseo que me cuente esa otra parte de su vida en la que no pinto nada. Pero, aún así, estoy ávida de que responda. —Se llama Ricardo. Para mí es suficiente. V FA ER ht N SI tp FI Ó :// C N V E O O N R .c E IG os S IN P at A A ec Ñ L, O a. L co m —Vale. Se hace el silencio. No se me ocurre qué decir. A Lola parece que tampoco. —Voy a colgar —resuelvo. La situación me supera. —No, espera. Te conozco. Sé que ocurre algo. ¿Has discutido con alguien? ¿Alguien a quien quieres mucho? No puede ser que esté tan ciega.. No me lo creo ni por un instante. Sabe perfectamente que es por ella, que siempre es por ella. Lo sabe, pero prefiere obviarlo, como tantas otras cosas. A veces la odio por ello. —¿Hannah? —me llama cuando tardo en responder. —Estoy aquí. —¿Me lo cuentas? —Se llama Carmen —miento. O mejor dicho, le doy lo que quiere —Pero es demasiado complicado como para explicártelo. Además, es demasiado tarde y... —Me has sacado de la cama. Ya sabes que ahora no podría volver a dormir. Así que cuéntamelo todo —sonríe. —Pues... Ella es especial, ¿sabes? Mucho. Pero me ha roto el corazón. Aparece y desaparece de mi vida y es un huracán que todo lo envuelve y lo deshace. Es peligrosa como las corrientes de mar y tan escurridiza como el agua. Pero yo me empeño en cerrar el puño cada vez, como si así pudiera retenerla. Dice que me quiere, que me querrá siempre, que me lleva consigo allá donde esté. Yo me limito a esperarla una y otra vez, como si ésa fuera la razón de mi existencia. —¿Por qué, Hannah? —¿Por qué, qué? —¿Por qué siempre deseas lo que no puedes tener? Me deja sin palabras. Me bebo el resto del güisqui de un trago, esperando que me dé lucidez suficiente como para enfrentarme a ella. Me levanto y me traigo la botella a la mesa. Lola parece escuchar mis movimientos, esperando pacientemente que le dé una respuesta que le satisfaga. Por supuesto, no me satisfará a mí. —Siempre es así —digo —Siempre esperamos más de aquello que ya no puede dar más de sí. Es como recordar esos años que no volverán. Quizás porque tenemos miedo de lo que está por venir. —No sabía que tenías tanto miedo... —Hay muchas cosas que no sabes de mí... —sé que ha sonado duro, pero no puedo evitarlo. Por momentos, todo aquel rencor hacia ella florece. Todo el dolor por desearla tanto aparece como por arte de magia. —Tienes razón. Hay muchas cosas de ti que no sé, que me he perdido en el transcurso de estos años. Quizás desde siempre. —No te culpes, Lola. Las cosas suceden por una razón, y ésta, casi siempre es inamovible. Yo no pude seguirte y tú no pudiste esperarme. Ésa es la única realidad que existe. —Hannah... Mi querida Hannah. Esa Carmen no te merece. Creo que lo sabes, ¿verdad? —Lo que creo es que tengo lo que merezco. —No digas eso.
  • 12. Sujeto el teléfono contra mi oreja con fuerza. Me duele, pero es la única forma de no gritarle. Nadie necesita oír que no te quieren como mereces. El amar no tiene condiciones. El amor no sabe de ello. A Lola se le ha debido perder esa premisa en algún lugar por donde ha pisado. —Dime, Lola, ¿eres feliz? —No soy infeliz, eso basta. —No creo que eso te baste, creo que... —Voy a casarme —interrumpe. Un sonido, una especie de grito ahogado sale de mi garganta sin que pueda contenerlo. Ella ha tenido que oírlo también, pero no dice nada. Una vez soñé algo extraño con Lola. Estábamos en algún lugar, no pude reconocerlo. Era oscuro y siniestro, no había nada a mi alrededor. Podía oír una voz que me decía: No te muevas, quédate quieta... No te muevas para que podamos hacerte picadillo. Y yo me quedaba quieta mientras dejaba que Lola me desarmase como a un Mr. Potato. V FA ER ht N SI tp FI Ó :// C N V E O O N R .c E IG os S IN P at A A ec Ñ L, O a. L co m Mi sueño aparece siempre que algo me desmonta y me deja perpleja. Vuelve con toda nitidez y ese regustillo amargo como la hiel en el paladar. Oigo el tic tac del reloj. Es lo único que puedo oír. El disco ha acabado y yo sigo anclada al teléfono. —Hannah... —No lo entiendo. Tú no eres de las que se casan, no eres de ésas... Eres libre, como me dijiste un día, libre como el viento. —Las cosas cambian, la gente cambia... —Las ideas no cambian, Lola. No así como así. —Por eso quería hablar contigo, contártelo de otra forma diferente a ésta —suspira, parece cansada. —¿Estás enamorada de él? —Sí —contesta después de tres segundos. —¿Es por eso? ¿El amor te ha cambiado tanto? —No es sólo por eso. Quiero algo de estabilidad... Quiero... No lo sé. Supongo que quiero sentirme como el resto del mundo. Dejar de correr de un lado a otro... —Dejar de ser tú —termino la frase por ella. Una lágrima rueda por una de mis mejillas. Se pierde en la comisura del labio superior. Me la trago, junto con todo aquel dolor que me ha provocado la noticia. —Quiero verte —dice. —No sé cuando podré, estoy hasta arriba de trabajo... —No hagas esto, Hannah, no me niegues tu amistad. Me moriría si lo hicieras. —No hablemos de quien niega a quien, sabes que tienes las de perder. —¿Crees que esto es una competición? ¿Crees que así ganará algo alguna de las dos? —¿Por qué has vuelto a llamarme? —le pregunto. A veces pienso que le gusta llevarme al límite, como si así se sintiera realizada de alguna forma. —Porque quiero que estés conmigo. Porque te quiero. Porque no creo que sea tan descabellado retomar nuestra amistad. —Nunca ha sido sólo eso y lo sabes —respondo con dureza —Sabes perfectamente que a lo largo de todos estos años, cada vez que nos hemos visto, hemos terminado en la cama. Luego tú desapareces y todo vuelve a empezar. —Ahora es diferente. —¿Por qué? ¿Por qué estás a punto de casarte y rebosas felicidad? ¿Quieres compartirla conmigo? ¿Es eso? ¿Quizás porque crees que me contagiarás? ¿Quizás porque me harás entender la grandiosidad de la vida y acabaré saltando como si estuviera en un maldito campo de amapolas? Me doy cuenta de que le he gritado. Y me doy cuenta de que es la primera vez que lo hago. —Pensé que te alegrarías —suena compungida. Siento una especie de rechazo hacia mí misma por haberle hecho sentir así. —Me alegro, Lola. O eso creo. No sabría explicarte con claridad qué es lo que siento ahora mismo.
  • 13. Dile la verdad. Dile que te sientes defraudada, que la has estado esperando siempre, que te habías acostumbrado a que las cosas fueran de esta manera. Dile que no estabas preparada para lidiar con semejante idea, que no soportas que pertenezca a alguien más. Hazle daño para que se aleje de ti. —Tengo que colgar —digo, mientras aquella voz en mi cabeza me grita: ¡cobarde! —De acuerdo. Cuelgo sin decirle adiós. Me levanto pesadamente, arrastrando los pies. Me desvisto y me meto en la cama. Antes me tomo un valium, sé que no podría conciliar el sueño sin él. Trago varias veces, impidiendo que las lágrimas afloren, aún no es el momento y lo sé. Tendré mucho tiempo para llorar, para canalizar la desolación que me produce aquel nuevo giro en mi vida. Miro al techo en completa oscuridad. No dejo de mirarlo hasta que siento que los párpados me pesan. V FA ER ht N SI tp FI Ó :// C N V E O O N R .c E IG os S IN P at A A ec Ñ L, O a. L co m Cuando se nada en un mar de desesperación, ¿qué es lo que nos hace seguir nadando? ¿Qué es lo que me mantiene a mí a flote? Pensaba que era la esperanza, pero ésta también me ha abandonado hace tiempo. Necesito placebo para mi corazón. sigue --> -->
  • 14. E L R E G R E S O Y L A E S P E R A . 3ª PARTE. 6. Es lunes. Me levanto a las seis y media. Me doy una ducha rápida, me visto y me preparo el primer café mientras me maquillo. Salgo de casa cuarenta minutos después y me trago una hora de atasco antes de llegar a la oficina. Me tomo otro café en la sala de descanso y saludo a mi socio cordialmente. La secretaria me da los buenos días y me entrega el dossier para hoy. V FA ER ht N SI tp FI Ó :// C N V E O O N R .c E IG os S IN P at A A ec Ñ L, O a. L co m Me meto en mi despacho, enciendo el ordenador y comienzo a trabajar en la cuenta de las sopas instantáneas. Quieren una publicidad familiar y sencilla, que convenza a las amas de casa de que su caldo de pollo envasado al vacío es mucho mejor que el suyo propio y que, además, les ahorrará mucho tiempo. Parece ser que eso de ahorrar tiempo es algo importantísimo en los tiempos que corren. Me reuniré a las dos de la tarde con mi socio Ferrán para discutir los pormenores de la campaña y aprovecharemos para comer en el “Soleadito”, nuestro restaurante de entre semana. Yo me pediré una ensalada mediterránea, como siempre, y él quizás chuletas de cordero o un entrecot a la pimienta. Beberé agua con gas y él una cerveza sin alcohol. Discutiremos sobre la visión y la presentación de la campaña. Sólo tenemos cuatro días más antes de exponérsela al cliente. Ferrán es quien actúa de contacto, quien convence —Dios le ha dado un infinito don de palabra para ello —a las empresas de que somos una agencia de publicidad respetable y con futuro. Ferrán está nervioso. Sabe, tan bien como yo, que esta campaña es muy importante. No es un cliente habitual, es uno de los grandes y no podemos permitirnos un paso en falso. ¿Cuánto tiempo llevamos? ¿Cinco años? Sí, creo que sí. Cinco años buscando una oportunidad similar. Trabajando horas extras, aceptando trabajos de poca monta para poder mantener la pequeña empresa... Ferrán es un luchador. Mucho más que yo. Él está acostumbrado a jugar, a ganar. Yo acepto las derrotas lo mejor que puedo. Bajo la cabeza y me doy la vuelta. Siempre me lo reprocha y sé que tiene razón. Me dice que estamos consiguiendo cosas buenas, que antes éramos sólo dos y que ahora podemos permitirnos incluso una secretaria. Pero para dar ese pequeño paso, hemos tenido que sudar sangre. Evito decirle que no me apetece pasarme la vida trabajando sin parar para conseguir... ¿qué? ¿ Éxito? Es un empresario nato, un sabueso del dinero. Es un hombre de acción, de modales exquisitos. Yo soy esa otra parte con corazón, la de las ideas. Él es encantador y juega con esa baza a su favor. Yo soy la tímida, la que mantiene los pies en la tierra. Formamos un tándem perfecto. Él lo supo, cuando estábamos en la universidad. Su encanto me convenció de ello. En cierta manera, conmigo también jugó a ganar. Nos sentamos en nuestra mesa de la esquina. El camarero nos saluda y pedimos la bebida. Ferrán se quita la chaqueta y la coloca mimosamente detrás de la silla. Hoy lleva traje nuevo. Uno que le habrá costado, como mínimo, mil doscientos euros. Me sonríe, con aquella blanca y estudiada sonrisa impertérrita. —¿Y bien? ¿Tienes algo, verdad? Lo veo en tu cara —coge un trozo de pan y le unta abundante mantequilla. —Sí. Creo que lo tengo. —¿Y a qué esperas para contármelo? Estoy impaciente. —Caperucita. Deja de masticar y me mira. Creo que piensa que le tomo el pelo. —¿Caperucita? ¿Bromeas? —No. —Bueno, ¿cuál es la idea? —Lo que lleva en la cesta es la sopa. El lobo aparece en el bosque y Caperucita le explica las extraordinarias propiedades de los caldos. Le da a probar uno y le encanta. Al final del anuncio veremos a Caperucita y el lobo alejarse juntos como si fueran amigos de toda la vida. —No está mal... —comenta, pensativo —¿Cuándo podrías pasarme el borrador final? —Mañana mismo.
  • 15. —Genial. —sonríe, satisfecho. Pedimos la comida. Una ensalada para mí y un chuletón para Ferrán. Está contento. Demasiado. No me importa la razón, a menos que él decida contármela. Como en silencio, mientras le escucho contarme no sé qué de una empresa japonesa donde trabaja su cuñado. Me abstraigo totalmente hasta tal punto que sólo veo que mueve la boca, pero soy incapaz de escuchar una sola palabra. De vez en cuando asiento o sonrío si noto que lo hace él. Y de vez en cuando también, digo: “sí”, “ya veo”, “¿en serio?”, “vaya”, “qué bien”. Entre todo esto, doy cuenta de mi ensalada con dos rebanadas de pan y agua mineral. Pagamos la cuenta. Esta vez le toca a Ferrán. Volvemos a la oficina. Trabajo sin descanso en el proyecto. Hago una pequeña parada a eso de las seis y me tomo un café con mi secretaria, con quien arreglo citas de última hora. Ferrán se va a eso de las siete y media y yo me quedo trabajando hasta las nueve. Soy la última en salir y la primera que llega por la mañana. No me importa. Trabajar es lo único que me satisface, lo único que me hace creer que lleno un vacío vital que está siempre presente. Si llenas la mente de cosas inútiles, de ideas sin ventilar o de absurdos conceptos, al final del día sientes que algo ha valido la pena. Tu cerebro está demasiado cansado como para pronunciar la palabra “no”. V FA ER ht N SI tp FI Ó :// C N V E O O N R .c E IG os S IN P at A A ec Ñ L, O a. L co m La oficina es para mí algo más que mi lugar de trabajo, es como... Como un cajón donde guardo una parte de mí hasta pasadas las nueve. Me quito el abrigo y con él la memoria. Me convierto en la eficiente y seria Hannah. Ni siquiera sé si mi secretaria está casada, soltera o si le gustan los perros. A mí me encantan los perros, pero no puedo tener uno. Pasaría demasiado tiempo a solas. Como yo. No quiero pararme a pensar. No quiero sólo porque Lola haya vuelto y con ella la sensación de vacío que siempre la acompaña. Lola me hace pensar en mí misma y es algo que odio con todo mi ser. Me levanto furiosa y apago el ordenador. Me pongo el abrigo, recojo el bolso y mi portafolios. Echo el cierre y camino diez minutos hasta el parking donde he dejado el coche la misma mañana. El tráfico me obliga todos los días a llegar a casa pasadas las diez y media. Normalmente, me doy una ducha con agua muy caliente y ceno cereales con leche y un yogur desnatado. Veo un poco la televisión o leo un libro y a las once y cuarto me meto en la cama. Así son mis días. Así me gusta que sean. Me gusta mi vida, sin complicaciones, sin temores. A veces, lo simple, es lo que resulta más placentero. En mi caso, la necesidad de esta simpleza lo hace todo más fácil. En algún lugar del camino dejé de lado las sorpresas, o la improvisación. Me he convertido en una persona metódica, organizada, una persona incapaz de dejar nada al azar. Creo que, en cierto modo, me he convertido en alguien aburrido y sin sustancia. Y todo acaba irremediablemente en cuanto Lola aparece. ¿Qué es lo que soy? ¿En qué me convierte? En una mente dispersa. En eso me cristianiza. Y aunque lo intente, mi cerebro no acepta órdenes y dilapida todo el esfuerzo en ella. Dilapida, malgasta, despilfarra... No vale la pena, nada vale la pena. Y pienso que debo tomar una decisión y ser determinante... Olvidarla, acallar el rumor en mi cabeza, la voz que repite su nombre, el recuerdo que me impide avanzar y que me dice, como en una oración: “sigue ahí, no te muevas, permanece...”. Tengo temor a hacerlo, a moverme, a que desaparezca de mí y se convierta en una simple reseña. No sé existir sin su recuerdo, ni sé sentir si no es como la amo. Sé lo que soy y sé que no sé amar. Lo sé porque prometí amarte hasta el fin de mis días y parece que voy a cumplirlo. Las palabras las pierde el viento, las lleva hasta el universo, se desintegran en el infinito... Mis palabras, las mías, siempre vuelven a mí. No supe dejarlas ir. Y cada mañana, cuando abro los ojos, vienen en forma de nombre. Lo perdería todo en medio de miles de montañas más grandes que mi esperanza, menos eso. Tu nombre se quedaría, quedará, como un estigma de lo que una vez prometí. Lola, sin embargo, sabe cuánto dar. Es como si lo midiera todo en una maldita balanza. Ella jamás pierde. Resulta ilesa, impávida y etérea. Como el aire o como el mismo amor. Jamás puedes palparlo porque, realmente, no existe. Si tuviera que decidir, o elegir, si tuviera que volver atrás... De hacerlo cometería el mismo error una y otra vez. Ésta es mi condena. Nada puede salirse de la línea, en mi viaje estás y ahí quedarás para toda la vida. Es una parada obligatoria. Te llevo en mi equipaje, te llevo porque así ha de ser. Si pudiera deshacerlo, no sería yo. ¿Quién soy, pues? El hierro forjado se hace a fuego lento, a golpe de martillo. Llamo a Lucía. La necesito. Una simple llamada. Ella contesta. Yo le digo: “te necesito”. La tristeza se refleja en mi voz. Cuelga, pero antes me dice que vendrá, que no tardará mucho en llegar. La espero. Mientras, me preparo un “Martini”. Me siento en el sofá y espero. Me lo bebo de un trago y me pongo otro. Esta vez no me siento, paseo por la alfombra como un león enjaulado. O quizás una pantera. Me gustan las panteras. Vi una, de pequeña, en una visita al Zoo. La pantera me observó y supe entonces que ella estaría siempre por encima de mí, que siempre será mucho más libre que yo a pesar de estar en una jaula. Estoy en una celda más pequeña, tengo menos aire, no puedo moverme apenas... Quisiera ser esa pantera. Cualquiera menos yo. A mi alma no le gusta ser yo.
  • 16. Lucía llama al timbre a pesar de que tiene llave. Abro la puerta. Intenta decirme algo como: ¿Qué pasa? No la dejo terminar. La beso. Desesperadamente. Sé que no es justo, al menos no para ella. Pero me devuelve el beso y a mí me basta. “Hazme el amor”, le piden mis manos. “Hazme olvidar”, le suplica mi corazón. Lucía no escucha. Me hace el amor. Simplemente. Azúcar. Todo se reduce a eso. 1992 —Si te lo pidiera, ¿qué serías capaz de darme? —¿Me pides la Luna, acaso? —me río. Lola se ha puesto romántica. Me encanta, pero siempre juego a todo lo contrario. V FA ER ht N SI tp FI Ó :// C N V E O O N R .c E IG os S IN P at A A ec Ñ L, O a. L co m —Nadie puede dar la Luna. Ya lo sabes. —¿Y quién puede dar el corazón? ¿O el alma? Eso es como dar la Luna... —vuelvo a encender el porro. Ahora, nuestras noches están repletas de cielos oscuros, estrellas radiantes y de hierba. Ahora, nuestras noches las pasamos en el tejado de mi casa, siendo testigos del paso lento del tiempo. —Eso es otra cosa. Eso nos pertenece, podemos ofrecerlo, regalarlo o tirarlo directamente a la basura. —El corazón y el alma son como las estrellas. Inalcanzables. —No es cierto —me mira. Su mirada me traspasa aún en la oscuridad. —Si te dijera, ahora mismo, que no volveríamos a vernos, se te rompería el corazón. Pienso en ello. Tiene razón. No sé de nada más. Ignoro muchas cosas, las desconoceré toda la vida, pero soy consciente de lo que su ausencia me provocaría. —¿Qué querrías de mí? —pregunto. —Todo lo que aún no tengo —responde, contundente. Lola tiene etapas. A veces se convierte en una persona olvidadiza, diría yo, se olvida de lo mucho que me quiere. A veces se convierte en una especie de madre, protectora y demandante. Otras, simplemente, me besa sin pedir nada a cambio. Hoy no sé que es, o lo que quiere. Está rara. Está más allá de mí y yo la odio, porque en momentos como éste y por mucho que me dé prisa, nunca podría alcanzarla. —Ése es el problema, ¿sabes? —dice, dando largas caladas del pitillo. —¿El qué? —Te pediría más. Siempre. Mucho más. Hasta dejarte sin aliento, sin ganas, sin fuerzas... Y no sería suficiente. —¿De qué hablas? —me inquieto. —Del amor —vuelve a mirarme. —He tenido un sueño. Estabas tú. Sueles estar en mis sueños, ¿sabes? A veces me despierto sintiendo que te quiero más aún, pero otras... Abro los ojos y siento que nunca será suficiente. Y entonces sé que no eres tú, sino cualquiera. Nadie puede darme eso que tanto quiero. —Eso es porque eres una insaciable —me río. —Mis sueños están llenos de cosas extrañas. De ansiedad, de impaciencia... Es como si no despertara jamás, porque así es como me siento ahora... ¿Qué quiero? ¿Qué deseo? ¿Qué podrías darme tú? —Yo soy feliz así, ahora mismo lo soy. ¿Por qué demonios iba a preocuparme de nada más? Lola se ofende. Siempre lo hace si parece que me río de sus opiniones o si doy la sensación de que no la tomo en serio. Ella necesita saber que sus palabras son como oxígeno para mí. Necesita que le dé palmaditas en la espalda, que finja entenderla o que me muestre expectante, como si la vida se me fuera en ello, cuando se pone profunda. Lola nunca ha entendido una verdad sobre mí y es que, al contrario que ella, realmente soy feliz así. No sabe que me da igual si la última hoja del Otoño está al caer, o si el próximo amanecer anuncia el retorno de la Primavera. No sabe que son sus ojos lo único que me importa, si cambian de color porque se enfada o si brillan porque algo la hace feliz. Ignorar todo eso de mí, es desdeñarme a mí misma. ¿Me quejo yo acaso? ¿Me quejo cuando ignora mis días felices, esos en los que sería capaz de morir si no la veo? Lola ignora que yo también soy capaz de sentir cada pequeña cosa, cada gesto o cada roce de su mano. —Tú te conformas con muy poco —escupe, molesta. Algo que, por otra parte, ya me esperaba. —¿Qué es lo que te fastidia más, que me conforme o que tenga esa capacidad? Siento no poder ser infeliz porque es lo que toca hoy...
  • 17. —Odio cuando haces eso... —tira el porro con infinito desdén. —¿Qué haces? —me quejo. —Aún estaba a la mitad. —Todo está a la mitad, Hannah. ¡Todo! Tú, yo, este maldito pueblo... —¿Pero qué demonios te pasa? —Nada. No lo entenderías —me da la espalda. —Sí, quizás tengas razón. Quizás todo me dé igual, porque no puedo ser de otra forma. No de la forma que tú quieres. No puedo acompañarte a ese lugar de tristeza que tanto te gusta visitar. No puedo estar triste sólo porque tú lo estás. No quiero hacerlo. Soy feliz cuando estoy contigo, y eso no puedes cambiarlo. Ni tú ni nadie. —Quiero ser tú —dice, tiene lágrimas en los ojos. —¿Para qué, Lola? ¿Qué no ves que no hay nada en mí que no sea tuyo ya? V FA ER ht N SI tp FI Ó :// C N V E O O N R .c E IG os S IN P at A A ec Ñ L, O a. L co m Lola me besa. Me besa. Me absorbe. Sigue besándome. La abrazo. * —Lo siento —le digo a Lucía. Ella se mueve frenéticamente sobre mi cuerpo. Está a punto y lo noto. —¿El qué? —se para. Su aliento me da de lleno en la cara. —Todo esto. A pesar de la oscuridad que inunda la habitación, sé que niega con la cabeza. —No lo pienses —me dice. Se agarra al cabecero y empuja. Gime, jadea, grita. Cierro los ojos. Le doy la vuelta, trepo por su cuerpo, la beso en el estómago, los pechos, el cuello... La abrazo. No puedo seguir. Lloro. Ella me abraza también, me acaricia el pelo, me susurra palabras bonitas... “Tranquila, todo está bien, estoy aquí, no llores...”. Quiero decirle que no lo entiendo, que no sé qué me pasa, que no alcanzo a entender por qué, por qué sigue Lola aquí, presente como nunca... Porqué no puedo ser una persona normal. Lucía no me entiende, como yo no entendí a Lola en su momento. No es culpa de nadie, supongo, nadie tiene la culpa de ser como es. Encuéntrame entre las sombras. Te estaré esperando, en medio del abismo. Te daré mi sangre y mis huesos, el polvo de mis manos... Te daré la bienvenida porque vendrás para quedarte... Es como ha de ser. "Te he estado esperando... Te he estado esperando". No digas una palabra, porque amar significa hacerlo en silencio. —Quédate conmigo esta noche —le digo. —Ya pensaba hacerlo, cariño. Ya pensaba hacerlo... —responde, sin dejar de acariciarme. Sigue sin haber señal de un paracaídas.   CONTINUARÁ...