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dirigido por
Alfredo Marcos
prólogo de
Alberto Cordero
100
TEMAS
100
FILOSOFÍA
DE
LA
CIENCIA
2o
trimestre 2020 · N.o
100 · 6,90 € · investigacionyciencia.es
TEMAS
TEMAS
Filosofía
de la ciencia
Claves filosóficas
para comprender
la ciencia actual
Los monográficos de
N .o 1 0 0
A
N
I V E R S A R I
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NUESTRAS PUBLICACIONES
INVESTIGACIÓN Y CIENCIA
Desde 1976, divulga el desarrollo de la
ciencia y la técnica con la colaboración
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Revista mensual
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TEMAS de IyC
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que guían el desarrollo de la ciencia
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mejores artículos (en PDF)
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CUADERNOS de MyC
Monografías sobre los grandes temas
de la psicología y las neurociencias
Revista cuatrimestral
Formatos: papel y digital
2 TEMAS 100
L
as ciencias constituyen una de
nuestras grandes formas con-
temporáneas de creatividad —
otra, a decir del pensador Isaiah Berlin,
es el cine—. En los últimos 300 años, el
conocimiento científico y el poder aso-
ciado a sus usos han crecido de forma
exponencial. Resulta, pues, crucial la
reflexión filosófica sobre la ciencia. Y
esta es precisamente la inspiración y la
aspiración de este volumen, con el que
la colección de monografías TEMAS de
Investigación y Ciencia celebra sus 25
años. Hoy las ciencias generan recursos
innegables para emanciparnos —o sub-
yugarnos—, especialmente desde la físi-
ca, la química, la biología y un número
creciente de ramas de la psicología y
las ciencias sociales. En la actualidad,
las aplicaciones de la física cuántica, la
nanotecnología, la biología molecular
y la psicología experimental nos están
cambiando las posibilidades de acción a
pasos agigantados y, con ello, lo que en-
tendemos por «vida» y «humanidad».
A nivel institucional, las ciencias
aspiran a ser accesibles a todos (exo-
terismo); exigen descripciones preci-
sas; dan prioridad epistemológica a la
observación crítica; admiten que no
conocemos nada con certeza absoluta
y, en correspondencia, mantienen to-
das las ideas abiertas a la posibilidad
de revisión crítica. Los planteamientos
científicos se presentan, por consiguien-
te, como falibles, y nunca aciertan del
todo, pero sus logros sugieren que es
posible desarrollar teorías exitosas y
creer en mucho de lo que dicen, sin ga-
rantías absolutas, pero con buen rédito
epistémico y práctico.
La filosofía de la ciencia examina
la coherencia de estos ideales y las
propuestas resultantes, coteja las afir-
maciones de logros científicos con las
pruebas y trata de identificar las partes
problemáticas. A tal efecto, analiza los
argumentos invocados en las distintas
disciplinas, el carácter y estructura de
las teorías propuestas caso por caso, las
metodologías de aceptación y rechazo
de hipótesis, y los alcances y límites de
los veredictos científicos. De modo com-
plementario, investiga los presupuestos
lógicos, metafísicos, epistemológicos,
éticos e ideológicos discernibles en las
ciencias, así como la historia filosófica
del pensamiento científico, las ontolo-
gías de las teorías tomadas literalmen-
te, las relaciones (armónicas o tensas)
que las principales teorías guardan con
otras perspectivas actuales, y los con-
trastes entre los hechos y los valores
en las prácticas científicas, entre otras
áreas de interés. Todos estos enjundio-
sos estudios ciertamente mantienen
fascinados a los filósofos. Pero, fuera
del mundo académico, ¿para qué sirven
los resultados que obtiene la filosofía?
Puede parecer raro, pero la filosofía
de la ciencia tiene usos de interés gene-
ral. Entre los rubros de mayor utilidad
destacaré brevemente cinco: el impacto
vital de la crítica de las ideas, los mé-
todos y los resultados de las ciencias;
el ascenso del moderno pensamiento
científico como una nueva forma de ra-
cionalidad y sensibilidad; el análisis de
aperturas de la imaginación inducidas
por las ciencias; la ciencia y el proyecto
de conocer sin garantías ni absolutos, y
las aplicaciones a la educación. Veamos
ahora con mayor detalle cada uno de
estos usos.
El impacto de la crítica
El objetivo central de los filósofos no
es celebrar los dictámenes de la ciencia
sino examinarlos. Como muestran los
artículos incluidos en esta monografía,
el propósito es tasar críticamente los
productos de la ciencia y, en la medida
de lo posible, integrar los más convin-
centes de ellos en una imagen sobria
del mundo y de nosotros en él —un
«mapa existencial» al cual las personas
interesadas podamos echar mano para
entender el mundo, situarnos, saber a
qué atenernos, y actuar en consecuen-
cia como agentes libres.
Una nueva forma
de racionalidad y sensibilidad
En el siglo xvii, el proyecto de las «nue-
vas ciencias» era distinto del que te-
nemos ahora. Había mucha esperanza
de alcanzar conocimientos acabados,
ciertos, libres de toda duda posible.
Pronto el pensamiento científico aban-
donaría ese optimismo auroral, adop-
tando expectativas más modestas. En
las ciencias empíricas, la orientación
apuntó hacia conocimientos compara-
tivamente modestos; teleológicamente
opacos, fragmentarios, de carácter con-
jetural, tentativos, abiertos al cambio
a la luz de nuevos datos y razones. La
versión moderna surgió, por esta razón,
como un proyecto que inicialmente las
élites académicas tildaron de «pseudo-
filosofía natural», un saber de segunda
clase que, no obstante, con el tiempo
suplantaría al proyecto filosófico tradi-
Los usos de la filosofía
de la ciencia en el siglo XXI
Prólogo
por Alberto Cordero
Filosofía de la ciencia 3
cional en un número creciente de áreas.
Lejos de hacer la naturaleza menos in-
teligible, estas admisiones de limitación
epistemológica y metafísica condujeron
al descubrimiento de niveles «interme-
dios» de conocimiento explicativo que
han mostrado ser, pese a todo, esclare-
cedores, fructíferos y muy confiables.
Apertura de la imaginación
Desde siempre, pero sobre todo de
mediados del siglo xix en adelante, el
desarrollo de las ciencias ha ido de la
mano de la superación intelectual de
«imposibles» teóricos recibidos. En
1900, uno de esos imposibles era la
idea de que la luz pudiese propagar-
se en el vacío con la misma velocidad
para todos los sistemas de referencia,
independientemente del movimiento
relativo entre ellos. Pocos años después,
esta idea inicialmente tan irrazonable
encontraría expresión coherente en la
revolucionaria concepción del espacio,
el tiempo y la materia propuesta por
Einstein. Las innovaciones científicas
del último siglo y medio muestran lo
profundamente que es posible revisar
las ideas y relaciones conceptuales.
Creencias tenidas por absolutamente
ciertas pueden terminar revelándose
falsas. Ejemplos de esto abundan en
la historia de grandes temas como la
cosmología, el espacio, el tiempo, la
materia, la ontología física, la vida or-
gánica, la mente, la naturaleza humana
y la historia natural de las categorías
éticas, entre otros.
Conocer sin garantías
ni absolutos
Una interpretación de las mencionadas
aperturas del intelecto es que la ciencia
moderna nos ayuda no solo a apren-
der acerca del mundo sino también a
aprender a aprender. Continuando la lí-
nea sugerida en el punto anterior, en el
siglo xvii un reconocimiento filosófico
decisivo fue que es posible y fructífero
estudiar el mundo fraccionándolo en
dominios específicos abiertos al escru-
tinio empírico (dominios como el del
movimiento de los cuerpos, las propie-
dades de la luz o el comportamiento
de los gases), cada uno estudiado de
forma aislada de los otros, para luego
tratar de compatibilizar los resultados
en la medida de lo posible, sin garantía
de unificación total. De este modo, los
científicos estudian aspectos del mundo
aislándolos metodológicamente de su
contexto total.
Por ejemplo, al investigar las propie-
dades fisicoquímicas de un metal, no
se tienen en cuenta parámetros como
la altura de los yacimientos de donde
proceden —o, para tal caso, la longitud
promedio de la nariz de los mineros—.
Siempre que nos fijamos en algún as-
pecto, lo hacemos a costa de abstraer
otros muchos. Algunos de los abstraídos
serán susceptibles de estudio bajo otro
enfoque; otros —como la longitud de la
nariz de los mineros—, quizá ni siquiera
eso. Se asume tácitamente que, en cada
dominio de interés, las relaciones causa-
les que los entes, regularidades y proce-
sos tomados en cuenta guardan con los
aspectos dejados de lado son desprecia-
bles. Forjado desde nuestra imperfecta
situación epistémica, el estilo resultante
de conocimiento científico es humilde
comparado con muchos otros. Cabe ar-
güir, sin embargo, que en numerosos
campos de interés, esta forma modesta
de estudiar el mundo logra realizar mu-
chos de nuestros objetivos epistémicos
y prácticos mejor y más fácilmente que
otras formas imaginadas de hacerlo, en
todo caso muy por encima de lo que
nuestros antepasados creyeron posible.
Una interpretación naturalista de estos
éxitos es que, si bien los conocimientos
a nuestro alcance carecen de certeza ab-
soluta, para saber no necesitamos saber
que sabemos. La filosofía de la ciencia
explicita este modo de creer, dudar y
negar sin garantías ni absolutos.
La filosofía en la educación
Finalmente, un uso poco celebrado
de la filosofía de la ciencia se da en la
educación. El mundo actual, inmerso
como está en ideas y productos cientí-
ficos, nos lleva a enfatizar la enseñanza
razonada de las ciencias en las escuelas.
Los jóvenes necesitan una formación
que los ayude a entender y evaluar críti-
camente las propuestas científicas y los
ideales subyacentes a ellas. Los benefi-
cios son no solo técnicos, sino también
cívicos y culturales. Por el lado cívico,
compartimos una necesidad urgente
de cultivar y defender el proyecto de-
mocrático fomentando el espíritu crí-
tico a todos los niveles. Con creciente
frecuencia, los ciudadanos debemos
decidir en las urnas entre programas
políticos con distintos enfoques cientí-
fico-tecnológicos. Para ello precisamos
comprender los temas involucrados y
las opciones existentes. Lograr esto es
prácticamente imposible sin maestros
capaces de entender las ideas, los mé-
todos y las formas científicas de pensar
y representar el mundo. Del lado cultu-
ral, parte del interés pedagógico de la
filosofía de la ciencia reside en la ayuda
que presta a maestros y alumnos para
ver los grandes descubrimientos como
las aventuras intelectuales y humanas
que son.
Hay otras aplicaciones para las con-
tribuciones de los filósofos —y con toda
seguridad el lector las irá descubriendo
a medida que se adentre en las páginas
que siguen—, pero creo que las cinco
destacadas ejemplifican el vigor público
y pertinencia general de la disciplina.
Alberto Corderoes catedrático
de filosofía e historia de la ciencia
en la Universidad Municipal de
Nueva York (CUNY). Reconocido
internacionalmente por sus
aportaciones a la filosofía de la
ciencia y también a una historia
filosófica de la ciencia, centra su
investigación actual en el realismo
científico, las implicaciones
filosóficas de la mecánica cuántica
y el naturalismo.
4 TEMAS 100
A
lo largo de sus más de cuarenta años de actividad di-
vulgadora, Investigación y Ciencia ha prestado siem-
pre atención a los aspectos filosóficos de la ciencia.
Encontramos en su fondo documental artículos que son ya
clásicos. Muchos de los que ahora somos profesores hicimos
nuestra primera aproximación a la filosofía de la ciencia a
través del artículo de Jesús Mosterín «La estructura de los
conceptos científicos» (1978). Y en las décadas siguientes, la
revista publicó artículos filosóficos de pensadores tan pres-
tigiosos como Emilio Lledó, Pedro Laín Entralgo, Evandro
Agazzi, Mariano Artigas, Gerard Radnitzky, Francis Crick,
Christof Koch o Allan Calder.
A partir de 2011, Investigación y Ciencia decidió incor-
porar contenidos filosóficos de manera más regular. Se in-
auguró la sección «Filosofía de la Ciencia» y me invitaron a
coordinarla. Estas páginas constituyen una ventana abierta,
a través de la cual los filósofos que escribimos sobre ciencia
podemos comunicarnos con un público muy diverso. Es una
gran oportunidad que implica, al mismo tiempo, un gran
reto: esta iniciativa nos ha impulsado a muchos a aprender
el oficio de comunicar la filosofía a la sociedad —o, al menos,
lo hemos intentado—. Como resultado, hemos contribui-
do a consolidar la cultura filosófica de un gran número de
lectores, a incrementar el interés social por la filosofía y a
Celebrar y compartir
la filosofía
Presentación
por Alfredo Marcos
GETTY
IMAGES/PEEPO/ISTOCK
Filosofía de la ciencia 5
mejorar la calidad de la divulgación filosófica en nuestro
entorno académico.
El compromiso de Investigación y Ciencia con la filosofía
llega con este volumen todavía más lejos. En una valiente
apuesta por la reflexión y el pensamiento, la colección de
monografías TEMAS de IyC celebra sus 25 años de recorrido
dedicando el número 100 a una extensa y cuidada selección
de artículos publicados en la sección «Filosofía de la cien-
cia». El conjunto ofrece una excelente visión panorámica e
introductoria a la materia e incorpora una notable plura-
lidad de enfoques, pues los textos son fruto del trabajo de
más de una treintena de personas procedentes de distintas
universidades y países, con trayectorias investigadoras tan
prestigiosas como diversas.
La lectura de esta compilación será seguramente de in-
terés para un público muy amplio, deseoso de asomarse a
la filosofía de la ciencia, a sus clásicos y a los debates más
actuales. Confiamos en que sea de utilidad también para
estudiantes de ciencias y de filosofía, como una primera
aproximación a la filosofía de la ciencia, donde podrán en-
contrar, además, información bibliográfica actualizada para
profundizar en cada una de las cuestiones.
Hemos organizado los artículos en dos grandes bloques.
El primero de ellos toca cuestiones de filosofía general de la
ciencia, que afectan por igual a todas las disciplinas (con-
ceptos, leyes y teorías científicas, dinámica de teorías, expli-
cación y prueba, verdad, realismo, falibilismo, objetividad
y límites de la ciencia, pluralismo y complejidad, presencia
de metáforas en ciencia, función en la misma de las emocio-
nes, el sentido común y los valores, comunicación científica,
enfoques feministas, creatividad y relación entre ciencia y
arte). El segundo bloque está dedicado a la filosofía de las
ciencias especiales y de la tecnología (matemáticas, física y
cosmología, química, biología, medicina y psicología, ciencias
sociales y economía, ciencias de diseño y tecnología). Aquí
se dirimen los problemas filosóficos específicos de cada una
de estas disciplinas.
Hay más cuestiones abiertas en la filosofía de la ciencia
actual, por supuesto, pero las que aquí se abordan cuentan
entre las más importantes y ofrecen globalmente un pano-
rama introductorio muy actual, significativo y cualificado.
Alfredo Marcoses catedrático de filosofía
de la ciencia en la Universidad de Valladolid.
Es experto en filosofía de la biología y en
estudios aristotélicos, temas sobre los que ha
publicado una veintena de libros y más de un
centenar de artículos y capítulos. Actualmente
centra su investigación en el concepto
filosófico de naturaleza humana.
INVESTIGACIÓN Y CIENCIA
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PARTE I
FILOSOFÍA GENERAL
DE LA CIENCIA
10 Más allá de la lógica y la semántica
Alfredo Marcos
12 Los conceptos científicos
José Díez
14 Metáforas de la vida y vida de las metáforas
Alfredo Marcos
16 Las leyes en ciencia
José Díez
18 Las teorías en ciencia
María Caamaño
20 Popper y Kuhn sobre el progreso científico
Julio Ostalé
24 El mundo de las pruebas
Ana Luisa Ponce Miotti
26 ¿Puede la ciencia explicarlo todo?
Jesús Zamora Bonilla
28 Naturaleza y finalidad
Héctor Velázquez Fernández
30 Los valores de las ciencias
Javier Echeverría
32 Realismo científico. ¿Sigue el debate?
Antonio Diéguez
34 En busca de la objetividad
Evandro Agazzi
36 Pluralismo integrador
Marta Bertolaso y Sandra D. Mitchell
38 La lógica de la creatividad científica
Jaime Nubiola
40 Ciencia y sentido común, ¿adversarios o aliados?
Ambrosio Velasco
42 El universo creativo de Popper
Josep Corcó
44 ¿Ciencia sin emociones?
A. R. Pérez Ransanz
46 Ciencia y arte: ¿Vidas paralelas?
J. Pinto de Oliveira
48 Nuevas tendencias en comunicación científica
Alfredo Marcos
50 El conocimiento situado
E. Pérez Sedeño
52 La ciencia al límite
Alfredo Marcos
PRÓLOGO
2 Los usos de la filosofía de la ciencia en el siglo XXI. Por Alberto Cordero
PRESENTACIÓN
4 Celebrar y compartir la filosofía. Por Alfredo Marcos
Filosofía de la ciencia
PARTE II
FILOSOFÍA DE LAS CIENCIAS
ESPECIALES Y DE LA TECNOLOGÍA
56 Matemática con estilo
Javier De Lorenzo
58 Aleatoriedad y mecánica cuántica
Albert Solé y Carl Hoefer
60 La frontera filosófica de la cosmología moderna
Francisco José Soler Gil
62 Física y filosofía
Francisco José Soler Gil
64 Libertad y belleza en La théorie physique
Alfredo Marcos
66 ¿Es posible una filosofía de la química?
Anna Estany
68 La filosofía de la biología en el siglo xxi
Alfredo Marcos
70 ¿Qué es un organismo individual?
Arantza Etxeberría
72 Neurociencia: evitar el desengaño
Alfredo Marcos
74 ¿Qué significa estar sano o enfermo?
Cristian Saborido
76 Los pilares de la mente
Fernando Martínez Manrique
78 Yo, mi cerebro y mi otro yo (digital)
Mariano Asla
80 La filosofía de las ciencias sociales
Amparo Gómez
82 La irrupción de las masas y la sabiduría colectiva
J. Francisco Álvarez
84 La filosofía de la economía
María Jiménez Buedo
86 En la senda de Jesús Mosterín
Anna Estany
88 Racionalidad en ciencia y tecnología
León Olivé
90 La extraña relación entre filosofía y tecnología
Ana Cuevas
92 Transhumanismo: entre el mejoramiento
y la aniquilación
Antonio Diéguez
94 La técnica y el proceso de humanización
José Sanmartín Esplugues
TEMAS
TEMAS
2.o
trimestre 2020 · N.o
100
8 TEMAS 100
Filosofía general
de la ciencia
Filosofía de la ciencia 9
S
uele decirse—y con razón— que la alternativa a la filosofía
no es la ausencia de filosofía, sino la mala filosofía. Es de­
cir, las cuestiones filosóficas resultan inevitables. Cuando
parece que las hemos arrojado por la puerta, vuelven a entrar
por la ventana. Aunque prescindiésemos de la reflexión filosófi­
ca sobre la ciencia, seguiríamos utilizando supuestos filosóficos
implícitos en la investigación, supuestos mal planteados, mal di­
geridos y nunca debatidos. Así pues, será mejor abordar de fren­
te los problemas filosóficos vinculados con la ciencia.
A esa tarea se dedica la filosofía de la ciencia. Desde muy
antiguo encontramos contenidos que podemos ubicar bajo esta
denominación. Cuando Platón, en La República, reflexiona
sobre el método adecuado para la astronomía, está haciendo
filosofía de la ciencia. Con más razón todavía se puede situar a
su discípulo Aristóteles entre los pensadores que han cultivado
esta disciplina. Por poner tan solo un ejemplo, el libro I de su
tratado Sobre las partes de los animales constituye toda una
lección de metodología para las ciencias de la vida. Fueron
muchos los pensadores medievales que se ocuparon también de
estas cuestiones: Roger Bacon, Duns Escoto, Tomás de Aquino,
Robert Grosseteste, Guillermo de Ockham y, en general, los
estudiosos de las escuelas de Oxford y Padua. Ya en los tiempos
modernos encontramos filosofía de la ciencia en las obras de
diversos científicos y filósofos: Descartes, Francis Bacon, Galileo,
New­
ton, Leibniz, Locke, Hume o Kant son tan solo algunos de
los más importantes. A partir de ahí, con el crecimiento de la
ciencia moderna y el desarrollo de la tecnología, abundan los
pensadores e investigadores que hacen filosofía de la ciencia.
Cabe recordar entre ellos a Whewell, Herschel, Stuart Mill,
Duhem, Mach y Poincaré.
Pero el reconocimiento académico de la filosofía de la cien­
cia como tal disciplina llega de la mano del Círculo de Viena,
que estuvo activo entre 1922 y 1936. Sus miembros pusieron
en marcha una colección de libros dedicada a esta materia,
así como una revista, Ertkenntnis, que todavía se publica.
Organizaron congresos y vieron nacer en la Universidad de
Viena la primera cátedra de filosofía de las ciencias inducti­
vas, desempeñada por Moritz Schlick. El programa filosófico
propuesto por los pensadores más notables del círculo, entre
ellos Rudolf Carnap y Otto Neurath, se puede denominar em­
pirismo lógico o neopositivismo. Se desarrolló durante un par
de décadas hasta su agotamiento. El pensamiento producido
durante esta época de influencia, desarrollo y agotamiento del
programa neopositivista se conoce como «la concepción he­
redada» (the received view).
Tras ese período, hacia el comienzo de los años sesenta
del pasado siglo, dos autores pro­
ducen un cambio drástico en la
filosofía de la ciencia. Por un lado,
Karl Popper publica en 1959 la
traducción al inglés de su obra
magna, La lógica de la investi-
gación científica. Nos enseña en
este texto que el conocimiento
científico es conjetural, que debe­
mos olvidar el sueño largamente
buscado de la certeza científica,
pero sin desesperar nunca de la
aspiración a la verdad. Se abre
así una oportunidad para ubicar
la ciencia en el mismo plano que
otras actividades humanas, olvi­
dando cualquier pretensión de
superioridad absoluta.
Por otra parte, aparece en 1962
uno de los libros más influyentes
del siglo: La estructura de las re-
voluciones científicas, de Thomas
Kuhn. Un síntoma de su impor­
Más allá de la lógica
y la semántica
La filosofía de la ciencia favorece la producción
y la comunicación crítica de la ciencia
Alfredo Marcos
Catedrático de filosofía
de la ciencia en la
Universidad de
Valladolid.
AMPLIANDO LA FILOSOFÍA DE LA CIENCIA
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10 TEMAS 100
tancia cultural es que todos en cierto modo hablamos hoy en
lenguaje kuhniano. Cuando afirmamos que tal ciencia se halla
en crisis, que pasa por una etapa revolucionaria, que ha cam­
biado o debe cambiar de paradigma, o que vive un momento
de normalización, estamos empleando la terminología que
Kuhn nos legó. Pero quizás el punto crucial de su magisterio
sea la idea de que la ciencia es una actividad humana y social,
condicionada por factores contextuales, y que como tal debe
ser estudiada y valorada. No sería injusto decir que la filosofía
de la ciencia de las últimas décadas es principalmente post-
kuhniana. Kuhn marcó la agenda. Él dejó
planteados una buena parte de los problemas
con los que hoy se enfrenta la filosofía de la
ciencia. ¿Cuáles son esos problemas?
La respuesta depende en gran medida
de lo que entendamos por ciencia. Así pues,
esta pregunta ha de llevarnos a otra: ¿Qué
es la ciencia? Sería demasiado ambicioso, y
estaría fuera de lugar aquí, cualquier intento
de aportar una definición cabal de la ciencia.
Pero la cuestión no carece de utilidad. Nos
sirve para evocar la idea de ciencia que cada
uno tiene, las imágenes que relacionamos
con la misma. ¿En qué tipo de cosas pensa­
mos cuando hablamos de ciencia? Quizás en frases como «la
fuerza es igual a la masa por la aceleración», «la temperatura
troposférica media del año 2000 fue inferior a la de 1998»,
«una de las causas de la evolución es la selección natural»,
u otras análogas, de carácter empírico o teórico, tomadas de
cualquier disciplina científica y época histórica. Quizás ha­
yamos pensado en fórmulas matemáticas, tablas o gráficos.
En todo caso, cuando pensamos así en la ciencia, estamos
asumiendo que lo importante son sus resultados y que estos
quedan recogidos en un conjunto de enunciados. La ciencia
sería, principalmente, lenguaje. Y en cierta medida lo es, nadie
podría negarlo. La ciencia entraña una dimensión lingüística.
Cuando la filosofía de la ciencia se fija únicamente en esa
dimensión, se plantea problemas de carácter lógico y semántico.
¿Son coherentes entre sí los enunciados de una teoría?, ¿hay
concordancia entre enunciados teóricos y empíricos?, ¿qué
relación lógica existe entre dos teorías alternativas o sucesi­
vas? Nos preguntamos también por las relaciones semánticas
entre los términos teóricos y los empíricos. Podemos buscar
la estructura de las teorías o familias de teorías, así como los
modelos semánticos que las satisfacen.
Bajo esa luz van apareciendo los problemas filosóficos de
mayor calado, como el de la racionalidad y el del realismo.
Es decir, podemos cuestionar la racionalidad del desarrollo
científico fijándonos en las relaciones lógicas entre teorías. Por
otro lado, problemas de corte ontológico y epistemológico, como
el del realismo, acaban convertidos en problemas semánticos.
Por ejemplo, la pregunta por la realidad de los neutrinos o de
las especies biológicas se convierte en la pregunta por la refe­
rencia semántica del término neutrino o de la palabra especie.
Pero es posible, incluso probable, que al leer la pregunta por
la ciencia hayan venido a nuestra mente no solo enunciados,
sino también otro tipo de entidades. Uno ha podido imaginarse
a personas que trabajan en un laboratorio, que miran a través de
un telescopio o flotan en una nave espacial, que observan entre
la maleza el comportamiento de unos gorilas, que gestionan
una excavación paleontológica. Quizás hayamos pensado en
mujeres y hombres que tabulan encuestas o registran datos
experimentales, en científicos que salen del laboratorio para
entrevistarse con un político, que buscan financiación para
sus investigaciones, que establecen alianzas con otros grupos,
que persiguen aplicaciones técnicas de sus resultados o que, en
charlas y debates televisivos, tratan de difundir sus proyectos
y resultados. Quizás hayamos imaginado a una profesora que
imparte clases o dirige una tesis, a un be­
cario que guía unas
prácticas o a un ensayista que escribe para el gran público
sobre el cambio climático. Tal vez hayamos evocado la soledad
de un despacho, el lápiz y el papel todavía en blanco, las horas
de meditación y el momento creativo en que
se van vislumbrando nuevas relaciones, o el
debate entre colegas durante un congreso, o
el diálogo entre la persona que hace ciencia
y el editor de una prestigiosa revista espe­
cializada... Acciones.
La ciencia es acción humana y social. No
está rígidamente conducida por un método
algorítmico, sino gestionada por la pruden­
cia y la creatividad de las personas, como
otras actividades humanas. Digámoslo con
las palabras del filósofo Ernst Nagel, en
La estructura de la ciencia (1974): «Como
arte institucionalizado de la investigación,
la ciencia ha dado frutos variados, conquistas tecnológicas,
conocimiento, emancipación». Es difícil caracterizar mejor y
en tan pocas palabras la actividad científica y sus objetivos,
prácticos así como epistémicos.
Al pensar la ciencia como acción orientada hacia el cono­
cimiento, el bie­
nestar y la libertad, se abren nuevas dimensiones
para la filosofía de la ciencia. Aparecen nuevas cuestiones.
Entiéndase bien, la dimensión lingüística no queda ahora anu­
lada, sino integrada en una nueva perspectiva, ya que muchas
de las acciones que componen la ciencia son de carácter lin­
güístico. Solo que ahora podremos preguntarnos también por
los sujetos que hacen ciencia, con todas sus circunstancias,
por las dimensiones morales de la actividad científica, por la
función de las emociones, por la integración de la ciencia en
el conjunto de la vida humana, por su sentido político, por los
resortes de la creatividad científica, los aspectos didácticos,
comunicativos o estéticos de la ciencia, por el valor y el riesgo
de sus aplicaciones, por el tipo de sociedad a la que apunta
cada acción científica y por el tipo de sociedad de la que brota.
Como se ve, nos hallamos ante un nuevo y dilatado univer­
so de cuestiones que iremos desgranando en esta sección de
Investigación y Ciencia. Entendida en estos términos, la filo­
sofía actual de la ciencia puede prestar un servicio importante
a la comunidad científica y a la sociedad en general. Puede
servir como vector crítico para potenciar la racionalidad de
las actividades científicas y el desarrollo de una comunicación
científica más eficaz.
Como otras
actividades
humanas y sociales,
la ciencia avanza
según la prudencia
y la creatividad de
las personas
Filosofía de la ciencia. Javier Echeverría. Akal, 1995.
Philosophy of science: a very short introduction. Samir Okasha. Oxford
University Press, 2002.
Fundamentos de filosofía de la ciencia. José A. Díez y Ulises Moulines. Ariel,
2008.
The routledge companion to philosophy of science. Dirigido por Stathis
Psillos y Martin Curd. Routledge, 2008.
PARA SABER MÁS
Filosofía de la ciencia 11
L
a ciencia consisteen un conjunto de prácticas, tales como
contrastar hipótesis, realizar experimentos, proponer expli­
caciones o construir modelos y teorías. La teorización cons­
ta a su vez de otras prácticas, como la conceptualización, o acu­
ñación de nuevos conceptos. Con ellos, los científicos formulan
leyes, y combinando leyes generan teorías, que pueden ser aglu­
tinadas en grupos de teorías o disciplinas científicas. Por ejem­
plo, con los conceptos de masa, fuerza, atracción y distancia se
formula la famosa ley de la gravitación de Newton: «Cualesquie­
ra dos partículas se atraen con una fuerza directamente propor­
cional al producto de sus masas e inversamente proporcional al
cuadrado de su distancia». Esta ley se combina con otras, como
la no menos famosa «f = m·a», conformando la mecánica clási­
ca, una de las teorías mecánicas dentro de la física. Los concep­
tos científicos son, por así decir, donde todo empieza.
Usamos los conceptos en nuestra representación del mundo y
en la comunicación con los demás. Tienen que ver, por tanto, con
nuestras representaciones mentales y con el lenguaje, pero no
son ni entidades mentales subjetivas ni entidades lingüísticas.
Tomemos el concepto ordinario de montaña. Dicho concepto no
es la palabra española «montaña», ni la inglesa «mountain»,
ni ningún otro vocablo; es lo que todas esas palabras sinónimas
significan. Tampoco constituye una representación mental sub­
jetiva. Cuando dos personas entienden la oración «José subió
la montaña», sus imágenes mentales difieren, mientras que lo
que entienden ambos, el contenido de la frase, del cual montaña
forma parte, es lo mismo. Los conceptos corresponden, pues, a
lo expresado por ciertas palabras y captado por la mente.
Resulta esencial distinguir también entre conceptos y pro­
piedades en el mundo (como la de ser tigre, agua u oro). Los
primeros no pueden identificarse con las segundas, pues puede
haber conceptos a los que no corresponde ninguna propiedad
en el mundo (pensemos en minotauro o flogisto). Un proble­
ma filosófico interesante consiste en averiguar cómo las teorías
científicas que usan conceptos que no corresponden a nada en
el mundo (flogisto, calórico, éter) pueden tener éxito predictivo.
Los conceptos vienen a ser, pues, «la idea» que expresan los
términos conceptuales con significado. Es muy difícil caracteri­
zar esa entidad. Los filósofos no se ponen de acuerdo, más allá de
que no es meramente lingüística ni subjetiva. Pero, para lo que
sigue, nos bastará con esta noción general de concepto como la
idea de la propiedad que existiría en el mundo, caso de referir
el término conceptual a una propiedad del mundo.
Lo dicho hasta aquí se aplica a todos los conceptos, inclui­
dos los científicos. A diferencia de los ordinarios, los conceptos
científicos se distinguen por una gran precisión. Casi todos los
conceptos ordinarios son vagos: si bien presentan casos cla­
ros de aplicación y de no aplicación, su uso no siempre queda
claro (¿cuánto pelo debe faltarle a alguien para que podamos
considerarlo calvo?). Para la mayoría de los fines cotidianos, la
vaguedad no es mala. Sí lo es, en cambio, para la ciencia, cuyas
finalidades (como diseñar satélites o medicinas) requieren un
altísimo grado de precisión. Por eso los científicos acuñan con­
ceptos más precisos que los ordinarios.
Existen tres tipos principales de conceptos científicos: clasi­
ficatorios, comparativos y métricos, progresivamente más pre­
cisos. Los conceptos clasificatorios (mamífero, nitrato, conífera)
son propios de las ciencias clasificatorias o taxonómicas, como
ciertas ramas de la química, la botánica o la mineralogía. Las
ciencias taxonómicas no acuñan conceptos clasificatorios suel­
tos, sino en familias: las clasificaciones. Una clasificación es una
colección de conceptos que, aplicados a cierto conjunto de obje­
tos, lo divide en grupos o taxones. Por ejemplo, la clasificación
«mamíferos, aves, reptiles, anfibios, peces» divide al conjunto
de los vertebrados en cinco taxones. Para que una familia de
conceptos constituya una buena clasificación ha de generar una
partición del conjunto inicial: todo individuo ha de pertenecer
a algún taxón, ningún individuo puede hallarse en dos taxones
y no puede haber ningún taxón vacío.
Los conceptos
científicos
Clasificar, comparar, medir
José Díez
Profesor de filosofía de la
ciencia en la Universidad
de Barcelona.
CONCEPTOS
DAJ/THINKSTOCK
12 TEMAS 100
Las ciencias taxonómicas más interesantes no presentan una
única clasificación, sino varias sucesivas tales que unas refinan a
otras. Los seres vivos se clasifican en hongos, animales, plantas,
y protistas. A su vez, los animales se clasifican en protozoos,
poríferos, celenterados... Y así sucesivamente. Estas series de
clasificaciones son las jerarquías taxonómicas. Por otro lado,
cada clasificación se realiza atendiendo a cierto criterio (el que
expresan los conceptos clasificatorios que conforman la clasifica­
ción), y diferentes criterios (morfológicos, funcionales, etcétera)
pueden dar lugar a distintas clasificaciones. Determinar cuál es
el mejor criterio para clasificar un conjunto de objetos constituye
uno de los problemas más importantes, y filosóficamente más
interesantes, de las ciencias taxonómicas.
Las clasificaciones son óptimas para conceptualizar propieda­
des del tipo «todo o nada». Un animal es tigre o no; una planta
es conífera o no lo es (un animal no es más, o menos, tigre que
otro, ni una planta más, o menos, conífera que otra). Pero no todas
las propiedades del mundo son de este tipo. La masa no es una
propiedad de «todo o nada», sino gradual: dados dos cuerpos
con masa, tiene sentido decir que uno tiene más, o menos, o
igual, masa que el otro. Lo mismo sucede con la longitud, la
temperatura, la densidad y muchas otras. Obviamente, las cla­
sificaciones no son óptimas para conceptualizar propiedades
graduales. Para ello necesitamos conceptos comparativos.
Los conceptos comparativos permiten ordenar los objetos
de un cierto conjunto según el grado en que estos tienen una
propiedad, y lo hacen atendiendo a cierto criterio de compa­
ración. El criterio comparativo permite determinar, para dos
objetos cualesquiera dentro del conjunto, cuál de ellos posee
la propiedad en mayor grado, o si ese grado es el mismo para
ambos. Un concepto comparativo, masa, para la masa podría ser
el siguiente: x es tan o más masivo que y si, y solo si, al colocarlos
en los platos de una balanza, el plato de y no desciende respecto
del de x. Un concepto comparativo, temp, para la temperatura,
podría formularse así: x es tan o más caliente que y si, y solo si,
pasando un tubo con mercurio de x a y la columna de mercurio
no asciende. Y análogamente para las otras propiedades como
la longitud, la densidad o la dureza.
Para una propiedad gradual puede haber más de un procedi­
miento de comparación. Así, también pueden compararse masas
de este otro modo: x es tan o más masivo que y si suspendiendo
x de un muelle y sustituyéndolo después por y, el muelle no
desciende. Este no es el concepto anterior, masa, sino otro di­
ferente, masa*. Un problema filosófico interesante consiste en
determinar cuándo dos conceptos comparativos conceptualizan
la misma propiedad. Otro, hallar la forma de generalizar un con­
cepto para objetos no comparables mediante un procedimiento
dado (¿Cómo podemos ordenar, por masa, planetas o átomos,
objetos que no podemos poner en balanzas ni muelles?).
Los conceptos comparativos son óptimos para conceptualizar
cualitativamente las propiedades graduales. Sin embargo, se
les escapa algo. Supongamos que tengo en mi mesa un libro,
tres lápices (idénticos) y cinco bolígrafos (idénticos), y que los
comparo mediante una balanza. El libro tiene más masa que un
lápiz o un bolígrafo; un bolígrafo, más que un lápiz; los lápices
son igual de masivos entre sí, y los bolígrafos también. Eso es
todo lo que podemos decir con nuestro concepto comparativo.
No obstante, hay una diferencia cuantitativa que se nos escapa:
dos lápices juntos, por ejemplo, equilibran un bolígrafo, pero
necesito ciento cincuenta bolígrafos para equilibrar el libro. El
libro es mucho más masivo respecto del bolígrafo, de lo que el
bolígrafo es respecto del lápiz. Para capturar estas diferencias en
el grado en que se tiene una propiedad gradual, los científicos
acuñan conceptos cuantitativos o métricos.
Los conceptos métricos son los más precisos y útiles, pero
también los más complejos. Asignan a los objetos números que
representan el grado en que cada objeto tiene la propiedad. Un
concepto métrico de masa puede asignar al libro el número 600,
a cada bolígrafo el 40 y a cada lápiz el 20; otro puede asignar al
libro 0,6, a cada bolígrafo 0,04 y a cada lápiz 0,02. Existen varias
asignaciones posibles, y cada sistema de asignación corresponde
a una escala. En nuestro ejemplo, la primera asignación se hace
en la escala de gramos, y la segunda, en la de kilogramos. Y hay
otras muchas, como la escala de libras o la de onzas.
Asimismo, debe cumplirse cierta condición: si un objeto
tiene la propiedad en mayor o igual grado que otro, cualquier
escala aceptable debe asignar al primero un número mayor o
igual que al segundo. Es decir, las asignaciones numéricas deben
preservar el ordenamiento cualitativo. Esto es así para todas
las escalas. Sin embargo, algunas especialmente útiles cumplen
condiciones adicionales. Pongamos que un libro se equilibra
con ciento cincuenta bolígrafos, y un bolígrafo, con 2 lápices.
En este caso, el número asignado a cada bolígrafo ha de ser el
doble del asignado a cada lápiz, y el asignado a cada libro 150
veces el de cada bolígrafo. Las escalas de este tipo (como las de
masa, longitud y otras) se llaman proporcionales, y son las más
útiles para la ciencia.
Pero no todas las propiedades graduales pueden medirse me­
diante escalas proporcionales. La temperatura termométrica, por
ejemplo, se mide con otro tipo de asignaciones, menos útiles que
las proporcionales: nos referimos a las escalas de intervalos. La
teoría de la medición explica cómo es posible que entidades ma­
temáticas como los números se apliquen a la realidad física, cómo
es posible medir una propiedad con uno u otro tipo de escala y en
qué sentido unas escalas resultan más útiles que otras.
Los conceptos cuantitativos o métricos constituyen el máxi­
mo grado de conceptualización de la naturaleza. Gracias a ellos,
las teorías que los usan pueden disponer de todo el rigor y la
potencia del aparato matemático, y lograr así un asombroso
grado de precisión, tanto en sus formulaciones teóricas como
en sus predicciones y aplicaciones prácticas. Por ello la mate­
matización de una disciplina es el ideal al que todo científico
secretamente aspira, y su logro representa un paso de gigante
en las capacidades teóricas y prácticas de la misma. Estos con­
ceptos, con los que culmina la capacidad conceptualizadora de
la ciencia, son los que Galileo tiene en mente cuando escribe:
«Este libro abierto ante nuestros ojos, el universo, [...] está es­
crito en caracteres matemáticos [...] sin los cuales es imposible
entender una palabra, sin ellos es como adentrarse vanamente
por un oscuro laberinto» (Opere VI, 232).
Fundamentals of concept formation in empirical science.C. G. Hempel.
University of Chicago Press, 1952.
Philosophical foundations of physics.R. Carnap. Basic Books, 1966.
Conceptos y teorías de la ciencia.J. Mosterín. Alianza, 2002.
Fundamentos de filosofía de la ciencia.(3.a
ed.) J. Díez y C. U. Moulines. Ariel,
2008.
La estructura de los conceptos científicos.J. Mosterín en IyC, enero de 1978.
EN NUESTRO ARCHIVO
PARA SABER MÁS
Filosofía de la ciencia 13
N
egación,negociación, aceptación.Como un paciente al
cual se le comunica un mal diagnóstico, así ha reacciona­
do la filosofía de la ciencia ante la metáfora. Ha pasado
por varias fases típicas. En primer lugar, los filósofos de la cien­
cia se han negado a ver las metáforas: no puede ser, la ciencia
es el territorio del lenguaje literal, las metáforas quedan siem­
pre allende sus fronteras, en los dominios brumosos de la belle­
za literaria o del sinsentido metafísico. El filósofo alemán Hans
Reichenbach afirmaba en 1938 que el neopositivismo aboga por
«el estricto repudio del lenguaje metafórico de la metafísica».
Pero el sol no se puede tapar
con la mano, del mismo modo
que no puede ocultarse la pre­
sencia de metáforas en los textos
científicos. Negociemos, pues.
Que pase la metáfora, pero solo
hasta el zaguán. Otorguemos a
las metáforas ciertas funciones
periféricas, alejadas del núcleo
central de la ciencia. Puede que
hasta resulten serviciales para
las tareas heurísticas, didácticas
y divulgativas. Pueden guiarnos
en el comienzo de una investiga­
ción, tal vez resulten inspirado­
ras, pueden favorecer la conexión
inesperada entre ideas diferentes,
quizás incluso orientarnos o mos­
trarnos el inicio del camino. Tam­
bién tienen su utilidad en el aula
o en la prensa. Un buen juego de
metáforas hará más fácil la expli­
cación de los conceptos más abs­
tractos. Pero el investigador que
emprende la búsqueda valiéndo­
se de una metáfora tendrá, a la
postre, que desprenderse de ella
para regresar al lenguaje literal
de la ciencia seria. Y otro tanto
le sucede al estudiante o al lego
que se internan en una laberín­
tica teoría con la metáfora como
lazarillo: ambos tendrán que des­
hacerse de su guía cuando por fin
entiendan.
Ya en los años sesenta del pasado siglo, algunos filósofos de
la ciencia, como la británica Mary Hess y el neozelandés Rom
Harré, demostraron que la visión positivista del lenguaje cien­
tífico, que lo considera exclusivamente literal, no hace justicia a
la ciencia real. Metáforas, comparaciones, analogías y modelos
son recursos comunicativos y útiles heurísticos imprescindibles.
¡Y eso ya es muy importante! Pero es que, además, residen en
la entraña misma de las teorías científicas y no pueden ser sim­
plemente remplazados por lenguaje literal. Hay que aceptarlo.
Podemos encontrar metáforas en todas las disciplinas cien­
tíficas. No obstante, en lo que
sigue, nos centraremos en algu­
nas de las que aparecen en las
ciencias de la vida. Ya Aristóteles,
considerado el padre de la biolo­
gía, en su Retórica dejó dicho que
la metáfora es «más que nada, lo
que da claridad». Y en su trata­
do sobre la Poética escribió que
«lo más importante con mucho
es dominar la metáfora [...], es
indicio de talento».
De hecho, la biología de Aris­
tóteles está escrita a base de me­
táforas. Hallaríamos ejemplos
de ello en casi cualquier página
de los tratados Historia anima-
lium, De partibus aminalium o
De generatione animalium: los
vasos sanguíneos y el corazón se
comparan con jarrones; el fluir de
la sangre en los vasos, con el del
agua a través de canales de riego;
el vientre, con un pesebre de don­
de el cuerpo entero toma la comi­
da; la región del corazón, donde
se halla el calor vital, con el fuego
del hogar. El propio concepto de
pepsis, clave en la concepción
térmica de la fisiología, es me­
tafórico: significa tanto madu­
ración como digestión o cocción.
Con frecuencia utiliza elementos
de la actividad cotidiana, sobre
todo relacionados con la pesca y
DETALLE
DE
EL
ÁRBOL
DE
LA
VIDA,
DE
GUSTAV
KLIMT,
WIKIMEDIA
COMMONS/DOMINIO
PÚBLICO
Metáforas de la vida
y vida de las metáforas
La presencia de metáforas en biología
es compatible con el realismo científico
METÁFORAS
Alfredo Marcos
Catedrático de filosofía
de la ciencia en la
Universidad de
Valladolid.
14 TEMAS 100
la navegación, que sin duda resultaban familiares a cualquier
griego: las patas de los cuadrúpedos le parecen los soportes
de los barcos en dique seco; equipara las patas traseras de los
saltamontes a timones de barca, y la cola de la langosta a un
remo; la trompa del elefante al tubo que se utiliza para respirar
bajo el agua; el cuello y pico de las aves zancudas a una caña
de pescar con su línea y anzuelo. Todas estas imágenes sirven
para entender la función de un determinado tejido, órgano o
miembro, e intentan explicar la misma por relación con objetos
artificiales cuya función nos resulta evidente.
También en la biología contemporánea podemos encontrar
numerosos ejemplos de metáforas. En el libro La evolución y
sus metáforas, del paleontólogo catalán Jordi Agustí, leemos:
«Como en otras actividades del conocimiento, las ciencias suelen
valerse en su desarrollo de esquemas conceptuales preconcebi­
dos —a los que podemos dar el nombre de metáforas— y que,
como los antiguos mitos, perduran sin ser cuestionados durante
generaciones; “eternas metáforas”, al decir de S. J. Gould». Según
Agustí, en fecha reciente se han puesto en duda «muchas de las
metáforas utilizadas en la biología evolutiva en el último medio
siglo, todas ellas basadas en el papel omnímodo de la selección
natural y en una concepción gradualista del
cambio evolutivo». Es decir, la propia teoría
de la evolución, que constituye la médula de
la biología actual, parece sustentarse sobre
metáforas.
En efecto, no faltan metáforas en la obra
de Charles Darwin. «Maestro de la metáfo­
ra», le llama Stephen Jay Gould. «Todos co­
nocemos —afirma Gould— las dos metáforas
que Darwin empleó para definir su teoría: la
selección natural y la lucha por la existencia.
También podríamos considerar metáforas las tres descripciones
principales que Darwin hizo de la naturaleza, a cual más ma­
ravillosa, adecuada y poética». Se refiere Gould a la visión que
propone Darwin de la naturaleza como un ribazo enmarañado,
en alusión a su complejidad y a lo intrincado de las relaciones
ecológicas. En segundo término, apunta a la comparación de la
naturaleza con un árbol, el árbol de la vida, metáfora de origen
bíblico con la que Darwin pretende expresar la interconexión
genealógica entre todos los seres vivos. En tercer lugar, alude a
la naturaleza como ser de dos caras, una luminosa y otra oscura,
pues junto con el equilibrio y armonía de la vida, se dan sórdidas
luchas y sufrimiento.
Podríamos incluso decir que la biología actual se halla pro­
fundamente marcada por ciertas metáforas. Algunas de ellas,
como la del gen egoísta, debida al zoólogo Richard Dawkins, y
que nos fuerza a ver el organismo como un simple vehículo de
sus genes, han condicionado durante décadas el desarrollo de las
ciencias de la vida. En la actual era posgenómica algunos autores
abogan precisamente por un cambio de metáforas. Es el caso del
cardiólogo británico Denis Noble, quien sugiere que miremos
los genes como elementos cautivos en el organismo, y no como
rectores de todos sus procesos y acciones.
Aceptemos, pues, la presencia e importancia de las metáforas
en la ciencia y, especialmente, en las ciencias de la vida. Ello no
indica que la biología esté libre de todo compromiso con la ver­
dad. Sucede, más bien, que las metáforas pueden ser verdaderas
o falsas, no solo bellas, elegantes, clarificadoras o sus contra­
rios. Es más, quizá son bellas en la medida en que son veraces.
Además, cada metáfora tiene su propia inercia heurística, y el
científico se ve obligado a perseguir a sus metáforas hasta donde
estas le lleven, para comprobar la verdad de las mismas o para
modificarlas, mientras que el poeta no necesita comprometerse
con todas las consecuencias de sus metáforas.
Algunos filósofos de la ciencia, como el holandés Bas van
Fraassen, sostienen que la presencia de metáforas en la ciencia
sería incompatible con una interpretación realista de la misma.
Para el norteamericano Frederick Suppe, en cambio, el lenguaje
científico no es literal, pero la verdad sí constituye un objeti­
vo para la ciencia. ¿Cómo podemos compatibilizar metáfora y
realismo?
Planteemos el problema con la crudeza y lucidez con que
lo hace Friedrich Nietzsche en su obra Sobre verdad y mentira
en sentido extramoral: «Aquel a quien envuelve el hálito de la
frialdad, se resiste a creer que el concepto [...] no sea más que
el residuo de una metáfora». Eso son los conceptos científicos,
no lenguaje literal, sino residuos metafóricos, metáforas que
han llegado a convertirse en convenciones. Según el pensador
alemán, nos engañamos cuando olvidamos el origen de nuestros
conceptos. Creemos que proceden de la experiencia y del razo­
namiento lógico. Nacen, sin embargo, de la fantasía. Nacen como
metáforas. Y «solamente mediante el olvido puede el hombre
alguna vez llegar a imaginarse que está en
posesión de una “verdad”. [...] Olvida que las
metáforas [...] no son más que metáforas y
las toma por las cosas mismas».
Como sostiene el filósofo francés Paul Ri­
coeur, cada metáfora tiene su propia vida.
La ciencia está cargada de metáforas vivas.
Metáforas nacientes, como conjeturas o hi­
pótesis; metáforas maduras, como teorías; y
metáforas ya fijadas, casi inertes, converti­
das en pura convención o paradigma. Solo el
olvido de su origen metafórico, afirma Nietzsche, nos permite
atribuir verdad a los conceptos y teorías convencionales de la
ciencia.
Según esa visión de las cosas, la aceptación de la metáfora
en ciencia implica la renuncia a una interpretación realista.
Pero, precisamente, el olvido puede fungir aquí como síntoma
de verdad: olvidamos con mayor facilidad el origen metafórico de
los conceptos y teorías que mejor funcionan, que generan buenas
aplicaciones y predicciones correctas, que conservan su coheren­
cia interna. Todo esto no es garantía de verdad, lo sabemos, pero
¿no estamos acaso ante los síntomas de la verdad? La metáfora,
en definitiva, no es una enfermedad de la ciencia. Es la fuerza
creativa que le da vitalidad, y quizá también el mejor vehículo
para aproximarse a la realidad de las cosas.
La metáfora no es
una enfermedad de
la ciencia. Es la
fuerza creativa que
le da vitalidad
Lenguaje y vida: Metáforas de la biología en el siglo xx.Evelyn Fox Keller.
Ediciones Manantial, 2000.
La metáfora viva.Paul Ricoeur. Trotta, 2001.
Making truth: Metaphor in science. Theodore L. Brown. University of Illinois
Press, 2003.
Metaphor and analogy in science education.Peter Aubusson, Allan G.
Harrison y Steve Ritchie (eds.). Springer, 2006.
Ciencia y acción.Alfredo Marcos. F. C. E., 2010, capítulo 10.
¡Cuidado con las metáforas!Eleonore Pauwels en IyC, abril de 2014.
El lenguaje de la neurocienciaChristian Wolf en MyC, n.o
70, 2015.
Historia del cerebro en metáforas.Gunnar Grah y Arvind Kumar en MyC,
n. o
71, 2015.
EN NUESTRO ARCHIVO
PARA SABER MÁS
Filosofía de la ciencia 15
E
n un artículo anteriorhablamos de los conceptos científi­
cos. La ciencia usa los conceptos para describir hechos par­
ticulares y formular leyes. Por ejemplo, hechos particulares
son los que quedan descritos por enunciados como «Venus sigue
una trayectoria elíptica» o «Esta barra de hierro se ha dilatado
al calentarse». Pero, si la ciencia solo hiciese afirmaciones par­
ticulares, no sería muy interesante: se limitaría a elaborar lista­
dos de fenómenos. La ciencia hace algo más: formula hipótesis
y leyes, las cuales combina después en conjuntos más amplios o
teorías. Así, con los conceptos de fuerza, masa y distancia se for­
mula la ley de la gravitación de Newton, F = Gm1
m2
/r2
.
En ocasiones se usa la palabra hipótesis para referirse a las
conjeturas aún no confirmadas, mientras que se reserva el tér­
mino ley para las que ya lo están. También cabe distinguir entre
el enunciado legaliforme, esto es, la formulación lingüística de
la ley, y el contenido o hecho que sucede en la naturaleza y que
queda descrito por ese enunciado.
Para simplificar, no tendremos en
cuenta aquí estas distinciones.
Hechas estas precisiones, po­
demos preguntarnos: ¿qué es una
ley? La descripción de la trayecto­
ria de Venus no enuncia una ley,
sino un hecho particular. En cam­
bio, enunciados como la ley de
gravitación, (1) «Los planetas se
mueven en trayectorias elípticas
con el Sol en uno de sus focos»
o (2) «Los metales se dilatan al
calentarse» sí expresan leyes. Las
leyes corresponden a cierto tipo
de hechos generales, expresados
mediante enunciados también ge­
nerales de la forma «Todos los...
son...», «A todos los... sometidos
a... les sucede...», etcétera.
¿Por qué decimos que las leyes corresponden a hechos gene­
rales «de cierto tipo»? Porque no toda regularidad es una ley na­
tural. Por ejemplo, (3) «Ningún soltero está casado», (4) «Todo
triángulo tiene tres lados», (5) «Todas las monedas que tengo
ahora en mi bolsillo derecho son doradas» o (6) «Siempre que
muere un ave, después nace un mamífero» expresan hechos
generales. Pero, a diferencia de (1) y (2), no corresponden a leyes.
La diferencia reside en que los hechos generales declarados en
(1) y (2) contienen cierta clase de necesidad natural, mientras
que el resto, o bien no contienen ninguna necesidad, como su­
cede en (5) y (6), o la que encierran no es una necesidad de la
naturaleza, como ocurre en (3) y (4).
Los enunciados (5) y (6) refieren hechos generales que no
suceden necesariamente. Suceden, por así decirlo, por casuali­
dad: no hay ninguna conexión necesaria entre el antecedente y
el consecuente. Las monedas que tengo ahora en mi bolsillo son
de hecho doradas, pero podrían no serlo. Y es un hecho que, tras
morir un ave, siempre nace un mamífero, pero podría no suceder
así (bastaría con que se extinguiesen los mamíferos). Se trata de
regularidades accidentales, carentes de necesidad. Por otro lado,
en (3) y en (4) sí se da una conexión necesaria entre antecedente
y consecuente, pero esa necesidad no es natural, sino lingüística:
su verdad se deriva de lo que significan las palabras. Decimos
en estos casos que se trata de verdades analíticas, semánticas
o conceptuales; su negación es una contradicción conceptual.
Si volvemos a (1) y (2), veremos que, aunque no se trata de
enunciados accidentalmente verdaderos, sino necesariamente
verdaderos, tampoco son analíticamente verdaderos. Las pala­
bras planeta, trayectoria, elipse y
foco podrían significar lo mismo
y, si el mundo fuese diferente, (1)
podría ser falsa. Es decir, las ne­
gaciones de (1) y (2) no son con­
tradicciones conceptuales. De he­
cho, significando lo mismo esas
palabras, durante siglos se pensó
que los planetas se comportaban
de otra manera. Así pues, aunque
se trata de generalizaciones ne­
cesariamente verdaderas, no son
analíticamente verdaderas, sino
nomológicamente (de nomos,
«ley» en griego) verdaderas. Son
leyes de la naturaleza: necesarias
en virtud de cómo es esta.
¿Cómo reconocer que una
generalización verdadera es una
ley? El rasgo principal de las ge­
neralizaciones analíticamente verdaderas es relativamente sen­
cillo de entender: basta con saber el significado de las palabras
para reconocer su verdad. Pero (1) y (2) no son así; se puede en­
tender lo que dicen sin saber si son verdaderas o no. Eso facilita
la distinción entre las leyes y las regularidades analíticas. Pero
¿cómo diferenciarlas de las regularidades accidentales? ¿Cómo
saber si un enunciado como «Todos los cisnes son blancos» se
refiere a una ley o a un accidente?
Aunque se trata de una cuestión compleja, hay algunos rasgos
que, intuitivamente, distinguen la ley natural de la generaliza­
ción accidental. Dos de ellos son la capacidad predictiva y la
capacidad explicativa.
GETTY
IMAGES/ELENA
BELOUS/ISTOCK
Las leyes en ciencia
Las leyes científicas hacen referencia a regularidades naturales
no accidentales. ¿Dónde radica su necesidad?
LEYES
José Díez
Profesor de filosofía de la
ciencia en la Universidad de
Barcelona.
16 TEMAS 100
Si estamos dispuestos a predecir nuevos casos sobre la base
de casos anteriores, entonces es que consideramos que la ge­
neralización no es casual, sino nomológica. Supongamos que
todas las monedas que tengo ahora en mi bolsillo derecho son
doradas. ¿Apostaría el lector a que la próxima que introduzca
en mi bolsillo también será dorada? Si la respuesta es negativa,
es porque considera que dicha regularidad es accidental, no
producto de una ley. Suponga ahora que la regularidad de «To­
das las piezas de cobre pulido son doradas» ha sido constatada
siempre. ¿Estaría dispuesto a apostar a que la próxima pieza
de cobre pulido que encuentre será dorada? Si la respuesta es
afirmativa, es porque considera que esa regularidad no es acci­
dental, sino nomológica.
En segundo lugar, en la medida en que estemos dispuestos a
usar una regularidad para dar explicaciones, la estaremos consi­
derando nomológica, no accidental. Ante la pregunta «¿Por qué
esta pieza de metal es dorada?», la respuesta «Porque está en
mi bolsillo derecho y todas las monedas que tengo allí son do­
radas» no parece una buena explicación. En cambio, algo como
«Porque es de cobre pulido y todas las piezas de cobre pulido son
doradas» sí que lo parece. Ello se debe a que consideramos que
«Todas las piezas de cobre pulido son doradas» corresponde a
una ley, mientras que «Todas las monedas de mi bolsillo derecho
son doradas» parece referir a un mero accidente.
Existen varios tipos de leyes. Las leyes que llamamos estric-
tas, como la ley de la gravitación, no presentan excepciones:
siempre que se da el antecedente, ocurre el consecuente. Pero
no todas las leyes son de este tipo. Por ejemplo, que la ingesta de
barbitúricos va acompañada de somnolencia no constituye una
correlación accidental: hay una conexión genuina entre una cosa
y la otra. Sin embargo, no es cierto que siempre que alguien in­
giere barbitúricos sufra somnolencia. Ocurre así en condiciones
normales, pero tal vez no sea el caso si, por ejemplo, también se
han tomado estimulantes.
Tales correlaciones son nomológicas; son leyes, pero no es­
trictas. Reciben el nombre de leyes ceteris paribus, que significa
«en condiciones normales» (literalmente, «permaneciendo lo
demás igual»), o leyes cp. Se pueden esquematizar así: «Todos
los... son, cp, ...» o «Siempre que... entonces, cp, ...». Muchas
de las leyes cotidianas son leyes cp. La ingesta de analgésicos
redime el dolor, pero solo en condiciones normales. También que
los metales se expanden al calentarse sucede solo en condiciones
normales (a presiones extremas podría no ocurrir).
Una cuestión debatida es si las leyes cp son irreducibles o
si, más bien, constituyen versiones simplificadas de leyes estric­
tas en las que desconocemos parte del antecedente. Así, la ley
«Todos los A son, cp, B», constituiría una versión provisional
de la ley estricta «Todos los que son a la vez A y ? son también
B», de la que desconocemos parte del antecedente. Por ejemplo,
«Fumar en exceso produce, cp, cáncer» correspondería a una
ley no estricta tras la que habría otra que sí lo es: «Fumar en
exceso cuando el organismo presenta tales y cuales condiciones
produce (sin excepciones) cáncer».
Otro tipo de leyes son las llamadas probabilísticas o esta-
dísticas, como «El 75 por ciento de los guisantes que resultan
de cruzar amarillos y verdes salen verdes» o «El 90 por ciento
de los electrones disparados contra una barrera de potencial
rebotan». No se trata de hechos casuales, sino de correlaciones
dotadas de una necesidad natural. Son leyes, pero no del mismo
tipo que la ley de la gravitación. En muchos casos, el guisante
saldrá verde o el electrón rebotará, pero no en todos. Podemos
representar estas leyes mediante la forma «El X por ciento de
los... son...», «La probabilidad de que suceda... si ha sucedido...
es p», etcétera.
También se debate si las leyes estadísticas corresponden a
relaciones probabilísticas irreducibles o si, más bien, reflejan
nuestro desconocimiento de algunos factores. Por ejemplo, «Al
menos el 80 por ciento de los fumadores intensivos de larga
duración desarrolla enfermedades respiratorias» expresaría una
correlación nomológica estadística. Pero si conociésemos mejor
las condiciones de los sujetos, podríamos formularla de modo
absoluto, no estadístico: «La totalidad de quienes fuman en
exceso y cumplen tales y cuales condiciones desarrollan enfer­
medades respiratorias».
No obstante, aunque lo anterior pueda funcionar para una
gran cantidad de leyes probabilísticas, no queda claro que pueda
aplicarse a todas. Numerosos filósofos defienden que las leyes de
la mecánica cuántica son irreduciblemente probabilísticas: no
expresan un desconocimiento parcial, sino relaciones necesarias,
«brutas», de la naturaleza. Este constituye uno de los aspectos
más misteriosos y debatidos de la mecánica cuántica.
Concluiremos con la mención de una cuestión más filosófica,
relativa a las leyes naturales: ¿dónde radica su necesidad? ¿A
qué nos referimos cuando hablamos de la necesidad natural?
En el mundo observamos fenómenos y vemos que unos siguen a
otros, pero no vemos conexiones necesarias entre ellos. Tanto en
el caso de la muerte de las aves y el nacimiento de los mamíferos
como en el de la expansión de los metales, lo que observamos es
lo mismo: primero ocurre una cosa y luego otra. Consideramos
que en el segundo hay una necesidad de la que el primero carece,
pero no vemos dicha necesidad.
Los empiristas radicales, como David Hume, sostienen que
en el mundo hay fenómenos y regularidades. Sin embargo, no
consideran que haya regularidades que, además, tengan adheri­
da una propiedad a la que podamos llamar «necesidad». Lo que
denominamos leyes son meras regularidades que, entre todas
las disponibles, tomamos para construir los sistemas predictivos
más simples y exitosos. Las leyes serían las «regularidades que
pertenecen al mejor sistema predictivo» (best system account).
Pero ¿por qué funciona mejor un sistema predictivo con unas
regularidades que con otras? Para el realista, de inspiración
aristotélica, esto último carece de explicación a menos que su­
pongamos que el mundo contiene en sí mismo tales necesida­
des («causas», o como queramos llamarlas). Por tanto, nuestras
leyes científicas funcionarán mejor cuanto más se aproximen a
esas necesidades naturales. En la ciencia ideal —a la que quizá
no se llegue nunca, pero a la que continuamente nos vamos
acercando—, las leyes captarán exactamente esas necesidades.
Al empirista, en cambio, todo esto le parece mala metafísica. Y
el debate continúa.
Philosophical foundations of physics.R. Carnap. Basic Books, 1966.
Philosophy of natural science.C. G. Hempel. Prentice Hall, 1966.
The structure of science.E. Nagel. Hacket Publishing, 1979.
Fundamentos de filosofía de la ciencia.J. Díez y C. U. Moulines, 3.a
edición.
Ariel, 2008.
Los límites de la razón.Gregory Chaitin en IyC, mayo de 2006.
¿Puede la ciencia explicarlo todo?Jesús Zamora Bonilla, en este mismo número.
Los conceptos científicos.José Díez, en este mismo número.
EN NUESTRO ARCHIVO
PARA SABER MÁS
Filosofía de la ciencia 17
L
a curiosidad,de la que finalmente surge la mayor parte de
nuestro conocimiento, nos conduce sin cesar, y casi sin re­
parar en ello, a hacer conjeturas sobre multitud de aconteci­
mientos. No podemos evitar preguntarnos por qué ocurre lo que
ocurre, cuáles son las causas de lo que sucede a nuestro alrededor
y, también, de lo que acontece en lugares muy alejados de nuestro
entorno inmediato o a escalas muy distintas de las que nos son
familiares. Así, nos preguntamos acerca de una inundación, del
mal funcionamiento de nuestro ordenador, del comportamiento
extraño de un amigo o del origen de la crisis económica. Pero tam­
bién acerca de la evolución de las galaxias, del origen de la vida
en la Tierra o de la amenaza de las superbacterias.
El intento espontáneo y recurrente de buscar explicaciones a
lo que sucede, de ponerlo en un marco de ideas que nos permita
comprenderlo, puede organizarse para que la actividad adquiera
cierta complejidad y rigor, convirtiéndola así en un teorizar. Si
tanto esa complejidad como ese rigor satisfacen determinados
requisitos conceptuales y empíricos, diremos que se trata de un
teorizar científico. Los productos de dicha actividad constituyen
lo que denominamos teorías científicas, y se entiende que estas
son la parte conjetural del conocimiento científico. La mecánica
cuántica, la teoría de la evolución, el marginalismo económico
o la teoría química sobre el origen del cáncer constituyen todas
ellas, a pesar de su gran heterogeneidad, teorías científicas.
Son múltiples y muy variopintos los interrogantes que nos
asaltan cuando hablamos de teorías científicas: ¿qué función
cumplen?, ¿cómo se justifican?, ¿cómo llegan a idearse?, ¿qué
relación guardan unas con otras?, ¿qué tipos existen? Todas
esas preguntas se encuentran a su vez entrelazadas con otra,
que por ello ha merecido una atención especial por parte de
la filosofía de la ciencia: ¿qué clase de contenidos incluye una
teoría y cómo se estructuran?
En efecto, cuando intentamos identificar las funciones de las
teorías científicas, nos vemos abocados a especificar mínima­
mente su estructura interna. A las teorías generadas en el ámbito
científico se les suele atribuir, como principales finalidades, la
comprensión, explicación (a partir de causas o mecanismos) y
predicción de los fenómenos que se producen en distintas par­
celas del mundo, así como la intervención en dichas parcelas y
la creación de nuevos recursos tecnológicos. Puede advertirse
que, de manera más o menos directa, todas estas finalidades
comparten una misma presuposición. A saber, que existen dos
niveles contrapuestos: uno en el que se describe o representa
aquello que hay que comprender, explicar o predecir; y otro en
el que se describe o representa aquello que permite comprender,
explicar o predecir. En la filosofía de la ciencia de comienzos del
siglo xx, esa distinción de nivel solía entenderse como una entre
el plano observacional y el teórico. El primero proporcionaría la
base de la contrastación de las teorías, a la vez que su contenido
empírico; el segundo, la fuerza explicativa y predictiva.
Aunque el debate en torno a la noción de observación se
mantiene abierto aún hoy, hay dos ideas ampliamente aceptadas
al respecto. La primera es que lo que en ciencia se denomina
«observación» va mucho más allá de lo que podemos detectar
por medio de los sentidos, e incluye resultados de experimentos
complejos donde se aplican ciertas presuposiciones teóricas. La
segunda es que dichas presuposiciones han de ser independien­
tes de la teoría contrastada a partir de los resultados.
En el ámbito científico, además de los requisitos que atañen
al plano empírico o aplicativo de las teorías, existen otros,
no menos específicos, concernientes al propio plano teórico.
Tales requisitos nos remiten, en primer lugar, a una exigencia
conceptual de generalidad, característica de todo teorizar. Una
conjetura cuyo alcance explicativo se limite a un caso particular
no constituye una teoría, por más que nos permita explicar un
Las teorías en ciencia
Las teorías científicas agrupan leyes y conceptos en
una perspectiva sinóptica. Su contenido y estructura
confieren a la ciencia su poder explicativo y predictivo
María Caamaño
Profesora de filosofía de la
ciencia en la Universidad
de Valladolid.
TEORÍAS
GETTY
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18 TEMAS 100
acontecimiento a partir de una causa; faltaría un marco gene­
ral de comprensión para el tipo de fenómeno que deseamos
explicar. Para establecerlo, necesitamos conceptos generales; es
decir, conceptos que delimiten clases de entidades o fenómenos
prominentes en el dominio de estudio. A diferencia de lo que
ocurre con los conceptos generales no científicos, como los de
«fruta recogida en una cesta» o «música favorita de los indi­
viduos diestros», los conceptos científicos de «agua», «oro»,
«tigre» o «electrón» hacen posible realizar
inferencias acerca de las propiedades y el
comportamiento de aquello que categorizan.
Saber que cierta sustancia cae bajo el con­
cepto científico de oro conlleva conocer que
se trata de un elemento químico con número
atómico 79 y poder inferir, por ejemplo, que
si se calentase hasta los 1063 grados centí­
grados se fundiría.
Los conceptos científicos son los constitu­
yentes básicos, o piezas, del edificio teórico.
Pero la arquitectura del edificio depende de
los principios teóricos. Es importante notar
que los principios o leyes generales que con­
forman el núcleo de una teoría han de tener
un carácter sinóptico; es decir, deben co­
nectar distintos conceptos y articular así un
marco de comprensión. Si bien la noción de
explicación continúa generando controversia
en la filosofía de la ciencia actual, existe un
amplio reconocimiento de la importancia
que reviste la identificación de causas que,
al actuar conforme a ciertas leyes, permitan
realizar predicciones. Tradicionalmente, las
leyes se han caracterizado como generalizaciones universales,
contingentes desde un punto de vista lógico y necesarias desde
un punto de vista físico. Con independencia de la revisión con­
temporánea de algunos de estos rasgos, hay un acuerdo prác­
ticamente unánime acerca de la importancia de las leyes para
la realización de inferencias contrafácticas; esto es, inferencias
sobre lo que ocurriría si se diesen determinadas condiciones
distintas de las presentes.
Así pues, aunque no toda teoría científica proporcione expli­
caciones en forma de leyes (pensemos en la teoría de la deriva
continental), ni toda ley remita a causas (recordemos las leyes
de Kepler sobre el movimiento planetario), ni toda explicación
científica tenga valor predictivo (como ilustra el caso de las teo­
rías paleontológicas), una gran parte del conocimiento científico
sí exhibe estas características en mayor o menor medida. En
otras palabras: las teorías suelen estar compuestas por leyes, las
cuales remiten habitualmente a causas y sirven para formular
predicciones. Por otro lado, el aspecto sinóptico de los princi­
pios teóricos, junto con su contrastabilidad empírica mediante
comprobaciones cruzadas e independientes, sigue dotando de
carácter científico incluso a aquellas teorías y disciplinas más
alejadas de los casos prototípicos.
En la contrastación, que imprime carácter científico a las
teorías, el marco general de ideas que manejamos ha de ser tal
que posibilite inferir, con ayuda de ciertos añadidos, consecuen­
cias empíricas concretas que permitan conectar el marco teórico
general, sumamente abstracto, con algún aspecto preciso de un
fenómeno concreto. Los dos principales añadidos son la descrip­
ción de las condiciones iniciales (aquellas dadas al iniciarse un
experimento u observación) y los supuestos auxiliares acerca
del instrumental empleado, la no interferencia de determinados
factores o el tratamiento estadístico de los datos recopilados.
Además de todo lo dicho, hemos de tener en cuenta que
las teorías científicas —al igual que los ríos, los volcanes o los
seres humanos— son entidades cambiantes, que, no obstante,
mantienen su identidad a lo largo del tiempo. Las teorías se ori­
ginan a partir de otras, crecen apoyándose en otras o producen
otras, lo que se traduce en una compleja articulación intra- e
interteórica. Las relaciones entre teorías pue­
den ser de presuposición (una presupone a
otra), de evolución o especialización, de in­
corporación, o bien de conflicto. Las teorías
dependen de otras no solo para su contrasta­
ción empírica, sino también para engendrar
especializaciones. Asimismo, puede ocurrir
que los principios teóricos y las aplicacio­
nes exitosas de una teoría se mantengan en
otra, como ocurre con la incorporación de la
teoría planetaria de Kepler en la mecánica
newtoniana, o con la de la teoría especial
de la relatividad en la relatividad general.
Por último, cuando la aplicación de los con­
ceptos de una teoría excluye la aplicación de
los conceptos de otra orientada hacia un mis­
mo dominio, la relación entre ambas es de
conflicto o incluso de inconmensurabilidad,
como parece suceder en el controvertido caso
del paso de la mecánica clásica a la mecánica
relativista.
Así pues, las teorías científicas viven no
solo más allá de quienes las idearon, sino que
en ocasiones lo hacen en una forma tal que
aquellos incluso desaprobarían. En su Exposición del sistema
del mundo —publicada en 1796, más de un siglo después de los
Principia de Newton—, Laplace explica la unidireccionalidad y
la coplanaridad aproximada de las órbitas planetarias a partir
de las leyes de la mecánica newtoniana y de la hipótesis nebular.
Y lo hace sin postular, como hiciera Newton, la intervención de
un dios creador.
Narra la leyenda que, ante un extrañado Napoleón Bona­
parte, sorprendido de que en una obra sobre el universo no se
mencionara a su creador, Laplace replicó: «Señor, nunca he
necesitado esa hipótesis».
En el ámbito
científico, además
de los requisitos
que atañen al plano
empírico o
aplicativo de las
teorías, existen
otros, no menos
específicos,
concernientes al
propio plano
teórico
The semantic conception of theories and scientific realism.Frederick Suppe.
University of Illinois Press, 1989.
Pluralidad y recursión: Estudios epistemológicos.Carlos Ulises Moulines.
Alianza Editorial, 1991.
Fundamentos de filosofía de la ciencia.José Díez y Carlos Ulises Moulines,
3.a
edición. Ariel, 2008.
The Routledge companion to philosophy of science.Dirigido por Stathis
Psillos y Martin Curd, 2.a
edición. Routledge, 2014.
Natural kinds and classification in scientific practice.Dirigido por Catherine
Kending. Routledge, 2016.
Los conceptos científicos.José Díez, en este mismo número.
Los límites del método científico.Adán Sus en IyC, abril de 2016.
Las leyes en ciencia.José Díez, en este mismo número.
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PARA SABER MÁS
Filosofía de la ciencia 19
E
l 13 de julio de 1965se celebraba en Londres el simposio
«Criticism and the growth of knowledge». Fue en aquel
acto donde se inició el famoso debate entre el filósofo Karl
Popper y el historiador de la ciencia Thomas S. Kuhn en torno
al progreso científico, debate que ha marcado todos los mode­
los contemporáneos sobre cómo y por qué unas teorías son sus­
tituidas por otras.
Popper había publicado en 1959 The logic of scientific dis-
covery (La lógica de la investigación científica, Tecnos, 1962),
disponible desde 1934 pero solo en alemán. Kuhn acababa de
publicar en 1962 The structure of scientific revolutions (La es-
tructura de las revoluciones científicas, Fondo de Cultura Econó­
mica, 1971), que iniciaba el giro historicista al que se sumarían
Lakatos, Feyerabend, Hanson, Toulmin y también Laudan una
década más tarde.
El falsacionismo de Popper
Según Popper, la ciencia avanza a través de
hipótesis audaces y falsaciones severas. En
la imagen decimonónica, la ciencia parte de
hechos para inferir desde ahí teorías. Popper,
en cambio, defiende que partimos siempre
de alguna teoría previa, que orienta nuestra
atención hacia unos hechos más que hacia
otros, y por medio de esa teoría intentamos
solucionar problemas. Desde esta perspec­
tiva, los momentos del progreso científico
serían cuatro.
Primero nos enfrentamos a los proble­
mas, ya sean prácticos (¿Cómo curo esta
gripe?) o teóricos (¿Qué es la gripe?). Des­
pués proponemos hipótesis a modo de so­
luciones tentativas. Dichas hipótesis son entidades abstractas
que se corresponden con enunciados, desde «Todos los cisnes
son blancos» hasta la ley de gravitación de Newton. El modo
como inventamos las hipótesis es, según Popper, un misterio. En
tercer lugar, una vez que las hipótesis han sido formuladas, el
verdadero científico trata de falsarlas una a una hasta quedarse
con la que mejor resista a la crítica. La crítica en cuestión puede
basarse en criterios como la coherencia o la simplicidad, aun­
que lo más característico de la ciencia empírica es que se base
en la experiencia, es decir, en observaciones y experimentos.
Por último, el científico descubre que la hipótesis corroborada
por la crítica genera nuevos problemas, con lo que el ciclo del
progreso científico vuelve a empezar.
Esta generalización del método de ensayo y error, que a veces
se ha llamado método hipotético-deductivo, implica que el pro­
greso científico no ha de verse principalmente como persecución
de la verdad, sino como huida de la falsedad. Según Popper, el
científico que actúa como tal no busca verificar ni confirmar las
hipótesis, sino falsarlas, desmentirlas. La discusión que mantu­
vieron Popper y Rudolf Carnap en la década de 1930 versaba, de
hecho, sobre la alternativa confirmación-falsación. Para Carnap,
la ciencia busca lo primero; para Popper, lo segundo.
Popper distinguía dos conceptos de falsabilidad. En sentido
lógico, una hipótesis H es falsable, y con ello científica, si de ella
se sigue algún enunciado fáctico que, de ser verdadero, falsaría
H. En sentido metodológico, H queda falsada si la experiencia
enseña que es verdadero alguno de aquellos enunciados fác­
ticos. En definitiva, falsar a posteriori una
hipótesis es distinto de —y, en general, más
problemático que— demostrar a priori su
falsabilidad.
«Todos los cisnes son blancos» es falsable
porque de ella se sigue «El cisne ahí escondi­
do es blanco», lo cual podría ser falso. Ahora
bien, falsar «Todos los cisnes son blancos»
no es tan sencillo. Si alguien dice que ve un
cisne negro, yo puedo responder que precisa­
mente porque es negro no puede ser un cis­
ne. Estaría interpretando la hipótesis como
si fuera una definición. Incluso admitiendo
que es una hipótesis, podría objetar que lo
observado es un cisne blanco manchado de
ceniza. En general, si alguien declara falsada
H porque la experiencia demuestra que una
de sus consecuencias fácticas C es falsa, se
puede responder que C no se sigue solo de H, sino de la con­
junción de H con unos supuestos auxiliares (S1, S2, etcétera),
de modo que la falsedad de C no implica la falsedad de H,
sino de algún elemento de esa conjunción. En tercer lugar,
por neutral que parezca un enunciado fáctico, contiene nece­
sariamente términos, como cisne, cuyo significado depende de
las hipótesis en que aparece, hipótesis de cuya verdad nunca
podemos estar seguros.
El historicismo de Kuhn
Kuhn se ocupa, no de la ciencia como conjunto de hipótesis
junto con sus consecuencias lógicas, sino del hacer ciencia,
una actividad humana en la cual están involucradas las teorías,
Popper y Kuhn sobre
el progreso científico
¿Innumerables refutaciones o unas pocas revoluciones?
Julio Ostalé
Profesor de lógica y teoría
del conocimiento en la
Universidad Nacional
de Educación a Distancia.
DINÁMICA DE TEORÍAS
Según Popper, el
progreso científico
no ha de verse
principalmente
como persecución
de la verdad, sino
como huida de la
falsedad
20 TEMAS 100
INVESTIGACIÓN
Y
CIENCIA
pero también otros elementos. Para su estudio son necesarias
la historia, la sociología, la psicología y la lingüística, sin dejar
de lado el análisis lógico de teorías. Y dentro de ese quehacer
científico distingue Kuhn entre ciencia normal y ciencia revo­
lucionaria.
La primera consiste en lo que la mayoría de los investigado­
res hacen la mayor parte del tiempo: solucionar rompecabezas
nuevos conforme a cómo se han solucionado ya antes otros
semejantes. Los problemas de examen en matemáticas y física,
el experimento para obtener luz a partir de una patata o la decli­
nación de rosa, rosae son ejemplos de solución de rompecabezas.
Kuhn los llamó, con gran acierto etimológico, paradigmas, o
sea, ejemplos. Pero utilizó ese mismo término en un segundo
sentido, más amplio y que engloba tanto a los paradigmas en
sentido restringido como a otros elementos que comparten los
científicos cuando practican ciencia normal. En el epílogo de
1969 a su obra de 1962, aclaraba que un paradigma en sentido
amplio comprende: generalizaciones simbólicas, modelos, va­
lores y ejemplos.
Las generalizaciones simbólicas se corresponden hasta cier­
to punto con las leyes científicas. Pueden ser cuantitativas
(ecuaciones de Schrödinger) o cualitativas (ley de la oferta y
la demanda).
ESPACIO PARA EL DEBATE: El falsacionismo de Popper (izquierda) y el historicismo de Kuhn (derecha) encuentran un terreno común
para la discusión filosófica cuando se preguntan qué es una teoría científica.
Los modelos proporcionan a los científicos analogías con
que pensar la realidad, así como enseñar y difundir sus ideas,
pero también innovar. Hay modelos heurísticos (pensar la
dinámica de un gas como infinidad de bolas de billar en mo­
vimiento) y los hay ontológicos (creer que toda causa es an­
terior a su efecto).
Los valores sirven a la comunidad científica para evaluar
su propia actividad. Los más importantes son internos (una
medición ha de ser precisa), pero hay otros externos (la ciencia
debe ser útil) [véase «Los valores de las ciencias», por Javier
Echeverría, en este mismo número].
Los ejemplos (paradigmas en sentido restringido) son aplica­
ciones muy concretas de las generalizaciones simbólicas. Suelen
tener la forma de resolución de rompecabezas. Muestran cómo
se desciende de la teoría a la realidad, cuando, hasta Kuhn, lo
normal era estudiar cómo se asciende de la realidad a la teo­
ría con vistas a confirmarla (Carnap) o falsarla (Popper). Estos
ejemplos marcan la pauta de cómo hacer ciencia.
A partir de estos conceptos, Kuhn explica el progreso cien­
tífico como una sucesión de largos períodos de ciencia normal
y breves episodios de ciencia revolucionaria. En la ciencia nor­
mal, el científico es algo así como un burócrata altamente espe­
cializado, cuya tarea diaria consiste en resolver rompecabezas
Filosofía de la ciencia 21
con las herramientas del paradigma. Pero, en ocasiones, un
problema no se deja solucionar y se convierte en una anomalía.
Se entra entonces en un período de crisis, caracterizado por la
defensa pública de paradigmas alternativos. Sigue a la crisis la
ciencia revolucionaria, durante la cual los científicos no exa­
minan la realidad a través de un paradigma,
sino que examinan varios paradigmas con
objeto de comprobar cuál resuelve mejor la
anomalía y al mismo tiempo soluciona el
mayor número de rompecabezas. Pero nunca
abandonan su paradigma antes de adoptar
uno nuevo. Hecha la elección, comienza otro
período de ciencia normal.
Kuhn nunca precisó cuándo un rompe­
cabezas pasa a convertirse en una anomalía,
qué diferencia sus rompecabezas de los pro­
blemas de Popper, ni por qué ha de preferirse
un nuevo paradigma al anterior. Se limitó a
discutir casos concretos de la historia de la
ciencia. Y observó que, en ocasiones, no hay
algoritmo posible que decida cuál de entre
dos paradigmas alternativos es preferible.
Aplicando valores internos distintos, decía,
se obtiene a veces que un paradigma es mejor en relación a un
valor y peor en relación a otro, de modo que elegir uno u otro
paradigma depende del peso relativo que en cada caso se otor­
gue a cada valor. De ahí el relativismo kuhniano, que, al menos,
tiene la virtud de estar claramente planteado.
Progreso en teorías y entre teorías
La revolución permanente de Popper poco tiene que ver con las
rutinas profesionales de Kuhn. En el falsacionismo, la ciencia
avanza de hipótesis en hipótesis por medio de la crítica. En el
historicismo, la ciencia avanza de paradigma en paradigma a
través de revoluciones. Pero sería un error enfocar el debate entre
Popper y Kuhn como una discusión sociológica sobre comunida­
des científicas. Tampoco es una disputa historiográfica sobre si
la ciencia es renovadora o conservadora. Por último, no es muy
esclarecedor tomar a Popper por un idealista que prescribe cómo
debe ser la ciencia y a Kuhn como un realista que describe
cómo es realmente. ¿Dónde encontramos, pues, un terreno co­
mún para el debate filosófico entre ambos?
El desacuerdo concierne a lo que uno y otro entendían
por teoría científica. Para verlo mejor conviene distinguir
entre teoría estática y teoría dinámica. La primera es un fo­
tograma; la segunda, una sucesión de fotogramas. La teoría
dinámica persiste en el tiempo porque se compone de teorías
estáticas sucesivas, las cuales contienen elementos que no
pueden variar sin que la teoría pierda su identidad y otros
elementos que sí pueden variar. Surgen dos cuestiones: ¿Qué
elementos de una teoría dinámica la individualizan a través
del tiempo? ¿Qué criterios pueden esgrimirse al comparar
teorías dinámicas?
La primera cuestión se puede replantear mejor desde el mo­
delo de Kuhn. Su paradigma en sentido amplio puede verse
como una teoría dinámica. Él mismo destacó que los esquemas
de generalización y los ejemplos configuran el paradigma. Así,
no solo se individualiza una teoría dinámica, sino que se dis­
tingue entre progreso como cambio en una teoría dinámica y
progreso como cambio entre teorías dinámicas (no nos salimos
de la teoría de la evolución al incorporar el hecho de que los
neandertales convivieron con los humanos modernos, pero sí
nos salimos de la teoría newtoniana al decir que la simultanei­
dad es relativa a un marco de referencia). Aunque los modelos
actuales de progreso científico conceptualizan y subdividen con
mucha mayor finura esos dos tipos de cambio, estaban ya im­
plícitos en el modelo kuhniano.
En cuanto a la segunda cuestión, si bien
Kuhn tenía razón al sostener que los cientí­
ficos raras veces dan por falsadas sus teorías,
Popper era más convincente y preciso en sus
propuestas de elección entre teorías.
Kuhn sostenía que una teoría T1 sustitui­
da por otra T2 es «inconmensurable» con
ella: no hay T3 desde donde comparar T1 y
T2 para zanjar cuál es mejor. Tampoco existe
un conjunto neutral de enunciados fácticos
para T1 y T2. Las teorías en liza no compar­
ten los rompecabezas que pretenden resolver,
la concepción de ciencia, el vocabulario, los
referentes ontológicos ni la interpretación de
los hechos. Echando mano de ideas lógicas
como la no traducibilidad entre lenguajes,
ideas psicológicas co­
mo el cambio de Ges­
talt e ideas lingüísticas como la hipótesis de
Sapir-Whorf (hay correlación entre las categorías gramaticales
que una persona usa y su modo de entender la realidad), Kuhn
llegaba a decir que, si dos científicos trabajan con teorías in­
conmensurables, sus esquemas perceptuales y conceptuales son
tan dispares que es como si viviesen en mundos distintos. La
demostración de qué teoría es mejor cede entonces a la mera
persuasión.
Popper, que acabó reconociendo que no se pueden falsar hi­
pótesis aisladas sino conjuntos de hipótesis, en 1963 propuso en
Conjectures and refutations (Conjeturas y refutaciones, Paidós,
2003) seis criterios para juzgar si T1 ha sido superada por T2: T2
hace afirmaciones más precisas que T1; T2 explica más hechos
que T1; T2 explica mejor que T1; T2 ha resistido más tests que
T1; T2 ha sugerido nuevos tests; T2 ha conectado problemas
entre sí. No hace falta «salirse del marco», decía Popper, para
discutir con alguien que está dentro de otro marco. Su propuesta
contiene lagunas y fallos, pero ha inspirado otras muchas que
han venido después y que no se resignan a que la elección entre
teorías deje de ser racional.
La crítica y el desarrollo del conocimiento.Dirigido por Imre Lakatos y Alan
Musgrave. Grijalbo, 1975.
Kuhn y el cambio científico.Ana Rosa Pérez Ransanz. Fondo de Cultura
Económica, 1999.
El camino desde la estructura.Thomas S. Kuhn. Paidós, 2001.
Thomas Kuhn.Alexander Bird. Tecnos, 2002.
Popper.Julio Ostalé. RBA, 2016.
El concepto de ciencia en Popper.Andrés Rivadulla en MyC, n.o
11, 2005.
Ciencia y arte: ¿Vidas paralelas?J. Pinto de Oliveira, en este mismo número.
El universo creativo de Popper.Josep Corcó, en este mismo número.
Los límites del método científico.Adán Sus en IyC, abril de 2016.
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Kuhn explica el
progreso científico
como una sucesión
de largos periodos
de ciencia normal
y breves episodios
de ciencia
revolucionaria
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n la década de los sesentase produjo un cambio radical en
filosofía de la ciencia. Nos referimos al llamado giro histo­
ricista. Algunos de sus autores más representativos fueron
Thomas Kuhn, Imre Lakatos y Paul Feyerabend. Supuso la crí­
tica y el abandono de las tesis neopositivistas tradicionales, así
como un replanteamiento en la agenda de los problemas esen­
ciales en filosofía de la ciencia.
Dicho parteaguas trajo aparejado un profundo distancia­
miento de la noción tradicional de racionalidad científica, que
solía reducirse a una serie de reglas algorítmicas y universales.
Como consecuencia, se ampliaron los criterios de demarcación
entre ciencia y pseudociencia basados en la verificabilidad, por
ser demasiado excluyentes. Ante este panorama, algunos soció­
logos de la ciencia comenzaron a vislumbrar una oportunidad
para estudiar la ciencia como una institución social. Con ello,
pretendían revelar el vacío de la epistemología más tradicional.
El resultado fue un antagonismo entre filósofos de la ciencia
y sociólogos de la ciencia. En su libro Defending science —within
reason: Between scientism and cynicism (2003), Susan Haack,
de la Universidad de Miami, describe esta rivalidad en términos
de una oposición entre el viejo cientificismo de los filósofos de
la ciencia, que consideraban la ciencia como algo casi sagrado,
y el nuevo cinismo de los sociólogos de la ciencia, que toman la
ciencia como una especie de truco o engaño. Pero, en realidad,
según señala la filósofa angloamericana, ambas partes en disputa
comparten —aunque no lo reconozcan— algunos falsos supuestos
clave, como un modelo de racionalidad demasiado rígido (según
el cual algo es racional solo si de ello se derivan lógicamente
consecuencias empíricamente verificables). De aquí, continúa
Haack, que la supuesta oposición pueda ser superada. Es decir,
existe una posición intermedia mucho más defendible que las dos
concepciones hasta ahora en liza, una posición que Haack deno­
mina sentido común crítico, tomando la expresión del filósofo
estadounidense Charles Sanders Peirce (1839-1914). Uno de los
propósitos principales de su Defending science es precisamente
el de desarrollar en detalle esta posición intermedia.
Pero antes de adentrarnos más en la filosofía de Haack, he­
mos de decir unas palabras sobre esta autora, considerada hoy
en día una de las más importantes mentes filosóficas. Se cuen­
ta entre los pocos pensadores que han realizado aportaciones
fundamentales en diversas ramas de la filosofía, como la lógica,
la filosofía del lenguaje, la metafísica, la epistemología, la filo­
sofía de la ciencia y la filosofía del derecho. Su pensamiento es
nuclear para la filosofía actual, dado que es de los pocos que
logra conciliar distintos ámbitos filosóficos. El amplio alcance
de sus intereses es coherente con su dura crítica a la hiperes­
pecialización y a la reciente fragmentación de la filosofía. Y es
precisamente esta amplitud de miras lo que le ha permitido
edificar una filosofía de la ciencia iluminadora. En ella, Haack
explora la función de las pruebas empíricas como apoyo de las
teorías científicas exitosas, la naturaleza siempre evolutiva de
los métodos científicos, las suposiciones metafísicas de la em­
presa científica, el rol de la ciencia en la sociedad y el rol de la
sociedad en la ciencia, e incluso las relaciones entre la ciencia
y la literatura, la religión y el derecho.
Gracias a ese entramado de áreas filosóficas, surge en el pen­
samiento de Haack un concepto central para la epistemología,
una noción que permite zanjar la disputa que mencionábamos
al principio entre cínicos y cientificistas. Se trata del concepto
de prueba, que en la obra de Haack es integral: incluye tanto
las pruebas empíricas como las racionales.
Ahora bien, la noción de prueba se entiende dentro del lla­
mado fundherentismo. Este marco teóri­
co es creado por Haack como un vía de
superación de otra dicotomía epistémica,
la que enfrenta a los fundacionistas con
los coherentistas. Los primeros buscan un
fundamento último y definitivo del cono­
cimiento, ya sea en la razón o en los datos
de los sentidos. Los segundos se desen­
tienden de esta empresa y ponen el acen­
to en la coherencia interna de cualquier
cuerpo de conocimiento. La historia de la
epistemología enseña que ninguna de las
dos estrategias resulta satisfactoria. Con
el fundherentismo, Haack pretende no
solo disolver esta dicotomía clásica, sino
también rescatar a la epistemología de la
desilusión generalizada en la que parece
F U N D A C I O N I S M O
B
F U N D H E R E N T I S M O
U
C O H E R E N T I S M O
P
El mundo
de las pruebas
La filosofía de la ciencia de Susan Haack
Ana Luisa Ponce Miotti
Profesora de filosofía de la
ciencia en la Universidad de
Xalapa, México.
PRUEBAS
24 TEMAS 100
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  • 1. dirigido por Alfredo Marcos prólogo de Alberto Cordero 100 TEMAS 100 FILOSOFÍA DE LA CIENCIA 2o trimestre 2020 · N.o 100 · 6,90 € · investigacionyciencia.es TEMAS TEMAS Filosofía de la ciencia Claves filosóficas para comprender la ciencia actual Los monográficos de N .o 1 0 0 A N I V E R S A R I O
  • 2. Consulta promociones, suscripciones, packs y otros productos en investigacionyciencia.es/catalogo NUESTRAS PUBLICACIONES INVESTIGACIÓN Y CIENCIA Desde 1976, divulga el desarrollo de la ciencia y la técnica con la colaboración de los mejores expertos internacionales Revista mensual Formatos: papel y digital MENTE Y CEREBRO Desde 2002, divulga los avances más sólidos en el dominio de la psicología y las neurociencias Revista bimestral Formatos: papel y digital
  • 3. MONOGRÁFICOS TEMAS de IyC Monografías sobre los temas clave que guían el desarrollo de la ciencia Revista trimestral Formatos: papel y digital ESPECIAL Recopilaciones de nuestros mejores artículos (en PDF) sobre temas de actualidad Formato: digital CUADERNOS de MyC Monografías sobre los grandes temas de la psicología y las neurociencias Revista cuatrimestral Formatos: papel y digital
  • 4. 2 TEMAS 100 L as ciencias constituyen una de nuestras grandes formas con- temporáneas de creatividad — otra, a decir del pensador Isaiah Berlin, es el cine—. En los últimos 300 años, el conocimiento científico y el poder aso- ciado a sus usos han crecido de forma exponencial. Resulta, pues, crucial la reflexión filosófica sobre la ciencia. Y esta es precisamente la inspiración y la aspiración de este volumen, con el que la colección de monografías TEMAS de Investigación y Ciencia celebra sus 25 años. Hoy las ciencias generan recursos innegables para emanciparnos —o sub- yugarnos—, especialmente desde la físi- ca, la química, la biología y un número creciente de ramas de la psicología y las ciencias sociales. En la actualidad, las aplicaciones de la física cuántica, la nanotecnología, la biología molecular y la psicología experimental nos están cambiando las posibilidades de acción a pasos agigantados y, con ello, lo que en- tendemos por «vida» y «humanidad». A nivel institucional, las ciencias aspiran a ser accesibles a todos (exo- terismo); exigen descripciones preci- sas; dan prioridad epistemológica a la observación crítica; admiten que no conocemos nada con certeza absoluta y, en correspondencia, mantienen to- das las ideas abiertas a la posibilidad de revisión crítica. Los planteamientos científicos se presentan, por consiguien- te, como falibles, y nunca aciertan del todo, pero sus logros sugieren que es posible desarrollar teorías exitosas y creer en mucho de lo que dicen, sin ga- rantías absolutas, pero con buen rédito epistémico y práctico. La filosofía de la ciencia examina la coherencia de estos ideales y las propuestas resultantes, coteja las afir- maciones de logros científicos con las pruebas y trata de identificar las partes problemáticas. A tal efecto, analiza los argumentos invocados en las distintas disciplinas, el carácter y estructura de las teorías propuestas caso por caso, las metodologías de aceptación y rechazo de hipótesis, y los alcances y límites de los veredictos científicos. De modo com- plementario, investiga los presupuestos lógicos, metafísicos, epistemológicos, éticos e ideológicos discernibles en las ciencias, así como la historia filosófica del pensamiento científico, las ontolo- gías de las teorías tomadas literalmen- te, las relaciones (armónicas o tensas) que las principales teorías guardan con otras perspectivas actuales, y los con- trastes entre los hechos y los valores en las prácticas científicas, entre otras áreas de interés. Todos estos enjundio- sos estudios ciertamente mantienen fascinados a los filósofos. Pero, fuera del mundo académico, ¿para qué sirven los resultados que obtiene la filosofía? Puede parecer raro, pero la filosofía de la ciencia tiene usos de interés gene- ral. Entre los rubros de mayor utilidad destacaré brevemente cinco: el impacto vital de la crítica de las ideas, los mé- todos y los resultados de las ciencias; el ascenso del moderno pensamiento científico como una nueva forma de ra- cionalidad y sensibilidad; el análisis de aperturas de la imaginación inducidas por las ciencias; la ciencia y el proyecto de conocer sin garantías ni absolutos, y las aplicaciones a la educación. Veamos ahora con mayor detalle cada uno de estos usos. El impacto de la crítica El objetivo central de los filósofos no es celebrar los dictámenes de la ciencia sino examinarlos. Como muestran los artículos incluidos en esta monografía, el propósito es tasar críticamente los productos de la ciencia y, en la medida de lo posible, integrar los más convin- centes de ellos en una imagen sobria del mundo y de nosotros en él —un «mapa existencial» al cual las personas interesadas podamos echar mano para entender el mundo, situarnos, saber a qué atenernos, y actuar en consecuen- cia como agentes libres. Una nueva forma de racionalidad y sensibilidad En el siglo xvii, el proyecto de las «nue- vas ciencias» era distinto del que te- nemos ahora. Había mucha esperanza de alcanzar conocimientos acabados, ciertos, libres de toda duda posible. Pronto el pensamiento científico aban- donaría ese optimismo auroral, adop- tando expectativas más modestas. En las ciencias empíricas, la orientación apuntó hacia conocimientos compara- tivamente modestos; teleológicamente opacos, fragmentarios, de carácter con- jetural, tentativos, abiertos al cambio a la luz de nuevos datos y razones. La versión moderna surgió, por esta razón, como un proyecto que inicialmente las élites académicas tildaron de «pseudo- filosofía natural», un saber de segunda clase que, no obstante, con el tiempo suplantaría al proyecto filosófico tradi- Los usos de la filosofía de la ciencia en el siglo XXI Prólogo por Alberto Cordero
  • 5. Filosofía de la ciencia 3 cional en un número creciente de áreas. Lejos de hacer la naturaleza menos in- teligible, estas admisiones de limitación epistemológica y metafísica condujeron al descubrimiento de niveles «interme- dios» de conocimiento explicativo que han mostrado ser, pese a todo, esclare- cedores, fructíferos y muy confiables. Apertura de la imaginación Desde siempre, pero sobre todo de mediados del siglo xix en adelante, el desarrollo de las ciencias ha ido de la mano de la superación intelectual de «imposibles» teóricos recibidos. En 1900, uno de esos imposibles era la idea de que la luz pudiese propagar- se en el vacío con la misma velocidad para todos los sistemas de referencia, independientemente del movimiento relativo entre ellos. Pocos años después, esta idea inicialmente tan irrazonable encontraría expresión coherente en la revolucionaria concepción del espacio, el tiempo y la materia propuesta por Einstein. Las innovaciones científicas del último siglo y medio muestran lo profundamente que es posible revisar las ideas y relaciones conceptuales. Creencias tenidas por absolutamente ciertas pueden terminar revelándose falsas. Ejemplos de esto abundan en la historia de grandes temas como la cosmología, el espacio, el tiempo, la materia, la ontología física, la vida or- gánica, la mente, la naturaleza humana y la historia natural de las categorías éticas, entre otros. Conocer sin garantías ni absolutos Una interpretación de las mencionadas aperturas del intelecto es que la ciencia moderna nos ayuda no solo a apren- der acerca del mundo sino también a aprender a aprender. Continuando la lí- nea sugerida en el punto anterior, en el siglo xvii un reconocimiento filosófico decisivo fue que es posible y fructífero estudiar el mundo fraccionándolo en dominios específicos abiertos al escru- tinio empírico (dominios como el del movimiento de los cuerpos, las propie- dades de la luz o el comportamiento de los gases), cada uno estudiado de forma aislada de los otros, para luego tratar de compatibilizar los resultados en la medida de lo posible, sin garantía de unificación total. De este modo, los científicos estudian aspectos del mundo aislándolos metodológicamente de su contexto total. Por ejemplo, al investigar las propie- dades fisicoquímicas de un metal, no se tienen en cuenta parámetros como la altura de los yacimientos de donde proceden —o, para tal caso, la longitud promedio de la nariz de los mineros—. Siempre que nos fijamos en algún as- pecto, lo hacemos a costa de abstraer otros muchos. Algunos de los abstraídos serán susceptibles de estudio bajo otro enfoque; otros —como la longitud de la nariz de los mineros—, quizá ni siquiera eso. Se asume tácitamente que, en cada dominio de interés, las relaciones causa- les que los entes, regularidades y proce- sos tomados en cuenta guardan con los aspectos dejados de lado son desprecia- bles. Forjado desde nuestra imperfecta situación epistémica, el estilo resultante de conocimiento científico es humilde comparado con muchos otros. Cabe ar- güir, sin embargo, que en numerosos campos de interés, esta forma modesta de estudiar el mundo logra realizar mu- chos de nuestros objetivos epistémicos y prácticos mejor y más fácilmente que otras formas imaginadas de hacerlo, en todo caso muy por encima de lo que nuestros antepasados creyeron posible. Una interpretación naturalista de estos éxitos es que, si bien los conocimientos a nuestro alcance carecen de certeza ab- soluta, para saber no necesitamos saber que sabemos. La filosofía de la ciencia explicita este modo de creer, dudar y negar sin garantías ni absolutos. La filosofía en la educación Finalmente, un uso poco celebrado de la filosofía de la ciencia se da en la educación. El mundo actual, inmerso como está en ideas y productos cientí- ficos, nos lleva a enfatizar la enseñanza razonada de las ciencias en las escuelas. Los jóvenes necesitan una formación que los ayude a entender y evaluar críti- camente las propuestas científicas y los ideales subyacentes a ellas. Los benefi- cios son no solo técnicos, sino también cívicos y culturales. Por el lado cívico, compartimos una necesidad urgente de cultivar y defender el proyecto de- mocrático fomentando el espíritu crí- tico a todos los niveles. Con creciente frecuencia, los ciudadanos debemos decidir en las urnas entre programas políticos con distintos enfoques cientí- fico-tecnológicos. Para ello precisamos comprender los temas involucrados y las opciones existentes. Lograr esto es prácticamente imposible sin maestros capaces de entender las ideas, los mé- todos y las formas científicas de pensar y representar el mundo. Del lado cultu- ral, parte del interés pedagógico de la filosofía de la ciencia reside en la ayuda que presta a maestros y alumnos para ver los grandes descubrimientos como las aventuras intelectuales y humanas que son. Hay otras aplicaciones para las con- tribuciones de los filósofos —y con toda seguridad el lector las irá descubriendo a medida que se adentre en las páginas que siguen—, pero creo que las cinco destacadas ejemplifican el vigor público y pertinencia general de la disciplina. Alberto Corderoes catedrático de filosofía e historia de la ciencia en la Universidad Municipal de Nueva York (CUNY). Reconocido internacionalmente por sus aportaciones a la filosofía de la ciencia y también a una historia filosófica de la ciencia, centra su investigación actual en el realismo científico, las implicaciones filosóficas de la mecánica cuántica y el naturalismo.
  • 6. 4 TEMAS 100 A lo largo de sus más de cuarenta años de actividad di- vulgadora, Investigación y Ciencia ha prestado siem- pre atención a los aspectos filosóficos de la ciencia. Encontramos en su fondo documental artículos que son ya clásicos. Muchos de los que ahora somos profesores hicimos nuestra primera aproximación a la filosofía de la ciencia a través del artículo de Jesús Mosterín «La estructura de los conceptos científicos» (1978). Y en las décadas siguientes, la revista publicó artículos filosóficos de pensadores tan pres- tigiosos como Emilio Lledó, Pedro Laín Entralgo, Evandro Agazzi, Mariano Artigas, Gerard Radnitzky, Francis Crick, Christof Koch o Allan Calder. A partir de 2011, Investigación y Ciencia decidió incor- porar contenidos filosóficos de manera más regular. Se in- auguró la sección «Filosofía de la Ciencia» y me invitaron a coordinarla. Estas páginas constituyen una ventana abierta, a través de la cual los filósofos que escribimos sobre ciencia podemos comunicarnos con un público muy diverso. Es una gran oportunidad que implica, al mismo tiempo, un gran reto: esta iniciativa nos ha impulsado a muchos a aprender el oficio de comunicar la filosofía a la sociedad —o, al menos, lo hemos intentado—. Como resultado, hemos contribui- do a consolidar la cultura filosófica de un gran número de lectores, a incrementar el interés social por la filosofía y a Celebrar y compartir la filosofía Presentación por Alfredo Marcos GETTY IMAGES/PEEPO/ISTOCK
  • 7. Filosofía de la ciencia 5 mejorar la calidad de la divulgación filosófica en nuestro entorno académico. El compromiso de Investigación y Ciencia con la filosofía llega con este volumen todavía más lejos. En una valiente apuesta por la reflexión y el pensamiento, la colección de monografías TEMAS de IyC celebra sus 25 años de recorrido dedicando el número 100 a una extensa y cuidada selección de artículos publicados en la sección «Filosofía de la cien- cia». El conjunto ofrece una excelente visión panorámica e introductoria a la materia e incorpora una notable plura- lidad de enfoques, pues los textos son fruto del trabajo de más de una treintena de personas procedentes de distintas universidades y países, con trayectorias investigadoras tan prestigiosas como diversas. La lectura de esta compilación será seguramente de in- terés para un público muy amplio, deseoso de asomarse a la filosofía de la ciencia, a sus clásicos y a los debates más actuales. Confiamos en que sea de utilidad también para estudiantes de ciencias y de filosofía, como una primera aproximación a la filosofía de la ciencia, donde podrán en- contrar, además, información bibliográfica actualizada para profundizar en cada una de las cuestiones. Hemos organizado los artículos en dos grandes bloques. El primero de ellos toca cuestiones de filosofía general de la ciencia, que afectan por igual a todas las disciplinas (con- ceptos, leyes y teorías científicas, dinámica de teorías, expli- cación y prueba, verdad, realismo, falibilismo, objetividad y límites de la ciencia, pluralismo y complejidad, presencia de metáforas en ciencia, función en la misma de las emocio- nes, el sentido común y los valores, comunicación científica, enfoques feministas, creatividad y relación entre ciencia y arte). El segundo bloque está dedicado a la filosofía de las ciencias especiales y de la tecnología (matemáticas, física y cosmología, química, biología, medicina y psicología, ciencias sociales y economía, ciencias de diseño y tecnología). Aquí se dirimen los problemas filosóficos específicos de cada una de estas disciplinas. Hay más cuestiones abiertas en la filosofía de la ciencia actual, por supuesto, pero las que aquí se abordan cuentan entre las más importantes y ofrecen globalmente un pano- rama introductorio muy actual, significativo y cualificado. Alfredo Marcoses catedrático de filosofía de la ciencia en la Universidad de Valladolid. Es experto en filosofía de la biología y en estudios aristotélicos, temas sobre los que ha publicado una veintena de libros y más de un centenar de artículos y capítulos. Actualmente centra su investigación en el concepto filosófico de naturaleza humana. INVESTIGACIÓN Y CIENCIA DIRECTORA EDITORIAL Laia Torres Casas EDICIONES Anna Ferran Cabeza, Ernesto Lozano Tellechea, Yvonne Buchholz DIRECTOR DE MÁRQUETIN Y VENTAS Antoni Jiménez Arnay DESARROLLO DIGITAL Marta Pulido Salgado PRODUCCIÓN M.a Cruz Iglesias Capón, Albert Marín Garau SECRETARÍA Eva Rodríguez Veiga ADMINISTRACIÓN Victoria Andrés Laiglesia SUSCRIPCIONES Concepción Orenes Delgado, Olga Blanco Romero EDITA Prensa Científica, S. A. Muntaner, 339 pral. 1.a 08021 Barcelona (España) Teléfono 934 143 344 precisa@investigacionyciencia.es www.investigacionyciencia.es SCIENTIFIC AMERICAN EDITOR IN CHIEF Laura Helmuth PRESIDENT Dean Sanderson EXECUTIVE VICE PRESIDENT Michael Florek DISTRIBUCIÓN para España: LOGISTA, S. A. Pol. Ind. Polvoranca - Trigo, 39 - Edificio B 28914 Leganés (Madrid) Tel. 916 657 158 para los restantes países: Prensa Científica, S. A. Muntaner, 339 pral. 1.a 08021 Barcelona PUBLICIDAD Prensa Científica, S. A. Teléfono 934 143 344 publicidad@investigacionyciencia.es ATENCIÓN AL CLIENTE Teléfono 935 952 368 contacto@investigacionyciencia.es Copyright © 2020 Scientific American Inc., 1 New York Plaza, New York, NY 10004-1562. Copyright © 2020 Prensa Científica S.A. Muntaner, 339 pral. 1.a 08021 Barcelona (España) Reservados todos los derechos. Prohibida la reproducción en todo o en parte por ningún medio mecánico, fotográfico o electrónico, así como cualquier clase de copia, reproducción, registro o transmisión para uso público o privado, sin la previa autorización escrita del editor de la revista. El nombre y la marca comer- cial SCIENTIFIC AMERICAN, así como el logotipo correspondiente, son pro- piedad exclusiva de Scientific American, Inc., con cuya licencia se utilizan aquí. ISSN edición impresa: 1135-5662 ISSN edición digital: 2385-5673 Dep. legal: B-32.350-1995 Imprime Rotimpres - Pla de l’Estany s/n - Pol. Ind. Casa Nova 17181 Aiguaviva (Girona) Printed in Spain ­­ - Impreso en España
  • 8. PARTE I FILOSOFÍA GENERAL DE LA CIENCIA 10 Más allá de la lógica y la semántica Alfredo Marcos 12 Los conceptos científicos José Díez 14 Metáforas de la vida y vida de las metáforas Alfredo Marcos 16 Las leyes en ciencia José Díez 18 Las teorías en ciencia María Caamaño 20 Popper y Kuhn sobre el progreso científico Julio Ostalé 24 El mundo de las pruebas Ana Luisa Ponce Miotti 26 ¿Puede la ciencia explicarlo todo? Jesús Zamora Bonilla 28 Naturaleza y finalidad Héctor Velázquez Fernández 30 Los valores de las ciencias Javier Echeverría 32 Realismo científico. ¿Sigue el debate? Antonio Diéguez 34 En busca de la objetividad Evandro Agazzi 36 Pluralismo integrador Marta Bertolaso y Sandra D. Mitchell 38 La lógica de la creatividad científica Jaime Nubiola 40 Ciencia y sentido común, ¿adversarios o aliados? Ambrosio Velasco 42 El universo creativo de Popper Josep Corcó 44 ¿Ciencia sin emociones? A. R. Pérez Ransanz 46 Ciencia y arte: ¿Vidas paralelas? J. Pinto de Oliveira 48 Nuevas tendencias en comunicación científica Alfredo Marcos 50 El conocimiento situado E. Pérez Sedeño 52 La ciencia al límite Alfredo Marcos PRÓLOGO 2 Los usos de la filosofía de la ciencia en el siglo XXI. Por Alberto Cordero PRESENTACIÓN 4 Celebrar y compartir la filosofía. Por Alfredo Marcos Filosofía de la ciencia
  • 9. PARTE II FILOSOFÍA DE LAS CIENCIAS ESPECIALES Y DE LA TECNOLOGÍA 56 Matemática con estilo Javier De Lorenzo 58 Aleatoriedad y mecánica cuántica Albert Solé y Carl Hoefer 60 La frontera filosófica de la cosmología moderna Francisco José Soler Gil 62 Física y filosofía Francisco José Soler Gil 64 Libertad y belleza en La théorie physique Alfredo Marcos 66 ¿Es posible una filosofía de la química? Anna Estany 68 La filosofía de la biología en el siglo xxi Alfredo Marcos 70 ¿Qué es un organismo individual? Arantza Etxeberría 72 Neurociencia: evitar el desengaño Alfredo Marcos 74 ¿Qué significa estar sano o enfermo? Cristian Saborido 76 Los pilares de la mente Fernando Martínez Manrique 78 Yo, mi cerebro y mi otro yo (digital) Mariano Asla 80 La filosofía de las ciencias sociales Amparo Gómez 82 La irrupción de las masas y la sabiduría colectiva J. Francisco Álvarez 84 La filosofía de la economía María Jiménez Buedo 86 En la senda de Jesús Mosterín Anna Estany 88 Racionalidad en ciencia y tecnología León Olivé 90 La extraña relación entre filosofía y tecnología Ana Cuevas 92 Transhumanismo: entre el mejoramiento y la aniquilación Antonio Diéguez 94 La técnica y el proceso de humanización José Sanmartín Esplugues TEMAS TEMAS 2.o trimestre 2020 · N.o 100
  • 10. 8 TEMAS 100 Filosofía general de la ciencia
  • 11. Filosofía de la ciencia 9
  • 12. S uele decirse—y con razón— que la alternativa a la filosofía no es la ausencia de filosofía, sino la mala filosofía. Es de­ cir, las cuestiones filosóficas resultan inevitables. Cuando parece que las hemos arrojado por la puerta, vuelven a entrar por la ventana. Aunque prescindiésemos de la reflexión filosófi­ ca sobre la ciencia, seguiríamos utilizando supuestos filosóficos implícitos en la investigación, supuestos mal planteados, mal di­ geridos y nunca debatidos. Así pues, será mejor abordar de fren­ te los problemas filosóficos vinculados con la ciencia. A esa tarea se dedica la filosofía de la ciencia. Desde muy antiguo encontramos contenidos que podemos ubicar bajo esta denominación. Cuando Platón, en La República, reflexiona sobre el método adecuado para la astronomía, está haciendo filosofía de la ciencia. Con más razón todavía se puede situar a su discípulo Aristóteles entre los pensadores que han cultivado esta disciplina. Por poner tan solo un ejemplo, el libro I de su tratado Sobre las partes de los animales constituye toda una lección de metodología para las ciencias de la vida. Fueron muchos los pensadores medievales que se ocuparon también de estas cuestiones: Roger Bacon, Duns Escoto, Tomás de Aquino, Robert Grosseteste, Guillermo de Ockham y, en general, los estudiosos de las escuelas de Oxford y Padua. Ya en los tiempos modernos encontramos filosofía de la ciencia en las obras de diversos científicos y filósofos: Descartes, Francis Bacon, Galileo, New­ ton, Leibniz, Locke, Hume o Kant son tan solo algunos de los más importantes. A partir de ahí, con el crecimiento de la ciencia moderna y el desarrollo de la tecnología, abundan los pensadores e investigadores que hacen filosofía de la ciencia. Cabe recordar entre ellos a Whewell, Herschel, Stuart Mill, Duhem, Mach y Poincaré. Pero el reconocimiento académico de la filosofía de la cien­ cia como tal disciplina llega de la mano del Círculo de Viena, que estuvo activo entre 1922 y 1936. Sus miembros pusieron en marcha una colección de libros dedicada a esta materia, así como una revista, Ertkenntnis, que todavía se publica. Organizaron congresos y vieron nacer en la Universidad de Viena la primera cátedra de filosofía de las ciencias inducti­ vas, desempeñada por Moritz Schlick. El programa filosófico propuesto por los pensadores más notables del círculo, entre ellos Rudolf Carnap y Otto Neurath, se puede denominar em­ pirismo lógico o neopositivismo. Se desarrolló durante un par de décadas hasta su agotamiento. El pensamiento producido durante esta época de influencia, desarrollo y agotamiento del programa neopositivista se conoce como «la concepción he­ redada» (the received view). Tras ese período, hacia el comienzo de los años sesenta del pasado siglo, dos autores pro­ ducen un cambio drástico en la filosofía de la ciencia. Por un lado, Karl Popper publica en 1959 la traducción al inglés de su obra magna, La lógica de la investi- gación científica. Nos enseña en este texto que el conocimiento científico es conjetural, que debe­ mos olvidar el sueño largamente buscado de la certeza científica, pero sin desesperar nunca de la aspiración a la verdad. Se abre así una oportunidad para ubicar la ciencia en el mismo plano que otras actividades humanas, olvi­ dando cualquier pretensión de superioridad absoluta. Por otra parte, aparece en 1962 uno de los libros más influyentes del siglo: La estructura de las re- voluciones científicas, de Thomas Kuhn. Un síntoma de su impor­ Más allá de la lógica y la semántica La filosofía de la ciencia favorece la producción y la comunicación crítica de la ciencia Alfredo Marcos Catedrático de filosofía de la ciencia en la Universidad de Valladolid. AMPLIANDO LA FILOSOFÍA DE LA CIENCIA GETTY IMAGES/RADACHYNSKYI/ISTOCK 10 TEMAS 100
  • 13. tancia cultural es que todos en cierto modo hablamos hoy en lenguaje kuhniano. Cuando afirmamos que tal ciencia se halla en crisis, que pasa por una etapa revolucionaria, que ha cam­ biado o debe cambiar de paradigma, o que vive un momento de normalización, estamos empleando la terminología que Kuhn nos legó. Pero quizás el punto crucial de su magisterio sea la idea de que la ciencia es una actividad humana y social, condicionada por factores contextuales, y que como tal debe ser estudiada y valorada. No sería injusto decir que la filosofía de la ciencia de las últimas décadas es principalmente post- kuhniana. Kuhn marcó la agenda. Él dejó planteados una buena parte de los problemas con los que hoy se enfrenta la filosofía de la ciencia. ¿Cuáles son esos problemas? La respuesta depende en gran medida de lo que entendamos por ciencia. Así pues, esta pregunta ha de llevarnos a otra: ¿Qué es la ciencia? Sería demasiado ambicioso, y estaría fuera de lugar aquí, cualquier intento de aportar una definición cabal de la ciencia. Pero la cuestión no carece de utilidad. Nos sirve para evocar la idea de ciencia que cada uno tiene, las imágenes que relacionamos con la misma. ¿En qué tipo de cosas pensa­ mos cuando hablamos de ciencia? Quizás en frases como «la fuerza es igual a la masa por la aceleración», «la temperatura troposférica media del año 2000 fue inferior a la de 1998», «una de las causas de la evolución es la selección natural», u otras análogas, de carácter empírico o teórico, tomadas de cualquier disciplina científica y época histórica. Quizás ha­ yamos pensado en fórmulas matemáticas, tablas o gráficos. En todo caso, cuando pensamos así en la ciencia, estamos asumiendo que lo importante son sus resultados y que estos quedan recogidos en un conjunto de enunciados. La ciencia sería, principalmente, lenguaje. Y en cierta medida lo es, nadie podría negarlo. La ciencia entraña una dimensión lingüística. Cuando la filosofía de la ciencia se fija únicamente en esa dimensión, se plantea problemas de carácter lógico y semántico. ¿Son coherentes entre sí los enunciados de una teoría?, ¿hay concordancia entre enunciados teóricos y empíricos?, ¿qué relación lógica existe entre dos teorías alternativas o sucesi­ vas? Nos preguntamos también por las relaciones semánticas entre los términos teóricos y los empíricos. Podemos buscar la estructura de las teorías o familias de teorías, así como los modelos semánticos que las satisfacen. Bajo esa luz van apareciendo los problemas filosóficos de mayor calado, como el de la racionalidad y el del realismo. Es decir, podemos cuestionar la racionalidad del desarrollo científico fijándonos en las relaciones lógicas entre teorías. Por otro lado, problemas de corte ontológico y epistemológico, como el del realismo, acaban convertidos en problemas semánticos. Por ejemplo, la pregunta por la realidad de los neutrinos o de las especies biológicas se convierte en la pregunta por la refe­ rencia semántica del término neutrino o de la palabra especie. Pero es posible, incluso probable, que al leer la pregunta por la ciencia hayan venido a nuestra mente no solo enunciados, sino también otro tipo de entidades. Uno ha podido imaginarse a personas que trabajan en un laboratorio, que miran a través de un telescopio o flotan en una nave espacial, que observan entre la maleza el comportamiento de unos gorilas, que gestionan una excavación paleontológica. Quizás hayamos pensado en mujeres y hombres que tabulan encuestas o registran datos experimentales, en científicos que salen del laboratorio para entrevistarse con un político, que buscan financiación para sus investigaciones, que establecen alianzas con otros grupos, que persiguen aplicaciones técnicas de sus resultados o que, en charlas y debates televisivos, tratan de difundir sus proyectos y resultados. Quizás hayamos imaginado a una profesora que imparte clases o dirige una tesis, a un be­ cario que guía unas prácticas o a un ensayista que escribe para el gran público sobre el cambio climático. Tal vez hayamos evocado la soledad de un despacho, el lápiz y el papel todavía en blanco, las horas de meditación y el momento creativo en que se van vislumbrando nuevas relaciones, o el debate entre colegas durante un congreso, o el diálogo entre la persona que hace ciencia y el editor de una prestigiosa revista espe­ cializada... Acciones. La ciencia es acción humana y social. No está rígidamente conducida por un método algorítmico, sino gestionada por la pruden­ cia y la creatividad de las personas, como otras actividades humanas. Digámoslo con las palabras del filósofo Ernst Nagel, en La estructura de la ciencia (1974): «Como arte institucionalizado de la investigación, la ciencia ha dado frutos variados, conquistas tecnológicas, conocimiento, emancipación». Es difícil caracterizar mejor y en tan pocas palabras la actividad científica y sus objetivos, prácticos así como epistémicos. Al pensar la ciencia como acción orientada hacia el cono­ cimiento, el bie­ nestar y la libertad, se abren nuevas dimensiones para la filosofía de la ciencia. Aparecen nuevas cuestiones. Entiéndase bien, la dimensión lingüística no queda ahora anu­ lada, sino integrada en una nueva perspectiva, ya que muchas de las acciones que componen la ciencia son de carácter lin­ güístico. Solo que ahora podremos preguntarnos también por los sujetos que hacen ciencia, con todas sus circunstancias, por las dimensiones morales de la actividad científica, por la función de las emociones, por la integración de la ciencia en el conjunto de la vida humana, por su sentido político, por los resortes de la creatividad científica, los aspectos didácticos, comunicativos o estéticos de la ciencia, por el valor y el riesgo de sus aplicaciones, por el tipo de sociedad a la que apunta cada acción científica y por el tipo de sociedad de la que brota. Como se ve, nos hallamos ante un nuevo y dilatado univer­ so de cuestiones que iremos desgranando en esta sección de Investigación y Ciencia. Entendida en estos términos, la filo­ sofía actual de la ciencia puede prestar un servicio importante a la comunidad científica y a la sociedad en general. Puede servir como vector crítico para potenciar la racionalidad de las actividades científicas y el desarrollo de una comunicación científica más eficaz. Como otras actividades humanas y sociales, la ciencia avanza según la prudencia y la creatividad de las personas Filosofía de la ciencia. Javier Echeverría. Akal, 1995. Philosophy of science: a very short introduction. Samir Okasha. Oxford University Press, 2002. Fundamentos de filosofía de la ciencia. José A. Díez y Ulises Moulines. Ariel, 2008. The routledge companion to philosophy of science. Dirigido por Stathis Psillos y Martin Curd. Routledge, 2008. PARA SABER MÁS Filosofía de la ciencia 11
  • 14. L a ciencia consisteen un conjunto de prácticas, tales como contrastar hipótesis, realizar experimentos, proponer expli­ caciones o construir modelos y teorías. La teorización cons­ ta a su vez de otras prácticas, como la conceptualización, o acu­ ñación de nuevos conceptos. Con ellos, los científicos formulan leyes, y combinando leyes generan teorías, que pueden ser aglu­ tinadas en grupos de teorías o disciplinas científicas. Por ejem­ plo, con los conceptos de masa, fuerza, atracción y distancia se formula la famosa ley de la gravitación de Newton: «Cualesquie­ ra dos partículas se atraen con una fuerza directamente propor­ cional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de su distancia». Esta ley se combina con otras, como la no menos famosa «f = m·a», conformando la mecánica clási­ ca, una de las teorías mecánicas dentro de la física. Los concep­ tos científicos son, por así decir, donde todo empieza. Usamos los conceptos en nuestra representación del mundo y en la comunicación con los demás. Tienen que ver, por tanto, con nuestras representaciones mentales y con el lenguaje, pero no son ni entidades mentales subjetivas ni entidades lingüísticas. Tomemos el concepto ordinario de montaña. Dicho concepto no es la palabra española «montaña», ni la inglesa «mountain», ni ningún otro vocablo; es lo que todas esas palabras sinónimas significan. Tampoco constituye una representación mental sub­ jetiva. Cuando dos personas entienden la oración «José subió la montaña», sus imágenes mentales difieren, mientras que lo que entienden ambos, el contenido de la frase, del cual montaña forma parte, es lo mismo. Los conceptos corresponden, pues, a lo expresado por ciertas palabras y captado por la mente. Resulta esencial distinguir también entre conceptos y pro­ piedades en el mundo (como la de ser tigre, agua u oro). Los primeros no pueden identificarse con las segundas, pues puede haber conceptos a los que no corresponde ninguna propiedad en el mundo (pensemos en minotauro o flogisto). Un proble­ ma filosófico interesante consiste en averiguar cómo las teorías científicas que usan conceptos que no corresponden a nada en el mundo (flogisto, calórico, éter) pueden tener éxito predictivo. Los conceptos vienen a ser, pues, «la idea» que expresan los términos conceptuales con significado. Es muy difícil caracteri­ zar esa entidad. Los filósofos no se ponen de acuerdo, más allá de que no es meramente lingüística ni subjetiva. Pero, para lo que sigue, nos bastará con esta noción general de concepto como la idea de la propiedad que existiría en el mundo, caso de referir el término conceptual a una propiedad del mundo. Lo dicho hasta aquí se aplica a todos los conceptos, inclui­ dos los científicos. A diferencia de los ordinarios, los conceptos científicos se distinguen por una gran precisión. Casi todos los conceptos ordinarios son vagos: si bien presentan casos cla­ ros de aplicación y de no aplicación, su uso no siempre queda claro (¿cuánto pelo debe faltarle a alguien para que podamos considerarlo calvo?). Para la mayoría de los fines cotidianos, la vaguedad no es mala. Sí lo es, en cambio, para la ciencia, cuyas finalidades (como diseñar satélites o medicinas) requieren un altísimo grado de precisión. Por eso los científicos acuñan con­ ceptos más precisos que los ordinarios. Existen tres tipos principales de conceptos científicos: clasi­ ficatorios, comparativos y métricos, progresivamente más pre­ cisos. Los conceptos clasificatorios (mamífero, nitrato, conífera) son propios de las ciencias clasificatorias o taxonómicas, como ciertas ramas de la química, la botánica o la mineralogía. Las ciencias taxonómicas no acuñan conceptos clasificatorios suel­ tos, sino en familias: las clasificaciones. Una clasificación es una colección de conceptos que, aplicados a cierto conjunto de obje­ tos, lo divide en grupos o taxones. Por ejemplo, la clasificación «mamíferos, aves, reptiles, anfibios, peces» divide al conjunto de los vertebrados en cinco taxones. Para que una familia de conceptos constituya una buena clasificación ha de generar una partición del conjunto inicial: todo individuo ha de pertenecer a algún taxón, ningún individuo puede hallarse en dos taxones y no puede haber ningún taxón vacío. Los conceptos científicos Clasificar, comparar, medir José Díez Profesor de filosofía de la ciencia en la Universidad de Barcelona. CONCEPTOS DAJ/THINKSTOCK 12 TEMAS 100
  • 15. Las ciencias taxonómicas más interesantes no presentan una única clasificación, sino varias sucesivas tales que unas refinan a otras. Los seres vivos se clasifican en hongos, animales, plantas, y protistas. A su vez, los animales se clasifican en protozoos, poríferos, celenterados... Y así sucesivamente. Estas series de clasificaciones son las jerarquías taxonómicas. Por otro lado, cada clasificación se realiza atendiendo a cierto criterio (el que expresan los conceptos clasificatorios que conforman la clasifica­ ción), y diferentes criterios (morfológicos, funcionales, etcétera) pueden dar lugar a distintas clasificaciones. Determinar cuál es el mejor criterio para clasificar un conjunto de objetos constituye uno de los problemas más importantes, y filosóficamente más interesantes, de las ciencias taxonómicas. Las clasificaciones son óptimas para conceptualizar propieda­ des del tipo «todo o nada». Un animal es tigre o no; una planta es conífera o no lo es (un animal no es más, o menos, tigre que otro, ni una planta más, o menos, conífera que otra). Pero no todas las propiedades del mundo son de este tipo. La masa no es una propiedad de «todo o nada», sino gradual: dados dos cuerpos con masa, tiene sentido decir que uno tiene más, o menos, o igual, masa que el otro. Lo mismo sucede con la longitud, la temperatura, la densidad y muchas otras. Obviamente, las cla­ sificaciones no son óptimas para conceptualizar propiedades graduales. Para ello necesitamos conceptos comparativos. Los conceptos comparativos permiten ordenar los objetos de un cierto conjunto según el grado en que estos tienen una propiedad, y lo hacen atendiendo a cierto criterio de compa­ ración. El criterio comparativo permite determinar, para dos objetos cualesquiera dentro del conjunto, cuál de ellos posee la propiedad en mayor grado, o si ese grado es el mismo para ambos. Un concepto comparativo, masa, para la masa podría ser el siguiente: x es tan o más masivo que y si, y solo si, al colocarlos en los platos de una balanza, el plato de y no desciende respecto del de x. Un concepto comparativo, temp, para la temperatura, podría formularse así: x es tan o más caliente que y si, y solo si, pasando un tubo con mercurio de x a y la columna de mercurio no asciende. Y análogamente para las otras propiedades como la longitud, la densidad o la dureza. Para una propiedad gradual puede haber más de un procedi­ miento de comparación. Así, también pueden compararse masas de este otro modo: x es tan o más masivo que y si suspendiendo x de un muelle y sustituyéndolo después por y, el muelle no desciende. Este no es el concepto anterior, masa, sino otro di­ ferente, masa*. Un problema filosófico interesante consiste en determinar cuándo dos conceptos comparativos conceptualizan la misma propiedad. Otro, hallar la forma de generalizar un con­ cepto para objetos no comparables mediante un procedimiento dado (¿Cómo podemos ordenar, por masa, planetas o átomos, objetos que no podemos poner en balanzas ni muelles?). Los conceptos comparativos son óptimos para conceptualizar cualitativamente las propiedades graduales. Sin embargo, se les escapa algo. Supongamos que tengo en mi mesa un libro, tres lápices (idénticos) y cinco bolígrafos (idénticos), y que los comparo mediante una balanza. El libro tiene más masa que un lápiz o un bolígrafo; un bolígrafo, más que un lápiz; los lápices son igual de masivos entre sí, y los bolígrafos también. Eso es todo lo que podemos decir con nuestro concepto comparativo. No obstante, hay una diferencia cuantitativa que se nos escapa: dos lápices juntos, por ejemplo, equilibran un bolígrafo, pero necesito ciento cincuenta bolígrafos para equilibrar el libro. El libro es mucho más masivo respecto del bolígrafo, de lo que el bolígrafo es respecto del lápiz. Para capturar estas diferencias en el grado en que se tiene una propiedad gradual, los científicos acuñan conceptos cuantitativos o métricos. Los conceptos métricos son los más precisos y útiles, pero también los más complejos. Asignan a los objetos números que representan el grado en que cada objeto tiene la propiedad. Un concepto métrico de masa puede asignar al libro el número 600, a cada bolígrafo el 40 y a cada lápiz el 20; otro puede asignar al libro 0,6, a cada bolígrafo 0,04 y a cada lápiz 0,02. Existen varias asignaciones posibles, y cada sistema de asignación corresponde a una escala. En nuestro ejemplo, la primera asignación se hace en la escala de gramos, y la segunda, en la de kilogramos. Y hay otras muchas, como la escala de libras o la de onzas. Asimismo, debe cumplirse cierta condición: si un objeto tiene la propiedad en mayor o igual grado que otro, cualquier escala aceptable debe asignar al primero un número mayor o igual que al segundo. Es decir, las asignaciones numéricas deben preservar el ordenamiento cualitativo. Esto es así para todas las escalas. Sin embargo, algunas especialmente útiles cumplen condiciones adicionales. Pongamos que un libro se equilibra con ciento cincuenta bolígrafos, y un bolígrafo, con 2 lápices. En este caso, el número asignado a cada bolígrafo ha de ser el doble del asignado a cada lápiz, y el asignado a cada libro 150 veces el de cada bolígrafo. Las escalas de este tipo (como las de masa, longitud y otras) se llaman proporcionales, y son las más útiles para la ciencia. Pero no todas las propiedades graduales pueden medirse me­ diante escalas proporcionales. La temperatura termométrica, por ejemplo, se mide con otro tipo de asignaciones, menos útiles que las proporcionales: nos referimos a las escalas de intervalos. La teoría de la medición explica cómo es posible que entidades ma­ temáticas como los números se apliquen a la realidad física, cómo es posible medir una propiedad con uno u otro tipo de escala y en qué sentido unas escalas resultan más útiles que otras. Los conceptos cuantitativos o métricos constituyen el máxi­ mo grado de conceptualización de la naturaleza. Gracias a ellos, las teorías que los usan pueden disponer de todo el rigor y la potencia del aparato matemático, y lograr así un asombroso grado de precisión, tanto en sus formulaciones teóricas como en sus predicciones y aplicaciones prácticas. Por ello la mate­ matización de una disciplina es el ideal al que todo científico secretamente aspira, y su logro representa un paso de gigante en las capacidades teóricas y prácticas de la misma. Estos con­ ceptos, con los que culmina la capacidad conceptualizadora de la ciencia, son los que Galileo tiene en mente cuando escribe: «Este libro abierto ante nuestros ojos, el universo, [...] está es­ crito en caracteres matemáticos [...] sin los cuales es imposible entender una palabra, sin ellos es como adentrarse vanamente por un oscuro laberinto» (Opere VI, 232). Fundamentals of concept formation in empirical science.C. G. Hempel. University of Chicago Press, 1952. Philosophical foundations of physics.R. Carnap. Basic Books, 1966. Conceptos y teorías de la ciencia.J. Mosterín. Alianza, 2002. Fundamentos de filosofía de la ciencia.(3.a ed.) J. Díez y C. U. Moulines. Ariel, 2008. La estructura de los conceptos científicos.J. Mosterín en IyC, enero de 1978. EN NUESTRO ARCHIVO PARA SABER MÁS Filosofía de la ciencia 13
  • 16. N egación,negociación, aceptación.Como un paciente al cual se le comunica un mal diagnóstico, así ha reacciona­ do la filosofía de la ciencia ante la metáfora. Ha pasado por varias fases típicas. En primer lugar, los filósofos de la cien­ cia se han negado a ver las metáforas: no puede ser, la ciencia es el territorio del lenguaje literal, las metáforas quedan siem­ pre allende sus fronteras, en los dominios brumosos de la belle­ za literaria o del sinsentido metafísico. El filósofo alemán Hans Reichenbach afirmaba en 1938 que el neopositivismo aboga por «el estricto repudio del lenguaje metafórico de la metafísica». Pero el sol no se puede tapar con la mano, del mismo modo que no puede ocultarse la pre­ sencia de metáforas en los textos científicos. Negociemos, pues. Que pase la metáfora, pero solo hasta el zaguán. Otorguemos a las metáforas ciertas funciones periféricas, alejadas del núcleo central de la ciencia. Puede que hasta resulten serviciales para las tareas heurísticas, didácticas y divulgativas. Pueden guiarnos en el comienzo de una investiga­ ción, tal vez resulten inspirado­ ras, pueden favorecer la conexión inesperada entre ideas diferentes, quizás incluso orientarnos o mos­ trarnos el inicio del camino. Tam­ bién tienen su utilidad en el aula o en la prensa. Un buen juego de metáforas hará más fácil la expli­ cación de los conceptos más abs­ tractos. Pero el investigador que emprende la búsqueda valiéndo­ se de una metáfora tendrá, a la postre, que desprenderse de ella para regresar al lenguaje literal de la ciencia seria. Y otro tanto le sucede al estudiante o al lego que se internan en una laberín­ tica teoría con la metáfora como lazarillo: ambos tendrán que des­ hacerse de su guía cuando por fin entiendan. Ya en los años sesenta del pasado siglo, algunos filósofos de la ciencia, como la británica Mary Hess y el neozelandés Rom Harré, demostraron que la visión positivista del lenguaje cien­ tífico, que lo considera exclusivamente literal, no hace justicia a la ciencia real. Metáforas, comparaciones, analogías y modelos son recursos comunicativos y útiles heurísticos imprescindibles. ¡Y eso ya es muy importante! Pero es que, además, residen en la entraña misma de las teorías científicas y no pueden ser sim­ plemente remplazados por lenguaje literal. Hay que aceptarlo. Podemos encontrar metáforas en todas las disciplinas cien­ tíficas. No obstante, en lo que sigue, nos centraremos en algu­ nas de las que aparecen en las ciencias de la vida. Ya Aristóteles, considerado el padre de la biolo­ gía, en su Retórica dejó dicho que la metáfora es «más que nada, lo que da claridad». Y en su trata­ do sobre la Poética escribió que «lo más importante con mucho es dominar la metáfora [...], es indicio de talento». De hecho, la biología de Aris­ tóteles está escrita a base de me­ táforas. Hallaríamos ejemplos de ello en casi cualquier página de los tratados Historia anima- lium, De partibus aminalium o De generatione animalium: los vasos sanguíneos y el corazón se comparan con jarrones; el fluir de la sangre en los vasos, con el del agua a través de canales de riego; el vientre, con un pesebre de don­ de el cuerpo entero toma la comi­ da; la región del corazón, donde se halla el calor vital, con el fuego del hogar. El propio concepto de pepsis, clave en la concepción térmica de la fisiología, es me­ tafórico: significa tanto madu­ ración como digestión o cocción. Con frecuencia utiliza elementos de la actividad cotidiana, sobre todo relacionados con la pesca y DETALLE DE EL ÁRBOL DE LA VIDA, DE GUSTAV KLIMT, WIKIMEDIA COMMONS/DOMINIO PÚBLICO Metáforas de la vida y vida de las metáforas La presencia de metáforas en biología es compatible con el realismo científico METÁFORAS Alfredo Marcos Catedrático de filosofía de la ciencia en la Universidad de Valladolid. 14 TEMAS 100
  • 17. la navegación, que sin duda resultaban familiares a cualquier griego: las patas de los cuadrúpedos le parecen los soportes de los barcos en dique seco; equipara las patas traseras de los saltamontes a timones de barca, y la cola de la langosta a un remo; la trompa del elefante al tubo que se utiliza para respirar bajo el agua; el cuello y pico de las aves zancudas a una caña de pescar con su línea y anzuelo. Todas estas imágenes sirven para entender la función de un determinado tejido, órgano o miembro, e intentan explicar la misma por relación con objetos artificiales cuya función nos resulta evidente. También en la biología contemporánea podemos encontrar numerosos ejemplos de metáforas. En el libro La evolución y sus metáforas, del paleontólogo catalán Jordi Agustí, leemos: «Como en otras actividades del conocimiento, las ciencias suelen valerse en su desarrollo de esquemas conceptuales preconcebi­ dos —a los que podemos dar el nombre de metáforas— y que, como los antiguos mitos, perduran sin ser cuestionados durante generaciones; “eternas metáforas”, al decir de S. J. Gould». Según Agustí, en fecha reciente se han puesto en duda «muchas de las metáforas utilizadas en la biología evolutiva en el último medio siglo, todas ellas basadas en el papel omnímodo de la selección natural y en una concepción gradualista del cambio evolutivo». Es decir, la propia teoría de la evolución, que constituye la médula de la biología actual, parece sustentarse sobre metáforas. En efecto, no faltan metáforas en la obra de Charles Darwin. «Maestro de la metáfo­ ra», le llama Stephen Jay Gould. «Todos co­ nocemos —afirma Gould— las dos metáforas que Darwin empleó para definir su teoría: la selección natural y la lucha por la existencia. También podríamos considerar metáforas las tres descripciones principales que Darwin hizo de la naturaleza, a cual más ma­ ravillosa, adecuada y poética». Se refiere Gould a la visión que propone Darwin de la naturaleza como un ribazo enmarañado, en alusión a su complejidad y a lo intrincado de las relaciones ecológicas. En segundo término, apunta a la comparación de la naturaleza con un árbol, el árbol de la vida, metáfora de origen bíblico con la que Darwin pretende expresar la interconexión genealógica entre todos los seres vivos. En tercer lugar, alude a la naturaleza como ser de dos caras, una luminosa y otra oscura, pues junto con el equilibrio y armonía de la vida, se dan sórdidas luchas y sufrimiento. Podríamos incluso decir que la biología actual se halla pro­ fundamente marcada por ciertas metáforas. Algunas de ellas, como la del gen egoísta, debida al zoólogo Richard Dawkins, y que nos fuerza a ver el organismo como un simple vehículo de sus genes, han condicionado durante décadas el desarrollo de las ciencias de la vida. En la actual era posgenómica algunos autores abogan precisamente por un cambio de metáforas. Es el caso del cardiólogo británico Denis Noble, quien sugiere que miremos los genes como elementos cautivos en el organismo, y no como rectores de todos sus procesos y acciones. Aceptemos, pues, la presencia e importancia de las metáforas en la ciencia y, especialmente, en las ciencias de la vida. Ello no indica que la biología esté libre de todo compromiso con la ver­ dad. Sucede, más bien, que las metáforas pueden ser verdaderas o falsas, no solo bellas, elegantes, clarificadoras o sus contra­ rios. Es más, quizá son bellas en la medida en que son veraces. Además, cada metáfora tiene su propia inercia heurística, y el científico se ve obligado a perseguir a sus metáforas hasta donde estas le lleven, para comprobar la verdad de las mismas o para modificarlas, mientras que el poeta no necesita comprometerse con todas las consecuencias de sus metáforas. Algunos filósofos de la ciencia, como el holandés Bas van Fraassen, sostienen que la presencia de metáforas en la ciencia sería incompatible con una interpretación realista de la misma. Para el norteamericano Frederick Suppe, en cambio, el lenguaje científico no es literal, pero la verdad sí constituye un objeti­ vo para la ciencia. ¿Cómo podemos compatibilizar metáfora y realismo? Planteemos el problema con la crudeza y lucidez con que lo hace Friedrich Nietzsche en su obra Sobre verdad y mentira en sentido extramoral: «Aquel a quien envuelve el hálito de la frialdad, se resiste a creer que el concepto [...] no sea más que el residuo de una metáfora». Eso son los conceptos científicos, no lenguaje literal, sino residuos metafóricos, metáforas que han llegado a convertirse en convenciones. Según el pensador alemán, nos engañamos cuando olvidamos el origen de nuestros conceptos. Creemos que proceden de la experiencia y del razo­ namiento lógico. Nacen, sin embargo, de la fantasía. Nacen como metáforas. Y «solamente mediante el olvido puede el hombre alguna vez llegar a imaginarse que está en posesión de una “verdad”. [...] Olvida que las metáforas [...] no son más que metáforas y las toma por las cosas mismas». Como sostiene el filósofo francés Paul Ri­ coeur, cada metáfora tiene su propia vida. La ciencia está cargada de metáforas vivas. Metáforas nacientes, como conjeturas o hi­ pótesis; metáforas maduras, como teorías; y metáforas ya fijadas, casi inertes, converti­ das en pura convención o paradigma. Solo el olvido de su origen metafórico, afirma Nietzsche, nos permite atribuir verdad a los conceptos y teorías convencionales de la ciencia. Según esa visión de las cosas, la aceptación de la metáfora en ciencia implica la renuncia a una interpretación realista. Pero, precisamente, el olvido puede fungir aquí como síntoma de verdad: olvidamos con mayor facilidad el origen metafórico de los conceptos y teorías que mejor funcionan, que generan buenas aplicaciones y predicciones correctas, que conservan su coheren­ cia interna. Todo esto no es garantía de verdad, lo sabemos, pero ¿no estamos acaso ante los síntomas de la verdad? La metáfora, en definitiva, no es una enfermedad de la ciencia. Es la fuerza creativa que le da vitalidad, y quizá también el mejor vehículo para aproximarse a la realidad de las cosas. La metáfora no es una enfermedad de la ciencia. Es la fuerza creativa que le da vitalidad Lenguaje y vida: Metáforas de la biología en el siglo xx.Evelyn Fox Keller. Ediciones Manantial, 2000. La metáfora viva.Paul Ricoeur. Trotta, 2001. Making truth: Metaphor in science. Theodore L. Brown. University of Illinois Press, 2003. Metaphor and analogy in science education.Peter Aubusson, Allan G. Harrison y Steve Ritchie (eds.). Springer, 2006. Ciencia y acción.Alfredo Marcos. F. C. E., 2010, capítulo 10. ¡Cuidado con las metáforas!Eleonore Pauwels en IyC, abril de 2014. El lenguaje de la neurocienciaChristian Wolf en MyC, n.o 70, 2015. Historia del cerebro en metáforas.Gunnar Grah y Arvind Kumar en MyC, n. o 71, 2015. EN NUESTRO ARCHIVO PARA SABER MÁS Filosofía de la ciencia 15
  • 18. E n un artículo anteriorhablamos de los conceptos científi­ cos. La ciencia usa los conceptos para describir hechos par­ ticulares y formular leyes. Por ejemplo, hechos particulares son los que quedan descritos por enunciados como «Venus sigue una trayectoria elíptica» o «Esta barra de hierro se ha dilatado al calentarse». Pero, si la ciencia solo hiciese afirmaciones par­ ticulares, no sería muy interesante: se limitaría a elaborar lista­ dos de fenómenos. La ciencia hace algo más: formula hipótesis y leyes, las cuales combina después en conjuntos más amplios o teorías. Así, con los conceptos de fuerza, masa y distancia se for­ mula la ley de la gravitación de Newton, F = Gm1 m2 /r2 . En ocasiones se usa la palabra hipótesis para referirse a las conjeturas aún no confirmadas, mientras que se reserva el tér­ mino ley para las que ya lo están. También cabe distinguir entre el enunciado legaliforme, esto es, la formulación lingüística de la ley, y el contenido o hecho que sucede en la naturaleza y que queda descrito por ese enunciado. Para simplificar, no tendremos en cuenta aquí estas distinciones. Hechas estas precisiones, po­ demos preguntarnos: ¿qué es una ley? La descripción de la trayecto­ ria de Venus no enuncia una ley, sino un hecho particular. En cam­ bio, enunciados como la ley de gravitación, (1) «Los planetas se mueven en trayectorias elípticas con el Sol en uno de sus focos» o (2) «Los metales se dilatan al calentarse» sí expresan leyes. Las leyes corresponden a cierto tipo de hechos generales, expresados mediante enunciados también ge­ nerales de la forma «Todos los... son...», «A todos los... sometidos a... les sucede...», etcétera. ¿Por qué decimos que las leyes corresponden a hechos gene­ rales «de cierto tipo»? Porque no toda regularidad es una ley na­ tural. Por ejemplo, (3) «Ningún soltero está casado», (4) «Todo triángulo tiene tres lados», (5) «Todas las monedas que tengo ahora en mi bolsillo derecho son doradas» o (6) «Siempre que muere un ave, después nace un mamífero» expresan hechos generales. Pero, a diferencia de (1) y (2), no corresponden a leyes. La diferencia reside en que los hechos generales declarados en (1) y (2) contienen cierta clase de necesidad natural, mientras que el resto, o bien no contienen ninguna necesidad, como su­ cede en (5) y (6), o la que encierran no es una necesidad de la naturaleza, como ocurre en (3) y (4). Los enunciados (5) y (6) refieren hechos generales que no suceden necesariamente. Suceden, por así decirlo, por casuali­ dad: no hay ninguna conexión necesaria entre el antecedente y el consecuente. Las monedas que tengo ahora en mi bolsillo son de hecho doradas, pero podrían no serlo. Y es un hecho que, tras morir un ave, siempre nace un mamífero, pero podría no suceder así (bastaría con que se extinguiesen los mamíferos). Se trata de regularidades accidentales, carentes de necesidad. Por otro lado, en (3) y en (4) sí se da una conexión necesaria entre antecedente y consecuente, pero esa necesidad no es natural, sino lingüística: su verdad se deriva de lo que significan las palabras. Decimos en estos casos que se trata de verdades analíticas, semánticas o conceptuales; su negación es una contradicción conceptual. Si volvemos a (1) y (2), veremos que, aunque no se trata de enunciados accidentalmente verdaderos, sino necesariamente verdaderos, tampoco son analíticamente verdaderos. Las pala­ bras planeta, trayectoria, elipse y foco podrían significar lo mismo y, si el mundo fuese diferente, (1) podría ser falsa. Es decir, las ne­ gaciones de (1) y (2) no son con­ tradicciones conceptuales. De he­ cho, significando lo mismo esas palabras, durante siglos se pensó que los planetas se comportaban de otra manera. Así pues, aunque se trata de generalizaciones ne­ cesariamente verdaderas, no son analíticamente verdaderas, sino nomológicamente (de nomos, «ley» en griego) verdaderas. Son leyes de la naturaleza: necesarias en virtud de cómo es esta. ¿Cómo reconocer que una generalización verdadera es una ley? El rasgo principal de las ge­ neralizaciones analíticamente verdaderas es relativamente sen­ cillo de entender: basta con saber el significado de las palabras para reconocer su verdad. Pero (1) y (2) no son así; se puede en­ tender lo que dicen sin saber si son verdaderas o no. Eso facilita la distinción entre las leyes y las regularidades analíticas. Pero ¿cómo diferenciarlas de las regularidades accidentales? ¿Cómo saber si un enunciado como «Todos los cisnes son blancos» se refiere a una ley o a un accidente? Aunque se trata de una cuestión compleja, hay algunos rasgos que, intuitivamente, distinguen la ley natural de la generaliza­ ción accidental. Dos de ellos son la capacidad predictiva y la capacidad explicativa. GETTY IMAGES/ELENA BELOUS/ISTOCK Las leyes en ciencia Las leyes científicas hacen referencia a regularidades naturales no accidentales. ¿Dónde radica su necesidad? LEYES José Díez Profesor de filosofía de la ciencia en la Universidad de Barcelona. 16 TEMAS 100
  • 19. Si estamos dispuestos a predecir nuevos casos sobre la base de casos anteriores, entonces es que consideramos que la ge­ neralización no es casual, sino nomológica. Supongamos que todas las monedas que tengo ahora en mi bolsillo derecho son doradas. ¿Apostaría el lector a que la próxima que introduzca en mi bolsillo también será dorada? Si la respuesta es negativa, es porque considera que dicha regularidad es accidental, no producto de una ley. Suponga ahora que la regularidad de «To­ das las piezas de cobre pulido son doradas» ha sido constatada siempre. ¿Estaría dispuesto a apostar a que la próxima pieza de cobre pulido que encuentre será dorada? Si la respuesta es afirmativa, es porque considera que esa regularidad no es acci­ dental, sino nomológica. En segundo lugar, en la medida en que estemos dispuestos a usar una regularidad para dar explicaciones, la estaremos consi­ derando nomológica, no accidental. Ante la pregunta «¿Por qué esta pieza de metal es dorada?», la respuesta «Porque está en mi bolsillo derecho y todas las monedas que tengo allí son do­ radas» no parece una buena explicación. En cambio, algo como «Porque es de cobre pulido y todas las piezas de cobre pulido son doradas» sí que lo parece. Ello se debe a que consideramos que «Todas las piezas de cobre pulido son doradas» corresponde a una ley, mientras que «Todas las monedas de mi bolsillo derecho son doradas» parece referir a un mero accidente. Existen varios tipos de leyes. Las leyes que llamamos estric- tas, como la ley de la gravitación, no presentan excepciones: siempre que se da el antecedente, ocurre el consecuente. Pero no todas las leyes son de este tipo. Por ejemplo, que la ingesta de barbitúricos va acompañada de somnolencia no constituye una correlación accidental: hay una conexión genuina entre una cosa y la otra. Sin embargo, no es cierto que siempre que alguien in­ giere barbitúricos sufra somnolencia. Ocurre así en condiciones normales, pero tal vez no sea el caso si, por ejemplo, también se han tomado estimulantes. Tales correlaciones son nomológicas; son leyes, pero no es­ trictas. Reciben el nombre de leyes ceteris paribus, que significa «en condiciones normales» (literalmente, «permaneciendo lo demás igual»), o leyes cp. Se pueden esquematizar así: «Todos los... son, cp, ...» o «Siempre que... entonces, cp, ...». Muchas de las leyes cotidianas son leyes cp. La ingesta de analgésicos redime el dolor, pero solo en condiciones normales. También que los metales se expanden al calentarse sucede solo en condiciones normales (a presiones extremas podría no ocurrir). Una cuestión debatida es si las leyes cp son irreducibles o si, más bien, constituyen versiones simplificadas de leyes estric­ tas en las que desconocemos parte del antecedente. Así, la ley «Todos los A son, cp, B», constituiría una versión provisional de la ley estricta «Todos los que son a la vez A y ? son también B», de la que desconocemos parte del antecedente. Por ejemplo, «Fumar en exceso produce, cp, cáncer» correspondería a una ley no estricta tras la que habría otra que sí lo es: «Fumar en exceso cuando el organismo presenta tales y cuales condiciones produce (sin excepciones) cáncer». Otro tipo de leyes son las llamadas probabilísticas o esta- dísticas, como «El 75 por ciento de los guisantes que resultan de cruzar amarillos y verdes salen verdes» o «El 90 por ciento de los electrones disparados contra una barrera de potencial rebotan». No se trata de hechos casuales, sino de correlaciones dotadas de una necesidad natural. Son leyes, pero no del mismo tipo que la ley de la gravitación. En muchos casos, el guisante saldrá verde o el electrón rebotará, pero no en todos. Podemos representar estas leyes mediante la forma «El X por ciento de los... son...», «La probabilidad de que suceda... si ha sucedido... es p», etcétera. También se debate si las leyes estadísticas corresponden a relaciones probabilísticas irreducibles o si, más bien, reflejan nuestro desconocimiento de algunos factores. Por ejemplo, «Al menos el 80 por ciento de los fumadores intensivos de larga duración desarrolla enfermedades respiratorias» expresaría una correlación nomológica estadística. Pero si conociésemos mejor las condiciones de los sujetos, podríamos formularla de modo absoluto, no estadístico: «La totalidad de quienes fuman en exceso y cumplen tales y cuales condiciones desarrollan enfer­ medades respiratorias». No obstante, aunque lo anterior pueda funcionar para una gran cantidad de leyes probabilísticas, no queda claro que pueda aplicarse a todas. Numerosos filósofos defienden que las leyes de la mecánica cuántica son irreduciblemente probabilísticas: no expresan un desconocimiento parcial, sino relaciones necesarias, «brutas», de la naturaleza. Este constituye uno de los aspectos más misteriosos y debatidos de la mecánica cuántica. Concluiremos con la mención de una cuestión más filosófica, relativa a las leyes naturales: ¿dónde radica su necesidad? ¿A qué nos referimos cuando hablamos de la necesidad natural? En el mundo observamos fenómenos y vemos que unos siguen a otros, pero no vemos conexiones necesarias entre ellos. Tanto en el caso de la muerte de las aves y el nacimiento de los mamíferos como en el de la expansión de los metales, lo que observamos es lo mismo: primero ocurre una cosa y luego otra. Consideramos que en el segundo hay una necesidad de la que el primero carece, pero no vemos dicha necesidad. Los empiristas radicales, como David Hume, sostienen que en el mundo hay fenómenos y regularidades. Sin embargo, no consideran que haya regularidades que, además, tengan adheri­ da una propiedad a la que podamos llamar «necesidad». Lo que denominamos leyes son meras regularidades que, entre todas las disponibles, tomamos para construir los sistemas predictivos más simples y exitosos. Las leyes serían las «regularidades que pertenecen al mejor sistema predictivo» (best system account). Pero ¿por qué funciona mejor un sistema predictivo con unas regularidades que con otras? Para el realista, de inspiración aristotélica, esto último carece de explicación a menos que su­ pongamos que el mundo contiene en sí mismo tales necesida­ des («causas», o como queramos llamarlas). Por tanto, nuestras leyes científicas funcionarán mejor cuanto más se aproximen a esas necesidades naturales. En la ciencia ideal —a la que quizá no se llegue nunca, pero a la que continuamente nos vamos acercando—, las leyes captarán exactamente esas necesidades. Al empirista, en cambio, todo esto le parece mala metafísica. Y el debate continúa. Philosophical foundations of physics.R. Carnap. Basic Books, 1966. Philosophy of natural science.C. G. Hempel. Prentice Hall, 1966. The structure of science.E. Nagel. Hacket Publishing, 1979. Fundamentos de filosofía de la ciencia.J. Díez y C. U. Moulines, 3.a edición. Ariel, 2008. Los límites de la razón.Gregory Chaitin en IyC, mayo de 2006. ¿Puede la ciencia explicarlo todo?Jesús Zamora Bonilla, en este mismo número. Los conceptos científicos.José Díez, en este mismo número. EN NUESTRO ARCHIVO PARA SABER MÁS Filosofía de la ciencia 17
  • 20. L a curiosidad,de la que finalmente surge la mayor parte de nuestro conocimiento, nos conduce sin cesar, y casi sin re­ parar en ello, a hacer conjeturas sobre multitud de aconteci­ mientos. No podemos evitar preguntarnos por qué ocurre lo que ocurre, cuáles son las causas de lo que sucede a nuestro alrededor y, también, de lo que acontece en lugares muy alejados de nuestro entorno inmediato o a escalas muy distintas de las que nos son familiares. Así, nos preguntamos acerca de una inundación, del mal funcionamiento de nuestro ordenador, del comportamiento extraño de un amigo o del origen de la crisis económica. Pero tam­ bién acerca de la evolución de las galaxias, del origen de la vida en la Tierra o de la amenaza de las superbacterias. El intento espontáneo y recurrente de buscar explicaciones a lo que sucede, de ponerlo en un marco de ideas que nos permita comprenderlo, puede organizarse para que la actividad adquiera cierta complejidad y rigor, convirtiéndola así en un teorizar. Si tanto esa complejidad como ese rigor satisfacen determinados requisitos conceptuales y empíricos, diremos que se trata de un teorizar científico. Los productos de dicha actividad constituyen lo que denominamos teorías científicas, y se entiende que estas son la parte conjetural del conocimiento científico. La mecánica cuántica, la teoría de la evolución, el marginalismo económico o la teoría química sobre el origen del cáncer constituyen todas ellas, a pesar de su gran heterogeneidad, teorías científicas. Son múltiples y muy variopintos los interrogantes que nos asaltan cuando hablamos de teorías científicas: ¿qué función cumplen?, ¿cómo se justifican?, ¿cómo llegan a idearse?, ¿qué relación guardan unas con otras?, ¿qué tipos existen? Todas esas preguntas se encuentran a su vez entrelazadas con otra, que por ello ha merecido una atención especial por parte de la filosofía de la ciencia: ¿qué clase de contenidos incluye una teoría y cómo se estructuran? En efecto, cuando intentamos identificar las funciones de las teorías científicas, nos vemos abocados a especificar mínima­ mente su estructura interna. A las teorías generadas en el ámbito científico se les suele atribuir, como principales finalidades, la comprensión, explicación (a partir de causas o mecanismos) y predicción de los fenómenos que se producen en distintas par­ celas del mundo, así como la intervención en dichas parcelas y la creación de nuevos recursos tecnológicos. Puede advertirse que, de manera más o menos directa, todas estas finalidades comparten una misma presuposición. A saber, que existen dos niveles contrapuestos: uno en el que se describe o representa aquello que hay que comprender, explicar o predecir; y otro en el que se describe o representa aquello que permite comprender, explicar o predecir. En la filosofía de la ciencia de comienzos del siglo xx, esa distinción de nivel solía entenderse como una entre el plano observacional y el teórico. El primero proporcionaría la base de la contrastación de las teorías, a la vez que su contenido empírico; el segundo, la fuerza explicativa y predictiva. Aunque el debate en torno a la noción de observación se mantiene abierto aún hoy, hay dos ideas ampliamente aceptadas al respecto. La primera es que lo que en ciencia se denomina «observación» va mucho más allá de lo que podemos detectar por medio de los sentidos, e incluye resultados de experimentos complejos donde se aplican ciertas presuposiciones teóricas. La segunda es que dichas presuposiciones han de ser independien­ tes de la teoría contrastada a partir de los resultados. En el ámbito científico, además de los requisitos que atañen al plano empírico o aplicativo de las teorías, existen otros, no menos específicos, concernientes al propio plano teórico. Tales requisitos nos remiten, en primer lugar, a una exigencia conceptual de generalidad, característica de todo teorizar. Una conjetura cuyo alcance explicativo se limite a un caso particular no constituye una teoría, por más que nos permita explicar un Las teorías en ciencia Las teorías científicas agrupan leyes y conceptos en una perspectiva sinóptica. Su contenido y estructura confieren a la ciencia su poder explicativo y predictivo María Caamaño Profesora de filosofía de la ciencia en la Universidad de Valladolid. TEORÍAS GETTY IMAGES/CSA-IMAGES/ISTOCK 18 TEMAS 100
  • 21. acontecimiento a partir de una causa; faltaría un marco gene­ ral de comprensión para el tipo de fenómeno que deseamos explicar. Para establecerlo, necesitamos conceptos generales; es decir, conceptos que delimiten clases de entidades o fenómenos prominentes en el dominio de estudio. A diferencia de lo que ocurre con los conceptos generales no científicos, como los de «fruta recogida en una cesta» o «música favorita de los indi­ viduos diestros», los conceptos científicos de «agua», «oro», «tigre» o «electrón» hacen posible realizar inferencias acerca de las propiedades y el comportamiento de aquello que categorizan. Saber que cierta sustancia cae bajo el con­ cepto científico de oro conlleva conocer que se trata de un elemento químico con número atómico 79 y poder inferir, por ejemplo, que si se calentase hasta los 1063 grados centí­ grados se fundiría. Los conceptos científicos son los constitu­ yentes básicos, o piezas, del edificio teórico. Pero la arquitectura del edificio depende de los principios teóricos. Es importante notar que los principios o leyes generales que con­ forman el núcleo de una teoría han de tener un carácter sinóptico; es decir, deben co­ nectar distintos conceptos y articular así un marco de comprensión. Si bien la noción de explicación continúa generando controversia en la filosofía de la ciencia actual, existe un amplio reconocimiento de la importancia que reviste la identificación de causas que, al actuar conforme a ciertas leyes, permitan realizar predicciones. Tradicionalmente, las leyes se han caracterizado como generalizaciones universales, contingentes desde un punto de vista lógico y necesarias desde un punto de vista físico. Con independencia de la revisión con­ temporánea de algunos de estos rasgos, hay un acuerdo prác­ ticamente unánime acerca de la importancia de las leyes para la realización de inferencias contrafácticas; esto es, inferencias sobre lo que ocurriría si se diesen determinadas condiciones distintas de las presentes. Así pues, aunque no toda teoría científica proporcione expli­ caciones en forma de leyes (pensemos en la teoría de la deriva continental), ni toda ley remita a causas (recordemos las leyes de Kepler sobre el movimiento planetario), ni toda explicación científica tenga valor predictivo (como ilustra el caso de las teo­ rías paleontológicas), una gran parte del conocimiento científico sí exhibe estas características en mayor o menor medida. En otras palabras: las teorías suelen estar compuestas por leyes, las cuales remiten habitualmente a causas y sirven para formular predicciones. Por otro lado, el aspecto sinóptico de los princi­ pios teóricos, junto con su contrastabilidad empírica mediante comprobaciones cruzadas e independientes, sigue dotando de carácter científico incluso a aquellas teorías y disciplinas más alejadas de los casos prototípicos. En la contrastación, que imprime carácter científico a las teorías, el marco general de ideas que manejamos ha de ser tal que posibilite inferir, con ayuda de ciertos añadidos, consecuen­ cias empíricas concretas que permitan conectar el marco teórico general, sumamente abstracto, con algún aspecto preciso de un fenómeno concreto. Los dos principales añadidos son la descrip­ ción de las condiciones iniciales (aquellas dadas al iniciarse un experimento u observación) y los supuestos auxiliares acerca del instrumental empleado, la no interferencia de determinados factores o el tratamiento estadístico de los datos recopilados. Además de todo lo dicho, hemos de tener en cuenta que las teorías científicas —al igual que los ríos, los volcanes o los seres humanos— son entidades cambiantes, que, no obstante, mantienen su identidad a lo largo del tiempo. Las teorías se ori­ ginan a partir de otras, crecen apoyándose en otras o producen otras, lo que se traduce en una compleja articulación intra- e interteórica. Las relaciones entre teorías pue­ den ser de presuposición (una presupone a otra), de evolución o especialización, de in­ corporación, o bien de conflicto. Las teorías dependen de otras no solo para su contrasta­ ción empírica, sino también para engendrar especializaciones. Asimismo, puede ocurrir que los principios teóricos y las aplicacio­ nes exitosas de una teoría se mantengan en otra, como ocurre con la incorporación de la teoría planetaria de Kepler en la mecánica newtoniana, o con la de la teoría especial de la relatividad en la relatividad general. Por último, cuando la aplicación de los con­ ceptos de una teoría excluye la aplicación de los conceptos de otra orientada hacia un mis­ mo dominio, la relación entre ambas es de conflicto o incluso de inconmensurabilidad, como parece suceder en el controvertido caso del paso de la mecánica clásica a la mecánica relativista. Así pues, las teorías científicas viven no solo más allá de quienes las idearon, sino que en ocasiones lo hacen en una forma tal que aquellos incluso desaprobarían. En su Exposición del sistema del mundo —publicada en 1796, más de un siglo después de los Principia de Newton—, Laplace explica la unidireccionalidad y la coplanaridad aproximada de las órbitas planetarias a partir de las leyes de la mecánica newtoniana y de la hipótesis nebular. Y lo hace sin postular, como hiciera Newton, la intervención de un dios creador. Narra la leyenda que, ante un extrañado Napoleón Bona­ parte, sorprendido de que en una obra sobre el universo no se mencionara a su creador, Laplace replicó: «Señor, nunca he necesitado esa hipótesis». En el ámbito científico, además de los requisitos que atañen al plano empírico o aplicativo de las teorías, existen otros, no menos específicos, concernientes al propio plano teórico The semantic conception of theories and scientific realism.Frederick Suppe. University of Illinois Press, 1989. Pluralidad y recursión: Estudios epistemológicos.Carlos Ulises Moulines. Alianza Editorial, 1991. Fundamentos de filosofía de la ciencia.José Díez y Carlos Ulises Moulines, 3.a edición. Ariel, 2008. The Routledge companion to philosophy of science.Dirigido por Stathis Psillos y Martin Curd, 2.a edición. Routledge, 2014. Natural kinds and classification in scientific practice.Dirigido por Catherine Kending. Routledge, 2016. Los conceptos científicos.José Díez, en este mismo número. Los límites del método científico.Adán Sus en IyC, abril de 2016. Las leyes en ciencia.José Díez, en este mismo número. EN NUESTRO ARCHIVO PARA SABER MÁS Filosofía de la ciencia 19
  • 22. E l 13 de julio de 1965se celebraba en Londres el simposio «Criticism and the growth of knowledge». Fue en aquel acto donde se inició el famoso debate entre el filósofo Karl Popper y el historiador de la ciencia Thomas S. Kuhn en torno al progreso científico, debate que ha marcado todos los mode­ los contemporáneos sobre cómo y por qué unas teorías son sus­ tituidas por otras. Popper había publicado en 1959 The logic of scientific dis- covery (La lógica de la investigación científica, Tecnos, 1962), disponible desde 1934 pero solo en alemán. Kuhn acababa de publicar en 1962 The structure of scientific revolutions (La es- tructura de las revoluciones científicas, Fondo de Cultura Econó­ mica, 1971), que iniciaba el giro historicista al que se sumarían Lakatos, Feyerabend, Hanson, Toulmin y también Laudan una década más tarde. El falsacionismo de Popper Según Popper, la ciencia avanza a través de hipótesis audaces y falsaciones severas. En la imagen decimonónica, la ciencia parte de hechos para inferir desde ahí teorías. Popper, en cambio, defiende que partimos siempre de alguna teoría previa, que orienta nuestra atención hacia unos hechos más que hacia otros, y por medio de esa teoría intentamos solucionar problemas. Desde esta perspec­ tiva, los momentos del progreso científico serían cuatro. Primero nos enfrentamos a los proble­ mas, ya sean prácticos (¿Cómo curo esta gripe?) o teóricos (¿Qué es la gripe?). Des­ pués proponemos hipótesis a modo de so­ luciones tentativas. Dichas hipótesis son entidades abstractas que se corresponden con enunciados, desde «Todos los cisnes son blancos» hasta la ley de gravitación de Newton. El modo como inventamos las hipótesis es, según Popper, un misterio. En tercer lugar, una vez que las hipótesis han sido formuladas, el verdadero científico trata de falsarlas una a una hasta quedarse con la que mejor resista a la crítica. La crítica en cuestión puede basarse en criterios como la coherencia o la simplicidad, aun­ que lo más característico de la ciencia empírica es que se base en la experiencia, es decir, en observaciones y experimentos. Por último, el científico descubre que la hipótesis corroborada por la crítica genera nuevos problemas, con lo que el ciclo del progreso científico vuelve a empezar. Esta generalización del método de ensayo y error, que a veces se ha llamado método hipotético-deductivo, implica que el pro­ greso científico no ha de verse principalmente como persecución de la verdad, sino como huida de la falsedad. Según Popper, el científico que actúa como tal no busca verificar ni confirmar las hipótesis, sino falsarlas, desmentirlas. La discusión que mantu­ vieron Popper y Rudolf Carnap en la década de 1930 versaba, de hecho, sobre la alternativa confirmación-falsación. Para Carnap, la ciencia busca lo primero; para Popper, lo segundo. Popper distinguía dos conceptos de falsabilidad. En sentido lógico, una hipótesis H es falsable, y con ello científica, si de ella se sigue algún enunciado fáctico que, de ser verdadero, falsaría H. En sentido metodológico, H queda falsada si la experiencia enseña que es verdadero alguno de aquellos enunciados fác­ ticos. En definitiva, falsar a posteriori una hipótesis es distinto de —y, en general, más problemático que— demostrar a priori su falsabilidad. «Todos los cisnes son blancos» es falsable porque de ella se sigue «El cisne ahí escondi­ do es blanco», lo cual podría ser falso. Ahora bien, falsar «Todos los cisnes son blancos» no es tan sencillo. Si alguien dice que ve un cisne negro, yo puedo responder que precisa­ mente porque es negro no puede ser un cis­ ne. Estaría interpretando la hipótesis como si fuera una definición. Incluso admitiendo que es una hipótesis, podría objetar que lo observado es un cisne blanco manchado de ceniza. En general, si alguien declara falsada H porque la experiencia demuestra que una de sus consecuencias fácticas C es falsa, se puede responder que C no se sigue solo de H, sino de la con­ junción de H con unos supuestos auxiliares (S1, S2, etcétera), de modo que la falsedad de C no implica la falsedad de H, sino de algún elemento de esa conjunción. En tercer lugar, por neutral que parezca un enunciado fáctico, contiene nece­ sariamente términos, como cisne, cuyo significado depende de las hipótesis en que aparece, hipótesis de cuya verdad nunca podemos estar seguros. El historicismo de Kuhn Kuhn se ocupa, no de la ciencia como conjunto de hipótesis junto con sus consecuencias lógicas, sino del hacer ciencia, una actividad humana en la cual están involucradas las teorías, Popper y Kuhn sobre el progreso científico ¿Innumerables refutaciones o unas pocas revoluciones? Julio Ostalé Profesor de lógica y teoría del conocimiento en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. DINÁMICA DE TEORÍAS Según Popper, el progreso científico no ha de verse principalmente como persecución de la verdad, sino como huida de la falsedad 20 TEMAS 100
  • 23. INVESTIGACIÓN Y CIENCIA pero también otros elementos. Para su estudio son necesarias la historia, la sociología, la psicología y la lingüística, sin dejar de lado el análisis lógico de teorías. Y dentro de ese quehacer científico distingue Kuhn entre ciencia normal y ciencia revo­ lucionaria. La primera consiste en lo que la mayoría de los investigado­ res hacen la mayor parte del tiempo: solucionar rompecabezas nuevos conforme a cómo se han solucionado ya antes otros semejantes. Los problemas de examen en matemáticas y física, el experimento para obtener luz a partir de una patata o la decli­ nación de rosa, rosae son ejemplos de solución de rompecabezas. Kuhn los llamó, con gran acierto etimológico, paradigmas, o sea, ejemplos. Pero utilizó ese mismo término en un segundo sentido, más amplio y que engloba tanto a los paradigmas en sentido restringido como a otros elementos que comparten los científicos cuando practican ciencia normal. En el epílogo de 1969 a su obra de 1962, aclaraba que un paradigma en sentido amplio comprende: generalizaciones simbólicas, modelos, va­ lores y ejemplos. Las generalizaciones simbólicas se corresponden hasta cier­ to punto con las leyes científicas. Pueden ser cuantitativas (ecuaciones de Schrödinger) o cualitativas (ley de la oferta y la demanda). ESPACIO PARA EL DEBATE: El falsacionismo de Popper (izquierda) y el historicismo de Kuhn (derecha) encuentran un terreno común para la discusión filosófica cuando se preguntan qué es una teoría científica. Los modelos proporcionan a los científicos analogías con que pensar la realidad, así como enseñar y difundir sus ideas, pero también innovar. Hay modelos heurísticos (pensar la dinámica de un gas como infinidad de bolas de billar en mo­ vimiento) y los hay ontológicos (creer que toda causa es an­ terior a su efecto). Los valores sirven a la comunidad científica para evaluar su propia actividad. Los más importantes son internos (una medición ha de ser precisa), pero hay otros externos (la ciencia debe ser útil) [véase «Los valores de las ciencias», por Javier Echeverría, en este mismo número]. Los ejemplos (paradigmas en sentido restringido) son aplica­ ciones muy concretas de las generalizaciones simbólicas. Suelen tener la forma de resolución de rompecabezas. Muestran cómo se desciende de la teoría a la realidad, cuando, hasta Kuhn, lo normal era estudiar cómo se asciende de la realidad a la teo­ ría con vistas a confirmarla (Carnap) o falsarla (Popper). Estos ejemplos marcan la pauta de cómo hacer ciencia. A partir de estos conceptos, Kuhn explica el progreso cien­ tífico como una sucesión de largos períodos de ciencia normal y breves episodios de ciencia revolucionaria. En la ciencia nor­ mal, el científico es algo así como un burócrata altamente espe­ cializado, cuya tarea diaria consiste en resolver rompecabezas Filosofía de la ciencia 21
  • 24. con las herramientas del paradigma. Pero, en ocasiones, un problema no se deja solucionar y se convierte en una anomalía. Se entra entonces en un período de crisis, caracterizado por la defensa pública de paradigmas alternativos. Sigue a la crisis la ciencia revolucionaria, durante la cual los científicos no exa­ minan la realidad a través de un paradigma, sino que examinan varios paradigmas con objeto de comprobar cuál resuelve mejor la anomalía y al mismo tiempo soluciona el mayor número de rompecabezas. Pero nunca abandonan su paradigma antes de adoptar uno nuevo. Hecha la elección, comienza otro período de ciencia normal. Kuhn nunca precisó cuándo un rompe­ cabezas pasa a convertirse en una anomalía, qué diferencia sus rompecabezas de los pro­ blemas de Popper, ni por qué ha de preferirse un nuevo paradigma al anterior. Se limitó a discutir casos concretos de la historia de la ciencia. Y observó que, en ocasiones, no hay algoritmo posible que decida cuál de entre dos paradigmas alternativos es preferible. Aplicando valores internos distintos, decía, se obtiene a veces que un paradigma es mejor en relación a un valor y peor en relación a otro, de modo que elegir uno u otro paradigma depende del peso relativo que en cada caso se otor­ gue a cada valor. De ahí el relativismo kuhniano, que, al menos, tiene la virtud de estar claramente planteado. Progreso en teorías y entre teorías La revolución permanente de Popper poco tiene que ver con las rutinas profesionales de Kuhn. En el falsacionismo, la ciencia avanza de hipótesis en hipótesis por medio de la crítica. En el historicismo, la ciencia avanza de paradigma en paradigma a través de revoluciones. Pero sería un error enfocar el debate entre Popper y Kuhn como una discusión sociológica sobre comunida­ des científicas. Tampoco es una disputa historiográfica sobre si la ciencia es renovadora o conservadora. Por último, no es muy esclarecedor tomar a Popper por un idealista que prescribe cómo debe ser la ciencia y a Kuhn como un realista que describe cómo es realmente. ¿Dónde encontramos, pues, un terreno co­ mún para el debate filosófico entre ambos? El desacuerdo concierne a lo que uno y otro entendían por teoría científica. Para verlo mejor conviene distinguir entre teoría estática y teoría dinámica. La primera es un fo­ tograma; la segunda, una sucesión de fotogramas. La teoría dinámica persiste en el tiempo porque se compone de teorías estáticas sucesivas, las cuales contienen elementos que no pueden variar sin que la teoría pierda su identidad y otros elementos que sí pueden variar. Surgen dos cuestiones: ¿Qué elementos de una teoría dinámica la individualizan a través del tiempo? ¿Qué criterios pueden esgrimirse al comparar teorías dinámicas? La primera cuestión se puede replantear mejor desde el mo­ delo de Kuhn. Su paradigma en sentido amplio puede verse como una teoría dinámica. Él mismo destacó que los esquemas de generalización y los ejemplos configuran el paradigma. Así, no solo se individualiza una teoría dinámica, sino que se dis­ tingue entre progreso como cambio en una teoría dinámica y progreso como cambio entre teorías dinámicas (no nos salimos de la teoría de la evolución al incorporar el hecho de que los neandertales convivieron con los humanos modernos, pero sí nos salimos de la teoría newtoniana al decir que la simultanei­ dad es relativa a un marco de referencia). Aunque los modelos actuales de progreso científico conceptualizan y subdividen con mucha mayor finura esos dos tipos de cambio, estaban ya im­ plícitos en el modelo kuhniano. En cuanto a la segunda cuestión, si bien Kuhn tenía razón al sostener que los cientí­ ficos raras veces dan por falsadas sus teorías, Popper era más convincente y preciso en sus propuestas de elección entre teorías. Kuhn sostenía que una teoría T1 sustitui­ da por otra T2 es «inconmensurable» con ella: no hay T3 desde donde comparar T1 y T2 para zanjar cuál es mejor. Tampoco existe un conjunto neutral de enunciados fácticos para T1 y T2. Las teorías en liza no compar­ ten los rompecabezas que pretenden resolver, la concepción de ciencia, el vocabulario, los referentes ontológicos ni la interpretación de los hechos. Echando mano de ideas lógicas como la no traducibilidad entre lenguajes, ideas psicológicas co­ mo el cambio de Ges­ talt e ideas lingüísticas como la hipótesis de Sapir-Whorf (hay correlación entre las categorías gramaticales que una persona usa y su modo de entender la realidad), Kuhn llegaba a decir que, si dos científicos trabajan con teorías in­ conmensurables, sus esquemas perceptuales y conceptuales son tan dispares que es como si viviesen en mundos distintos. La demostración de qué teoría es mejor cede entonces a la mera persuasión. Popper, que acabó reconociendo que no se pueden falsar hi­ pótesis aisladas sino conjuntos de hipótesis, en 1963 propuso en Conjectures and refutations (Conjeturas y refutaciones, Paidós, 2003) seis criterios para juzgar si T1 ha sido superada por T2: T2 hace afirmaciones más precisas que T1; T2 explica más hechos que T1; T2 explica mejor que T1; T2 ha resistido más tests que T1; T2 ha sugerido nuevos tests; T2 ha conectado problemas entre sí. No hace falta «salirse del marco», decía Popper, para discutir con alguien que está dentro de otro marco. Su propuesta contiene lagunas y fallos, pero ha inspirado otras muchas que han venido después y que no se resignan a que la elección entre teorías deje de ser racional. La crítica y el desarrollo del conocimiento.Dirigido por Imre Lakatos y Alan Musgrave. Grijalbo, 1975. Kuhn y el cambio científico.Ana Rosa Pérez Ransanz. Fondo de Cultura Económica, 1999. El camino desde la estructura.Thomas S. Kuhn. Paidós, 2001. Thomas Kuhn.Alexander Bird. Tecnos, 2002. Popper.Julio Ostalé. RBA, 2016. El concepto de ciencia en Popper.Andrés Rivadulla en MyC, n.o 11, 2005. Ciencia y arte: ¿Vidas paralelas?J. Pinto de Oliveira, en este mismo número. El universo creativo de Popper.Josep Corcó, en este mismo número. Los límites del método científico.Adán Sus en IyC, abril de 2016. EN NUESTRO ARCHIVO PARA SABER MÁS Kuhn explica el progreso científico como una sucesión de largos periodos de ciencia normal y breves episodios de ciencia revolucionaria 22 TEMAS 100
  • 25. SUSCRÍBETE A www.investigacionyciencia.es/suscripciones Teléfono: +34 935 952 368 Y además elige 2 números de la colección TEMAS gratis Ventajas para los suscriptores:  Envío puntual a domicilio  Ahorro sobre el precio de portada 82,80 € 75 € por un año (12 ejemplares) 165,60 € 140 € por dos años (24 ejemplares)  Acceso gratuito a la edición digital de los números incluidos en la ­ suscripción
  • 26. E n la década de los sesentase produjo un cambio radical en filosofía de la ciencia. Nos referimos al llamado giro histo­ ricista. Algunos de sus autores más representativos fueron Thomas Kuhn, Imre Lakatos y Paul Feyerabend. Supuso la crí­ tica y el abandono de las tesis neopositivistas tradicionales, así como un replanteamiento en la agenda de los problemas esen­ ciales en filosofía de la ciencia. Dicho parteaguas trajo aparejado un profundo distancia­ miento de la noción tradicional de racionalidad científica, que solía reducirse a una serie de reglas algorítmicas y universales. Como consecuencia, se ampliaron los criterios de demarcación entre ciencia y pseudociencia basados en la verificabilidad, por ser demasiado excluyentes. Ante este panorama, algunos soció­ logos de la ciencia comenzaron a vislumbrar una oportunidad para estudiar la ciencia como una institución social. Con ello, pretendían revelar el vacío de la epistemología más tradicional. El resultado fue un antagonismo entre filósofos de la ciencia y sociólogos de la ciencia. En su libro Defending science —within reason: Between scientism and cynicism (2003), Susan Haack, de la Universidad de Miami, describe esta rivalidad en términos de una oposición entre el viejo cientificismo de los filósofos de la ciencia, que consideraban la ciencia como algo casi sagrado, y el nuevo cinismo de los sociólogos de la ciencia, que toman la ciencia como una especie de truco o engaño. Pero, en realidad, según señala la filósofa angloamericana, ambas partes en disputa comparten —aunque no lo reconozcan— algunos falsos supuestos clave, como un modelo de racionalidad demasiado rígido (según el cual algo es racional solo si de ello se derivan lógicamente consecuencias empíricamente verificables). De aquí, continúa Haack, que la supuesta oposición pueda ser superada. Es decir, existe una posición intermedia mucho más defendible que las dos concepciones hasta ahora en liza, una posición que Haack deno­ mina sentido común crítico, tomando la expresión del filósofo estadounidense Charles Sanders Peirce (1839-1914). Uno de los propósitos principales de su Defending science es precisamente el de desarrollar en detalle esta posición intermedia. Pero antes de adentrarnos más en la filosofía de Haack, he­ mos de decir unas palabras sobre esta autora, considerada hoy en día una de las más importantes mentes filosóficas. Se cuen­ ta entre los pocos pensadores que han realizado aportaciones fundamentales en diversas ramas de la filosofía, como la lógica, la filosofía del lenguaje, la metafísica, la epistemología, la filo­ sofía de la ciencia y la filosofía del derecho. Su pensamiento es nuclear para la filosofía actual, dado que es de los pocos que logra conciliar distintos ámbitos filosóficos. El amplio alcance de sus intereses es coherente con su dura crítica a la hiperes­ pecialización y a la reciente fragmentación de la filosofía. Y es precisamente esta amplitud de miras lo que le ha permitido edificar una filosofía de la ciencia iluminadora. En ella, Haack explora la función de las pruebas empíricas como apoyo de las teorías científicas exitosas, la naturaleza siempre evolutiva de los métodos científicos, las suposiciones metafísicas de la em­ presa científica, el rol de la ciencia en la sociedad y el rol de la sociedad en la ciencia, e incluso las relaciones entre la ciencia y la literatura, la religión y el derecho. Gracias a ese entramado de áreas filosóficas, surge en el pen­ samiento de Haack un concepto central para la epistemología, una noción que permite zanjar la disputa que mencionábamos al principio entre cínicos y cientificistas. Se trata del concepto de prueba, que en la obra de Haack es integral: incluye tanto las pruebas empíricas como las racionales. Ahora bien, la noción de prueba se entiende dentro del lla­ mado fundherentismo. Este marco teóri­ co es creado por Haack como un vía de superación de otra dicotomía epistémica, la que enfrenta a los fundacionistas con los coherentistas. Los primeros buscan un fundamento último y definitivo del cono­ cimiento, ya sea en la razón o en los datos de los sentidos. Los segundos se desen­ tienden de esta empresa y ponen el acen­ to en la coherencia interna de cualquier cuerpo de conocimiento. La historia de la epistemología enseña que ninguna de las dos estrategias resulta satisfactoria. Con el fundherentismo, Haack pretende no solo disolver esta dicotomía clásica, sino también rescatar a la epistemología de la desilusión generalizada en la que parece F U N D A C I O N I S M O B F U N D H E R E N T I S M O U C O H E R E N T I S M O P El mundo de las pruebas La filosofía de la ciencia de Susan Haack Ana Luisa Ponce Miotti Profesora de filosofía de la ciencia en la Universidad de Xalapa, México. PRUEBAS 24 TEMAS 100