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TRES VISIONES DEL PATRIARCADO

                              1) Marxista: Engels, 1884

Las ideas antropológicas de Engels son de 1884, y no han sido confirmadas
por la investigación de campo.

EL ORIGEN DE LA FAMILIA, LA PROPIEDAD PRIVADA Y EL ESTADO
Federico Engels

Colección Clásicos del Marxismo, Primera edición: septiembre 2006, IMPRESO
EN ESPAÑA, copy Fundación Federico Engels, págs. 62 a 64

          (…) Así pues, a medida que iban en aumento, las riquezas daban al hombre una
posición en la familia más importante que a la mujer y hacían que naciera en él la idea de
valerse de esta ventaja para modificar en provecho de sus hijos el orden de herencia
establecido. Pero esto no podía hacerse mientras permaneciese vigente la filiación según
el derecho materno. Éste tenía que ser abolido, y lo fue, lo que no resultó tan difícil como
hoy nos pueda parecer. Aquella revolución —una de las más profundas que la humanidad
ha conocido— no tuvo necesidad de tocar ni a un solo miembro vivo de la gens. Todos los
miembros de ésta pudieron seguir siendo lo que hasta entonces habían sido. Bastó decidir
sencillamente que, en el futuro, los hijos pertenecerían a la gens de su padre. Así
quedaron abolidos la filiación femenina y el derecho hereditario materno, sustituyéndolos
la filiación masculina y el derecho hereditario paterno. Nada sabemos respecto a cómo y
cuándo se produjo esta revolución en los pueblos cultos, pues se remonta a los tiempos
prehistóricos, pero los datos reunidos, sobre todo por Bachofen, acerca de los numerosos
vestigios del derecho materno demuestran plenamente que esa revolución se produjo. La
facilidad con que se verifica se ve en muchas tribus indias donde acaba de efectuarse o se
está efectuando, en parte por influjo del incremento de las riquezas y el cambio de género
de vida (migración desde los bosques a las praderas), y en parte por la influencia moral de
la civilización y los misioneros. De ocho tribus del Misuri, en seis rigen la filiación y el
orden de herencia masculinos, y en otras dos, los femeninos. Entre los shawnees, los
miamíes y los delawares se ha introducido la costumbre de dar a los hijos un nombre
perteneciente a la gens paterna, para así hacerlos pasar a ésta, con el fin de que puedan
heredar de su padre. “Casuística innata en los hombres la de cambiar las cosas cambiando
sus nombres y hallar salidas para romper con la tradición, sin salirse de ella, en todas
partes donde un interés directo da el impulso suficiente para ello” (Marx). Resultó de ahí
una espantosa confusión, la cual sólo podía remediarse, y en parte fue remediada, con el
paso al patriarcado. “Esta parece ser la transición más natural” (Marx). Acerca de lo que
los especialistas en derecho comparado pueden decirnos sobre el modo en que se operó
esta transición en los pueblos civilizados del Mundo Antiguo —casi todo son hipótesis—,
véase Kovalevski, Cuadro del origen y evolución de la familia y la propiedad, Estocolmo,
1890.
        La abolición del derecho materno fue la gran derrota histórica del sexo femenino
en todo el mundo. El hombre empuñó las riendas también en la casa y la mujer se vio
degradada, convertida en la servidora, en la esclava de la lujuria del hombre, en un simple
instrumento de reproducción. Esta baja condición de la mujer, que se manifiesta sobre
todo entre los griegos de los tiempos heroicos y todavía más entre los de los tiempos
clásicos15, ha sido gradualmente retocada, disimulada y, en ciertos lugares, hasta
revestida de formas más suaves, pero ni mucho menos ha sido abolida.
         El primer efecto del poder exclusivo de los hombres, desde el punto y hora en que
se fundó, lo observamos en la forma intermedia de la familia patriarcal, surgida en aquel
momento. La principal característica de esta familia no es la poligamia, que luego
abordaremos, sino la “organización de cierto número de individuos, libres y no libres, en
una familia sometida al poder paterno del jefe de la misma. En la forma semítica, ese jefe
de familia vive en plena poligamia, los esclavos tienen una mujer e hijos, y el objetivo de la
organización entera es cuidar del ganado en un área determinada” (Morgan, La sociedad
primitiva, p. 474). Los rasgos esenciales son la incorporación de los esclavos y la potestad
paterna. Por eso la familia romana es el tipo perfecto de esta forma de familia.
Originalmente, la palabra “familia” no significa el ideal —mezcla de sentimentalismos y
disensiones domésticas—del filisteo de nuestra época; al principio ni siquiera se aplica a la
pareja conyugal y sus hijos, sino tan sólo a los esclavos. Famulus quiere decir “esclavo
doméstico”, y la familia es el conjunto de los esclavos pertenecientes a un mismo hombre.
En tiempos de Gayo 16, la familia se legaba por testamento (familia, id est patrimonium,
“la familia, es decir, el patrimonio, la herencia”). Esta expresión la inventaron los romanos
para designar un nuevo organismo social, cuyo jefe tenía bajo su poder a la mujer, los
hijos y cierto número de esclavos, con la patria potestad romana y el derecho de vida y
muerte sobre todos ellos. “La palabra no es, pues, más antigua que el férreo sistema de
familia de las tribus latinas, que nació al introducirse la agricultura y la esclavitud legal y
después de la separación entre los itálicos y los griegos” (Morgan, op. cit., p. 478).
        Y añade Marx: “La familia moderna contiene, en germen, no sólo la esclavitud
(servitus), sino también la servidumbre, y desde el comienzo mismo guarda relación con
las cargas en la agricultura. Encierra, in miniature, todos los antagonismos que se
desarrollan más adelante en la sociedad y en su Estado”. Esta forma de familia señala el
tránsito del matrimonio sindiásmico a la monogamia. Para asegurar su fidelidad y, por
consiguiente, la paternidad de los hijos, la mujer es entregada sin reservas al poder
del hombre; cuando éste la mata, no hace más que ejercer su derecho.


                          VISIÓN CATÓLICA: Ratzinger, 2004

              CARTA A LOS OBISPOS DE LA IGLESIA CATÓLICA
            SOBRE LA COLABORACIÓN DEL HOMBRE Y LA MUJER
                       EN LA IGLESIA Y EL MUNDO
II

INTRODUCCIÓN

1.Experta en humanidad, la Iglesia ha estado siempre interesada en todo lo que se refiere al
hombre y a la mujer. En estos últimos tiempos se ha reflexionado mucho acerca de la
dignidad de la mujer, sus derechos y deberes en los diversos sectores de la comunidad civil
y eclesial. Habiendo contribuido a la profundización de esta temática fundamental,
particularmente con la enseñanza de Juan Pablo II,1 la Iglesia se siente ahora interpelada
por algunas corrientes de pensamiento, cuyas tesis frecuentemente no coinciden con la
finalidad genuina de la promoción de la mujer.

(,,,) I. EL PROBLEMA

2.En los últimos años se han delineado nuevas tendencias para afrontar la cuestión
femenina. Una primera tendencia subraya fuertemente la condición de subordinación de la
mujer a fin de suscitar una actitud de contestación. La mujer, para ser ella misma, se
constituye en antagonista del hombre. A los abusos de poder responde con una estrategia de
búsqueda del poder. Este proceso lleva a una rivalidad entre los sexos, en el que la
identidad y el rol de uno son asumidos en desventaja del otro, teniendo como consecuencia
la introducción en la antropología de una confusión deletérea, que tiene su implicación más
inmediata y nefasta en la estructura de la familia.

Una segunda tendencia emerge como consecuencia de la primera. Para evitar cualquier
supremacía de uno u otro sexo, se tiende a cancelar las diferencias, consideradas como
simple efecto de un condicionamiento histórico-cultural. En esta nivelación, la diferencia
corpórea, llamada sexo, se minimiza, mientras la dimensión estrictamente cultural, llamada
género, queda subrayada al máximo y considerada primaria. El obscurecerse de la
diferencia o dualidad de los sexos produce enormes consecuencias de diverso orden. Esta
antropología, que pretendía favorecer perspectivas igualitarias para la mujer, liberándola de
todo determinismo biológico, ha inspirado de hecho ideologías que promueven, por
ejemplo, el cuestionamiento de la familia a causa de su índole natural bi-parental, esto es,
compuesta de padre y madre, la equiparación de la homosexualidad a la heterosexualidad y
un modelo nuevo de sexualidad polimorfa.

3. Aunque la raíz inmediata de dicha tendencia se coloca en el contexto de la cuestión
femenina, su más profunda motivación debe buscarse en el tentativo de la persona humana
de liberarse de sus condicionamientos biológicos.2 Según esta perspectiva antropológica, la
naturaleza humana no lleva en sí misma características que se impondrían de manera
absoluta: toda persona podría o debería configurarse según sus propios deseos, ya que sería
libre de toda predeterminación vinculada a su constitución esencial.

Esta perspectiva tiene múltiples consecuencias. Ante todo, se refuerza la idea de que la
liberación de la mujer exige una crítica a las Sagradas Escrituras, que transmitirían una
concepción patriarcal de Dios, alimentada por una cultura esencialmente machista. En
segundo lugar, tal tendencia consideraría sin importancia e irrelevante el hecho de que el
Hijo Dios haya asumido la naturaleza humana en su forma masculina.
(…) II. LOS DATOS FUNDAMENTALES
DE LA ANTROPOLOGÍA BÍBLICA

«Y dijo Dios: Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra... Creó,
pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, hombre y mujer los
creó» (Gn 1,26-27). La humanidad es descrita aquí como articulada, desde su primer
origen, en la relación de lo masculino con lo femenino. Es esta humanidad sexuada la que
se declara explícitamente «imagen de Dios».

(…) (…) De este modo, el cuerpo humano, marcado por el sello de la masculinidad o la
femineidad, «desde ‘‘el principio'' tiene un carácter nupcial, lo que quiere decir que es
capaz de expresar el amor con que el hombre-persona se hace don, verificando así el
profundo sentido del propio ser y del propio existir».7 Comentando estos versículos del
Génesis, el Santo Padre continúa: «En esta peculiaridad suya, el cuerpo es la expresión del
espíritu y está llamado, en el misterio mismo de la creación, a existir en la comunión de las
personas ‘‘a imagen de Dios''».8

(…) 7.El pecado original altera el modo con el que el hombre y la mujer acogen y viven la
Palabra de Dios y su relación con el Creador. Inmediatamente después de haberles donado
el jardín, Dios les da un mandamiento positivo (cf Gn 2,16) seguido por otro negativo (cf
Gn 2,17), con el cual se afirma implícitamente la diferencia esencial entre Dios y la
humanidad. En virtud de la seducción de la Serpiente, tal diferencia es rechazada de hecho
por el hombre y la mujer. Como consecuencia se tergiversa también el modo de vivir su
diferenciación sexual. La narración del Génesis establece así una relación de causa y efecto
entre las dos diferencias: en cuando la humanidad considera a Dios como su enemigo se
pervierte la relación misma entre el hombre y la mujer. Asimismo, cuando esta última
relación se deteriora, existe el riesgo de que quede comprometido también el acceso al
rostro de Dios.

En las palabras que Dios dirige a la mujer después del pecado se expresa, de modo
lapidario e impresionante, la naturaleza de las relaciones que se establecerán a partir de
entonces entre el hombre y la mujer: «Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará»
(Gn 3,16). Será una relación en la que a menudo el amor quedará reducido a pura búsqueda
de sí mismo, en una relación que ignora y destruye el amor, reemplazándolo con el yugo de
la dominación de un sexo sobre el otro. La historia de la humanidad reproduce, de hecho,
estas situaciones en las que se expresa abiertamente la triple concupiscencia que recuerda
San Juan, cuando habla de la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la
soberbia de la vida (cf 1 Jn 2,16). En esta trágica situación se pierden la igualdad, el respeto
y el amor que, según el diseño originario de Dios, exige la relación del hombre y la mujer.

(…) Se trata de la dimensión antropológica de la sexualidad, inseparable de la teológica. La
criatura humana, en su unidad de alma y cuerpo, está, desde el principio, cualificada por la
relación con el otro. Esta relación se presenta siempre a la vez como buena y alterada. Es
buena por su bondad originaria, declarada por Dios desde el primer momento de la
creación; es también alterada por la desarmonía entre Dios y la humanidad, surgida con el
pecado. Tal alteración no corresponde, sin embargo, ni al proyecto inicial de Dios sobre el
hombre y la mujer, ni a la verdad sobre la relación de los sexos. De esto se deduce, por lo
tanto, que esta relación, buena pero herida, necesita ser sanada.

(…) Distintos desde el principio de la creación y permaneciendo así en la eternidad, el
hombre y la mujer, injertados en el misterio pascual de Cristo, ya no advierten, pues, sus
diferencias como motivo de discordia que hay que superar con la negación o la nivelación,
sino como una posibilidad de colaboración que hay que cultivar con el respeto recíproco de
la distinción. A partir de aquí se abren nuevas perspectivas para una comprensión más
profunda de la dignidad de la mujer y de su papel en la sociedad humana y en la Iglesia.

III. LA ACTUALIDAD
DE LOS VALORES FEMENINOS EN LA VIDA DE LA SOCIEDAD

13.Entre los valores fundamentales que están vinculados a la vida concreta de la mujer se
halla lo que se ha dado en llamar la «capacidad de acogida del otro». No obstante el hecho
de que cierto discurso feminista reivindique las exigencias «para sí misma», la mujer
conserva la profunda intuición de que lo mejor de su vida está hecho de actividades
orientadas al despertar del otro, a su crecimiento y a su protección.

Esta intuición está unida a su capacidad física de dar la vida. Sea o no puesta en acto, esta
capacidad es una realidad que estructura profundamente la personalidad femenina. Le
permite adquirir muy pronto madurez, sentido de la gravedad de la vida y de las
responsabilidades que ésta implica. Desarrolla en ella el sentido y el respeto por lo
concreto, que se opone a abstracciones a menudo letales para la existencia de los individuos
y la sociedad. En fin, es ella la que, aún en las situaciones más desesperadas —y la historia
pasada y presente es testigo de ello— posee una capacidad única de resistir en las
adversidades, de hacer la vida todavía posible incluso en situaciones extremas, de conservar
un tenaz sentido del futuro y, por último, de recordar con las lágrimas el precio de cada
vida humana.

Aunque la maternidad es un elemento clave de la identidad femenina, ello no autoriza en
absoluto a considerar a la mujer exclusivamente bajo el aspecto de la procreación biológica.
En este sentido, pueden existir graves exageraciones que exaltan la fecundidad biológica en
términos vitalistas, y que a menudo van acompañadas de un peligroso desprecio por la
mujer. La vocación cristiana a la virginidad —audaz con relación a la tradición
veterotestamentaria y a las exigencias de muchas sociedades humanas— tiene al respecto
gran importancia.17 Ésta contradice radicalmente toda pretensión de encerrar a las mujeres
en un destino que sería sencillamente biológico. Así como la maternidad física le recuerda a
la virginidad que no existe vocación cristiana fuera de la donación concreta de sí al otro,
igualmente la virginidad le recuerda a la maternidad física su dimensión fundamentalmente
espiritual: no es conformándose con dar la vida física como se genera realmente al otro. Eso
significa que la maternidad también puede encontrar formas de plena realización allí donde
no hay generación física.18

En tal perspectiva se entiende el papel insustituible de la mujer en los diversos aspectos de
la vida familiar y social que implican las relaciones humanas y el cuidado del otro. Aquí se
manifiesta con claridad lo que el Santo Padre ha llamado el genio de la mujer.19 Ello
implica, ante todo, que las mujeres estén activamente presentes, incluso con firmeza, en la
familia, «sociedad primordial y, en cierto sentido, ‘‘soberana''»,20 pues es particularmente
en ella donde se plasma el rostro de un pueblo y sus miembros adquieren las enseñanzas
fundamentales. Ellos aprenden a amar en cuanto son amados gratuitamente, aprenden el
respeto a las otras personas en cuanto son respetados, aprenden a conocer el rostro de Dios
en cuanto reciben su primera revelación de un padre y una madre llenos de atenciones.
Cuando faltan estas experiencias fundamentales, es el conjunto de la sociedad el que sufre
violencia y se vuelve, a su vez, generador de múltiples violencias. Esto implica, además,
que las mujeres estén presentes en el mundo del trabajo y de la organización social, y que
tengan acceso a puestos de responsabilidad que les ofrezcan la posibilidad de inspirar las
políticas de las naciones y de promover soluciones innovadoras para los problemas
económicos y sociales.

Sin embargo no se puede olvidar que la combinación de las dos actividades —la familia y
el trabajo— asume, en el caso de la mujer, características diferentes que en el del hombre.
Se plantea por tanto el problema de armonizar la legislación y la organización del trabajo
con las exigencias de la misión de la mujer dentro de la familia. El problema no es solo
jurídico, económico u organizativo, sino ante todo de mentalidad, cultura y respeto. Se
necesita, en efecto, una justa valoración del trabajo desarrollado por la mujer en la familia.
En tal modo, las mujeres que libremente lo deseen podrán dedicar la totalidad de su tiempo
al trabajo doméstico, sin ser estigmatizadas socialmente y penalizadas económicamente.
Por otra parte, las que deseen desarrollar también otros trabajos, podrán hacerlo con
horarios adecuados, sin verse obligadas a elegir entre la alternativa de perjudicar su vida
familiar o de padecer una situación habitual de tensión, que no facilita ni el equilibrio
personal ni la armonía familiar. Como ha escrito Juan Pablo II, «será un honor para la
sociedad hacer posible a la madre —sin obstaculizar su libertad, sin discriminación
sicológica o práctica, sin dejarle en inferioridad ante sus compañeras— dedicarse al
cuidado y a la educación de los hijos, según las necesidades diferenciadas de la edad».21

(,,,)Por lo tanto la promoción de las mujeres dentro de la sociedad tiene que ser
comprendida y buscada como una humanización, realizada gracias a los valores
redescubiertos por las mujeres. Toda perspectiva que pretenda proponerse como lucha de
sexos sólo puede ser una ilusión y un peligro, destinados a acabar en situaciones de
segregación y competición entre hombres y mujeres, y a promover un solipsismo, que se
nutre de una concepción falsa de la libertad.

Sin prejuzgar los esfuerzos por promover los derechos a los que las mujeres pueden aspirar
en la sociedad y en la familia, estas observaciones quieren corregir la perspectiva que
considera a los hombres como enemigos que hay que vencer. La relación hombre-mujer no
puede pretender encontrar su justa condición en una especie de contraposición desconfiada
y a la defensiva. Es necesario que tal relación sea vivida en la paz y felicidad del amor
compartido.

En un nivel más concreto, las políticas sociales —educativas, familiares, laborales, de
acceso a los servicios, de participación cívica— si bien por una parte tienen que combatir
cualquier injusta discriminación sexual, por otra deben saber escuchar las aspiraciones e
individuar las necesidades de cada cual. La defensa y promoción de la idéntica dignidad y
de los valores personales comunes deben armonizarse con el cuidadoso reconocimiento de
la diferencia y la reciprocidad, allí donde eso se requiera para la realización del propio ser
masculino o femenino.

 IV. LA ACTUALIDAD DE LOS VALORES FEMENINOS EN LA VIDA DE LA
IGLESIA

(… ) En esta perspectiva también se entiende que el hecho de que la ordenación sacerdotal
sea exclusivamente reservada a los hombres22 no impide en absoluto a las mujeres el acceso
al corazón de la vida cristiana. Ellas están llamadas a ser modelos y testigos insustituibles
para todos los cristianos de cómo la Esposa debe corresponder con amor al amor del
Esposo.

       3) VISION DEL INTERCAMBIO SOCIAL: 2002, Baumeister & Twenge

                Supresión Cultural de la Sexualidad de la Mujer
           Review of General Psychology, 2002, Vol. 6, No. 2, 166–20.
                                          Resumen

Se evalúan cuatro teorías sobre la supresión cultural de la sexualidad de la mujer. Se
reseñan datos sobre las diferencias transculturales en poder y razones sexuales [sex
ratios], reacciones a la revolución sexual, influencias restrictivas directas sobre la
Sexualidad de la mujer adulta y adolescente, patrones de doble estándar sobre moralidad
sexual, [double standard patterns of sexual morality], cirugía de los genitales de la mujer,
restricciones legales y religiosas sobre el sexo, la prostitución y la pornografía, y el engaño
sexual [sexual deception]. La idea de que los varones suprimen la sexualidad de la mujer
recibió casi ningún apoyo, y está claramente contradicha por algunos descubrimientos. En
lugar de ello, la evidencia favorece la idea de que las mujeres se han esforzado para
sofocar la sexualidad de las demás, porque el sexo es un recurso limitado que las mujeres
usan para negociar con los varones, y la escasez les da a las mujeres una ventaja.

¿Por qué Hacen Esto las Mujeres?

        (…) Otra teoría posible sería que las mujeres se suprimen la sexualidad entre sí
para influir el mercado sexual en general y así evitar tener que involucrarse en sexo ellas
mismas. Bajo esta idea, el sexo es una carga para las mujeres, y a menudo se muestran
reacias a tener sexo con los hombres. Ciertamente abundantes evidencias han
confirmado que las mujeres desean sexo menos a menudo que los hombres (véase
Baumeister et al., 2001, para una reseña), incluyendo cuando están en relaciones
establecidas (e.g., McCabe, 1987), y por tanto a menudo son confrontadas con demandas
del varón por sexo, que pueden no querer satisfacer. En ese contexto, las mujeres
podrían estar tentadas de pensar que si se agrupan y todas se rehúsan al sexo, los
hombres tendrán que prestar aquiescencia y tendrán que aprender a arreglárselas sin
tanto sexo como querrían. En particular, las mujeres pueden sentir que pueden ser
sexualmente no respondientes sin peligro de perder sus parejas varones, en tanto que los
hombres no puedan encontrar otras parejas más satisfactorias, y por tanto es vital
suprimir la sexualidad de las otras mujeres.
(…) En suma, la teoría del intercambio social puede ofrecer una plena explicación
de los descubrimientos, pero la evidencia no es suficiente para verificar que este relato de
los motivos sea el correcto. Entre tanto, las ideas alternativas tienen algunas dificultades
en hacer encajar partes de la evidencia. La explicación plena puede bien involucrar una
combinación de factores, incluyendo el énfasis de la teoría del intercambio social en
restringir la oferta para ganar un precio alto, algún grado de preocupación altruista para
proteger a otras mujeres (especialmente quizás las hijas) de las consecuencias aversivas
de la licencia [indulgence] sexual, y posiblemente algún deseo de restringir el sexo en
general, de modo que las mujeres individuales no tengan que cumplir con todas las
demandas sexuales de sus parejas.

El Futuro de la Supresión Sexual

        (…) En Occidente, las mujeres tienen esencialmente todos los derechos y
oportunidades de los hombres, y han reducido vastamente la brecha entre ellas y los
hombres en poder, estatus, dinero y otros recursos. Por esto, su necesidad de apoyarse
en la restricción del sexo para conseguir un intercambio favorable es mucho más baja que
en el pasado, y por tanto un retorno a la extensa supresión que se encuentra en el pasado
es improbable. En otras partes del mundo, sin embargo, las mujeres siguen estando en
una desventaja mucho más sustancial en las esferas política y económica, y por tanto la
supresión continuada de la sexualidad de la mujer en esos lugares puede ser algo que las
mujeres perciban como necesario. (…) Germain Greer (1999) y otras han advertido contra
imponer valores occidentales a las mujeres de otras culturas, incluyendo forzarlas a
abandonar la supresión sexual. La liberación sexual sin liberación política y económica
podría dejar a esas mujeres en una posición en la sociedad todavía más débil.
        (…) Se pueden también considerar las perspectivas de mantener en vigencia la
supresión de la sexualidad de la mujer. Parece haber sido lograda con sanciones
informales, tales como el chismerío, la reputación y la socialización materna. Éstas
parecen ser más difíciles de sostener en redes sociales grandes e instable, especialmente
cuando hay medios de comunicación masivos capaces de influir en las normas percibidas.
Los grupos más pequeños y estables pueden mantener la vigencia de normas locales de
restricción sexual más eficazmente. En el momento actual, se pueden observar
tendencias tanto hacia la mayor urbanización y apiñamiento de población como hacia
construir comunidades más pequeñas y autocontenidas (incluyendo la fuga de los centros
urbanos hacia las ciudades pequeñas y los suburbios), y es difícil predecir cuál
prevalecerá.
        La religión ya no es una fuerza tan fuerte como fue en un tiempo para dar
legitimidad a la supresión sexual, pero la salud y la medicina han ofrecido justificaciones
alternativas que los agentes socializadores pueden usar para promover restricción sexual,
aunque ellas carecen del poder moral que la religión puede invocar. Los riesgos médicos
del sexo han demostrado que pueden cambiar rápidamente, en ambas direcciones (cfr.
SIDA y penicilina), y los cambios futuros en cualquiera de las dos direcciones podrían
tener un impacto que sería tan grande como una pérdida abrupta de los derechos de la
mujer o un renacimiento del fervor religioso. El florecimiento de la sexualidad de la mujer
en los últimos años del siglo XX la puso en posición de ofrecer más placer sexual a más
mujeres y a más hombres que en ningún otro momento de la historia del mundo, y estas
contingencias determinarán si esto entra en la historia como un episodio breve e
insostenible o como el comienzo de una era permanente de liberación sexual.


Prof. Rafael H. H. Freda

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Tres visiones del patriarcado

  • 1. TRES VISIONES DEL PATRIARCADO 1) Marxista: Engels, 1884 Las ideas antropológicas de Engels son de 1884, y no han sido confirmadas por la investigación de campo. EL ORIGEN DE LA FAMILIA, LA PROPIEDAD PRIVADA Y EL ESTADO Federico Engels Colección Clásicos del Marxismo, Primera edición: septiembre 2006, IMPRESO EN ESPAÑA, copy Fundación Federico Engels, págs. 62 a 64 (…) Así pues, a medida que iban en aumento, las riquezas daban al hombre una posición en la familia más importante que a la mujer y hacían que naciera en él la idea de valerse de esta ventaja para modificar en provecho de sus hijos el orden de herencia establecido. Pero esto no podía hacerse mientras permaneciese vigente la filiación según el derecho materno. Éste tenía que ser abolido, y lo fue, lo que no resultó tan difícil como hoy nos pueda parecer. Aquella revolución —una de las más profundas que la humanidad ha conocido— no tuvo necesidad de tocar ni a un solo miembro vivo de la gens. Todos los miembros de ésta pudieron seguir siendo lo que hasta entonces habían sido. Bastó decidir sencillamente que, en el futuro, los hijos pertenecerían a la gens de su padre. Así quedaron abolidos la filiación femenina y el derecho hereditario materno, sustituyéndolos la filiación masculina y el derecho hereditario paterno. Nada sabemos respecto a cómo y cuándo se produjo esta revolución en los pueblos cultos, pues se remonta a los tiempos prehistóricos, pero los datos reunidos, sobre todo por Bachofen, acerca de los numerosos vestigios del derecho materno demuestran plenamente que esa revolución se produjo. La facilidad con que se verifica se ve en muchas tribus indias donde acaba de efectuarse o se está efectuando, en parte por influjo del incremento de las riquezas y el cambio de género de vida (migración desde los bosques a las praderas), y en parte por la influencia moral de la civilización y los misioneros. De ocho tribus del Misuri, en seis rigen la filiación y el orden de herencia masculinos, y en otras dos, los femeninos. Entre los shawnees, los miamíes y los delawares se ha introducido la costumbre de dar a los hijos un nombre perteneciente a la gens paterna, para así hacerlos pasar a ésta, con el fin de que puedan heredar de su padre. “Casuística innata en los hombres la de cambiar las cosas cambiando sus nombres y hallar salidas para romper con la tradición, sin salirse de ella, en todas partes donde un interés directo da el impulso suficiente para ello” (Marx). Resultó de ahí una espantosa confusión, la cual sólo podía remediarse, y en parte fue remediada, con el paso al patriarcado. “Esta parece ser la transición más natural” (Marx). Acerca de lo que los especialistas en derecho comparado pueden decirnos sobre el modo en que se operó esta transición en los pueblos civilizados del Mundo Antiguo —casi todo son hipótesis—,
  • 2. véase Kovalevski, Cuadro del origen y evolución de la familia y la propiedad, Estocolmo, 1890. La abolición del derecho materno fue la gran derrota histórica del sexo femenino en todo el mundo. El hombre empuñó las riendas también en la casa y la mujer se vio degradada, convertida en la servidora, en la esclava de la lujuria del hombre, en un simple instrumento de reproducción. Esta baja condición de la mujer, que se manifiesta sobre todo entre los griegos de los tiempos heroicos y todavía más entre los de los tiempos clásicos15, ha sido gradualmente retocada, disimulada y, en ciertos lugares, hasta revestida de formas más suaves, pero ni mucho menos ha sido abolida. El primer efecto del poder exclusivo de los hombres, desde el punto y hora en que se fundó, lo observamos en la forma intermedia de la familia patriarcal, surgida en aquel momento. La principal característica de esta familia no es la poligamia, que luego abordaremos, sino la “organización de cierto número de individuos, libres y no libres, en una familia sometida al poder paterno del jefe de la misma. En la forma semítica, ese jefe de familia vive en plena poligamia, los esclavos tienen una mujer e hijos, y el objetivo de la organización entera es cuidar del ganado en un área determinada” (Morgan, La sociedad primitiva, p. 474). Los rasgos esenciales son la incorporación de los esclavos y la potestad paterna. Por eso la familia romana es el tipo perfecto de esta forma de familia. Originalmente, la palabra “familia” no significa el ideal —mezcla de sentimentalismos y disensiones domésticas—del filisteo de nuestra época; al principio ni siquiera se aplica a la pareja conyugal y sus hijos, sino tan sólo a los esclavos. Famulus quiere decir “esclavo doméstico”, y la familia es el conjunto de los esclavos pertenecientes a un mismo hombre. En tiempos de Gayo 16, la familia se legaba por testamento (familia, id est patrimonium, “la familia, es decir, el patrimonio, la herencia”). Esta expresión la inventaron los romanos para designar un nuevo organismo social, cuyo jefe tenía bajo su poder a la mujer, los hijos y cierto número de esclavos, con la patria potestad romana y el derecho de vida y muerte sobre todos ellos. “La palabra no es, pues, más antigua que el férreo sistema de familia de las tribus latinas, que nació al introducirse la agricultura y la esclavitud legal y después de la separación entre los itálicos y los griegos” (Morgan, op. cit., p. 478). Y añade Marx: “La familia moderna contiene, en germen, no sólo la esclavitud (servitus), sino también la servidumbre, y desde el comienzo mismo guarda relación con las cargas en la agricultura. Encierra, in miniature, todos los antagonismos que se desarrollan más adelante en la sociedad y en su Estado”. Esta forma de familia señala el tránsito del matrimonio sindiásmico a la monogamia. Para asegurar su fidelidad y, por consiguiente, la paternidad de los hijos, la mujer es entregada sin reservas al poder del hombre; cuando éste la mata, no hace más que ejercer su derecho. VISIÓN CATÓLICA: Ratzinger, 2004 CARTA A LOS OBISPOS DE LA IGLESIA CATÓLICA SOBRE LA COLABORACIÓN DEL HOMBRE Y LA MUJER EN LA IGLESIA Y EL MUNDO
  • 3. II INTRODUCCIÓN 1.Experta en humanidad, la Iglesia ha estado siempre interesada en todo lo que se refiere al hombre y a la mujer. En estos últimos tiempos se ha reflexionado mucho acerca de la dignidad de la mujer, sus derechos y deberes en los diversos sectores de la comunidad civil y eclesial. Habiendo contribuido a la profundización de esta temática fundamental, particularmente con la enseñanza de Juan Pablo II,1 la Iglesia se siente ahora interpelada por algunas corrientes de pensamiento, cuyas tesis frecuentemente no coinciden con la finalidad genuina de la promoción de la mujer. (,,,) I. EL PROBLEMA 2.En los últimos años se han delineado nuevas tendencias para afrontar la cuestión femenina. Una primera tendencia subraya fuertemente la condición de subordinación de la mujer a fin de suscitar una actitud de contestación. La mujer, para ser ella misma, se constituye en antagonista del hombre. A los abusos de poder responde con una estrategia de búsqueda del poder. Este proceso lleva a una rivalidad entre los sexos, en el que la identidad y el rol de uno son asumidos en desventaja del otro, teniendo como consecuencia la introducción en la antropología de una confusión deletérea, que tiene su implicación más inmediata y nefasta en la estructura de la familia. Una segunda tendencia emerge como consecuencia de la primera. Para evitar cualquier supremacía de uno u otro sexo, se tiende a cancelar las diferencias, consideradas como simple efecto de un condicionamiento histórico-cultural. En esta nivelación, la diferencia corpórea, llamada sexo, se minimiza, mientras la dimensión estrictamente cultural, llamada género, queda subrayada al máximo y considerada primaria. El obscurecerse de la diferencia o dualidad de los sexos produce enormes consecuencias de diverso orden. Esta antropología, que pretendía favorecer perspectivas igualitarias para la mujer, liberándola de todo determinismo biológico, ha inspirado de hecho ideologías que promueven, por ejemplo, el cuestionamiento de la familia a causa de su índole natural bi-parental, esto es, compuesta de padre y madre, la equiparación de la homosexualidad a la heterosexualidad y un modelo nuevo de sexualidad polimorfa. 3. Aunque la raíz inmediata de dicha tendencia se coloca en el contexto de la cuestión femenina, su más profunda motivación debe buscarse en el tentativo de la persona humana de liberarse de sus condicionamientos biológicos.2 Según esta perspectiva antropológica, la naturaleza humana no lleva en sí misma características que se impondrían de manera absoluta: toda persona podría o debería configurarse según sus propios deseos, ya que sería libre de toda predeterminación vinculada a su constitución esencial. Esta perspectiva tiene múltiples consecuencias. Ante todo, se refuerza la idea de que la liberación de la mujer exige una crítica a las Sagradas Escrituras, que transmitirían una concepción patriarcal de Dios, alimentada por una cultura esencialmente machista. En segundo lugar, tal tendencia consideraría sin importancia e irrelevante el hecho de que el Hijo Dios haya asumido la naturaleza humana en su forma masculina.
  • 4. (…) II. LOS DATOS FUNDAMENTALES DE LA ANTROPOLOGÍA BÍBLICA «Y dijo Dios: Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra... Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, hombre y mujer los creó» (Gn 1,26-27). La humanidad es descrita aquí como articulada, desde su primer origen, en la relación de lo masculino con lo femenino. Es esta humanidad sexuada la que se declara explícitamente «imagen de Dios». (…) (…) De este modo, el cuerpo humano, marcado por el sello de la masculinidad o la femineidad, «desde ‘‘el principio'' tiene un carácter nupcial, lo que quiere decir que es capaz de expresar el amor con que el hombre-persona se hace don, verificando así el profundo sentido del propio ser y del propio existir».7 Comentando estos versículos del Génesis, el Santo Padre continúa: «En esta peculiaridad suya, el cuerpo es la expresión del espíritu y está llamado, en el misterio mismo de la creación, a existir en la comunión de las personas ‘‘a imagen de Dios''».8 (…) 7.El pecado original altera el modo con el que el hombre y la mujer acogen y viven la Palabra de Dios y su relación con el Creador. Inmediatamente después de haberles donado el jardín, Dios les da un mandamiento positivo (cf Gn 2,16) seguido por otro negativo (cf Gn 2,17), con el cual se afirma implícitamente la diferencia esencial entre Dios y la humanidad. En virtud de la seducción de la Serpiente, tal diferencia es rechazada de hecho por el hombre y la mujer. Como consecuencia se tergiversa también el modo de vivir su diferenciación sexual. La narración del Génesis establece así una relación de causa y efecto entre las dos diferencias: en cuando la humanidad considera a Dios como su enemigo se pervierte la relación misma entre el hombre y la mujer. Asimismo, cuando esta última relación se deteriora, existe el riesgo de que quede comprometido también el acceso al rostro de Dios. En las palabras que Dios dirige a la mujer después del pecado se expresa, de modo lapidario e impresionante, la naturaleza de las relaciones que se establecerán a partir de entonces entre el hombre y la mujer: «Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará» (Gn 3,16). Será una relación en la que a menudo el amor quedará reducido a pura búsqueda de sí mismo, en una relación que ignora y destruye el amor, reemplazándolo con el yugo de la dominación de un sexo sobre el otro. La historia de la humanidad reproduce, de hecho, estas situaciones en las que se expresa abiertamente la triple concupiscencia que recuerda San Juan, cuando habla de la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida (cf 1 Jn 2,16). En esta trágica situación se pierden la igualdad, el respeto y el amor que, según el diseño originario de Dios, exige la relación del hombre y la mujer. (…) Se trata de la dimensión antropológica de la sexualidad, inseparable de la teológica. La criatura humana, en su unidad de alma y cuerpo, está, desde el principio, cualificada por la relación con el otro. Esta relación se presenta siempre a la vez como buena y alterada. Es buena por su bondad originaria, declarada por Dios desde el primer momento de la creación; es también alterada por la desarmonía entre Dios y la humanidad, surgida con el pecado. Tal alteración no corresponde, sin embargo, ni al proyecto inicial de Dios sobre el
  • 5. hombre y la mujer, ni a la verdad sobre la relación de los sexos. De esto se deduce, por lo tanto, que esta relación, buena pero herida, necesita ser sanada. (…) Distintos desde el principio de la creación y permaneciendo así en la eternidad, el hombre y la mujer, injertados en el misterio pascual de Cristo, ya no advierten, pues, sus diferencias como motivo de discordia que hay que superar con la negación o la nivelación, sino como una posibilidad de colaboración que hay que cultivar con el respeto recíproco de la distinción. A partir de aquí se abren nuevas perspectivas para una comprensión más profunda de la dignidad de la mujer y de su papel en la sociedad humana y en la Iglesia. III. LA ACTUALIDAD DE LOS VALORES FEMENINOS EN LA VIDA DE LA SOCIEDAD 13.Entre los valores fundamentales que están vinculados a la vida concreta de la mujer se halla lo que se ha dado en llamar la «capacidad de acogida del otro». No obstante el hecho de que cierto discurso feminista reivindique las exigencias «para sí misma», la mujer conserva la profunda intuición de que lo mejor de su vida está hecho de actividades orientadas al despertar del otro, a su crecimiento y a su protección. Esta intuición está unida a su capacidad física de dar la vida. Sea o no puesta en acto, esta capacidad es una realidad que estructura profundamente la personalidad femenina. Le permite adquirir muy pronto madurez, sentido de la gravedad de la vida y de las responsabilidades que ésta implica. Desarrolla en ella el sentido y el respeto por lo concreto, que se opone a abstracciones a menudo letales para la existencia de los individuos y la sociedad. En fin, es ella la que, aún en las situaciones más desesperadas —y la historia pasada y presente es testigo de ello— posee una capacidad única de resistir en las adversidades, de hacer la vida todavía posible incluso en situaciones extremas, de conservar un tenaz sentido del futuro y, por último, de recordar con las lágrimas el precio de cada vida humana. Aunque la maternidad es un elemento clave de la identidad femenina, ello no autoriza en absoluto a considerar a la mujer exclusivamente bajo el aspecto de la procreación biológica. En este sentido, pueden existir graves exageraciones que exaltan la fecundidad biológica en términos vitalistas, y que a menudo van acompañadas de un peligroso desprecio por la mujer. La vocación cristiana a la virginidad —audaz con relación a la tradición veterotestamentaria y a las exigencias de muchas sociedades humanas— tiene al respecto gran importancia.17 Ésta contradice radicalmente toda pretensión de encerrar a las mujeres en un destino que sería sencillamente biológico. Así como la maternidad física le recuerda a la virginidad que no existe vocación cristiana fuera de la donación concreta de sí al otro, igualmente la virginidad le recuerda a la maternidad física su dimensión fundamentalmente espiritual: no es conformándose con dar la vida física como se genera realmente al otro. Eso significa que la maternidad también puede encontrar formas de plena realización allí donde no hay generación física.18 En tal perspectiva se entiende el papel insustituible de la mujer en los diversos aspectos de la vida familiar y social que implican las relaciones humanas y el cuidado del otro. Aquí se manifiesta con claridad lo que el Santo Padre ha llamado el genio de la mujer.19 Ello
  • 6. implica, ante todo, que las mujeres estén activamente presentes, incluso con firmeza, en la familia, «sociedad primordial y, en cierto sentido, ‘‘soberana''»,20 pues es particularmente en ella donde se plasma el rostro de un pueblo y sus miembros adquieren las enseñanzas fundamentales. Ellos aprenden a amar en cuanto son amados gratuitamente, aprenden el respeto a las otras personas en cuanto son respetados, aprenden a conocer el rostro de Dios en cuanto reciben su primera revelación de un padre y una madre llenos de atenciones. Cuando faltan estas experiencias fundamentales, es el conjunto de la sociedad el que sufre violencia y se vuelve, a su vez, generador de múltiples violencias. Esto implica, además, que las mujeres estén presentes en el mundo del trabajo y de la organización social, y que tengan acceso a puestos de responsabilidad que les ofrezcan la posibilidad de inspirar las políticas de las naciones y de promover soluciones innovadoras para los problemas económicos y sociales. Sin embargo no se puede olvidar que la combinación de las dos actividades —la familia y el trabajo— asume, en el caso de la mujer, características diferentes que en el del hombre. Se plantea por tanto el problema de armonizar la legislación y la organización del trabajo con las exigencias de la misión de la mujer dentro de la familia. El problema no es solo jurídico, económico u organizativo, sino ante todo de mentalidad, cultura y respeto. Se necesita, en efecto, una justa valoración del trabajo desarrollado por la mujer en la familia. En tal modo, las mujeres que libremente lo deseen podrán dedicar la totalidad de su tiempo al trabajo doméstico, sin ser estigmatizadas socialmente y penalizadas económicamente. Por otra parte, las que deseen desarrollar también otros trabajos, podrán hacerlo con horarios adecuados, sin verse obligadas a elegir entre la alternativa de perjudicar su vida familiar o de padecer una situación habitual de tensión, que no facilita ni el equilibrio personal ni la armonía familiar. Como ha escrito Juan Pablo II, «será un honor para la sociedad hacer posible a la madre —sin obstaculizar su libertad, sin discriminación sicológica o práctica, sin dejarle en inferioridad ante sus compañeras— dedicarse al cuidado y a la educación de los hijos, según las necesidades diferenciadas de la edad».21 (,,,)Por lo tanto la promoción de las mujeres dentro de la sociedad tiene que ser comprendida y buscada como una humanización, realizada gracias a los valores redescubiertos por las mujeres. Toda perspectiva que pretenda proponerse como lucha de sexos sólo puede ser una ilusión y un peligro, destinados a acabar en situaciones de segregación y competición entre hombres y mujeres, y a promover un solipsismo, que se nutre de una concepción falsa de la libertad. Sin prejuzgar los esfuerzos por promover los derechos a los que las mujeres pueden aspirar en la sociedad y en la familia, estas observaciones quieren corregir la perspectiva que considera a los hombres como enemigos que hay que vencer. La relación hombre-mujer no puede pretender encontrar su justa condición en una especie de contraposición desconfiada y a la defensiva. Es necesario que tal relación sea vivida en la paz y felicidad del amor compartido. En un nivel más concreto, las políticas sociales —educativas, familiares, laborales, de acceso a los servicios, de participación cívica— si bien por una parte tienen que combatir cualquier injusta discriminación sexual, por otra deben saber escuchar las aspiraciones e individuar las necesidades de cada cual. La defensa y promoción de la idéntica dignidad y
  • 7. de los valores personales comunes deben armonizarse con el cuidadoso reconocimiento de la diferencia y la reciprocidad, allí donde eso se requiera para la realización del propio ser masculino o femenino. IV. LA ACTUALIDAD DE LOS VALORES FEMENINOS EN LA VIDA DE LA IGLESIA (… ) En esta perspectiva también se entiende que el hecho de que la ordenación sacerdotal sea exclusivamente reservada a los hombres22 no impide en absoluto a las mujeres el acceso al corazón de la vida cristiana. Ellas están llamadas a ser modelos y testigos insustituibles para todos los cristianos de cómo la Esposa debe corresponder con amor al amor del Esposo. 3) VISION DEL INTERCAMBIO SOCIAL: 2002, Baumeister & Twenge Supresión Cultural de la Sexualidad de la Mujer Review of General Psychology, 2002, Vol. 6, No. 2, 166–20. Resumen Se evalúan cuatro teorías sobre la supresión cultural de la sexualidad de la mujer. Se reseñan datos sobre las diferencias transculturales en poder y razones sexuales [sex ratios], reacciones a la revolución sexual, influencias restrictivas directas sobre la Sexualidad de la mujer adulta y adolescente, patrones de doble estándar sobre moralidad sexual, [double standard patterns of sexual morality], cirugía de los genitales de la mujer, restricciones legales y religiosas sobre el sexo, la prostitución y la pornografía, y el engaño sexual [sexual deception]. La idea de que los varones suprimen la sexualidad de la mujer recibió casi ningún apoyo, y está claramente contradicha por algunos descubrimientos. En lugar de ello, la evidencia favorece la idea de que las mujeres se han esforzado para sofocar la sexualidad de las demás, porque el sexo es un recurso limitado que las mujeres usan para negociar con los varones, y la escasez les da a las mujeres una ventaja. ¿Por qué Hacen Esto las Mujeres? (…) Otra teoría posible sería que las mujeres se suprimen la sexualidad entre sí para influir el mercado sexual en general y así evitar tener que involucrarse en sexo ellas mismas. Bajo esta idea, el sexo es una carga para las mujeres, y a menudo se muestran reacias a tener sexo con los hombres. Ciertamente abundantes evidencias han confirmado que las mujeres desean sexo menos a menudo que los hombres (véase Baumeister et al., 2001, para una reseña), incluyendo cuando están en relaciones establecidas (e.g., McCabe, 1987), y por tanto a menudo son confrontadas con demandas del varón por sexo, que pueden no querer satisfacer. En ese contexto, las mujeres podrían estar tentadas de pensar que si se agrupan y todas se rehúsan al sexo, los hombres tendrán que prestar aquiescencia y tendrán que aprender a arreglárselas sin tanto sexo como querrían. En particular, las mujeres pueden sentir que pueden ser sexualmente no respondientes sin peligro de perder sus parejas varones, en tanto que los hombres no puedan encontrar otras parejas más satisfactorias, y por tanto es vital suprimir la sexualidad de las otras mujeres.
  • 8. (…) En suma, la teoría del intercambio social puede ofrecer una plena explicación de los descubrimientos, pero la evidencia no es suficiente para verificar que este relato de los motivos sea el correcto. Entre tanto, las ideas alternativas tienen algunas dificultades en hacer encajar partes de la evidencia. La explicación plena puede bien involucrar una combinación de factores, incluyendo el énfasis de la teoría del intercambio social en restringir la oferta para ganar un precio alto, algún grado de preocupación altruista para proteger a otras mujeres (especialmente quizás las hijas) de las consecuencias aversivas de la licencia [indulgence] sexual, y posiblemente algún deseo de restringir el sexo en general, de modo que las mujeres individuales no tengan que cumplir con todas las demandas sexuales de sus parejas. El Futuro de la Supresión Sexual (…) En Occidente, las mujeres tienen esencialmente todos los derechos y oportunidades de los hombres, y han reducido vastamente la brecha entre ellas y los hombres en poder, estatus, dinero y otros recursos. Por esto, su necesidad de apoyarse en la restricción del sexo para conseguir un intercambio favorable es mucho más baja que en el pasado, y por tanto un retorno a la extensa supresión que se encuentra en el pasado es improbable. En otras partes del mundo, sin embargo, las mujeres siguen estando en una desventaja mucho más sustancial en las esferas política y económica, y por tanto la supresión continuada de la sexualidad de la mujer en esos lugares puede ser algo que las mujeres perciban como necesario. (…) Germain Greer (1999) y otras han advertido contra imponer valores occidentales a las mujeres de otras culturas, incluyendo forzarlas a abandonar la supresión sexual. La liberación sexual sin liberación política y económica podría dejar a esas mujeres en una posición en la sociedad todavía más débil. (…) Se pueden también considerar las perspectivas de mantener en vigencia la supresión de la sexualidad de la mujer. Parece haber sido lograda con sanciones informales, tales como el chismerío, la reputación y la socialización materna. Éstas parecen ser más difíciles de sostener en redes sociales grandes e instable, especialmente cuando hay medios de comunicación masivos capaces de influir en las normas percibidas. Los grupos más pequeños y estables pueden mantener la vigencia de normas locales de restricción sexual más eficazmente. En el momento actual, se pueden observar tendencias tanto hacia la mayor urbanización y apiñamiento de población como hacia construir comunidades más pequeñas y autocontenidas (incluyendo la fuga de los centros urbanos hacia las ciudades pequeñas y los suburbios), y es difícil predecir cuál prevalecerá. La religión ya no es una fuerza tan fuerte como fue en un tiempo para dar legitimidad a la supresión sexual, pero la salud y la medicina han ofrecido justificaciones alternativas que los agentes socializadores pueden usar para promover restricción sexual, aunque ellas carecen del poder moral que la religión puede invocar. Los riesgos médicos del sexo han demostrado que pueden cambiar rápidamente, en ambas direcciones (cfr. SIDA y penicilina), y los cambios futuros en cualquiera de las dos direcciones podrían tener un impacto que sería tan grande como una pérdida abrupta de los derechos de la mujer o un renacimiento del fervor religioso. El florecimiento de la sexualidad de la mujer en los últimos años del siglo XX la puso en posición de ofrecer más placer sexual a más mujeres y a más hombres que en ningún otro momento de la historia del mundo, y estas contingencias determinarán si esto entra en la historia como un episodio breve e insostenible o como el comienzo de una era permanente de liberación sexual. Prof. Rafael H. H. Freda