El Dios que llamó a Jeremías es un Dios que se revela a su pueblo y los ama. Llamó a Jeremías para ser profeta aún antes de nacer, y conoce a cada persona desde antes de formarse en el vientre materno. Dios es justo pero también misericordioso, y cumple sus promesas a través de figuras como Ciro, a quien llamó siglos antes para que liberara a Israel de su cautiverio.
ACERTIJO DE POSICIÓN DE CORREDORES EN LA OLIMPIADA. Por JAVIER SOLIS NOYOLA
El llamado de Jeremías por un Dios misericordioso
1. 1
El Dios que llamó a Jeremías
El Dios de los profetas:
Un Dios que quiere revelarse a su pueblo
E
l Dios de Jeremías, manifestado en el Antiguo Testamento, es el mismo
Dios que en el Nuevo Testamento es descrito por Juan con las sencillas
pero sublimes palabras: «Dios es amor» (1 Juan 4: 8). Motivado por su
amor al buscar relacionarse con su pueblo, Dios en la antigüedad tomó
la iniciativa de elegir y llamar profetas. ¿Qué es un profeta? La palabra designa,
en su sentido más elemental, a alguien que habla en lugar de otro; tal como
ocurrió en Egipto, cuando Aarón hablaba ante el faraón en lugar de Moisés.
«Jehová dijo a Moisés: "Mira, yo te he constituido dios para el faraón, y tu her
mano Aarón será tu profeta"» (Éxo. 7: 1). De ahí que, bíblicamente, un profeta
es alguien que habla por Dios; es su vocero que ha recibido el mensaje de Dios
y lo transmite. Se llega a ser profeta únicamente por llamamiento divino. El
Dios que llamó a Jeremías, y a los demás profetas, manifestó su deseo de darse
a conocer a su pueblo y, a través de esos voceros suyos, transmitirles su mensa
je. Ese mensaje es también para nosotros hoy (Rom. 15: 4).
El Dios de Jeremías es infinito y, por tanto, incomprensible para nosotros.
Esto es preciso aceptar como punto de partida y no dejamos confundir por
cuestiones que no han sido reveladas, tales como la eternidad de Dios, su om
nisciencia y otras cosas por las que muchos se desvían de las verdades que han
sido reveladas y está a su alcance comprender para ser salvos.
El Señor eligió como profetas a personas que fueran fieles en proclamar su
ley, pero, por sobre todas las cosas, que tuvieran la disposición de llegar a co
nocer al supremo Legislador de Israel y del universo. Así, mediante sus revela
ciones a los profetas, Dios nos manifiesta su amor. El Dios de Jeremías es el
mismo que unos cien años antes habían contemplado los ojos de Isaías y del
2. 12 • El Dios de Jeremías
cual sus labios y su pluma dieron testimonio unísono al describirlo como ex
celso, sublime, santo en gran manera, Rey y Señor todopoderoso, cuya gloria
llena toda la tierra (Isa. 6: 1-5).
La responsabilidad de los profetas era muy seria; consistía en transmitir el
mensaje divino a un pueblo que, comenzando con sus gobernantes, no estaba
dispuesto a recibir ese mensaje. El mensaje que transmitían estos siervos del
Señor no era de ellos, sino de Dios. Como bien declara el apóstol Pablo: «Por
que nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos
hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 Ped. 1:
21). Era Dios mismo, por intermedio de los profetas, quien deseando bendecir
a su pueblo lo exhortaba: «Si queréis y escucháis, comeréis de lo mejor de la
tierra» (Isa. 1: 19). Pero no quisieron.
Así que, Jerusalén, la ciudad que debió haber hecho honor a su nombre
(«ciudad de paz»), siendo la morada de la fidelidad y la justicia, se había pros
tituido llegando a ser morada de la impiedad y la injusticia. Y Dios preguntó
con tristeza: «¿Cómo te has convertido en ramera, tú, la ciudad fiel? Llena estu
vo de justicia, en ella habitó la equidad, ¡pero ahora la habitan los homicidas!
Tu plata se ha convertido en escorias, tu vino está mezclado con agua. Tus go
bernantes son rebeldes y cómplices de ladrones. Todos aman el soborno y van
tras las recompensas; no hacen justicia al huérfano ni llega a ellos la causa de
la viuda» (vers. 21-23).
Al actuar de esa manera, amando las cosas del mundo más que las de Dios,
se habían convertido en enemigos de su propio Padre, el Señor todopoderoso.
Querido lector, tú y yo hemos de aprender hoy la lección que el Dios de Jere
mías, y de todos los profetas, nos transmite por medio de los escritores del
Nuevo Testamento. Uno de ellos, Juan, nos amonesta: «No améis al mundo ni
las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre
no está en él, porque nada de lo que hay en el mundo —los deseos de la carne,
los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida— proviene del Padre, sino del
mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos, pero el que hace la voluntad de Dios
permanece para siempre» (1 Juan 2: 15-17). Es este el mismo mensaje que, en
esencia, Dios intentó transmitir a los habitantes de Jerusalén y de Judá por
medio de su siervo Jeremías.
Antecedentes familiares de Jeremías
Jeremías era hijo de Hilcías, cabeza de una de las familias sacerdotales de
Anatot, una población del territorio de la tribu de Benjamín que, desde la re
partición de la tierra de Canaán, habían sido asignadas a los sacerdotes, des
cendientes de Aarón (Jos. 21: 18; 1 Crón. 6: 60). El nombre antiguo de ese
3. 1. El Dios que llamó a Jeremías * 13
pueblo ha sido perpetuado en la moderna Anata, una aldea de origen reciente
ubicada a unos cinco kilómetros al norte de Jerusalén. El pueblo natal de Jere
mías, reconstruido después de que fuera destruido por los babilonios, queda a
unos ocho kilómetros al suroeste de Anata, y su nombre actual es Ras el-Kha-
rrubeh.1
El significado del nombre Hilcías, el padre de Jeremías, es «mi porción es
Jehová». Esto podría ser indicativo de una línea familiar temerosa de Dios.
Podríamos deducir que los progenitores del profeta eran fieles al Señor en me
dio de la apostasía generalizada que caracterizaba a su pueblo de entonces, y
que el Dios de Israel encontró en ellos la condición espiritual apropiada para
cumplir su plan: que engendraran un hijo al cual, antes de que naciera, desde
su misma concepción, él apartaría para una misión especial, sagrada, que Jere
mías habría de cumplir durante su vida. Esto es especialmente significativo si
tenemos en cuenta que la familia de Jeremías vivía en una población cuyo
nombre, Anatot, es literalmente la forma plural hebrea de Anat, una diosa fa
mosa de los cananeos. Seguramente allí se encontraba su santuario y era objeto
de la veneración general de sus habitantes.
Los acontecimientos del segundo capítulo de 1 Reyes —en los que se narra
la el sacerdote Abiatar es destituido de su cargo en la corte y enviado al destie
rro por Salomón a sus heredades en Anatot, el mismo lugar donde varios siglos
después vivió Hilcías—, han sido utilizados para respaldar una posible co
nexión, por descendencia familiar, de Jeremías con dicho sacerdote. Tal co
nexión es una posibilidad no demostrada de manera definitiva. Lo que sí sabe
mos es que como «miembro del sacerdocio levítico, Jeremías había sido educa
do desde su infancia para el servicio santo».2
Dios justo y misericordioso
En diferentes momentos de la historia de Israel, sus sacerdotes, como Abia
tar, actuaron de manera contraria a la voluntad de Dios. Esta incluía el estable
cimiento de Salomón en el trono de Israel en cumplimiento de la promesa
hecha por Dios a David. A fin de que esa promesa se cumpliera y que la descen
dencia de David quedara firmemente establecida en el trono, su hijo Salomón
debía cumplir con los designios del Señor al tomar decisiones sobre el trato
que debía darle a ciertos individuos.
Así las cosas, el Dios que habría de suscitar a Jeremías mostró su justicia y el
invariable cumplimiento de su palabra por medio de la decisión de Salomón
de destituir del sacerdocio a Abiatar, un descendiente de la familia de Eli (1 Re.
4. 14 • El D ios de Jeremías
2: 27). Pero al mismo tiempo, ese mismo Dios manifestó su carácter misericor
dioso en la decisión de Salomón de enviarlo a su tierra natal en vez de quitarle
la vida, como merecía (vers. 26).
El llamamiento profético de Jeremías
El llamamiento profético de Jeremías revela a un Dios que nos conoce aun
desde antes de nacer.
Cuando el tiempo del cautiverio de la nación judía llegó a su fin, en cum
plimiento de lo profetizado por el Señor a través de Jeremías setenta años an
tes, el Imperio babilónico ya había dejado de ser la potencia mundial predomi
nante que era cuando destruyó a Jemsalén y deportó su pueblo. Habían sido
derrotados por la coalición de los medos y los persas quienes ahora ocupaban
ese lugar predominante en el mundo antiguo. Y entonces, «en el primer año de
Ciro, rey de los persas, para que se cumpliera la palabra de Jehová, dada por
boca de Jeremías, Jehová despertó el espíritu de Ciro, rey de los persas, el cual
hizo pregonar de palabra y también por escrito, por todo su reino» el decreto
de libertad para los cautivos judíos de tal manera que todos los que así lo qui
sieran regresaran a su tierra y reconstruyeran su capital (2 Crón. 36. 22, 23).
La actitud benévola de Ciro había sido propiciada por la obra del Espíritu
de Dios en su corazón. Y no solo eso, Dios la había previsto; de hecho, había
dispuesto que así ocurriera y el mismo Ciro así lo reconoció (Esd. 1: 2). Dios
llamó a Ciro «mi pastor», que «hará mi voluntad» en relación con Jemsalén y
su templo (Isa. 44: 28). Lo asombroso es que ¡este anuncio divino había sido
hecho cerca de doscientos años antes! Evidentemente, el Dios que llamó a Je
remías conoce el fin desde el principio. Él nos dice: «Acordaos de las cosas pa
sadas desde los tiempos antiguos, porque yo soy Dios; y no hay otro Dios, m
nada hay semejante a mí, que anuncio lo por venir desde el principio, y desde
la antigüedad lo que aún no era hecho; que digo: "Mi plan permanecerá y haré
todo lo que quiero"» (Isa. 46: 9, 10).
El conocimiento de Dios es ilimitado. Conoció a Ciro antes de que naciera,
lo llamó mi «ungido», y le encomendó una misión relacionada con el cumpli
miento de sus propósitos en favor de su pueblo (Isa. 45: 1). Sin embargo, Ciro
no obró como lo hizo simplemente porque Dios lo llamó, sino que Dios lo
llamó porque sabía que él sería sensible al toque de su Espíritu y obraría como
lo hizo. Lo primero sería determinismo, contrario al libre albedrío de los indi
viduos; pero lo segundo es presciencia divina. Piénsalo, querido lector. Si Dios
puede conocer y usar así a un «pagano», ¿qué no podría hacer contigo y conmi
go? ¿Ypor qué no hacerlo con un profeta como Jeremías, en favor de su pueblo
amado?
5. 1. El Dios que llamó a Jeremías * 15
El Dios que llamó a Jeremías así lo hizo: «Vino, pues, la palabra de Jehová
a mí, diciendo: "Antes que te formara en el vientre, te conocí, y antes que na
cieras, te santifiqué, te di por profeta a las naciones"» (Jer. 1:5). Este testimonio
personal del profeta nos revela algunas cosas interesantes acerca del Dios de
Jeremías. La primera de ellas es que a él le debemos nuestras vidas. No somos
meramente el producto de la interacción de nuestros padres; es Dios quien
hace posible el milagro de la vida. Es debido a su intervención creadora que el
feto se forma en el vientre de la madre.
La segunda es que Dios nos conoció aun desde antes de que naciéramos
porque, al formamos, procedió de acuerdo con el plan que él había trazado
para cada uno de nosotros; a tal punto que tú y yo podemos apropiamos de las
palabras de David: «Tú formaste mis entrañas; me hiciste en el vientre de mi
madre. Te alabaré, porque formidables y maravillosas son tus obras; estoy ma
ravillado y mi alma lo sabe muy bien. No fue encubierto de ti mi cuerpo, aun
que en oculto fui formado [...]. Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro esta
ban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar ni una
de ellas» (Sal. 139: 13-16).
La tercera es que hemos sido santificados por Dios desde antes de nacer.
Santificar significa apartar para un uso especial, sagrado. El Dios de Jeremías
nos ha apartado, a ti, a mí, y a todos sus hijos, para un propósito muy especial:
que llegáramos a reflejar la imagen de su Hijo y, finalmente, a disfrutar eterna
mente con él de la gloria de su reino. Para ese sagrado propósito hemos sido
predestinados con la única predestinación bíblica: la predestinación para salva
ción. Es con ese propósito en mente que el Dios que llamó a Jeremías nos ha
llamado a conocerlo (Rom. 8: 28). Y «a los que antes conoció, también los
predestinó para que fueran hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que
él sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, a estos
también llamó; y a los que llamó, a estos también justificó; y a los que justificó,
a estos también glorificó» (vers. 29, 30; véase Efe. 1: 3-6).
Si bien es cierto que ni tú ni yo hemos recibido el llamado a ser profetas,
como Jeremías, también es cierto que tú, yo, y todos sus hijos fieles que forma
mos parte de su pueblo en estos últimos días, hemos sido bendecidos con el
testimonio de Jesucristo que es «el espíritu de la profecía» (Apoc. 12: 17; 19:
10). En ese sentido, como Jeremías, hemos sido dados por «profetas» (voceros
de Dios) a las naciones, para que les anunciemos las verdades contenidas en la
palabra profética más segura (Mat. 28: 19; 1 Ped. 1: 19). Así, como los creyen
tes de los días de Juan el revelador, los miembros de la iglesia remanente for
mamos parte de ese grupo especial al cual el ángel, dirigiéndose a Juan, se refi
rió como «tus hermanos los profetas» (Apoc. 22: 9). ¡Qué privilegio que el
Dios que llamó a Jeremías nos ha dado también a nosotros!
6. 16 • El D ios de Jeremías
Llamado en tiempos difíciles
Jeremías fue llamado al oficio profético en el año decimotercero del rey Jo-
sías (626 a.C.). Cinco años después comenzaría el último gran reavivamiento
religioso antes del cautiverio de Judá. Liderado por el piadoso rey, este reaviva
miento motivado por el descubrimiento del Libro de la ley en los recintos del
templo, alentó el corazón del joven profeta Jeremías y avivó las esperanzas de
prosperidad nacional generando sentimientos de seguridad en el pueblo. Pero
ese mismo era también el tiempo del «reavivamiento» político del Imperio ba
bilónico. Así que el llamamiento de Jeremías ocurre en una época de marcados
contrastes, cargada tanto de esperanzas como de presagios atemorizadores.3
Jeremías es llamado al oficio profético en un momento muy difícil para su
nación, un tiempo de gran incertidumbre, caracterizado por serias amenazas
externas. Pero las circunstancias internas en Judá tampoco eran alentadoras. La
nación sobrevivía basada en una falsa seguridad mientras que, al mismo tiem
po, la apostasía era cada vez mayor y la soberbia caracterizaba a los dirigentes
políticos y la prepotencia a los líderes espirituales. En esas circunstancias, Jere
mías fue llamado a pronunciar mensajes de amonestación y reprensión ante
encumbrados y altivos monarcas. Y, como si eso fuera poco, por cuarenta años
tendría que anunciar la caída de la casa de David, una suerte fatal para todo el
pueblo, y la destrucción de esa hermosa joya de arquitectura mundial, el tem
plo de Salomón, centro de la vida religiosa (y de toda otra índole) del pueblo
de Israel. No es sorprendente que el joven Jeremías se sintiera completamente
inadecuado para la abrumadora tarea que le esperaba.
Pero el Dios de Jeremías es un Dios que, cuando nos da una misión para
cumplir, está a nuestro lado a fin de capacitamos para cumplirla. Así se lo pro
metió a Jeremías al principio de su ministerio cuando era un jovencito temero
so, inseguro. «¡Ah, ah, Señor Jehová! ¡Yo no sé hablar, porque soy un mucha
cho!». Me dijo Jehová: "No digas: 'Soy un muchacho', porque a todo lo que te
envíe irás, y dirás todo lo que te mande. No temas delante de ellos, porque
contigo estoy para librarte, dice Jehová"» (Jer. 1: 6-8). Y Dios lo cumplió fiel
mente a través de los largos cuarenta años de ministerio del profeta. A alguien
como el joven Jeremías, que rehusaba aceptar su llamamiento argumentando
que no sabía hablar, lo capacitó para hablar la verdad (ver por ejemplo Jer. 34:
3), a pesar de que siempre estuvo susceptible al ataque de los poderosos.
El llamamiento de Dios incluye a todos sus hijos. Te incluye también a ti,
lector. Porque, tal como afirma Elena G. de White: «A muchos a quienes no se
les ha impuesto las manos, los envía para que se dediquen a su obra. Responde
las objeciones que presentan contra este plan de acción, incluso antes de que
sean planteadas. Dios ve el fin desde el principio. Conoce y se anticipa a cada
7. 1. El Dios que llamó a Jeremías * 1 7
deseo, y hace provisión para las emergencias. Si el hombre finito a quien le
encomienda esta tarea no pone impedimentos, Dios tendrá obreros para en
viar a su viña».4
Tengamos esto en cuenta hoy: cuando Dios nos llama, él nos capacita para
la tarea. Lo hizo con Jeremías y lo hará también contigo y conmigo. Después
de llamamos y por medio de su Hijo Jesucristo enviamos a cumplir su última
gran comisión para la salvación de los habitantes de este mundo (2 Cor. 5:18-
20), nos da la seguridad de su promesa: «Y les aseguro que estaré con ustedes
siempre, hasta el fin del mundo» (Mat. 28: 20, NVI). No hemos de verlo para
creerlo: tenemos que creerlo para verlo, porque el don de Dios está en su pro
mesa. Por lo tanto, avanza, no te intimides, sigue adelante, que el Dios de lere
ndas es tu Dios.
Profetas renuentes
Jeremías estaba completamente seguro de su llamamiento divino. En la in
troducción de su libro (capítulo 1) deja bien claro que él estaba plenamente
convencido de que fue Jehová el Dios del cielo quien le dio los mensajes que
presentaría a lo largo de su ministerio profético. A pesar de ello, o quizá más
precisamente debido a ello, fue que se sintió atemorizado y tan inepto para la
tarea. Se miró a sí mismo, y fijándose en su juventud, en su carácter tímido y en
su limitación personal para hablar elocuentemente, intentó esquivar la comi
sión. ¿Suena familiar? ¿Cuántas veces en nuestra esfera no hemos hecho lo
mismo? Bueno, pues no nos ha pasado a nosotros solamente.
Otros profetas de Dios —como el gran profeta Isaías— inicialmente reac
cionaron ante el llamado divino fijándose en sus propias limitaciones huma
nas. Él nos cuenta: «El año en que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado
sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo [...]. Entonces
dije: "¡Ay de mí que soy muerto!, porque siendo hombre inmundo de labios y
habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos
al Rey, Jehová de los ejércitos"» (Isa. 6: 1, 5). Pero, tratemos de entenderlo.
Isaías fue confrontado con una teofanía, es decir, una aparición visible de Dios,
que generalmente ocurre en forma humana, una manifestación directa de su
gloria. Contemplar lo sublime de Dios, su exaltada grandeza y, sobre todo, su
inmaculada santidad, no puede menos que hacemos ver, por contraste, como
lo que realmente somos: simples pecadores (cf. Isa. 40: 17). Ante la presencia
de Dios, nuestro pecado nos hace conscientes de que merecemos la muerte
(Rom. 6: 23); y así lo expresó Isaías en su primera reacción (Isa. 6: 5).
Otro ejemplo de la renuencia humana ante la manifestación divina lo en
contramos en otro gran profeta, Moisés (Deut. 18: 15; 34: 10), y su experiencia
8. 18 • El D ios de Jeremías
en el desierto de Madián. Ante la inusual manifestación del Dios de Abraham,
de Isaac y de Jacob en la zarza ardiente, la primera reacción de Moisés fue de
temor (Éxo. 3: 5, 6). Luego, después de escuchar de Dios el porqué de su apa
rición, y la misión que le encomendaba, fijándose en sí mismo le respondió:
«Señor, yo nunca me he distinguido por mi facilidad de palabra [... j. Y esto no
es algo que haya comenzado ayer ni anteayer, ni hoy que te diriges a este servi
dor tuyo. Francamente, me cuesta mucho trabajo hablar» (4: 10, JSTVI).
Y aun después de recibir la divina respuesta a su objeción: «¿Y quién le puso
la boca al hombre? [...]. ¿Acaso no soy yo, el Señor [...]? Anda, ponte en mar
cha, que yo te ayudaré a hablar y te diré lo que debas decir» (vers. 11, 12),
Moisés todavía insistió: «Te ruego que envíes a alguna otra persona» (vers. 13,
NVI). Así, fue un profeta renuente, al principio a quien, enojado, Dios tuvo que
convencer de que el cumplimiento de su misión no dependería de él; ni de sus
debilidades ni tampoco de sus habilidades, sino de Aquél que se le había apa
recido y ahora lo enviaba.
¿Y qué podríamos decir de Jonás? Que en la renuencia a su llamamiento pa
rece haber ido más lejos que cualquier otro profeta. Y sin embargo Dios en su
gran amor y misericordia lo persuadió y, a pesar de él mismo, le concedió el
mayor de los éxitos entre los evangelistas del Antiguo Testamento, ¡y quizás de
todos los tiempos! Finalmente, gracias a la predicación de Jonás, todos los habi
tantes de Nínive se arrepintieron de sus malos caminos y se convirtieron al Señor
(Jonás 3: 5-10). ¿Qué te dice esto, estimado lector, de lo que el Dios que llamó a
Jeremías puede hacer en ti y por medio de ti si tan solo te dispones y se lo permi
tes? Cabe aquí recordar las palabras de Elena G. de White: «No tiene límite la
utilidad de aquel que, poniendo el yo a un lado, da lugar a que obre el Espíritu
Santo en su corazón, y vive una vida completamente consagrada a Dios».5
El Dios de Jeremías y la vara de Almendro
La primera visión que Dios le dio a Jeremías después de llamarlo al oficio
profético y de fortalecer su confianza al hablarle de la seguridad de su presencia
permanente, es una visión interesante por lo inesperada que fue. No le mostró
sublimes escenas celestiales; no le mostró el porvenir ni tampoco le mostró los
pecados secretos de aquellos líderes a los que tendría que confrontar. «La pala
bra de Jehová vino a mí diciendo: "¿Qué ves tú, Jeremías?". Yo respondí: "Veo
una vara de almendro"» (Jer. 1: 11).
El almendro, reconocido como fuente de alimento y de aceite delicado, era
uno de los árboles más apreciados en Israel. Jacob envió de su fruto como re
galo al faraón (Gén. 43: 11). Dios instruyó a Moisés para que el candelabro del
santuario tuviera sus siete brazos y sus copas en forma de flor de almendro, con
9. 1. El Dios que llamó a Jeremías * 1 9
cálices y pétalos (Éxo. 25: 33, 34). La vara de Aarón que reverdeció era una vara
de almendro (Núm. 17: 8). Pero el énfasis principal de la visión no recae sobre
el árbol sino sobre su significado. Tanto el almendro como su fruto —la almen
dra— se llaman en hebreo sacfued, «el que vela».
La palabra tiene un sonido parecido al de la expresión «yo estoy alerta», que
procede de la misma raíz que el verbo «mantenerse vigilante» (soqed) y es un
recordativo de que Dios está constantemente vigilando sobre su Palabra a fin
de darle cumplimiento; una garantía de que él cumplirá lo que ha prometido.6
Aun en tiempos de adversidad, Dios le demostró a su pueblo que él fue fiel a
su pacto con ellos, una realidad que puede percibirse a través del libro de Jere
mías, de manera especial cuando aborda el tema del pacto.7
Porque él es fiel a su propio carácter, Dios no podía abandonar su pacto con
su pueblo. Él había prometido que aun «cuando ellos estén en tierra de sus
enemigos, yo no los desecharé, ni los abominaré hasta consumirlos, invalidan
do mi pacto con ellos, porque yo, Jehová, soy su Dios» (Lev. 26: 44). La fideli
dad de Dios ha sido siempre mi mayor fuente de motivación espiritual.
Otros temas dominantes en el libro de Jeremías son los de renovación y
restauración, los cuales también guardan relación con el pacto. Por esa razón
es que el Dios que llamó a Jeremías, procurando la restauración de su pueblo,
escogió el almendro para transmitir un mensaje de seguridad a su siervo y de
advertencia a la nación escogida, porque el almendro es el primero que, aun
antes de la primavera, echa sus flores.8 Sus brotes, blancos o delicadamente
rosados, aparecen muy temprano, aun desde enero, mucho antes de que otros
árboles florezcan, razón por la cual es apodado «el árbol desvelado». El mensa
je era claro: «Yo no duermo», «yo estoy alerta», Jeremías, ten confianza, yo
cumpliré mi palabra.
Recordemos esto, porque el Dios de Jeremías también nos ha llamado a
nosotros. No nos ha llamado a ser populares o a ser seguidos. Al contrario, Jesús
nos advirtió que, frecuentemente, nuestra situación sería la opuesta (Mat. 10:
22; 24: 9; Mar. 13: 13; Luc. 21: 17). A fin de que la palabra dada por Dios a Je
remías se cumpliera para el bien y no para el mal del pueblo, es decir, a fin de
evitar la destrucción que era inminente (Jer. 1:13-16), ellos debían arrepentirse.
Pero es el mismo Dios quien, por medio de su llamado al pueblo de Jere
mías, nos recuerda que no puede haber perdón sin arrepentimiento, y que la
evidencia del verdadero arrepentimiento es nuestro cambio de conducta. Él
nos dice: «Si en verdad enmiendan su conducta y sus acciones, si en verdad
practican la justicia los unos con los otros, si no oprimen al extranjero ni al
huérfano ni a la viuda, ni derraman sangre inocente en este lugar, ni siguen a
otros dioses para su propio mal, entonces los dejaré seguir viviendo en este
país, en la tierra que di a sus antepasados para siempre» (Jer. 7: 5-7).
10. 20 • El D ios de Jeremías
El Dios de Jeremías es el Dios del pacto, siempre fiel a su compromiso con
su pueblo. Él está siempre listo a damos la oportunidad de comenzar de nuevo
(Jer. 2: 2; 23: 3). Aunque las profecías de juicio parecen predominar en el libro,
el juicio no es nunca un acto de venganza o un castigo retributivo, sino una
disciplina redentora de parte de Dios. La carga principal de Jeremías es un lla
mamiento al arrepentimiento; el juicio es simplemente la consecuencia de que
la nación no prestara atención a su llamado. Pero aun cuando la caída de Judá
se hiciera inevitable, Jeremías ve que lo que Dios está haciendo es disciplinar a
su pueblo con la esperanza de que la relación del pacto abandonada por ellos
pudiera ser restaurada. Los mensajes de Jeremías estaban encaminados a hacer
daros la naturaleza y propósitos del cautiverio y garantizar y aun apresurar el
retomo de los exilados a su patria.9El Dios de Jeremías está siempre dispuesto
a perdonar.10Es un Dios de gracia y de perdón.
Referencias
1. Diccionario bíblico adventista, «Anatot».
2. Elena G. de White, Profetas y reyes (Coral Gables, Florida: IADPA, 1957), p. 299.
3. NIVCDB, «Jeremías».
4. Elena G. de White, Recibiréis poder, p. 173, versión electrónica.
5. Elena G. de White, Testimonios para la iglesia, t. 8, p. 26.
6. Soderlund, p. 986.
7. En 1954, G. E. Mendenhall llamó la atención a la semejanza en estructura existente entre los
pactos Hititas (conocidos como zuzerainty) del final del segundo milenio a. C. y el pacto sinaí-
tico de la Biblia, implicando que Israel se percibía a sí mismo como una nación sierva de
Yahveh, el gran Rey. Ibíd.
8. DBI, «Almendra».
9. Ibíd., «Jeremías».
10. ASB, p. 942.