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LA COMEDIA ESPAÑOLA Y SU TRASLACIÓN A OTROS HORIZONTES:
TRAGEDIAS Y COMEDIAS DEL SIGLO DE ORO EN FRANCIA
José Manuel Losada
Actas del Coloquio Internacional “Del Horror a la Risa”.
Los géneros teatrales clásicos.
Ignacio Arellano, Víctor García Ruiz & Marc Vitse (eds.),
Kassel: Reichenberger, 1994, p. 201-233.
ISBN: 3-928064-84-3.
Aunque no por ello deje de ser más apasionante, no es fácil elegir un tema que pretenda,
simultáneamente, respetar el marco en que se encuadra este coloquio y abordar problemas de
dramaturgia comparada. Entre las incontables posibilidades que se ofrecían, hemos optado por una
que, si bien presenta no pocos inconvenientes metodológicos, garantiza aquella mínima unidad
imprescindible para trabajos de esta índole.
Frente a la incontestable multiplicidad del abanico teatral del Siglo de Oro, hemos centrado
nuestra atención en aquellas piezas que, con diversa fortuna, han sido objeto de interés y consiguiente
adaptación por uno de los mayores autores del Grand-Siècle francés: Pierre Corneille. Son varios los
escritores españoles –saldrán a relucir piezas de Lope de Vega, Calderón de la Barca, Ruiz de Alarcón,
Guillén de Castro y Mira de Amescua– que reciben una calurosa acogida por parte de este autor
francés1; paralelamente, las diferentes denominaciones –tragedia, tragicomedia, comedia heroica y
comedia– que atribuye a sus obras, dan buena cuenta del intrincado mundo conceptual y
terminológico que subyace bajo la universal “comedia”. Ahora bien, este mismo hecho, ¿no parece
conjugarse perfectamente con el título –“Del Horror a la Risa”– de nuestro coloquio?
Una vez anunciado, a grandes rasgos, nuestro ámbito de estudio, conviene exponer
brevemente el método que nos hemos propuesto seguir. Existen una serie de textos básicos, con sus
características innegables y sus recurrencias cuantificables. Un acercamiento temático de tipo
fenomenológico será muy útil, sin duda alguna, para desarrollar un estudio sobre un tema tan
importante como pueda ser, pongamos por caso, el orden político y social. Ahí nos adentraremos
intentando dilucidar diferencias y similitudes, supresiones e inserciones, modificaciones y premisas
psicológicas que nos ayuden a sopesar el grado de adaptación de que era susceptible la comedia
1 Indicamos a continuación la referencia de las ediciones utilizadas:
Guillén de CASTRO, Las mocedades del Cid, Madrid, Cátedra, 1978.
Lope de VEGA (1634) (?) / Antonio MIRA DE AMESCUA (1667) (?), El palacio confuso, en Obras de Lope de Vega, Madrid,
Sucesores de Rivadeneyra, 1930, t. VIII.
Pedro CALDERÓN DE LA BARCA, En esta vida todo es verdad y todo mentira, en Biblioteca de Autores Españoles, t. IX,
Madrid, M. Rivadeneyra, 1855.
Antonio MIRA DE AMESCUA, La rueda de la fortuna, en Biblioteca de Autores Españoles, t. XLV, Madrid, Rivadeneyra, 1858.
Juan RUIZ DE ALARCÓN, La verdad sospechosa, Madrid, Cátedra, 1980.
Pierre CORNEILLE, Le Cid, en Théâtre complet de Corneille, Paris, Garnier, s.f., t I. / / – Don Sanche d’Aragon, ibid., t. II. / /
– Héraclius, ibid., t. II. / / – Le Menteur, ibid., t. II.
Sobre la relación existente entre Corneille y el teatro español, aportamos al final de este artículo dos someras
bibliografías.
2
española en la escena francesa de entonces. A ello irá destinada la primera parte del presente trabajo.
No obstante, tal y como tendremos ocasión de apreciar, sería erróneo concluir en tal punto nuestra
investigación; nada más alejado de un estudio comparatístico que la comparación como método
exclusivo. Nuestra disciplina nació con un carácter eminentemente unificador que facilite una mayor
comprensión del hecho literario. No se limita pues, a indagar semejanzas y diferencias ni, mucho
menos, a pontificar en medio de rivalidades con juicios de valor. La literatura comparada es, ante
todo, una actitud; la del crítico que sabe que ningún sistema literario se desarrolla en compartimentos
estancos. De hecho, si profundizamos en cada una de las piezas, observaremos una multitud de
detalles, en modo alguno anecdóticos, que, gracias a esta perspectiva, nos dan la clave de un mundo
tan indeterminado y subjetivo como específico de la comedia: su vertiente tangencial con la realidad.
Los diferentes tratamientos que este aspecto reciba a uno y otro lado de los Pirineos proporcionarán,
esperamos, luces nuevas sobre el teatro y las mentalidades de la época que aquí nos ocupa.
Parece ahora oportuno, después de haber fijado esta pautas metodológicas y antes de proceder
al examen de nuestros textos, aportar una serie de consideraciones preliminares encaminadas a
facilitar comprensiones y evitar malentendidos. En la primera querríamos dejar asentado el hecho de
que nuestro objetivo primordial es abstraer unas categorías específicas a las dos literaturas dentro del
arte escénico; no es este el lugar más apropiado para describir, con un sinnúmero de aclaraciones
textuales, el entramado de las piezas sometidas a estudio y cuyas referencias editoriales ya han sido
ofrecidas. Rogamos pues al lector que siga el hilo de nuestra reflexión y nuestras citas sin ánimo de
encontrar explicaciones que solo la atenta lectura de las comedias y sus adaptaciones le puede
proporcionar.
Una segunda consideración se hace indispensable; versaría sobre las célebres reglas clásicas.
Es universalmente conocida la admiración que los teóricos franceses manifestaban para con estas
normas, hasta tal punto que no sería mucho aventurarnos si considerásemos dicha veneración
inversamente proporcional al desprecio que los dramaturgos españoles les reservaron. Lo cual no
supone ni la ausencia de teóricos españoles –pensemos en la Philosophia antigua poética de López
Pinciano–, ni la falta de respeto por una regla tan fundamental en el teatro como sea la verosimilitud,
ya indicada en este mismo coloquio por los profesores García Ruiz y Ruano de la Haza. Sí indica, no
obstante, mucho en cuanto a la concepción del teatro: al tiempo que en Francia la teoría precedía a
la praxis, en España era esta última la que dictaminaba sobre la oportuna teoría2; cuando son los
aplausos del público quienes orientan las futuras comedias, no cabe la menor duda de que estamos
ante una concepción esencialmente positivista y prágmática del quehacer teatral. Tal desprecio por
las reglas que compendiaban el bienhacer según los clásicos, no habría de pasar desapercibido entre
los “doctos” galos, quienes encontraron en este escandaloso procedimiento un arma con que asestar
duros golpes a la producción de la Península. Así, el caso omiso que los dramaturgos españoles hacen
de las reglas clásicas los convierte para Chapelain en ignorantes en cuestiones de geografía, historia,
cronología, geografía, poética y oratoria (Lettres, t. II, p. 255); y en otro lugar declara a propósito de
Lope de Vega: “Il s’est voulu excuser de sa barbarie sur le goût du peuple qui le payait, et auquel il
eût déplu, s’il eût voulu le divertir par des ouvrages réguliers, prétendant d’ailleurs qu’il avait assez de
connaissance d’Aristote et des préceptes pour les suivre, si la raison n’eût point été chez eux une
marchandise de contrebande… Comme si nous ne voyions pas clairement par ses productions qu’il
ignorait tous les principes de l’art du théâtre et qu’il y avait suivi l’usage de ceux de son pays, le croyant
bon et la seule route où devait marcher le poète pour satisfaire pleinement aux obligations de son
2 “En Espagne ce sont les œuvres qui réagissent sur les théories”, souligne René BRAY, Formation de la doctrine classique,
París, Nizet, 1983 (1945), p. 28.
3
métier” (ibid., p. 57 y 255). Semejantes juicios de valor emiten Balzac, Sarrasin, La Mesnardière,
Scarron, le chevalier de Méré, Scudéry, le père Rapin, l’abbé Goujet o Saint-Évremont. No me resisto
a copiar el resultado de una conversación, en España hacia 1669, entre François Bertaut y Calderón;
el viajero francés resume así esta entrevista: “À sa conversation, je vis bien qu’il ne savait pas
grand’chose, quoiqu’il soit déjà tout blanc. Nous disputâmes un peu sur les règles de la dramatique,
qu’ils ne connaissent point en ce pays-là et dont ils se moquent” (Journal du voyage en Espagne)3. Y, sin
embargo, la realidad va a reclamar sus fueros; si no en el terreno de las teorías, sí en el de la práctica:
centenares de obras españolas van a ser objeto de traducción, imitación, adaptación o van, cuando
menos, a dejar su impronta en innumerables producciones francesas. La causa, ya se sabe, España
estaba à l’honneur por entonces fuera de sus fronteras, incluso, a pesar de animosidades políticas y
militares, como es el caso que nos ocupa. Pero es este un tema tan apasionante como manido, sobre
el que ya existe toda una plétora de bibliografía y serios estudios.
1. En los límites del orden político y social
Los contornos básicos de nuestros dos Estados comienzan a delinearse en el siglo XVI; por
entonces se creaba el Estado moderno, no sin sufrir peligrosos embates en su primera singladura.
Filósofos y legistas hubieron de esgrimir sus mejores armas con el fin de asegurar la larga marcha que
ahora capitaneaba la monarquía. Los avatares de la historia quisieron que dicho Estado, en su
acepción absoluta, debiera definirse como tal y presentara las debidas credenciales que salvaguardaran
su poder y autonomía. En una sociedad estructurada según los moldes teocráticos, nada más lógico
que exigir una fundamentación teológica del sistema monárquico. Que los reyes son vicarios de Dios,
cada uno en su reino, se lee en la segunda Partida de Alfonso X4; de aquí se sigue que la persona del
rey haya sido instituida por Dios mismo5.
Asentada esta premisa –hoy en día apenas podemos hacernos una idea cabal del alcance que
ello suponía para un español de entonces–, se comprenden perfectamente las palabras que el soldado
Carlos dirige a su reina:
CARLOS
Como es tu deidad sagrada
imagen de Dios, también
le imitas haciendo bien
y en hacer algo de nada.
(El palacio confuso, J. I, p. 329).
En ellas no hace sino explicitar algo comúnmente aceptado por todos: que la Majestad real
ocupa el lugar de Dios6. Nunca alcanzaremos a asimilar, en toda su intensidad, hasta qué punto están
firmemente concatenados todos los eslabones de este sistema. Porque del origen divino de la
institución monárquica también se desprende la obligación que todos los sujetos tienen de defenderla,
3 Para la referencia completa de estos textos, vid. René BRAY, ibid., p. 28-33; este crítico francés, no carente de método
ni finalidad bien definida, no nos parece que revele una idea completa de la influencia teórica del Siglo de Oro sobre el
Grand-Siècle francés.
4 Cfr. Las Siete Partidas, reed., Madrid, Imprenta Real, 1807, vol. II, p. 7.
5 Cfr. José Antonio MARAVALL, Poder, honor y élites en el siglo XVII, Madrid, Siglo XXI de España Editores, 1979, p. 43.
6 Cfr. Leandro RODRÍGUEZ, “La función del monarca en Lope de Vega”, en Lope de Vega y los orígenes del Teatro Español.
Actas del I Congreso internacional sobre Lope de Vega, Madrid, EDI-6, 1981, p. 799.
4
aun a costa de su hacienda y de su misma vida7. Es lo que vemos en La rueda de la fortuna, donde Filipo
manifiesta una disponibilidad incondicional para con su emperador:
FILIPO
Será la gente de guerra,
Que algún motín ha movido;
Ponte, Señor, tras de mí,
Porque, estando desta suerte,
Descargue el golpe la muerte
En mis hombros, y no en ti.
Cuando no fuere a la vista
De tus ojos de provecho,
Un muro será mi pecho,
Que el ejército resista.
(La rueda de la fortuna, J. II, p. 10).
Mas he aquí que ya nos topamos con la primera pieza que parece no encajar en todo este
engranaje. Se trata de una pieza tradicional francesa en la que el origen divino de la institución
monárquica se pone en entredicho. Claro está que no asistiremos a diatribas directas contra el sistema
establecido; pero no faltarán usurpaciones que vienen a propugnar, al menos en apariencia, el origen
humano del poder temporal. Traigamos a colación aquel caso del guerrero que no repara en dar
muerte al emperador Mauricio para hacerse con el trono; él mismo lo confiesa en tercera persona:
PHOCAS
…Qui, comme moi, d’une obscure naissance
Monte par la révolte à la toute-puissance,
Qui de simple soldat à l’empire élevé
Ne l’a que par le crime acquis et conservé.
(Héraclius, A. I, esc. I, v. 9-12).
…Quien, como yo, de un humilde nacimiento,
Sube, por la rebelión, y obtiene la omnipotencia,
Quien, siendo un simple soldado elevado hasta el imperio
Lo ha adquirido y conservado solo gracias a sus crímenes.
Esta reflexión sobre la usurpación política, no es sino el contrapunto de otra más profunda: el
cuestionamiento –en modo alguno ajeno a la mentalidad francesa de la época– del derecho divino de
la institución monárquica, o, dicho de otra manera, una puesta a prueba de los valores de la naturaleza.
Una vez que se ha admitido que esta, en su modalidad hereditaria, presenta una serie de fallas, la
legitimidad entra en crisis8. El desarrollo de toda esta temática política ofrecía múltiples virtualidades
de representación en la tragedia, desde el conato fallido hasta la efectiva apropiación indebida; de ahí
que no nos haya de extrañar el considerable partido que Corneille ha sacado de ellas. Al igual que
Héraclius, otras tragedias, Rodogune, Agésilas y Attila profundizan, según diversos matices, en este tema
de la degeneración de la legitimidad.
Íntimamente ligada a la precedente, se encuentra otra cuestión no menos debatida: la razón de
Estado, a la que acompaña toda una casuística harto compleja. No podemos extendernos aquí sobre
las diversas orientaciones que han ido configurando la producción corneliana, desde la razón de
Estado resumida al individuo –Horace, Cinna, Polyeucte– hasta su expansión a los vastos dominios de
7 Vid. Partida segunda, loc. cit., vol. II, p. 8 y Ricardo del ARCO GARAY, La Sociedad española en las obras de Lope de Vega,
Madrid, Escelicer, 1942, p. 102-108.
8 Vid. Michel PRIGENT, Le Héros et l’État dans la tragédie de Pierre Corneille, París, Presses Universitaires de France, 1988
(1986), p. 331.
5
la historia y la colectividad –por ejemplo en La Mort de Pompée. Sí hemos de aclarar, sin embargo, los
riesgos que vienen sutilmente solapados a las exigencias de este principio totalizador. Su gravedad,
dada la coyuntura histórica y política, había despertado un interés sin precedentes en la sociedad
francesa del momento; buena prueba de ello es su desarrollo en las piezas de Corneille –abundancia
que contrasta vivamente con una ausencia en la discusión teórico-política española: en la España de
los Austrias, los fundamentos apodícticos sobre este principio casi axiomático hacían vana toda
especulación de tinte revisionista. Veamos un ejemplo de aquellas: en Don Sanche d’Aragon el trono
del rey estaba vacante; la reina, admiradora del soldado Carlos, inclinaba hacia este su partido. La
pieza transcurre entre múltiples lances de heroísmo amoroso hasta que, por fin, queda establecido el
único motivo que debe prevalecer:
CARLOS
Car ce n’est point l’amour qui fait l’hymen des rois;
Les raisons de l’État règlent toujours leur choix.
(A. IV, esc. V, v. 1431-1432).
Puesto que no es el amor quien hace la unión de los reyes;
Las razones del Estado siempre ordenan su elección.
Y no es menos elocuente la explicación que Phocas da a Pulchérie sobre la muerte del padre
de esta:
PHOCAS
Le trône où je me sieds n’est pas un bien de race:
L’armée a ses raisons pour remplir cette place;
Son choix en est le titre; et tel est notre sort
Qu’une autre élection nous condamne à la mort.
Celle qu’on fit de moi fut l’arrêt de Maurice;
J’en vis avec regret le triste sacrifice:
Au repos de l’État il fallut l’accorder.
(Héraclius, A. I, esc. II, v. 161-167).
El trono donde me siento, no lo concede la raza:
Razones tiene el ejército para ocupar esta plaza;
Su elección es quien da el título; y nuestra suerte es tal
Que más tarde otra elección nos condena a la muerte.
La elección que de mí se hizo provocó el arresto de Mauricio;
Aunque mucho me costara, yo vi el triste sacrificio:
Pues se había de conceder para la paz del Estado9.
En estos dos ejemplos llama poderosamente la atención el papel, de primera importancia,
desempeñado por la razón de Estado en el teatro francés. Incluso desde un punto de vista meramente
contemporáneo a la representación, esto parece evidente; pensemos en la disimulada apología que
Corneille hace de los amores de la Reina Madre y Mazarino. Por otro lado, la heroica declaración de
Carlos pone de manifiesto –incluso sin que él se aperciba de cuán profundos son sus pensamientos–
, su ansiedad ante los derechos que reclama la naturaleza, pues toda la obra no es más que una
peregrinación hacia las fuentes originarias10. Paralelamente, el alegato de Phocas intenta dilucidar
cómo la subversión de las leyes de la naturaleza presupone la entrada en el orden de la sangre11. Pero,
9 Lo que queremos resaltar aquí son los distintos derroteros de la argumentación teórica, no su eclipse imaginario en
nuestra comedia, la cual también cuenta con referencias a esta norma política. “Focas: / ¡Oh razón de estado necia! / ¿Qué
no harás, di, si hacer sabes / Del delito conveniencia?” (En esta vida todo es verdad y todo mentira, J. I, esc. I, p. 50).
10 Vid. Serge DOUBROVSKY, Corneille et la dialectique du héros, París, Gallimard, 1988 (1963), p. 313.
11 Cfr. PRIGENT, op. cit., p. 337.
6
reincidimos, lo que se ha de resaltar más en todos estos casos es el cariz predominante de la razón de
Estado en la escena francesa. En efecto, ya sea la defensa consuetudinaria de la ley biológica que
determina los aspirantes al trono, ya sea el alegato hipócrita de que la paz popular exige el regicidio,
en cualquier caso, queda patente que los caminos de la soberanía han derivado hacia razones de
Estado híbridas; algo muy distinto de lo que ocurre en la escena española, donde la única razón de
Estado es la perpetuación del talante eminentemente divino de la autoridad temporal.
No querríamos sin embargo que se nos malinterpretara. Las diferentes orientaciones políticas
y dramatúrgicas no suponen una oposición frontal, y más bien habría que englobarlas dentro de un
mismo marco mayormente cristiano. España no detentaba la exclusividad católica de las doctrinas
políticas concernientes al origen de la autoridad o a la razón de Estado. También en Francia la
monarquía deseaba una paz comparable a la que Dios impone entre los elementos12. Evidentemente,
la tradición cristiana de ambos países queda fuera de toda duda, y los dos se desenvuelven dentro de
una única paleta; no cual no es óbice para que, en el caso español, el fundamentalismo imperante
inclinara la balanza de la reflexión teórica hacia un extremo de contornos altamente definidos: el
origen de la autoridad real, así como la razón de Estado que lo dirige, son única y exclusivamente
divinos.
Paulatinamente nos introducimos en el mundo de lo trágico al mismo tiempo que penetramos
en el mundo de lo político. Tal y como Prigent ha señalado con brillantez, en Corneille “la tragedia
es política porque la política es trágica”13. No es de extrañar, por lo tanto, que la reflexión teórica al
respecto encontrara en la escena francesa un terreno ricamente abonado; no ocurre lo mismo en la
española, por razones obvias. Es evidente que el sentimiento monárquico en España, como el
substrato católico que lo sustentaba, era un complemento de la idea nacional. No había antagonismo
alguno entre el pueblo español y su rey incluso en casos extremos como Don Lope de Cardona o La
adversa fortuna de Don Bernardo de Cabrera, el exilio o la desgracia de que son objeto los nobles caballeros
no hace sino acrecentar más aún su fidelidad al monarca; no así en Francia, donde la nación se
distinguía netamente del rey14. Raramente encontramos casos de servilismo en nuestra comedia; sin
embargo, el respeto que al monarca se debía en Francia, fácilmente podía degenerar, ya que no estaba
fundamentado en la convicción de que el rey era el representante de Dios en la tierra. Corneille se da
cuenta de ello, y no vacila –al adaptar una comedia al sistema francés– en suprimir cuanto difícilmente
pueda adquirir el color local, y, simultáneamente, abstraer “el feliz acontecimento” que tan buenos
resultados ejerce sobre su público. Así, si la razón de Estado, pongamos por caso, había elevado y
mantenido en el trono a Phocas, será ella misma la que, en última instancia, provoque su caída15: no
solamente lo dice Leontina a su hija (A. II, esc. III, v. 560), sino que incluso Pulchérie defiende esta
postura ante el supuesto hijo del usurpador:
PULCHÉRIE
Vous le devez haïr, et, fût-il votre père,
Si ce titre est douteux, son crime ne l’est pas.
Qu’il vous offre sa grâce, ou vous livre au trépas,
Il n’est pas moins tyran quand il vous favorise,
Puisque c’est ce cœur même alors qu’il tyrannise,
Et que votre devoir, par là mieux combattu,
12 Cfr. Jacques MOREL, La Renaissance, III: 1570-1624, París, Arthaud, 1973, p. 138.
13 Op. cit., p. 26.
14Vid. Guillaume HUSZAR, Pierre Corneille et le théâtre espagnol, París, Émile Bouillon, 1903, p. 190.
15 Vid. D’Aubignac en PRIGENT, op. cit., p. 17.
7
Prince, met en péril jusqu’à votre vertu.
(A. V, esc. II, v. 1628-1634).
Así, pues, debéis odiarle, y aunque fuera vuestro padre,
Si el título es sospechoso, su crimen no lo ha de ser.
Aunque os ofrezca su gracia, aunque os entregue a la muerte,
No deja de ser tirano por mucho que os favorezca.
Pues es un mismo corazón el que os tiraniza,
Además vuestro deber, puesto a prueba hasta el exceso,
Príncipe, pone en peligro, incluso vuestra virtud.
Salta a la vista la derrota, marcadamente humana, que van tomando los acontecimientos al otro
lado de los Pirineos. Cabe el peligro de obviar este aspecto, desde nuestro punto de vista esencial en
el teatro francés, fascinados por una lectura exclusivamente historicista, argumentativa y estética del
texto16. Así es, ocasiones no faltan en que el lector queda embelesado por la habilidad de que Corneille
hace gala al aprovechar los infinitos resortes de la comedia; de ellos entresaca, adaptándolos a las
técnicas y la mentalidad francesas, esos “desórdenes que provocan las hermosas y poderosas
oposiciones del deber y de la pasión”17. La transformación que así se opera, permítasenos recalcarla,
resulta evidente; pero no solo desde un punto de vista poético18, sino también conceptual. Esto podría
ser verificado en diversos puntos primordiales en relación con la mentalidad y el imaginario colectivo
del momento. Hasta aquí hemos incidido mayormente en esa desacralización de la palestra francesa,
resultado inequívoco de su concomitante secularización de la esfera política. Queríamos
seguidamente ahondar en un estudio de imagología comparada, cruce de caminos inevitable en el
teatro que ahora nos ocupa. Hablamos del honor, pasión dominante en la comedia española, y que
habrá de sufrir, como era de esperar, una considerable remodelación en su transposición a la escena
gala. En líneas generales podríamos resumirlo así: lo que en nuestro teatro era honor, será exaltado,
con las debidas variantes, como deber19.
No queremos decir con ello que Corneille haya desechado en su totalidad la concepción del
honor español, pero sí es cierto que el giro –sin poder denominarlo copernicano– es patente. A
diferencia del fatum de un Sófocles o un Racine, en neta oposición a esa “ley tan rigurosa” del honor
del hombre español que reside en el comportamiento de la mujer, la naturaleza del héroe corneliano
reclama una energía fáctica y reintroduce una opacidad vital que parecía haberse disipado de la antigua
comédie francesa. Junto a la generosidad y la virtud –consideradas en su sentido etimológico– la
voluntad férrea colabora sin titubeos en la formación del nuevo paladín francés20. De esta manera, y
no de otra, toma cuerpo la figura del héroe, sostenido por su íntima comprensión personal y a
expensas de toda incomprensión social.
Cuando Rodrigue, en su angustiado monólogo, vacila ante el camino a seguir, considera uno a
uno los motivos que pesan sobre cada platillo de la balanza:
Père, maîtresse, honneur, amour,
Noble et dure contrainte, aimable tyrannie,
16 “Nous touchons là, d’une manière exemplaire, ce qui caractérise la politique de la tragédie: affaire d’esthétique autant
que de politique”, TRUCHET, op. cit., p. 97.
17 Épître au lecteur de Héraclius, loc. cit., p. 460.
18 Aun cuando respeta las reglas de Aristóteles y Horacio, no deja de profesar, siguiendo a Terencio, que el fin último
de su labor de poeta es el placer del público, vid. Épître dédicatoire de La Suivante. Sobre Terencio, vid. prólogo de la Andriana.
Tomaba así sus distancias del fetichismo de Scudéry o Chapelain, al tiempo que se acercaba a la línea que más tarde
adoptarían La Fontaine (vid. prefacio de Psyché) o Molière (vid. Critique de L’École des femmes, esc. VII).
19 Vid. HUSZAR, op. cit., p. 204.
20 Vid. DOUBROVSKY, op. cit., p. 306 y 315. Vid. también Hubert CURIAL, Le Cid, París, Hatier, 1990, p. 42-43.
8
Tous mes plaisirs sont morts, ou ma gloire ternie.
L’un me rend malheureux, l’autre indigne du jour.
(Le Cid, A. I, esc. VI, v. 311-314).
Padre, amante, honor, amor,
Noble y dura coacción, amable tiranía,
O desecho los placeres, o veo mi gloria ajada.
Si aquello me hace infeliz, esto otro indigno del día.
Pero una vez que opta por la venganza, incluso corrido por haberla demorado, ya nada será
capaz de impedirle su objetivo: lavar su afrenta en la sangre del conde. La moral corneliana lo exigía
y lo exigirá de una manera cíclica e ininterrumpida siempre que el personaje haya de actuar
heroicamente:
Je le ferais encor, si j’avais à le faire.
…
J’ai fait ce que j’ai dû, je fais ce que je dois,
(A. III, esc. IV, v. 879 y 900).
Lo volvería a hacer, si tuviera que hacerlo de nuevo.
…
Hice lo que debía, ahora hago lo que debo,
osa declarar en su primera entrevista con Chimène. Como vemos, la “barbarie” castellana que
tanto desgarrón de vestiduras ha provocado entre los teóricos franceses21, cobra aquí nueva fuerza.
Al igual que en la trilogía calderoniana del honor –donde el marido tenía arrestos para matar a su
mujer, débilmente sospechosa de adulterio formal, y manifestaba su decisión de repetir tal homicidio
cuantas veces fuera preciso para preservar intacto su honor–, Rodrigue se reafirma en su postura: el
cumplimiento del deber. Y cuando su padre don Diègue le vea apesadumbrado por la pérdida de la
amada, el viejo gobernador le recuerda la despiadada máxima:
L’amour n’est qu’un plaisir, l’honneur est un devoir.
(A. III, esc. VI, v. 1059).
Si el amor es un placer, el honor es un deber.
Los ejemplos abundan por doquier en las piezas francesas que componen nuestro corpus22;
no podemos entretenernos a considerarlos por separado, aunque sin duda alguna nos descubrirían
nuevos aspectos tales como la responsabilidad de la heroína francesa. Todos ellos nos conducirían a
la misma conclusión: los héroes de la comedia, zarandeados sin reposo por los vientos de las
implacables leyes del honor, cristalizarán en unos héroes cornelianos animados por el respeto de la
virtud y el escrupuloso cumplimiento del deber en que se cifra la gloria humana –¡cuántas tensiones
no provocarán las pasiones principales (la razón de Estado, los lazos de la sangre…), con otras más
secundarias como pueda ser, según Corneille, el amor!–.
Si hasta aquí hemos tenido ocasión de comprobar la modificaciones que Corneille llevaba a
cabo para mejor adaptar nuestra comedia a la mentalidad francesa, ahora procuraremos esbozar
algunas características confluyentes con nuestra comedia. Es muy importante remachar esta última
idea, cuya relevancia se pone aún más de manifiesto si consideramos las divergencias sociales
existentes entre ambos países. En efecto, si la coyuntura social, a pesar de ser tan dispar, no supone
un distanciamiento considerable en la trama de las piezas ni en la concepción de los personajes,
21 Criticando un pasaje de Las mocedades del Cid, Voltaire arremete contra ingleses y españoles, con una falta de
ecuanimidad y rigor científico poco encomiables; así concluye su glosa: “On représente, sur le théâtre de Londres, des
enterrements, des exécutions, des couronnements; il n’y manque que des combats de taureaux”, en Contes et Romans de M.
de Voltaire, t. XV, Commentaires sur Corneille, París, Boutan Marguin, 1968, p. 108.
22 Vid. p. ej., Héraclius (A. III, esc. V, v. 672-679) o Don Sanche d’Aragon (A. I, esc. II, v. 121-124).
9
podemos estar seguros de que nos hemos topado con uno de esos “invariantes” que toman su
nacimiento en el mismo ser del Hombre.
Hoy en día nadie cuestiona que durante la primera mitad del siglo XVII Francia está sumida en
una guerra civil, atípica, pero no menos puntualizable, que desgarra las conciencias y las instituciones.
Los conflictos que agitan este período oponen crudamente la nobleza al Estado. A pesar de los
múltiples intentos por mitigar enemistades, los primeros sobresaltos de la Fronda abren de nuevo las
llagas que parecían haber cicatrizado. Y, si bien es verdad que ya no se trata de construir el orden
político –quedan muy atrás la muerte del primer Borbón o los “embastillamientos” de altos
dignatarios–, sí se procura paliar los defectos del desorden de la naturaleza sobre el sistema de
representación de los valores aristocráticos23.
El clima político y social en España es muy diferente. Rebeliones como la de los Comuneros
tienen ya un siglo de historia; por el contrario, todavía se hacen notar –desde un punto de vista
dogmático– los criterios taxativos y –desde un punto de vista social– la comunidad de nación y
religión que había imprimido la Contrarreforma. Cierto es que los conflictos de la pureza de sangre
han originado fisuras que ya nunca habrán de restañar; pero ello no es óbice para que el pueblo, cada
individuo, se sepa portador de una valía incuestionable. En España, todo hombre, desde el más
modesto campesino, sabe hacer valer sus derechos y todos se pondrán de su lado si es víctima de
abusos por un miembro de las clases superiores.
Pues bien, Corneille acepta, asimila y formula todos estos aspectos típicamente españoles sin
apenas añadir modificaciones sustanciales. Ahí están la comedia heroica Don Sanche d’Aragon y la
comedia Le Menteur para demostrarlo. Las piezas correspondientes españolas son El palacio confuso y
La verdad sospechosa. En la primera de estas dos, Carlos, soldado de probado valor guerrero pero de
origen desconocido, asiste al momento crucial en que la reina debe elegir marido. Acondicionada la
sala de modo que nobles y pueblo queden netamente separados, Carlos se dispone a tomar asiento
entre los primeros. El atrevimiento no puede ser mayor, lo que provoca un no pequeño escándalo
que atrae sobre el impertinente soldado las diatribas del conde Pompeyo. Sin dejarse amedrentar,
Carlos porfía y aduce su dignidad de soldado ejemplar:
Cualquier soldado adquirió
nobleza y blasón honrado;
¿pues qué ha de hacer un soldado
tan valiente como yo?
Hijos de sus obras son
los hombres más principales,
y con ser mis obras tales
hoy no quiero ese blasón.
Hijo de mis pensamientos
soy agora, y noble tanto,
que hasta los cielos levanto
máquinas sobre los vientos.
El valor los nobles hace,
y así, por examen, sobra
mirar cómo el hombre obra
y no mirar cómo nace.
(J. I, p. 326).
23 Vid. PRIGENT, passim.
10
El revuelo que entre los nobles provoca esta actitud de un “vulgar” soldado no se hace esperar;
la reina interviene entonces conjurando a Carlos a que dé razón de su postura. Tras el relato de sus
hazañas, concluye con una fórmula sintetizadora de la íntima valía de que está investido el individuo
español:
Mi principio, Reina, es este;
este es el caudal que alcanzo,
ni soy más ni tengo más,
el mundo me llama Carlos,
los soldados el prodigio,
el cuerdo los cortesanos,
estos me llaman plebeyo
y yo tu hechura me llamo.
(J. I, p. 328).
La similitud con la escena correspondiente de la pieza francesa es llamativa:
Seigneur, ce que je suis ne me fait point de honte.
Depuis plus de six ans il ne s’est fait combat
Qui ne m’ait bien acquis ce grand nom de soldat.
…
Je dirai qui je suis, madame, en peu de mots.
On m’appelle soldat: je fais gloire de l’être;
…
Se pare qui voudra des noms de ses aïeux,
Moi, je ne veux porter que moi-même en tous lieux;
Je ne veux rien devoir à ceux qui m’ont fait naître,
Et suis assez connu sans les faire connaître.
Mais, pour mes parents, je nomme mes exploits;
Ma valeur est ma race, et mon bras est mon père.
(A. I, esc. III, v. 194-253).
Señor, en modo alguno, me avergüenzo de lo que soy.
No ha habido ningún combate, desde hace más de seis años
En el que no haya adquirido el gran nombre de soldado.
…
Señora, en pocas palabras he de deciros quién soy.
Todos me llaman soldado: y me glorío de serlo.
…
Que otros hombres se adornen con los nombres de su ascendencia,
En cuanto a mí, yo no quiero sino ser yo mismo siempre;
No quiero deberle nada a quienes me dieron el ser,
Soy bastante conocido sin darlos a conocer.
Y así, en cuanto a mis padres, solo invoco mis hazañas;
Mi valor es mi raza y mi brazo es mi padre.
Más allá de la relación –incontestable, por otra parte– con la situación histórica de Francia en
aquel momento24, es preciso reflexionar sobre la gravedad de tales aserciones: si Carlos no es hijo de
nadie, dentro de la inmanencia literaria, es obvio que lo es de sí mismo, representando así la
24
Vid. Georges COUTON, Corneille et la Fronde, Publications de la Faculté des Lettres de Clermont,
1951.
11
encarnación auténtica del ideal heroico: la autonomía y la aseidad absolutas del Yo corneliano25. Y
precisamente en este punto coincide con el héroe de Lope, lo cual nos da una idea de la valía en que
se fundaba la dignidad del individuo. Por encima del linaje26, el caballero castellano –ora en Lope, ora
en Corneille– bien sabe que son sus obras y pensamientos los garantes de su honor.
Idéntico razonamiento viene desarrollado en La verdad sospechosa, donde don Beltrán recrimina
a su hijo don García la poca adecuación entre su condición noble y su frívolo proceder:
DON BELTRÁN
¿Sois caballero, García?
DON GARCÍA
Téngome por hijo vuestro.
DON BELTRÁN
¿Y basta ser hijo mío,
para ser vos caballero?
DON GARCÍA
Yo pienso, señor, que sí.
DON BELTRÁN
¡Qué engañado pensamiento!
solo consiste, en obrar
como caballero, el serlo.
De nuevo salen a relucir las obras, más preciadas aún que las cartas de nobleza que conlleva la
herencia. Como Carlos, don Beltrán sostiene que han de primar los hechos y no la sangre heredada.
Lo cual no implica que esta última pierda sus credenciales; y ése es el pretexto que acaricia su hijo:
DON GARCÍA
Que las hazañas
den nobleza, no lo niego;
mas no neguéis que sin ellas
también la da el nacimiento.
(J. II, v. 1396-1407).
Razón no le falta, y menos aún en una sociedad tan compartimentada como la española27; pero
Géronte, el padre de la correspondiente comedia francesa, reincide recordando a su hijo, que donde
la sangre noble ha venido a faltar, bien puede obtenerse la nobleza mediante la virtud (Le Menteur, A.
V, esc. III, v. 1511): ¿acaso no era este mismo el planteamiento del soldado Carlos?
25 Vid. DOUBROVSKY, op. cit., p. 312-314. Sin duda alguna las afirmaciones de este crítico ayudan a vislumbrar detalles
que permanecían camuflados bajo los entresijos de la versificación. Sin embargo, no son pocas las ocasiones en que extrapola
los datos reorientándolos hacia una dialéctica hegeliana y marxista carente de fundamento in re. Por no poner más que un
ejemplo, concluye aquí su análisis elevando a Carlos al estatuto de un semidios (p. 314) que entra en conflicto con los de su
misma clase social debido a un deseo desesperado (p. 315-316). En este terreno, una apreciación comparatista podría dar la
clave de estos malentendidos: el soldado de Lope era hechura de la monarquía, como hemos visto; algo muy distinto ocurre
con el héroe de Corneille, pero ello tiene su explicación. Por un lado, este no puede ser hechura del rey, debido a la
concepción, casi diametralmente opuesta, que del rey tenía el vasallo francés. Por otro lado, esta ausencia de filiación,
momentáneamente aparente por necesidades de clímax técnico, no autoriza (aun a pesar del v. 1656) a defender una tesis
que pierde peso al considerar la casi total ausencia de dimensión cristiana explícita en el teatro francés de la época.
26 Tampoco la alteza del linaje de Dulcinea corría pareja con las Orianas, las Alastrajareas o las Madásimas, y sin embargo
su enamorado caballero sostiene que su dama “es hija de sus obras, y que las virtudes adoban la sangre, y que en más se ha
de estimar y tener un humilde virtuoso que un vicioso levantado” (Don Quijote, parte II, cap. XXXII).
27 Vid. por ejemplo, Antonio DOMÍNGUEZ ORTIZ, Las Clases privilegiadas en la España del Antiguo Régimen, Madrid, Istmo,
1973, p. 52.
12
***
2. Fantasía y realidad del Barroco
Llegamos así a la segunda parte de nuestro estudio, ya anunciada al principio, y que tiene por
objeto abordar una serie de elementos específicos de la comedia. Su tratamiento y recepción allende
los Pirineos no dejará de sernos útil en el conocimiento de nuestro propio teatro. Hacemos aquí
alusión a la intervención de lo sobrenatural, de la astrología, de las apariencias y del sueño. Dos
prismas, el objetivo y el subjetivo; dos mundos, el real y el fantástico, entran en acción, en mayor o
menor medida según los casos, para entrelazarse íntimamente dentro de la intriga teatral. El
entramado dramático adquiere así una dimensión típicamente española, donde afloran más que nunca
la estética y la concepción barroca de la vida humana.
Fijémonos en las Mocedades del Cid, donde las referencias cristianas abundan; así, los soldados
admiran la devoción del hidalgo guerrero que bendice la comida y da gracias al “Santo Español” (J.
III, v. 2138 y sigs.). No se limita el poeta valenciano a meras referencias: va mucho más allá y hace
intervenir, disimulado bajo los harapos de un leproso, al mismo san Lázaro (v. 2115-2538). Mas no
solo Guillén de Castro introduce este factor sobrenatural; Mira de Amescua hace otro tanto en su
Rueda de la fortuna, donde la autoridad pontificia, materialización de aquel factor, es empleada como
elemento decisivo en la trama de la comedia. Cercada por los lombardos, la ciudad de Roma corre
grave peligro de ser invadida; para salvar la situación, el papa Gregorio pide auxilio al emperador
Mauricio. La respuesta negativa de este, a pesar de las amonestaciones de la emperatriz, no parece,
en un primer momento, tener mayor trascendencia. Sin embargo, no tardará en producirse la reacción
celestial. Focas, un soldado desconocido28, se aparece en sueños al emperador Mauricio anunciándole
su muerte inminente (J. II, p. 10); de hecho, estalla de repente una rebelión militar reclamando la
cabeza del emperador por negarse a socorrer al papa Gregorio:
CAPITÁN 1
Rimbombe el son del sonoroso parche,
Publicando el motín que se ha movido.
CAPITÁN 2
El ejército quiere que elijamos
Emperador que ampare nuestra Iglesia.
(J. III, p. 15).
Y cuando el gobernador Filipo exige la obediencia que se debe a la majestad imperial, los
soldados establecen el orden de prioridades:
FILIPO
¿Por qué la espada se toma
Contra nuestro emperador?
SOLDADO 2
Porque con tributo toma
la gente, y no dió favor
al pontífice de Roma.
(J. III, p. 17).
28 “Personificación del desorden estatal que culmina un proceso de injusticia”, apostilla Miguel GALLEGO ROCA, “La
rueda de la fortuna de Mira de Amescua y la polémica sobre el Heraclio español”, en Mira de Amescua: un teatro en la penumbra,
Ignacio ARELLANO y Agustín de la GRANJA eds., número monográfico de RILCE, 7, 2, 1991, p. 314.
13
Las premoniciones del castigo que tuviera en la visión y esta insurrección provocan, aunque
su fin es ya irremediable, el arrepentimiento del emperador Mauricio, quien, moribundo, alecciona a
su hijo Heraclio:
Si el imperio pretendieres
Y la púrpura vistieres,
Ampara como a cristiano
Al pontífice romano
Cuando en peligro le vieres.
(J. III, p. 19).
El respeto a la Iglesia y a los mandatos divinos es, pues, evidente en nuestra comedia; el mismo
Calderón lo explicita por boca de Astolfo:
Sobre que no quiera Dios
Que dé ni que quite reinos…
(En esta vida todo es verdad y todo mentira, J. II, esc. VII, p. 60).
No hay duda alguna de que la religión era un factor fundamental, y ningún espectador se
extrañaba –pensemos en los autos sacramentales de Calderón, o en el mismo origen del teatro– al ver
actuar incluso a una de las personas divinas… La dimensión religiosa ha de ser pues, tenida en cuenta,
al igual que el indudable peso de la Iglesia –baste recordar las suspensiones de 1597 y 1646 donde
vinieron a solaparse criterios eclesiásticos, monárquicos y dramatúrgicos–29.
Paralelamente, nadie pone en duda la influencia que la Iglesia católica también ejercía en la
Francia de aquella época. Sin llegar a la instauración del Santo Oficio, la defensa de la unidad religiosa
provocó actos como la masacre de Saint-Barthélemy, y la intolerancia respecto a los protestantes duró
largo tiempo, pues Luis XIV no revocaría el edicto de Nantes hasta la mitad de su reinado. Y sin
embargo, los asuntos religiosos, –salvo las tragedias con temática explícitamente cristiana, pensemos
en Polyeucte o Théodore del mismo Corneille30, Saint Alexis de Desfontaines o en Saint Genest de
Rotrou31–, no tenían, por lo habitual, cabida en las piezas francesas. Como Prigent ha demostrado32,
las teorías del florentino Maquiavelo –no sin el cortejo de Richelieu, Naudé y Machon–, aun a pesar
de las reiteradas refutaciones cristianas –pensemos en Gentillet, Ribadeneyra, Possevin y Caussin–,
acabaron por triunfar en la práctica: la política debía prescindir de toda dimensión moral o religiosa,
criterio de Estado que se refleja en el teatro de Corneille. Boileau resumiría en dos versos una práctica
que se había convertido en premisa poética:
De la foi d’un chrétien les mystères terribles
D’ornements égayés ne sont point susceptibles.
29 Vid. H. J. CHAYTOR, Dramatic Theory in Spain. Extracts from literature before and during the Golden Age,
Cambridge, Cambridge University Press, 1935, p. XII-XV.
30 Es más, dichas piezas vienen a corroborar esta ausencia de exuberancia religiosa que caracterizaba a la escena española;
como constata SCHERER, en estas dos tragedias cristianas de Corneille “no hay nada maravilloso, excepto la acción invisible
de la Gracia”, La Dramaturgie classique en France, París, Nizet, 1991 (1986), p. 163. Señalemos que lo “maravilloso” era –junto
con lo “pomposo”, lo “patético” y lo “dramático”– uno de los cuatro adjetivos utilizados en la terminología del siglo XVII
francés para designar las categorías del espectáculo.
31 E incluso en esta última, donde el héroe cree ver un ángel, el espectador no ve nada; simplemente, es invitado a
imaginárselo, algo muy distinto de lo que ocurre con la comedia española, de plasticidad proverbial.
32
Vid. op. cit., p. 3.
14
De ahí que no hayamos de extrañarnos al constatar la ausencia de recurrencias a lo sobrenatural
en las correspondientes piezas de Corneille (Le Cid y Héraclius33). Aquí, el poeta no podía ni tan
siquiera adaptar unas alusiones que herirían la sensibilidad del público por infringir la regla del decoro
o, utilizando el término técnico, las bienséances. Decide, pues, lisa y llanamente suprimir estos
elementos “extraños” al tiempo que potencia otros elementos teatrales más acordes con la estética
imperante34.
Otro de los factores de este tipo que aparece reiteradamente en la escena española es la
astrología. Acuden inmediatamente a nuestra memoria los presagios estelares que tuvo en sueños
Clorilene y la conclusión que su esposo, el rey Basilio, sacó de sus estudios confirmando que
Segismundo sería
el hombre más atrevido,
el príncipe más crüel
y el monarca más impío
por quien su reino vendría
a ser parcial y diviso.
(La vida es sueño, J. I, esc. VI, v. 711-715).
Sin entrar ahora en las querellas teológicas de jesuitas y dominicos en torno a la predestinación
y el libre albedrío, e independientemente de las diferentes posturas políticas en lid entonces, –
maquiavelismo, prudencialismo, etc.35–, lo que aquí nos interesa es dar relevancia a un tema tan
decisorio en el argumento de una comedia de Calderón y tan decisivo en la caracterización de la
comedia española. Aparecerá de nuevo en otra pieza suya: En esta vida todo es verdad y todo mentira.
Lisipo, hábil en el manejo de astrolabios y cuadrantes, posee el arte de la adivinación; ello le granjea
un puesto preeminente junto al nuevo emperador Focas, quien requiere sus servicios para identificar
a su verdadero hijo y desvelar al del difunto emperador Heraclio (vid. J. i, esc. II, p. 51; J. II, esc. II, p.
58 y esc. VIII, p. 61).
El proceso también se halla, por ejemplo, en El palacio confuso, donde el infante recién nacido
es apartado del trono por temor a las influencias del horóscopo:
FLORO
Y el Rey, que a la astrología
no, como varón discreto,
daba fe demasiada,
por las estrellas halló
que el hijo que reservó
la Reina, mal avisada,
un Rey tirano sería,
injusto, sin Dios ni ley,
33 Una prueba de estas reticencias en la mentalidad francesa nos la da una vez más el polémico Voltaire, quien no
desperdicia la ocasión de vituperar “une imagination aussi déréglée” al comentar aquellos elementos sobrenaturales de las
piezas españolas correspondientes; citado por GALLEGO ROCA, loc. cit., p. 323.
34 Para una mayor profundización sobre las reglas, vid. Pierre CORNEILLE, Discours sur le poème dramatique, en Corneille
critique, París, Buchet / Chastel, 1964, R. Montero ed., Jacques TRUCHET, La Tragédie classique en France, París, Presses
Universitaires de France, 1989, 2ª ed., Collette et Jacques SCHERER, Le Théâtre classique, París, Presses Universitaires de
France, 1987, Bernard BRAY, Formation de la doctrine classique, París, Nizet, 1983 (1945), Jacques SCHERER, La Dramaturgie
classique en France, París, Nizet, 1991 (1986), Henry Thomas BARNWELL, The Tragic Drama of Corneille and Racine, Oxford,
Clarendon Press, 1982 y Georges MAY, Tragédie cornélienne, tragédie racinienne. Étude sur les sources de l’intérêt dramatique, en Illinois
Studies in Language and Literature, vol XXXII, n 4, Urbana, The University of Illinois Press, 1948.
35 Vid. Enrique RULL, La Vida es Sueño (Comedia, auto, loa), Madrid, Alhambra, 1980, p. 45 y ss.
15
que, como bárbaro rey,
este reino perdería.
(J. I, p. 324, 1)36.
Son numerosas, las comedias españolas animadas por este recurso literario; el mismo Calderón
escribiría El astrólogo fingido (1637), cuya intriga gira en torno a este tema. Pero el mismo nombre indica
el cariz de esta última –comedia de intriga, capa y espada–, adaptada por el hermano de Pierre
Corneille, Thomas, en su Feint Astrologue (1651). Precisamente las abundantes comedias con intriga
astrológica nos dan la clave de su ausencia dentro del subgénero trágico francés. Para encontrar tales
técnicas dramatúrgicas al otro lado de los Pirineos, nos será preciso desempolvar las numerosas
tragicomedias y comedias a la española donde proliferan magos y efectos sorprendentes. Piénsese en
Les Bergéries de Racan, La Silvanire de Mairet o La Bague de l’oubli de Rotrou. Pero aún hay más: todas
ellas serán escritas antes de 1650; desde esa fecha –con la célebre excepción del Don Juan de Molière–
el género severo ofrece una variedad nueva, la tragedia de tramoyas, precedente e imspiradora de la
Ópera. La razón de todo ello es clara: el progreso de la doctrina clásica, con su inquebrantable unidad
de lugar y las exigencias de verosimilitud hacen cada vez más difícil el empleo de lo maravilloso37.
Dicho de otro modo, y volviendo a nuestro corpus, en caso de que Corneille hubiera incluido la
astrología en su “comédie héroïque” Don Sanche d’Aragon, sin duda alguna habría quebrantado la regla
de la verosimilitud o vraisemblance. Definida ya por Aristóteles en su Poética, gozaba de gran prestigio
entre los teóricos franceses de 1650; de suerte que el recurso a una razón de tan poco peso como la
astrología –o simples motivos superiores que escapan a toda lógica (vid. En esta vida todo es verdad y todo
mentira, J. III, esc. X, p. 72)–, corría el riesgo de levantar suspicacias y escrúpulos por parte de los
“doctos”: una “comédie héroïque” perdía evidentemente credibilidad si todos los elementos no
estaban bien fundados en razón. De ahí que el autor optara por una adaptación –Carlos será puesto
bajo la tutela de unos pescadores hasta la muerte del usurpador don García– más acorde con el
espíritu francés.
Pero no acaba aquí toda esta increíble creatividad española: no saciados con incluir elementos
sobrenaturales, visiones premonitorias, magia y astrología, los poetas de nuestro Siglo de Oro
ingenian sin cesar nuevos recursos teatrales, a cada cual más bello y desconcertante, que signifiquen
su universo imaginario. No podemos detenernos aquí comentando tantas discordancias como
aparecen entre estas piezas dependiendo del autor y el público al que están destinadas. Al margen de
estos elementos antropológicos, auténtica aguja ferroviaria donde divergen ambas mentalidades,
mentamos rápidamente otras manifestaciones de tales discrepancias en la concepción del teatro. De
raigambre mucho más clásica, el francés aborrece todo tipo de situaciones “indecorosas” que
pudieran herir la sensibilidad del público. Véase, por ejemplo, el empellón que Focas da al viejo
Astolfo (En esta vida todo es verdad y todo mentira, J. I, esc. X, p. 57) o la muerte, sobre el mismo tablado,
del usurpador (J. III, esc. XVII, p. 75). Otro tanto ocurre con los graciosos –en este caso Luquete y
Sabañón– que entran sin cesar en promiscuidad con sus superiores (J. I, esc. XI, p. 57 y J. II, esc. XX,
p. 65) y cuyos impertinentes atrevimientos escandalizarían el tenor de una tragedia de moldes clásicos.
En consecuencia, Corneille expurga disonancias, clarifica situaciones y suprime personajes, siempre
con el objeto de preservar intacta una mínima unidad indispensable para el discurso trágico.
No son por ello de extrañar los derroteros que toman algunas escenas de estas comedias:
admitidos los factores desestabilizadores de una concepción positivista, el mismo autor, y con él el
actor y el espectador, se sumergen paulatinamente en un mundo de sutiles ensoñaciones, donde la
36 No solo el difunto rey fue víctima de tales creencias; incluso la reina Matilde arbitrará sus asuntos y los del gobierno
en concordancia con la posición de los astros (vid. J. II, p. 339 y J. III, p. 350).
37 Vid. SCHERER, op. cit., p. 163-167.
16
ilusión –en su acepción etimológica– atrae con fuerza centrípeta todo cuanto se pone en su área de
influencia:
¡Oh dulcísima ocasión
Del estado en que me veo!
¿Si es ella? ¿Si es ilusión?,
(La rueda de la fortuna, J. II, p. 11).
exclama vestido de pieles en su exilio el general Leoncio al encontrar, dormida, a la princesa
Mitilene… No es raro encontrar algunos personajes que condescienden con el autor y adoptan el
papel de cómplices. Esta connivencia se entabla perfectamente, por ejemplo, entre Calderón y las
mujeres, ahora más barrocas que nunca38, y que deciden comenzar intrigas sin número o cooperar en
el divertimento de aquellas ya iniciadas:
CINTIA
Ya que el conjuro de aquel
Fuerte, poderoso hechizo,
Fingimos lo que no somos,
Seamos lo que fingimos.
LIBIA
Dices bien; y pues al duelo
Entre las dos, Focas hizo
Las amistades (…)
Tratemos de divertirlos,
Hasta que de otra ilusión
Den sus pasiones indicio.
(J. III, esc. I, p. 67).
Hábil manipuladora del hombre barroco, la mujer no tarda en alcanzar su objetivo:
LEÓNIDO
(Ap. ¡Cielos!
¿Si será esto lo fingido,
Y lo otro lo verdadero?)
(J. III, esc. IX, p. 71).
Y Carlos, al toparse con su “doble” Enrico, ideado por la reina para deshacer sus entuertos:
¿Qué es lo que mis ojos vieron?
¿Es horror o fantasía?
¿Ilusión o sombra fría?
¿Es rapto del devaneo?
¿En qué fuente o cristal veo
una imagen que es tan mía?
Si es furor de la locura
que dicen que en mí se esconde,
¿Quién eres, hombre? Responde.
ENRICO
Yo soy tu misma figura.
(El palacio confuso, J. III, p. 349).
Invadidos por una avalancha inagotable de apariciones, nuestros personajes caen entonces en
el delirio, o supuran sueños paradójicos que les hacen cuestionar toda la realidad circundante. Esta es
concebida entonces como
38 Sublimidad y antítesis conforman unos bellísimos blasones definitorios de la mujer (vid. J. I, esc. IV, p. 52 y esc. VII,
p. 54).
17
Un punto indivisible, un breve sueño,
Corrido sueño y muerte prolongada.
Es la vida del hombre desabrida.
(La rueda de la fortuna, J. II, p. 6).
La realidad –y recordamos entonces lo anunciado al principio acerca del acercamiento
fenomenológico– no viene confirmada por las apariencias del mundo teatral39; en él todo muda,
cambia, da vueltas con una velocidad vertiginosa:
Yo representé un leal,
Luego un capitán triunfando,
Y después un general,
Y ya estoy representando
Un pobre a lo natural.
(La rueda de la fortuna, J. III, p. 20).
Y Enrico:
…Un villano
era ayer entre las selvas
que miran en ese mar
su verde pompa y belleza.
Ya soy imagen y sombra
del mismo Rey…
(El palacio confuso, J. II, p. 336).
Se tergiversan, se transmutan todos los papeles:
Con amor teme el tirano,
Oye el sordo y habla el mudo,
Calla el loco, entiende el rudo,
Y es político el villano,
(La rueda de la fortuna, J. II, p. 11).
porque todo no es más que puro devaneo de nuestra cabeza: “Sueña el rey que es rey, y vive /
con este engaño mandando…” (La vida es sueño, J. II, esc. 19, v. 2158-9). Espejismos que por un
momento despiertan vanas esperanzas; difuminadas tan pronto queremos verlas hechas realidad:
Humo es la esperanza, y yo
de ser el Rey la tenía;
mintió la esperanza mía,
mi presunción me engañó.
(El palacio confuso, J. I, p. 333).
Ante tal tesitura, ¿qué entidad tiene, pues, todo cuanto se presenta a los ojos de los personajes?
El fantasma de la locura está rondando en torno a sus calenturientas imaginaciones; afloran por
doquier nuevos Segismundos, a cada cual más desorientado:
CARLOS
¿Loco me quieren hacer?
…
39 Esto es lo que le ocurre a nuestro Don Quijote y, de manera puntual en el capítulo XXVI de la segunda parte; como
señala BASANTA, aquí el retablo ambulante de Maese Pedro se le antoja a nuestro caballero como realidad y metáfora de la
vida. Donde todos los circunstantes solo ven una ficción, él se identifica con ella, se introduce en ella y protagoniza la ilusión
de socorrer a los amantes hasta que, al igual que a los protagonistas de nuestras comedias, el desengaño lo devuelve a la
realidad.
18
CARLOS
¿Luego loco estoy?
…
CARLOS
Alto. Pues lo dicen todos,
loco estoy, yo lo confieso.
(El palacio confuso, J. II, p. 340-346).
Y, colmo de males, la insania se apodera incluso de los graciosos:
SABAÑÓN
Mas yo he de perder el juicio.
LUQUETE
Yo no; que ya no le tengo.
(En esta vida todo es verdad y todo mentira, J. III, esc. IX, p. 71).
El “delirium tremens” no tocaría a su término si el sentido común y la profunda humanidad
de nuestro Barroco no descorrieran el velo que todo lo difuminaba: exhaustos, al final todos los
personajes caen en la cuenta de que ellos mismos no eran más que eso, personajes de comedia; más
aún: incluso cuanto se presentaba ante sus retinas no era sino pura representación del Gran Teatro
del mundo, como se desprende tras el desengaño de una adversa fortuna:
FILIPO
Caballero, mi esperanza
Es teatro en quien me fundo.
…
LEONCIO
Mucho tu desdicha siento;
Que en el teatro violento
Deste mundo y sus locuras
Hice tus mismas figuras,
Que yo también represento.
(La rueda de la fortuna, J. III, p. 20).
Era este un paso obligado para que, por fin, la objetividad –ahora fértilmente enriquecida por
una vasta experiencia– recobre sus fueros perdidos:
HERACLIO
Vida quiero, no el imperio,
Que es miserable teatro.
(La rueda de la fortuna, J. III, p. 22).
Si los honores no son sino pura representación, y esta un ensayo ficticio de las tragedias
humanas (Cfr. En esta vida todo es verdad y todo mentira, J. III, esc. XVI, p. 75), ¿qué es, pues, la verdad
barroca sino la consideración objetiva y global de todas las virtualidades del hombre? Mas no por ello
la objetividad ha de ser fría y calculadora, enemiga de todo elemento subjetivo: el hombre es uno, y
su raciocinio, precisamente por ser humano, es indisociable de la incertidumbre y lo inefable; así lo
acepta uno de los personajes principales en conclusión a la sabiduría que tantos lances le han
proporcionado:
TODOS
¡Viva Heraclio! ¡Heraclio viva!
FEDERICO
En cuyo aplauso se dé
Fin a esta historia.
19
HERACLIO
Esperando
Que sea felice rey
El que entra con desengaño
De que no hay humano bien
Que no parezca verdad
Con duda de que lo es.
(En esta vida todo es verdad y todo mentira, J. III, esc. XVIII, p. 75).
¡Qué increíble contraste, el de los mundos español y francés! La barrera es más alta que los
Pirineos: lo que aquí era ficción condimentada con elementos sobrenaturales, esotéricos y fantásticos,
allí todo ha de conformarse al molde del raciocinio y de las reglas. Desechando influencias astrales y
visiones premonitorias, los autores franceses prefieren desarrollos estructurados de acuerdo con el
tipo clásico, donde la discusión esclarece la mente de los personajes (vid. Héraclius, A. II, esc. II, v. 517-
518), o donde un mensajero revela en última instancia un origen desconocido (Don Sanche d’Aragon,
A. IV, esc. II, v. 1228-1230). En cualquiera de los casos, el carácter de la tragedia o de la comedia
heroica no se prestaba a una total adaptación de nuestra comedia; tal papel habría de ser llevado a
cabo por la comédie à l’espagnole.
Pero lo que nos parece más significativo de todo este estudio es la imposibilidad innata del
hombre clásico para comprender al hombre barroco. Los teóricos franceses, comentábamos al
comienzo de estas líneas, vituperaban sin piedad tanto las teorías como las técnicas estructurales del
teatro español. Nosotros nos preguntamos si las ramas no les habrán impedido ver el bosque. Unas
reglas pueden llegar a conformar, y en gran medida era el caso francés, una mentalidad; pero la
supresión de las mismas no implica, como ellos creyeron, que cuanto queda sea puro enredo y
pasatiempo; la representación del hombre barroco español no necesita injertar elementos extraños
porque el trasfondo que la alimenta ya es lo suficientemente rico. Así lo muestran estos ejemplos
aducidos; y aun osaríamos comentar que su lectura rápida corre el riesgo de situarnos en una
perspectiva idéntica a la de sus detractores.
Aparición, vago sueño e ilusión; locura y devaneo… ¿qué es la vida sobre la tierra para el
hombre barroco y cómo se espeja esta en su teatro? Junto a la técnica puramente cronológica y lineal
de tantas producciones, el barroco introduce lentamente, pero con tanta más seguridad, el principio
de duplicidad que lo caracteriza. La interiorización de la acción es producto inevitable del arte
barroco. Los puntos de vista se multiplican, incluso se solapan, con el deseo de ver con claridad, en
un análisis que es síntesis al mismo tiempo. Será precisamente entonces cuando la persona barroca,
que se ha convertido en personaje, comienza a plantearse cuestiones fundamentales sobre la misma
concepción lineal de la existencia, la uniformidad, la unidad y la unicidad de lo real. El relativismo
naciente en España, y que ya había tenido sus consecuencias en Francia, es el que provoca aquellas
preguntas de nuestros personajes, los cuales, gracias al arte de la imitación remozada por el barroco,
se van reconvirtiendo progresivamente en personas, con carne y hueso, con una profundidad
metafísica poco común y que deja tan perplejo al crítico como al espectador. Hamlet decía: “ser o no
ser”; el hombre barroco apostilla: “ser y no ser”, lo que significa ser y parecer, ser dos cosas a la vez,
ser otro, con todas las implicaciones y derivaciones que es capaz de inventar una comedia
desencadenada y desbordante de actividad. Tomamos estas ideas de Alejandro Cioranescu, que tantos
y tan profundos estudios ha hecho al respecto; él mismo concluye: “Vu à travers le théâtre, le monde
semble avoir perdu sa stabilité, ses couleurs sont changeantes et sa consistance, ou plutôt son manque
de consistance, le rend inquiétant. Les hommes ne sont pas ce dont ils ont l’air; sur un visage qui reste
caché, ils portent un masque, et parfois deux ou trois qui sont contradictoires. Les individus ont perdu
leur identité, soit parce qu’ils vivent des rôles divers, ou parce qu’ils s’ignorent eux-mêmes. En fin de
20
compte, la comédie est ce que la vie est elle-même: fingimiento ou faux-semblant, enredo ou embrouille,
lance ou coup de sort, disfraz ou déguisement, engaño ou fausse apparence; tout cela pour arriver au
bout de n’importe quelle expérience du monde, au desengaño, qui est la situation caractéristique du
désabusé en même temps que la conclusion logique et la transcendance de la comedia”40.
La profunda humanidad de la comedia la hemos encontrado en algunos momentos de las
escenas francesas de Pierre Corneille: cada vez que un personaje solo alega, como último argumento
ante el acoso de la sociedad inquisitiva, su dignidad de hombre; el honor castellano se ha visto
ligeramente adulterado, relegando parte de su pureza subjetiva en pro de nuevos criterios –el deber,
la razón de estado– que se adaptan mejor al horizonte de las expectativas de su público; por fin, estas
últimas incursiones nos han permitido descubrir en nuestra comedia algunos aspectos refractarios a
la adaptación: aquellos en que la simbiosis de dos mundos –el hombre aparente y el hombre
subjetivo– se conjugan admirablemente para reflejar cabalmente, a través de la intriga y el
divertimento, la comedia del hombre sobre la tierra.
***
Bibliografía
Sobre Corneille y la literatura española
ADAM, Antoine, Histoire de la litterature française au XVIIe
siècle, 5 vol., París, Domat, 1954.
CHASLES, Philarète, Pierre Corneille dans ses rapports avec le drame espagnol, en Études sur l’Espagne et sur les influences de
la littérature espagnole en France et en Italie, París, Amyot, 1847.
CIORANESCU, Alexandre, Estudios de literatura española y comparada. Calderón y el teatro clásico francés, La Laguna,
Universidad de La Laguna, 1957.
COUTON, Georges, Pierre Corneille. Œuvres complètes, París, Gallimard, Biblithèque de la Pléiade, 1980.
DOUMIC, René, Corneille et le drame espagnol, en Études sur la littérature française, cinquième série, vol. V, 1906,
p. 1-22.
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HUSZAR, Guillaume, Pierre Corneille et le théâtre espagnol, París, Bouillon, 1903.
LANCASTER, Henry Carrington, A History of French Dramatic Literature in the Seventeenth Century, 9 vol., Baltimore,
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siècle, 1923 réed.
NIDERST, Alain, Théâtre complet de Pierre Corneille, Rouen, C. N. L., Université de Rouen, 1984.
SEGALL, J. P., Corneille and the Spanish Drama, Nueva York, 1902.
VALLE ABAD, Federico del, Influencia española sobre la literatura francesa. Corneille, en Boletín de la Universidad de
Granada, XVII, 1945, p. 137-242.
Sobre la relación entre Héraclius, “En esta vida…” y “La rueda de la fortuna”
ADAM, Antoine, Histoire de la litterature française au XVIIe
siècle, 5 vol., París, Domat, 1954, t. II.
BERNARDIN, N-M., Héraclius, en Les Chefs de chœur, París, 1915, p. 65-88.
CASTILLO, Carlos, “Acerca de la fecha y fuentes de En esta vida todo es verdad y todo mentira”, Modern Philology, XX,
1922-1923, p. 391-401.
40 “Le baroque et la comedia”, XVIIe siècle. Número monográfico sobre Le Siècle d’Or espagnol, julio-septiembre 1988, n 160,
p. 291.
21
DELZONS, Défense de Pierre Corneille sur le sujet d’Héraclius, Revue de l’instruction publique, 2 février 1865.
PELLEGRIN, “Lettre aux auteurs du Mercure au sujet de la tragédie d’Héraclius”, Mercure de France, 1724, février,
p. 199-217; mars; p. 399-411; mai, p. 846-851.
ESMENARD, “Rapport sur l’Héraclius de Corneille”, 1807, Revue bleue, I, 1906, p. 727-730.
HARTZENBUSCH, Juan Eugenio, Comedias de don Pedro Calderón de la Barca, Madrid, Biblioteca de Autores
Españoles, 1850, t. IV.
JOLLY, Œuvres de Corneille, 1738.
LYONS, John D., A theatre of disguise. Studies in French Baroque Drama, “The unknown king Heraclius”, p. 107-137,
French Literature Publications Company, 1978.
MARTINENCHE, Ernest, “Les sources espagnoles d’Horace et d’Héraclius, Montpellier, XXX Anniversaire de la
fondation de la Société pour l’Étude des Langues Romanes, 1901, p. 23-26.
MENÉNDEZ PELAYO, Marcelino, Estudios y discursos de crítica histórica y literaria, III, en la ed. nacional de Obras
completas de Calderón, Madrid, C.S.I.C., 1941.
MESONERO ROMANOS, Dramáticos contemporáneos a Lope de Vega, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1858,
t. XLV.
NIDERST, Alain, Théâtre complet de Pierre Corneille, Rouen, C.N.L., Université de Rouen, 1984, vol. II, t. 1.
SCHRAMM, “Corneilles Héraclius und Calderóns En esta vida todo es verdad y todo mentira. Ein Beitrag sur Geschichte
der Literarischen Beziehungen zwischen Frankreich und Spanien im 17. Jahrhundert”, Revue Hispanique,
LXXI, 1927, p. 226-308.
VALBUENA BRIONES, Ángel, Perspectiva crítica de los dramas de Calderón, Madrid, Rialp, 1965.
VIGUIER, Ep. Anecdotes littéraires, 1846, 69 p. BNP Yf 12100 y Fragments et Correspondance, 1875.
VOLTAIRE, Théâtre de Pierre Corneille, vol 5, Paris, 1975, M. de l’Ormeraie. Contiene la traducción de En esta vida
todo es verdad y todo mentira y una “Dissertation de l’éditeur sur l’Héraclius de Calderón”.

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  • 1. 1 LA COMEDIA ESPAÑOLA Y SU TRASLACIÓN A OTROS HORIZONTES: TRAGEDIAS Y COMEDIAS DEL SIGLO DE ORO EN FRANCIA José Manuel Losada Actas del Coloquio Internacional “Del Horror a la Risa”. Los géneros teatrales clásicos. Ignacio Arellano, Víctor García Ruiz & Marc Vitse (eds.), Kassel: Reichenberger, 1994, p. 201-233. ISBN: 3-928064-84-3. Aunque no por ello deje de ser más apasionante, no es fácil elegir un tema que pretenda, simultáneamente, respetar el marco en que se encuadra este coloquio y abordar problemas de dramaturgia comparada. Entre las incontables posibilidades que se ofrecían, hemos optado por una que, si bien presenta no pocos inconvenientes metodológicos, garantiza aquella mínima unidad imprescindible para trabajos de esta índole. Frente a la incontestable multiplicidad del abanico teatral del Siglo de Oro, hemos centrado nuestra atención en aquellas piezas que, con diversa fortuna, han sido objeto de interés y consiguiente adaptación por uno de los mayores autores del Grand-Siècle francés: Pierre Corneille. Son varios los escritores españoles –saldrán a relucir piezas de Lope de Vega, Calderón de la Barca, Ruiz de Alarcón, Guillén de Castro y Mira de Amescua– que reciben una calurosa acogida por parte de este autor francés1; paralelamente, las diferentes denominaciones –tragedia, tragicomedia, comedia heroica y comedia– que atribuye a sus obras, dan buena cuenta del intrincado mundo conceptual y terminológico que subyace bajo la universal “comedia”. Ahora bien, este mismo hecho, ¿no parece conjugarse perfectamente con el título –“Del Horror a la Risa”– de nuestro coloquio? Una vez anunciado, a grandes rasgos, nuestro ámbito de estudio, conviene exponer brevemente el método que nos hemos propuesto seguir. Existen una serie de textos básicos, con sus características innegables y sus recurrencias cuantificables. Un acercamiento temático de tipo fenomenológico será muy útil, sin duda alguna, para desarrollar un estudio sobre un tema tan importante como pueda ser, pongamos por caso, el orden político y social. Ahí nos adentraremos intentando dilucidar diferencias y similitudes, supresiones e inserciones, modificaciones y premisas psicológicas que nos ayuden a sopesar el grado de adaptación de que era susceptible la comedia 1 Indicamos a continuación la referencia de las ediciones utilizadas: Guillén de CASTRO, Las mocedades del Cid, Madrid, Cátedra, 1978. Lope de VEGA (1634) (?) / Antonio MIRA DE AMESCUA (1667) (?), El palacio confuso, en Obras de Lope de Vega, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1930, t. VIII. Pedro CALDERÓN DE LA BARCA, En esta vida todo es verdad y todo mentira, en Biblioteca de Autores Españoles, t. IX, Madrid, M. Rivadeneyra, 1855. Antonio MIRA DE AMESCUA, La rueda de la fortuna, en Biblioteca de Autores Españoles, t. XLV, Madrid, Rivadeneyra, 1858. Juan RUIZ DE ALARCÓN, La verdad sospechosa, Madrid, Cátedra, 1980. Pierre CORNEILLE, Le Cid, en Théâtre complet de Corneille, Paris, Garnier, s.f., t I. / / – Don Sanche d’Aragon, ibid., t. II. / / – Héraclius, ibid., t. II. / / – Le Menteur, ibid., t. II. Sobre la relación existente entre Corneille y el teatro español, aportamos al final de este artículo dos someras bibliografías.
  • 2. 2 española en la escena francesa de entonces. A ello irá destinada la primera parte del presente trabajo. No obstante, tal y como tendremos ocasión de apreciar, sería erróneo concluir en tal punto nuestra investigación; nada más alejado de un estudio comparatístico que la comparación como método exclusivo. Nuestra disciplina nació con un carácter eminentemente unificador que facilite una mayor comprensión del hecho literario. No se limita pues, a indagar semejanzas y diferencias ni, mucho menos, a pontificar en medio de rivalidades con juicios de valor. La literatura comparada es, ante todo, una actitud; la del crítico que sabe que ningún sistema literario se desarrolla en compartimentos estancos. De hecho, si profundizamos en cada una de las piezas, observaremos una multitud de detalles, en modo alguno anecdóticos, que, gracias a esta perspectiva, nos dan la clave de un mundo tan indeterminado y subjetivo como específico de la comedia: su vertiente tangencial con la realidad. Los diferentes tratamientos que este aspecto reciba a uno y otro lado de los Pirineos proporcionarán, esperamos, luces nuevas sobre el teatro y las mentalidades de la época que aquí nos ocupa. Parece ahora oportuno, después de haber fijado esta pautas metodológicas y antes de proceder al examen de nuestros textos, aportar una serie de consideraciones preliminares encaminadas a facilitar comprensiones y evitar malentendidos. En la primera querríamos dejar asentado el hecho de que nuestro objetivo primordial es abstraer unas categorías específicas a las dos literaturas dentro del arte escénico; no es este el lugar más apropiado para describir, con un sinnúmero de aclaraciones textuales, el entramado de las piezas sometidas a estudio y cuyas referencias editoriales ya han sido ofrecidas. Rogamos pues al lector que siga el hilo de nuestra reflexión y nuestras citas sin ánimo de encontrar explicaciones que solo la atenta lectura de las comedias y sus adaptaciones le puede proporcionar. Una segunda consideración se hace indispensable; versaría sobre las célebres reglas clásicas. Es universalmente conocida la admiración que los teóricos franceses manifestaban para con estas normas, hasta tal punto que no sería mucho aventurarnos si considerásemos dicha veneración inversamente proporcional al desprecio que los dramaturgos españoles les reservaron. Lo cual no supone ni la ausencia de teóricos españoles –pensemos en la Philosophia antigua poética de López Pinciano–, ni la falta de respeto por una regla tan fundamental en el teatro como sea la verosimilitud, ya indicada en este mismo coloquio por los profesores García Ruiz y Ruano de la Haza. Sí indica, no obstante, mucho en cuanto a la concepción del teatro: al tiempo que en Francia la teoría precedía a la praxis, en España era esta última la que dictaminaba sobre la oportuna teoría2; cuando son los aplausos del público quienes orientan las futuras comedias, no cabe la menor duda de que estamos ante una concepción esencialmente positivista y prágmática del quehacer teatral. Tal desprecio por las reglas que compendiaban el bienhacer según los clásicos, no habría de pasar desapercibido entre los “doctos” galos, quienes encontraron en este escandaloso procedimiento un arma con que asestar duros golpes a la producción de la Península. Así, el caso omiso que los dramaturgos españoles hacen de las reglas clásicas los convierte para Chapelain en ignorantes en cuestiones de geografía, historia, cronología, geografía, poética y oratoria (Lettres, t. II, p. 255); y en otro lugar declara a propósito de Lope de Vega: “Il s’est voulu excuser de sa barbarie sur le goût du peuple qui le payait, et auquel il eût déplu, s’il eût voulu le divertir par des ouvrages réguliers, prétendant d’ailleurs qu’il avait assez de connaissance d’Aristote et des préceptes pour les suivre, si la raison n’eût point été chez eux une marchandise de contrebande… Comme si nous ne voyions pas clairement par ses productions qu’il ignorait tous les principes de l’art du théâtre et qu’il y avait suivi l’usage de ceux de son pays, le croyant bon et la seule route où devait marcher le poète pour satisfaire pleinement aux obligations de son 2 “En Espagne ce sont les œuvres qui réagissent sur les théories”, souligne René BRAY, Formation de la doctrine classique, París, Nizet, 1983 (1945), p. 28.
  • 3. 3 métier” (ibid., p. 57 y 255). Semejantes juicios de valor emiten Balzac, Sarrasin, La Mesnardière, Scarron, le chevalier de Méré, Scudéry, le père Rapin, l’abbé Goujet o Saint-Évremont. No me resisto a copiar el resultado de una conversación, en España hacia 1669, entre François Bertaut y Calderón; el viajero francés resume así esta entrevista: “À sa conversation, je vis bien qu’il ne savait pas grand’chose, quoiqu’il soit déjà tout blanc. Nous disputâmes un peu sur les règles de la dramatique, qu’ils ne connaissent point en ce pays-là et dont ils se moquent” (Journal du voyage en Espagne)3. Y, sin embargo, la realidad va a reclamar sus fueros; si no en el terreno de las teorías, sí en el de la práctica: centenares de obras españolas van a ser objeto de traducción, imitación, adaptación o van, cuando menos, a dejar su impronta en innumerables producciones francesas. La causa, ya se sabe, España estaba à l’honneur por entonces fuera de sus fronteras, incluso, a pesar de animosidades políticas y militares, como es el caso que nos ocupa. Pero es este un tema tan apasionante como manido, sobre el que ya existe toda una plétora de bibliografía y serios estudios. 1. En los límites del orden político y social Los contornos básicos de nuestros dos Estados comienzan a delinearse en el siglo XVI; por entonces se creaba el Estado moderno, no sin sufrir peligrosos embates en su primera singladura. Filósofos y legistas hubieron de esgrimir sus mejores armas con el fin de asegurar la larga marcha que ahora capitaneaba la monarquía. Los avatares de la historia quisieron que dicho Estado, en su acepción absoluta, debiera definirse como tal y presentara las debidas credenciales que salvaguardaran su poder y autonomía. En una sociedad estructurada según los moldes teocráticos, nada más lógico que exigir una fundamentación teológica del sistema monárquico. Que los reyes son vicarios de Dios, cada uno en su reino, se lee en la segunda Partida de Alfonso X4; de aquí se sigue que la persona del rey haya sido instituida por Dios mismo5. Asentada esta premisa –hoy en día apenas podemos hacernos una idea cabal del alcance que ello suponía para un español de entonces–, se comprenden perfectamente las palabras que el soldado Carlos dirige a su reina: CARLOS Como es tu deidad sagrada imagen de Dios, también le imitas haciendo bien y en hacer algo de nada. (El palacio confuso, J. I, p. 329). En ellas no hace sino explicitar algo comúnmente aceptado por todos: que la Majestad real ocupa el lugar de Dios6. Nunca alcanzaremos a asimilar, en toda su intensidad, hasta qué punto están firmemente concatenados todos los eslabones de este sistema. Porque del origen divino de la institución monárquica también se desprende la obligación que todos los sujetos tienen de defenderla, 3 Para la referencia completa de estos textos, vid. René BRAY, ibid., p. 28-33; este crítico francés, no carente de método ni finalidad bien definida, no nos parece que revele una idea completa de la influencia teórica del Siglo de Oro sobre el Grand-Siècle francés. 4 Cfr. Las Siete Partidas, reed., Madrid, Imprenta Real, 1807, vol. II, p. 7. 5 Cfr. José Antonio MARAVALL, Poder, honor y élites en el siglo XVII, Madrid, Siglo XXI de España Editores, 1979, p. 43. 6 Cfr. Leandro RODRÍGUEZ, “La función del monarca en Lope de Vega”, en Lope de Vega y los orígenes del Teatro Español. Actas del I Congreso internacional sobre Lope de Vega, Madrid, EDI-6, 1981, p. 799.
  • 4. 4 aun a costa de su hacienda y de su misma vida7. Es lo que vemos en La rueda de la fortuna, donde Filipo manifiesta una disponibilidad incondicional para con su emperador: FILIPO Será la gente de guerra, Que algún motín ha movido; Ponte, Señor, tras de mí, Porque, estando desta suerte, Descargue el golpe la muerte En mis hombros, y no en ti. Cuando no fuere a la vista De tus ojos de provecho, Un muro será mi pecho, Que el ejército resista. (La rueda de la fortuna, J. II, p. 10). Mas he aquí que ya nos topamos con la primera pieza que parece no encajar en todo este engranaje. Se trata de una pieza tradicional francesa en la que el origen divino de la institución monárquica se pone en entredicho. Claro está que no asistiremos a diatribas directas contra el sistema establecido; pero no faltarán usurpaciones que vienen a propugnar, al menos en apariencia, el origen humano del poder temporal. Traigamos a colación aquel caso del guerrero que no repara en dar muerte al emperador Mauricio para hacerse con el trono; él mismo lo confiesa en tercera persona: PHOCAS …Qui, comme moi, d’une obscure naissance Monte par la révolte à la toute-puissance, Qui de simple soldat à l’empire élevé Ne l’a que par le crime acquis et conservé. (Héraclius, A. I, esc. I, v. 9-12). …Quien, como yo, de un humilde nacimiento, Sube, por la rebelión, y obtiene la omnipotencia, Quien, siendo un simple soldado elevado hasta el imperio Lo ha adquirido y conservado solo gracias a sus crímenes. Esta reflexión sobre la usurpación política, no es sino el contrapunto de otra más profunda: el cuestionamiento –en modo alguno ajeno a la mentalidad francesa de la época– del derecho divino de la institución monárquica, o, dicho de otra manera, una puesta a prueba de los valores de la naturaleza. Una vez que se ha admitido que esta, en su modalidad hereditaria, presenta una serie de fallas, la legitimidad entra en crisis8. El desarrollo de toda esta temática política ofrecía múltiples virtualidades de representación en la tragedia, desde el conato fallido hasta la efectiva apropiación indebida; de ahí que no nos haya de extrañar el considerable partido que Corneille ha sacado de ellas. Al igual que Héraclius, otras tragedias, Rodogune, Agésilas y Attila profundizan, según diversos matices, en este tema de la degeneración de la legitimidad. Íntimamente ligada a la precedente, se encuentra otra cuestión no menos debatida: la razón de Estado, a la que acompaña toda una casuística harto compleja. No podemos extendernos aquí sobre las diversas orientaciones que han ido configurando la producción corneliana, desde la razón de Estado resumida al individuo –Horace, Cinna, Polyeucte– hasta su expansión a los vastos dominios de 7 Vid. Partida segunda, loc. cit., vol. II, p. 8 y Ricardo del ARCO GARAY, La Sociedad española en las obras de Lope de Vega, Madrid, Escelicer, 1942, p. 102-108. 8 Vid. Michel PRIGENT, Le Héros et l’État dans la tragédie de Pierre Corneille, París, Presses Universitaires de France, 1988 (1986), p. 331.
  • 5. 5 la historia y la colectividad –por ejemplo en La Mort de Pompée. Sí hemos de aclarar, sin embargo, los riesgos que vienen sutilmente solapados a las exigencias de este principio totalizador. Su gravedad, dada la coyuntura histórica y política, había despertado un interés sin precedentes en la sociedad francesa del momento; buena prueba de ello es su desarrollo en las piezas de Corneille –abundancia que contrasta vivamente con una ausencia en la discusión teórico-política española: en la España de los Austrias, los fundamentos apodícticos sobre este principio casi axiomático hacían vana toda especulación de tinte revisionista. Veamos un ejemplo de aquellas: en Don Sanche d’Aragon el trono del rey estaba vacante; la reina, admiradora del soldado Carlos, inclinaba hacia este su partido. La pieza transcurre entre múltiples lances de heroísmo amoroso hasta que, por fin, queda establecido el único motivo que debe prevalecer: CARLOS Car ce n’est point l’amour qui fait l’hymen des rois; Les raisons de l’État règlent toujours leur choix. (A. IV, esc. V, v. 1431-1432). Puesto que no es el amor quien hace la unión de los reyes; Las razones del Estado siempre ordenan su elección. Y no es menos elocuente la explicación que Phocas da a Pulchérie sobre la muerte del padre de esta: PHOCAS Le trône où je me sieds n’est pas un bien de race: L’armée a ses raisons pour remplir cette place; Son choix en est le titre; et tel est notre sort Qu’une autre élection nous condamne à la mort. Celle qu’on fit de moi fut l’arrêt de Maurice; J’en vis avec regret le triste sacrifice: Au repos de l’État il fallut l’accorder. (Héraclius, A. I, esc. II, v. 161-167). El trono donde me siento, no lo concede la raza: Razones tiene el ejército para ocupar esta plaza; Su elección es quien da el título; y nuestra suerte es tal Que más tarde otra elección nos condena a la muerte. La elección que de mí se hizo provocó el arresto de Mauricio; Aunque mucho me costara, yo vi el triste sacrificio: Pues se había de conceder para la paz del Estado9. En estos dos ejemplos llama poderosamente la atención el papel, de primera importancia, desempeñado por la razón de Estado en el teatro francés. Incluso desde un punto de vista meramente contemporáneo a la representación, esto parece evidente; pensemos en la disimulada apología que Corneille hace de los amores de la Reina Madre y Mazarino. Por otro lado, la heroica declaración de Carlos pone de manifiesto –incluso sin que él se aperciba de cuán profundos son sus pensamientos– , su ansiedad ante los derechos que reclama la naturaleza, pues toda la obra no es más que una peregrinación hacia las fuentes originarias10. Paralelamente, el alegato de Phocas intenta dilucidar cómo la subversión de las leyes de la naturaleza presupone la entrada en el orden de la sangre11. Pero, 9 Lo que queremos resaltar aquí son los distintos derroteros de la argumentación teórica, no su eclipse imaginario en nuestra comedia, la cual también cuenta con referencias a esta norma política. “Focas: / ¡Oh razón de estado necia! / ¿Qué no harás, di, si hacer sabes / Del delito conveniencia?” (En esta vida todo es verdad y todo mentira, J. I, esc. I, p. 50). 10 Vid. Serge DOUBROVSKY, Corneille et la dialectique du héros, París, Gallimard, 1988 (1963), p. 313. 11 Cfr. PRIGENT, op. cit., p. 337.
  • 6. 6 reincidimos, lo que se ha de resaltar más en todos estos casos es el cariz predominante de la razón de Estado en la escena francesa. En efecto, ya sea la defensa consuetudinaria de la ley biológica que determina los aspirantes al trono, ya sea el alegato hipócrita de que la paz popular exige el regicidio, en cualquier caso, queda patente que los caminos de la soberanía han derivado hacia razones de Estado híbridas; algo muy distinto de lo que ocurre en la escena española, donde la única razón de Estado es la perpetuación del talante eminentemente divino de la autoridad temporal. No querríamos sin embargo que se nos malinterpretara. Las diferentes orientaciones políticas y dramatúrgicas no suponen una oposición frontal, y más bien habría que englobarlas dentro de un mismo marco mayormente cristiano. España no detentaba la exclusividad católica de las doctrinas políticas concernientes al origen de la autoridad o a la razón de Estado. También en Francia la monarquía deseaba una paz comparable a la que Dios impone entre los elementos12. Evidentemente, la tradición cristiana de ambos países queda fuera de toda duda, y los dos se desenvuelven dentro de una única paleta; no cual no es óbice para que, en el caso español, el fundamentalismo imperante inclinara la balanza de la reflexión teórica hacia un extremo de contornos altamente definidos: el origen de la autoridad real, así como la razón de Estado que lo dirige, son única y exclusivamente divinos. Paulatinamente nos introducimos en el mundo de lo trágico al mismo tiempo que penetramos en el mundo de lo político. Tal y como Prigent ha señalado con brillantez, en Corneille “la tragedia es política porque la política es trágica”13. No es de extrañar, por lo tanto, que la reflexión teórica al respecto encontrara en la escena francesa un terreno ricamente abonado; no ocurre lo mismo en la española, por razones obvias. Es evidente que el sentimiento monárquico en España, como el substrato católico que lo sustentaba, era un complemento de la idea nacional. No había antagonismo alguno entre el pueblo español y su rey incluso en casos extremos como Don Lope de Cardona o La adversa fortuna de Don Bernardo de Cabrera, el exilio o la desgracia de que son objeto los nobles caballeros no hace sino acrecentar más aún su fidelidad al monarca; no así en Francia, donde la nación se distinguía netamente del rey14. Raramente encontramos casos de servilismo en nuestra comedia; sin embargo, el respeto que al monarca se debía en Francia, fácilmente podía degenerar, ya que no estaba fundamentado en la convicción de que el rey era el representante de Dios en la tierra. Corneille se da cuenta de ello, y no vacila –al adaptar una comedia al sistema francés– en suprimir cuanto difícilmente pueda adquirir el color local, y, simultáneamente, abstraer “el feliz acontecimento” que tan buenos resultados ejerce sobre su público. Así, si la razón de Estado, pongamos por caso, había elevado y mantenido en el trono a Phocas, será ella misma la que, en última instancia, provoque su caída15: no solamente lo dice Leontina a su hija (A. II, esc. III, v. 560), sino que incluso Pulchérie defiende esta postura ante el supuesto hijo del usurpador: PULCHÉRIE Vous le devez haïr, et, fût-il votre père, Si ce titre est douteux, son crime ne l’est pas. Qu’il vous offre sa grâce, ou vous livre au trépas, Il n’est pas moins tyran quand il vous favorise, Puisque c’est ce cœur même alors qu’il tyrannise, Et que votre devoir, par là mieux combattu, 12 Cfr. Jacques MOREL, La Renaissance, III: 1570-1624, París, Arthaud, 1973, p. 138. 13 Op. cit., p. 26. 14Vid. Guillaume HUSZAR, Pierre Corneille et le théâtre espagnol, París, Émile Bouillon, 1903, p. 190. 15 Vid. D’Aubignac en PRIGENT, op. cit., p. 17.
  • 7. 7 Prince, met en péril jusqu’à votre vertu. (A. V, esc. II, v. 1628-1634). Así, pues, debéis odiarle, y aunque fuera vuestro padre, Si el título es sospechoso, su crimen no lo ha de ser. Aunque os ofrezca su gracia, aunque os entregue a la muerte, No deja de ser tirano por mucho que os favorezca. Pues es un mismo corazón el que os tiraniza, Además vuestro deber, puesto a prueba hasta el exceso, Príncipe, pone en peligro, incluso vuestra virtud. Salta a la vista la derrota, marcadamente humana, que van tomando los acontecimientos al otro lado de los Pirineos. Cabe el peligro de obviar este aspecto, desde nuestro punto de vista esencial en el teatro francés, fascinados por una lectura exclusivamente historicista, argumentativa y estética del texto16. Así es, ocasiones no faltan en que el lector queda embelesado por la habilidad de que Corneille hace gala al aprovechar los infinitos resortes de la comedia; de ellos entresaca, adaptándolos a las técnicas y la mentalidad francesas, esos “desórdenes que provocan las hermosas y poderosas oposiciones del deber y de la pasión”17. La transformación que así se opera, permítasenos recalcarla, resulta evidente; pero no solo desde un punto de vista poético18, sino también conceptual. Esto podría ser verificado en diversos puntos primordiales en relación con la mentalidad y el imaginario colectivo del momento. Hasta aquí hemos incidido mayormente en esa desacralización de la palestra francesa, resultado inequívoco de su concomitante secularización de la esfera política. Queríamos seguidamente ahondar en un estudio de imagología comparada, cruce de caminos inevitable en el teatro que ahora nos ocupa. Hablamos del honor, pasión dominante en la comedia española, y que habrá de sufrir, como era de esperar, una considerable remodelación en su transposición a la escena gala. En líneas generales podríamos resumirlo así: lo que en nuestro teatro era honor, será exaltado, con las debidas variantes, como deber19. No queremos decir con ello que Corneille haya desechado en su totalidad la concepción del honor español, pero sí es cierto que el giro –sin poder denominarlo copernicano– es patente. A diferencia del fatum de un Sófocles o un Racine, en neta oposición a esa “ley tan rigurosa” del honor del hombre español que reside en el comportamiento de la mujer, la naturaleza del héroe corneliano reclama una energía fáctica y reintroduce una opacidad vital que parecía haberse disipado de la antigua comédie francesa. Junto a la generosidad y la virtud –consideradas en su sentido etimológico– la voluntad férrea colabora sin titubeos en la formación del nuevo paladín francés20. De esta manera, y no de otra, toma cuerpo la figura del héroe, sostenido por su íntima comprensión personal y a expensas de toda incomprensión social. Cuando Rodrigue, en su angustiado monólogo, vacila ante el camino a seguir, considera uno a uno los motivos que pesan sobre cada platillo de la balanza: Père, maîtresse, honneur, amour, Noble et dure contrainte, aimable tyrannie, 16 “Nous touchons là, d’une manière exemplaire, ce qui caractérise la politique de la tragédie: affaire d’esthétique autant que de politique”, TRUCHET, op. cit., p. 97. 17 Épître au lecteur de Héraclius, loc. cit., p. 460. 18 Aun cuando respeta las reglas de Aristóteles y Horacio, no deja de profesar, siguiendo a Terencio, que el fin último de su labor de poeta es el placer del público, vid. Épître dédicatoire de La Suivante. Sobre Terencio, vid. prólogo de la Andriana. Tomaba así sus distancias del fetichismo de Scudéry o Chapelain, al tiempo que se acercaba a la línea que más tarde adoptarían La Fontaine (vid. prefacio de Psyché) o Molière (vid. Critique de L’École des femmes, esc. VII). 19 Vid. HUSZAR, op. cit., p. 204. 20 Vid. DOUBROVSKY, op. cit., p. 306 y 315. Vid. también Hubert CURIAL, Le Cid, París, Hatier, 1990, p. 42-43.
  • 8. 8 Tous mes plaisirs sont morts, ou ma gloire ternie. L’un me rend malheureux, l’autre indigne du jour. (Le Cid, A. I, esc. VI, v. 311-314). Padre, amante, honor, amor, Noble y dura coacción, amable tiranía, O desecho los placeres, o veo mi gloria ajada. Si aquello me hace infeliz, esto otro indigno del día. Pero una vez que opta por la venganza, incluso corrido por haberla demorado, ya nada será capaz de impedirle su objetivo: lavar su afrenta en la sangre del conde. La moral corneliana lo exigía y lo exigirá de una manera cíclica e ininterrumpida siempre que el personaje haya de actuar heroicamente: Je le ferais encor, si j’avais à le faire. … J’ai fait ce que j’ai dû, je fais ce que je dois, (A. III, esc. IV, v. 879 y 900). Lo volvería a hacer, si tuviera que hacerlo de nuevo. … Hice lo que debía, ahora hago lo que debo, osa declarar en su primera entrevista con Chimène. Como vemos, la “barbarie” castellana que tanto desgarrón de vestiduras ha provocado entre los teóricos franceses21, cobra aquí nueva fuerza. Al igual que en la trilogía calderoniana del honor –donde el marido tenía arrestos para matar a su mujer, débilmente sospechosa de adulterio formal, y manifestaba su decisión de repetir tal homicidio cuantas veces fuera preciso para preservar intacto su honor–, Rodrigue se reafirma en su postura: el cumplimiento del deber. Y cuando su padre don Diègue le vea apesadumbrado por la pérdida de la amada, el viejo gobernador le recuerda la despiadada máxima: L’amour n’est qu’un plaisir, l’honneur est un devoir. (A. III, esc. VI, v. 1059). Si el amor es un placer, el honor es un deber. Los ejemplos abundan por doquier en las piezas francesas que componen nuestro corpus22; no podemos entretenernos a considerarlos por separado, aunque sin duda alguna nos descubrirían nuevos aspectos tales como la responsabilidad de la heroína francesa. Todos ellos nos conducirían a la misma conclusión: los héroes de la comedia, zarandeados sin reposo por los vientos de las implacables leyes del honor, cristalizarán en unos héroes cornelianos animados por el respeto de la virtud y el escrupuloso cumplimiento del deber en que se cifra la gloria humana –¡cuántas tensiones no provocarán las pasiones principales (la razón de Estado, los lazos de la sangre…), con otras más secundarias como pueda ser, según Corneille, el amor!–. Si hasta aquí hemos tenido ocasión de comprobar la modificaciones que Corneille llevaba a cabo para mejor adaptar nuestra comedia a la mentalidad francesa, ahora procuraremos esbozar algunas características confluyentes con nuestra comedia. Es muy importante remachar esta última idea, cuya relevancia se pone aún más de manifiesto si consideramos las divergencias sociales existentes entre ambos países. En efecto, si la coyuntura social, a pesar de ser tan dispar, no supone un distanciamiento considerable en la trama de las piezas ni en la concepción de los personajes, 21 Criticando un pasaje de Las mocedades del Cid, Voltaire arremete contra ingleses y españoles, con una falta de ecuanimidad y rigor científico poco encomiables; así concluye su glosa: “On représente, sur le théâtre de Londres, des enterrements, des exécutions, des couronnements; il n’y manque que des combats de taureaux”, en Contes et Romans de M. de Voltaire, t. XV, Commentaires sur Corneille, París, Boutan Marguin, 1968, p. 108. 22 Vid. p. ej., Héraclius (A. III, esc. V, v. 672-679) o Don Sanche d’Aragon (A. I, esc. II, v. 121-124).
  • 9. 9 podemos estar seguros de que nos hemos topado con uno de esos “invariantes” que toman su nacimiento en el mismo ser del Hombre. Hoy en día nadie cuestiona que durante la primera mitad del siglo XVII Francia está sumida en una guerra civil, atípica, pero no menos puntualizable, que desgarra las conciencias y las instituciones. Los conflictos que agitan este período oponen crudamente la nobleza al Estado. A pesar de los múltiples intentos por mitigar enemistades, los primeros sobresaltos de la Fronda abren de nuevo las llagas que parecían haber cicatrizado. Y, si bien es verdad que ya no se trata de construir el orden político –quedan muy atrás la muerte del primer Borbón o los “embastillamientos” de altos dignatarios–, sí se procura paliar los defectos del desorden de la naturaleza sobre el sistema de representación de los valores aristocráticos23. El clima político y social en España es muy diferente. Rebeliones como la de los Comuneros tienen ya un siglo de historia; por el contrario, todavía se hacen notar –desde un punto de vista dogmático– los criterios taxativos y –desde un punto de vista social– la comunidad de nación y religión que había imprimido la Contrarreforma. Cierto es que los conflictos de la pureza de sangre han originado fisuras que ya nunca habrán de restañar; pero ello no es óbice para que el pueblo, cada individuo, se sepa portador de una valía incuestionable. En España, todo hombre, desde el más modesto campesino, sabe hacer valer sus derechos y todos se pondrán de su lado si es víctima de abusos por un miembro de las clases superiores. Pues bien, Corneille acepta, asimila y formula todos estos aspectos típicamente españoles sin apenas añadir modificaciones sustanciales. Ahí están la comedia heroica Don Sanche d’Aragon y la comedia Le Menteur para demostrarlo. Las piezas correspondientes españolas son El palacio confuso y La verdad sospechosa. En la primera de estas dos, Carlos, soldado de probado valor guerrero pero de origen desconocido, asiste al momento crucial en que la reina debe elegir marido. Acondicionada la sala de modo que nobles y pueblo queden netamente separados, Carlos se dispone a tomar asiento entre los primeros. El atrevimiento no puede ser mayor, lo que provoca un no pequeño escándalo que atrae sobre el impertinente soldado las diatribas del conde Pompeyo. Sin dejarse amedrentar, Carlos porfía y aduce su dignidad de soldado ejemplar: Cualquier soldado adquirió nobleza y blasón honrado; ¿pues qué ha de hacer un soldado tan valiente como yo? Hijos de sus obras son los hombres más principales, y con ser mis obras tales hoy no quiero ese blasón. Hijo de mis pensamientos soy agora, y noble tanto, que hasta los cielos levanto máquinas sobre los vientos. El valor los nobles hace, y así, por examen, sobra mirar cómo el hombre obra y no mirar cómo nace. (J. I, p. 326). 23 Vid. PRIGENT, passim.
  • 10. 10 El revuelo que entre los nobles provoca esta actitud de un “vulgar” soldado no se hace esperar; la reina interviene entonces conjurando a Carlos a que dé razón de su postura. Tras el relato de sus hazañas, concluye con una fórmula sintetizadora de la íntima valía de que está investido el individuo español: Mi principio, Reina, es este; este es el caudal que alcanzo, ni soy más ni tengo más, el mundo me llama Carlos, los soldados el prodigio, el cuerdo los cortesanos, estos me llaman plebeyo y yo tu hechura me llamo. (J. I, p. 328). La similitud con la escena correspondiente de la pieza francesa es llamativa: Seigneur, ce que je suis ne me fait point de honte. Depuis plus de six ans il ne s’est fait combat Qui ne m’ait bien acquis ce grand nom de soldat. … Je dirai qui je suis, madame, en peu de mots. On m’appelle soldat: je fais gloire de l’être; … Se pare qui voudra des noms de ses aïeux, Moi, je ne veux porter que moi-même en tous lieux; Je ne veux rien devoir à ceux qui m’ont fait naître, Et suis assez connu sans les faire connaître. Mais, pour mes parents, je nomme mes exploits; Ma valeur est ma race, et mon bras est mon père. (A. I, esc. III, v. 194-253). Señor, en modo alguno, me avergüenzo de lo que soy. No ha habido ningún combate, desde hace más de seis años En el que no haya adquirido el gran nombre de soldado. … Señora, en pocas palabras he de deciros quién soy. Todos me llaman soldado: y me glorío de serlo. … Que otros hombres se adornen con los nombres de su ascendencia, En cuanto a mí, yo no quiero sino ser yo mismo siempre; No quiero deberle nada a quienes me dieron el ser, Soy bastante conocido sin darlos a conocer. Y así, en cuanto a mis padres, solo invoco mis hazañas; Mi valor es mi raza y mi brazo es mi padre. Más allá de la relación –incontestable, por otra parte– con la situación histórica de Francia en aquel momento24, es preciso reflexionar sobre la gravedad de tales aserciones: si Carlos no es hijo de nadie, dentro de la inmanencia literaria, es obvio que lo es de sí mismo, representando así la 24 Vid. Georges COUTON, Corneille et la Fronde, Publications de la Faculté des Lettres de Clermont, 1951.
  • 11. 11 encarnación auténtica del ideal heroico: la autonomía y la aseidad absolutas del Yo corneliano25. Y precisamente en este punto coincide con el héroe de Lope, lo cual nos da una idea de la valía en que se fundaba la dignidad del individuo. Por encima del linaje26, el caballero castellano –ora en Lope, ora en Corneille– bien sabe que son sus obras y pensamientos los garantes de su honor. Idéntico razonamiento viene desarrollado en La verdad sospechosa, donde don Beltrán recrimina a su hijo don García la poca adecuación entre su condición noble y su frívolo proceder: DON BELTRÁN ¿Sois caballero, García? DON GARCÍA Téngome por hijo vuestro. DON BELTRÁN ¿Y basta ser hijo mío, para ser vos caballero? DON GARCÍA Yo pienso, señor, que sí. DON BELTRÁN ¡Qué engañado pensamiento! solo consiste, en obrar como caballero, el serlo. De nuevo salen a relucir las obras, más preciadas aún que las cartas de nobleza que conlleva la herencia. Como Carlos, don Beltrán sostiene que han de primar los hechos y no la sangre heredada. Lo cual no implica que esta última pierda sus credenciales; y ése es el pretexto que acaricia su hijo: DON GARCÍA Que las hazañas den nobleza, no lo niego; mas no neguéis que sin ellas también la da el nacimiento. (J. II, v. 1396-1407). Razón no le falta, y menos aún en una sociedad tan compartimentada como la española27; pero Géronte, el padre de la correspondiente comedia francesa, reincide recordando a su hijo, que donde la sangre noble ha venido a faltar, bien puede obtenerse la nobleza mediante la virtud (Le Menteur, A. V, esc. III, v. 1511): ¿acaso no era este mismo el planteamiento del soldado Carlos? 25 Vid. DOUBROVSKY, op. cit., p. 312-314. Sin duda alguna las afirmaciones de este crítico ayudan a vislumbrar detalles que permanecían camuflados bajo los entresijos de la versificación. Sin embargo, no son pocas las ocasiones en que extrapola los datos reorientándolos hacia una dialéctica hegeliana y marxista carente de fundamento in re. Por no poner más que un ejemplo, concluye aquí su análisis elevando a Carlos al estatuto de un semidios (p. 314) que entra en conflicto con los de su misma clase social debido a un deseo desesperado (p. 315-316). En este terreno, una apreciación comparatista podría dar la clave de estos malentendidos: el soldado de Lope era hechura de la monarquía, como hemos visto; algo muy distinto ocurre con el héroe de Corneille, pero ello tiene su explicación. Por un lado, este no puede ser hechura del rey, debido a la concepción, casi diametralmente opuesta, que del rey tenía el vasallo francés. Por otro lado, esta ausencia de filiación, momentáneamente aparente por necesidades de clímax técnico, no autoriza (aun a pesar del v. 1656) a defender una tesis que pierde peso al considerar la casi total ausencia de dimensión cristiana explícita en el teatro francés de la época. 26 Tampoco la alteza del linaje de Dulcinea corría pareja con las Orianas, las Alastrajareas o las Madásimas, y sin embargo su enamorado caballero sostiene que su dama “es hija de sus obras, y que las virtudes adoban la sangre, y que en más se ha de estimar y tener un humilde virtuoso que un vicioso levantado” (Don Quijote, parte II, cap. XXXII). 27 Vid. por ejemplo, Antonio DOMÍNGUEZ ORTIZ, Las Clases privilegiadas en la España del Antiguo Régimen, Madrid, Istmo, 1973, p. 52.
  • 12. 12 *** 2. Fantasía y realidad del Barroco Llegamos así a la segunda parte de nuestro estudio, ya anunciada al principio, y que tiene por objeto abordar una serie de elementos específicos de la comedia. Su tratamiento y recepción allende los Pirineos no dejará de sernos útil en el conocimiento de nuestro propio teatro. Hacemos aquí alusión a la intervención de lo sobrenatural, de la astrología, de las apariencias y del sueño. Dos prismas, el objetivo y el subjetivo; dos mundos, el real y el fantástico, entran en acción, en mayor o menor medida según los casos, para entrelazarse íntimamente dentro de la intriga teatral. El entramado dramático adquiere así una dimensión típicamente española, donde afloran más que nunca la estética y la concepción barroca de la vida humana. Fijémonos en las Mocedades del Cid, donde las referencias cristianas abundan; así, los soldados admiran la devoción del hidalgo guerrero que bendice la comida y da gracias al “Santo Español” (J. III, v. 2138 y sigs.). No se limita el poeta valenciano a meras referencias: va mucho más allá y hace intervenir, disimulado bajo los harapos de un leproso, al mismo san Lázaro (v. 2115-2538). Mas no solo Guillén de Castro introduce este factor sobrenatural; Mira de Amescua hace otro tanto en su Rueda de la fortuna, donde la autoridad pontificia, materialización de aquel factor, es empleada como elemento decisivo en la trama de la comedia. Cercada por los lombardos, la ciudad de Roma corre grave peligro de ser invadida; para salvar la situación, el papa Gregorio pide auxilio al emperador Mauricio. La respuesta negativa de este, a pesar de las amonestaciones de la emperatriz, no parece, en un primer momento, tener mayor trascendencia. Sin embargo, no tardará en producirse la reacción celestial. Focas, un soldado desconocido28, se aparece en sueños al emperador Mauricio anunciándole su muerte inminente (J. II, p. 10); de hecho, estalla de repente una rebelión militar reclamando la cabeza del emperador por negarse a socorrer al papa Gregorio: CAPITÁN 1 Rimbombe el son del sonoroso parche, Publicando el motín que se ha movido. CAPITÁN 2 El ejército quiere que elijamos Emperador que ampare nuestra Iglesia. (J. III, p. 15). Y cuando el gobernador Filipo exige la obediencia que se debe a la majestad imperial, los soldados establecen el orden de prioridades: FILIPO ¿Por qué la espada se toma Contra nuestro emperador? SOLDADO 2 Porque con tributo toma la gente, y no dió favor al pontífice de Roma. (J. III, p. 17). 28 “Personificación del desorden estatal que culmina un proceso de injusticia”, apostilla Miguel GALLEGO ROCA, “La rueda de la fortuna de Mira de Amescua y la polémica sobre el Heraclio español”, en Mira de Amescua: un teatro en la penumbra, Ignacio ARELLANO y Agustín de la GRANJA eds., número monográfico de RILCE, 7, 2, 1991, p. 314.
  • 13. 13 Las premoniciones del castigo que tuviera en la visión y esta insurrección provocan, aunque su fin es ya irremediable, el arrepentimiento del emperador Mauricio, quien, moribundo, alecciona a su hijo Heraclio: Si el imperio pretendieres Y la púrpura vistieres, Ampara como a cristiano Al pontífice romano Cuando en peligro le vieres. (J. III, p. 19). El respeto a la Iglesia y a los mandatos divinos es, pues, evidente en nuestra comedia; el mismo Calderón lo explicita por boca de Astolfo: Sobre que no quiera Dios Que dé ni que quite reinos… (En esta vida todo es verdad y todo mentira, J. II, esc. VII, p. 60). No hay duda alguna de que la religión era un factor fundamental, y ningún espectador se extrañaba –pensemos en los autos sacramentales de Calderón, o en el mismo origen del teatro– al ver actuar incluso a una de las personas divinas… La dimensión religiosa ha de ser pues, tenida en cuenta, al igual que el indudable peso de la Iglesia –baste recordar las suspensiones de 1597 y 1646 donde vinieron a solaparse criterios eclesiásticos, monárquicos y dramatúrgicos–29. Paralelamente, nadie pone en duda la influencia que la Iglesia católica también ejercía en la Francia de aquella época. Sin llegar a la instauración del Santo Oficio, la defensa de la unidad religiosa provocó actos como la masacre de Saint-Barthélemy, y la intolerancia respecto a los protestantes duró largo tiempo, pues Luis XIV no revocaría el edicto de Nantes hasta la mitad de su reinado. Y sin embargo, los asuntos religiosos, –salvo las tragedias con temática explícitamente cristiana, pensemos en Polyeucte o Théodore del mismo Corneille30, Saint Alexis de Desfontaines o en Saint Genest de Rotrou31–, no tenían, por lo habitual, cabida en las piezas francesas. Como Prigent ha demostrado32, las teorías del florentino Maquiavelo –no sin el cortejo de Richelieu, Naudé y Machon–, aun a pesar de las reiteradas refutaciones cristianas –pensemos en Gentillet, Ribadeneyra, Possevin y Caussin–, acabaron por triunfar en la práctica: la política debía prescindir de toda dimensión moral o religiosa, criterio de Estado que se refleja en el teatro de Corneille. Boileau resumiría en dos versos una práctica que se había convertido en premisa poética: De la foi d’un chrétien les mystères terribles D’ornements égayés ne sont point susceptibles. 29 Vid. H. J. CHAYTOR, Dramatic Theory in Spain. Extracts from literature before and during the Golden Age, Cambridge, Cambridge University Press, 1935, p. XII-XV. 30 Es más, dichas piezas vienen a corroborar esta ausencia de exuberancia religiosa que caracterizaba a la escena española; como constata SCHERER, en estas dos tragedias cristianas de Corneille “no hay nada maravilloso, excepto la acción invisible de la Gracia”, La Dramaturgie classique en France, París, Nizet, 1991 (1986), p. 163. Señalemos que lo “maravilloso” era –junto con lo “pomposo”, lo “patético” y lo “dramático”– uno de los cuatro adjetivos utilizados en la terminología del siglo XVII francés para designar las categorías del espectáculo. 31 E incluso en esta última, donde el héroe cree ver un ángel, el espectador no ve nada; simplemente, es invitado a imaginárselo, algo muy distinto de lo que ocurre con la comedia española, de plasticidad proverbial. 32 Vid. op. cit., p. 3.
  • 14. 14 De ahí que no hayamos de extrañarnos al constatar la ausencia de recurrencias a lo sobrenatural en las correspondientes piezas de Corneille (Le Cid y Héraclius33). Aquí, el poeta no podía ni tan siquiera adaptar unas alusiones que herirían la sensibilidad del público por infringir la regla del decoro o, utilizando el término técnico, las bienséances. Decide, pues, lisa y llanamente suprimir estos elementos “extraños” al tiempo que potencia otros elementos teatrales más acordes con la estética imperante34. Otro de los factores de este tipo que aparece reiteradamente en la escena española es la astrología. Acuden inmediatamente a nuestra memoria los presagios estelares que tuvo en sueños Clorilene y la conclusión que su esposo, el rey Basilio, sacó de sus estudios confirmando que Segismundo sería el hombre más atrevido, el príncipe más crüel y el monarca más impío por quien su reino vendría a ser parcial y diviso. (La vida es sueño, J. I, esc. VI, v. 711-715). Sin entrar ahora en las querellas teológicas de jesuitas y dominicos en torno a la predestinación y el libre albedrío, e independientemente de las diferentes posturas políticas en lid entonces, – maquiavelismo, prudencialismo, etc.35–, lo que aquí nos interesa es dar relevancia a un tema tan decisorio en el argumento de una comedia de Calderón y tan decisivo en la caracterización de la comedia española. Aparecerá de nuevo en otra pieza suya: En esta vida todo es verdad y todo mentira. Lisipo, hábil en el manejo de astrolabios y cuadrantes, posee el arte de la adivinación; ello le granjea un puesto preeminente junto al nuevo emperador Focas, quien requiere sus servicios para identificar a su verdadero hijo y desvelar al del difunto emperador Heraclio (vid. J. i, esc. II, p. 51; J. II, esc. II, p. 58 y esc. VIII, p. 61). El proceso también se halla, por ejemplo, en El palacio confuso, donde el infante recién nacido es apartado del trono por temor a las influencias del horóscopo: FLORO Y el Rey, que a la astrología no, como varón discreto, daba fe demasiada, por las estrellas halló que el hijo que reservó la Reina, mal avisada, un Rey tirano sería, injusto, sin Dios ni ley, 33 Una prueba de estas reticencias en la mentalidad francesa nos la da una vez más el polémico Voltaire, quien no desperdicia la ocasión de vituperar “une imagination aussi déréglée” al comentar aquellos elementos sobrenaturales de las piezas españolas correspondientes; citado por GALLEGO ROCA, loc. cit., p. 323. 34 Para una mayor profundización sobre las reglas, vid. Pierre CORNEILLE, Discours sur le poème dramatique, en Corneille critique, París, Buchet / Chastel, 1964, R. Montero ed., Jacques TRUCHET, La Tragédie classique en France, París, Presses Universitaires de France, 1989, 2ª ed., Collette et Jacques SCHERER, Le Théâtre classique, París, Presses Universitaires de France, 1987, Bernard BRAY, Formation de la doctrine classique, París, Nizet, 1983 (1945), Jacques SCHERER, La Dramaturgie classique en France, París, Nizet, 1991 (1986), Henry Thomas BARNWELL, The Tragic Drama of Corneille and Racine, Oxford, Clarendon Press, 1982 y Georges MAY, Tragédie cornélienne, tragédie racinienne. Étude sur les sources de l’intérêt dramatique, en Illinois Studies in Language and Literature, vol XXXII, n 4, Urbana, The University of Illinois Press, 1948. 35 Vid. Enrique RULL, La Vida es Sueño (Comedia, auto, loa), Madrid, Alhambra, 1980, p. 45 y ss.
  • 15. 15 que, como bárbaro rey, este reino perdería. (J. I, p. 324, 1)36. Son numerosas, las comedias españolas animadas por este recurso literario; el mismo Calderón escribiría El astrólogo fingido (1637), cuya intriga gira en torno a este tema. Pero el mismo nombre indica el cariz de esta última –comedia de intriga, capa y espada–, adaptada por el hermano de Pierre Corneille, Thomas, en su Feint Astrologue (1651). Precisamente las abundantes comedias con intriga astrológica nos dan la clave de su ausencia dentro del subgénero trágico francés. Para encontrar tales técnicas dramatúrgicas al otro lado de los Pirineos, nos será preciso desempolvar las numerosas tragicomedias y comedias a la española donde proliferan magos y efectos sorprendentes. Piénsese en Les Bergéries de Racan, La Silvanire de Mairet o La Bague de l’oubli de Rotrou. Pero aún hay más: todas ellas serán escritas antes de 1650; desde esa fecha –con la célebre excepción del Don Juan de Molière– el género severo ofrece una variedad nueva, la tragedia de tramoyas, precedente e imspiradora de la Ópera. La razón de todo ello es clara: el progreso de la doctrina clásica, con su inquebrantable unidad de lugar y las exigencias de verosimilitud hacen cada vez más difícil el empleo de lo maravilloso37. Dicho de otro modo, y volviendo a nuestro corpus, en caso de que Corneille hubiera incluido la astrología en su “comédie héroïque” Don Sanche d’Aragon, sin duda alguna habría quebrantado la regla de la verosimilitud o vraisemblance. Definida ya por Aristóteles en su Poética, gozaba de gran prestigio entre los teóricos franceses de 1650; de suerte que el recurso a una razón de tan poco peso como la astrología –o simples motivos superiores que escapan a toda lógica (vid. En esta vida todo es verdad y todo mentira, J. III, esc. X, p. 72)–, corría el riesgo de levantar suspicacias y escrúpulos por parte de los “doctos”: una “comédie héroïque” perdía evidentemente credibilidad si todos los elementos no estaban bien fundados en razón. De ahí que el autor optara por una adaptación –Carlos será puesto bajo la tutela de unos pescadores hasta la muerte del usurpador don García– más acorde con el espíritu francés. Pero no acaba aquí toda esta increíble creatividad española: no saciados con incluir elementos sobrenaturales, visiones premonitorias, magia y astrología, los poetas de nuestro Siglo de Oro ingenian sin cesar nuevos recursos teatrales, a cada cual más bello y desconcertante, que signifiquen su universo imaginario. No podemos detenernos aquí comentando tantas discordancias como aparecen entre estas piezas dependiendo del autor y el público al que están destinadas. Al margen de estos elementos antropológicos, auténtica aguja ferroviaria donde divergen ambas mentalidades, mentamos rápidamente otras manifestaciones de tales discrepancias en la concepción del teatro. De raigambre mucho más clásica, el francés aborrece todo tipo de situaciones “indecorosas” que pudieran herir la sensibilidad del público. Véase, por ejemplo, el empellón que Focas da al viejo Astolfo (En esta vida todo es verdad y todo mentira, J. I, esc. X, p. 57) o la muerte, sobre el mismo tablado, del usurpador (J. III, esc. XVII, p. 75). Otro tanto ocurre con los graciosos –en este caso Luquete y Sabañón– que entran sin cesar en promiscuidad con sus superiores (J. I, esc. XI, p. 57 y J. II, esc. XX, p. 65) y cuyos impertinentes atrevimientos escandalizarían el tenor de una tragedia de moldes clásicos. En consecuencia, Corneille expurga disonancias, clarifica situaciones y suprime personajes, siempre con el objeto de preservar intacta una mínima unidad indispensable para el discurso trágico. No son por ello de extrañar los derroteros que toman algunas escenas de estas comedias: admitidos los factores desestabilizadores de una concepción positivista, el mismo autor, y con él el actor y el espectador, se sumergen paulatinamente en un mundo de sutiles ensoñaciones, donde la 36 No solo el difunto rey fue víctima de tales creencias; incluso la reina Matilde arbitrará sus asuntos y los del gobierno en concordancia con la posición de los astros (vid. J. II, p. 339 y J. III, p. 350). 37 Vid. SCHERER, op. cit., p. 163-167.
  • 16. 16 ilusión –en su acepción etimológica– atrae con fuerza centrípeta todo cuanto se pone en su área de influencia: ¡Oh dulcísima ocasión Del estado en que me veo! ¿Si es ella? ¿Si es ilusión?, (La rueda de la fortuna, J. II, p. 11). exclama vestido de pieles en su exilio el general Leoncio al encontrar, dormida, a la princesa Mitilene… No es raro encontrar algunos personajes que condescienden con el autor y adoptan el papel de cómplices. Esta connivencia se entabla perfectamente, por ejemplo, entre Calderón y las mujeres, ahora más barrocas que nunca38, y que deciden comenzar intrigas sin número o cooperar en el divertimento de aquellas ya iniciadas: CINTIA Ya que el conjuro de aquel Fuerte, poderoso hechizo, Fingimos lo que no somos, Seamos lo que fingimos. LIBIA Dices bien; y pues al duelo Entre las dos, Focas hizo Las amistades (…) Tratemos de divertirlos, Hasta que de otra ilusión Den sus pasiones indicio. (J. III, esc. I, p. 67). Hábil manipuladora del hombre barroco, la mujer no tarda en alcanzar su objetivo: LEÓNIDO (Ap. ¡Cielos! ¿Si será esto lo fingido, Y lo otro lo verdadero?) (J. III, esc. IX, p. 71). Y Carlos, al toparse con su “doble” Enrico, ideado por la reina para deshacer sus entuertos: ¿Qué es lo que mis ojos vieron? ¿Es horror o fantasía? ¿Ilusión o sombra fría? ¿Es rapto del devaneo? ¿En qué fuente o cristal veo una imagen que es tan mía? Si es furor de la locura que dicen que en mí se esconde, ¿Quién eres, hombre? Responde. ENRICO Yo soy tu misma figura. (El palacio confuso, J. III, p. 349). Invadidos por una avalancha inagotable de apariciones, nuestros personajes caen entonces en el delirio, o supuran sueños paradójicos que les hacen cuestionar toda la realidad circundante. Esta es concebida entonces como 38 Sublimidad y antítesis conforman unos bellísimos blasones definitorios de la mujer (vid. J. I, esc. IV, p. 52 y esc. VII, p. 54).
  • 17. 17 Un punto indivisible, un breve sueño, Corrido sueño y muerte prolongada. Es la vida del hombre desabrida. (La rueda de la fortuna, J. II, p. 6). La realidad –y recordamos entonces lo anunciado al principio acerca del acercamiento fenomenológico– no viene confirmada por las apariencias del mundo teatral39; en él todo muda, cambia, da vueltas con una velocidad vertiginosa: Yo representé un leal, Luego un capitán triunfando, Y después un general, Y ya estoy representando Un pobre a lo natural. (La rueda de la fortuna, J. III, p. 20). Y Enrico: …Un villano era ayer entre las selvas que miran en ese mar su verde pompa y belleza. Ya soy imagen y sombra del mismo Rey… (El palacio confuso, J. II, p. 336). Se tergiversan, se transmutan todos los papeles: Con amor teme el tirano, Oye el sordo y habla el mudo, Calla el loco, entiende el rudo, Y es político el villano, (La rueda de la fortuna, J. II, p. 11). porque todo no es más que puro devaneo de nuestra cabeza: “Sueña el rey que es rey, y vive / con este engaño mandando…” (La vida es sueño, J. II, esc. 19, v. 2158-9). Espejismos que por un momento despiertan vanas esperanzas; difuminadas tan pronto queremos verlas hechas realidad: Humo es la esperanza, y yo de ser el Rey la tenía; mintió la esperanza mía, mi presunción me engañó. (El palacio confuso, J. I, p. 333). Ante tal tesitura, ¿qué entidad tiene, pues, todo cuanto se presenta a los ojos de los personajes? El fantasma de la locura está rondando en torno a sus calenturientas imaginaciones; afloran por doquier nuevos Segismundos, a cada cual más desorientado: CARLOS ¿Loco me quieren hacer? … 39 Esto es lo que le ocurre a nuestro Don Quijote y, de manera puntual en el capítulo XXVI de la segunda parte; como señala BASANTA, aquí el retablo ambulante de Maese Pedro se le antoja a nuestro caballero como realidad y metáfora de la vida. Donde todos los circunstantes solo ven una ficción, él se identifica con ella, se introduce en ella y protagoniza la ilusión de socorrer a los amantes hasta que, al igual que a los protagonistas de nuestras comedias, el desengaño lo devuelve a la realidad.
  • 18. 18 CARLOS ¿Luego loco estoy? … CARLOS Alto. Pues lo dicen todos, loco estoy, yo lo confieso. (El palacio confuso, J. II, p. 340-346). Y, colmo de males, la insania se apodera incluso de los graciosos: SABAÑÓN Mas yo he de perder el juicio. LUQUETE Yo no; que ya no le tengo. (En esta vida todo es verdad y todo mentira, J. III, esc. IX, p. 71). El “delirium tremens” no tocaría a su término si el sentido común y la profunda humanidad de nuestro Barroco no descorrieran el velo que todo lo difuminaba: exhaustos, al final todos los personajes caen en la cuenta de que ellos mismos no eran más que eso, personajes de comedia; más aún: incluso cuanto se presentaba ante sus retinas no era sino pura representación del Gran Teatro del mundo, como se desprende tras el desengaño de una adversa fortuna: FILIPO Caballero, mi esperanza Es teatro en quien me fundo. … LEONCIO Mucho tu desdicha siento; Que en el teatro violento Deste mundo y sus locuras Hice tus mismas figuras, Que yo también represento. (La rueda de la fortuna, J. III, p. 20). Era este un paso obligado para que, por fin, la objetividad –ahora fértilmente enriquecida por una vasta experiencia– recobre sus fueros perdidos: HERACLIO Vida quiero, no el imperio, Que es miserable teatro. (La rueda de la fortuna, J. III, p. 22). Si los honores no son sino pura representación, y esta un ensayo ficticio de las tragedias humanas (Cfr. En esta vida todo es verdad y todo mentira, J. III, esc. XVI, p. 75), ¿qué es, pues, la verdad barroca sino la consideración objetiva y global de todas las virtualidades del hombre? Mas no por ello la objetividad ha de ser fría y calculadora, enemiga de todo elemento subjetivo: el hombre es uno, y su raciocinio, precisamente por ser humano, es indisociable de la incertidumbre y lo inefable; así lo acepta uno de los personajes principales en conclusión a la sabiduría que tantos lances le han proporcionado: TODOS ¡Viva Heraclio! ¡Heraclio viva! FEDERICO En cuyo aplauso se dé Fin a esta historia.
  • 19. 19 HERACLIO Esperando Que sea felice rey El que entra con desengaño De que no hay humano bien Que no parezca verdad Con duda de que lo es. (En esta vida todo es verdad y todo mentira, J. III, esc. XVIII, p. 75). ¡Qué increíble contraste, el de los mundos español y francés! La barrera es más alta que los Pirineos: lo que aquí era ficción condimentada con elementos sobrenaturales, esotéricos y fantásticos, allí todo ha de conformarse al molde del raciocinio y de las reglas. Desechando influencias astrales y visiones premonitorias, los autores franceses prefieren desarrollos estructurados de acuerdo con el tipo clásico, donde la discusión esclarece la mente de los personajes (vid. Héraclius, A. II, esc. II, v. 517- 518), o donde un mensajero revela en última instancia un origen desconocido (Don Sanche d’Aragon, A. IV, esc. II, v. 1228-1230). En cualquiera de los casos, el carácter de la tragedia o de la comedia heroica no se prestaba a una total adaptación de nuestra comedia; tal papel habría de ser llevado a cabo por la comédie à l’espagnole. Pero lo que nos parece más significativo de todo este estudio es la imposibilidad innata del hombre clásico para comprender al hombre barroco. Los teóricos franceses, comentábamos al comienzo de estas líneas, vituperaban sin piedad tanto las teorías como las técnicas estructurales del teatro español. Nosotros nos preguntamos si las ramas no les habrán impedido ver el bosque. Unas reglas pueden llegar a conformar, y en gran medida era el caso francés, una mentalidad; pero la supresión de las mismas no implica, como ellos creyeron, que cuanto queda sea puro enredo y pasatiempo; la representación del hombre barroco español no necesita injertar elementos extraños porque el trasfondo que la alimenta ya es lo suficientemente rico. Así lo muestran estos ejemplos aducidos; y aun osaríamos comentar que su lectura rápida corre el riesgo de situarnos en una perspectiva idéntica a la de sus detractores. Aparición, vago sueño e ilusión; locura y devaneo… ¿qué es la vida sobre la tierra para el hombre barroco y cómo se espeja esta en su teatro? Junto a la técnica puramente cronológica y lineal de tantas producciones, el barroco introduce lentamente, pero con tanta más seguridad, el principio de duplicidad que lo caracteriza. La interiorización de la acción es producto inevitable del arte barroco. Los puntos de vista se multiplican, incluso se solapan, con el deseo de ver con claridad, en un análisis que es síntesis al mismo tiempo. Será precisamente entonces cuando la persona barroca, que se ha convertido en personaje, comienza a plantearse cuestiones fundamentales sobre la misma concepción lineal de la existencia, la uniformidad, la unidad y la unicidad de lo real. El relativismo naciente en España, y que ya había tenido sus consecuencias en Francia, es el que provoca aquellas preguntas de nuestros personajes, los cuales, gracias al arte de la imitación remozada por el barroco, se van reconvirtiendo progresivamente en personas, con carne y hueso, con una profundidad metafísica poco común y que deja tan perplejo al crítico como al espectador. Hamlet decía: “ser o no ser”; el hombre barroco apostilla: “ser y no ser”, lo que significa ser y parecer, ser dos cosas a la vez, ser otro, con todas las implicaciones y derivaciones que es capaz de inventar una comedia desencadenada y desbordante de actividad. Tomamos estas ideas de Alejandro Cioranescu, que tantos y tan profundos estudios ha hecho al respecto; él mismo concluye: “Vu à travers le théâtre, le monde semble avoir perdu sa stabilité, ses couleurs sont changeantes et sa consistance, ou plutôt son manque de consistance, le rend inquiétant. Les hommes ne sont pas ce dont ils ont l’air; sur un visage qui reste caché, ils portent un masque, et parfois deux ou trois qui sont contradictoires. Les individus ont perdu leur identité, soit parce qu’ils vivent des rôles divers, ou parce qu’ils s’ignorent eux-mêmes. En fin de
  • 20. 20 compte, la comédie est ce que la vie est elle-même: fingimiento ou faux-semblant, enredo ou embrouille, lance ou coup de sort, disfraz ou déguisement, engaño ou fausse apparence; tout cela pour arriver au bout de n’importe quelle expérience du monde, au desengaño, qui est la situation caractéristique du désabusé en même temps que la conclusion logique et la transcendance de la comedia”40. La profunda humanidad de la comedia la hemos encontrado en algunos momentos de las escenas francesas de Pierre Corneille: cada vez que un personaje solo alega, como último argumento ante el acoso de la sociedad inquisitiva, su dignidad de hombre; el honor castellano se ha visto ligeramente adulterado, relegando parte de su pureza subjetiva en pro de nuevos criterios –el deber, la razón de estado– que se adaptan mejor al horizonte de las expectativas de su público; por fin, estas últimas incursiones nos han permitido descubrir en nuestra comedia algunos aspectos refractarios a la adaptación: aquellos en que la simbiosis de dos mundos –el hombre aparente y el hombre subjetivo– se conjugan admirablemente para reflejar cabalmente, a través de la intriga y el divertimento, la comedia del hombre sobre la tierra. *** Bibliografía Sobre Corneille y la literatura española ADAM, Antoine, Histoire de la litterature française au XVIIe siècle, 5 vol., París, Domat, 1954. CHASLES, Philarète, Pierre Corneille dans ses rapports avec le drame espagnol, en Études sur l’Espagne et sur les influences de la littérature espagnole en France et en Italie, París, Amyot, 1847. CIORANESCU, Alexandre, Estudios de literatura española y comparada. Calderón y el teatro clásico francés, La Laguna, Universidad de La Laguna, 1957. COUTON, Georges, Pierre Corneille. Œuvres complètes, París, Gallimard, Biblithèque de la Pléiade, 1980. DOUMIC, René, Corneille et le drame espagnol, en Études sur la littérature française, cinquième série, vol. V, 1906, p. 1-22. EHLEN, Corneille et la comédie espagnole, Hechingen, 1901. HUSZAR, Guillaume, Pierre Corneille et le théâtre espagnol, París, Bouillon, 1903. LANCASTER, Henry Carrington, A History of French Dramatic Literature in the Seventeenth Century, 9 vol., Baltimore, Johns Hopkins Press, 1942. Martinenche, Ernest, La “Comedia” espagnole en France. De Hardy à Racine. París, Hachette, 1900. MOREL-FATIO, La “Comedia” espagnole du XVIIe siècle, 1923 réed. NIDERST, Alain, Théâtre complet de Pierre Corneille, Rouen, C. N. L., Université de Rouen, 1984. SEGALL, J. P., Corneille and the Spanish Drama, Nueva York, 1902. VALLE ABAD, Federico del, Influencia española sobre la literatura francesa. Corneille, en Boletín de la Universidad de Granada, XVII, 1945, p. 137-242. Sobre la relación entre Héraclius, “En esta vida…” y “La rueda de la fortuna” ADAM, Antoine, Histoire de la litterature française au XVIIe siècle, 5 vol., París, Domat, 1954, t. II. BERNARDIN, N-M., Héraclius, en Les Chefs de chœur, París, 1915, p. 65-88. CASTILLO, Carlos, “Acerca de la fecha y fuentes de En esta vida todo es verdad y todo mentira”, Modern Philology, XX, 1922-1923, p. 391-401. 40 “Le baroque et la comedia”, XVIIe siècle. Número monográfico sobre Le Siècle d’Or espagnol, julio-septiembre 1988, n 160, p. 291.
  • 21. 21 DELZONS, Défense de Pierre Corneille sur le sujet d’Héraclius, Revue de l’instruction publique, 2 février 1865. PELLEGRIN, “Lettre aux auteurs du Mercure au sujet de la tragédie d’Héraclius”, Mercure de France, 1724, février, p. 199-217; mars; p. 399-411; mai, p. 846-851. ESMENARD, “Rapport sur l’Héraclius de Corneille”, 1807, Revue bleue, I, 1906, p. 727-730. HARTZENBUSCH, Juan Eugenio, Comedias de don Pedro Calderón de la Barca, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1850, t. IV. JOLLY, Œuvres de Corneille, 1738. LYONS, John D., A theatre of disguise. Studies in French Baroque Drama, “The unknown king Heraclius”, p. 107-137, French Literature Publications Company, 1978. MARTINENCHE, Ernest, “Les sources espagnoles d’Horace et d’Héraclius, Montpellier, XXX Anniversaire de la fondation de la Société pour l’Étude des Langues Romanes, 1901, p. 23-26. MENÉNDEZ PELAYO, Marcelino, Estudios y discursos de crítica histórica y literaria, III, en la ed. nacional de Obras completas de Calderón, Madrid, C.S.I.C., 1941. MESONERO ROMANOS, Dramáticos contemporáneos a Lope de Vega, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1858, t. XLV. NIDERST, Alain, Théâtre complet de Pierre Corneille, Rouen, C.N.L., Université de Rouen, 1984, vol. II, t. 1. SCHRAMM, “Corneilles Héraclius und Calderóns En esta vida todo es verdad y todo mentira. Ein Beitrag sur Geschichte der Literarischen Beziehungen zwischen Frankreich und Spanien im 17. Jahrhundert”, Revue Hispanique, LXXI, 1927, p. 226-308. VALBUENA BRIONES, Ángel, Perspectiva crítica de los dramas de Calderón, Madrid, Rialp, 1965. VIGUIER, Ep. Anecdotes littéraires, 1846, 69 p. BNP Yf 12100 y Fragments et Correspondance, 1875. VOLTAIRE, Théâtre de Pierre Corneille, vol 5, Paris, 1975, M. de l’Ormeraie. Contiene la traducción de En esta vida todo es verdad y todo mentira y una “Dissertation de l’éditeur sur l’Héraclius de Calderón”.