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LA RECEPCIÓN, PRESENCIA Y FUNCIÓN
DE LA FIGURA DEL CID EN FRANCIA, DEL S. XVII
A SUS REESCRITURAS EN LOS S. XVII-XX
En colaboración con Javier del Prado Biezma.
Cuadernos de Teatro Clásico 23 (2007), p. 141-184
“Tout Paris pour Chimène a les yeux de Rodrigue” (Boileau)1.
1. Introducción
La figura literaria del Cid sobrepasa en Francia los límites de lo que podíamos considerar un
fenómeno literario (sin dejar de lado su proyección en otros ámbitos artísticos) y va mucho más allá
de lo que podía haber sido un simple problema de literatura comparada.
Corre por la Universidad Española una anécdota que refleja a la perfección el tema que vamos
a tratar. Un gran profesor y crítico francés (cuyo nombre no desvelaremos) pronunciaba un día una
conferencia, en una universidad del levante español, sobre los rasgos estructurantes de la figura del
héroe castellano en El Cid de Corneille; durante el coloquio, otro gran profesor, español este, crítico
y además poeta (cuyo nombre también callaremos) le preguntó, no sin segundas intenciones, si esos
rasgos podrían aplicarse a la figura de nuestro héroe en los textos de producción española. La
respuesta del francés fue tan contundente como reveladora: “Ah, oui, c’est vrai, il y a aussi un Cid
espagnol”. En efecto, también hay un Cid español. Ese adverbio –“también”– puntúa la frase con un
aspecto revelador, pues no solo invierte la dirección marcada por el comparatismo ligado a la noción
de fuentes, sino que además subvierte lo que podríamos denominar el protocolo del canon (en esa frase,
el protocolo canónico organizado en torno a la figura literaria del Cid); lo que equivale a decir que,
en lo que a la figura del Cid se refiere, el punto de referencia no es ningún Cid español, sino “el Cid
francés” y, en especial, El Cid de Pierre Corneille –con un antes y un después de su nacionalización
(y empleamos el término en su sentido más profundo).
Contrariamente a lo que podríamos pensar, la respuesta no entraña un chovinismo primario,
sino una realidad literaria que pone de relieve dos aspectos singulares del hecho literario francés: en
primer lugar, la necesidad y la capacidad de cosechar “héroes” o “temas” históricos y literarios
extranjeros (en especial españoles), con el fin de encarnar en ellos temas, conflictos, obsesiones y
complejos propios (individuales y colectivos) que encuentran en las figuras extranjeras mejor
acomodo que en las propias (que, sin duda las habría). En segundo lugar, la elevación del personaje
a la categoría de figura nacional; una figura cuyo poder germinativo invade todos los espacios de la
producción artística y literaria francesa, irradiando desde Francia hacia el resto del mundo occidental.
1
“Todo París mira a Jimena con los ojos de Rodrigo”. La frase del crítico Boileau resume a la perfección la recepción
de la obra de Corneille. No se trata, como veremos, de un fenómeno puramente literario y teatral. Su alcance va más allá,
llega a las conciencias sintientes y al imaginario de una ciudad que, por un tiempo, va a vivir enamorada de los dos personajes
cornelianos. Releyendo los textos que reescriben el tema y el mito a lo largo de dos siglos y medio, nos percatamos de que,
más allá de los elementos burlescos puntuales que puedan aparecer, el conjunto de la literatura francesa sigue enamorado
de esta emblemática pareja, al menos hasta principios del siglo XX. Una crítica comparatista temática debería fijar qué le
corresponde en esta admiración a la pareja española, con su dimensión histórica y legendaria, y qué a Corneille, con la magia
de su verbo y el panache (brío, esplendor, aureola de juventud y valentía) con el que corona a sus dos personajes.
2
No deja de ser sorprendente, a pesar de que se repita de manera continua, que (si dejamos de
lado las grandes figuras mitológicas grecolatinas) los tres grandes “mitos” del teatro francés tienen su
origen y su fundamentación en España: el Cid, Don Juan y ese producto nacido de la fusión del pícaro
y del criado, catalizadores de la novela y del teatro españoles del barroco, Fígaro, originario de Sevilla2,
aunque tenga aparente nombre italiano y sea capaz de catalizar toda la esencia ideológica de la gran
Revolución que se avecina. Pero no es menos sorprendente que, tras su nacionalización francesa,
estos personajes adquieran una proyección universal que sobrepasa o, al menos, amplía la que tenían
desde la perspectiva española. Si eso es evidente con Don Juan y con Fígaro, también lo es, en menor
parte, con el Cid, en torno al eje que construyen la obra teatral de Corneille (1636) y, dos siglos y
medio más tarde, la ópera, del mismo título, de Jules Massenet (1885).
Es evidente que, nacionalizado en el siglo XVII, tras el éxito de la obra de Corneille y tras la
disputa acerca del valor y de la pertinencia de dicha obra (disputa que divide a la Francia culta en dos
bandos, contribuyendo a fijar de manera definitiva el modelo del teatro francés3), es evidente que el
Cid deviene una figura, un mito francés; lo que explica la abundancia de la producción en torno a su
figura, más o menos alejada del original, más o menos ajena ya al espíritu español del que surge,
producción que ocupa, de manera indistinta, tanto la escena como una nueva poesía épica durante el
s. XIX.
Esta abundancia nos obliga a no atenernos en este estudio ni al siglo XVII ni al espacio
delimitado por el hecho teatral, pues si en Francia su aparición y su triunfo es teatral (en tono heroico,
dramático o burlesco), su expansión recupera los espacios de la épica y se acerca en no pocas
ocasiones al de la lírica, precediendo, en cierto modo, la recuperación de la figura del héroe castellano
por la poesía modernista española.
Vamos, por lo tanto, a llevar a cabo un recorrido que nos servirá para poner de manifiesto la
presencia obsesiva de esta figura a lo largo de tres siglos de reescrituras, con el fin de elaborar, al final
de nuestro artículo, una síntesis de los aspectos ideológicos, imaginarios y existenciales que dichas
reescrituras permiten alumbrar en la nación vecina.
2. El Cid en la literatura francesa del siglo XVII
1635: primera representación de Le Prince déguisé (El príncipe disfrazado), de Georges de Scudéry.
Cléarque, príncipe de Nápoles, se disfraza de jardinero para revelar su amor a Argénie, princesa de
Sicilia, aun a riesgo de su vida: la reina ha prometido la mano de su hija a quien le entregue la cabeza
del asesino de su marido. Ambos jóvenes no tardan en declararse su amor. Por desgracia, los celos
de Mélanire acarrean la delación del amor prohibido; la reina ordena el arresto de los amantes y
decreta su ejecución según las leyes: ambos amantes deberán ser quemados a menos que un campeón
defienda su causa. Llegado el día del combate, ambos, que han logrado escapar de sus respectivas
celdas, se presentan disfrazados como defensores del contrario. El final es previsible: Argénie es
desarmada, cada contendiente suplica su propia muerte a cambio de salvar la vida ajena hasta que la
reina acepta la unión de los amantes.
1636: primera representación de El Cid (Le Cid), de Pierre Corneille. Rodrigue se ha visto
obligado a matar en duelo al conde Don Gormas (padre de su amada, Chimène), debido a la culpa
de la ofensa infligida por este a su padre, Don Diègue; tras una especie de exilio táctico y amoroso
2
En menor medida, también cabría mentar el Gil Blas, nacido en Santillana, de Lesage.
3
Se puede arriesgar que su influencia, en este aspecto, está determinada de manera más efectiva por el tema de la disputa
(de alcance moral, técnico y temático, como luego veremos) que por el hecho mismo del estreno, a pesar del triunfo social
del que gozó.
3
que lo lleva al puerto de Sevilla, del que vuelve triunfador de los moros, Rodrigue se arriesga a aparecer
en los apartamentos de su amada Chimène para profesarle su amor, entregarle su espada y ofrecerle
su cabeza. Sorda a los requerimientos del rey Don Fernand –que le presenta a Rodrigue como héroe
vencedor y como víctima que ha sabido sortear la muerte–, la joven exige una venganza tortuosa y
acorde con su conflicto psicológico y moral: reta a todos los caballeros del rey para que la venguen y
le entreguen, tras un duelo, la cabeza de Don Rodrigue. La recompensa para el vencedor será su
propia persona. Alcanzaría así una doble venganza: ver al Cid muerto (aunque si sale vencedor será
para ella un nuevo motivo de orgullo) y consciente de no ser amado.
El rey –que prevé una serie estúpida de duelos fatales para su ejército– rechaza esta solución
pero acepta un único duelo, si algún caballero se presenta voluntario. El adversario será Don Sanche
(“ese temerario [o] tal vez ese valiente”), y el vencedor será el esposo de Chimène –solución nefasta
para la heroína, pues si bien “no odia” a quien ha matado a su padre, detesta con todo su cuerpo a
don Sanche, “objeto de toda su aversión”–. La Infanta, enamorada de Rodrigue, contempla
angustiada el cariz que toman los acontecimientos y “decide” que ya no ama a un Rodrigue inaccesible
(pues morirá o será el esposo de Chimène) sino al Cid, un ser ya casi irreal, “señor de dos reyes”; una
salida a la par ingeniosa, desde el punto de vista personal, y muy rentable, de cara a situar al personaje
en la cima de la ensoñación heroica femenina; algo esencial para el devenir heroico del personaje en
Francia.
Rodrigue vence en duelo al valedor de Chimène, pero le perdona la vida y lo envía como
mensajero ante ella para que le relate el resultado del combate. Chimène, al verlo llegar, le cree
vencedor y proclama, a la par que su amor, su dolor por la muerte de Rodrigue. Resuelto el embrollo
(un embrollo que aquí es de carácter esencialmente ético, psicológico, no argumental), el rey impone
más que acepta la unión de los amantes. Tenía que ser así, como luego veremos, pues el monarca
debe alzarse como único motor del desarrollo final:
Espère en ton courage, espère en ma promesse;
Et possédant déjà le cœur de ta maîtresse,
Pour vaincre un point d’honneur qui combat contre toi,
Laisse faire le temps, ta vaillance et ton roi4.
Tras ambos resúmenes argumentales (aquel de modo escueto, este, más pormenorizado), la
explicación de haberlos relacionado. Con evidentes variaciones (pues El príncipe disfrazado sigue
también el Adone del italiano Marino y el Primaleón español), las piezas de Scudéry y de Corneille
contienen idénticos elementos básicos: la muerte del padre de la amada por el amado, la osadía de
este al presentarse ante aquella, los celos de una segunda mujer, el combate ante el monarca, las
nupcias finales de los amantes. Las semejanzas con otras producciones francesas podrían remontarse
hasta 1600, cuando Antoine du Périer publicara La Haine et l’amour d’Arnoul et Clairemonde (El odio y el
amor de Arnaldo y Claramunda), novela inspirada en el Florisel de Niquea de Feliciano de Silva, libro
décimo del Amadís: una joven, con el objeto de vengar la muerte de su padre, ofrece su mano a quien
le entregue la cabeza del asesino (vid. Matulka 40-51 y Cioranescu 393).
Esta serie de datos no tendría mayor interés (tal como evoluciona en su dimensión temática la
obra que centra aquí nuestro estudio) de no ser porque Le Cid (piedra millar de la producción
hispanista de Corneille, entre La ilusión cómica y Don Sancho de Aragón), cierra una etapa y empieza otra
en la transmisión del Cid en Francia.
Pierre Corneille no había sido el primero en adaptar las aventuras del Campeador; en 1617,
coincidiendo con una progresiva sensibilización por las formas sociales, Loubayssin de La Marque ya
4
“Ten fe en tu valor; ten fe en mi promesa; y dueño ya del corazón de tu amada, para vencer un resto de honor que
aún te combate deja que obren el tiempo, tu valor y tu rey”.
4
había explorado la vertiente galante del Cid en sus Aventuras heroicas y amorosas del conte Raimundo de
Tolosa y don Rodrigo de Vivar (Aventures héroïques et amoureuses du comte Raymond de Toulouse et de Don Roderic
de Vivar), relato inacabado de casi mil páginas donde se conjugan aspectos de la novela caballeresca
y morisca5. Uno de los héroes, el conde Raymond, era objeto de una profecía según la cual había de
prestar grandes servicios a la cristiandad en Tierra Santa; el otro, Rodrigo, protagonizaba el cerco de
Zamora y, de acuerdo con una leyenda divulgada por el Romancero, mantenía un amor secreto con la
infanta doña Urraca (vid. Rodiek 180-182 y Losada 78-80 & 566-567). Sin embargo, obras como esta
pueden considerarse irrelevantes en comparación con el impacto de la tragicomedia de Corneille. Su
Cid supuso una conmoción general por dos motivos: el primero, el éxito sin precedentes que cosechó,
referente de primer orden en la recepción literaria occidental, el segundo, el debate visceral en torno
a la pieza de Corneille: la célebre “Querella del Cid” (uno de cuyos mayores protagonistas será,
precisamente, Georges de Scudéry), sobre la que versarán estas primeras páginas sobre la recepción
del Cid en Francia.
Al margen de las versiones francesas, la fuente principal de Corneille era española: en 1618, en
Valencia, Guillén de Castro había dado a la prensa doce comedias entre las que figuraba Las mocedades
del Cid, plasmación coherente de la tradición cidiana según el Romancero, pero sabiamente estructurada
en una comedia de amor y honor. Si atendemos a una anécdota publicada por Beauchamps en el siglo
XVIII, parece ser que Chalon, antiguo secretario de la reina, fue quien aconsejara a Corneille la elección
de asuntos hispánicos para sus nuevas obras:
Monsieur, lui dit-il, après l’avoir loué sur son esprit, et sur ses talents; le genre de comique que vous
embrassez ne peut vous procurer qu’une gloire passagère; vous trouverez dans les Espagnols des sujets,
qui traités dans notre goût par des mains comme les vôtres, produiront de grands effets; apprenez leur
langue, elle est aisée, je m’offre de vous montrer ce que j’en sais, et jusqu’à ce que vous soyez en état de
lire par vous même, de vous traduire quelques endroits de Guillin de Castro [sic]. (1775, II: 146)6.
La anécdota tiene visos de adulteración, pero en su trasfondo se vislumbra la verdad del
momento: un poeta originario de Rouen, entonces una de las ciudades con mayor presencia española,
impulsado a acercarse al tono que desde el siglo anterior tomaba buena parte de la literatura francesa;
se contaban por centenares las obras que, en todos los géneros, asimilaban de una u otra manera el
color hispánico –lo caballeresco, castellano o morisco, o morisco y castellano, formando un todo más
o menos uniforme.
5
Esta combinación es esencial para comprender el triunfo del personaje del Cid en Francia. La materia morisca dominó,
en la escritura de imaginación, parte del siglo XVII, el siglo XVIII y los comienzos del XIX; en cierto modo, el Cid forma parte
de esta materia morisca: en El último Abencerraje, de Chateaubriand, Blanca, la imposible amante de Ben-Hamet, es
descendiente del Cid: “Doña Blanca descendía de una familia cuyos orígenes se remontaban al Cid de Bivar y a Jimena, hija
del Conde Gómez de Gormás. […] Después de la expulsión de los Infieles, Fernando le dio al descendiente del Cid las
propiedades de varias familias moras y lo nombró duque de Santa Fe. El nuevo duque se estableció en Granada…” (1969:
1370). Historia imaginaria que funcionaba muy bien desde el punto de vista de la fusión romántica (y prerromántica) de lo
español y lo moro.
6
“Señor, le dijo a Corneille tras alabar su genio y sus talentos; el género cómico que tanto os atrae no puede procuraros
sino una gloria pasajera. Encontraréis entre los españoles temas que, tratados según nuestro gusto por una pluma como la
vuestra, producirán grandes efectos. Aprended su lengua, es fácil, yo me ofrezco a enseñaros lo que sé y, hasta que estéis
en condiciones de leer por vos mismo, a traduciros algunos pasajes de Guillén de Castro”.
5
La “Querella del Cid” comporta dos puntos fundamentales: el relativo a las reglas clásicas que
el siglo XVI ha ido fijando7 y que cristalizarán en el XVII con el llamado “classicisme” (Corneille acusado
de trasgresión, a pesar de los esfuerzos que hace, como veremos, para respetarlas) y el relativo a la
inspiración y a la imitación (Corneille acusado de plagio).
Tras el triunfo de la pieza en el teatro del Marais, en el Louvre y en el palacio de Richelieu
(finales de 1636 y principios de 1637), Corneille incoó gestiones para sacar el máximo rendimiento
económico de su labor: exigió a la compañía de comediantes, sin conseguirlo, cien libras
suplementarias sobre lo establecido y se apresuró a solicitar el privilegio real para imprimir la obra,
que pasaba por lo tanto a ser de dominio público y susceptible de ser representada por las demás
compañías de teatro. No faltaba más para granjearse el resentimiento del Marais, enemistad que se
extendió entre los autores más predominantes del momento cuando en febrero Corneille osó
distribuir anónimamente su Excusa a Aristo (Excuse à Ariste, seudónimo poco original de “muy
bueno”), orgullosa declamación de su talento, de la que proceden, entre otras, estas palabras:
Je satisfais ensemble et peuple et courtisans,
Et mes vers en tous lieux sont mes seuls partisans;
Par leur seule beauté ma plume est estimée:
Je ne dois qu’à moi seul toute ma Renommée.
(ed. Couton 1980: 780)8.
La vanagloria bastaba para atraerse las iras de amigos y enemigos. El autor Mairet respondió
en marzo con un panfleto violento y sarcástico, El autor del verdadero Cid español a su traductor francés
(L’Auteur du vrai Cid espagnol, à son traducteur français), donde incluye una imaginaria acusación en boca
del dramaturgo español, como prueban estos últimos versos:
Donc fier de mon plumage, en Corneille d’Horace,
Ne prétends plus voler plus haut que le Parnasse.
Ingrat, rends-moi mon Cid jusques au dernier mot,
Après tu connaîtras, Corneille déplumée,
Que l’esprit le plus vain est souvent le plus sot
Et qu’enfin tu me dois toute ta Renommée.
DON BALTAZAR DE LA VERDAD (ibid., 1518)9.
Probablemente no indicó Mairet el nombre del auténtico autor al pie de su poesía porque
entonces lo desconocía. En cuanto al recurso al célebre apólogo de Esopo, según el cual la corneja
(tal es la traducción del apellido de su enemigo, Corneille) se adorna con las plumas del pavo real,
solo podía inflamar aún más los ánimos.
Tras un displicente Rondeau de Corneille, el 1 de abril salieron a la luz las Observaciones sobre el
Cid de Scudéry, obra crítica que perseguía mostrar seis puntos sobre la pieza de Corneille: “que el
tema no vale nada, que atenta contra las reglas principales del poema dramático, que yerra el juicio
en su conducta, que contiene muchos versos malos, que casi todas las cosas hermosas han sido
robadas y que por lo tanto la estima de que goza es injusta” (ibid., 784). La mayoría de los argumentos
resultaban de sopesar la tragicomedia en la balanza del legado clásico: los principios de la tragedia
7
Art de la tragédie (1572), de Jean de la Taille, Art poétique (1606, comenzado en 1574), de Vauquelin de la Fresnaye;
tragedias de Robert Garnier (1544-1590) y de Jodelle (1532-1573), en el entorno de los grandes colegios clásicos, como el
de Coqueret.
8
“Satisfago a un tiempo al pueblo y a los cortesanos, mis versos por doquier son mis únicos partidarios; gracias a su
belleza mi pluma es estimada: no debo más que a mí toda mi fama”.
9
“Por lo tanto, orgulloso gracias a mis plumas, como corneja de Horacio, no pretendas volar más alto que el Parnaso.
Ingrato, devuélveme mi Cid hasta la última palabra y aprende, corneja desplumada, que el genio más vano suele ser el más
estúpido, y que solo a mí me debes tu fama”. DON BALTASAR DE LA VERDAD.
6
griega, las reglas aristotélicas de la verosimilitud, de la unidad de tiempo, de la finalidad del poema
dramático, del decoro y la necesidad de los personajes.
Más importancia para nuestro caso reviste la acusación de plagio. Scudéry se propuso
demostrar que “Le Cid [era] una comedia española de la que proced[ían] casi todo el orden, escena
por escena, y todos los pensamientos de la francesa” (ibid., 793). Acto seguido procedía a poner en
paralelo citas de Las mocedades y del Cid; un ejemplo:
Lava, lava con sangre,
Porque el honor que se lava,
Con sangre se ha de lavar.
Ce n’est que dans le sang qu’on lave un tel outrage,
así hasta un total de cuarenta y ocho pasajes antes de concluir que tal obra no era digna de
pretender a la gloria que su autor le atribuía sin razón.
La respuesta de Corneille llegó en una Carta apologética de mayo en la que se limitaba a despreciar
la producción artística de su antiguo amigo Scudéry y, en lo concerniente a la acusación de plagiario,
a defenderse por elevación:
Vous m’avez voulu faire passer pour simple Traducteur, sous ombre de soixante et douze vers que vous
marquez sur un ouvrage de deux mille, et que ceux qui s’y connaissent n’appelleront jamais de simple
traductions. Vous avez déclamé contre moi, pour avoir tu le nom de l’Auteur Espagnol, bien que vous
ne l’ayez appris que de moi, et que vous sachiez fort bien que je ne l’ai celé à personne, et que même
j’en ai porté l’original en sa langue à Mgr le Cardinal, votre Maître et le mien (801)10.
Insatisfecho con la contestación de Corneille, en junio Scudéry rogó a la recién fundada
Academia que se erigiera en juez del debate.
Tras un verano copioso en diatribas entre estos contendientes y otros acudidos al revuelo,
fueron publicados los Sentimientos de la Academia francesa sobre la tragicomedia del Cid, documento oficial
que venía a apaciguar los exacerbados ánimos. El veredicto académico, como cabía presagiar, tomaba
partido por la normativa frente a las libertades del texto corneliano (prejuicio que la incapacitaba para
detectar sus genialidades). Tras un largo preámbulo sobre la oportunidad de su intervención en la
Querella, retomaba las acusaciones de Scudéry, de modo particular la relativa a la imitación de Guillén
de Castro, que consideraba plenamente justificada aun sin abandonar una actitud contemporizadora:
Le cinquième article des Observations comprend les larcins de l’Auteur, qui sont ponctuellement ceux que
l’Observateur a remarqués. Mais il faut tomber d’accord que ces traductions ne font pas toute la beauté
de la Pièce. Car outre que nous remarquons qu’en bien peu des choses imitées il est demeuré au-dessous
de l’original, et qu’il en a rendu quelques-unes meilleures qu’elles n’étaient, nous trouvons encore qu’il
y a ajouté beaucoup de pensées, qui ne cèdent en rien à celles du premier Auteur (820)11.
El informe de la Academia concluía con una síntesis de los defectos de la pieza (lo inadecuado
del tema, los fallos del desenlace, la abundancia de episodios inútiles, el quebrantamiento de la unidad
de lugar, la vulgaridad de muchos versos), pero los relativizaba en comparación con los aciertos (la
10
“Habéis pretendido hacerme pasar por simple traductor, y os fundáis en setenta y dos versos en una obra de dos mil,
mientras los eruditos nunca los tacharían de simple traducción. Me acusáis de haber callado el nombre del autor español
aun cuando no lo habéis aprendido sino de mí, a sabiendas de que yo no lo he encubierto a nadie y de que yo mismo he
entregado el original en su lengua al cardenal, vuestro señor y el mío”.
11
“El quinto artículo de las Observaciones comprende los hurtos del autor, que son exactamente los indicados por el
observador. Pero es preciso señalar que esas traducciones no constituyen toda la belleza de la pieza, puesto que, además de
que son escasas las imitaciones en las que ha quedado por debajo del original e incluso en algunas lo ha mejorado, nos
parece que ha añadido muchos pensamientos que en nada tienen que envidiar a los del primer autor”.
7
espontaneidad y la vehemencia de las pasiones, la fuerza y la delicadeza de los pensamientos y un
encanto inexplicable mezclado en todos sus defectos), de modo que la elevaban a un rango de primera
categoría entre los poemas franceses.
Con el dictamen de los “doctos” (decepcionante, según confesó el dramaturgo francés a un
amigo suyo), las aguas retornaban a su cauce; de hecho, de los años sucesivos solo merece la pena
reseñar algunos textos dispersos: la correspondencia de Balzac con Scudéry y la de Boisrobert con
Corneille (vid. Adam I: 513-518, Rodiek 207-212 y Losada 143-151).
No obstante, la Querella tendría, como un terremoto, sus sacudidas. Las de la prolongada vida
de Corneille son las más importantes. Basta leer sus Discursos (1660), ensayos teóricos sobre la utilidad
y las partes del poema dramático, sobre la tragedia y sobre las unidades de acción, tiempo y lugar;
además, a partir de 1648 Le Cid será subtitulada “tragedia” en lugar de “tragicomedia”, en claro indicio
de condescendencia con la normativa clasicista y de la decadencia del género tragicómico. Más
importante aún para nuestra reflexión es el “Aviso al lector” (Avertissement) con el que Corneille
encabeza las seis ediciones denominadas “eruditas” (savantes) del Cid, inserto en las Obras del autor
publicadas entre los años 1648 y 1657 (1652, 1654, 1655, 1656).
En este Avertissement, encabezado a su vez por una larga cita en castellano de la Historia general
de España del padre Mariana, el galante autor sale en defensa de Chimène, acusada de impiedad por
Scudéry (“hija desnaturalizada”, “impúdica”, “prostituida”) debido a su casamiento con el asesino de
su padre: sostiene no hallar mal alguno en que una joven como ella reconociera las cualidades de
Rodrigo y recuerda que el matrimonio se celebró con agrado de todos según relata la historia: “a
todos estaba a cuento”, transcribe del original español de Mariana. Bien provisto de fuentes, declara
que, según las crónicas del Cid, el matrimonio fue celebrado por el arzobispo de Sevilla, en presencia
del rey y toda su corte; con todo, en su pieza él las ha desdeñado por dudosas y preferido limitarse a
lo consignado por la Historia general, garantía de que el tratamiento reservado a su heroína no
desentona en absoluto con el transmitido por el historiador:
Ce que j’ai rapporté de Mariana suffit pour faire voir l’état qu’on fit de Chimène et de son mariage dans
son siècle même, où elle vécut en un tel éclat que les rois d’Aragon et de Navarre tinrent à honneur
d’être ses gendres, en épousant ses deux filles (ed. Couton 693)12.
Como “piezas justificativas de la reputación de que gozó” su protagonista, Corneille transcribe
además dos romances. El primero relata la venganza que la hija del conde exigió al rey contra Rodrigo
por la muerte de su padre y cómo el monarca obtuvo para ella la mano del paladín:
Delante el rey de León
Doña Ximena una tarde
Se pone a pedir justicia
Por la muerte de su padre.
[…]
Contenta quedó Ximena,
Con la merced que le faze,
Que quien huerfana la fizo
Aquesse mismo la ampare.
(697-698).
El segundo cuenta la palabra de casamiento que ambos dieron al rey y cómo el joven persigue
que con su mano Jimena compense la muerte de su padre:
12
“Lo que he citado de Mariana basta para mostrar la gran consideración en que estuvo el matrimonio de Jimena en su
siglo, en el que vivió con tal brillo que los reyes de Aragón y Navarra se honraron siendo sus yernos al esposar a sus dos
hijas”.
8
A Ximena y a Rodrigo
Prendió el rey palabra y mano,
De juntarlos para en uno
En presencia de Layn Calvo.
[…]
A todos pareció bien,
Su discreción alabaron,
Y asi se hizieron las bodas
De Rodrigo el Castellano
(698-699).
Por si fuera poco, añade una prueba suplementaria para la defensa de Jimena: una tirada de
versos en español extraídos de la pieza Engañarse engañando, del mismo Guillén de Castro (publicada
en la Segunda parte de sus comedias, 1625), y que, afirma, podrían aplicarse muy adecuadamente a
Chimène:
A mirar
Bien el mundo, que el tener
Apetitos que vencer,
Y ocasiones que dexar,
Examinan el valor
En la muger, yo dixera
Lo que siento, porque fuera
Luzimiento de mi honor.
Pero malicias fundadas
En honras mal entendidas
De tentaciones vencidas
Hazen culpas declaradas:
Y asi, la que el desear
Con el resistir apunta,
Vence dos vezes, si junta
Con el resistir el callar.
(694).
Hasta aquí las alegaciones de Corneille contra la objeción presentada por los académicos en lo
tocante a la verosimilitud: él ha seguido la historia y siempre ha sido fiel a los preceptos aristotélicos.
El Aviso al lector prosigue ajustando cuentas pendientes. Richelieu había ennoblecido a su padre, pero
también había sido el instigador, por razones de índole política, de la firmeza académica contra la
indisciplina del autor y las violaciones de la pieza a la normativa clásica; ahora que el ministro
plenipotenciario ha fallecido, el dramaturgo desmiente de modo tajante cualquier asentimiento que
se le pueda haber atribuido a los Sentimientos de la Academia; quienes juzgaron la pieza, aclara,
obtuvieron su silencio, pero no su aceptación: “Nunca contaron con mi consentimiento para juzgar
sobre El Cid” (695).
Finalmente, Corneille pasa al último argumento que se le imputa: la imitación. Para probar su
inocencia, acomete la empresa de imprimir, en nota a pie de página y en cursiva, los versos originales
de Las mocedades del Cid; de este modo, subraya, el lector dispone de todos los elementos de juicio
antes de afirmar temerariamente, como Scudéry y la Academia once años antes, que ha sido un
plagiario. A los cuarenta y ocho pasajes de Scudéry, él añade otros cincuenta y dos; será coquetería,
reproche o venganza personal: una prueba, en todo caso, de que, según él, la originalidad de Le Cid
no se vería menoscabada por muchos que fueran los pasajes imitados.
9
En definitiva, pocos acontecimientos literarios han tenido en Francia una resonancia social y
académica tan abultada como La Disputa del Cid, ni siquiera la famosa Batalla de Hernani, a propósito
de la representación de la obra de Víctor Hugo, más escandalosa desde el punto de vista callejero
momentáneo, pero sin el alcance literario de la del Cid, ya sea como catalizador de una discusión
teórica y técnica, de cara al modelo clásico francés, ya sea como ocasión para que cristalizara un
modelo masculino, apto para la ensoñación femenina durante siglos.
El triunfo apoteósico del Cid dio el pistoletazo de salida a otros autores franceses que no
temieron medirse con su autor en el terreno de la galantería. Tres continuaciones (suites) subieron a
las tablas en los años inmediatos. En 1638 Chevreau escribió La continuación y el matrimonio del Cid (La
Suite et le mariage du Cid), donde la Infanta trama, sin lograrlo, la separación entre Rodrigo y Jimena; a
los pocos meses le contestó Desfontaines con La verdadera continuación del Cid (La Vraie Suite du Cid),
en la que la enamorada infanta de Córdoba constituye una ayuda decisiva para la victoria del Cid
sobre los moros, al tiempo que el rey de Sevilla pretende, sin conseguirlo, la mano de Jimena13; al año
siguiente Chillac hizo representar La sombra del conde de Gormaz y la muerte del Cid (L’Ombre du comte de
Gormas et la mort du Cid), pieza trufada de insinuaciones políticas: el héroe fallece y Sicilia es liberada
del yugo español gracias al barón de Téandre (vid. Bushee 339-340 y Rodiek 212-215).
Los éxitos, las querellas y las secuelas del Cid lo habían convertido en un referente del
heroísmo, la magnanimidad y la gloria, tratamiento por antonomasia que no le ponía al abrigo, al
contrario, de la caricatura en la pluma de autores burlescos: mojigangas, parodias y carnavales había
conocido ya en España. En Dom Japhet d’Arménie de Scarron (1653), un Disertador recurre al héroe
legendario español (en unión del “único” gran héroe legendario francés, Roland, si no pensamos en
el segundón Bayard) para enaltecer la bravura de Dom Alphonse Enriquez:
Oui, jamais il n’en fut en la terre où nous sommes
De plus vaillant que lui; c’est un Roland, un Cid,
Il a blessé nos gens du plus grand au petit.
(V, 3, 1318-1322)14.
En boca de tal personaje y en tal obra, los espectadores no pueden evitar una mueca de
condescendiente paternalismo. Diversas parodias explotan el éxito del Cid corneliano para lanzar
diatribas contra enemigos contemporáneos: el Chapelain descubierto (Chapelain décoiffé, 1664), contra la
arbitrariedad de Jean Chapelain en su concesión de pensiones a los poetas, la Parodia de la segunda escena
del segundo acto de la tragedia del Cid entre el papa Clemente XI y el cardenal de Noailles (Parodie de la seconde
scène…), sobre la controversia eclesiástica en torno a las Reflexiones morales del jansenista Pasquier
Quesnil, el Colbert enfadado (Colbert enragé, 1664), contra la condena del inspector Nicolas Fouquet, el
Arlequín, lencera del palacio (Arlequin, lingère du palais, 1682), sobre el episodio en que Rodrigo ofrece su
espada a Jimena, para que pueda ejercer con ella su venganza (vid. Rodiek 215-222).
3. El Cid en la literatura francesa del siglo XVIII
Entre digresiones en torno al conflicto del amor y el honor, disquisiciones sobre la galantería
y pretensiones burlescas discurrió el Cid la mayor parte del siglo XVII. La siguiente centuria, en buena
medida marcada por la hipertrofia clasicista en el ámbito retórico, no se distinguió por su talante
asimilador del genio hispánico: ni Don Quijote, ni Don Juan, ni la Celestina, ni el pícaro, ni el Cid
gozaron del predicamento anterior. El nacimiento del realismo burgués, cotidiano, antiheroico y cada
vez más cercano a una percepción de la realidad que presagia las pautas del materialismo histórico
13
Estamos instalados de lleno en la materia morisca.
14
“Nunca se vio en la tierra nadie tan valeroso como él; es un Roldán, es un Cid: ha herido a todos los nuestros, desde
el más pequeño hasta el mayor”.
10
(dinero y sexo como esquemas de conducta) no puede acogerse a una herencia que o bien procede
de la picaresca (un realismo burlesco y esperpéntico15) o bien procede del idealismo caballeresco; en
ambos casos, inútiles para el devenir del siglo. La contrapartida es que esta pobreza nos ayuda a
comprender mejor la función que cubre el espacio del Cid en los siglos XVIII y XIX.
En lo tocante al héroe castellano y a título meramente incidental, merece una mención el craso
error de Voltaire, cometido en un artículo (“Anecdotes sur Le Cid”) de la Gazette Littéraire, de agosto
de 1764. Comenta el polígrafo la existencia de dos comedias españolas sobre el héroe castellano: Las
mocedades del Cid, de Guillén de Castro, y El honrador de su padre, de Juan Bautista Diamante,
“representado en el teatro de Madrid con tanto éxito como el de Guillén”. Más adelante sostiene la
anterioridad de la obra de Diamante (“on la croit antérieure à celle de Guillén de Castro de quelques
années”), algo que diez años más tarde se aventura a confirmar sin mayores reparos:
Il y avait en Espagne deux tragédies du Cid, l’une celle de Diamante, qui était la plus ancienne; l’autre,
El Cid, de Guillén de Castro, qui était la plus en vogue16.
Podrían alegarse razones de crítica interna para mostrar que El honrador de su padre es una
versión de Las mocedades del Cid, y que en modo alguno pudo Corneille inspirarse en Diamante para
su Cid; Voltaire, La Harpe, Fabre, Fontenelle, Latour, Puibusque, Chasles y Viguier entre otros lo
discutieron por extenso; baste aquí afirmar que El honrador fue impresa por vez primera en 1658 y
que su autor contaba siete años cuando Castro daba Las mocedades a la prensa. Si influencia hay, es a
la inversa: Diamante escribe su comedia tras la lectura de las piezas de Castro, de Corneille y quizá
del italiano Carmagnola (vid. Rodiek 222-227, Fraisse 295-296 y Losada 258-260).
En 1783 aparece la Histoire du Cid en la Bibliothèque Universelle des Romans; se trata de una versión
prosificada y, en buena medida, adaptada de romances extraídos en su mayoría del Romancero e historia
del Cid de Escobar (Lisboa, 1605; vid. Rodiek 230-246). Tras una amplia y erudita introducción, el
traductor ofrece los poemas sin vacilar en añadir amplificaciones e interpolaciones conducentes a la
exaltación del héroe. El alcance de esta edición traspasó las fronteras francesas: en 1792 la revista
Neuer teutscher Merkur la tomaba como ejemplo e invitaba a Herder a procurar una traducción poética
similar; el escritor romántico la acometería, aunque, falto del material idóneo, hubo de contentarse
con los romances de la Histoire du Cid y el Romancero de Sepúlveda, de 1551, como única fuente de
cotejo. No obstante esas limitaciones, su obra contó entre sus seguidores con escritores de la talla de
Goethe, Grabbe y Arno Schmidt (vid. Rodiek 230-247).
4. El Cid en la literatura francesa del XIX
En contraposición al siglo XVIII, el XIX configura un enorme mosaico en la recepción francesa
del Cid, tanto por la multiplicidad de autores que prestan atención al Campeador como por la variedad
de perspectivas adoptadas en su tratamiento.
Por supuesto, El Cid de Corneille gozaba de todo el predicamento de una obra única en su
género; y no eran por completo desconocidos ni la Disputa ni los desarrollos burlescos del siglo XVII
o la Histoire du Cid del XVIII, sin embargo la estética romántica impulsó a sobrevolar por encima de
las producciones dramatúrgicas francesas de los siglos inmediatamente anteriores, en busca del
Romancero: las tendencias románticas habían revalorizado el mundo sobrio y espontáneo medieval, en
todo punto alejado de la modulación artificiosa y clasicista; la obra de Corneille –con razón o sin ella,
15
Recordemos los esfuerzos de Lesage, en Gil Blas de Santillana, para deshacerse de esta carga esperpéntica, propia del
realismo barroco, que arrastran los primeros volúmenes de la saga, con la imitación del modelo español.
16
“Había en España dos tragedias del Cid, una de Diamante, la más antigua; otra, El Cid, de Guillén de Castro, que
gozaba de mejor acogida”.
11
e incluso más allá del respeto y la admiración que muchos le tributaron– representaba una retórica
inaceptable y proponía un héroe cortesano y razonador, ajeno al mundo épico añorado por la nueva
poética romántica. A instancias de lo ocurrido en Alemania e Inglaterra, proliferaron una serie de
estudios de la literatura española, ejemplificados gracias a la edición de obras de todo género (baste
mentar las aportaciones de Herder, Grimm, Böhl de Faber, Hegel, F. Schlegel entre los alemanes,
Blackwell, Percy, Southey, Scott, Browring, Irving, Longfellow entre los ingleses).
Aquí interesan de modo singular las numerosas traducciones de romances que vieron la luz en
Francia a lo largo del siglo XIX: los Romances del Cid de Creuzé de Lesser (Les Romances du Cid, odéïde de
l’espagnol, 1814), el Romancero e historia del rey de España don Rodrigo de Abel Hugo (1821, simple
compilación de romances en lengua original, sin lugar para Rodrigo de Vivar), los Romances históricos
del mismo autor (Romances historiques, traduites de l’espagnol, 1822, que no contienen traducción alguna
del romancero cidiano), los Romances du Cid de Régnard (Les Romances du Cid, traduction libre de l’espagnol,
suivi de l’abrégé historique de la vie du Cid, c. 1830), el Romancero del Cid de Antony Rénal (Le Romancero du
Cid, 1842), el Romancero général de Damas Hinard (Romancero général ou Recueil des chants populaires de
l’Espagne. Romances historiques, chevaleresques, et moresques, 1844), La leyenda del Cid de Emmanuel de Saint-
Albin (La Légende du Cid, comprenant le poème du Cid, les chroniques et les romances, 1866), El Pequeño
Romancero de Puymaigre (Petit Romancero. Choix de vieux chants espagnols, 1878).
No todas estas obras reproducen de modo fidedigno el Cid medieval; baste traer a colación el
caso de Creuzé de Lesser, el primero y uno de los más recurridos hasta mediados de siglo. Falto de
toda modestia (“he procurado perfeccionar estos romances”), se permite abreviar o ampliar sus
fuentes, que adapta en diversas formas métricas y estróficas (octosílabos, decasílabos o alejandrinos
en grupos habitualmente de cuatro versos con rima cruzada); de algún modo esto se debe a su
objetivo literario: “he apuntado, en la medida de lo posible, al efecto poético”. En el prefacio declara
preferir el original español a las ediciones de la Bibliothèque y de Herder arriba mentadas, pero la
siguiente transcripción de un célebre pasaje (la satisfacción de Diego Laínez tras comprobar la bravura
de su hijo) muestra a todas luces que su modelo, cuando lo respeta, ha sido sobre todo la traducción
de la Bibliothèque y no la compilación de Escobar; así, a título de ejemplo, el texto español
dixo, fijo de mi alma,
tu enojo me desenosa,
y tu indignacion me agrada.
Essos braços mi Rodrigo
muestralos en la demanda
de mi honor que esta perdido.
(Escobar 1973: 125-126).
nos da en francés el texto siguiente:
– Bien, mon fils dit-il; c’est toi qui es mon fils: ta colère me redonne la paix, et ton indignation charme
toutes mes douleurs. Cette main, mon enfant, il te la faut montrer, non plus à moi, mais à l’infâme qui
nous a dépouillés de notre honneur, – Où est-il? (Histoire du Cid, cit. Rodiek 296)17.
y también:
– Bien! j’aime ton courroux; très bien! fils de mon âme,
Tu vas mieux employer ce courage viril.
O mon sang, venge-moi, venge-moi d’un infâme
17
“– Bien, hijo mío, respondió; tú eres mi hijo, tu cólera me devuelve la paz y tu indignación me encanta. Ahora tienes
que mostrar esa mano, hijo mío, no a mí sino al infame que nos ha despojado de nuestro honor. –¿Dónde está?”.
12
Dont la main effrénée… – Où le coupable est-il?
(Creuzé, ed. 1836: 2)18.
La diferencia con el pretendido original es patente. Tanto como la Edad Media, el siglo XVII
quedaba muy lejos: la imagen que los autores franceses recibirán del héroe castellano es, por lo
general, mediatizada e intertextual, motivo explicativo, entre otros, de la transformación metafórica
operada en la imagen del Cid en Francia durante el siglo XIX.
En este vuelo sobre el panorama de la recepción del Cid en dicha centuria, daremos cuenta de
algunas producciones insoslayables antes de detenernos con relativa calma en la producción de Víctor
Hugo.
Lebrun da al teatro El Cid de Andalucía (Le Cid d’Andalousie, 1825); Casimir Delavigne ofrece
La hija del Cid (La Fille du Cid, 1839), compromiso entre el patrón clásico y el romántico: además del
héroe simbólico de la nobleza cristiana en la lucha contra el infiel, destaca su papel de padre generoso,
tierno y familiar.
Mayor atención requieren otros textos de gran calidad literaria y de gran alcance significativo.
El poemario España de Théophile Gautier (1845), huye del aburguesamiento circundante y busca el
ensueño mítico esteticista producido por los paisajes de la cartuja de Miraflores o la Sierra Elvira. En
este marco el Cid, “vencedor” y “gigante”, es glorificado por su barbarie y naturalidad, iniciando una
tradición que vamos a ver en diferentes textos.
Los Poemas bárbaros de Leconte de Lisle (Poèmes barbares, 1862) incluyen tres poemas sobre el
Cid, héroe prístino del medioevo e impermeable al humanismo grecolatino. Merece la pena analizar
un poco estos poemas para tomar conciencia de dos aspectos de gran importancia: por un lado, su
valor escenográfico, aunque temáticamente difieran de las obras de teatro que hemos visto, por otro,
para fijar la figura emergente de un Cid ligado a una épica primitiva, una épica que sirve a los poetas
del Parnaso y del Simbolismo para la recuperación de espacios mitológicos pre-cristianos.
“La cabeza del conde” (“La tête du comte”), poema de 58 versos, escrito en tercetos enlazados,
recrea la venganza de la célebre afrenta al padre de Rodrigo. Asistimos a la rabia impotente del padre
ofendido, ante la pasividad de sus hijos mayores que rehúyen buscar venganza; de pronto (escena
puramente teatral), ante toda la familia que se prepara para comer, aparece el Cid (Don Rui Diaz,
aquí), sujetando por los pelos la cabeza del Conde decapitado y la pone sobre una fuente, en la mesa
servida, con un gesto que recuerda al de Salomé:
Don Rui Diaz entre. Il tient de son poing meurtrier
Par les cheveux la tête à la prunelle hagarde
Et la pose en un plat devant le vieux guerrier.
Le sang coule, et la nappe en est rouge19.
“La Jimena” (“La Ximena”), el tercero del trío y de 68 versos, se inspira en semejante sed de
revancha. Es el poema más cercano a la herencia de Corneille: resume y modula las diferentes escenas
en las que Chimène pide voluntariosamente –y con cierta insolencia– venganza a un rey (aquí,
Hernán) que se niega a perder a su guerrero más valiente. La escena, de nuevo, es de un gran valor
teatral (o cinematográfico, pase el anacronismo), con la descripción del cortejo de los treinta
“fidalgos”, vestidos de luto, en medio de los cuales avanza Jimena.
18
“– ¡Bien!, me encanta tu cólera, ¡muy bien!, hijo de mi alma; ahora vas a emplear mejor ese coraje viril. Hijo de mi
sangre, véngame, véngame de un infame cuya mano desenfrenada… – ¿Dónde está el culpable?”.
19
“Don Rui Díaz irrumpe. Su puño asesino lleva por los pelos la testa de espantadas pupilas y la posa en la fuente, ante
el viejo guerrero. La sangre al chorrear el mantel enrojece”.
13
“El accidente de don Íñigo” (“L’accident de don Iñigo”), poema de 88 versos, reescribe de soslayo el
episodio del enfrentamiento entre el vasallo y el señor. De soslayo, pues en el poema, el Cid (Rui) no
se enfrenta al rey, con cuya comitiva se cruza, sino a Don Iñigo (sic) que le reprende por no haber
descabalgado en señal de respeto y sumisión ante su soberano. La consecuencia es una estocada rauda
y brutal de Rui que parte en dos al caballero:
Ainsi parle Iñigo. Don Rui tire sa lame
Et lui fend la cervelle en deux jusques à l’âme.
L’autre s’abat à la renverse éclaboussant
Sa mule et le chemin des flaques de son sang20.
Barbey d’Aurevilly había criticado la descristianización del Cid en obras previas como la de V.
Hugo; en su poema “El Cid” (1872) parafrasea en alejandrinos el motivo romanceril del leproso; su
héroe es un caballero cristiano y bondadoso a quien no duelen prendas a la hora de tender su mano
descubierta al gafo:
Il fixa longuement le lépreux, puis soudain
Il arracha son gant et lui donna la main21.
En vano buscará el lector el milagro original: el contexto histórico y esteticista del conjunto
puede explicar una ausencia a primera vista inesperada. Célebre se ha hecho posteriormente la
modulación que Darío hace del poema francés:
Cuenta Barbey, en versos que valen bien su prosa,
una hazaña del Cid, fresca como una rosa…
(1987: 157).
Los trofeos de José Maria de Hérédia (Les Trophées, 1893) abundan en el heroísmo desde una
perspectiva violenta no muy lejana a Leconte. Los poemas dedicados al Cid en la obra del poeta,
nacido en Cuba y nacionalizado francés, aparecen agrupados bajo un título común, Romancero. Este
proceso metonímico, al condensar la totalidad del romancero español en torno a la figura del Cid, es
altamente significativo desde el punto de vista del devenir de la poesía épica francesa. No importa
que Hérédia sea el único que los titula así. El Cid (como consecuencia de la magia histórica de la
figura que domina la escena francesa desde el siglo XVII) ha condensado la esencia de un espíritu
épico que rescata en el siglo XIX la Edad Media y el historicismo legendario pero que, a pesar de
inventar la novela histórica moderna y reinventar del drama histórico, no puede sin embargo cobrar
forma en un poema épico de grandes dimensiones y unitario en su estructura narrativa (tales como
los que habían cristalizado entorno a la figura del héroe francés, Roldán). El Romancero y, en su centro,
el Cid (figura ya nacionalizada francesa, al menos imaginariamente) ofrecen un modelo de épica
fragmentaria: conjunto unitario y plural a un mismo tiempo, de poemas cortos, con centros de interés
dispares desde el punto de vista de la narración y de la historia, pero coincidentes temáticamente en
el mismo espíritu heroico y seudohistórico.
El Romancero nos ofrece la “historia” fragmentada de una época y de un país. Este modelo es
totalmente válido para la reinvención de una épica moderna, ligada a una estructura y a un espíritu
regidos por la conciencia de fragmentación. Es por lo tanto el modelo que van a seguir todas las
“légendes des siècles” (todas las leyendas de los siglos), si tomamos como punto de referencia la gran
obra épica de Víctor Hugo. ¿Qué otra cosa son sino una épica fragmentada de la historia de la
humanidad, obras como Los poemas bárbaros y los Poemas antiguos de Leconte o los Trofeos de J.M. de
20
“Así le habla Don Iñigo. Don Rui saca su espada y le parte el cerebro en dos, hasta su alma. Cae hacia atrás el otro,
salpicando su mula, salpicando el camino con charcos de su sangre”.
21
“Miró fijamente al leproso, de repente se quitó el guante y le dio la mano”.
14
Hérédia (recreaciones del mundo desde la Grecia antigua, “Nemea”, a la España de la conquista de
América, “Los conquistadores del oro”, primer y último poemas)?
El Cid no es solo catalizador de un género teatral, tan asentado en Francia, en su paso de la
tragicomedia a la tragedia, también es catalizador de una nueva forma de hacer épica (“a la moderna”,
en lo puntual y fragmentario, cuyas resonancias, pasando por la poesía narrativa de la Revolución
soviética, llegarán hasta el Canto general de Pablo Neruda). Esperamos que se nos perdone esta
divagación crítica, en apariencia fuera de lugar pero quizá necesaria a la hora de constatar la presencia
del Cid en la literatura francesa.
Volvamos a los problemas que plantea el Romancero de Heredia. Más de 200 versos repartidos
en tres poemas: “El apretón de manos” (“Le serrement de mains”), “La revancha de Diego Laynez”
(“La revanche de Diego Laynez”) y “El triunfo del Cid” (“Le triomphe du Cid”). Los tres poemas
están escritos en tercetos alejandrinos, de gran majestad y perfección formal, como corresponde a la
obra más perfecta del movimiento parnasiano.
“El apretón de manos” recupera la figura de don Diego que busca entre sus hijos cuál puede ser
el vengador de su honra e intenta provocarles apretándoles la mano con su puño de hierro hasta
hacerles daño; ninguno reacciona positivamente, hasta que llega al Cid (Ruy) y se enfrenta
furiosamente:
Les yeux froids du vieillard flamboyaient. Ruy tout pâle,
Sentant l’horrible étau broyer sa jeune chair,
Voulut crier; sa voix s’étrangla dans un râle.
Il rugit: Lâche moi, lâche moi, par l’enfer!
Sinon, pour t’arracher le cœur avec le foie
Mes mains se feront marbre et mes dix ongles fer!22
El padre se estremece de contento porque sabe que será vengado; y el poema acaba con un
sucinto verso, aislado del resto, pues al ser el último de la serie de tercetos se queda sin estrofa propia,
un verso capaz de resumir en su laconismo corneliano todas las escenas teatrales: “Y una hora más
tarde, Ruy mataba al conde”.
Estamos, de nuevo, frente al Cid violento, salvaje. Salvajismo que se acrecienta incluso en el
segundo poema, “La revancha de Diego Laynez”, que recupera el tema de la cabeza del conde cortada
(“cabeza lívida e hirsuta [con] negros cuajarones que cuelgan de cada hebra”), ofrecida, una vez más,
sobre la mesa preparada para del banquete. Aquí, la violencia del Cid contagia a su padre que
“restriega su mejilla contra la sangre cuajada”, con un gesto de sadismo regocijado.
“El triunfo del Cid” resume con sombría grandeza los siete siglos de la Reconquista (vid. Rodiek
307-310 y Giné 502-509), pero sirve también para recuperar uno de los mitemas obsesivos del mito
cidiano: la entrega que de Jimena hace el rey al Cid, que la recibe como vencedor, tras el periplo de
sus conquistas. La reescritura del tema del Cid recupera así un elemento básico de la novela de
caballería medieval: un héroe no puede recibir en recompensa una dama si antes no se ha cargado de
gloria a lo largo de un periplo en el que sus andanzas le han enfrentado al enemigo (aquí, los moros).
Este elemento, estructural y temático a la vez, lo encontramos en El último Abencerraje de
Chateaubriand, tan cargado de elementos cidianos, pero también lo encontramos en un texto
aparentemente alejado de nuestro tema, como es el Itinerario de París a Jerusalén, del mismo autor, en
el que el viajero se reúne con su amante (en Granada, curiosamente), después de haberse enfrentado
22
“Los ojos fríos del viejo llamean. Ruy muy pálido, al sentir el terrible cepo que trituraba su carne quiso gritar, y su
voz se ahogó cual estertor. Rugió: Suéltame, suéltame, ¡qué demonios! ¡Si no, para arrancarte tu corazón, junto con tu
hígado, mis manos se harán de mármol y mis diez uñas de hierro!”.
15
a los riesgos que supone volver de Jerusalén a Granada pasando por el norte de África, es decir, por
toda la morería.
El Cid ensoñado por estos autores es una reprobación del mundo burgués, un personaje reacio
a toda componenda (por eso lo prefieren cristiano, por motivo estético-literario, no por convicción
religiosa, y primitivo, por voluntad recuperadora de una mitología, como luego veremos), sencillo
hasta rayar en la simpleza, bárbaro y directo, cumplidor intachable del deber por encima de otras
consideraciones sentimentales (con excepción de la producción dramática de los primeros decenios,
que sí admite esa dimensión).
El tratamiento del Cid en la poesía de Víctor Hugo merece una mención privilegiada. Su fuente
principal es la edición mencionada de Creuzé de Lesser (de quien toma la expresión de “Ilíada sin
Homero”, como muestra su ensayo William Shakespeare, 1985: 285). En la cuarta de sus Odas (1824),
“À mon père”, recuerda el viaje realizado en 1811 junto a su madre para unirse con su padre entonces
coronel destacado en Madrid:
Je rêve quelquefois que je saisis ton glaive,
O mon père! et je vais, dans l’ardeur qui m’enlève,
Suivre au pays du Cid nos glorieux soldats.
(Hugo 1964: 346)23.
En la oda “La guerre d’Espagne”, hace uso de tonos épicos y fraternales cuando celebra las
palmas de franceses y españoles, sus palacios emblemáticos (el Louvre, el Escorial) y sus héroes
(“Chantez Bayard; – chantons le Cid!”; ibid., 357); y en la oda “À Ramon, duc de Benav.” se sirve del
epígrafe “Por la boca de su herida. GUILHEN DE CASTRO” como pretexto poético para compadecer la
enfermedad sufrida por Ramón Riquer, amigo de su infancia madrileña (la expresión, originaria de
Jimena para llorar su pena al rey Fernando por el padre muerto, reaparece posteriormente en el
prefacio de Cromwell, 1963: 453).
Las orientales (recopilación de 1828) marcan un cambio radical en la concepción lírica del poeta;
de igual modo que otros héroes meridionales, el Campeador pasa a representar un mundo exótico y
misterioso; su mansión de Vivar es comparada a una “monja de severos atavíos”, por transferencia
con el próximo monasterio de San Pedro de Cardeña (vid. ibid., 662). Al margen de esta modificación,
el Cid queda confinado a una evocación, como en Hojas de otoño (Feuilles d’automne, 1831), donde las
ciudades o las regiones emblemáticas no designan, en la memoria del poeta, sino la nostalgia
recurrente de su memoria española: “¡Plazas fuertes del Cid!, ¡oh, Valencia y León!, ¡Castilla y Aragón,
mis Españas!” (“Fortes villes du Cid! ô Valence, ô Léon, Castille, Aragon, mes Espagnes! ibid., 751).
Un acontecimiento modifica de manera trascendental la imagen del Cid en la percepción
poética y existencial de Víctor Hugo. El 7 de noviembre de 1852 un decreto senatorial proclama a
Luis-Napoleón emperador bajo el nombre de Napoleón III (confirmado oficialmente, tras un
plebiscito, el 2 de diciembre); el 9 de enero siguiente es decretado el exilio de Hugo y otros sesenta y
cinco diputados “por motivos de seguridad general”. Comienza entonces una época de viajes con dos
estancias prolongadas en las islas inglesas de Jersey y Guernesey hasta el regreso a Francia en 1870.
El destierro y otros acontecimientos derivados dejan una profunda huella en el espíritu del escritor,
que pasa a considerarse víctima de la opresión del emperador y del hostigamiento de quienes en París
le odian o envidian. Entre otras figuras de la historia y la literatura, el poeta encuentra en el Cid –
literariamente ultrajado por Sancho II por no comprometerse decididamente en el asalto de Zamora,
proscrito por Alfonso VI por exigirle el juramento de Santa Gadea para eximirle de toda culpabilidad
tras el regicidio– un paradigma de su caso. La figura del Cid recibe una atención predilecta en cuatro
23
“A veces sueño que tomo tu espada, padre, y que voy, lleno de ardor, a seguir a nuestros soldados por el país del
Cid”.
16
composiciones de desigual carácter y extensión en La leyenda de los siglos (La Légende des Siècles), amplio
compendio épico-lírico redactado entre 1840 y 1878, publicado en diversas “series” entre 1859 y
1883): “El Romancero del Cid” (manuscrito de 1856), “El Cid exiliado” (ms. de 1859), “Vivar” (ms. de
1859) y “Cuando el Cid entró en el Generalife” (“Quand le Cid fut entré dans le Généralife”, ms. de 1876; vid.
ed. Losada 52).
En medio de una retórica de la amplificación y el exceso, recurrente al color local y al
costumbrismo, el Cid se presenta como una condensación del héroe noble, fiel y solitario opuesto a
la arbitrariedad del poder real (vid. Stange 13-14 y Giné 502); en última instancia y sobre todo, dicha
figura es el elemento catalizador de la manifestación del yo lírico del poeta exiliado (vid. Laforgue 42).
“El Romancero del Cid” es una extensa composición distribuida a lo largo de dieciséis grupos de estrofas
de cuatro versos heptasilábicos. A partir del verso 20 del Poema de mío Cid como núcleo genético
(“¡Dios, que buen vasallo, si hubiese buen señor!”), Rodrigo de Vivar apostrofa a su rey de manera
ambivalente, con desdén y lealtad: frente a los vicios del rey “Sanche” (Sancho el Fuerte, pero también
podría haber utilizado el nombre de su hermano Alfonso), el campeón expone sus virtudes: el
monarca es mezquino, vil, envidioso, taimado, cobarde, soberbio, en tanto que él es hospitalario, fiel,
honrado, justo, constante, obediente:
Vous ne m’allez qu’à la hanche;
Quoique altier et hasardeux,
Vous êtes petit, roi Sanche;
Mais le Cid est grand pour deux.
Quand chez moi je vous accueille
Dans ma tour et dans mon fort,
Vous tremblez comme la feuille,
Roi Sanche, et vous avez tort.
Sire, ma herse est fidèle;
Sire, mon seuil est pieux;
Et ma bonne citadelle
Rit à l’aurore des cieux.
(ed. 1950: 87)24.
Pero sumisión no es sinónimo de pusilanimidad: los lisonjeros cortesanos, el rey mismo, le
difaman en vano sin llegar a humillarle:
Quand je suis dans ma tanière
Mordant ma barbe et rêvant,
Regardant dans ma bannière
Les déchirures du vent,
Ton effroi sur moi se penche.
Tremblant, par tes alguazils
Tu te fais garder, roi Sanche,
Contre mes sombres exils.
Moi, je m’en ris. Peu m’importe,
24
“No me llegáis a la cintura; aunque altivo y atrevido, sois pequeño, rey Sancho, y el Cid vale por dos. Cuando os
presto hospedaje en mi castillo tembláis como la hoja de un árbol, rey Sancho, sin razón. Sabed que la estacada de mi
fortaleza es fiel, el umbral de mi casa piadoso y que mi ciudadela sonríe al amanecer”.
17
O roi, quand un vil gardien
Couche en travers de ta porte,
Qu’il soit homme ou qu’il soit chien!
(91)25.
Semejante tono adquiere la figura cidiana en “Le Cid exilé”, poesía de seis grupos estróficos de
cuatro versos en su mayoría. Comparable a Amadís, el personaje pacífico, franco y sincero es temido
y envidiado. Como la precedente composición, esta tiene una formulación lírica (las emociones de un
hombre magnánimo reducido a una humilde condición), pero resalta aquí un trasfondo épico (las
hazañas del Cid). Dicho panorama explica el discurso narrativo: una progresión espaciotemporal que
en “El Romancero del Cid” solo era ocasional, en modo alguno estructural.
Le Cid est exilé. Qui se souvient du Cid?
Le roi veut qu’on l’oublie; et Reuss, Almonacid,
Graos, tous ses exploits, ressemblent à des songes;
Les rois maures chassés ou pris sont des mensonges;
Et quant à ses combats puissants qu’il a livrés,
Pancorbo, la bataille illustre de Givrez
Qui semble une volée effrayante d’épées,
Coca, dont il dompta les roches escarpées,
Gor, où le Cid pleurait de voir le jour finir,
C’est offenser le roi que de s’en souvenir.
Même il est malséant de parler de Chimène.
(163)26.
Hay un antes, un ahora y un después. Hubo un tiempo de gloria para el caballero, hay un
tiempo de persecución por los cortesanos envidiosos, un acosamiento irracional hasta el punto de
pretender borrar la memoria del heroico castellano: “Y del siglo del Cid, el Cid ha desaparecido” (“Et
du siècle du Cid le Cid a disparu”, 165). Pero tal pretensión es demente, como sugiere el paralelismo
imaginario de su historia con la presencia imborrable de la cumbre más alta: por mucho que la bruma
la oculte, al amanecer se perfila descomunal en el horizonte: “Es el pico del Mediodía. La historia ve
al Cid” (“C’est le Pic du Midi. L’Histoire voit le Cid”, 166). Esta comparación expresa el optimismo
del poeta ante el futuro. En efecto, el rey, arrepentido, decide abrogar el exilio del Cid y le envía a su
rey vasallo don Santos el Pelirrojo. Pero este emisario, altivo y orgulloso, se muestra incapaz de
percibir el valor profundo del Campeador, a quien achaca precisamente sus propios defectos y le
aconseja un sometimiento tan degradante que el Cid lo considera indigno:
“Pour apaiser l’humeur du roi, fort légitime,
Il suffit désormais que le roi, comme il sied,
Sente qu’en lui parlant vous avez de l’estime”.
Babieça frappait sa litière du pied,
Les chiens tiraient leur chaîne et grondaient à la porte,
Et le Cid répondit au roi Santos-le-Roux:
25
“Cuando estoy en mi guarida, mordiéndome la barba y soñando, mirando en mi bandera los desgarrones del viento,
tú piensas en mí y te llenas de espanto: tiemblas y te rodeas de alguaciles para defenderte de un exiliado. Y yo me río: ¡qué
más me da, rey, cuando un vil guardia se acuesta a tu puerta, que sea un hombre o un perro!”.
26
“El Cid está exiliado. ¿Quién se acuerda del Cid? El rey quiere que le olviden; y Reus, Almonacid, Graos y todas sus
hazañas no son más que sueños, los reyes moros expulsados o aprisionados son mentira, y los combates librados, las batallas
de Pancorbo y de Gibrez, que parecen un vuelo tremendo de espadas, Coca, con sus rocas escarpadas, Gor, donde el Cid
lloraba de ver que se acababa el día: quien se acuerde ofende al rey, incluso con solo mentar a su esposa Jimena”.
18
– Sire, il faudrait d’abord que vous fissiez en sorte
Que j’eusse de l’estime en vous parlant à vous.
(172)27.
Menos extensa es la poesía “Bivar”, la menos española de cuantas conforman el grupo (Berret
127), relato de un acontecimiento no histórico: Jabías, un jefe árabe admirador del Cid, lo encuentra
en su casa pobremente vestido y almohazando su caballo; la sorpresa es grande: no es este el Cid que
ganaba impresionantes batallas. El Campeador explica con sencillez que entonces “estaba en casa del
rey”; la admiración de su interlocutor no disminuye:
Et le scheik s’écria: “Mais, Cid, aujourd’hui, quoi,
Que s’est-il donc passé? quel est cet équipage?
J’arrive, et je vous trouve en veste, comme un page,
Dehors, bras nus, nu-tête, et si petit garçon
Que vous avez en main l’auge et le caveçon!
Et faisant ce qu’il sied aux écuyers de faire!
– Scheik, dit le Cid, je suis maintenant chez mon père”
(153)28.
La más breve de todas las composiciones es la última en la redacción, un dibujo del Cid
deshacedor de entuertos, que entra en el palacio del Generalife y mata al califa Ogrul, personificación
del “trueno” cuyo sometimiento ensalza al héroe castellano:
Et je descends du ciel quand un prince est mauvais;
Mais je vois arriver le Cid et je m’en vais.
(87)29.
El Cid de Víctor Hugo apenas reproduce al histórico y su parecido con el del Poema o de los
romances y cancioneros es accidental; Rodrigo de Vivar no tiene existencia propia sino vicaria, es un
símbolo del momento histórico de la opresión imperial sobre la persona del poeta. El acierto del
autor francés radica en haber procedido a un solapamiento épico-lírico de la figura histórico-
romanceril para apropiársela como pretexto y expresión más adecuada de su propia vida y sus
sentimientos. ¿Pero no es esta la auténtica función simbólica del mito; la que lo convierte en auténtica
forma de la substancia, apta para encarnarse en cualquier accidente histórico y, así, abandonando su
categoría de elemento arqueológico, pasar a ser un elemento generador de significado en un contexto
preciso de la historia individual o colectiva?
5. El Cid en la literatura francesa del siglo XX
No desaparece por completo el Cid del panorama francés del siglo XX. Tras la subversión de
Georges Fourest, cuyo soneto “El Cid” (“Le Cid” en La Négresse blonde, 1909) parodia la relación
vengativa entre Jimena y Rodrigo, llegan las añoranzas de los nostálgicos: para Delteil el de Vivar es
culmen de la antigua caballería (Don Juan), para Claudel un modelo del catolicismo tridentino (El
zapato de raso: Le Soulier de satin), etc. Es sintomático que ninguno le dedique una obra en exclusiva. La
talla del Cid se ha ido amenguando progresivamente hasta adoptar proporciones similares a las de
27
“Para calmar el lógico enfado del rey, basta con que en adelante sienta que le mostráis estima. Babieca golpeaba el
suelo con sus patas, los perros tiraban de la cadena y gruñían a la puerta; el Cid respondió al rey Santos el Pelirrojo: – Señor,
antes tendríais que lograr que cuando yo os hablara sintiera estima por vos”.
28
“A lo que el jeque repuso: «Pero, entonces, Cid, qué os ha sucedido?, ¿qué atavíos son ésos? ¡Llego y os encuentro
con chaqueta, como un paje, cabeza y brazos desnudos, y tan poca cosa que lleváis en las manos la artesa y el cabezón,
ocupado en las faenas que han de hacer los escuderos! – Jeque, dijo el Cid, ahora estoy en casa de mi padre»”.
29
“Bajo del cielo cuando un príncipe es malo, pero veo llegar al Cid y me voy”.
19
otros personajes del pasado, hasta quedar como objeto de estudio de traductores o eruditos (Mathilde
Pomès: Anthologie de la poésie espagnole, 1957; Paul Bénichou: Creación poética en el romancero tradicional,
1968). En una sociedad de lo inmediato y de la desmitificación no hay lugar creíble para los altos
vuelos de la imaginación heroica.
6. A modo de conclusión: función y funciones del Cid en la literatura francesa
Después de este recorrido, nuestro recuerdo crítico vuelve al personaje de Corneille, el que
mejor ha fijado, sin lugar a dudas, una cierta imagen del heroísmo “a la española”, según la expresión
de Stendhal (ese apasionado del Cid, como vemos en su autobiografía mentida, La Vie d’Henri
Brulard). Vamos, por lo tanto, a ver en qué direcciones cristaliza la figura del Cid a lo largo de la
literatura francesa, con vistas a la ocupación de una función que actualiza históricamente al “mito”
en cada momento.
Recordemos nuestra introducción. Del mismo modo que la figura de Franco, por ejemplo, ha
servido a los franceses a lo largo de la segunda mitad del siglo XX para exorcizar, en literatura, los
fantasmas del colaboracionismo y de su propio silencio ante la actitud política de Pétain, la figura del
Cid (como tantas otras) les ha servido para conjurar no pocos conflictos, individuales y colectivos, a
lo largo de la historia, en especial en los siglos XVII y XIX, prefiriendo para ello figuras foráneas a
figuras nacionales –como si sirvieran mejor o fueran menos traumáticas para tal empresa.
a. El Cid de Corneille, la Fronda y la monarquía absoluta
La figura del Cid, en su ambigüedad, podía haber sido utilizada de igual modo para ensalzar
una fidelidad absoluta a Luis XIII (y a Richelieu, en su deseo de establecer la nación francesa sobre
una monarquía con alcance absoluto), con vistas a la organización de un cierto “imperialismo”
nacional y unitario, que para oponerse a ese mismo rey, cuajando en la figura del rebelde.
Paradójicamente vemos cómo el Cid cubre esta doble función. Por un lado, colaborando en la
construcción de una “literatura” nacional, independiente y hegemónica respecto del resto de las
literaturas que dominan el siglo XVII (en especial la italiana y la española), elevando, frente al Barroco
el edificio del Clasicismo; por otro lado, en la segunda mitad del siglo, desmintiendo el resultado de
las guerras de la Fronda, último reducto de las fuerzas feudales que niegan aún un vasallaje total a
Luis XIV.
En este segundo sentido, el Cid sería, con su rechazo más o menos evidente de las reglas del
“clasicismo”, el catalizador de una supuesta rebelión técnica que impide o retrasa la creación del
espíritu nacional en su parte más elevada, la cultural. “Frondeurs” y seductores (como toda juventud
creadora que se alza contra cualquier tipo de imposición), el personaje y la obra de Corneille son, tras
los gestos de libertad que dominan la literatura francesa del primer tercio del siglo XVII, el “grand
coup de maître” (la estocada maestra) que, al posibilitar un gran drama legendario e histórico, capaz
de arrastrar tras sí al conjunto de la sociedad parisina, pone de manifiesto las inconsecuencias de la
horma clasicista. Es evidente que, contra los enemigos menores (pero también contra la ambigüedad
de la Academia Francesa), la obra de Corneille sale vencedora. Pero observemos, para acabar esta
reflexión, que aquí el catalizador de la batalla, una batalla de alcance nacional francés, es un héroe
español: de nuevo se echa en falta la presencia, por ejemplo, de un Roldán. La Edad Media francesa se
había inventado ya (lo cual indica que es una necesidad nacional permanente) el “ciclo de los vasallos
rebeldes”; la mentalidad rebelde (“l’esprit de Fronde”) se enmarca en la misma línea.
Pero, de modo simultáneo a una rebelión técnica, el Cid también impone una figura, una
categoría de héroe contrario al ideal de un siglo que querrá ser recordado como “el siglo de la razón”.
El Cid de Corneille es dubitativo (lucha entre el amor y el honor) a pesar de sus instintos primarios,
20
pero nunca es calculador e interesado –tampoco se puede decir que sea racional: pasa, de manera
instantánea, del deseo de venganza a la pulsión de muerte– y se lanza a la guerra contra los moros de
Sevilla como a un glorioso suicidio: es héroe casi a pesar suyo, porque encarna a la perfección el ideal
de pureza y de insensatez (y de fanfarronería) de la juventud; si él se impone lo que se ha dado en
llamar “el deber” sobre “la pasión” (binomio cuya dirección Racine invierte), es porque, en él, el
deber (honor y gloria) es también una pasión.
Contrariamente a la rebelión técnica y a la construcción de la figura del héroe, la organización
temática de las fuerzas actanciales del drama está totalmente dominada por la figura del rey: él es el
origen del conflicto (al nombrar preceptor a Don Diègue, contra las pretensiones del conde Don
Gormas), él resuelve la orientación de la venganza de Chimène mediante un duelo simple (al desechar
los duelos en cadena que esta le pide30), él propicia el alejamiento momentáneo del Cid para,
finalmente, entregárselo como trofeo de amor a Chimène, concluyendo con su gesto, con un discurso
de estado que ponga punto final con el adjetivo que designa la relación posesiva: “ton roi” (tu rey).
Da la impresión de que aquí no caben fisuras en la ensoñación de una monarquía absoluta.
b. El Cid y el heroísmo gratuito frente a la conciencia burguesa
Uno de los conflictos básicos del mundo stendhaliano (y de su entorno romántico) consiste
en la incapacidad que tiene el autor para asumir el ideal de la vida burguesa (realista, prosaica y
acomodaticia en materia religiosa y moral) que, en Francia, ha logrado la gran Revolución, aunque
encuentre paradójicamente su primer apogeo durante la llamada Restauración. En el caso preciso de
Stendhal, este espíritu burgués está encarnado por la figura del padre y el decorado familiar,
económico, educativo y religioso que le rodea. En efecto, para Stendhal esa figura encarna hasta la
saciedad el ideal burgués, frente al espíritu “heroico” que rodea a la figura de la madre. La respuesta
íntima del autor procurará la creación de un universo imaginario ligado a la llamada “internacional
italo-española del heroísmo” (del Prado, 2006). En ella, frente a un Molière (“l’esprit de Chrysale”31)
detestado, pues encarna, ya desde el siglo XVII, el ideal burgués del “bon sens”, se alzan Cervantes,
Corneille y el Ariosto; tres obras, con sus héroes tanto masculinos como femeninos, cristalizan de
manera especial esta ensoñación: El Quijote, El Cid y El Orlando. En torno a ellos y a sus decorados se
construye ese universo imaginario que podríamos sintetizar con la expresión “l’esprit du Cid”, frente
al “esprit de Chrysale”.
Ahora bien, en lo que atañe a nuestro tema, El Cid de Corneille articula el eje del heroísmo
juvenil, pujante, un poco alocado y ajeno a cualquier tipo de consideración práctica, sin ninguna
reminiscencia de la figura literaria ni de Las mocedades ni del Romancero. Stendhal ha heredado de su tía
un “heroísmo a la española” y un “españolismo” que configuran la base de su carácter imaginativo,
espontáneo, poco utilitario. Y esta misma tía Elisabeth recurrirá a la figura del Cid para designar todo
aquello que participa de una belleza singular, “elevada”, ajena a cualquier tipo de vulgaridad: “Cela
est beau comme Le Cid” (Es bello como el Cid) decía en determinadas circunstancias –expresión que
recupera, casi dos siglos más tarde, el impacto producido por la famosa representación de la obra de
Corneille.
30
Desde esta perspectiva, Chimène es más rebelde (con su voluntad ambigua de venganza) que el propio Cid: insiste
ante el rey, le grita, le quiere imponer sus deseos –y solo la templanza de este impide una solución autoritaria frente a su
actitud.
31
Personaje (el padre) de Las mujeres sabias.
21
c. El Cid y el triunfo de la fuerza individual frente al sistema
Es normal que una sociedad que se ha ido organizando a lo largo de los siglos mediante la
supresión de cualquier seña de identidad, hasta configurar un todo uniforme en el que los rasgos
“identitarios” de las regiones son paulatinamente asumidos por el centralismo (el jacobino y radical que
triunfa con la Revolución de 1789) y las peculiaridades individuales van quedando en la retaguardia
de la persona (frente al igualitarismo que impone en primer lugar la fuerza básica del espíritu nacional,
de la razón, y en segundo lugar, como su encarnación, un sistema educativo centralizado y organizado
en torno a la conciencia de método), es normal que una sociedad así tenga en su imaginario una falla
por la que puedan escaparse todos los demonios del individualismo: los políticos, los ideológicos o
los puramente existenciales. Suministrar personajes en los que encarnar estas necesidades reprimidas
de “individualismo”, con vistas de nuevo a exorcizar en universos imaginarios una “represión”
nacional, es la misión de ciertos “mitos” sacados de la temática española. Baste enfocar la producción
de Víctor Hugo, sus composiciones del Cid y “El pequeño rey de Galicia” (para la poesía épica), Hernani
y Ruy Blas (para la poesía dramática) –en ambos casos con un alcance tanto individual como colectivo–
. La presentación que hemos hecho de sus poemas vale por un análisis más minucioso que nos llevaría
a la recuperación del tema del vasallo rebelde y reacio a cualquier tipo de uniformidad (aquí, la
impuesta por el éxito burgués de la tiranía de Napoleón III) y al tema del feudalismo relajado en su
estructura, que permite a Hugo ciertas escaramuzas cercanas al espíritu nacionalista vasco. Desde esta
perspectiva el Cid (conjuntamente con sus acompañantes hispanos) sería un personaje plenamente
romántico –independiente, salvaje, pero reaccionario, muy propio del Romanticismo conservador
medievalizante, a pesar de la afirmación constante de una cierta libertad.
d. El Cid y el héroe primario, mítico, frente al pacifismo aburguesado
Solo en España y en Italia se sigue matando por amor y por honor; solo en Italia y en España
se sigue matando por nada, como si la muerte fuera una fiesta gratuita de la vida. Esta reflexión, que
Stendhal formula en sus Crónicas italianas, no para poner de manifiesto un “salvajismo” más imaginario
que real, sino para resaltar en negativo la realidad apacible, acomodaticia y cobarde en la que han
caído las naciones bajo el imperio de la civilización burguesa del bienestar material (Alemania, Francia
e Inglaterra), está en la base de la recuperación de espacios históricos primarios, capaces de devolver
a la vieja Europa desgastada algo de sangre juvenil y vitalista.
Frente a una sociedad y una historia vividas y explicadas cada vez más con parámetros
científicos y racionalistas, frente a la muerte del gran “mito” religioso, el cristianismo, es preciso
recuperar, volver a soñar espacios míticos capaces de arrancar al hombre occidental de su vulgaridad
burguesa: la capacidad de enfrentarse a la muerte frente al asentamiento en el bienestar; la disposición
de aventura y precariedad frente al abastecimiento asegurado; el atrevimiento del sadomasoquismo
primario frente al miedo ante el dolor y la medicina preventiva; la facultad de asumir la sinrazón frente
al triunfo del sentido común; la aptitud de soñar espacios de un más allá, aunque sea imaginario,
frente el aquí y el ahora medidos y pesados, etc.
No es insignificante que esta recuperación de nuevos espacios míticos (y la subsiguiente
reducción del cristianismo a uno de ellos) se dé en Francia en la segunda mitad del siglo XIX, el
periodo de la apoteosis burguesa, de modo contemporáneo al Simbolismo. No es de extrañar que el
Cid, al ser recuperado por los poetas del momento, adopte esa contextura física y mental de un Conan
el Bárbaro a la española, capaz de partir cuerpos en dos de un tajo, de sembrar una mesa de comedor
con la sangre y los sesos del vencido y restregar su cara contra la cara del muerto en una especie de
celebración erótica invertida (pero capaz, también, de un amor que tiende hacia lo absoluto).
22
El Cid recupera así una imagen tal vez más acorde con los tiempos en los que le tocó vivir.
Aunque en el fondo poco importa: hace tiempo que le Cid ha dejado de ser un personaje, incluso
legendario, para convertirse en un tema, en forma de una substancia (esquemas y arquetipos del
heroísmo) que solo funciona, actualizada, en el interior de un imaginario –ahora, ya, en un imaginario
de recuerdos.
Bibliografía
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siècle, Paris: Domat-Montchrestien, 5 vol., 1948-1956.
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présent, Paris: Prault père, 1735.
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1969.
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– Théâtre complet. I, pref. Roland Purnal, ed. J.-J. Thierry & Josette Mélèze, Paris, Gallimard, “Pléiade”, 1963.
– Œuvres poétiques. I. Avant l’exil (1802-1851), pref. Gaëtan Picon, ed. Pierre Albouy, Paris: Gallimard, “Pléiade”,
1964.
– Critique, prés. de Jean-Pierre Reynaud, ed. Anne Ubersfeld, Anthony R.W. James, Bernard Leuilliot & Yves
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Prado, Javier del, “Julien Sorel di Stendhal. L’Internazionale italo-spagnola dell’eroismo”, en Il personaggio: figure
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23
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Stange, Paul, Le Cid dans la poésie lyrique de Victor Hugo, Erfurt, Königl. Realgymnasium zu Erfurt, 1903.

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  • 1. 1 LA RECEPCIÓN, PRESENCIA Y FUNCIÓN DE LA FIGURA DEL CID EN FRANCIA, DEL S. XVII A SUS REESCRITURAS EN LOS S. XVII-XX En colaboración con Javier del Prado Biezma. Cuadernos de Teatro Clásico 23 (2007), p. 141-184 “Tout Paris pour Chimène a les yeux de Rodrigue” (Boileau)1. 1. Introducción La figura literaria del Cid sobrepasa en Francia los límites de lo que podíamos considerar un fenómeno literario (sin dejar de lado su proyección en otros ámbitos artísticos) y va mucho más allá de lo que podía haber sido un simple problema de literatura comparada. Corre por la Universidad Española una anécdota que refleja a la perfección el tema que vamos a tratar. Un gran profesor y crítico francés (cuyo nombre no desvelaremos) pronunciaba un día una conferencia, en una universidad del levante español, sobre los rasgos estructurantes de la figura del héroe castellano en El Cid de Corneille; durante el coloquio, otro gran profesor, español este, crítico y además poeta (cuyo nombre también callaremos) le preguntó, no sin segundas intenciones, si esos rasgos podrían aplicarse a la figura de nuestro héroe en los textos de producción española. La respuesta del francés fue tan contundente como reveladora: “Ah, oui, c’est vrai, il y a aussi un Cid espagnol”. En efecto, también hay un Cid español. Ese adverbio –“también”– puntúa la frase con un aspecto revelador, pues no solo invierte la dirección marcada por el comparatismo ligado a la noción de fuentes, sino que además subvierte lo que podríamos denominar el protocolo del canon (en esa frase, el protocolo canónico organizado en torno a la figura literaria del Cid); lo que equivale a decir que, en lo que a la figura del Cid se refiere, el punto de referencia no es ningún Cid español, sino “el Cid francés” y, en especial, El Cid de Pierre Corneille –con un antes y un después de su nacionalización (y empleamos el término en su sentido más profundo). Contrariamente a lo que podríamos pensar, la respuesta no entraña un chovinismo primario, sino una realidad literaria que pone de relieve dos aspectos singulares del hecho literario francés: en primer lugar, la necesidad y la capacidad de cosechar “héroes” o “temas” históricos y literarios extranjeros (en especial españoles), con el fin de encarnar en ellos temas, conflictos, obsesiones y complejos propios (individuales y colectivos) que encuentran en las figuras extranjeras mejor acomodo que en las propias (que, sin duda las habría). En segundo lugar, la elevación del personaje a la categoría de figura nacional; una figura cuyo poder germinativo invade todos los espacios de la producción artística y literaria francesa, irradiando desde Francia hacia el resto del mundo occidental. 1 “Todo París mira a Jimena con los ojos de Rodrigo”. La frase del crítico Boileau resume a la perfección la recepción de la obra de Corneille. No se trata, como veremos, de un fenómeno puramente literario y teatral. Su alcance va más allá, llega a las conciencias sintientes y al imaginario de una ciudad que, por un tiempo, va a vivir enamorada de los dos personajes cornelianos. Releyendo los textos que reescriben el tema y el mito a lo largo de dos siglos y medio, nos percatamos de que, más allá de los elementos burlescos puntuales que puedan aparecer, el conjunto de la literatura francesa sigue enamorado de esta emblemática pareja, al menos hasta principios del siglo XX. Una crítica comparatista temática debería fijar qué le corresponde en esta admiración a la pareja española, con su dimensión histórica y legendaria, y qué a Corneille, con la magia de su verbo y el panache (brío, esplendor, aureola de juventud y valentía) con el que corona a sus dos personajes.
  • 2. 2 No deja de ser sorprendente, a pesar de que se repita de manera continua, que (si dejamos de lado las grandes figuras mitológicas grecolatinas) los tres grandes “mitos” del teatro francés tienen su origen y su fundamentación en España: el Cid, Don Juan y ese producto nacido de la fusión del pícaro y del criado, catalizadores de la novela y del teatro españoles del barroco, Fígaro, originario de Sevilla2, aunque tenga aparente nombre italiano y sea capaz de catalizar toda la esencia ideológica de la gran Revolución que se avecina. Pero no es menos sorprendente que, tras su nacionalización francesa, estos personajes adquieran una proyección universal que sobrepasa o, al menos, amplía la que tenían desde la perspectiva española. Si eso es evidente con Don Juan y con Fígaro, también lo es, en menor parte, con el Cid, en torno al eje que construyen la obra teatral de Corneille (1636) y, dos siglos y medio más tarde, la ópera, del mismo título, de Jules Massenet (1885). Es evidente que, nacionalizado en el siglo XVII, tras el éxito de la obra de Corneille y tras la disputa acerca del valor y de la pertinencia de dicha obra (disputa que divide a la Francia culta en dos bandos, contribuyendo a fijar de manera definitiva el modelo del teatro francés3), es evidente que el Cid deviene una figura, un mito francés; lo que explica la abundancia de la producción en torno a su figura, más o menos alejada del original, más o menos ajena ya al espíritu español del que surge, producción que ocupa, de manera indistinta, tanto la escena como una nueva poesía épica durante el s. XIX. Esta abundancia nos obliga a no atenernos en este estudio ni al siglo XVII ni al espacio delimitado por el hecho teatral, pues si en Francia su aparición y su triunfo es teatral (en tono heroico, dramático o burlesco), su expansión recupera los espacios de la épica y se acerca en no pocas ocasiones al de la lírica, precediendo, en cierto modo, la recuperación de la figura del héroe castellano por la poesía modernista española. Vamos, por lo tanto, a llevar a cabo un recorrido que nos servirá para poner de manifiesto la presencia obsesiva de esta figura a lo largo de tres siglos de reescrituras, con el fin de elaborar, al final de nuestro artículo, una síntesis de los aspectos ideológicos, imaginarios y existenciales que dichas reescrituras permiten alumbrar en la nación vecina. 2. El Cid en la literatura francesa del siglo XVII 1635: primera representación de Le Prince déguisé (El príncipe disfrazado), de Georges de Scudéry. Cléarque, príncipe de Nápoles, se disfraza de jardinero para revelar su amor a Argénie, princesa de Sicilia, aun a riesgo de su vida: la reina ha prometido la mano de su hija a quien le entregue la cabeza del asesino de su marido. Ambos jóvenes no tardan en declararse su amor. Por desgracia, los celos de Mélanire acarrean la delación del amor prohibido; la reina ordena el arresto de los amantes y decreta su ejecución según las leyes: ambos amantes deberán ser quemados a menos que un campeón defienda su causa. Llegado el día del combate, ambos, que han logrado escapar de sus respectivas celdas, se presentan disfrazados como defensores del contrario. El final es previsible: Argénie es desarmada, cada contendiente suplica su propia muerte a cambio de salvar la vida ajena hasta que la reina acepta la unión de los amantes. 1636: primera representación de El Cid (Le Cid), de Pierre Corneille. Rodrigue se ha visto obligado a matar en duelo al conde Don Gormas (padre de su amada, Chimène), debido a la culpa de la ofensa infligida por este a su padre, Don Diègue; tras una especie de exilio táctico y amoroso 2 En menor medida, también cabría mentar el Gil Blas, nacido en Santillana, de Lesage. 3 Se puede arriesgar que su influencia, en este aspecto, está determinada de manera más efectiva por el tema de la disputa (de alcance moral, técnico y temático, como luego veremos) que por el hecho mismo del estreno, a pesar del triunfo social del que gozó.
  • 3. 3 que lo lleva al puerto de Sevilla, del que vuelve triunfador de los moros, Rodrigue se arriesga a aparecer en los apartamentos de su amada Chimène para profesarle su amor, entregarle su espada y ofrecerle su cabeza. Sorda a los requerimientos del rey Don Fernand –que le presenta a Rodrigue como héroe vencedor y como víctima que ha sabido sortear la muerte–, la joven exige una venganza tortuosa y acorde con su conflicto psicológico y moral: reta a todos los caballeros del rey para que la venguen y le entreguen, tras un duelo, la cabeza de Don Rodrigue. La recompensa para el vencedor será su propia persona. Alcanzaría así una doble venganza: ver al Cid muerto (aunque si sale vencedor será para ella un nuevo motivo de orgullo) y consciente de no ser amado. El rey –que prevé una serie estúpida de duelos fatales para su ejército– rechaza esta solución pero acepta un único duelo, si algún caballero se presenta voluntario. El adversario será Don Sanche (“ese temerario [o] tal vez ese valiente”), y el vencedor será el esposo de Chimène –solución nefasta para la heroína, pues si bien “no odia” a quien ha matado a su padre, detesta con todo su cuerpo a don Sanche, “objeto de toda su aversión”–. La Infanta, enamorada de Rodrigue, contempla angustiada el cariz que toman los acontecimientos y “decide” que ya no ama a un Rodrigue inaccesible (pues morirá o será el esposo de Chimène) sino al Cid, un ser ya casi irreal, “señor de dos reyes”; una salida a la par ingeniosa, desde el punto de vista personal, y muy rentable, de cara a situar al personaje en la cima de la ensoñación heroica femenina; algo esencial para el devenir heroico del personaje en Francia. Rodrigue vence en duelo al valedor de Chimène, pero le perdona la vida y lo envía como mensajero ante ella para que le relate el resultado del combate. Chimène, al verlo llegar, le cree vencedor y proclama, a la par que su amor, su dolor por la muerte de Rodrigue. Resuelto el embrollo (un embrollo que aquí es de carácter esencialmente ético, psicológico, no argumental), el rey impone más que acepta la unión de los amantes. Tenía que ser así, como luego veremos, pues el monarca debe alzarse como único motor del desarrollo final: Espère en ton courage, espère en ma promesse; Et possédant déjà le cœur de ta maîtresse, Pour vaincre un point d’honneur qui combat contre toi, Laisse faire le temps, ta vaillance et ton roi4. Tras ambos resúmenes argumentales (aquel de modo escueto, este, más pormenorizado), la explicación de haberlos relacionado. Con evidentes variaciones (pues El príncipe disfrazado sigue también el Adone del italiano Marino y el Primaleón español), las piezas de Scudéry y de Corneille contienen idénticos elementos básicos: la muerte del padre de la amada por el amado, la osadía de este al presentarse ante aquella, los celos de una segunda mujer, el combate ante el monarca, las nupcias finales de los amantes. Las semejanzas con otras producciones francesas podrían remontarse hasta 1600, cuando Antoine du Périer publicara La Haine et l’amour d’Arnoul et Clairemonde (El odio y el amor de Arnaldo y Claramunda), novela inspirada en el Florisel de Niquea de Feliciano de Silva, libro décimo del Amadís: una joven, con el objeto de vengar la muerte de su padre, ofrece su mano a quien le entregue la cabeza del asesino (vid. Matulka 40-51 y Cioranescu 393). Esta serie de datos no tendría mayor interés (tal como evoluciona en su dimensión temática la obra que centra aquí nuestro estudio) de no ser porque Le Cid (piedra millar de la producción hispanista de Corneille, entre La ilusión cómica y Don Sancho de Aragón), cierra una etapa y empieza otra en la transmisión del Cid en Francia. Pierre Corneille no había sido el primero en adaptar las aventuras del Campeador; en 1617, coincidiendo con una progresiva sensibilización por las formas sociales, Loubayssin de La Marque ya 4 “Ten fe en tu valor; ten fe en mi promesa; y dueño ya del corazón de tu amada, para vencer un resto de honor que aún te combate deja que obren el tiempo, tu valor y tu rey”.
  • 4. 4 había explorado la vertiente galante del Cid en sus Aventuras heroicas y amorosas del conte Raimundo de Tolosa y don Rodrigo de Vivar (Aventures héroïques et amoureuses du comte Raymond de Toulouse et de Don Roderic de Vivar), relato inacabado de casi mil páginas donde se conjugan aspectos de la novela caballeresca y morisca5. Uno de los héroes, el conde Raymond, era objeto de una profecía según la cual había de prestar grandes servicios a la cristiandad en Tierra Santa; el otro, Rodrigo, protagonizaba el cerco de Zamora y, de acuerdo con una leyenda divulgada por el Romancero, mantenía un amor secreto con la infanta doña Urraca (vid. Rodiek 180-182 y Losada 78-80 & 566-567). Sin embargo, obras como esta pueden considerarse irrelevantes en comparación con el impacto de la tragicomedia de Corneille. Su Cid supuso una conmoción general por dos motivos: el primero, el éxito sin precedentes que cosechó, referente de primer orden en la recepción literaria occidental, el segundo, el debate visceral en torno a la pieza de Corneille: la célebre “Querella del Cid” (uno de cuyos mayores protagonistas será, precisamente, Georges de Scudéry), sobre la que versarán estas primeras páginas sobre la recepción del Cid en Francia. Al margen de las versiones francesas, la fuente principal de Corneille era española: en 1618, en Valencia, Guillén de Castro había dado a la prensa doce comedias entre las que figuraba Las mocedades del Cid, plasmación coherente de la tradición cidiana según el Romancero, pero sabiamente estructurada en una comedia de amor y honor. Si atendemos a una anécdota publicada por Beauchamps en el siglo XVIII, parece ser que Chalon, antiguo secretario de la reina, fue quien aconsejara a Corneille la elección de asuntos hispánicos para sus nuevas obras: Monsieur, lui dit-il, après l’avoir loué sur son esprit, et sur ses talents; le genre de comique que vous embrassez ne peut vous procurer qu’une gloire passagère; vous trouverez dans les Espagnols des sujets, qui traités dans notre goût par des mains comme les vôtres, produiront de grands effets; apprenez leur langue, elle est aisée, je m’offre de vous montrer ce que j’en sais, et jusqu’à ce que vous soyez en état de lire par vous même, de vous traduire quelques endroits de Guillin de Castro [sic]. (1775, II: 146)6. La anécdota tiene visos de adulteración, pero en su trasfondo se vislumbra la verdad del momento: un poeta originario de Rouen, entonces una de las ciudades con mayor presencia española, impulsado a acercarse al tono que desde el siglo anterior tomaba buena parte de la literatura francesa; se contaban por centenares las obras que, en todos los géneros, asimilaban de una u otra manera el color hispánico –lo caballeresco, castellano o morisco, o morisco y castellano, formando un todo más o menos uniforme. 5 Esta combinación es esencial para comprender el triunfo del personaje del Cid en Francia. La materia morisca dominó, en la escritura de imaginación, parte del siglo XVII, el siglo XVIII y los comienzos del XIX; en cierto modo, el Cid forma parte de esta materia morisca: en El último Abencerraje, de Chateaubriand, Blanca, la imposible amante de Ben-Hamet, es descendiente del Cid: “Doña Blanca descendía de una familia cuyos orígenes se remontaban al Cid de Bivar y a Jimena, hija del Conde Gómez de Gormás. […] Después de la expulsión de los Infieles, Fernando le dio al descendiente del Cid las propiedades de varias familias moras y lo nombró duque de Santa Fe. El nuevo duque se estableció en Granada…” (1969: 1370). Historia imaginaria que funcionaba muy bien desde el punto de vista de la fusión romántica (y prerromántica) de lo español y lo moro. 6 “Señor, le dijo a Corneille tras alabar su genio y sus talentos; el género cómico que tanto os atrae no puede procuraros sino una gloria pasajera. Encontraréis entre los españoles temas que, tratados según nuestro gusto por una pluma como la vuestra, producirán grandes efectos. Aprended su lengua, es fácil, yo me ofrezco a enseñaros lo que sé y, hasta que estéis en condiciones de leer por vos mismo, a traduciros algunos pasajes de Guillén de Castro”.
  • 5. 5 La “Querella del Cid” comporta dos puntos fundamentales: el relativo a las reglas clásicas que el siglo XVI ha ido fijando7 y que cristalizarán en el XVII con el llamado “classicisme” (Corneille acusado de trasgresión, a pesar de los esfuerzos que hace, como veremos, para respetarlas) y el relativo a la inspiración y a la imitación (Corneille acusado de plagio). Tras el triunfo de la pieza en el teatro del Marais, en el Louvre y en el palacio de Richelieu (finales de 1636 y principios de 1637), Corneille incoó gestiones para sacar el máximo rendimiento económico de su labor: exigió a la compañía de comediantes, sin conseguirlo, cien libras suplementarias sobre lo establecido y se apresuró a solicitar el privilegio real para imprimir la obra, que pasaba por lo tanto a ser de dominio público y susceptible de ser representada por las demás compañías de teatro. No faltaba más para granjearse el resentimiento del Marais, enemistad que se extendió entre los autores más predominantes del momento cuando en febrero Corneille osó distribuir anónimamente su Excusa a Aristo (Excuse à Ariste, seudónimo poco original de “muy bueno”), orgullosa declamación de su talento, de la que proceden, entre otras, estas palabras: Je satisfais ensemble et peuple et courtisans, Et mes vers en tous lieux sont mes seuls partisans; Par leur seule beauté ma plume est estimée: Je ne dois qu’à moi seul toute ma Renommée. (ed. Couton 1980: 780)8. La vanagloria bastaba para atraerse las iras de amigos y enemigos. El autor Mairet respondió en marzo con un panfleto violento y sarcástico, El autor del verdadero Cid español a su traductor francés (L’Auteur du vrai Cid espagnol, à son traducteur français), donde incluye una imaginaria acusación en boca del dramaturgo español, como prueban estos últimos versos: Donc fier de mon plumage, en Corneille d’Horace, Ne prétends plus voler plus haut que le Parnasse. Ingrat, rends-moi mon Cid jusques au dernier mot, Après tu connaîtras, Corneille déplumée, Que l’esprit le plus vain est souvent le plus sot Et qu’enfin tu me dois toute ta Renommée. DON BALTAZAR DE LA VERDAD (ibid., 1518)9. Probablemente no indicó Mairet el nombre del auténtico autor al pie de su poesía porque entonces lo desconocía. En cuanto al recurso al célebre apólogo de Esopo, según el cual la corneja (tal es la traducción del apellido de su enemigo, Corneille) se adorna con las plumas del pavo real, solo podía inflamar aún más los ánimos. Tras un displicente Rondeau de Corneille, el 1 de abril salieron a la luz las Observaciones sobre el Cid de Scudéry, obra crítica que perseguía mostrar seis puntos sobre la pieza de Corneille: “que el tema no vale nada, que atenta contra las reglas principales del poema dramático, que yerra el juicio en su conducta, que contiene muchos versos malos, que casi todas las cosas hermosas han sido robadas y que por lo tanto la estima de que goza es injusta” (ibid., 784). La mayoría de los argumentos resultaban de sopesar la tragicomedia en la balanza del legado clásico: los principios de la tragedia 7 Art de la tragédie (1572), de Jean de la Taille, Art poétique (1606, comenzado en 1574), de Vauquelin de la Fresnaye; tragedias de Robert Garnier (1544-1590) y de Jodelle (1532-1573), en el entorno de los grandes colegios clásicos, como el de Coqueret. 8 “Satisfago a un tiempo al pueblo y a los cortesanos, mis versos por doquier son mis únicos partidarios; gracias a su belleza mi pluma es estimada: no debo más que a mí toda mi fama”. 9 “Por lo tanto, orgulloso gracias a mis plumas, como corneja de Horacio, no pretendas volar más alto que el Parnaso. Ingrato, devuélveme mi Cid hasta la última palabra y aprende, corneja desplumada, que el genio más vano suele ser el más estúpido, y que solo a mí me debes tu fama”. DON BALTASAR DE LA VERDAD.
  • 6. 6 griega, las reglas aristotélicas de la verosimilitud, de la unidad de tiempo, de la finalidad del poema dramático, del decoro y la necesidad de los personajes. Más importancia para nuestro caso reviste la acusación de plagio. Scudéry se propuso demostrar que “Le Cid [era] una comedia española de la que proced[ían] casi todo el orden, escena por escena, y todos los pensamientos de la francesa” (ibid., 793). Acto seguido procedía a poner en paralelo citas de Las mocedades y del Cid; un ejemplo: Lava, lava con sangre, Porque el honor que se lava, Con sangre se ha de lavar. Ce n’est que dans le sang qu’on lave un tel outrage, así hasta un total de cuarenta y ocho pasajes antes de concluir que tal obra no era digna de pretender a la gloria que su autor le atribuía sin razón. La respuesta de Corneille llegó en una Carta apologética de mayo en la que se limitaba a despreciar la producción artística de su antiguo amigo Scudéry y, en lo concerniente a la acusación de plagiario, a defenderse por elevación: Vous m’avez voulu faire passer pour simple Traducteur, sous ombre de soixante et douze vers que vous marquez sur un ouvrage de deux mille, et que ceux qui s’y connaissent n’appelleront jamais de simple traductions. Vous avez déclamé contre moi, pour avoir tu le nom de l’Auteur Espagnol, bien que vous ne l’ayez appris que de moi, et que vous sachiez fort bien que je ne l’ai celé à personne, et que même j’en ai porté l’original en sa langue à Mgr le Cardinal, votre Maître et le mien (801)10. Insatisfecho con la contestación de Corneille, en junio Scudéry rogó a la recién fundada Academia que se erigiera en juez del debate. Tras un verano copioso en diatribas entre estos contendientes y otros acudidos al revuelo, fueron publicados los Sentimientos de la Academia francesa sobre la tragicomedia del Cid, documento oficial que venía a apaciguar los exacerbados ánimos. El veredicto académico, como cabía presagiar, tomaba partido por la normativa frente a las libertades del texto corneliano (prejuicio que la incapacitaba para detectar sus genialidades). Tras un largo preámbulo sobre la oportunidad de su intervención en la Querella, retomaba las acusaciones de Scudéry, de modo particular la relativa a la imitación de Guillén de Castro, que consideraba plenamente justificada aun sin abandonar una actitud contemporizadora: Le cinquième article des Observations comprend les larcins de l’Auteur, qui sont ponctuellement ceux que l’Observateur a remarqués. Mais il faut tomber d’accord que ces traductions ne font pas toute la beauté de la Pièce. Car outre que nous remarquons qu’en bien peu des choses imitées il est demeuré au-dessous de l’original, et qu’il en a rendu quelques-unes meilleures qu’elles n’étaient, nous trouvons encore qu’il y a ajouté beaucoup de pensées, qui ne cèdent en rien à celles du premier Auteur (820)11. El informe de la Academia concluía con una síntesis de los defectos de la pieza (lo inadecuado del tema, los fallos del desenlace, la abundancia de episodios inútiles, el quebrantamiento de la unidad de lugar, la vulgaridad de muchos versos), pero los relativizaba en comparación con los aciertos (la 10 “Habéis pretendido hacerme pasar por simple traductor, y os fundáis en setenta y dos versos en una obra de dos mil, mientras los eruditos nunca los tacharían de simple traducción. Me acusáis de haber callado el nombre del autor español aun cuando no lo habéis aprendido sino de mí, a sabiendas de que yo no lo he encubierto a nadie y de que yo mismo he entregado el original en su lengua al cardenal, vuestro señor y el mío”. 11 “El quinto artículo de las Observaciones comprende los hurtos del autor, que son exactamente los indicados por el observador. Pero es preciso señalar que esas traducciones no constituyen toda la belleza de la pieza, puesto que, además de que son escasas las imitaciones en las que ha quedado por debajo del original e incluso en algunas lo ha mejorado, nos parece que ha añadido muchos pensamientos que en nada tienen que envidiar a los del primer autor”.
  • 7. 7 espontaneidad y la vehemencia de las pasiones, la fuerza y la delicadeza de los pensamientos y un encanto inexplicable mezclado en todos sus defectos), de modo que la elevaban a un rango de primera categoría entre los poemas franceses. Con el dictamen de los “doctos” (decepcionante, según confesó el dramaturgo francés a un amigo suyo), las aguas retornaban a su cauce; de hecho, de los años sucesivos solo merece la pena reseñar algunos textos dispersos: la correspondencia de Balzac con Scudéry y la de Boisrobert con Corneille (vid. Adam I: 513-518, Rodiek 207-212 y Losada 143-151). No obstante, la Querella tendría, como un terremoto, sus sacudidas. Las de la prolongada vida de Corneille son las más importantes. Basta leer sus Discursos (1660), ensayos teóricos sobre la utilidad y las partes del poema dramático, sobre la tragedia y sobre las unidades de acción, tiempo y lugar; además, a partir de 1648 Le Cid será subtitulada “tragedia” en lugar de “tragicomedia”, en claro indicio de condescendencia con la normativa clasicista y de la decadencia del género tragicómico. Más importante aún para nuestra reflexión es el “Aviso al lector” (Avertissement) con el que Corneille encabeza las seis ediciones denominadas “eruditas” (savantes) del Cid, inserto en las Obras del autor publicadas entre los años 1648 y 1657 (1652, 1654, 1655, 1656). En este Avertissement, encabezado a su vez por una larga cita en castellano de la Historia general de España del padre Mariana, el galante autor sale en defensa de Chimène, acusada de impiedad por Scudéry (“hija desnaturalizada”, “impúdica”, “prostituida”) debido a su casamiento con el asesino de su padre: sostiene no hallar mal alguno en que una joven como ella reconociera las cualidades de Rodrigo y recuerda que el matrimonio se celebró con agrado de todos según relata la historia: “a todos estaba a cuento”, transcribe del original español de Mariana. Bien provisto de fuentes, declara que, según las crónicas del Cid, el matrimonio fue celebrado por el arzobispo de Sevilla, en presencia del rey y toda su corte; con todo, en su pieza él las ha desdeñado por dudosas y preferido limitarse a lo consignado por la Historia general, garantía de que el tratamiento reservado a su heroína no desentona en absoluto con el transmitido por el historiador: Ce que j’ai rapporté de Mariana suffit pour faire voir l’état qu’on fit de Chimène et de son mariage dans son siècle même, où elle vécut en un tel éclat que les rois d’Aragon et de Navarre tinrent à honneur d’être ses gendres, en épousant ses deux filles (ed. Couton 693)12. Como “piezas justificativas de la reputación de que gozó” su protagonista, Corneille transcribe además dos romances. El primero relata la venganza que la hija del conde exigió al rey contra Rodrigo por la muerte de su padre y cómo el monarca obtuvo para ella la mano del paladín: Delante el rey de León Doña Ximena una tarde Se pone a pedir justicia Por la muerte de su padre. […] Contenta quedó Ximena, Con la merced que le faze, Que quien huerfana la fizo Aquesse mismo la ampare. (697-698). El segundo cuenta la palabra de casamiento que ambos dieron al rey y cómo el joven persigue que con su mano Jimena compense la muerte de su padre: 12 “Lo que he citado de Mariana basta para mostrar la gran consideración en que estuvo el matrimonio de Jimena en su siglo, en el que vivió con tal brillo que los reyes de Aragón y Navarra se honraron siendo sus yernos al esposar a sus dos hijas”.
  • 8. 8 A Ximena y a Rodrigo Prendió el rey palabra y mano, De juntarlos para en uno En presencia de Layn Calvo. […] A todos pareció bien, Su discreción alabaron, Y asi se hizieron las bodas De Rodrigo el Castellano (698-699). Por si fuera poco, añade una prueba suplementaria para la defensa de Jimena: una tirada de versos en español extraídos de la pieza Engañarse engañando, del mismo Guillén de Castro (publicada en la Segunda parte de sus comedias, 1625), y que, afirma, podrían aplicarse muy adecuadamente a Chimène: A mirar Bien el mundo, que el tener Apetitos que vencer, Y ocasiones que dexar, Examinan el valor En la muger, yo dixera Lo que siento, porque fuera Luzimiento de mi honor. Pero malicias fundadas En honras mal entendidas De tentaciones vencidas Hazen culpas declaradas: Y asi, la que el desear Con el resistir apunta, Vence dos vezes, si junta Con el resistir el callar. (694). Hasta aquí las alegaciones de Corneille contra la objeción presentada por los académicos en lo tocante a la verosimilitud: él ha seguido la historia y siempre ha sido fiel a los preceptos aristotélicos. El Aviso al lector prosigue ajustando cuentas pendientes. Richelieu había ennoblecido a su padre, pero también había sido el instigador, por razones de índole política, de la firmeza académica contra la indisciplina del autor y las violaciones de la pieza a la normativa clásica; ahora que el ministro plenipotenciario ha fallecido, el dramaturgo desmiente de modo tajante cualquier asentimiento que se le pueda haber atribuido a los Sentimientos de la Academia; quienes juzgaron la pieza, aclara, obtuvieron su silencio, pero no su aceptación: “Nunca contaron con mi consentimiento para juzgar sobre El Cid” (695). Finalmente, Corneille pasa al último argumento que se le imputa: la imitación. Para probar su inocencia, acomete la empresa de imprimir, en nota a pie de página y en cursiva, los versos originales de Las mocedades del Cid; de este modo, subraya, el lector dispone de todos los elementos de juicio antes de afirmar temerariamente, como Scudéry y la Academia once años antes, que ha sido un plagiario. A los cuarenta y ocho pasajes de Scudéry, él añade otros cincuenta y dos; será coquetería, reproche o venganza personal: una prueba, en todo caso, de que, según él, la originalidad de Le Cid no se vería menoscabada por muchos que fueran los pasajes imitados.
  • 9. 9 En definitiva, pocos acontecimientos literarios han tenido en Francia una resonancia social y académica tan abultada como La Disputa del Cid, ni siquiera la famosa Batalla de Hernani, a propósito de la representación de la obra de Víctor Hugo, más escandalosa desde el punto de vista callejero momentáneo, pero sin el alcance literario de la del Cid, ya sea como catalizador de una discusión teórica y técnica, de cara al modelo clásico francés, ya sea como ocasión para que cristalizara un modelo masculino, apto para la ensoñación femenina durante siglos. El triunfo apoteósico del Cid dio el pistoletazo de salida a otros autores franceses que no temieron medirse con su autor en el terreno de la galantería. Tres continuaciones (suites) subieron a las tablas en los años inmediatos. En 1638 Chevreau escribió La continuación y el matrimonio del Cid (La Suite et le mariage du Cid), donde la Infanta trama, sin lograrlo, la separación entre Rodrigo y Jimena; a los pocos meses le contestó Desfontaines con La verdadera continuación del Cid (La Vraie Suite du Cid), en la que la enamorada infanta de Córdoba constituye una ayuda decisiva para la victoria del Cid sobre los moros, al tiempo que el rey de Sevilla pretende, sin conseguirlo, la mano de Jimena13; al año siguiente Chillac hizo representar La sombra del conde de Gormaz y la muerte del Cid (L’Ombre du comte de Gormas et la mort du Cid), pieza trufada de insinuaciones políticas: el héroe fallece y Sicilia es liberada del yugo español gracias al barón de Téandre (vid. Bushee 339-340 y Rodiek 212-215). Los éxitos, las querellas y las secuelas del Cid lo habían convertido en un referente del heroísmo, la magnanimidad y la gloria, tratamiento por antonomasia que no le ponía al abrigo, al contrario, de la caricatura en la pluma de autores burlescos: mojigangas, parodias y carnavales había conocido ya en España. En Dom Japhet d’Arménie de Scarron (1653), un Disertador recurre al héroe legendario español (en unión del “único” gran héroe legendario francés, Roland, si no pensamos en el segundón Bayard) para enaltecer la bravura de Dom Alphonse Enriquez: Oui, jamais il n’en fut en la terre où nous sommes De plus vaillant que lui; c’est un Roland, un Cid, Il a blessé nos gens du plus grand au petit. (V, 3, 1318-1322)14. En boca de tal personaje y en tal obra, los espectadores no pueden evitar una mueca de condescendiente paternalismo. Diversas parodias explotan el éxito del Cid corneliano para lanzar diatribas contra enemigos contemporáneos: el Chapelain descubierto (Chapelain décoiffé, 1664), contra la arbitrariedad de Jean Chapelain en su concesión de pensiones a los poetas, la Parodia de la segunda escena del segundo acto de la tragedia del Cid entre el papa Clemente XI y el cardenal de Noailles (Parodie de la seconde scène…), sobre la controversia eclesiástica en torno a las Reflexiones morales del jansenista Pasquier Quesnil, el Colbert enfadado (Colbert enragé, 1664), contra la condena del inspector Nicolas Fouquet, el Arlequín, lencera del palacio (Arlequin, lingère du palais, 1682), sobre el episodio en que Rodrigo ofrece su espada a Jimena, para que pueda ejercer con ella su venganza (vid. Rodiek 215-222). 3. El Cid en la literatura francesa del siglo XVIII Entre digresiones en torno al conflicto del amor y el honor, disquisiciones sobre la galantería y pretensiones burlescas discurrió el Cid la mayor parte del siglo XVII. La siguiente centuria, en buena medida marcada por la hipertrofia clasicista en el ámbito retórico, no se distinguió por su talante asimilador del genio hispánico: ni Don Quijote, ni Don Juan, ni la Celestina, ni el pícaro, ni el Cid gozaron del predicamento anterior. El nacimiento del realismo burgués, cotidiano, antiheroico y cada vez más cercano a una percepción de la realidad que presagia las pautas del materialismo histórico 13 Estamos instalados de lleno en la materia morisca. 14 “Nunca se vio en la tierra nadie tan valeroso como él; es un Roldán, es un Cid: ha herido a todos los nuestros, desde el más pequeño hasta el mayor”.
  • 10. 10 (dinero y sexo como esquemas de conducta) no puede acogerse a una herencia que o bien procede de la picaresca (un realismo burlesco y esperpéntico15) o bien procede del idealismo caballeresco; en ambos casos, inútiles para el devenir del siglo. La contrapartida es que esta pobreza nos ayuda a comprender mejor la función que cubre el espacio del Cid en los siglos XVIII y XIX. En lo tocante al héroe castellano y a título meramente incidental, merece una mención el craso error de Voltaire, cometido en un artículo (“Anecdotes sur Le Cid”) de la Gazette Littéraire, de agosto de 1764. Comenta el polígrafo la existencia de dos comedias españolas sobre el héroe castellano: Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro, y El honrador de su padre, de Juan Bautista Diamante, “representado en el teatro de Madrid con tanto éxito como el de Guillén”. Más adelante sostiene la anterioridad de la obra de Diamante (“on la croit antérieure à celle de Guillén de Castro de quelques années”), algo que diez años más tarde se aventura a confirmar sin mayores reparos: Il y avait en Espagne deux tragédies du Cid, l’une celle de Diamante, qui était la plus ancienne; l’autre, El Cid, de Guillén de Castro, qui était la plus en vogue16. Podrían alegarse razones de crítica interna para mostrar que El honrador de su padre es una versión de Las mocedades del Cid, y que en modo alguno pudo Corneille inspirarse en Diamante para su Cid; Voltaire, La Harpe, Fabre, Fontenelle, Latour, Puibusque, Chasles y Viguier entre otros lo discutieron por extenso; baste aquí afirmar que El honrador fue impresa por vez primera en 1658 y que su autor contaba siete años cuando Castro daba Las mocedades a la prensa. Si influencia hay, es a la inversa: Diamante escribe su comedia tras la lectura de las piezas de Castro, de Corneille y quizá del italiano Carmagnola (vid. Rodiek 222-227, Fraisse 295-296 y Losada 258-260). En 1783 aparece la Histoire du Cid en la Bibliothèque Universelle des Romans; se trata de una versión prosificada y, en buena medida, adaptada de romances extraídos en su mayoría del Romancero e historia del Cid de Escobar (Lisboa, 1605; vid. Rodiek 230-246). Tras una amplia y erudita introducción, el traductor ofrece los poemas sin vacilar en añadir amplificaciones e interpolaciones conducentes a la exaltación del héroe. El alcance de esta edición traspasó las fronteras francesas: en 1792 la revista Neuer teutscher Merkur la tomaba como ejemplo e invitaba a Herder a procurar una traducción poética similar; el escritor romántico la acometería, aunque, falto del material idóneo, hubo de contentarse con los romances de la Histoire du Cid y el Romancero de Sepúlveda, de 1551, como única fuente de cotejo. No obstante esas limitaciones, su obra contó entre sus seguidores con escritores de la talla de Goethe, Grabbe y Arno Schmidt (vid. Rodiek 230-247). 4. El Cid en la literatura francesa del XIX En contraposición al siglo XVIII, el XIX configura un enorme mosaico en la recepción francesa del Cid, tanto por la multiplicidad de autores que prestan atención al Campeador como por la variedad de perspectivas adoptadas en su tratamiento. Por supuesto, El Cid de Corneille gozaba de todo el predicamento de una obra única en su género; y no eran por completo desconocidos ni la Disputa ni los desarrollos burlescos del siglo XVII o la Histoire du Cid del XVIII, sin embargo la estética romántica impulsó a sobrevolar por encima de las producciones dramatúrgicas francesas de los siglos inmediatamente anteriores, en busca del Romancero: las tendencias románticas habían revalorizado el mundo sobrio y espontáneo medieval, en todo punto alejado de la modulación artificiosa y clasicista; la obra de Corneille –con razón o sin ella, 15 Recordemos los esfuerzos de Lesage, en Gil Blas de Santillana, para deshacerse de esta carga esperpéntica, propia del realismo barroco, que arrastran los primeros volúmenes de la saga, con la imitación del modelo español. 16 “Había en España dos tragedias del Cid, una de Diamante, la más antigua; otra, El Cid, de Guillén de Castro, que gozaba de mejor acogida”.
  • 11. 11 e incluso más allá del respeto y la admiración que muchos le tributaron– representaba una retórica inaceptable y proponía un héroe cortesano y razonador, ajeno al mundo épico añorado por la nueva poética romántica. A instancias de lo ocurrido en Alemania e Inglaterra, proliferaron una serie de estudios de la literatura española, ejemplificados gracias a la edición de obras de todo género (baste mentar las aportaciones de Herder, Grimm, Böhl de Faber, Hegel, F. Schlegel entre los alemanes, Blackwell, Percy, Southey, Scott, Browring, Irving, Longfellow entre los ingleses). Aquí interesan de modo singular las numerosas traducciones de romances que vieron la luz en Francia a lo largo del siglo XIX: los Romances del Cid de Creuzé de Lesser (Les Romances du Cid, odéïde de l’espagnol, 1814), el Romancero e historia del rey de España don Rodrigo de Abel Hugo (1821, simple compilación de romances en lengua original, sin lugar para Rodrigo de Vivar), los Romances históricos del mismo autor (Romances historiques, traduites de l’espagnol, 1822, que no contienen traducción alguna del romancero cidiano), los Romances du Cid de Régnard (Les Romances du Cid, traduction libre de l’espagnol, suivi de l’abrégé historique de la vie du Cid, c. 1830), el Romancero del Cid de Antony Rénal (Le Romancero du Cid, 1842), el Romancero général de Damas Hinard (Romancero général ou Recueil des chants populaires de l’Espagne. Romances historiques, chevaleresques, et moresques, 1844), La leyenda del Cid de Emmanuel de Saint- Albin (La Légende du Cid, comprenant le poème du Cid, les chroniques et les romances, 1866), El Pequeño Romancero de Puymaigre (Petit Romancero. Choix de vieux chants espagnols, 1878). No todas estas obras reproducen de modo fidedigno el Cid medieval; baste traer a colación el caso de Creuzé de Lesser, el primero y uno de los más recurridos hasta mediados de siglo. Falto de toda modestia (“he procurado perfeccionar estos romances”), se permite abreviar o ampliar sus fuentes, que adapta en diversas formas métricas y estróficas (octosílabos, decasílabos o alejandrinos en grupos habitualmente de cuatro versos con rima cruzada); de algún modo esto se debe a su objetivo literario: “he apuntado, en la medida de lo posible, al efecto poético”. En el prefacio declara preferir el original español a las ediciones de la Bibliothèque y de Herder arriba mentadas, pero la siguiente transcripción de un célebre pasaje (la satisfacción de Diego Laínez tras comprobar la bravura de su hijo) muestra a todas luces que su modelo, cuando lo respeta, ha sido sobre todo la traducción de la Bibliothèque y no la compilación de Escobar; así, a título de ejemplo, el texto español dixo, fijo de mi alma, tu enojo me desenosa, y tu indignacion me agrada. Essos braços mi Rodrigo muestralos en la demanda de mi honor que esta perdido. (Escobar 1973: 125-126). nos da en francés el texto siguiente: – Bien, mon fils dit-il; c’est toi qui es mon fils: ta colère me redonne la paix, et ton indignation charme toutes mes douleurs. Cette main, mon enfant, il te la faut montrer, non plus à moi, mais à l’infâme qui nous a dépouillés de notre honneur, – Où est-il? (Histoire du Cid, cit. Rodiek 296)17. y también: – Bien! j’aime ton courroux; très bien! fils de mon âme, Tu vas mieux employer ce courage viril. O mon sang, venge-moi, venge-moi d’un infâme 17 “– Bien, hijo mío, respondió; tú eres mi hijo, tu cólera me devuelve la paz y tu indignación me encanta. Ahora tienes que mostrar esa mano, hijo mío, no a mí sino al infame que nos ha despojado de nuestro honor. –¿Dónde está?”.
  • 12. 12 Dont la main effrénée… – Où le coupable est-il? (Creuzé, ed. 1836: 2)18. La diferencia con el pretendido original es patente. Tanto como la Edad Media, el siglo XVII quedaba muy lejos: la imagen que los autores franceses recibirán del héroe castellano es, por lo general, mediatizada e intertextual, motivo explicativo, entre otros, de la transformación metafórica operada en la imagen del Cid en Francia durante el siglo XIX. En este vuelo sobre el panorama de la recepción del Cid en dicha centuria, daremos cuenta de algunas producciones insoslayables antes de detenernos con relativa calma en la producción de Víctor Hugo. Lebrun da al teatro El Cid de Andalucía (Le Cid d’Andalousie, 1825); Casimir Delavigne ofrece La hija del Cid (La Fille du Cid, 1839), compromiso entre el patrón clásico y el romántico: además del héroe simbólico de la nobleza cristiana en la lucha contra el infiel, destaca su papel de padre generoso, tierno y familiar. Mayor atención requieren otros textos de gran calidad literaria y de gran alcance significativo. El poemario España de Théophile Gautier (1845), huye del aburguesamiento circundante y busca el ensueño mítico esteticista producido por los paisajes de la cartuja de Miraflores o la Sierra Elvira. En este marco el Cid, “vencedor” y “gigante”, es glorificado por su barbarie y naturalidad, iniciando una tradición que vamos a ver en diferentes textos. Los Poemas bárbaros de Leconte de Lisle (Poèmes barbares, 1862) incluyen tres poemas sobre el Cid, héroe prístino del medioevo e impermeable al humanismo grecolatino. Merece la pena analizar un poco estos poemas para tomar conciencia de dos aspectos de gran importancia: por un lado, su valor escenográfico, aunque temáticamente difieran de las obras de teatro que hemos visto, por otro, para fijar la figura emergente de un Cid ligado a una épica primitiva, una épica que sirve a los poetas del Parnaso y del Simbolismo para la recuperación de espacios mitológicos pre-cristianos. “La cabeza del conde” (“La tête du comte”), poema de 58 versos, escrito en tercetos enlazados, recrea la venganza de la célebre afrenta al padre de Rodrigo. Asistimos a la rabia impotente del padre ofendido, ante la pasividad de sus hijos mayores que rehúyen buscar venganza; de pronto (escena puramente teatral), ante toda la familia que se prepara para comer, aparece el Cid (Don Rui Diaz, aquí), sujetando por los pelos la cabeza del Conde decapitado y la pone sobre una fuente, en la mesa servida, con un gesto que recuerda al de Salomé: Don Rui Diaz entre. Il tient de son poing meurtrier Par les cheveux la tête à la prunelle hagarde Et la pose en un plat devant le vieux guerrier. Le sang coule, et la nappe en est rouge19. “La Jimena” (“La Ximena”), el tercero del trío y de 68 versos, se inspira en semejante sed de revancha. Es el poema más cercano a la herencia de Corneille: resume y modula las diferentes escenas en las que Chimène pide voluntariosamente –y con cierta insolencia– venganza a un rey (aquí, Hernán) que se niega a perder a su guerrero más valiente. La escena, de nuevo, es de un gran valor teatral (o cinematográfico, pase el anacronismo), con la descripción del cortejo de los treinta “fidalgos”, vestidos de luto, en medio de los cuales avanza Jimena. 18 “– ¡Bien!, me encanta tu cólera, ¡muy bien!, hijo de mi alma; ahora vas a emplear mejor ese coraje viril. Hijo de mi sangre, véngame, véngame de un infame cuya mano desenfrenada… – ¿Dónde está el culpable?”. 19 “Don Rui Díaz irrumpe. Su puño asesino lleva por los pelos la testa de espantadas pupilas y la posa en la fuente, ante el viejo guerrero. La sangre al chorrear el mantel enrojece”.
  • 13. 13 “El accidente de don Íñigo” (“L’accident de don Iñigo”), poema de 88 versos, reescribe de soslayo el episodio del enfrentamiento entre el vasallo y el señor. De soslayo, pues en el poema, el Cid (Rui) no se enfrenta al rey, con cuya comitiva se cruza, sino a Don Iñigo (sic) que le reprende por no haber descabalgado en señal de respeto y sumisión ante su soberano. La consecuencia es una estocada rauda y brutal de Rui que parte en dos al caballero: Ainsi parle Iñigo. Don Rui tire sa lame Et lui fend la cervelle en deux jusques à l’âme. L’autre s’abat à la renverse éclaboussant Sa mule et le chemin des flaques de son sang20. Barbey d’Aurevilly había criticado la descristianización del Cid en obras previas como la de V. Hugo; en su poema “El Cid” (1872) parafrasea en alejandrinos el motivo romanceril del leproso; su héroe es un caballero cristiano y bondadoso a quien no duelen prendas a la hora de tender su mano descubierta al gafo: Il fixa longuement le lépreux, puis soudain Il arracha son gant et lui donna la main21. En vano buscará el lector el milagro original: el contexto histórico y esteticista del conjunto puede explicar una ausencia a primera vista inesperada. Célebre se ha hecho posteriormente la modulación que Darío hace del poema francés: Cuenta Barbey, en versos que valen bien su prosa, una hazaña del Cid, fresca como una rosa… (1987: 157). Los trofeos de José Maria de Hérédia (Les Trophées, 1893) abundan en el heroísmo desde una perspectiva violenta no muy lejana a Leconte. Los poemas dedicados al Cid en la obra del poeta, nacido en Cuba y nacionalizado francés, aparecen agrupados bajo un título común, Romancero. Este proceso metonímico, al condensar la totalidad del romancero español en torno a la figura del Cid, es altamente significativo desde el punto de vista del devenir de la poesía épica francesa. No importa que Hérédia sea el único que los titula así. El Cid (como consecuencia de la magia histórica de la figura que domina la escena francesa desde el siglo XVII) ha condensado la esencia de un espíritu épico que rescata en el siglo XIX la Edad Media y el historicismo legendario pero que, a pesar de inventar la novela histórica moderna y reinventar del drama histórico, no puede sin embargo cobrar forma en un poema épico de grandes dimensiones y unitario en su estructura narrativa (tales como los que habían cristalizado entorno a la figura del héroe francés, Roldán). El Romancero y, en su centro, el Cid (figura ya nacionalizada francesa, al menos imaginariamente) ofrecen un modelo de épica fragmentaria: conjunto unitario y plural a un mismo tiempo, de poemas cortos, con centros de interés dispares desde el punto de vista de la narración y de la historia, pero coincidentes temáticamente en el mismo espíritu heroico y seudohistórico. El Romancero nos ofrece la “historia” fragmentada de una época y de un país. Este modelo es totalmente válido para la reinvención de una épica moderna, ligada a una estructura y a un espíritu regidos por la conciencia de fragmentación. Es por lo tanto el modelo que van a seguir todas las “légendes des siècles” (todas las leyendas de los siglos), si tomamos como punto de referencia la gran obra épica de Víctor Hugo. ¿Qué otra cosa son sino una épica fragmentada de la historia de la humanidad, obras como Los poemas bárbaros y los Poemas antiguos de Leconte o los Trofeos de J.M. de 20 “Así le habla Don Iñigo. Don Rui saca su espada y le parte el cerebro en dos, hasta su alma. Cae hacia atrás el otro, salpicando su mula, salpicando el camino con charcos de su sangre”. 21 “Miró fijamente al leproso, de repente se quitó el guante y le dio la mano”.
  • 14. 14 Hérédia (recreaciones del mundo desde la Grecia antigua, “Nemea”, a la España de la conquista de América, “Los conquistadores del oro”, primer y último poemas)? El Cid no es solo catalizador de un género teatral, tan asentado en Francia, en su paso de la tragicomedia a la tragedia, también es catalizador de una nueva forma de hacer épica (“a la moderna”, en lo puntual y fragmentario, cuyas resonancias, pasando por la poesía narrativa de la Revolución soviética, llegarán hasta el Canto general de Pablo Neruda). Esperamos que se nos perdone esta divagación crítica, en apariencia fuera de lugar pero quizá necesaria a la hora de constatar la presencia del Cid en la literatura francesa. Volvamos a los problemas que plantea el Romancero de Heredia. Más de 200 versos repartidos en tres poemas: “El apretón de manos” (“Le serrement de mains”), “La revancha de Diego Laynez” (“La revanche de Diego Laynez”) y “El triunfo del Cid” (“Le triomphe du Cid”). Los tres poemas están escritos en tercetos alejandrinos, de gran majestad y perfección formal, como corresponde a la obra más perfecta del movimiento parnasiano. “El apretón de manos” recupera la figura de don Diego que busca entre sus hijos cuál puede ser el vengador de su honra e intenta provocarles apretándoles la mano con su puño de hierro hasta hacerles daño; ninguno reacciona positivamente, hasta que llega al Cid (Ruy) y se enfrenta furiosamente: Les yeux froids du vieillard flamboyaient. Ruy tout pâle, Sentant l’horrible étau broyer sa jeune chair, Voulut crier; sa voix s’étrangla dans un râle. Il rugit: Lâche moi, lâche moi, par l’enfer! Sinon, pour t’arracher le cœur avec le foie Mes mains se feront marbre et mes dix ongles fer!22 El padre se estremece de contento porque sabe que será vengado; y el poema acaba con un sucinto verso, aislado del resto, pues al ser el último de la serie de tercetos se queda sin estrofa propia, un verso capaz de resumir en su laconismo corneliano todas las escenas teatrales: “Y una hora más tarde, Ruy mataba al conde”. Estamos, de nuevo, frente al Cid violento, salvaje. Salvajismo que se acrecienta incluso en el segundo poema, “La revancha de Diego Laynez”, que recupera el tema de la cabeza del conde cortada (“cabeza lívida e hirsuta [con] negros cuajarones que cuelgan de cada hebra”), ofrecida, una vez más, sobre la mesa preparada para del banquete. Aquí, la violencia del Cid contagia a su padre que “restriega su mejilla contra la sangre cuajada”, con un gesto de sadismo regocijado. “El triunfo del Cid” resume con sombría grandeza los siete siglos de la Reconquista (vid. Rodiek 307-310 y Giné 502-509), pero sirve también para recuperar uno de los mitemas obsesivos del mito cidiano: la entrega que de Jimena hace el rey al Cid, que la recibe como vencedor, tras el periplo de sus conquistas. La reescritura del tema del Cid recupera así un elemento básico de la novela de caballería medieval: un héroe no puede recibir en recompensa una dama si antes no se ha cargado de gloria a lo largo de un periplo en el que sus andanzas le han enfrentado al enemigo (aquí, los moros). Este elemento, estructural y temático a la vez, lo encontramos en El último Abencerraje de Chateaubriand, tan cargado de elementos cidianos, pero también lo encontramos en un texto aparentemente alejado de nuestro tema, como es el Itinerario de París a Jerusalén, del mismo autor, en el que el viajero se reúne con su amante (en Granada, curiosamente), después de haberse enfrentado 22 “Los ojos fríos del viejo llamean. Ruy muy pálido, al sentir el terrible cepo que trituraba su carne quiso gritar, y su voz se ahogó cual estertor. Rugió: Suéltame, suéltame, ¡qué demonios! ¡Si no, para arrancarte tu corazón, junto con tu hígado, mis manos se harán de mármol y mis diez uñas de hierro!”.
  • 15. 15 a los riesgos que supone volver de Jerusalén a Granada pasando por el norte de África, es decir, por toda la morería. El Cid ensoñado por estos autores es una reprobación del mundo burgués, un personaje reacio a toda componenda (por eso lo prefieren cristiano, por motivo estético-literario, no por convicción religiosa, y primitivo, por voluntad recuperadora de una mitología, como luego veremos), sencillo hasta rayar en la simpleza, bárbaro y directo, cumplidor intachable del deber por encima de otras consideraciones sentimentales (con excepción de la producción dramática de los primeros decenios, que sí admite esa dimensión). El tratamiento del Cid en la poesía de Víctor Hugo merece una mención privilegiada. Su fuente principal es la edición mencionada de Creuzé de Lesser (de quien toma la expresión de “Ilíada sin Homero”, como muestra su ensayo William Shakespeare, 1985: 285). En la cuarta de sus Odas (1824), “À mon père”, recuerda el viaje realizado en 1811 junto a su madre para unirse con su padre entonces coronel destacado en Madrid: Je rêve quelquefois que je saisis ton glaive, O mon père! et je vais, dans l’ardeur qui m’enlève, Suivre au pays du Cid nos glorieux soldats. (Hugo 1964: 346)23. En la oda “La guerre d’Espagne”, hace uso de tonos épicos y fraternales cuando celebra las palmas de franceses y españoles, sus palacios emblemáticos (el Louvre, el Escorial) y sus héroes (“Chantez Bayard; – chantons le Cid!”; ibid., 357); y en la oda “À Ramon, duc de Benav.” se sirve del epígrafe “Por la boca de su herida. GUILHEN DE CASTRO” como pretexto poético para compadecer la enfermedad sufrida por Ramón Riquer, amigo de su infancia madrileña (la expresión, originaria de Jimena para llorar su pena al rey Fernando por el padre muerto, reaparece posteriormente en el prefacio de Cromwell, 1963: 453). Las orientales (recopilación de 1828) marcan un cambio radical en la concepción lírica del poeta; de igual modo que otros héroes meridionales, el Campeador pasa a representar un mundo exótico y misterioso; su mansión de Vivar es comparada a una “monja de severos atavíos”, por transferencia con el próximo monasterio de San Pedro de Cardeña (vid. ibid., 662). Al margen de esta modificación, el Cid queda confinado a una evocación, como en Hojas de otoño (Feuilles d’automne, 1831), donde las ciudades o las regiones emblemáticas no designan, en la memoria del poeta, sino la nostalgia recurrente de su memoria española: “¡Plazas fuertes del Cid!, ¡oh, Valencia y León!, ¡Castilla y Aragón, mis Españas!” (“Fortes villes du Cid! ô Valence, ô Léon, Castille, Aragon, mes Espagnes! ibid., 751). Un acontecimiento modifica de manera trascendental la imagen del Cid en la percepción poética y existencial de Víctor Hugo. El 7 de noviembre de 1852 un decreto senatorial proclama a Luis-Napoleón emperador bajo el nombre de Napoleón III (confirmado oficialmente, tras un plebiscito, el 2 de diciembre); el 9 de enero siguiente es decretado el exilio de Hugo y otros sesenta y cinco diputados “por motivos de seguridad general”. Comienza entonces una época de viajes con dos estancias prolongadas en las islas inglesas de Jersey y Guernesey hasta el regreso a Francia en 1870. El destierro y otros acontecimientos derivados dejan una profunda huella en el espíritu del escritor, que pasa a considerarse víctima de la opresión del emperador y del hostigamiento de quienes en París le odian o envidian. Entre otras figuras de la historia y la literatura, el poeta encuentra en el Cid – literariamente ultrajado por Sancho II por no comprometerse decididamente en el asalto de Zamora, proscrito por Alfonso VI por exigirle el juramento de Santa Gadea para eximirle de toda culpabilidad tras el regicidio– un paradigma de su caso. La figura del Cid recibe una atención predilecta en cuatro 23 “A veces sueño que tomo tu espada, padre, y que voy, lleno de ardor, a seguir a nuestros soldados por el país del Cid”.
  • 16. 16 composiciones de desigual carácter y extensión en La leyenda de los siglos (La Légende des Siècles), amplio compendio épico-lírico redactado entre 1840 y 1878, publicado en diversas “series” entre 1859 y 1883): “El Romancero del Cid” (manuscrito de 1856), “El Cid exiliado” (ms. de 1859), “Vivar” (ms. de 1859) y “Cuando el Cid entró en el Generalife” (“Quand le Cid fut entré dans le Généralife”, ms. de 1876; vid. ed. Losada 52). En medio de una retórica de la amplificación y el exceso, recurrente al color local y al costumbrismo, el Cid se presenta como una condensación del héroe noble, fiel y solitario opuesto a la arbitrariedad del poder real (vid. Stange 13-14 y Giné 502); en última instancia y sobre todo, dicha figura es el elemento catalizador de la manifestación del yo lírico del poeta exiliado (vid. Laforgue 42). “El Romancero del Cid” es una extensa composición distribuida a lo largo de dieciséis grupos de estrofas de cuatro versos heptasilábicos. A partir del verso 20 del Poema de mío Cid como núcleo genético (“¡Dios, que buen vasallo, si hubiese buen señor!”), Rodrigo de Vivar apostrofa a su rey de manera ambivalente, con desdén y lealtad: frente a los vicios del rey “Sanche” (Sancho el Fuerte, pero también podría haber utilizado el nombre de su hermano Alfonso), el campeón expone sus virtudes: el monarca es mezquino, vil, envidioso, taimado, cobarde, soberbio, en tanto que él es hospitalario, fiel, honrado, justo, constante, obediente: Vous ne m’allez qu’à la hanche; Quoique altier et hasardeux, Vous êtes petit, roi Sanche; Mais le Cid est grand pour deux. Quand chez moi je vous accueille Dans ma tour et dans mon fort, Vous tremblez comme la feuille, Roi Sanche, et vous avez tort. Sire, ma herse est fidèle; Sire, mon seuil est pieux; Et ma bonne citadelle Rit à l’aurore des cieux. (ed. 1950: 87)24. Pero sumisión no es sinónimo de pusilanimidad: los lisonjeros cortesanos, el rey mismo, le difaman en vano sin llegar a humillarle: Quand je suis dans ma tanière Mordant ma barbe et rêvant, Regardant dans ma bannière Les déchirures du vent, Ton effroi sur moi se penche. Tremblant, par tes alguazils Tu te fais garder, roi Sanche, Contre mes sombres exils. Moi, je m’en ris. Peu m’importe, 24 “No me llegáis a la cintura; aunque altivo y atrevido, sois pequeño, rey Sancho, y el Cid vale por dos. Cuando os presto hospedaje en mi castillo tembláis como la hoja de un árbol, rey Sancho, sin razón. Sabed que la estacada de mi fortaleza es fiel, el umbral de mi casa piadoso y que mi ciudadela sonríe al amanecer”.
  • 17. 17 O roi, quand un vil gardien Couche en travers de ta porte, Qu’il soit homme ou qu’il soit chien! (91)25. Semejante tono adquiere la figura cidiana en “Le Cid exilé”, poesía de seis grupos estróficos de cuatro versos en su mayoría. Comparable a Amadís, el personaje pacífico, franco y sincero es temido y envidiado. Como la precedente composición, esta tiene una formulación lírica (las emociones de un hombre magnánimo reducido a una humilde condición), pero resalta aquí un trasfondo épico (las hazañas del Cid). Dicho panorama explica el discurso narrativo: una progresión espaciotemporal que en “El Romancero del Cid” solo era ocasional, en modo alguno estructural. Le Cid est exilé. Qui se souvient du Cid? Le roi veut qu’on l’oublie; et Reuss, Almonacid, Graos, tous ses exploits, ressemblent à des songes; Les rois maures chassés ou pris sont des mensonges; Et quant à ses combats puissants qu’il a livrés, Pancorbo, la bataille illustre de Givrez Qui semble une volée effrayante d’épées, Coca, dont il dompta les roches escarpées, Gor, où le Cid pleurait de voir le jour finir, C’est offenser le roi que de s’en souvenir. Même il est malséant de parler de Chimène. (163)26. Hay un antes, un ahora y un después. Hubo un tiempo de gloria para el caballero, hay un tiempo de persecución por los cortesanos envidiosos, un acosamiento irracional hasta el punto de pretender borrar la memoria del heroico castellano: “Y del siglo del Cid, el Cid ha desaparecido” (“Et du siècle du Cid le Cid a disparu”, 165). Pero tal pretensión es demente, como sugiere el paralelismo imaginario de su historia con la presencia imborrable de la cumbre más alta: por mucho que la bruma la oculte, al amanecer se perfila descomunal en el horizonte: “Es el pico del Mediodía. La historia ve al Cid” (“C’est le Pic du Midi. L’Histoire voit le Cid”, 166). Esta comparación expresa el optimismo del poeta ante el futuro. En efecto, el rey, arrepentido, decide abrogar el exilio del Cid y le envía a su rey vasallo don Santos el Pelirrojo. Pero este emisario, altivo y orgulloso, se muestra incapaz de percibir el valor profundo del Campeador, a quien achaca precisamente sus propios defectos y le aconseja un sometimiento tan degradante que el Cid lo considera indigno: “Pour apaiser l’humeur du roi, fort légitime, Il suffit désormais que le roi, comme il sied, Sente qu’en lui parlant vous avez de l’estime”. Babieça frappait sa litière du pied, Les chiens tiraient leur chaîne et grondaient à la porte, Et le Cid répondit au roi Santos-le-Roux: 25 “Cuando estoy en mi guarida, mordiéndome la barba y soñando, mirando en mi bandera los desgarrones del viento, tú piensas en mí y te llenas de espanto: tiemblas y te rodeas de alguaciles para defenderte de un exiliado. Y yo me río: ¡qué más me da, rey, cuando un vil guardia se acuesta a tu puerta, que sea un hombre o un perro!”. 26 “El Cid está exiliado. ¿Quién se acuerda del Cid? El rey quiere que le olviden; y Reus, Almonacid, Graos y todas sus hazañas no son más que sueños, los reyes moros expulsados o aprisionados son mentira, y los combates librados, las batallas de Pancorbo y de Gibrez, que parecen un vuelo tremendo de espadas, Coca, con sus rocas escarpadas, Gor, donde el Cid lloraba de ver que se acababa el día: quien se acuerde ofende al rey, incluso con solo mentar a su esposa Jimena”.
  • 18. 18 – Sire, il faudrait d’abord que vous fissiez en sorte Que j’eusse de l’estime en vous parlant à vous. (172)27. Menos extensa es la poesía “Bivar”, la menos española de cuantas conforman el grupo (Berret 127), relato de un acontecimiento no histórico: Jabías, un jefe árabe admirador del Cid, lo encuentra en su casa pobremente vestido y almohazando su caballo; la sorpresa es grande: no es este el Cid que ganaba impresionantes batallas. El Campeador explica con sencillez que entonces “estaba en casa del rey”; la admiración de su interlocutor no disminuye: Et le scheik s’écria: “Mais, Cid, aujourd’hui, quoi, Que s’est-il donc passé? quel est cet équipage? J’arrive, et je vous trouve en veste, comme un page, Dehors, bras nus, nu-tête, et si petit garçon Que vous avez en main l’auge et le caveçon! Et faisant ce qu’il sied aux écuyers de faire! – Scheik, dit le Cid, je suis maintenant chez mon père” (153)28. La más breve de todas las composiciones es la última en la redacción, un dibujo del Cid deshacedor de entuertos, que entra en el palacio del Generalife y mata al califa Ogrul, personificación del “trueno” cuyo sometimiento ensalza al héroe castellano: Et je descends du ciel quand un prince est mauvais; Mais je vois arriver le Cid et je m’en vais. (87)29. El Cid de Víctor Hugo apenas reproduce al histórico y su parecido con el del Poema o de los romances y cancioneros es accidental; Rodrigo de Vivar no tiene existencia propia sino vicaria, es un símbolo del momento histórico de la opresión imperial sobre la persona del poeta. El acierto del autor francés radica en haber procedido a un solapamiento épico-lírico de la figura histórico- romanceril para apropiársela como pretexto y expresión más adecuada de su propia vida y sus sentimientos. ¿Pero no es esta la auténtica función simbólica del mito; la que lo convierte en auténtica forma de la substancia, apta para encarnarse en cualquier accidente histórico y, así, abandonando su categoría de elemento arqueológico, pasar a ser un elemento generador de significado en un contexto preciso de la historia individual o colectiva? 5. El Cid en la literatura francesa del siglo XX No desaparece por completo el Cid del panorama francés del siglo XX. Tras la subversión de Georges Fourest, cuyo soneto “El Cid” (“Le Cid” en La Négresse blonde, 1909) parodia la relación vengativa entre Jimena y Rodrigo, llegan las añoranzas de los nostálgicos: para Delteil el de Vivar es culmen de la antigua caballería (Don Juan), para Claudel un modelo del catolicismo tridentino (El zapato de raso: Le Soulier de satin), etc. Es sintomático que ninguno le dedique una obra en exclusiva. La talla del Cid se ha ido amenguando progresivamente hasta adoptar proporciones similares a las de 27 “Para calmar el lógico enfado del rey, basta con que en adelante sienta que le mostráis estima. Babieca golpeaba el suelo con sus patas, los perros tiraban de la cadena y gruñían a la puerta; el Cid respondió al rey Santos el Pelirrojo: – Señor, antes tendríais que lograr que cuando yo os hablara sintiera estima por vos”. 28 “A lo que el jeque repuso: «Pero, entonces, Cid, qué os ha sucedido?, ¿qué atavíos son ésos? ¡Llego y os encuentro con chaqueta, como un paje, cabeza y brazos desnudos, y tan poca cosa que lleváis en las manos la artesa y el cabezón, ocupado en las faenas que han de hacer los escuderos! – Jeque, dijo el Cid, ahora estoy en casa de mi padre»”. 29 “Bajo del cielo cuando un príncipe es malo, pero veo llegar al Cid y me voy”.
  • 19. 19 otros personajes del pasado, hasta quedar como objeto de estudio de traductores o eruditos (Mathilde Pomès: Anthologie de la poésie espagnole, 1957; Paul Bénichou: Creación poética en el romancero tradicional, 1968). En una sociedad de lo inmediato y de la desmitificación no hay lugar creíble para los altos vuelos de la imaginación heroica. 6. A modo de conclusión: función y funciones del Cid en la literatura francesa Después de este recorrido, nuestro recuerdo crítico vuelve al personaje de Corneille, el que mejor ha fijado, sin lugar a dudas, una cierta imagen del heroísmo “a la española”, según la expresión de Stendhal (ese apasionado del Cid, como vemos en su autobiografía mentida, La Vie d’Henri Brulard). Vamos, por lo tanto, a ver en qué direcciones cristaliza la figura del Cid a lo largo de la literatura francesa, con vistas a la ocupación de una función que actualiza históricamente al “mito” en cada momento. Recordemos nuestra introducción. Del mismo modo que la figura de Franco, por ejemplo, ha servido a los franceses a lo largo de la segunda mitad del siglo XX para exorcizar, en literatura, los fantasmas del colaboracionismo y de su propio silencio ante la actitud política de Pétain, la figura del Cid (como tantas otras) les ha servido para conjurar no pocos conflictos, individuales y colectivos, a lo largo de la historia, en especial en los siglos XVII y XIX, prefiriendo para ello figuras foráneas a figuras nacionales –como si sirvieran mejor o fueran menos traumáticas para tal empresa. a. El Cid de Corneille, la Fronda y la monarquía absoluta La figura del Cid, en su ambigüedad, podía haber sido utilizada de igual modo para ensalzar una fidelidad absoluta a Luis XIII (y a Richelieu, en su deseo de establecer la nación francesa sobre una monarquía con alcance absoluto), con vistas a la organización de un cierto “imperialismo” nacional y unitario, que para oponerse a ese mismo rey, cuajando en la figura del rebelde. Paradójicamente vemos cómo el Cid cubre esta doble función. Por un lado, colaborando en la construcción de una “literatura” nacional, independiente y hegemónica respecto del resto de las literaturas que dominan el siglo XVII (en especial la italiana y la española), elevando, frente al Barroco el edificio del Clasicismo; por otro lado, en la segunda mitad del siglo, desmintiendo el resultado de las guerras de la Fronda, último reducto de las fuerzas feudales que niegan aún un vasallaje total a Luis XIV. En este segundo sentido, el Cid sería, con su rechazo más o menos evidente de las reglas del “clasicismo”, el catalizador de una supuesta rebelión técnica que impide o retrasa la creación del espíritu nacional en su parte más elevada, la cultural. “Frondeurs” y seductores (como toda juventud creadora que se alza contra cualquier tipo de imposición), el personaje y la obra de Corneille son, tras los gestos de libertad que dominan la literatura francesa del primer tercio del siglo XVII, el “grand coup de maître” (la estocada maestra) que, al posibilitar un gran drama legendario e histórico, capaz de arrastrar tras sí al conjunto de la sociedad parisina, pone de manifiesto las inconsecuencias de la horma clasicista. Es evidente que, contra los enemigos menores (pero también contra la ambigüedad de la Academia Francesa), la obra de Corneille sale vencedora. Pero observemos, para acabar esta reflexión, que aquí el catalizador de la batalla, una batalla de alcance nacional francés, es un héroe español: de nuevo se echa en falta la presencia, por ejemplo, de un Roldán. La Edad Media francesa se había inventado ya (lo cual indica que es una necesidad nacional permanente) el “ciclo de los vasallos rebeldes”; la mentalidad rebelde (“l’esprit de Fronde”) se enmarca en la misma línea. Pero, de modo simultáneo a una rebelión técnica, el Cid también impone una figura, una categoría de héroe contrario al ideal de un siglo que querrá ser recordado como “el siglo de la razón”. El Cid de Corneille es dubitativo (lucha entre el amor y el honor) a pesar de sus instintos primarios,
  • 20. 20 pero nunca es calculador e interesado –tampoco se puede decir que sea racional: pasa, de manera instantánea, del deseo de venganza a la pulsión de muerte– y se lanza a la guerra contra los moros de Sevilla como a un glorioso suicidio: es héroe casi a pesar suyo, porque encarna a la perfección el ideal de pureza y de insensatez (y de fanfarronería) de la juventud; si él se impone lo que se ha dado en llamar “el deber” sobre “la pasión” (binomio cuya dirección Racine invierte), es porque, en él, el deber (honor y gloria) es también una pasión. Contrariamente a la rebelión técnica y a la construcción de la figura del héroe, la organización temática de las fuerzas actanciales del drama está totalmente dominada por la figura del rey: él es el origen del conflicto (al nombrar preceptor a Don Diègue, contra las pretensiones del conde Don Gormas), él resuelve la orientación de la venganza de Chimène mediante un duelo simple (al desechar los duelos en cadena que esta le pide30), él propicia el alejamiento momentáneo del Cid para, finalmente, entregárselo como trofeo de amor a Chimène, concluyendo con su gesto, con un discurso de estado que ponga punto final con el adjetivo que designa la relación posesiva: “ton roi” (tu rey). Da la impresión de que aquí no caben fisuras en la ensoñación de una monarquía absoluta. b. El Cid y el heroísmo gratuito frente a la conciencia burguesa Uno de los conflictos básicos del mundo stendhaliano (y de su entorno romántico) consiste en la incapacidad que tiene el autor para asumir el ideal de la vida burguesa (realista, prosaica y acomodaticia en materia religiosa y moral) que, en Francia, ha logrado la gran Revolución, aunque encuentre paradójicamente su primer apogeo durante la llamada Restauración. En el caso preciso de Stendhal, este espíritu burgués está encarnado por la figura del padre y el decorado familiar, económico, educativo y religioso que le rodea. En efecto, para Stendhal esa figura encarna hasta la saciedad el ideal burgués, frente al espíritu “heroico” que rodea a la figura de la madre. La respuesta íntima del autor procurará la creación de un universo imaginario ligado a la llamada “internacional italo-española del heroísmo” (del Prado, 2006). En ella, frente a un Molière (“l’esprit de Chrysale”31) detestado, pues encarna, ya desde el siglo XVII, el ideal burgués del “bon sens”, se alzan Cervantes, Corneille y el Ariosto; tres obras, con sus héroes tanto masculinos como femeninos, cristalizan de manera especial esta ensoñación: El Quijote, El Cid y El Orlando. En torno a ellos y a sus decorados se construye ese universo imaginario que podríamos sintetizar con la expresión “l’esprit du Cid”, frente al “esprit de Chrysale”. Ahora bien, en lo que atañe a nuestro tema, El Cid de Corneille articula el eje del heroísmo juvenil, pujante, un poco alocado y ajeno a cualquier tipo de consideración práctica, sin ninguna reminiscencia de la figura literaria ni de Las mocedades ni del Romancero. Stendhal ha heredado de su tía un “heroísmo a la española” y un “españolismo” que configuran la base de su carácter imaginativo, espontáneo, poco utilitario. Y esta misma tía Elisabeth recurrirá a la figura del Cid para designar todo aquello que participa de una belleza singular, “elevada”, ajena a cualquier tipo de vulgaridad: “Cela est beau comme Le Cid” (Es bello como el Cid) decía en determinadas circunstancias –expresión que recupera, casi dos siglos más tarde, el impacto producido por la famosa representación de la obra de Corneille. 30 Desde esta perspectiva, Chimène es más rebelde (con su voluntad ambigua de venganza) que el propio Cid: insiste ante el rey, le grita, le quiere imponer sus deseos –y solo la templanza de este impide una solución autoritaria frente a su actitud. 31 Personaje (el padre) de Las mujeres sabias.
  • 21. 21 c. El Cid y el triunfo de la fuerza individual frente al sistema Es normal que una sociedad que se ha ido organizando a lo largo de los siglos mediante la supresión de cualquier seña de identidad, hasta configurar un todo uniforme en el que los rasgos “identitarios” de las regiones son paulatinamente asumidos por el centralismo (el jacobino y radical que triunfa con la Revolución de 1789) y las peculiaridades individuales van quedando en la retaguardia de la persona (frente al igualitarismo que impone en primer lugar la fuerza básica del espíritu nacional, de la razón, y en segundo lugar, como su encarnación, un sistema educativo centralizado y organizado en torno a la conciencia de método), es normal que una sociedad así tenga en su imaginario una falla por la que puedan escaparse todos los demonios del individualismo: los políticos, los ideológicos o los puramente existenciales. Suministrar personajes en los que encarnar estas necesidades reprimidas de “individualismo”, con vistas de nuevo a exorcizar en universos imaginarios una “represión” nacional, es la misión de ciertos “mitos” sacados de la temática española. Baste enfocar la producción de Víctor Hugo, sus composiciones del Cid y “El pequeño rey de Galicia” (para la poesía épica), Hernani y Ruy Blas (para la poesía dramática) –en ambos casos con un alcance tanto individual como colectivo– . La presentación que hemos hecho de sus poemas vale por un análisis más minucioso que nos llevaría a la recuperación del tema del vasallo rebelde y reacio a cualquier tipo de uniformidad (aquí, la impuesta por el éxito burgués de la tiranía de Napoleón III) y al tema del feudalismo relajado en su estructura, que permite a Hugo ciertas escaramuzas cercanas al espíritu nacionalista vasco. Desde esta perspectiva el Cid (conjuntamente con sus acompañantes hispanos) sería un personaje plenamente romántico –independiente, salvaje, pero reaccionario, muy propio del Romanticismo conservador medievalizante, a pesar de la afirmación constante de una cierta libertad. d. El Cid y el héroe primario, mítico, frente al pacifismo aburguesado Solo en España y en Italia se sigue matando por amor y por honor; solo en Italia y en España se sigue matando por nada, como si la muerte fuera una fiesta gratuita de la vida. Esta reflexión, que Stendhal formula en sus Crónicas italianas, no para poner de manifiesto un “salvajismo” más imaginario que real, sino para resaltar en negativo la realidad apacible, acomodaticia y cobarde en la que han caído las naciones bajo el imperio de la civilización burguesa del bienestar material (Alemania, Francia e Inglaterra), está en la base de la recuperación de espacios históricos primarios, capaces de devolver a la vieja Europa desgastada algo de sangre juvenil y vitalista. Frente a una sociedad y una historia vividas y explicadas cada vez más con parámetros científicos y racionalistas, frente a la muerte del gran “mito” religioso, el cristianismo, es preciso recuperar, volver a soñar espacios míticos capaces de arrancar al hombre occidental de su vulgaridad burguesa: la capacidad de enfrentarse a la muerte frente al asentamiento en el bienestar; la disposición de aventura y precariedad frente al abastecimiento asegurado; el atrevimiento del sadomasoquismo primario frente al miedo ante el dolor y la medicina preventiva; la facultad de asumir la sinrazón frente al triunfo del sentido común; la aptitud de soñar espacios de un más allá, aunque sea imaginario, frente el aquí y el ahora medidos y pesados, etc. No es insignificante que esta recuperación de nuevos espacios míticos (y la subsiguiente reducción del cristianismo a uno de ellos) se dé en Francia en la segunda mitad del siglo XIX, el periodo de la apoteosis burguesa, de modo contemporáneo al Simbolismo. No es de extrañar que el Cid, al ser recuperado por los poetas del momento, adopte esa contextura física y mental de un Conan el Bárbaro a la española, capaz de partir cuerpos en dos de un tajo, de sembrar una mesa de comedor con la sangre y los sesos del vencido y restregar su cara contra la cara del muerto en una especie de celebración erótica invertida (pero capaz, también, de un amor que tiende hacia lo absoluto).
  • 22. 22 El Cid recupera así una imagen tal vez más acorde con los tiempos en los que le tocó vivir. Aunque en el fondo poco importa: hace tiempo que le Cid ha dejado de ser un personaje, incluso legendario, para convertirse en un tema, en forma de una substancia (esquemas y arquetipos del heroísmo) que solo funciona, actualizada, en el interior de un imaginario –ahora, ya, en un imaginario de recuerdos. Bibliografía Adam, Antoine, Histoire de la littérature française au XVIIe siècle, Paris: Domat-Montchrestien, 5 vol., 1948-1956. Beauchamps, Pierre-François de, Recherches sur les théâtres de France, depuis l’année onze cents soixante-un, jusques à présent, Paris: Prault père, 1735. Berret, Paul, “La Légende des Siècles” de Victor Hugo, Paris: Mellottée, 1967. Bushee, Alice H., “A Cid drama of 1639”, Hispania, 12, 1929: 339-346. Chateaubriand, Les Aventures du dernier Abencérage, in Œuvres romanesques et voyages, Paris: Gallimard, “Pléiade”, 1969. Cioranescu, Alexandre, Le Masque et le visage. Du baroque espagnol au classicisme français, Genève: Droz, 1983. Corneille, Pierre, Œuvres complètes, ed. Georges Couton, Paris: Gallimard, “Pléiade”, 1980, t. I. Creuzé de Lesser, A. ed., Les Romances du Cid. Odéïde imitée de l’espagnol, 3e édition, augmentée d’Héloïse et des Prisons de 1794, Paris: Delaunay, 1836. Darío, Rubén, Prosas profanas y otros poemas, ed. Ignacio M. Zuleta, Madrid: Castalia, 1987. Hérédia, José-Maria de, Les Trophées; París: Alphonse Lemerre, 1893. Escobar, Juan de, ed., Historia y romancero del Cid (Lisboa: 1605), ed. Antonio Rodríguez-Moñino, Madrid: Castalia, 1973. Fraisse, Luc, Les Fondements de l’histoire littéraire. De Saint-René Taillandier à Lanson, Paris: Honoré Champion, 2002. Gasté, Armand, La Querelle du Cid. Pièces et pamphlets publiés d’après les originaux, avec une introduction, Paris: H. Welter, 1898 (reed., Genève: Slatkine Reprints, 1970). Giné Janer, Marta, “El Cid en la poesía y el drama en verso”, La historia de España en la literatura francesa. Una fascinación…, Mercé Boixareu & Robin Lefere eds., Madrid: Castalia, 2002: 497-511. Hatzfeld, Olivier, Les Enfants de Rodrigue. Essai, Paris: José Corti, 1989. Hugo, Víctor, La Légende des siècles. La Fin de Satan. Dieu, ed. Jacques Truchet, Paris: Gallimard, “Pléiade”, 1950. – Théâtre complet. I, pref. Roland Purnal, ed. J.-J. Thierry & Josette Mélèze, Paris, Gallimard, “Pléiade”, 1963. – Œuvres poétiques. I. Avant l’exil (1802-1851), pref. Gaëtan Picon, ed. Pierre Albouy, Paris: Gallimard, “Pléiade”, 1964. – Critique, prés. de Jean-Pierre Reynaud, ed. Anne Ubersfeld, Anthony R.W. James, Bernard Leuilliot & Yves Gohin, Paris, Robert Laffont, “Bouquins”, 1985. – La leyenda de los siglos, ed. y trad. J.M. Losada, Cátedra, “Letras universales”, 1994. Laforgue, Pierre, Victor Hugo et “La Légende des Siècles”. De la publication des “Contemplations” à l’abandon de “La Fin de Satan” (avril 1856-avril 1860), Orléans: Paradigme, 1997. Leconte de Lisle, Poèmes barbares, París: Les Belles lettres, 1976. Losada, José Manuel, Bibliographie critique de la littérature espagnole en France au XVIIe siècle, Genève: Droz, 1999. Matulka, Barbara, The Cid as a Courtly Hero: from the “Amadís” to Corneille, New York: Publications of the Institute of French Studies-Columbia University, 1928. Prado, Javier del, “Julien Sorel di Stendhal. L’Internazionale italo-spagnola dell’eroismo”, en Il personaggio: figure della dissolvenza e della permaneza: Universidad de Torino, 14 de septiembre de 2006 (en prensa).
  • 23. 23 Rodiek, Christoph, La recepción internacional del Cid, trad. Lourdes Gómez e Olea, Madrid: Gredos, 1995. Stange, Paul, Le Cid dans la poésie lyrique de Victor Hugo, Erfurt, Königl. Realgymnasium zu Erfurt, 1903.