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LOS AÑOS LOCOS
Volumen 1
(1968-1971)
Begoña García-Diego
Edición:
Julio Tamayo
cinelacion@yahoo.es
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3
BEGOÑA GARCÍA-DIEGO (1926-2006), escritora a su pesar
Es imposible no tener una visión uniforme de las cosas cuando nos educan
desde la infancia para tener una visión uniforme de las cosas. La dictadura
fascista de Franco fue un régimen en el que las mujeres estaban oprimidas,
sojuzgadas, pues sí, con carácter casi general, pero como todo en esta vida hay
excepciones, que por su valor cualitativo, testimonial, son muy significativas,
importantes. Obviamente nunca ha sido lo mismo nacer mujer en el seno de una
familia burguesa o aristocrática que en el de una familia obrera, ni antes ni ahora
las oportunidades no eran las mismas, ni mucho menos la formación, la
educación, las posibilidades de crecer como persona. Ser una mujer libre e
independiente partiendo de la nada siempre es mucho más difícil, lleva más
tiempo, esfuerzo, serlo a contracorriente de todos unos condicionamientos de
clase, alta, también, la diferencia entre ser un canario encerrado en una jaula
pequeña y en una jaula dorada es de matiz, la prueba es que la mayoría de estas
mujeres privilegiadas acabaron cayendo en la misma trampa, cárcel, del
matrimonio, el gran sepultador de incipientes talentos femeninos en España. Que
la mayoría de mujeres artistas de la generación de los niños de la posguerra
procedieran de familias más o menos acomodadas, más o menos ilustradas,
liberales, no es una casualidad, crear requiere tiempo y cierta tranquilidad,
sosiego, un entorno propicio, o al menos no castrador, algo bastante imposible si
tienes que dedicar gran parte de la jornada a sobrevivir, a obtener lo justo para
comer caliente cada día.
4
Es difícil escribir un libro de viajes si no tienes dinero para viajar, es difícil
dominar un idioma si no has podido ejercitarlo en el extranjero. Carmen Martín
Gaite, Ana María Matute, María Jesús Echevarría, Begoña García-Diego,
Carmen Laforet, eran personas cultivadas, ilustradas, porque tuvieron tiempo,
dinero familiar, para serlo, las inquietudes, la vocación, no surgen por generación
espontánea, tienen que tener un periodo de incubación. Hasta para ser observador
hay que tener tiempo, y Begoña García-Diego lo tenía, era hija única, rica, vivía
frente al Retiro, barrio de Alfonso XII, y lo supo aprovechar, desperdiciar, con
fundamento, inaugurando el costumbrismo frívolo autocrítico, sarcástico, o de
clase alta, porque los pudientes también tenían sus costumbres, aunque los
escritores burgueses de la época, Aldecoa, Fernández-Santos, Cela, se dedicaran
más a testimoniar las de los pobres, desde fuera, una forma tan válida, hipócrita,
como otra cualquiera de aliviar su mala conciencia de clase, de casta. Y lo mejor
de todo es que no lo hace desde del habitual snobismo, prepotencia, de los
nuevos ricos, de los intelectuales, ni desde el existencialismo de superficie o
spleen de una Françoise Sagan, lo suyo es autocrítica, sencillez, humildad
genuina, sin el menor atisbo de egocentrismo, de narcisismo, de megalomanía.
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“Café Gijón” Eduardo Vicente
Algo inédito en nuestras orgullosas, soberbias letras, y más cuando en su caso
podía habérselo creído porque empezó tocando pelo, ganando el premio de
novelas cortas Café Gijón de 1957, “Bodas de plata” (su primera novela, una
crítica negra del matrimonio, de la burguesía, escrita en un caluroso verano
madrileño en que se que se había quedado sola, “la escribí en cuatro días y de
tres a cinco de la tarde.”, todo el proceso de creación y la posterior repercusión
se puede leer en el cuento auto-biográfico “En este mundo traidor” [apéndice])
que anteriormente solo habían ganado dos mujeres, Ana María Matute con
“Fiesta al Noroeste” (1952), Carmen Martín Gaite con “El balneario” (1954), y
teniendo el unánime respaldo de la crítica, y del público, que llenaba de cartas, de
aprobación las mujeres y de rechazo los hombres, la redacción de ABC (también
escribió en “Semana”, “Don José”, “Miss”, “Garbo”, “Pueblo”, “El Español”), el
periódico más influyente culturalmente de la época, como respuesta a cada uno
de sus artículos proto-feministas en la sección “Cuarto de estar”, una especie de
Consultorio de Elena Francis ligeramente modernizado (“es un tratado de
filosofía barata”), que influyeron a toda una generación de jovencitas de clase
media-alta con espíritu rebelde, progresista, incluida la ex-alcadesa de Madrid,
Manuela Carmena, que la reconoce como su principal influencia, referente, sobre
todo por su artículo “Di que sí” (apéndice). Lo mismo se puede decir del
humanista Jaime de Armiñán, que no casualmente en los años 60 dio un giro
feminista a sus series, “Mujeres solas” (1960) y “Chicas en la ciudad” (1961),
título casi idéntico al del libro antología de esos artículos, “Chicas solas” (1962).
6
Una mujer moderna, sin revoluciones, liberal, cosmopolita, desprejuiciada, sin
miedo ni complejos como María Jesús Echevarría, su alma gemela, aunque más
oscura, profunda, pesimista, que también se curtió a base de viajes, de
desamores, de corresponsalías en el extranjero, Inglaterra, Francia, Italia, Grecia,
incluso como redactora en la revista cubana “Vanidades”, que después de la
llegada al poder de Fidel Castro trasladó su sede central a Nueva York en 1961.
De esa experiencia vital surge el diario “América con mis ojos” (1962), un viaje
iniciático, despertar de la conciencia, una sencilla crónica a pie de calle de la
sociedad americana de los 60, un complemento perfecto a los dos geniales y
profundos libros de María Jesús Echevarría centrados en su estancia americana,
“Poemas de la Ciudad” (1960) y “La sonrisa y la hormiga” (1963). Al poco de
volver a España, 1963, se casa y se retira al campo extremeño, dejando de
publicar durante unos años, volviendo a finales de los 60 (1968-1971) con una
nueva sección sobre la juventud llamada “Los años locos” (una antología con el
mismo título fue publicada en 1972), uno de los artículos, “Qué pena morir
cuando aún nos queda tanto por leer...” (1971), fue premiado en la “Fiesta del
libro” [se puede leer en el apéndice]. Después abandona casi por completo la
escritura, salvo algunos artículos aislados, entre ellos uno de los mejores
dedicado a las diputadas durante el Golpe de Estado del 81, “Mujeres”
[apéndice], y un irónico libro de auto-ayuda, “Del mal amor y otras calamidades”
(1991).
“A mí no me gusta escribir. Lo que me gusta es no dar golpe. Pero creo que en el
mundo hay que hacer algo, y que todo el secreto está en encontrar un quehacer
que sea como una diversión disfrazada de trabajo. Yo arribé a la literatura por
mi afán de trabajar, de hacer algo útil, de no pasarme el día pensando en trapos
y distracciones. Pensé en qué podría ocupar mi tiempo, y lo más fácil me pareció
escribir.” Beatriz García-Diego
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Para don Tomás,
mi padre.
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BALADA POR UN AMIGO MUERTO
Ya no tengo perro. No quiero más perros.
Mi viejo dálmata amigo no ha resistido el invierno. Se marchó el compañero
silencioso y amable de tantas horas felices, de algunos momentos amargos, de un
trozo considerable de nuestra vida familiar. Cariñoso, alegre, dulce y fiel, tenía
hasta sentido del humor. He vuelto a sentarme en el jardín, bajo el níspero, frente
a la acacia, pero no es lo mismo. Nunca será lo mismo. Ya no tengo a quién reñir
por estropear los rosales, ya no tengo a quién llamar desde la puerta silbando;
para qué voy a lanzar al aire la piedra grande si estoy segura de que nadie me la
devolverá moviendo el rabo; es inútil guardar la carne en el último piso del
armario, también en el más bajo la tenemos segura. ¡Qué triste tranquilidad al dar
la marcha atrás cuando se guarda el coche en el garaje! Ahora no hay miedo de
sentir un ladrido quejumbroso de perro atropellado en su alegre premura por
venir a recibir a sus amos. Cuando llueva y bajemos a recoger la ropa tendida
junto a la tapia, tras de la casa, ningún bulto caliente y húmedo se nos enredará
en las piernas, como diciendo: «Ingrato, te olvidaste de mí.» El próximo otoño
perderán, como siempre, los altos chopos todas sus hojas amarillas, una a una, sin
que ningún ser vivo se revuelque en ellas; nadie ladrará a la luna tristemente ni
tampoco con alegría al amanecer.
No, yo nunca tendré otro perro. Se acabaron los perros para mí.
12
Lo sé mejor que nadie; es tonto y frívolo llorar por un bicho. Hay mujeres en
Estados Unidos llevando luto por sus esposos caídos en la guerra; alguien está
saliendo, ahora mismo, de la consulta de un médico que le diagnosticó cáncer;
muchos niños acaban de morir; ese hombre que vuelve a su casa, el aire
derrotado, encorvada la espalda, arrastrando los viejos zapatos por el barro, como
queriendo demorar la llegada, tampoco hoy encontró el anhelado trabajo; el
marido de aquella joven vestida de oscuro, tan pálida, que es nuestra compañera
de autobús, se emborracha cada noche, y muchas criaturas —tan amadas como
las nuestras— pasan hambre y frío sin que nadie haga nada por remediarlo.
Por eso yo no lloro por mi perro; tengo otros problemas que reclaman mi
atención y sólo le recuerdo algunas veces, con una tonta punzadita en el corazón
que reprimo rápido porque me da vergüenza. Cuando piso la calva que hicimos
en la hierba recién plantada peleándonos los dos por una pelota. Al volver del
teatro y entrar en la cocina, donde nadie me espera moviendo cadenciosamente el
rabo; si me como una galleta al atardecer sin sentir en la mano la llamada de unos
ojos suplicantes; cuando cuelgo en el armario mi vestido viejo limpio de huellas
de patas en su falda; al cruzar otro dálmata por la calle, menos bonito. Ya no
guardo clandestinamente un pedazo de pan en el bolsillo; ahora no me despido de
nadie cuando salgo del jardín, no busco entre los árboles al entrar, no vuelvo la
cabeza al salir.
Palabra, no quiero más perros. Nunca. Jamás.
De él no hablamos. Todos somos adultos, conscientes, muy imbuidos de
nuestros deberes, de nuestros derechos, de lo que debe hacerse o no hacerse: «Por
un perro no se llora, te va a castigar Dios.» «Con las cosas que están pasando en
el mundo y la de problemas gordos que tenemos, ¿qué importancia puede darse a
la muerte de un bicho?» Apenas hicimos algunos fríos comentarios entre nosotros
el día que murió: «Mejor así: un perro tan viejo y casi ciego, hubiéramos tenido
que suprimirlo cualquier día.» «Si daba pena verlo.» «Casi me alegro, después
de todo.»
Gracias, no quiero perros, nunca volveré siquiera a mirarlos.
Fue un cachorro. Igual que un niño patoso que bajaba las escaleras poco
firme, perdiendo pie en el penúltimo obstáculo, rodando entonces como una
pelota. Fue un animal joven y travieso, tan hermoso, pletórico de vida, que
escondía los zapatos, mordisqueaba las cortinas y se comía el postre de los
invitados abriendo la nevera con el hocico. Me llamaban donde estuviese
para decirme indignados: «Tu perro ha hecho tal o cual fechoría, ha mordido al
cartero, nos ha dejado sin merienda.» Fue un animal adulto de olfato excepcional
que siempre encontraba el objeto que escondíamos por juego en el jardín o en la
casa. Fue un viejo filósofo ciego que levantaba la cabeza al oírnos entrar, con
algo que parecía una sonrisa en sus ojos blancos, mientras golpeaba el suelo con
serios y acompasados golpes de rabo.
Era listo, bello, bueno y fiel. Siempre estuvo en su sitio, nunca nos
decepcionó.
No quiero hablar del asunto. Hay guerra, catástrofes, plagas, asesinatos,
revoluciones, hambre, tedio, incomprensión, amargura...
Pero yo nunca, nunca, tendré otro perro.
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ESAS TERRIBLES Y BUENÍSIMAS GENTES…
Dios nos libre de los sacrificados por profesión, a la larga dan mucho más
trabajo que los discretamente egoístas e independientes. Esas personas capaces
de dejarse matar antes de pedir ayuda, dispuestas a no casarse ni a tener un solo
amigo en el mundo para no dejar solos un instante a sus ancianos padres (muchas
veces deseando los pobres que se vayan de casa para tener un poco de libertad y
paz), o prefiriendo morir antes de pedir ayuda, suelen originar en los hogares
conflictos familiares infinitamente más graves que los surgidos entre seres
normales y bien pensantes, contentos de arrimar el hombro cuando es necesario,
lo que no les impide divertirse si llega el momento.
Hay gentes que sólo la gozan haciendo el papel de víctima y a menudo, a
fuerza de fastidiarse a sí mismos con verdadero placer, acaban planteando
terribles problemas. La joven casada que aguanta estoicamente las primeras
molestias del parto o calla por no fastidiar ese pequeño síntoma de aborto que
tuvo por la mañana obliga a un marido, nerviosísimo, a buscar un taxi a las
cuatro de la madrugada para internarla a todo correr en la clínica, mientras
alguien saca de la cama a un pobre médico agotado tras dura jornada de trabajo.
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Durante una serie de tensas horas nocturnas tiene a siete personas soñolientas y
asustadísimas pendientes de ella (tal vez era eso lo que buscaba), en lugar de
haber salido tranquilamente hacia el hospital con su maletita en la mano a las
doce del mediodía, escuchando los deseos de suerte del portero y asistida por el
doctor dentro de sus horas de labor, que maldita la gracia que le hace a nadie
vestirse al amanecer sin necesidad. Pero eso representaría ser blanda de carácter
y su terrible orgullo hubiera sufrido demasiado al comportarse con naturalidad,
igual que las otras benditas mujeres menos sacrificadas, no tan austeras y
maravillosas como ella, que llaman al marido temblorosas al primer asomo
de síntoma:
—Oye, corre, ven a buscarme en el coche, que me encuentro fatal, y date
prisa...
Aunque en realidad sobre tiempo y todo se desarrolle felizmente, según lo
previsto gracias a la falta de estúpida heroicidad de la futura madre.
No hay nada más pesado que esos muchachos que pasan su vida ayudando a
un prójimo que maldita la necesidad que tiene de ayuda. Te dejan el sitio en el
aula de la Universidad, insisten para que copies sus apuntes, prestan gustosos su
paraguas cuando llueve, ¡Dios me perdone!, están deseando que te pongas malo
con algo contagioso y larguísimo pana poder pasarse las horas muertas sentados a
la cabecera de tu cama, sonrientes, resignados, bondadosos, haciendo sin parar
zumo de naranja, cambiando de sitio las almohadas y demostrando a cada
instante lo maravillosos que son, y como además es cierto da más rabia
todavía.
Todos conocemos a esa chica perfecta, trabajadora, buenísima, ocupándose de
su anciana abuela, sonriente, que es el sueño de todas las madres con hijos en
edad de merecer. No tiene todo el éxito que debiera a pesar de ser muy guapa,
porque a los hombres les gusta también tener alguien a su lado capaz de perder
los estribos en un momento dado, de largarlo todo por la borda y hacer un
disparate (mejor que no lo haga, pero es deliciosamente inquietante que haya la
posibilidad), y la seguridad de avanzar por la vida siempre al lado de una bella
mujer, que además es una especie de santa y capaz de sacrificarse por todos, por
todo y siempre, da algo de pereza, Pero, claro, se casa; no siempre son idiotas. Es
aquella que ya en la clínica de maternidad se opone a que se lleven a su tierno
bebé a dormir con sus contemporáneos en la sala común denominada «nido», a
diferencia de las otras frívolas «recién madres» que están piando porque lleguen
las nueve de la noche y se los quiten de encima. Negándose a tener ninguna
ayuda doméstica, plancha ella misma los pantalones de su marido, prefiere morir
a poner una sopa de sobre, sigue trabajando en la oficina a ratos perdidos para
ayudar a la economía familiar, aunque su esposo gane lo suficiente; no quiere ni
escuchar a su hermana soltera, amable, joven y ociosa, que se sentiría feliz de
dormir junto al pequeño dejándola ocho horas de descanso sin preocupación
alguna. Ella lo hace todo, es capaz de todo, aún le queda un rato libre los
domingos por la mañana para ir a leer el periódico al viejo ciego de la esquina,
15
que está medio «chocho» y pocas ganas tiene de enterarse del conflicto
americano; pero, como está bien educado y ha pertenecido toda su vida a la clase
oprimida, se calla y hasta le da las gracias. El resultado no se hace esperar; la
perfecta ama de casa, esa madre que no permite que nadie más que ella bañe a
sus nueve hijos, aquella esposa amantísima que por la noche hace copias a
máquina, con el bebé en brazos, en el cuarto más frío de la casa para no despertar
a un marido que está deseando el pobre ayudar y no sentirse como en un hotel;
agarra una anemia perniciosa complicada con la más terrible depresión nerviosa
—«nadie se ha dado cuenta de lo que valgo, ni los niños me lo agradecen; Pepe
dice que me gusta sacrificarme y que así lo paso bomba...»— y hay que
internarla en un sanatorio para seguir el más caro de los tratamientos, repartir los
críos entre las tías, tomar una niñera desconocida para que se ocupe del recién
nacido... Total, que la austera y sacrificada esposa y madre ha causado un
sinnúmero de preocupaciones, molestias, problemas y gastos, además de malos
ratos innecesarios y un quebranto de salud, del que tardará mucho en reponerse
por no haber sido sencilla y hasta un poco frívola, deseando dejar a sus niños con
su hermana por la noche; llamando al marido para que prepare el biberón de
madrugada cuando está demasiado cansada; dando su ropa a limpiar en la
lavandería; dejando todo trabajo por el momento fuera del casero y hasta
escapándose de cuando en cuando a un fin de semana al campo si encuentra unas
buenas manos (es cuestión de buscarlas) con quien dejar dos días a sus hijos.
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El señor mayor con posibles y una esposa impedida en una silla de ruedas que
se niega a ponerle una enfermera de noche y otra de día, sin que eso signifique
separarse de ella en absoluto, es sencillamente un masoquista. Le gusta ser
mártir, hacerse el santo, recibir alabanzas a su heroísmo, está intentando, y lo
consigue, ponerse también enfermo y dejar a su esposa completamente sola o
internada en una casa de reposo, con lo que su absoluta entrega se convierte en
crueldad. Siempre desconfío de la mujer que asegura con orgullo que nunca ha
tenido ninguna amiga, ni ocupación, ni «hobby» fuera de su marido y sus hijos;
compadezco en mi fuero interno al esposo y los niños atados a sus faldas durante
toda su existencia a base de «chantaje»:
—Os he dedicado mi vida entera; luego es normal que os fastidiéis también
vosotros a modo para ocuparos de mí...
—Es la que siempre espera de los demás lo mismo que hizo ella por egoísmo,
que prescindan de todo por atenderla. La chica que en la excursión campestre se
empeña en fregar sola todos los platos en el río declinando las amables ofertas de
las otras, en abrir todas las «Coca-colas», en recoger todas las migas y en
envolver todos y cada uno de los restos de jamón de york en papel de aluminio
para que no se estropeen y luego se queda plegando las servilletas mientras los
demás se persiguen entre los árboles jugando al escondite quiere ser superior,
hacerse alabar, creerse formidable. También el muchacho que sigue trabajando en
el almacén luego de la hora del cierre, haciendo sentirse a los otros vendedores,
que se están poniendo de prisa la gabardina, egoístas y frívolos:
—Pero, Alberto, si son ya las ocho y no es necesario revisar esas facturas, ya
lo haremos mañana temprano, que siempre estamos libres...
—Vete, lo acabaré yo y así me quedo tranquilo…
Y también feliz de que los otros se sientan, sin razón alguna, con complejo de
culpabilidad por salir del trabajo a hora normal. Desconfiemos de la persona que,
a fuerza de bondadosa, sacrificada y eficiente, consigue que todos, a su alrededor,
estén incómodos; es capaz de desencadenar las peores catástrofes en casa o en la
oficina, de viaje o paseando, y muchas veces debido a su manía de no pedir
ayuda nunca, ni quejarse, necesita más ayuda que nadie, causa ,tantas molestias
como una plaga y acaba resultando mucho más cara y latosa que cualquier ser
normal haciendo cada cosa a su tiempo, sacrificándose cuando es necesario,
divirtiéndose a su hora y teniendo amigos y ocupaciones fuera de su familia, que
muy bien pueden en su día ser útiles a esa misma familia.
Cuidado con los santos de vía estrecha, con los que quieren hacerlo todo,
sacrificarse por todos, no quejarse jamás, ser mártires. A veces están llenos de
amor propio, viven para que les alaben, necesitan sentir siempre a su alrededor la
general atención, no se resignan a ser como los otros, sencillos, tranquilos, con
sus defectos, trabajando a sus horas, disfrutando en las fiestas, capaces de velar
una noche a un enfermo y también de acostarse muy tarde ese sábado que fueron
a bailar. Son incómodos de vivir, ponen de un humor horrible y traen
complicaciones espantosas al menor descuido.
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LOS PADRES ESTÁN CANSADOS
Da miedo leer los periódicos. Jóvenes drogados en Londres; banda de asesinos
menores de edad respondiendo ante un Tribunal por la muerte de una muchacha;
marihuana en la maleta de una chica rubia que se dirigía a Ibiza; revueltas de
estudiantes en todos los lugares del mundo; hijas de familia escapadas de casa;
secuestros de aviones; ladrones de quince años... Los
delitos del mundo parecen causados en su totalidad por muchachos apenas
salidos de la infancia, con mejillas suaves y doradas como melocotones y planes
siniestros bajo sus lisas frentes de chiquillos.
La generación de sus padres, ahora en la plenitud de la vida, hombres y
mujeres demasiado niños para haber participado en la guerra, pero que la
vivieron, bachilleres en los años cuarenta, adolescentes de tiempos austeros, se
horrorizan de lo muy revolucionarios, peligrosos y jaraneros que son sus hijos.
No saben hacer frente a esos seres rebeldes y con ideas, discutidores y violentos,
independientes, pero vulnerables, que no acatan nada establecido y se ríen de
tantas cosas que ellos consideran importantes. Todo lo arreglan quejándose, a
gritos, sintiéndose mártires y recordando sus buenos tiempos, todavía recientes:
18
—Si yo me hubiera atrevido a levantar la voz en casa…
—Como volviéramos a las once de la noche sin permiso nos la cargábamos...
—Éramos seres responsables...
Es cierto. Nadie levantaba la voz ni volvía tarde y la gente era mucho más
responsable que ahora. Eso no es culpa de los muchachos de hoy, tan parecidos a
los de entonces —nada hay nuevo bajo el sol—, sino de sus directos
ascendientes. Los hombres y mujeres de cuarenta y pico de años que fueron
criaturas con el padre en el frente, la familia dividida y acunados entre ruido de
bombas, los que crecieron en un clima de ansiedad, educados en el temor y con
poco dinero por unos progenitores demasiado preocupados pana mimarles, que se
veían negros para llevar comida a casa; estudiantes conscientes de que su título
universitario era la única forma de sobrevivir en un mundo deshecho, se han
convertido, con los años, en los padres más blandos de la historia. Tímidos,
dudosos de la actitud a tomar, incapaces de dar cara a una situación difícil,
empeñados en educar a sus hijos como eternos niños, sin autoridad, sin saber
muy bien lo que tienen que hacer, aparte de consentirles, mimarles e impedir que
se hagan adultos a fuerza de protección. El hombre que hizo toda la carrera en
clases nocturnas porque tenía que trabajar durante el día para costearse los
estudios consiente que su hijo, sano y perfectamente capaz, repita año tras año
segundo de Derecho, limitándose a indignarse durante cinco minutos todos los
junios y todos los septiembres cuando salen las listas.
—Parece mentira. ¡Si supieras lo mucho que me cuesta sacarte adelante y
cuánto he tenido que trabajar durante ¡toda mi vida...!
Y, ¿cómo lo va a saber el pobre chico? Sólo sabe que, «haga lo que haga»,
seguirá en su casa, alimentado, vestido, mimado y agasajado. Su madre le tendrá
la comida a punto suspenda o apruebe; la cama preparada sean cuales sean sus
notas; el dinero en el bolsillo, aunque jamás en su vida sea capaz de ganárselo, y
en principio todos los lujos y comodidades, pequeños o grandes, a los que ha
llegado su padre luego de muchas horas de dura labor. Es normal que se esfuerce
poco. La infancia es una etapa agradable, luminosa, sin responsabilidades. «¿Por
qué no prolongarla durante toda la vida si los padres nos lo permiten? Seguro que
nosotros tampoco hubiéramos hecho nada de haber estado alimentados de balde
por nuestros abuelos años y años... No nos quejemos, pues...»
Tienen razón. El estudiante eterno obraría de otra forma teniendo limitada su
época de Universidad; si al cabo de un corto número de años y al no progresar en
sus estudios tuviese que buscar un trabajo remunerativo o marcharse fuera de su
casa y arreglárselas de alguna forma. Pero está bien seguro de que su padre no
será jamás capaz de tratarle corno adulto; puede ser eterno universitario, eterno
niño mimado de mamá, cursos y cursos, siempre. Demasiada tentación para el
pobre ser humano, mimado, excesivamente protegido, en que le ha convertido su
familia. Es agradable la vida del estudiante que no estudia, con sus lindas
compañeras de clase y las largas vacaciones de verano; hermosa la existencia de
adulto cuando se sigue siendo un niño para las responsabilidades; lo bastante
grande para salir de noche y aún suficientemente pequeño para vivir de papá...
¿Cuántos casos conocernos todos?
19
Pocas muchachas de esas que animan el «Madrid la nuit», con sus minifaldas
y pantalones rutilantes, los ojos cargados de «rimmel» y abrazadas a sus
compañeros de unas horas, estarían allí a las cuatro de la madrugada si cinco
horas después tuvieren que trabajar, como es normal y sano en las personas
mayores. Pero a ninguna le dice su madre cuando vuelve un sábado de
madrugada, no se sabe de dónde, poco firme sobre sus tacones de raso:
—La libertad hay que ganársela, guapa. Mañana te buscas un buen empleo
que te permita comer, vestir y pagarte una habitación, y si entonces tienes ánimo
de salir todas las noches a bailar, allá tú. Sólo cuando seas capaz de ganarte la
vida puedes elegir la manera de vivirla...
Pero la «generación anterior» está cansada. Fueron difíciles sus comienzos, no
quiere conflictos, prefiere que sus hijos estén en casa que verles independientes
en seguida. No sabe imponerse cuando son mayores, igual que no supo darles
una bofetada cuando eran pequeños, cuando aún era tiempo. Se empeña en
ponerse a su altura para presumir de joven sin conseguir más que hacer el
ridículo. De ellos es la culpa. Del padre que no exige trabajo y responsabilidad
desde la adolescencia; de la madre que luego se queja porque su hija no ayuda en
la casa y se pasa el día pintándose los ojos y hablando por teléfono:
—No es capaz ni de echarme una mano para fregar los platos... Jamás se hace
la cama antes de salir…
Algunos padres de ahora no son del todo culpables. De niños han vivido una
guerra, fueron jóvenes en una Europa austera y gris, tuvieron que luchar para
todo, están cansados. Sólo saben entendérselas con niños, y por eso tienen en
casa eternos niños, cuyas barbaridades castigan como travesuras, cuyos
disparates les parecen leves, cuyo egoísmo lo achacan al ambiente, o a la
inmoralidad reinante, o al exceso de libertad para no culparse a sí mismos únicos
responsables a menudo de la crisis juvenil.
Deberían explicar a sus hijos, de pequeños, que sólo serán libres cuando se
ganen la vida y hayan llegado a mayores de edad: «Si trabajas te pagarán por ello
y entonces podrás hacerlo.» Establecer como norma que todos los adultos que
viven en casa de sus padres contribuyen a su manutención con una parte del
sueldo una vez terminados, a su tiempo, los estudios. Las mujeres que viven
juntas, por mucho parentesco que les una, tienen que dividir en partes iguales los
trabajos caseros. Y programarlos bien para que no impidan las otras actividades.
Al llegar a la mayoría de edad, todo el mundo debe estar andando su camino:
trabajo, carrera, investigación, empleo fijo; ya no es época de estar probando,
ensayando, dudando.
A veces es terrible. Un hijo sale alcohólico, ladrón, homosexual o seguidor de
un loco Manson en la caliente California; son casos perdidos y, la mayoría de las
veces, sin remedio. Entonces no es culpa de nadie. Pero el de la niña que luego
de dos años de correr las «boites» con cien vestidos y cien acompañantes
distintos se escapa con un hombre casado, sí. Porque en su casa la han dejado ser
ociosa y frívola como una perrita de lujo, y éstas, muchas veces, se encaprichan
del perro callejero que llega con el lechero cada mañana. Y el del chico que vive
20
hace cuatro años en Madrid estudiando su primer curso de carrera sin aprobar
ninguna asignatura, al que se está pagando la residencia a fuerza de privaciones y
trabajo desde una oscura capital de provincia, cuando lo pescan una tarde
fumando marihuana en un apartamento alejado, también es culpa de sus padres.
Debería llevar ya mucho tiempo sin ninguna ayuda familiar y obligado, por tanto,
a trabajar para comer.
Los jóvenes de hoy son como niños, y eso pasa en todos los países, en todas
las clases sociales. Pero se creen adultos y tratan como juguetes las cosas más
peligrosas de la tierra: sexo, instinto, droga, alcohol, armas, libertad. Culpa de los
padres. Es suicida dejar a criaturas jugando con objetos y sentimientos propios de
hombres. No se puede evitar que un hombre hecho y derecho se emborrache cada
noche con el dinero de su trabajo, fume drogas o asalte niñas en las carreteras
solitarias. Es mayor, consciente, responsable, puede elegir si quiere el camino
torcido. Pero al niño de la eterna carrera, a la chica ociosa, al vago profesional
disfrazado de «hippie» no hay que dejarle escoger. El dinero y la protección de
los padres es para abrirse camino en la vida, muy poco tiempo, y nada más.
Estamos asistiendo a la disolución de la familia, sin preparación del individuo
para su nueva libertad, como si soltáramos a nuestros niños a la salida del
«kindergarten» en medio del tráfico de la gran ciudad, solos, sin consejos, tan
felices de su recién estrenada libertad.
Es terrible decirlo; pero la culpa, muchas veces, es de los padres.
Si se tienen que manejar solos, vivir solos, actuar solos, que sea de verdad, sin
ayuda de nadie. Darles la llave del portal sin que la pidan en cuanto sean
responsables, pero nunca si no se la merecen. Enseñarles a ir solos al colegio a
los siete años —«cruzas por el guardia, tuerces a la izquierda, no hables con
nadie»— y a ser hombres a los veintiuno. Maduros, realistas, conscientes. Y
entonces dejarles marchar alegremente, sin nostalgia. Nuestros niños se han
convertido en hombres; gracias a Dios, les llegó su turno en la representación.
¿No será por el egoísmo de no perderles por lo que les permitimos tantas
cosas y les educamos tan mal? Hagamos examen de conciencia.
21
VENDEDORES TERRIBLES
En este pueblo somos los últimos veraneantes. Hace un tiempo
maravillosamente tibio por la mañana, apenas rizado de viento al atardecer, no
hay un coche en la plaza y es una delicia recorrer la larguísima playa solitaria con
las olas de otoño ya un tanto furiosas enredándose gruñonas en nuestros pies. Los
indígenas respiran felices dentro de su paraíso recobrado y vuelven a encontrarse
con alegría por las calles hasta hace poco repletas de gente de todos los países,
todas las edades, todos los colores. Cada tarde media docena de personas nos
sonreímos sin conocernos en el entreacto del cine, y todos se extrañan de vernos
todavía por aquí con nuestra pinta de veraneantes rezagados, el pelo áspero y
lleno de sal, trajes de verano y pies descalzos en sandalias abiertas, mientras la
gente seria que ya olvidó sus vacaciones ha vuelto a la corbata y al jersey, al
traje sastre y al zapato abotinado. Preguntan con algo de prevención cuando nos
encontramos en la carretera, en el supermercado o en la peluquería:
—¿Pero todavía están ustedes aquí?
22
Como indicándonos que no somos habitantes de la villa; nuestra normal
estancia está acabada y les resulta un tanto raro tropezarse con nosotros a cada
momento, como extraños mezclados en su vida, igual que desconocidos vestidos
inadecuadamente que se sentasen cada noche frente a su televisor entre los
miembros de la familia.
Pedimos disculpas explicando que como hace tan buen tiempo los niños son
todavía pequeños y nos espera mucho trabajo a la vuelta, nos hemos permitido la
libertad de quedarnos dos semanas más de lo previsto para llegar con fuerza y
buen humor a nuestras ocupaciones habituales. En seguida sonríen. ¡Sólo era eso!
Y nos felicitan alegremente por haber podido prolongar nuestra estancia, ya bien
seguros de que nos iremos en seguida con nuestras alpargatas descoloridas,
haciéndoles olvidar la frivolidad de las gentes de agosto, gritonas, llenas de
ruidosas criaturas y pensando únicamente en divertirse.
La ciudad está cerca y la frontera también. Hacemos nuestras compras de
otoño, puesto que cuando volvamos a casa, quince días más tarde de lo debido, el
trabajo y los problemas se precipitarán sobre nuestras cabezas como irritadas
avispas sin dejarnos tiempo para nada, y seguramente nos encontrarían raros en
la oficina, o en el taller, o en la panadería, si apareciésemos a primeros de octubre
en camisa cocodrilo sobre el traje de baño. Por la tarde, cogemos la carretera con
la lista de nuestras necesidades en mano para ahorrar tiempo a la vuelta, y así
matamos el gusanillo de la conciencia que nos reprocha seguir aquí, ociosos,
felices, libres, solitarios, maravillosamente aburridos al caer la noche, mientras el
resto de la familia, y también el resto de la humanidad han vuelto a su vida de
rutina: «De casa a la oficina, de la oficina a casa, comprar, guisar, fregar, estudiar
para los exámenes, dormir, afeitarse, desayunar y luego otra vez».
Si hay algo en el mundo que considero difícil es sacar una oposición a notario
o a abogado del Estado. Jamás he conocido a ninguno de esos seres geniales
fuera del ejercicio de sus funciones, pero siempre les he mirado con gran respeto
pensando la cantidad de horas, y días, y años que han empleando durante su vida
estudiando variadísimos y doctos temas sin mezclar el contenido de uno con el
otro, ni equivocarse en el examen u olvidarse de golpe de todo lo que
aprendieron en el momento crucial. Hace falta ser un rato listo y sereno para eso.
Pero, pensándolo bien y luego de mis experiencias como compradora que
empiezan a ser, ¡ay!, anchas, variadas y múltiples, resulta mucho más difícil que
nada ser un magnífico vendedor. Me parece natural que se «forren» en los
Estados Unidos, que es el país donde mejor se paga el rendimiento. No hay en el
mundo dinero suficiente para el hombre capaz de hacernos salir con un traje de
submarinista, cuando nunca nos hemos siquiera bañado en el mar, diez minutos
después de haber entrado en la tienda de deportes con la intención de comprar
una pelota de «ping-pong» para nuestro sobrinito que la ha perdido en el jardín.
Hay genios de ese tipo en los comercios que podrían hacer cambiar la historia del
mundo de dedicarse a la política, pero prefieren pasarse ocho horas diarias tras de
un mostrador porque todavía queda gente que no es ambiciosa en este mundo
podrido, y menos mal.
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Los tímidos son presa más fácil, pero hombres bien templados, de esos que
saben mandar en su casa y cuyo fruncimiento de cejas hace temblar a trescientas
mecanógrafas, mil obreros, cuarenta secretarios y cinco hijos «hippies», se
convierten en muchachitos asustados cuando se enfrentan con esa vendedora
super «chic», super «in» y super segura de sí misma que se las sabe todas y les
trata como si acabasen de soltarse de las faldas de sus institutrices y no hubieran
cruzado jamás una calle más que de la mano de mamá:
—Pero lo que yo quería era ese par de guantes para conducir que tiene usted
en el escaparate...
—Este abrigo es una ganga y le queda que ni pintado.
—Yo vivo en Canarias, siempre vamos a cuerpo. Y mire lo estrecho que me
está en la espalda; al menor movimiento lo rasgo. Las mangas son tan cortas que
no llegan a cubrir el puño de la camisa...
—Mejor, viviendo en Canarias no es necesario abrigarse los brazos, usted
mismo me da la tazón. Está rebajadísimo además; voy a decir que se lo
envuelvan en seguida.
Yo contemplaba la escena desde la puerta del probador y con el traje que
acababa de intentar meterme en la mano, y digo «intentar» porque como era tres
números más bajo de mi talla no me pasaba ni por el cuello. El hombre
—cuarenta años, dos metros de estatura, aspecto de campeón de lucha libre
retirado— estaba a punto de empezar a hacer pucheros como un bebé ante la
machacona insistencia de la señorita vendedora. Pero no le sirvió de nada. Le vi
pagar, recoger su paquete, salir de la tienda arrastrando los pies luego de haberla
lanzado una mirada asesina que fue contestada con la más triunfadora de las
sonrisas. Me eché a temblar. Una vez fui a comprar un abrigo de pelo de camello
y ante la absoluta seguridad de tenérmelo que llevar de un color y una hechura
que me horrorizaban, tuve que optar por decir que no tenía encima más que
quinientas pesetas y dejarlas de señal, prometiendo volver a buscarlo al día
siguiente. Las perdí con alegría, con tal de no tener que pagarlo entero, carísimo
como era y nada de mi gusto. Tengo una amiga que entró en un almacén de
muebles con la intención de llevarse una silla alta para su niño de dos años que
iba a empezar a comer en la mesa, y el dueño la acompañó hacia la puerta entre
sonrisas después de haberla convencido para que cambiase toda la decoración de
su apartamento a base de estilo español en madera oscura, que es el único tipo de
muebles que había odiado toda su vida. El niño comió desde entonces sobre una
mesa castellana y siniestra, sentado encima de tres almohadones, porque se había
acabado el dinero para adquirir nada más en los próximos cinco años.
Mientras recordaba, horrorizada, todo esto, la chica se dirigió hacia mí con
mucho revuelo de melena, falda y perfume francés. Me adelanté a decirla
tartamudeando que el traje me quedaba pequeñísimo; además, no me gustaba el
color, y, pensándolo bien, no lo necesitaba para nada.
—Tonterías. Es la última moda y la favorece mucho. Cuestión de dar un
tijeretazo en el cuello, alargar el dobladillo y anchar un poquitín las mangas, casi
nada. Y es una ganga.
24
La contemplé admirada. Las mangas no me pasaban ni por las muñecas y
tenían dentro apenas un milímetro de tela; si consiguiese meter mi garganta por
el estrecho cuello podría saber lo que experimenta un ser humano al morir en la
horca. Me quedaba una cuarta por encima de la rodilla, cuando el maniquí que lo
lucía en el escaparate y que me hizo entrar en mala hora lo llevaba a la moda
actual, por media pierna. La miré, me miró y supe que de no huir a tiempo me
llevaría, sin remedio, el traje:
—Tiene usted razón, me encanta, es el sueño de mi vida, nada favorece más a
una mujer que la ropa un poco estrecha. Vaya haciéndome el paquete, que tengo
prisa.
Entré en el probador. Volví a ponerme mi querido, amigo y favorecedor
vestido viejo; aunque anticuado, a mi medida, un tanto ajado, pero al menos sin
que me estallasen los botones. Cogí el bolso. Y me fui a la calle rápidamente y
sin decir nada, con el corazón dándome golpes en el pecho y el estado de ánimo
de una ladrona que sale de una tienda disimulando los bolsillos llenos de objetos
robados.
Que nadie se ría, porque cosas de esas le han pasado a todo el mundo. Hay
muchachos «yeyés» que abandonan el almacén llevando bajo el brazo un traje de
oficinista maduro —ocho horas de trabajo diario, quinielas los lunes—, gris
antracita, con su corbata oscura y un pañuelo blanco para el bolsillo de arriba.
Alguna madre de familia numerosa se sonroja todavía al recordar el traje de baño
completamente transparente que le hicieron llevarse por falta de voluntad, y
todos tenemos en el armario algunos pares de zapatos que nos hacen ver las
estrellas debido a que un eficiente empleado nos juró y perjuró, sin escuchar
nuestras tímidas protestas, que «eso pasa siempre el primer día y en cuanto se
anda un poquito, como en zapatillas».
¿Por qué no les hacen ministros, directores de empresa, jefes del ejército o
algo por el estilo y así podríamos comprarnos sólo lo que nos gusta, o nos
apetece, o nos hace falta, o tiene justo el precio que nos conviene?
Aunque yo este otoño no voy a comprarme nada. No tengo valor para entrar
en otra tienda. Cuando paso por los escaparates me da cada escalofrío…
25
“POSTERS”
EL mundo en que vivimos está totalmente condicionado por la imagen. En
vez de leer se mira la televisión. A nadie interesa el relato de una acción de
guerra escrita por un gran periodista que se jugó la vida para poderla describir a
lo vivo, si acaba de contemplar en la pantalla todo el zafarrancho, con ruido de
bombas, soldados agonizantes y grandes llamas destruyendo las casas. Las chicas
se peinan, actúan y visten, copiando las fotos de la actriz de moda o de la última
modelo inglesa. Nos lavamos los dientes con la pasta perfumada que,
reproducida en neón y a tamaño gigante, nos invita cada noche a ponerla sobre el
cepillo desde el gran edificio que hace esquina a la estación de Metro por donde
volvemos a casa. Y mientras esperamos que llegue el tren subterráneo, una guapa
chica nos ofrece jabón en la pared al lado de un bebé alimentado con una leche
formidable y vecino de una tostada inmensa cubierta de margarina. En el
supermercado vamos directos a los productos que nos meten
ininterrumpidamente por los ojos, y, su dudamos, en la tienda de barrio siempre
hay un dependiente amable para indicarnos:
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—Lleve esto, es lo que anuncian tanto por la radio, lo que lleva en la mano la
chica en combinación cortita que está en todas las vallas de los solares.
Al mismo tiempo que los anuncios, entra en nuestro hogar la guerra, la
violencia y el terror. El ama de casa provinciana, haciendo punto sentada en la
cocina mientras vigila el asado y espera que vuelvan del colegio sus hijos
pequeños, está viendo las matanzas de Camboya, los sangrientos sucesos
desarrollados en Irlanda y el asalto de la Policía a una granja abandonada de
Illinois donde se ha refugiado un asesino psicópata con su fusil, luego de haber
matado a su mujer, a sus hijos y a su madre. Aunque el pollo se dore lentamente
en el horno, la casa huele a limpio, a flores recién cortadas y a buenos guisos, por
más que vuelvan los niños de clase, alegres, sucios y calientes con sus carteras al
brazo, nadie se siente segura después de eso. Tenemos la sensación, por más que
la frase sea un tópico, de vivir sobre un volcán. El mundo cambia cada día, no se
sabe cuál será el futuro de los que hoy son niños, es imposible prever nada,
programar nada, vivir en función de algo que no sea el momento presente. El rico
no está seguro de quién heredará su dinero; el estudiante de una carrera
dificilísima duda de poder ganarse la vida con ella; el accidente y el infarto de
miocardio rondan por las esquinas; ya no es el matrimonio la solución perfecta
para una mujer. La Bolsa sube y baja, cambian los gobiernos, la forma de pensar,
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la religión y el Bachillerato, no se sabe cómo educar a los hijos, quiebran los más
prósperos negocios mientras gentes oscuras, con trabajos absurdos, ganan
millones de la noche a la mañana. Todos vivimos sobre los nervios, y los muy
jóvenes más todavía, puesto que estrenan la vida, el temor y la sensibilidad.
Por eso se llevan las cosas grandísimas. Enormes, caras, vistosas, de mucho
peso. Uno se siente protegido entre objetos inmensos como si ellos fueran más
seguros, menos volubles que las personas y el ambiente. El joven cantante “pop”
que se hace rico rápidamente tras un éxito sonado en cualquier festival
internacional se apresura a comprarse el automóvil más gordo que haya en el
mercado, y el más rápido, y el más escarlata, y el que tenga los faros más
brillantes. Construye una casa en el campo de las dimensiones de un hotel de
lujo, con alfombras espesísimas, refrigerador gigante, una hectárea de terreno
alrededor y vasos de whisky en cristal tallado que pesen toneladas. La piscina
parecerá un mar, elegirá tres perros del tamaño de osos y un guardaespaldas
negro de dos metros de estatura, aunque nadie le reconozca por la calle. Se
sentiría mil veces más feliz en un precioso y lujosísimo apartamento de la ciudad
con ligeros muebles ingleses, un perro tranvía dormitando junto a fuego, tiestos
en la terraza y un discreto y carísimo descapotable oscuro esperándole en el
garaje, pero las mesas grandes, el mucho espacio y el desmesurado lujo le dan
seguridad. Esa seguridad de la que carecemos todos frente a nuestro televisor,
que alterna los horrores con los anuncios, con nuestro negocio, que tal vez nos
haga millonarios o nos lleve a la bancarrota, con nuestros ahorros, que lo mismo
desaparecen que se multiplican, con nuestro futuro impreciso, con esas esquelas
que nos dejan helados cada vez que abrimos el periódico, al anunciar la muerte
de tantos jóvenes amigos que reían a nuestro lado hace apenas unas horas y se
quedaron para siempre en una vuelta del camino, víctimas del “surmenage”
[agotamiento por sobrecarga y por exceso de trabajo] o de un accidente tonto de automóvil
o trabajo.
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El gran coche americano, la enorme mansión rodeada de árboles, la cama de
roble pesando un quintal o el inmenso hierro de Chillida presidiendo el salón,
mitigan sin duda alguna la angustia existencial de los jóvenes de hoy, pero no
están al alcance de casi ninguno de ellos fuera de Silvye Vartan, Raphael o
Françise Sagan. Por eso los muchachos normales que se desenvuelven en medios
normales y tienen en su profesión o estudios éxitos y fracasos normales han
inventado los “posters”. Grandes fotografías, protectoras, capaces de cobijar bajo
su gigantesca imagen al pobre ser desorientado, temeroso, nervioso, titubeante,
que es en muchos casos el hombre de nuestro tiempo.
Imágenes ampliadas hasta la inmensidad, capaces de cubrir toda la pared del
cuartucho alquilado en la ciudad por esa chica recién venida de su pueblo a
trabajar, que se siente sola, desorientada. La tranquilizadora imagen de esos pies
de bebé gigantescos, tan suaves, tan reales, tan grandes pero al mismo tiempo tan
dulces e inofensivos, la ayudarán a vivir, a dormir, a serenarse. Esa efigie
inmensa y maciza de Humphrey Bogart presidiendo el lugar donde escribe a
máquina aquella aislada y triste secretaria, la hace sentirse protegida por un ser
fuerte, casada con ese hombre dominante de mandíbula cuadrada con el que
sueñan todas las muchachas, capaz de escuchar y comprender, de mandar y de ser
cariñoso, de prohibir o de conceder según las circunstancias.
Los inteligentes negociantes de ahora se han aprovechado de la inseguridad
que domina a los hombres contando al mismo tiempo con la enorme influencia
de la imagen en el mundo actual. Puesto que los grandes objetos tranquilizan y la
gente compra las cosas sólo por los anuncios sin molestarse en pensar si serán
buenas o malas, existe una forma fácil de vender algunos productos: metiéndolos
por los ojos en gigantescas imágenes. Un modisto inglés vendió como panecillos
calientes todos sus vulgares modelos de “pret a porter” por el sencillo
procedimiento de presentar a sus maniquíes en escaparates bajo inmensos
“posters” de ellas mismas ataviadas con el mismo vestido que exhibían. Las
muchachas, al ver la descomunal efigie del vestido con chica dentro, adquirían el
traje influenciadas psicológicamente:
—“Me sentiré con él alta y seria, muy segura de mí misma, protegida, bonita,
fuerte, tranquila, con raíces, igual que un brillante cartel en la pared de una casa,
que hace volverse a todos los transeúntes.”
Un fotógrafo alemán ha llegado más lejos en la actual psiquiatría barata para
curar la angustia de la época. Los “posters” personales. Cualquier empleadillo
temeroso del jefe, el ascensorista de grandes almacenes que pasa ocho horas al
día encerrado en una cabina casi hermética en el más monótono de los trabajos:
—“Tercero, tejidos. Cuarto, confecciones de señora. Sexto, bebés. Caben tres
más. Retales, quinta planta...”— o la chica que emplea su día cogiendo puntos a
las medias en la trastienda de una droguería de barrio, puede hacerse una
fotografía favorecida y en el mejor ángulo, agrandarla hasta límites
insospechados y creerse una “super persona” cada noche, cuando se desnuda en
su cuarto barato y mal caldeado, luego de una jornada de trabajo agotador:
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—Ese soy yo, grande, fuerte, dominador. Ya verán… El mejor día…
Por eso siguen de moda los “posters”, mientras tantas otras cosas “in” que nos
hicieron ilusión han desaparecido al correr de los días como efímeras rosas de
otoño. Mientras nos sepamos bien de dónde venimos ni a dónde vamos, ni lo que
queremos, ni a quién amamos, ni lo que será de nosotros mañana… Si el futuro
continúa siendo una película de “suspense”… Cuando estudiamos sin
convicción, trabajamos sin ilusión y pensamos que la vida es un gran jeroglífico
que sólo pueden descifrar cultos, doctos e inteligentísimos sabios… Si queremos
ser más listos, más brillantes, más guapos, más serenos y mejores para ser dignos
de esa persona que adoramos y ni nos mira…
Ocurriendo esas cosas, los “posters” seguirán siendo necesarios y hermosos,
capaces de ayudar, de acompañar, de serenar, de hacernos ver el mundo de forma
más optimista, como drogas sin riesgo, como tranquilizantes inocuos.
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SABER LO QUE SE QUIERE
Como la juventud está de moda todo el mundo habla de ella. Hay tiendas sólo
para muchachos, larguísimos artículos en las revistas femeninas enseñando a las
chicas cómo deben cuidarse la piel a partir de los quince años y «fondos» de los
periódicos más sesudos del mundo analizando, en varias columnas de maciza
prosa sin un solo punto y aparte, el fenómeno social de los estudiantes
descontentos. A los jóvenes de hoy se les mima y se les critica, se les riñe y se les
aconseja, se les discute y se les da la razón, pero sobre todo la gente se ocupa de
ellos, intenta comprenderles, escucha sus opiniones. El mundo de hoy parece
hecho para los adolescentes, suya es la moda, la música, la literatura y hasta la
decoración; es natural que algunas veces se pongan un poco tontos, como niños
que acaban de tragarse un pastel demasiado grande y cuando luego les duele el
estómago echan la culpa a la madre que cocinó el dulce o al padre que dio el
dinero para comprar los ingredientes.
—Queremos que se nos oiga...
—Necesitamos comprensión...
—No estamos de acuerdo...
—Que empiecen a actuar y dejen ya de darnos consejos…
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En eso tienen razón. A todos nos revientan los aconsejadores profesionales
que tranquilos y desde su casa, opinan sobre nuestros problemas particulares,
asegurando que todo sería facilísimo de arreglar si les hiciéramos caso. Para ellos
lo complicado es sencillo y factible, lo mismo que a todos nos parece «tirado»
dar una serie de naturales con la izquierda y sin enmendarse cuando estamos tan
ricamente sentados sobre nuestra almohadilla con un clavel en la solapa y el
ánimo de fiesta. Es muy cómodo torear desde la barrera y también arreglar el más
peliagudo de los problemas cuando éste no nos duele en la propia carne, ni nos
hace perder el sueño cada noche dándole vueltas en la cabeza.
Sin embargo, algunas veces les cosas de lejos se ven con frialdad y más claras
que cuando nos conciernen personalmente. La madre novata no es capaz de dejar
a su primer bebé en la cuna pegando alaridos durante un par de horas y arrastra
mese y meses una crianza dantesca con una criatura chillando en brazos, pero si
hace caso de su amiga sensata pasará sólo unos días angustiada y sorda de tanto
grito para tener en seguida un niño como Dios manda, llorando únicamente
cuando tiene hambre o algo le duele Y a los jóvenes, en lugar de tanta tontería
como oyen —que se corten el pelo, que lleven corbata, que se bajen las faldas,
que no hablen de política—, alguien debería decirles que se metieran en su casa
para meditar durante seis o siete horas qué es lo que quieren en la vida. Una vez
decidido, sea lo que sea y aunque a los otros les parezca absurdo, a luchar por
ello. Pero de verdad, duro, sin concesiones ni dudas, sin arreglitos de conciencia.
A mi parecer hay que ser, lo primero, realista cuando se quiere triunfar en lo que
uno se propone. Y soñar únicamente en la cama durante el descanso; el día es
para actuar consecuentemente con las ideas que se tienen y procurar salirse lo
menos posible del camino emprendido.
Existen muchachas que desde que llevan calcetines sólo piensan en casarse.
Hombres, niños, casa, problemas domésticos son las únicas cosas que cuentan
para ellas. Eso no quiere decir que sean menos inteligentes que las otras, sino que
cada persona tiene unas aspiraciones en la vida y ser listo significa precisamente
el acomodarse a ellas desde el principio, sin engañarse disfrazándolas de otras. Es
tonto que este tipo de chica empiece una carrera difícil que no le importa nada y
nunca terminará, para casarse luego a los veinte años con un curso de Filosofía y
Letras y sin saber freír un huevo. Bien está que frecuente una academia para
tener una buena base de cultura general, que hoy es ya necesaria para todo, pero
su actividad principal debe ir siempre orientada hacia un buen curso de cocina,
labores del hogar y economía doméstica, que es lo que va a necesitar de verdad.
Puesto que lo que quiere es casarse y cada domingo se cree desesperadamente
enamorada del muchacho que acaban de presentarle en la piscina, será mejor que
procure ser realista y se dedique sólo al que la conviene, capaz de ganarse bien la
vida, amante de las mujeres de su estilo y de buen carácter. Del otro, lado
empieza ya a haber en España muchachas con verdadera vocación para una
carrera determinada y es perfectamente absurdo que la abandonen por casarse, ya
que el matrimonio se compagina con el trabajo femenino en todos los países del
mundo, y mucho más debería ser en el nuestro, donde, por el momento todavía,
puede encontrarse una chica de servicio abnegada y a precio accesible.
33
El joven que quiere escribir libros debe negarse a estudiar ingeniero por
mucho que se empeñen en su casa, y cuando no esté conforme con el mundo
actual es natural que lo diga y no se lo quede dentro para luego llenarse de
complejos en la edad madura. Pero el aspirante a escritor debe serlo de verdad,
no influenciado por las fotos del «Paris-Match» sobre el último joven talento, y si
es «no conformista» que lo sea auténticamente, aunque esté de moda. Siempre
habrá simpáticos jóvenes inútiles a la pesca de una mujer rica que les mantenga
toda la vida; estupendo cuando están dispuestos a guardarla fidelidad y a ser
amable con ella, pero sin inventar novelas de amor en las que pierden la cabeza
por muchachas, indefectiblemente, ¡qué casualidad!, hijas de papás con riñones
bien cubiertos, o, mejor aún, huérfanas de caballeros de esas características.
La mujer moderna, el hombre de hoy, tiene que ser, ante todo, realista.
Sabiendo lo que quiere, sea lo que sea, y sin avergonzarse de ello; no todo el
mundo aspira a realizar gestas heroicas, ni a sacrificarse por la Humanidad. Los
hay que quieren viajar y llevar una vida aventurera, los hay que prefieren morir a
salir de su pueblo. Existe gente que goza estudiando, trabajando, volcándose en
la profesión elegida, pero el que gusta de vivir con la rentita que le dejó su padre,
con tal de no dar golpe durante toda su vida, también tiene derecho a un sitio bajo
el sol.
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Difícil atenerse a la cruda realidad. En la vida hay muchos caminos, muchos
espejismos, demasiada propaganda de unas cosas y de otras. Cuando somos
jóvenes todo nos tienta; cada libro, cada paisaje, cada mujer es una llamada, igual
que una maravillosa tentación, como una sirena que nos buscase en cada esquina,
en cada puerta:
—Estudia esta carrera. Podrás luego ser muy importante...
—Cásate conmigo. Juntos haremos algo hermoso...
—Quédate tranquilo. La familia te protegerá...
—Vete en seguida de casa. Hay que empezar a vivir pronto...
Es complicado escoger y siempre hay probabilidades de una gran
equivocación. Pero el que lo hace de verdad es el que triunfa de verdad. Cierto.
35
TODOS LOS GUAPOS ESTÁN MUERTOS
EL ciclo de cine retrospectivo que vemos en televisión los martes y domingos
en medio de unos programas cada vez peores, más sosos y con menos categoría,
está acercando más a las generaciones que todos los esfuerzos realizados por
padres, educadores y filósofos. Madres todavía jóvenes, esbeltas, vestidas al
último grito, aunque un poco cansadas del trepidante ritmo de la vida actual,
preparan esa noche una bandeja con cena fría para la familia y se instalan solas
frente al televisor un poco antes de que empiece el “film” con los mismos ojos
ilusionados de las tiernas muchachas que fueron el día que estrenaron la película
que esperan ver unos instantes más tarde. Luego aparece vivo, joven, con “sex
appeal” hasta la punta de las uñas el Clark Gable de sus sueños de niña. El que
estaba escondido tras un sofá mientras Escarlata O´Hara descargaba su mal
humor rompiendo una porcelana porque el pretendiente amado había preferido a
otro. Se la quedaba mirando en alto su célebre ceja —que hizo pecar de
pensamiento a tantas mujeres virtuosas en la oscuridad de los cine de sesión
continua— para decirla sin perder la flema: —“esto ya es demasiado”. Y todas
las damas presentes en la sala suspiraban bajito, se les aceleraba el pulso y
repetían mentalmente: “sí que es demasiado, caramba”.
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Las hijas de familia nunca ven el principio de la película televisada porque
siempre llegan tarde a cenar. Su entrada suele coincidir con el primer
desagradable descanso propagandístico que corta la historia y llena de
desasosiego al televidente —los comerciantes no se dan cuenta de lo muy
contraproducente que resulta hacer propaganda de algo rompiendo el hilo de un
argumento interesante; sólo consiguen que el espectador tome nota en su
subconsciente del nombre del producto para no comprarlo jamás— y las excusas
cuidadosamente preparadas para disculpar su tardanza son apenas escuchadas por
una mujer distraída que murmura con los ojos fijos en la pantalla donde acaba de
aparecer de nuevo el ídolo: —“Calla, tienes tortilla de patata y fruta encima de la
mesa”. La chica mientras cena, sentada sobre la alfombra, el plato de cartón
encima de las rodillas y una “Coca-cola” en equilibrio inestable a su lado, sigue
distraídamente las imágenes del aparato pensando en su “boy friend”, en las
calabazas que va a recibir en matemáticas como no arrime el hombro al final de
curso y en esa maxifalda que acaba de hacerse su amiga Maruchi y que es una
preciosidad. Clark Gable en primer plano la mira socarrón, el pitillo entre los
labios, sus célebres orejas más despegadas que nunca, con ese aire que tiene de
quererlo todo de una mujer, cuerpo y alma, pensamientos y ahorros, tiempo libre
y horas de trabajo. La muchacha “in” que mete jaleo en la Universidad, piensa
marcharse de su casa en cuanto pueda, entiende más que nadie de cine de
vanguardia, fuma negro y odia todo lo convencional aunque no esté muy segura
de lo que significa esa palabra, siente el mismo escalofrío en la espalda de sus
antecesoras americanas que iban al cine recién salidas de una fábrica de
paracaídas durante la segunda guerra mundial y lanza un largo silbido
admirativo:
—Caray que tío… ¿De dónde sale? Nunca tuve la suerte de conocer a un niño
así de guapo…
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La madre, que nunca había visto a su héroe más que en películas hechas ya en
madurez y se lo está pasando de locura contemplándole jovencito y en plenas
facultades, se revuelve indignadísima:
—¿Guapo? Que va a ser guapo, hija, mucho peor… Y por lo que más quieras
no le llames “niño” a Clark Gable que era ya más hombre que nadie en pañales y
con chupete…
* * *
Si las chicas de ahora se casan encantadas sin pensarlo demasiado con el
primer pretendiente que se les presenta y tan felices es porque tienen la suerte de
no estar todas enamoradas de Gary Cooper, como les ocurría masivamente a las
que se quitaron los calcetines en el cuarenta y cinco. Sus amigos, los compañeros
de estudios, el hermano de aquella chica, ese vecino que les ponía los ojos tiernos
cuando bajaban a pasear al perro, soportaban mal la comparación con un ídolo de
un metro noventa, los ojos verdes, más guapo que nadie y con una de esas bocas
varoniles y tristes que hacían temblar en su butaca oscura lo mismo a la colegiala
de trenzas que a la mujer de mala vida. Ninguna conoció nunca ni un marido, ni
un novio, ni un nada que le llegara a la suela del zapato. Para colmo hacía
siempre de bueno, de listo, de valiente, de héroe, de tímido, de desgraciado, en
fin, de algo que volvía locas a todas las mujeres sin distinción de edad, profesión,
carácter o nacionalidad.
—“¿Qué te ha parecido la película, nena?” —preguntaban las madres de
entonces llevando unos lutos eternos por “papá que le mataron los rojos” a unas
chiquillas de larguísimas melenas rizadas y horribles zapatos ortopédicos que
venían de ver “La policía montada del Canadá”, y ellas contestaban muy
convencidas: “demasiado fantástica, sin ningún contacto con la realidad, figúrate
que la rubia planta a Gary Cooper en la última escena para casarse con otro,
como si eso fuera posible…” La madre le daba la razón afirmando que no había
mujer en el mundo capaz de plantar al hombre aquel por nada ni por nadie lo que
era una verdad como un piano que además reforzaba un amor familiar que en
aquel entonces no lo necesitaba porque era fuertísimo de por sí.
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—¡Qué gozada de muchacho! —exclaman admiradas las “ye-yes” de hoy día
al lado de sus extasiadas madres viendo una película del divino larguirucho
cualquier martes por la noche—, ¿es posible que sea de verdad?, ¿conocías tú a
este actor de antes, mami?
—Que si le conocía… —rezonga el padre tras de su periódico— jamás se
perdió una actuación suya, aunque tuviese cuarenta de fiebre. Nunca comprendí
lo que le veían las mujeres a un tipo tan desgarbado y sin gracia…
—Pues yo sí que lo comprendo, ya lo creo —afirma entusiasmada la niña de
ahora sentándose en el brazo de una butaca sobre sus pantalones de pana—.
Siempre creí que hombres así no se fabricaban, diablos.
—Y es que ya no se fabrican, mona, eso era en mis tiempos.
* * *
Ahora no: ahora todos los guapos están muertos.
Ya no se sienten las mujeres fieles traidoras a sus maridos cuando el horrible,
pero varonil Humfrey Bogart se largaba con la esposa del vecino sin mover un
músculo y ellas encontraban disculpas a la pobre señora porque, aunque su
legítimo compañero siempre era guapo, bueno y encantador, la tentación
resultaba muy fuerte. Las chicas “snob” no sentirán más el deseo absurdo de
flirtear con un “gangster” alcohólico que, además, ni era joven, ni alto, ni nada,
porque eso sólo podía conseguirlo aquel hombre incluso al final de su vida,
enfermo, envejecido, deshecho, sin sonreír, haciendo soñar a todas las mujeres
con llevarle a su casa, darle un plato de sopa, cuidarle, mimarle, ocuparse de él,
impedirle hacer todos aquellos disparates que hacía, película tras película, año
tras año, encogiéndolas a todas el corazón.
Ahora no. Ahora todos los guapos están ya muertos.
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Los de hoy son menudos, felinos, encantadores, necesitados no de un plato de
sopa, pero sí de protección, alegres compañeros para una noche de baile y tal vez
para toda la vida, nada más. Por eso la chica actual hablando de su pretendiente o
del actor de moda dice que es “un niño muy mono”, pero jamás se atrevería a
calificarlo de “tío bárbaro”, como hacían sus madres charlando entre ellas en una
época de lenguaje muy comedido en las muchachas cuando no sabían lo que era
un taco ni habían leído en su vida una novela verde. “Anthony Perkins es un sol”,
afirma la jovencita de collares “hippies”, y su madre, que ha llorado con Bogart,
reído con Cooper y sentido escalofríos en la espalda bajo la mirada cínica de
Gable, asiente mirándola con un poco de lástima: “Si tú supieras lo que eran
antes…”
Ahora lo saben. Se quedan mudas de asombro ese domingo por la noche que
vuelven de casualidad más pronto a casa porque “un niño monísimo” les ha dado
plantón en la cafetería. De golpe se convierten en Escarlata cuando aquel hombre
sale sonriendo de detrás de un mueble y la dice defendiéndose cómicamente de
su ira: “es demasiado”.
Aquellos hombres eran demasiado, de verdad.
—Zambomba, ¿había muchos como éste en tus años locos, mami?, debía de
ser un gusto ser joven entonces…
—Había algunos, hijita, pero todos están ya muertos. Vosotras tenéis más
libertad, pero también habéis tenido que cambiarlos por Jean Pierre Belmondo y
Johnny Hallyday.
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LOS POBRECITOS VIEJOS VERDES
Mientras el mundo exista siempre habrá caballeros maduros mirando a las
chicas pasar. Están en los casinos de las capitales de provincias, gordos, vestidos
de oscuro y con un gran puro en la boca. Los hay en las ciudades grandes, en
cuanto llega la primavera, instalados en los bares al aire libre con su cervecita y
sus patatas. Existen otros, muy adinerados, con coche y chófer que les espera en
la puerta, contemplando la calle tras la cristalera de su «club» elegante, bien
hundidos en grandes y cómodas butacas y un whisky doble a mano. Están los
obreros jubilados charlando en grupos por los merenderos de las afueras, la boina
calada y la mirada maliciosa. En los pueblos se reúnen en los bancos de la plaza,
si hace bueno, o dentro de la taberna cuando aprieta el frío. Pero se les encuentra
en todas partes siempre mirando a las muchachas y haciendo alegres y
admirativos comentarios entre ellos cada vez que se cruza una gordita (es de su
época) andando rápida sobre sus tacones:
—¡Caramba!, no te lo pierdas, Eleuterio, y que luego hablen de la catedral de
Burgos como monumento...
—Vaya piernas y qué contoneo, mi madre; pero deje usted ya de leer la
sección financiera del periódico, don Hermógenes, que esto no se ve todos los
días…
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Son simpáticos. Inofensivos. Y buenos. Vivimos tiempo de mucha prisa, de
mucho mal humor, de muy poca amabilidad. A las mujeres nadie les deja el
puesto en el autobús, a no ser que estén embarazadas, y aun entonces sólo si se
les nota mucho, y por muy guapa que sea una chica, apenas la miran por la calle
no porque no les guste a los hombres que se la cruzan, sino debido a que van
corriendo antes de que cambie la luz del semáforo más próximo. Y como todas,
por bonitas que sean, andan por ahí a la caza de un empleo, de una subida de
sueldo o de un viaje de negocios, igual que los varones, hay poco tiempo para la
galantería. Por suerte aún quedan los viejos verdes (pobres, mira que llamarles
así) de los cafés y de los casinos con sus ojillos brillantes de entusiasmo al paso
de la bella de turno en gabardina y con una cartera de negocios bajo el brazo.
Y como tienen tanto tiempo libre, pueden decir piropos largos, cuyo final queda
en el aire cuando la moza alabada está ya tres calles más lejos con su prisa y sus
problemas:
—¡Guapa! Ya llegó la primavera, que yo estoy viendo la rosa más bonita de
todo el parque paseando por la calle de Alcalá...
Buenas personas. Tuvieron su época de esplendor luego de la primera guerra
europea cuando las mujeres se cortaron definitivamente las faldas. Fue entonces
cuando decidieron agruparse en una especie de institución, cuya sede está en los
casinos y cafés céntricos, con buenas cristaleras durante el invierno y en las
terrazas al aire libre cuando mejora la temperatura. Antes, los pobres actuaban en
solitario, helándose en las paradas de los tranvías para ver durante un segundo el
tobillo de la bella cuando se encaramaba en la plataforma. Se morían de frío,
infelices, y apenas disfrutaban de un trocito de carne apuntando entre enaguas y
lazos. La llegada de la moda «post-guerra», con sus chicas sin corsé y enseñando
atrevidamente las rodillas por la calle, fue para los maduros mirones un paraíso.
Se podían ver piernas, piernas y más piernas, sentado al calorcito, tomándose su
buen café y hasta discutiendo de política con los amigos. Y la cosa llevaba
camino de durar siempre porque las mujeres, aunque cambiaban continuamente
de acuerdo, no volvieron a taparse los tobillos nunca más:
—Le digo a usted, Romualdo, que yo voto a Gil Robles pase lo que pase...
¡Morena!, que tienes los ojos más grandes que los pies y una cintura que se
abarca con una sola mano...
—Pues yo creo, don Arturo, que Fraga Iribarne tuvo mucha razón haciendo un
parador de turismo en cada esquina. Cuantos más paradores, más turistas; cuantas
más turistas, más «bikinis»... Ahí va una: ¡Olé tu madre!, «biutiful» y más que
«biutiful», preciosa, que, aunque eres rubia, merecías haber nacido en la calle de
las Sierpes...
Pero ya, ya. Todo lo bueno se acaba y cuando menos se piensa. Con la
minifalda, extraña paradoja, se acabaron las piernas. Frente a los casinos de
provincias, delante de las cristaleras de los «clubs», a lo largo de los ventanales
en los cafés céntricos, el nutrido ejército de viejos verdes ibéricos vio, con ojos
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llenos de desilusión, cómo las lindas piernas de las muchachas, que hubieran
debido de quedar casi completamente al aire con la falda cortísima, se cubrían de
las más extrañas cosas: medias hechas a mano y espesas con franjas de colores,
cuero negro hasta más arriba del muslo, botas de piel gruesa con cremalleras
gigantescas, calzas rojas, igual que en la Edad Media; pantalones de «clown» de
circo tapando hasta los zapatos, calcetines largos, leotardos amarillos con rombos
haciendo contraste... Los pobres y encantadores «viejos-chicos» se pasaban las
horas esperando a que pasase una señora de sesenta años a la antigua, de oscuro y
con su velito, porque ésa, al menos bajo la falda más bien larga, enseñaba unos
tobillos normalmente cubiertos de nylon o seda natural transparente, y tenía unas
piernas con aire de piernas y no de objetos extraños. Pero, claro, cualquiera le
dice a una de esas señoras cargadas de virtudes y de nietos eso de: «Gitana, por
una sonrisa tuya me dejaba yo cortar un brazo...».
En fin, que si se acaban los viejos verdes y las muchachas no tienen ya que
cruzar de acera en la calle Mayor de algunas capitales de provincia para no oír
complicadas y floreadísimas frases sobre sus encantos, o, al contrario, cruzar
también, pero al revés, cuando les gusta oírlas, que las hay, no sé adónde van
a llegar las cosas. Digo yo.
Con lo bonitas que son las piernas, largas y bien formadas, de las muchachas
de hoy, tan altas y delgadas, apenas veladas por medias transparentes. Según las
estadísticas americanas más recientes, el 80 por 100 de los hombres lo primero
que miran de una mujer son las piernas. Luego, los ojos; finalmente, las manos.
Seguramente ahora empezarán por las manos, seguirán con los ojos y se
pararán ahí. O, por lo menos, no las mirarán a las piernas, tapadas, disfrazadas,
ocultas por tantas cosas extrañas, graciosas y nuevas.
Sólo que a mí los viejos verdes, las cosas son como son, me dan lástima.
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NO HE SACADO LAS OPOSICIONES
Son fáciles de reconocer. Ese muchacho que se arrastra hacia la estación del
«metro» andando como un anciano, la mirada ida, encorvada la espalda. La
chica, que ayer era bonita y hoy está ajada de repente, incapaz de levantarse de la
cama hasta el mediodía, cansada, sin horizonte, dos rayas recién formadas a los
lados de la boca. Aquel hombre de mediana edad que se está emborrachando en
el mostrador de la taberna más cercana a su casa donde aún no ha llevado la triste
noticia, metódicamente, un vaso tras otro a ritmo lento, como si fueran los temas
de oposición que ha estudiado de la misma forma (tantas líneas a la hora, estas
cuartillas por semana, diez capítulos al mes, al cabo de este número de años
estaré en situación de presentarme) durante un fragmento bastante apreciable de
su vida. Y todos ellos se han caído en la prueba final. Sólo unos pocos gritan
felices, pegan saltos de alegría por la calle camino de la persona amada a quien
buscan para participar la buena nueva, descorchan botellas de sidra en la mesa
familiar mientras los otros (siempre «los otros» y «aquellos» en la vida)
perdieron la batalla después del descomunal esfuerzo y se sienten vacíos,
absolutamente fracasados, sin porvenir ni presente, habitantes de un mundo que
les ha rechazado, miembros de una sociedad que no quiere de ellos.
Un enorme primero de aspirantes en el primer examen para las cincuenta
plazas. Nerviosos, esperanzados, brillantes los ojos de insomnio luego de tantas
horas dedicadas a estudiar, de tantos años retirados prácticamente del mundo, sin
poder casarse con su chica, desdeñando los buenos empleos que les ofrecen,
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mantenidos por una familia modesta pero dispuesta a cualquier sacrificio para
que el hijo «llegue», monjes de la vida moderna recién salidos de un cruel
aislamiento entre libros, notas y cuartillas, blancos de luz artificial, allí están
todos el primer día dispuestos a sacar, sea como sea, la anhelada plaza. Esa plaza
que ha sido la única meta de sus ilusiones desde el bachillerato o la universidad:
—Las oposiciones se convocan en abril, si las saco te prometo que nos
casamos en junio...
—Aunque nos destinen a una ciudad pequeña siempre tendremos un buen
sueldo...
Sólo cincuenta han gritado de alegría. No necesariamente los más listos o los
mejor preparados; sencillamente los que dieron más de sí en las pruebas o
tuvieron mejor suerte. Los otros, pobrecillos, vuelven a casa despacio, vacías de
pensamientos y proyectos sus mentes, que durante años sólo se han esforzado en
acumular los conocimientos necesarios para algo que les proporcionase esa vida
normal de la que han estado separados durante tanto tiempo. Con un trabajo y un
sueldo, pudiendo leer el periódico después de comer, con una casa y una familia,
charlando con los amigos frente a la televisión, proyectando viajes de vacaciones.
Para conseguirlo han estudiado, y estudiado, y estudiado: de día y de noche; en
verano, cuando la gente baja a la playa; sin reír en el parque nevado el domingo
de invierno; cerrando las ventanas y el corazón a la radiante primavera que hace
hervir la sangre; alejados de todo:
—Dividiendo el número de temas por los meses que faltan sacaré la cantidad
de horas que necesito estudiar diariamente. A ver... Tendré que quedarme,
también después de cenar, cuatro veces por semana. ¿Que llama Anita? Dile que
no estoy, tengo que aprovechar bien la tarde...
Para nada. Fueron otros los que gritaron de alegría; otros los que podrán
casarse, irse de vacaciones; otros los que se han llevado el ansiado puesto.
Siempre los otros, aquéllos, ésos, los triunfadores.
Nada que hacer, ningún proyecto y un buen trozo de vida que no volverá
nunca, malgastado, a la espalda. Hay quien ha intentado suicidarse; otros cayeron
en garras de la depresión nerviosa; los hubo que empezaron a beber o se dieron a
la mala vida. Los más equilibrados se limitan a dejarse llevar de una pereza
melancólica, a pensar que la vida no merece la pena y a jurar que jamás volverán
a hacer esfuerzo alguno fuera de los imprescindibles para sobrevivir.
No es cierto. No es cierto que se acabe todo para ese desgraciado que ha
perdido la plaza en el último ejercicio luego de tantos meses de dura labor. El
mundo está lleno de grandes triunfadores que fracasaron en sus primeros
proyectos profesionales. De ministros que no pudieron ingresar en una Escuela
Especial y debido a ello se encuentran gobernando el país y no trabajando
oscuramente en una capital de provincias de tercera categoría. Personas
inteligentes, eficientes, capaces de llegar al éxito por su talento y espíritu de
trabajo se equivocan al pensar que sirven únicamente para una cosa determinada,
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y el fracaso en sus proyectos, por muy duro que sea, les ayuda a ver claro y guía
sus pasos por otros caminos que llevan a mayor satisfacción en el trabajo. El
estudio, igual que la disciplina, nunca son inútiles; valen para algo siempre,
aunque no se hayan ganado las oposiciones; tal vez para escribir una novela de
éxito (tantas páginas al día, hagamos una sinopsis del argumento, consultaré
mis notas) o para llegar al puesto directivo de una empresa debido al método y
exactitud en la tarea adquiridos durante esos años que en un momento dado se
consideraron perdidos, inútiles:
—Me encuentro con las manos vacías a los veinticinco años...
Tonterías. Nadie tiene vacías las manos a los veinticinco, ni a los cuarenta, ni
nunca si no se quiere. La persona que lleva tres años estudiando en su casa, capaz
de emprender la ardua empresa de desaparecer del mundo con la ambición de
ganar unas oposiciones, tiene mucho hecho en la vida, aunque se haya retirado en
el último ejercicio. Más probabilidad de encontrar un buen empleo, de llegar a
ser un magnífico profesor o el hombre de confianza de una sociedad importante.
El mundo está lleno de grandes políticos que no pudieron ser abogados del
Estado; de hombres de empresa echados abajo en el ingreso de Arquitectura; de
brillantes periodistas que no fueron diplomáticos. También de buenos vendedores
que aspiraron a oposiciones a banco o de jefes de taller con obreros a su mando y
un buen capital, cuyos padres hubieran querido que llegasen a médicos. Sólo que
nadie lo recuerda, y menos ellos. El director del banco procura olvidar sus
suspensos estudiantiles; aquel decorador que intentó ser arquitecto no sabe que
sus años de preparación le han llevado al gran éxito de su actual profesión; ese
brillante político, capaz de trabajar catorce horas diarias haciendo relevar a un
equipo de colaboradores agotados, jamás hubiera llegado a nada sin los cuatro
años de oscuro trabajo y disciplina preparando unas oposiciones que ganaron
otros de quien nadie habla. Muchos hombres famosos tienen detrás un fracaso en
sus proyectos profesionales al que no agradecen nada. Deberían hablar de ello,
presumir de ello frente a los periodistas:
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—Soy uno de los muchos españoles que quisieron llegar a notarios sin
conseguirlo...
La gente prepara oposiciones por pura ambición. Para ganar mucho dinero y
que la novia que se tiene de siempre en la ciudad natal pueda comprarse un
abrigo de pieles más caro que el de sus amigas. Sin darse cuenta de que un
trabajo hecho a gusto y con amor es la mayor satisfacción que puede dar la vida.
El oscuro profesor de un colegio de niñas en un pequeño pueblo es mucho más
dichoso, si tiene verdadera vocación pedagógica, que un abogado del Estado en
Madrid cuando no le gusta su profesión. No siempre el éxito económico trae
consigo la felicidad. A veces se convierte el hombre en piececita de engranaje
en la actual y terrible máquina de consumo, y la tarea diaria sólo sirve para
comprar la última lavadora, un apartamento en Benidorm, ese coche más caro
que el anterior o aquel piso demasiado grande que siempre resultará extraño.
Muchos problemas familiares se derivan del ambiente; muchas «novias de
provincias» están mejor lejos de las tentaciones de la gran ciudad. Es
imprescindible tener tiempo libre para hablar con los hijos, leer una novela,
pasear por el campo... Goces que tal vez ha perdido para siempre ese muchacho
que vuelve a su casa dando saltos de felicidad, deseando abrazar a todos los
transeúntes que se le cruzan, temblorosa la mano de gozosos nervios cuando
mete la ficha del teléfono público para hablar con su novia:
—Marta, he sacado plaza, soy el hombre más grande de la tierra...
El otro se dirige a la parada del autobús, la cabeza hundida entre los hombros,
viejo de golpe, sin saber qué hacer ni a dónde dirigirse. Corno si no fuera más
importante el haber luchado que el resultado de la lucha. ¿Dentro de veinte años
qué habrá sido de los dos? Seguro que serán más viejos, lo demás es
imprevisible. Pero, aunque uno se sienta el rey del mundo y el otro más
miserable que la última de las ratas, lo cierto es que tienen en la vida las mismas
probabilidades.
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DE LO QUE NO SE HABLA
“Traficantes de grifa detenidos en Roma…”
“La Policía descubre estupefacientes en una discoteca madrileña…”
“Muchacha gravemente intoxicada…”
Si se hace caso de los periódicos el mundo está lleno de gente que toma
drogas. Los jóvenes en los guateques abandonan de vez en cuando a sus parejas
con discreción no para lo que todo el mundo se figura, sino con el fin de ponerse
en el pasillo una inyección de estimulante artificial. Todos los muchachos que
llenan las cafeterías al anochecer navegan en un mundo de L.S.D. y hasta las
niñas del colegio de monjas —trencitas, cuello blanco, corbata grande y medias
de hilo marrón— guardan en sus pupitres chicles de marihuana. Si un grupo de
amigos se reúne a charlar y a tomar una copa, resulta que sólo es para disimular,
porque siempre hay un chivato para dar el soplo a la Policía, que los pesca
fumando cigarrillos prohibidos y se los lleva detenidos en un dos por tres. En
cuanto alguien está un poco neurótico, enfermo de los nervios o histérico, la
familia empieza a sospechar lo peor y busca opio bajo los pañuelos, en la
guantera del coche y hasta en el vaso de dientes. A la sufrida madre moderna, que
lleva dos meses sin pegar un ojo entre berrido y berrido del bebé y tiene que
levantarse temprano para ir al mercado y hacer el desayuno de los mayores,
empieza a mirarla mal el dependiente de la tienda de ultramarinos (lector
apasionado de esas series sobre narcóticos a que son tan aficionados algunos
periódicos sensacionalistas) porque se pase todo el día como sonámbula:
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—¿No encuentras un poco extraña a la señora de Martínez últimamente? Igual
se pincha…
—Como no sea para despertarse… La pobre tiene un niño de seis meses que
no calla ni de día ni de noche.
Me parece exagerado. Nunca conocí a un muchacho aficionado al L.S.D.;
jamás encontré a un invitado pinchándose en el cuarto de baño; nadie que yo
haya tratado fuma marihuana, ni opio, ni nada de eso. Para drogarse, además de
desequilibrado, hay que ser un tanto intelectual, con tiempo libre y muy activo.
Es difícil conseguir la droga, despistar a la Policía, engañar a la familia, mantener
el vicio oculto. Pero nada hay más sencillo que entrar en una taberna y
emborracharse hasta caer redondo bajo la mesa. No está prohibido, tampoco
resulta demasiado caro. Es inverosímil lo que bebe ahora la gente desde los
hombres de negocios hasta las muchachitas quinceañeras en las discotecas, sólo
que de eso no se habla. Nunca supe de un muchacho que se drogue ni conozco
que tenga un caso de esos en la familia, pero cada vez veo, hablo y trato a más
gente a empinar el codo, la mayoría de las veces sin emborracharse, que casi es
peor. Me pregunto cómo aguantan los seres humanos esa cantidad de alcohol en
el cuerpo, día a día, mes a mes, y por qué los órganos de información no se
rasgan las vestiduras hablando de ello, tan peligroso para el país y la raza,
dejando de lado a los tres locos, a lo mejor llegan a media docena, que toman
drogas en el “Madrid la nuit”.
De bar en bar, de aguaducho en aguaducho, de discoteca en discoteca, en las
fiestas, en sus casas, por las mañanas, a media tarde, antes de cenar, los jóvenes
beben. Ginebra, vino tinto, coñac, ron con coca-cola. Muchachas de pocos años,
hijas de familia a la antigua y obligadas a volver a su casa antes de las diez,
llegan a cenar luego de haberse tomado como cosa habitual, tres o cuatro copas
en el bar de moda, sin que sus padres, horrorizados ante la amenaza de la droga,
se den cuenta de ello. No digamos lo que beben en España los llamados
“importantes”. Entre whisky y whisky se forma el acuerdo comercial, toman
cuerpo los estatutos de las sociedades, se planean los edificios o se derriba un
ministerio. Las comidas de negocios empiezan por un par de aperitivos
alcohólicos, continúan con un buen vino español y tiene su epílogo entre café,
puro y coñac. Luego a la oficina hasta las ocho, que vuelven a reunirse los
amigos en la barra de su bar habitual. Y eso todos los días, sin darle la menor
importancia. Serían los primeros extrañados si alguien les dijese que se están
alcoholizando: no creen al médico cuando llega la cirrosis de hígado o la
alarmante subida de tensión:
—Vamos, no se ría: pero si yo casi no bebo, apenas una copa con los
amigos…
—Apunte en un papel lo que ha tomado durante el día, o esa noche que
salieron a bailar, el fin de semana que pasaron en el pantano o cuando cenó con
sus compañeros de colegio. Se quedará asustado de la cuenta…
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Yo me pregunto: ¿Por qué los periódicos, en lugar de cansarnos diariamente
con sus historias de drogados juveniles, sin tanto poner en guardia a los padres
frente al L.S.D., no se dedican a luchar contra la mala costumbre de beber con
exceso, que causa en los países más víctimas que ningún otro vicio? ¿Cuánto
alcohol han ingerido los españoles en estas fiestas próximas pasadas? ¿Quién
recuerda a las parejas de jóvenes que los hijos concebidos durante un exceso de
bebida pueden resultar anormales? ¿Cuánta gente al volver a su casa un sábado
por la noche mira con aprensión y miedo al borracho que hace eses al cruzar la
calle en lugar de reírse sin darle importancia? ¿Dónde está la madre que vigila lo
que toma su hija en el guateque en lugar de preocuparse tanto de la hora a la que
vuelve cuando todo puede hacerse en cualquier momento? ¿Por qué no se impide
beber alcohol en los bares públicos a los menores de edad, como en tantos países
civilizados? ¿Cuántos borrachos hay en nuestro país por cada drogado? ¿Cuántas
personas se agarran a la botella para crear paraísos artificiales sin que nadie les
denuncie ni ninguna Policía detenerles? ¿Por qué tanto anuncio en Televisión,
paredes, radio y periódicos, de productos abiertamente nocivos para la salud,
además de carísimos?
No me gusta moralizar y me fastidian mucho los que moralizan. El que no se
haya tomado alguna vez, alegremente, con los amigos, un par de cócteles que
arroje la primera piedra. Encuentro normal brindar con “champagne” por el éxito,
emborracharse el día que la novia de toda la vida se casa con otro, achisparse un
poco porque ha nacido el primer hijo o entrar en una taberna a por un chato de
ese vino de la tierra, áspero y dulce, que hace parecer los disgustos “así de
chicos” y la suerte que se tiene del tamaño de un piano. Pero creo que en la
bebida, que descansa, tranquiliza, anima, al cabo de cierto tiempo se hace
imprescindible, acecha el verdadero peligro en la vida de los muchachos de hoy,
que copian inconscientemente a sus padres, jefes y compañeros. Los que se
escapan con una tribu “hippi” o toman L.S.D. son una minoría y en toda tierra de
garbanzos ha habido siempre minorías para hacer cosas raras. Lo malo es lo
habitual, lo diario, lo que no choca. Y de lo que nadie habla porque es menor
romántico, menos moderno, nada “in” y, también hay que decirlo, porque hay
muchos, muchísimos intereses por medio.
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PRIMERO HACER, LUEGO CHILLAR
Las mujeres latinas somos bastante aficionadas a quejarnos de cosas que en el
fondo nos encantan. Un tanto por ciento muy apreciable de las españolas,
incluyendo a las jóvenes, no tienen ni siquiera una cultura a nivel de bachillerato,
leen de cuando en cuando un libro de moda y por encima, pagan una asistenta por
horas que las libera del más pesado trabajo de la casa y mandan a sus hijos al
«kinder» lo más tarde a los cuatro años. Por eso es gracioso que las mujeres de
nuestro país, con cincuenta años de retraso, jueguen a feministas culpando a sus
maridos de no tener independencia y personalidad propia. Sin carrera ni oficio, ni
siquiera aficiones, algunas señoras aseguran que la existencia gris, forjada por su
falta de preparación, ambición y vitalidad, se debe a las ideas anticuadas del
hombre que las eligió por compañeras y además está encantadísimo con ellas, sin
echarles jamás en cara su incapacidad de diálogo, abulia y falta de interés por
todo lo que no sean niños, casa o perifollos. Lo he oído cientos de veces y puedo
asegurar que nunca en los casos razonables, que también los hay, como el de la
chica que recién terminada su carrera de arquitecto empieza a tener un bebé cada
año, o el de aquella joven y brillante encargada de relaciones públicas que al
casarse marcha a una ciudad pequeña donde no hay campo para su actividad:
—Es terrible la vida de una madre de familia en este país: pañales, cocina,
largas horas de soledad, un marido celoso cerrando todos los caminos…
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Ya estamos quejándonos de lo que nos encanta, que es femenino defecto. La
madre de familia en este país puede organizarse mejor que en los otros. Hay
servicio más barato, más fácil de encontrar. El hombre no pide a la mujer que
contribuya con su trabajo al bienestar de la casa; considera normal en muchos
casos que una parte de su sueldo vaya para una ayuda doméstica innecesaria,
puesto que su mujer, no teniendo que salir a la oficina, podría ocuparse por
completo del hogar, como es corriente en una sociedad moderna donde las dos
personas que integran la pareja deberían contribuir con sus trabajos, sean los que
sean, al mantenimiento de la familia. No le importa y hasta le gusta que sea
intelectualmente inferior a él; está acostumbrado desde siempre a considerarla un
ser más agradable que útil. Por muy celoso que sea, y la mayoría de las veces no
lo es, a ningún hombre le importa que su mujer, mientras él está en la oficina, los
niños en el colegio y una chacha fregando los cacharros, asista a cursos de arte,
juegue al tenis, aprenda fontanería o acabe en la Universidad esa carrera que dejó
mediada para casarse. La mayoría de los esposos están demasiado ocupados para
interesarse en absoluto por las actividades de sus mujeres, siempre que éstas sean
lícitas. En muchos casos son ellas las que no hacen el menor esfuerzo para
cultivarse, independizarse, hacerse con nuevos amigos o salir del reducido
círculo de sus muebles. Luego se quejan:
—Nuestros maridos están mal acostumbrados; habría que ver si fuéramos a la
oficina con ellos y tuviéramos personalidad propia, como pasa en el extranjero;
pero aquí nos consideran esclavas, aptas únicamente para hacerles la comida,
traerles las zapatillas y ocuparse de los niños. Pepe no me deja trabajar…
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¿Y no se lo agradeces, desgraciada? Así puedes pensar toda tu vida que si no
eres una profesional brillante es sólo por la anticuada manera de ser del padre de
tus hijos. Dios te ha librado de uno muy moderno que intentase hacerte ganar
algún dinero para la casa, cosa imposible para una mujer de tus posibilidades que
habla tres frases de francés con mal acento y se embarulla en una división por
decimales. Para ganarse la vida no basta sentirse una mujer moderna; hay que
tener también la preparación de una mujer moderna y la forma de pensar de una
mujer moderna. Así que a bendecir a Pepe, que con sus celos y su maravillosa
manera de ser, tan celtibérica, te ha salvado de muchos sofiones cuando te
hubieses presentado a buscar trabajo contestando a los anuncios del periódico:
—¿Pero cómo quiere usted ser secretaria sin saber taquigrafía ni
mecanografía, falta de experiencia alguna e ignorando por completo lo que es un
fichero...? ¿Me está tomando el pelo?
—No exijo mucho a la vendedora de mi «boutique»: inglés y algo de
contabilidad...
—Para estas oposiciones hay que tener el título de bachiller superior.
Vamos a mirar la verdad de frente, sin esos arreglitos de conciencia que tanto
nos gustan a las mujeres. El esposo español no es precisamente ni demasiado
fácil de vivir ni muy «in» que digamos, pero de eso al monstruo prehistórico en
que quieren convertirle algunas señoras para luego poderse quejar de un estado
de cosas que en el fondo les encanta, va un abismo. No conozco a ningún
profesional normal que impida a su mujer estudiar, hacer un curso por
correspondencia, ocuparse de obras sociales o tener un grupo de amigas para
discutir de política internacional los jueves por la tarde. Todo el mundo gusta de
vivir con alguien capaz de pensar, discutir, pesar una decisión. Al hombre
siempre le molesta que su mujer gane el sueldo mayor de la casa, sea un buen
arquitecto cuando sólo consiguió llegar a aparejador o consiga todos los premios
literarios del país siendo él un oscuro periodista desconocido, porque eso, aunque
sea estúpido, hiere su vanidad masculina y acrecienta ese complejo de
inferioridad que el macho siempre tiene escondido en alguna parte. Pero nunca es
lo suficientemente idiota para no consentir e incluso desear una mujer activa,
curiosa, capaz de ganarse la vida si las cosas vienen mal, con la que se pueda
hablar y discutir como si fuese un compañero, sabiendo lo suficiente para ayudar
a sus hijos en los deberes del bachillerato.
A muchas señoras les sigue gustando estar siempre en casa preocupadas
únicamente de papillas, niños y mercados, pero como eso ya no se lleva, ni es
«in», ni se aprecia lo suficiente, echan la culpa a los hombres de hacer una vida
preparada cuidadosamente por ellas mismas para su comodidad. Una joven
aficionada a comer más de la cuenta y demasiado perezosa para hacer gimnasia,
aseguraba muy compungida que su marido la prohibía ir a la piscina con los
niños. Al extrañarse de ello sus amigas, le interpeló una vez en su presencia para
que se asegurasen de que no mentía:
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—¿Verdad, Daniel, que no quieres que vaya a exhibirme en «maillot» a esa
piscina llena de jóvenes mirones y viejos verdes cuya única ocupación es darse
una buena ración de vista con las señoras jóvenes que manipulan a sus niños?
El otro, claro, dijo que ni hablar. Aunque hubiera estado deseando tener las
mañanas libres y tomarse un cafetito con los amigos después de la oficina, le
ponían las cosas de una forma que le era imposible no oponerse. «Vamos, que lo
que usted quiere es que me coja el toro...» Y la joven esposa se quedó en su casa
hinchándose de bocadillos de jamón y feliz de que vieran sus amigas que, aunque
ella estaba deseando nadar con sus retoños en el agua verde, tenía la mala suerte
de estar casada con el peor de los celtibéricos, que la consideraba como una
esclava de su completa propiedad, a la que no podía rozar un hombre ni con la
mirada. Sólo que maridos así de estúpidos ya no existen, gracias a Dios. Son sus
astutas esposas las que les hacen reaccionar como lerdos para conseguir sus fines.
La madre normal que gusta de llevar a sus niños a la piscina no pide siquiera
permiso; sencillamente, sonríe un día cualquiera al primer sol y comenta mientras
prepara el desayuno:
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—Vaya, dentro de nada, calor. Estoy deseando que llegue el tiempo de ir a la
piscina con los chicos. A ver si te las arreglas para venir a buscarnos a la salida
del trabajo y darte un chapuzón antes del almuerzo...
Hay mujeres, también, en España con problemas de verdad, pocas, pero las
hay. Y esos no son demasiado diferentes de los que tienen otras en el mismo
caso, aunque vivan en Suecia. A un señor no le molesta en absoluto, al contrario,
que su mujer nade con los niños, tome lecciones de arte, conduzca mejor que un
camionero y ayude a la economía familiar con un empleo o trabajo sencillo. Pero
de eso a convertirse en «el marido de Fulana», pintora famosa, diseñadora de
modelos o brillante ingeniero industrial a quien consultan sus colegas masculinos
menos dotados, va mucho espacio. Es agradable estar casado con una chica
monísima, lista y encantadora que le gusta a todo el mundo, pero de ahí a ser el
esposo de la reina de la fiesta, rodeada de hombres por todos lados, va un
abismo. El ser humano de sexo masculino siempre tiene complejo de
inferioridad, y a la mujer que se lo acrecienta, aunque sea precisamente por ser
una belleza de silbido o por traer a casa más dinero que él, no se lo perdona
nunca. Es capaz de plantarla por una fea y que no llegó ni a la reválida de cuarto,
aunque esté loco por ella, sólo por fastidiarla. Las mejores profesionales del
mundo tienen un marido pesadísimo amargándoles el éxito, o han tenido que
abandonarle al primer fogonazo del «flash» del éxito: Indira Gandhi estaba a
punto de divorciarse cuando se quedó viuda; Oriana Fallaci es soltera; madame
Curie fue una excepción, pero tuvo la precaución de casarse con un genio.
De todas formas, la brillante abogado reducida a lavar pañales de bebé tiene
cierto derecho a quejarse y a estar de mal humor. No lo está ni se queja,
generalmente, que es lo gracioso, porque como es más lista se amolda mejor a
cualquier circunstancia. Las otras, que constituyen la gran mayoría de la
población femenina en nuestro país, deberían callarse. O primero hacer una
carrera, conseguir un empleo fabuloso, crear la colección de alta costura más
famosa del país o, al menos, ganar el premio Nadal. Y luego chillar porque el
marido se pone fosco y celoso de sus éxitos. Antes no, antes es absurdo.
58
59
QUE PENA MORIR CUANDO AUN NOS QUEDA TANTO QUE LEER…
(Premio Fiesta del Libro 1971)
ME encanta el ambiente de una biblioteca pública. Aquel silencio apenas
interrumpido por los pasos de un lector en puntillas que se dirige a consultar el
fichero, ese roce de las hojas al pasar, algún cuchicheo entre la bibliotecaria y un
cliente que necesita algo especial o que no existe y tal vez un ruidoso suspiro de
satisfacción, pronto acallado, de la persona, perfectamente feliz, que luego de
cuatro horas sin moverse del sitio engolfado en “Los hermanos Karamazov”
comprueba que la tarde es todavía joven y aún le queda un buen rato para
dedicarlo a su pasión favorita. Me gusta contemplar las alegres y concentradas
caras de los asiduos, sobre todo cuando son jóvenes y están iluminadas de placer
interior, entreabiertos los labios golosos igual que ante un pastel de crema,
mientras devoran a su autor amado. Las largas mesas abrillantadas y pulidas por
generaciones de aplicados estudiantes y lectores entusiastas tienen vida propia y
calor, como chimeneas de hogares felices frente a las cuales se hubieran
desarrollado episodios de muchas vidas. Dice más un libro usado, algo
mugriento, de esquinas roídas e infinitos sellos en su primera página como
LOS AÑOS LOCOS (Volumen 1) (1968-1971) Begoña García-Diego
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LOS AÑOS LOCOS (Volumen 1) (1968-1971) Begoña García-Diego

  • 1. LOS AÑOS LOCOS Volumen 1 (1968-1971) Begoña García-Diego Edición: Julio Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 BEGOÑA GARCÍA-DIEGO (1926-2006), escritora a su pesar Es imposible no tener una visión uniforme de las cosas cuando nos educan desde la infancia para tener una visión uniforme de las cosas. La dictadura fascista de Franco fue un régimen en el que las mujeres estaban oprimidas, sojuzgadas, pues sí, con carácter casi general, pero como todo en esta vida hay excepciones, que por su valor cualitativo, testimonial, son muy significativas, importantes. Obviamente nunca ha sido lo mismo nacer mujer en el seno de una familia burguesa o aristocrática que en el de una familia obrera, ni antes ni ahora las oportunidades no eran las mismas, ni mucho menos la formación, la educación, las posibilidades de crecer como persona. Ser una mujer libre e independiente partiendo de la nada siempre es mucho más difícil, lleva más tiempo, esfuerzo, serlo a contracorriente de todos unos condicionamientos de clase, alta, también, la diferencia entre ser un canario encerrado en una jaula pequeña y en una jaula dorada es de matiz, la prueba es que la mayoría de estas mujeres privilegiadas acabaron cayendo en la misma trampa, cárcel, del matrimonio, el gran sepultador de incipientes talentos femeninos en España. Que la mayoría de mujeres artistas de la generación de los niños de la posguerra procedieran de familias más o menos acomodadas, más o menos ilustradas, liberales, no es una casualidad, crear requiere tiempo y cierta tranquilidad, sosiego, un entorno propicio, o al menos no castrador, algo bastante imposible si tienes que dedicar gran parte de la jornada a sobrevivir, a obtener lo justo para comer caliente cada día.
  • 4. 4 Es difícil escribir un libro de viajes si no tienes dinero para viajar, es difícil dominar un idioma si no has podido ejercitarlo en el extranjero. Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, María Jesús Echevarría, Begoña García-Diego, Carmen Laforet, eran personas cultivadas, ilustradas, porque tuvieron tiempo, dinero familiar, para serlo, las inquietudes, la vocación, no surgen por generación espontánea, tienen que tener un periodo de incubación. Hasta para ser observador hay que tener tiempo, y Begoña García-Diego lo tenía, era hija única, rica, vivía frente al Retiro, barrio de Alfonso XII, y lo supo aprovechar, desperdiciar, con fundamento, inaugurando el costumbrismo frívolo autocrítico, sarcástico, o de clase alta, porque los pudientes también tenían sus costumbres, aunque los escritores burgueses de la época, Aldecoa, Fernández-Santos, Cela, se dedicaran más a testimoniar las de los pobres, desde fuera, una forma tan válida, hipócrita, como otra cualquiera de aliviar su mala conciencia de clase, de casta. Y lo mejor de todo es que no lo hace desde del habitual snobismo, prepotencia, de los nuevos ricos, de los intelectuales, ni desde el existencialismo de superficie o spleen de una Françoise Sagan, lo suyo es autocrítica, sencillez, humildad genuina, sin el menor atisbo de egocentrismo, de narcisismo, de megalomanía.
  • 5. 5 “Café Gijón” Eduardo Vicente Algo inédito en nuestras orgullosas, soberbias letras, y más cuando en su caso podía habérselo creído porque empezó tocando pelo, ganando el premio de novelas cortas Café Gijón de 1957, “Bodas de plata” (su primera novela, una crítica negra del matrimonio, de la burguesía, escrita en un caluroso verano madrileño en que se que se había quedado sola, “la escribí en cuatro días y de tres a cinco de la tarde.”, todo el proceso de creación y la posterior repercusión se puede leer en el cuento auto-biográfico “En este mundo traidor” [apéndice]) que anteriormente solo habían ganado dos mujeres, Ana María Matute con “Fiesta al Noroeste” (1952), Carmen Martín Gaite con “El balneario” (1954), y teniendo el unánime respaldo de la crítica, y del público, que llenaba de cartas, de aprobación las mujeres y de rechazo los hombres, la redacción de ABC (también escribió en “Semana”, “Don José”, “Miss”, “Garbo”, “Pueblo”, “El Español”), el periódico más influyente culturalmente de la época, como respuesta a cada uno de sus artículos proto-feministas en la sección “Cuarto de estar”, una especie de Consultorio de Elena Francis ligeramente modernizado (“es un tratado de filosofía barata”), que influyeron a toda una generación de jovencitas de clase media-alta con espíritu rebelde, progresista, incluida la ex-alcadesa de Madrid, Manuela Carmena, que la reconoce como su principal influencia, referente, sobre todo por su artículo “Di que sí” (apéndice). Lo mismo se puede decir del humanista Jaime de Armiñán, que no casualmente en los años 60 dio un giro feminista a sus series, “Mujeres solas” (1960) y “Chicas en la ciudad” (1961), título casi idéntico al del libro antología de esos artículos, “Chicas solas” (1962).
  • 6. 6 Una mujer moderna, sin revoluciones, liberal, cosmopolita, desprejuiciada, sin miedo ni complejos como María Jesús Echevarría, su alma gemela, aunque más oscura, profunda, pesimista, que también se curtió a base de viajes, de desamores, de corresponsalías en el extranjero, Inglaterra, Francia, Italia, Grecia, incluso como redactora en la revista cubana “Vanidades”, que después de la llegada al poder de Fidel Castro trasladó su sede central a Nueva York en 1961. De esa experiencia vital surge el diario “América con mis ojos” (1962), un viaje iniciático, despertar de la conciencia, una sencilla crónica a pie de calle de la sociedad americana de los 60, un complemento perfecto a los dos geniales y profundos libros de María Jesús Echevarría centrados en su estancia americana, “Poemas de la Ciudad” (1960) y “La sonrisa y la hormiga” (1963). Al poco de volver a España, 1963, se casa y se retira al campo extremeño, dejando de publicar durante unos años, volviendo a finales de los 60 (1968-1971) con una nueva sección sobre la juventud llamada “Los años locos” (una antología con el mismo título fue publicada en 1972), uno de los artículos, “Qué pena morir cuando aún nos queda tanto por leer...” (1971), fue premiado en la “Fiesta del libro” [se puede leer en el apéndice]. Después abandona casi por completo la escritura, salvo algunos artículos aislados, entre ellos uno de los mejores dedicado a las diputadas durante el Golpe de Estado del 81, “Mujeres” [apéndice], y un irónico libro de auto-ayuda, “Del mal amor y otras calamidades” (1991). “A mí no me gusta escribir. Lo que me gusta es no dar golpe. Pero creo que en el mundo hay que hacer algo, y que todo el secreto está en encontrar un quehacer que sea como una diversión disfrazada de trabajo. Yo arribé a la literatura por mi afán de trabajar, de hacer algo útil, de no pasarme el día pensando en trapos y distracciones. Pensé en qué podría ocupar mi tiempo, y lo más fácil me pareció escribir.” Beatriz García-Diego
  • 7. 7
  • 8. 8
  • 10. 10
  • 11. 11 BALADA POR UN AMIGO MUERTO Ya no tengo perro. No quiero más perros. Mi viejo dálmata amigo no ha resistido el invierno. Se marchó el compañero silencioso y amable de tantas horas felices, de algunos momentos amargos, de un trozo considerable de nuestra vida familiar. Cariñoso, alegre, dulce y fiel, tenía hasta sentido del humor. He vuelto a sentarme en el jardín, bajo el níspero, frente a la acacia, pero no es lo mismo. Nunca será lo mismo. Ya no tengo a quién reñir por estropear los rosales, ya no tengo a quién llamar desde la puerta silbando; para qué voy a lanzar al aire la piedra grande si estoy segura de que nadie me la devolverá moviendo el rabo; es inútil guardar la carne en el último piso del armario, también en el más bajo la tenemos segura. ¡Qué triste tranquilidad al dar la marcha atrás cuando se guarda el coche en el garaje! Ahora no hay miedo de sentir un ladrido quejumbroso de perro atropellado en su alegre premura por venir a recibir a sus amos. Cuando llueva y bajemos a recoger la ropa tendida junto a la tapia, tras de la casa, ningún bulto caliente y húmedo se nos enredará en las piernas, como diciendo: «Ingrato, te olvidaste de mí.» El próximo otoño perderán, como siempre, los altos chopos todas sus hojas amarillas, una a una, sin que ningún ser vivo se revuelque en ellas; nadie ladrará a la luna tristemente ni tampoco con alegría al amanecer. No, yo nunca tendré otro perro. Se acabaron los perros para mí.
  • 12. 12 Lo sé mejor que nadie; es tonto y frívolo llorar por un bicho. Hay mujeres en Estados Unidos llevando luto por sus esposos caídos en la guerra; alguien está saliendo, ahora mismo, de la consulta de un médico que le diagnosticó cáncer; muchos niños acaban de morir; ese hombre que vuelve a su casa, el aire derrotado, encorvada la espalda, arrastrando los viejos zapatos por el barro, como queriendo demorar la llegada, tampoco hoy encontró el anhelado trabajo; el marido de aquella joven vestida de oscuro, tan pálida, que es nuestra compañera de autobús, se emborracha cada noche, y muchas criaturas —tan amadas como las nuestras— pasan hambre y frío sin que nadie haga nada por remediarlo. Por eso yo no lloro por mi perro; tengo otros problemas que reclaman mi atención y sólo le recuerdo algunas veces, con una tonta punzadita en el corazón que reprimo rápido porque me da vergüenza. Cuando piso la calva que hicimos en la hierba recién plantada peleándonos los dos por una pelota. Al volver del teatro y entrar en la cocina, donde nadie me espera moviendo cadenciosamente el rabo; si me como una galleta al atardecer sin sentir en la mano la llamada de unos ojos suplicantes; cuando cuelgo en el armario mi vestido viejo limpio de huellas de patas en su falda; al cruzar otro dálmata por la calle, menos bonito. Ya no guardo clandestinamente un pedazo de pan en el bolsillo; ahora no me despido de nadie cuando salgo del jardín, no busco entre los árboles al entrar, no vuelvo la cabeza al salir. Palabra, no quiero más perros. Nunca. Jamás. De él no hablamos. Todos somos adultos, conscientes, muy imbuidos de nuestros deberes, de nuestros derechos, de lo que debe hacerse o no hacerse: «Por un perro no se llora, te va a castigar Dios.» «Con las cosas que están pasando en el mundo y la de problemas gordos que tenemos, ¿qué importancia puede darse a la muerte de un bicho?» Apenas hicimos algunos fríos comentarios entre nosotros el día que murió: «Mejor así: un perro tan viejo y casi ciego, hubiéramos tenido que suprimirlo cualquier día.» «Si daba pena verlo.» «Casi me alegro, después de todo.» Gracias, no quiero perros, nunca volveré siquiera a mirarlos. Fue un cachorro. Igual que un niño patoso que bajaba las escaleras poco firme, perdiendo pie en el penúltimo obstáculo, rodando entonces como una pelota. Fue un animal joven y travieso, tan hermoso, pletórico de vida, que escondía los zapatos, mordisqueaba las cortinas y se comía el postre de los invitados abriendo la nevera con el hocico. Me llamaban donde estuviese para decirme indignados: «Tu perro ha hecho tal o cual fechoría, ha mordido al cartero, nos ha dejado sin merienda.» Fue un animal adulto de olfato excepcional que siempre encontraba el objeto que escondíamos por juego en el jardín o en la casa. Fue un viejo filósofo ciego que levantaba la cabeza al oírnos entrar, con algo que parecía una sonrisa en sus ojos blancos, mientras golpeaba el suelo con serios y acompasados golpes de rabo. Era listo, bello, bueno y fiel. Siempre estuvo en su sitio, nunca nos decepcionó. No quiero hablar del asunto. Hay guerra, catástrofes, plagas, asesinatos, revoluciones, hambre, tedio, incomprensión, amargura... Pero yo nunca, nunca, tendré otro perro.
  • 13. 13 ESAS TERRIBLES Y BUENÍSIMAS GENTES… Dios nos libre de los sacrificados por profesión, a la larga dan mucho más trabajo que los discretamente egoístas e independientes. Esas personas capaces de dejarse matar antes de pedir ayuda, dispuestas a no casarse ni a tener un solo amigo en el mundo para no dejar solos un instante a sus ancianos padres (muchas veces deseando los pobres que se vayan de casa para tener un poco de libertad y paz), o prefiriendo morir antes de pedir ayuda, suelen originar en los hogares conflictos familiares infinitamente más graves que los surgidos entre seres normales y bien pensantes, contentos de arrimar el hombro cuando es necesario, lo que no les impide divertirse si llega el momento. Hay gentes que sólo la gozan haciendo el papel de víctima y a menudo, a fuerza de fastidiarse a sí mismos con verdadero placer, acaban planteando terribles problemas. La joven casada que aguanta estoicamente las primeras molestias del parto o calla por no fastidiar ese pequeño síntoma de aborto que tuvo por la mañana obliga a un marido, nerviosísimo, a buscar un taxi a las cuatro de la madrugada para internarla a todo correr en la clínica, mientras alguien saca de la cama a un pobre médico agotado tras dura jornada de trabajo.
  • 14. 14 Durante una serie de tensas horas nocturnas tiene a siete personas soñolientas y asustadísimas pendientes de ella (tal vez era eso lo que buscaba), en lugar de haber salido tranquilamente hacia el hospital con su maletita en la mano a las doce del mediodía, escuchando los deseos de suerte del portero y asistida por el doctor dentro de sus horas de labor, que maldita la gracia que le hace a nadie vestirse al amanecer sin necesidad. Pero eso representaría ser blanda de carácter y su terrible orgullo hubiera sufrido demasiado al comportarse con naturalidad, igual que las otras benditas mujeres menos sacrificadas, no tan austeras y maravillosas como ella, que llaman al marido temblorosas al primer asomo de síntoma: —Oye, corre, ven a buscarme en el coche, que me encuentro fatal, y date prisa... Aunque en realidad sobre tiempo y todo se desarrolle felizmente, según lo previsto gracias a la falta de estúpida heroicidad de la futura madre. No hay nada más pesado que esos muchachos que pasan su vida ayudando a un prójimo que maldita la necesidad que tiene de ayuda. Te dejan el sitio en el aula de la Universidad, insisten para que copies sus apuntes, prestan gustosos su paraguas cuando llueve, ¡Dios me perdone!, están deseando que te pongas malo con algo contagioso y larguísimo pana poder pasarse las horas muertas sentados a la cabecera de tu cama, sonrientes, resignados, bondadosos, haciendo sin parar zumo de naranja, cambiando de sitio las almohadas y demostrando a cada instante lo maravillosos que son, y como además es cierto da más rabia todavía. Todos conocemos a esa chica perfecta, trabajadora, buenísima, ocupándose de su anciana abuela, sonriente, que es el sueño de todas las madres con hijos en edad de merecer. No tiene todo el éxito que debiera a pesar de ser muy guapa, porque a los hombres les gusta también tener alguien a su lado capaz de perder los estribos en un momento dado, de largarlo todo por la borda y hacer un disparate (mejor que no lo haga, pero es deliciosamente inquietante que haya la posibilidad), y la seguridad de avanzar por la vida siempre al lado de una bella mujer, que además es una especie de santa y capaz de sacrificarse por todos, por todo y siempre, da algo de pereza, Pero, claro, se casa; no siempre son idiotas. Es aquella que ya en la clínica de maternidad se opone a que se lleven a su tierno bebé a dormir con sus contemporáneos en la sala común denominada «nido», a diferencia de las otras frívolas «recién madres» que están piando porque lleguen las nueve de la noche y se los quiten de encima. Negándose a tener ninguna ayuda doméstica, plancha ella misma los pantalones de su marido, prefiere morir a poner una sopa de sobre, sigue trabajando en la oficina a ratos perdidos para ayudar a la economía familiar, aunque su esposo gane lo suficiente; no quiere ni escuchar a su hermana soltera, amable, joven y ociosa, que se sentiría feliz de dormir junto al pequeño dejándola ocho horas de descanso sin preocupación alguna. Ella lo hace todo, es capaz de todo, aún le queda un rato libre los domingos por la mañana para ir a leer el periódico al viejo ciego de la esquina,
  • 15. 15 que está medio «chocho» y pocas ganas tiene de enterarse del conflicto americano; pero, como está bien educado y ha pertenecido toda su vida a la clase oprimida, se calla y hasta le da las gracias. El resultado no se hace esperar; la perfecta ama de casa, esa madre que no permite que nadie más que ella bañe a sus nueve hijos, aquella esposa amantísima que por la noche hace copias a máquina, con el bebé en brazos, en el cuarto más frío de la casa para no despertar a un marido que está deseando el pobre ayudar y no sentirse como en un hotel; agarra una anemia perniciosa complicada con la más terrible depresión nerviosa —«nadie se ha dado cuenta de lo que valgo, ni los niños me lo agradecen; Pepe dice que me gusta sacrificarme y que así lo paso bomba...»— y hay que internarla en un sanatorio para seguir el más caro de los tratamientos, repartir los críos entre las tías, tomar una niñera desconocida para que se ocupe del recién nacido... Total, que la austera y sacrificada esposa y madre ha causado un sinnúmero de preocupaciones, molestias, problemas y gastos, además de malos ratos innecesarios y un quebranto de salud, del que tardará mucho en reponerse por no haber sido sencilla y hasta un poco frívola, deseando dejar a sus niños con su hermana por la noche; llamando al marido para que prepare el biberón de madrugada cuando está demasiado cansada; dando su ropa a limpiar en la lavandería; dejando todo trabajo por el momento fuera del casero y hasta escapándose de cuando en cuando a un fin de semana al campo si encuentra unas buenas manos (es cuestión de buscarlas) con quien dejar dos días a sus hijos.
  • 16. 16 El señor mayor con posibles y una esposa impedida en una silla de ruedas que se niega a ponerle una enfermera de noche y otra de día, sin que eso signifique separarse de ella en absoluto, es sencillamente un masoquista. Le gusta ser mártir, hacerse el santo, recibir alabanzas a su heroísmo, está intentando, y lo consigue, ponerse también enfermo y dejar a su esposa completamente sola o internada en una casa de reposo, con lo que su absoluta entrega se convierte en crueldad. Siempre desconfío de la mujer que asegura con orgullo que nunca ha tenido ninguna amiga, ni ocupación, ni «hobby» fuera de su marido y sus hijos; compadezco en mi fuero interno al esposo y los niños atados a sus faldas durante toda su existencia a base de «chantaje»: —Os he dedicado mi vida entera; luego es normal que os fastidiéis también vosotros a modo para ocuparos de mí... —Es la que siempre espera de los demás lo mismo que hizo ella por egoísmo, que prescindan de todo por atenderla. La chica que en la excursión campestre se empeña en fregar sola todos los platos en el río declinando las amables ofertas de las otras, en abrir todas las «Coca-colas», en recoger todas las migas y en envolver todos y cada uno de los restos de jamón de york en papel de aluminio para que no se estropeen y luego se queda plegando las servilletas mientras los demás se persiguen entre los árboles jugando al escondite quiere ser superior, hacerse alabar, creerse formidable. También el muchacho que sigue trabajando en el almacén luego de la hora del cierre, haciendo sentirse a los otros vendedores, que se están poniendo de prisa la gabardina, egoístas y frívolos: —Pero, Alberto, si son ya las ocho y no es necesario revisar esas facturas, ya lo haremos mañana temprano, que siempre estamos libres... —Vete, lo acabaré yo y así me quedo tranquilo… Y también feliz de que los otros se sientan, sin razón alguna, con complejo de culpabilidad por salir del trabajo a hora normal. Desconfiemos de la persona que, a fuerza de bondadosa, sacrificada y eficiente, consigue que todos, a su alrededor, estén incómodos; es capaz de desencadenar las peores catástrofes en casa o en la oficina, de viaje o paseando, y muchas veces debido a su manía de no pedir ayuda nunca, ni quejarse, necesita más ayuda que nadie, causa ,tantas molestias como una plaga y acaba resultando mucho más cara y latosa que cualquier ser normal haciendo cada cosa a su tiempo, sacrificándose cuando es necesario, divirtiéndose a su hora y teniendo amigos y ocupaciones fuera de su familia, que muy bien pueden en su día ser útiles a esa misma familia. Cuidado con los santos de vía estrecha, con los que quieren hacerlo todo, sacrificarse por todos, no quejarse jamás, ser mártires. A veces están llenos de amor propio, viven para que les alaben, necesitan sentir siempre a su alrededor la general atención, no se resignan a ser como los otros, sencillos, tranquilos, con sus defectos, trabajando a sus horas, disfrutando en las fiestas, capaces de velar una noche a un enfermo y también de acostarse muy tarde ese sábado que fueron a bailar. Son incómodos de vivir, ponen de un humor horrible y traen complicaciones espantosas al menor descuido.
  • 17. 17 LOS PADRES ESTÁN CANSADOS Da miedo leer los periódicos. Jóvenes drogados en Londres; banda de asesinos menores de edad respondiendo ante un Tribunal por la muerte de una muchacha; marihuana en la maleta de una chica rubia que se dirigía a Ibiza; revueltas de estudiantes en todos los lugares del mundo; hijas de familia escapadas de casa; secuestros de aviones; ladrones de quince años... Los delitos del mundo parecen causados en su totalidad por muchachos apenas salidos de la infancia, con mejillas suaves y doradas como melocotones y planes siniestros bajo sus lisas frentes de chiquillos. La generación de sus padres, ahora en la plenitud de la vida, hombres y mujeres demasiado niños para haber participado en la guerra, pero que la vivieron, bachilleres en los años cuarenta, adolescentes de tiempos austeros, se horrorizan de lo muy revolucionarios, peligrosos y jaraneros que son sus hijos. No saben hacer frente a esos seres rebeldes y con ideas, discutidores y violentos, independientes, pero vulnerables, que no acatan nada establecido y se ríen de tantas cosas que ellos consideran importantes. Todo lo arreglan quejándose, a gritos, sintiéndose mártires y recordando sus buenos tiempos, todavía recientes:
  • 18. 18 —Si yo me hubiera atrevido a levantar la voz en casa… —Como volviéramos a las once de la noche sin permiso nos la cargábamos... —Éramos seres responsables... Es cierto. Nadie levantaba la voz ni volvía tarde y la gente era mucho más responsable que ahora. Eso no es culpa de los muchachos de hoy, tan parecidos a los de entonces —nada hay nuevo bajo el sol—, sino de sus directos ascendientes. Los hombres y mujeres de cuarenta y pico de años que fueron criaturas con el padre en el frente, la familia dividida y acunados entre ruido de bombas, los que crecieron en un clima de ansiedad, educados en el temor y con poco dinero por unos progenitores demasiado preocupados pana mimarles, que se veían negros para llevar comida a casa; estudiantes conscientes de que su título universitario era la única forma de sobrevivir en un mundo deshecho, se han convertido, con los años, en los padres más blandos de la historia. Tímidos, dudosos de la actitud a tomar, incapaces de dar cara a una situación difícil, empeñados en educar a sus hijos como eternos niños, sin autoridad, sin saber muy bien lo que tienen que hacer, aparte de consentirles, mimarles e impedir que se hagan adultos a fuerza de protección. El hombre que hizo toda la carrera en clases nocturnas porque tenía que trabajar durante el día para costearse los estudios consiente que su hijo, sano y perfectamente capaz, repita año tras año segundo de Derecho, limitándose a indignarse durante cinco minutos todos los junios y todos los septiembres cuando salen las listas. —Parece mentira. ¡Si supieras lo mucho que me cuesta sacarte adelante y cuánto he tenido que trabajar durante ¡toda mi vida...! Y, ¿cómo lo va a saber el pobre chico? Sólo sabe que, «haga lo que haga», seguirá en su casa, alimentado, vestido, mimado y agasajado. Su madre le tendrá la comida a punto suspenda o apruebe; la cama preparada sean cuales sean sus notas; el dinero en el bolsillo, aunque jamás en su vida sea capaz de ganárselo, y en principio todos los lujos y comodidades, pequeños o grandes, a los que ha llegado su padre luego de muchas horas de dura labor. Es normal que se esfuerce poco. La infancia es una etapa agradable, luminosa, sin responsabilidades. «¿Por qué no prolongarla durante toda la vida si los padres nos lo permiten? Seguro que nosotros tampoco hubiéramos hecho nada de haber estado alimentados de balde por nuestros abuelos años y años... No nos quejemos, pues...» Tienen razón. El estudiante eterno obraría de otra forma teniendo limitada su época de Universidad; si al cabo de un corto número de años y al no progresar en sus estudios tuviese que buscar un trabajo remunerativo o marcharse fuera de su casa y arreglárselas de alguna forma. Pero está bien seguro de que su padre no será jamás capaz de tratarle corno adulto; puede ser eterno universitario, eterno niño mimado de mamá, cursos y cursos, siempre. Demasiada tentación para el pobre ser humano, mimado, excesivamente protegido, en que le ha convertido su familia. Es agradable la vida del estudiante que no estudia, con sus lindas compañeras de clase y las largas vacaciones de verano; hermosa la existencia de adulto cuando se sigue siendo un niño para las responsabilidades; lo bastante grande para salir de noche y aún suficientemente pequeño para vivir de papá... ¿Cuántos casos conocernos todos?
  • 19. 19 Pocas muchachas de esas que animan el «Madrid la nuit», con sus minifaldas y pantalones rutilantes, los ojos cargados de «rimmel» y abrazadas a sus compañeros de unas horas, estarían allí a las cuatro de la madrugada si cinco horas después tuvieren que trabajar, como es normal y sano en las personas mayores. Pero a ninguna le dice su madre cuando vuelve un sábado de madrugada, no se sabe de dónde, poco firme sobre sus tacones de raso: —La libertad hay que ganársela, guapa. Mañana te buscas un buen empleo que te permita comer, vestir y pagarte una habitación, y si entonces tienes ánimo de salir todas las noches a bailar, allá tú. Sólo cuando seas capaz de ganarte la vida puedes elegir la manera de vivirla... Pero la «generación anterior» está cansada. Fueron difíciles sus comienzos, no quiere conflictos, prefiere que sus hijos estén en casa que verles independientes en seguida. No sabe imponerse cuando son mayores, igual que no supo darles una bofetada cuando eran pequeños, cuando aún era tiempo. Se empeña en ponerse a su altura para presumir de joven sin conseguir más que hacer el ridículo. De ellos es la culpa. Del padre que no exige trabajo y responsabilidad desde la adolescencia; de la madre que luego se queja porque su hija no ayuda en la casa y se pasa el día pintándose los ojos y hablando por teléfono: —No es capaz ni de echarme una mano para fregar los platos... Jamás se hace la cama antes de salir… Algunos padres de ahora no son del todo culpables. De niños han vivido una guerra, fueron jóvenes en una Europa austera y gris, tuvieron que luchar para todo, están cansados. Sólo saben entendérselas con niños, y por eso tienen en casa eternos niños, cuyas barbaridades castigan como travesuras, cuyos disparates les parecen leves, cuyo egoísmo lo achacan al ambiente, o a la inmoralidad reinante, o al exceso de libertad para no culparse a sí mismos únicos responsables a menudo de la crisis juvenil. Deberían explicar a sus hijos, de pequeños, que sólo serán libres cuando se ganen la vida y hayan llegado a mayores de edad: «Si trabajas te pagarán por ello y entonces podrás hacerlo.» Establecer como norma que todos los adultos que viven en casa de sus padres contribuyen a su manutención con una parte del sueldo una vez terminados, a su tiempo, los estudios. Las mujeres que viven juntas, por mucho parentesco que les una, tienen que dividir en partes iguales los trabajos caseros. Y programarlos bien para que no impidan las otras actividades. Al llegar a la mayoría de edad, todo el mundo debe estar andando su camino: trabajo, carrera, investigación, empleo fijo; ya no es época de estar probando, ensayando, dudando. A veces es terrible. Un hijo sale alcohólico, ladrón, homosexual o seguidor de un loco Manson en la caliente California; son casos perdidos y, la mayoría de las veces, sin remedio. Entonces no es culpa de nadie. Pero el de la niña que luego de dos años de correr las «boites» con cien vestidos y cien acompañantes distintos se escapa con un hombre casado, sí. Porque en su casa la han dejado ser ociosa y frívola como una perrita de lujo, y éstas, muchas veces, se encaprichan del perro callejero que llega con el lechero cada mañana. Y el del chico que vive
  • 20. 20 hace cuatro años en Madrid estudiando su primer curso de carrera sin aprobar ninguna asignatura, al que se está pagando la residencia a fuerza de privaciones y trabajo desde una oscura capital de provincia, cuando lo pescan una tarde fumando marihuana en un apartamento alejado, también es culpa de sus padres. Debería llevar ya mucho tiempo sin ninguna ayuda familiar y obligado, por tanto, a trabajar para comer. Los jóvenes de hoy son como niños, y eso pasa en todos los países, en todas las clases sociales. Pero se creen adultos y tratan como juguetes las cosas más peligrosas de la tierra: sexo, instinto, droga, alcohol, armas, libertad. Culpa de los padres. Es suicida dejar a criaturas jugando con objetos y sentimientos propios de hombres. No se puede evitar que un hombre hecho y derecho se emborrache cada noche con el dinero de su trabajo, fume drogas o asalte niñas en las carreteras solitarias. Es mayor, consciente, responsable, puede elegir si quiere el camino torcido. Pero al niño de la eterna carrera, a la chica ociosa, al vago profesional disfrazado de «hippie» no hay que dejarle escoger. El dinero y la protección de los padres es para abrirse camino en la vida, muy poco tiempo, y nada más. Estamos asistiendo a la disolución de la familia, sin preparación del individuo para su nueva libertad, como si soltáramos a nuestros niños a la salida del «kindergarten» en medio del tráfico de la gran ciudad, solos, sin consejos, tan felices de su recién estrenada libertad. Es terrible decirlo; pero la culpa, muchas veces, es de los padres. Si se tienen que manejar solos, vivir solos, actuar solos, que sea de verdad, sin ayuda de nadie. Darles la llave del portal sin que la pidan en cuanto sean responsables, pero nunca si no se la merecen. Enseñarles a ir solos al colegio a los siete años —«cruzas por el guardia, tuerces a la izquierda, no hables con nadie»— y a ser hombres a los veintiuno. Maduros, realistas, conscientes. Y entonces dejarles marchar alegremente, sin nostalgia. Nuestros niños se han convertido en hombres; gracias a Dios, les llegó su turno en la representación. ¿No será por el egoísmo de no perderles por lo que les permitimos tantas cosas y les educamos tan mal? Hagamos examen de conciencia.
  • 21. 21 VENDEDORES TERRIBLES En este pueblo somos los últimos veraneantes. Hace un tiempo maravillosamente tibio por la mañana, apenas rizado de viento al atardecer, no hay un coche en la plaza y es una delicia recorrer la larguísima playa solitaria con las olas de otoño ya un tanto furiosas enredándose gruñonas en nuestros pies. Los indígenas respiran felices dentro de su paraíso recobrado y vuelven a encontrarse con alegría por las calles hasta hace poco repletas de gente de todos los países, todas las edades, todos los colores. Cada tarde media docena de personas nos sonreímos sin conocernos en el entreacto del cine, y todos se extrañan de vernos todavía por aquí con nuestra pinta de veraneantes rezagados, el pelo áspero y lleno de sal, trajes de verano y pies descalzos en sandalias abiertas, mientras la gente seria que ya olvidó sus vacaciones ha vuelto a la corbata y al jersey, al traje sastre y al zapato abotinado. Preguntan con algo de prevención cuando nos encontramos en la carretera, en el supermercado o en la peluquería: —¿Pero todavía están ustedes aquí?
  • 22. 22 Como indicándonos que no somos habitantes de la villa; nuestra normal estancia está acabada y les resulta un tanto raro tropezarse con nosotros a cada momento, como extraños mezclados en su vida, igual que desconocidos vestidos inadecuadamente que se sentasen cada noche frente a su televisor entre los miembros de la familia. Pedimos disculpas explicando que como hace tan buen tiempo los niños son todavía pequeños y nos espera mucho trabajo a la vuelta, nos hemos permitido la libertad de quedarnos dos semanas más de lo previsto para llegar con fuerza y buen humor a nuestras ocupaciones habituales. En seguida sonríen. ¡Sólo era eso! Y nos felicitan alegremente por haber podido prolongar nuestra estancia, ya bien seguros de que nos iremos en seguida con nuestras alpargatas descoloridas, haciéndoles olvidar la frivolidad de las gentes de agosto, gritonas, llenas de ruidosas criaturas y pensando únicamente en divertirse. La ciudad está cerca y la frontera también. Hacemos nuestras compras de otoño, puesto que cuando volvamos a casa, quince días más tarde de lo debido, el trabajo y los problemas se precipitarán sobre nuestras cabezas como irritadas avispas sin dejarnos tiempo para nada, y seguramente nos encontrarían raros en la oficina, o en el taller, o en la panadería, si apareciésemos a primeros de octubre en camisa cocodrilo sobre el traje de baño. Por la tarde, cogemos la carretera con la lista de nuestras necesidades en mano para ahorrar tiempo a la vuelta, y así matamos el gusanillo de la conciencia que nos reprocha seguir aquí, ociosos, felices, libres, solitarios, maravillosamente aburridos al caer la noche, mientras el resto de la familia, y también el resto de la humanidad han vuelto a su vida de rutina: «De casa a la oficina, de la oficina a casa, comprar, guisar, fregar, estudiar para los exámenes, dormir, afeitarse, desayunar y luego otra vez». Si hay algo en el mundo que considero difícil es sacar una oposición a notario o a abogado del Estado. Jamás he conocido a ninguno de esos seres geniales fuera del ejercicio de sus funciones, pero siempre les he mirado con gran respeto pensando la cantidad de horas, y días, y años que han empleando durante su vida estudiando variadísimos y doctos temas sin mezclar el contenido de uno con el otro, ni equivocarse en el examen u olvidarse de golpe de todo lo que aprendieron en el momento crucial. Hace falta ser un rato listo y sereno para eso. Pero, pensándolo bien y luego de mis experiencias como compradora que empiezan a ser, ¡ay!, anchas, variadas y múltiples, resulta mucho más difícil que nada ser un magnífico vendedor. Me parece natural que se «forren» en los Estados Unidos, que es el país donde mejor se paga el rendimiento. No hay en el mundo dinero suficiente para el hombre capaz de hacernos salir con un traje de submarinista, cuando nunca nos hemos siquiera bañado en el mar, diez minutos después de haber entrado en la tienda de deportes con la intención de comprar una pelota de «ping-pong» para nuestro sobrinito que la ha perdido en el jardín. Hay genios de ese tipo en los comercios que podrían hacer cambiar la historia del mundo de dedicarse a la política, pero prefieren pasarse ocho horas diarias tras de un mostrador porque todavía queda gente que no es ambiciosa en este mundo podrido, y menos mal.
  • 23. 23 Los tímidos son presa más fácil, pero hombres bien templados, de esos que saben mandar en su casa y cuyo fruncimiento de cejas hace temblar a trescientas mecanógrafas, mil obreros, cuarenta secretarios y cinco hijos «hippies», se convierten en muchachitos asustados cuando se enfrentan con esa vendedora super «chic», super «in» y super segura de sí misma que se las sabe todas y les trata como si acabasen de soltarse de las faldas de sus institutrices y no hubieran cruzado jamás una calle más que de la mano de mamá: —Pero lo que yo quería era ese par de guantes para conducir que tiene usted en el escaparate... —Este abrigo es una ganga y le queda que ni pintado. —Yo vivo en Canarias, siempre vamos a cuerpo. Y mire lo estrecho que me está en la espalda; al menor movimiento lo rasgo. Las mangas son tan cortas que no llegan a cubrir el puño de la camisa... —Mejor, viviendo en Canarias no es necesario abrigarse los brazos, usted mismo me da la tazón. Está rebajadísimo además; voy a decir que se lo envuelvan en seguida. Yo contemplaba la escena desde la puerta del probador y con el traje que acababa de intentar meterme en la mano, y digo «intentar» porque como era tres números más bajo de mi talla no me pasaba ni por el cuello. El hombre —cuarenta años, dos metros de estatura, aspecto de campeón de lucha libre retirado— estaba a punto de empezar a hacer pucheros como un bebé ante la machacona insistencia de la señorita vendedora. Pero no le sirvió de nada. Le vi pagar, recoger su paquete, salir de la tienda arrastrando los pies luego de haberla lanzado una mirada asesina que fue contestada con la más triunfadora de las sonrisas. Me eché a temblar. Una vez fui a comprar un abrigo de pelo de camello y ante la absoluta seguridad de tenérmelo que llevar de un color y una hechura que me horrorizaban, tuve que optar por decir que no tenía encima más que quinientas pesetas y dejarlas de señal, prometiendo volver a buscarlo al día siguiente. Las perdí con alegría, con tal de no tener que pagarlo entero, carísimo como era y nada de mi gusto. Tengo una amiga que entró en un almacén de muebles con la intención de llevarse una silla alta para su niño de dos años que iba a empezar a comer en la mesa, y el dueño la acompañó hacia la puerta entre sonrisas después de haberla convencido para que cambiase toda la decoración de su apartamento a base de estilo español en madera oscura, que es el único tipo de muebles que había odiado toda su vida. El niño comió desde entonces sobre una mesa castellana y siniestra, sentado encima de tres almohadones, porque se había acabado el dinero para adquirir nada más en los próximos cinco años. Mientras recordaba, horrorizada, todo esto, la chica se dirigió hacia mí con mucho revuelo de melena, falda y perfume francés. Me adelanté a decirla tartamudeando que el traje me quedaba pequeñísimo; además, no me gustaba el color, y, pensándolo bien, no lo necesitaba para nada. —Tonterías. Es la última moda y la favorece mucho. Cuestión de dar un tijeretazo en el cuello, alargar el dobladillo y anchar un poquitín las mangas, casi nada. Y es una ganga.
  • 24. 24 La contemplé admirada. Las mangas no me pasaban ni por las muñecas y tenían dentro apenas un milímetro de tela; si consiguiese meter mi garganta por el estrecho cuello podría saber lo que experimenta un ser humano al morir en la horca. Me quedaba una cuarta por encima de la rodilla, cuando el maniquí que lo lucía en el escaparate y que me hizo entrar en mala hora lo llevaba a la moda actual, por media pierna. La miré, me miró y supe que de no huir a tiempo me llevaría, sin remedio, el traje: —Tiene usted razón, me encanta, es el sueño de mi vida, nada favorece más a una mujer que la ropa un poco estrecha. Vaya haciéndome el paquete, que tengo prisa. Entré en el probador. Volví a ponerme mi querido, amigo y favorecedor vestido viejo; aunque anticuado, a mi medida, un tanto ajado, pero al menos sin que me estallasen los botones. Cogí el bolso. Y me fui a la calle rápidamente y sin decir nada, con el corazón dándome golpes en el pecho y el estado de ánimo de una ladrona que sale de una tienda disimulando los bolsillos llenos de objetos robados. Que nadie se ría, porque cosas de esas le han pasado a todo el mundo. Hay muchachos «yeyés» que abandonan el almacén llevando bajo el brazo un traje de oficinista maduro —ocho horas de trabajo diario, quinielas los lunes—, gris antracita, con su corbata oscura y un pañuelo blanco para el bolsillo de arriba. Alguna madre de familia numerosa se sonroja todavía al recordar el traje de baño completamente transparente que le hicieron llevarse por falta de voluntad, y todos tenemos en el armario algunos pares de zapatos que nos hacen ver las estrellas debido a que un eficiente empleado nos juró y perjuró, sin escuchar nuestras tímidas protestas, que «eso pasa siempre el primer día y en cuanto se anda un poquito, como en zapatillas». ¿Por qué no les hacen ministros, directores de empresa, jefes del ejército o algo por el estilo y así podríamos comprarnos sólo lo que nos gusta, o nos apetece, o nos hace falta, o tiene justo el precio que nos conviene? Aunque yo este otoño no voy a comprarme nada. No tengo valor para entrar en otra tienda. Cuando paso por los escaparates me da cada escalofrío…
  • 25. 25 “POSTERS” EL mundo en que vivimos está totalmente condicionado por la imagen. En vez de leer se mira la televisión. A nadie interesa el relato de una acción de guerra escrita por un gran periodista que se jugó la vida para poderla describir a lo vivo, si acaba de contemplar en la pantalla todo el zafarrancho, con ruido de bombas, soldados agonizantes y grandes llamas destruyendo las casas. Las chicas se peinan, actúan y visten, copiando las fotos de la actriz de moda o de la última modelo inglesa. Nos lavamos los dientes con la pasta perfumada que, reproducida en neón y a tamaño gigante, nos invita cada noche a ponerla sobre el cepillo desde el gran edificio que hace esquina a la estación de Metro por donde volvemos a casa. Y mientras esperamos que llegue el tren subterráneo, una guapa chica nos ofrece jabón en la pared al lado de un bebé alimentado con una leche formidable y vecino de una tostada inmensa cubierta de margarina. En el supermercado vamos directos a los productos que nos meten ininterrumpidamente por los ojos, y, su dudamos, en la tienda de barrio siempre hay un dependiente amable para indicarnos:
  • 26. 26 —Lleve esto, es lo que anuncian tanto por la radio, lo que lleva en la mano la chica en combinación cortita que está en todas las vallas de los solares. Al mismo tiempo que los anuncios, entra en nuestro hogar la guerra, la violencia y el terror. El ama de casa provinciana, haciendo punto sentada en la cocina mientras vigila el asado y espera que vuelvan del colegio sus hijos pequeños, está viendo las matanzas de Camboya, los sangrientos sucesos desarrollados en Irlanda y el asalto de la Policía a una granja abandonada de Illinois donde se ha refugiado un asesino psicópata con su fusil, luego de haber matado a su mujer, a sus hijos y a su madre. Aunque el pollo se dore lentamente en el horno, la casa huele a limpio, a flores recién cortadas y a buenos guisos, por más que vuelvan los niños de clase, alegres, sucios y calientes con sus carteras al brazo, nadie se siente segura después de eso. Tenemos la sensación, por más que la frase sea un tópico, de vivir sobre un volcán. El mundo cambia cada día, no se sabe cuál será el futuro de los que hoy son niños, es imposible prever nada, programar nada, vivir en función de algo que no sea el momento presente. El rico no está seguro de quién heredará su dinero; el estudiante de una carrera dificilísima duda de poder ganarse la vida con ella; el accidente y el infarto de miocardio rondan por las esquinas; ya no es el matrimonio la solución perfecta para una mujer. La Bolsa sube y baja, cambian los gobiernos, la forma de pensar,
  • 27. 27 la religión y el Bachillerato, no se sabe cómo educar a los hijos, quiebran los más prósperos negocios mientras gentes oscuras, con trabajos absurdos, ganan millones de la noche a la mañana. Todos vivimos sobre los nervios, y los muy jóvenes más todavía, puesto que estrenan la vida, el temor y la sensibilidad. Por eso se llevan las cosas grandísimas. Enormes, caras, vistosas, de mucho peso. Uno se siente protegido entre objetos inmensos como si ellos fueran más seguros, menos volubles que las personas y el ambiente. El joven cantante “pop” que se hace rico rápidamente tras un éxito sonado en cualquier festival internacional se apresura a comprarse el automóvil más gordo que haya en el mercado, y el más rápido, y el más escarlata, y el que tenga los faros más brillantes. Construye una casa en el campo de las dimensiones de un hotel de lujo, con alfombras espesísimas, refrigerador gigante, una hectárea de terreno alrededor y vasos de whisky en cristal tallado que pesen toneladas. La piscina parecerá un mar, elegirá tres perros del tamaño de osos y un guardaespaldas negro de dos metros de estatura, aunque nadie le reconozca por la calle. Se sentiría mil veces más feliz en un precioso y lujosísimo apartamento de la ciudad con ligeros muebles ingleses, un perro tranvía dormitando junto a fuego, tiestos en la terraza y un discreto y carísimo descapotable oscuro esperándole en el garaje, pero las mesas grandes, el mucho espacio y el desmesurado lujo le dan seguridad. Esa seguridad de la que carecemos todos frente a nuestro televisor, que alterna los horrores con los anuncios, con nuestro negocio, que tal vez nos haga millonarios o nos lleve a la bancarrota, con nuestros ahorros, que lo mismo desaparecen que se multiplican, con nuestro futuro impreciso, con esas esquelas que nos dejan helados cada vez que abrimos el periódico, al anunciar la muerte de tantos jóvenes amigos que reían a nuestro lado hace apenas unas horas y se quedaron para siempre en una vuelta del camino, víctimas del “surmenage” [agotamiento por sobrecarga y por exceso de trabajo] o de un accidente tonto de automóvil o trabajo.
  • 28. 28 El gran coche americano, la enorme mansión rodeada de árboles, la cama de roble pesando un quintal o el inmenso hierro de Chillida presidiendo el salón, mitigan sin duda alguna la angustia existencial de los jóvenes de hoy, pero no están al alcance de casi ninguno de ellos fuera de Silvye Vartan, Raphael o Françise Sagan. Por eso los muchachos normales que se desenvuelven en medios normales y tienen en su profesión o estudios éxitos y fracasos normales han inventado los “posters”. Grandes fotografías, protectoras, capaces de cobijar bajo su gigantesca imagen al pobre ser desorientado, temeroso, nervioso, titubeante, que es en muchos casos el hombre de nuestro tiempo. Imágenes ampliadas hasta la inmensidad, capaces de cubrir toda la pared del cuartucho alquilado en la ciudad por esa chica recién venida de su pueblo a trabajar, que se siente sola, desorientada. La tranquilizadora imagen de esos pies de bebé gigantescos, tan suaves, tan reales, tan grandes pero al mismo tiempo tan dulces e inofensivos, la ayudarán a vivir, a dormir, a serenarse. Esa efigie inmensa y maciza de Humphrey Bogart presidiendo el lugar donde escribe a máquina aquella aislada y triste secretaria, la hace sentirse protegida por un ser fuerte, casada con ese hombre dominante de mandíbula cuadrada con el que sueñan todas las muchachas, capaz de escuchar y comprender, de mandar y de ser cariñoso, de prohibir o de conceder según las circunstancias. Los inteligentes negociantes de ahora se han aprovechado de la inseguridad que domina a los hombres contando al mismo tiempo con la enorme influencia de la imagen en el mundo actual. Puesto que los grandes objetos tranquilizan y la gente compra las cosas sólo por los anuncios sin molestarse en pensar si serán buenas o malas, existe una forma fácil de vender algunos productos: metiéndolos por los ojos en gigantescas imágenes. Un modisto inglés vendió como panecillos calientes todos sus vulgares modelos de “pret a porter” por el sencillo procedimiento de presentar a sus maniquíes en escaparates bajo inmensos “posters” de ellas mismas ataviadas con el mismo vestido que exhibían. Las muchachas, al ver la descomunal efigie del vestido con chica dentro, adquirían el traje influenciadas psicológicamente: —“Me sentiré con él alta y seria, muy segura de mí misma, protegida, bonita, fuerte, tranquila, con raíces, igual que un brillante cartel en la pared de una casa, que hace volverse a todos los transeúntes.” Un fotógrafo alemán ha llegado más lejos en la actual psiquiatría barata para curar la angustia de la época. Los “posters” personales. Cualquier empleadillo temeroso del jefe, el ascensorista de grandes almacenes que pasa ocho horas al día encerrado en una cabina casi hermética en el más monótono de los trabajos: —“Tercero, tejidos. Cuarto, confecciones de señora. Sexto, bebés. Caben tres más. Retales, quinta planta...”— o la chica que emplea su día cogiendo puntos a las medias en la trastienda de una droguería de barrio, puede hacerse una fotografía favorecida y en el mejor ángulo, agrandarla hasta límites insospechados y creerse una “super persona” cada noche, cuando se desnuda en su cuarto barato y mal caldeado, luego de una jornada de trabajo agotador:
  • 29. 29 —Ese soy yo, grande, fuerte, dominador. Ya verán… El mejor día… Por eso siguen de moda los “posters”, mientras tantas otras cosas “in” que nos hicieron ilusión han desaparecido al correr de los días como efímeras rosas de otoño. Mientras nos sepamos bien de dónde venimos ni a dónde vamos, ni lo que queremos, ni a quién amamos, ni lo que será de nosotros mañana… Si el futuro continúa siendo una película de “suspense”… Cuando estudiamos sin convicción, trabajamos sin ilusión y pensamos que la vida es un gran jeroglífico que sólo pueden descifrar cultos, doctos e inteligentísimos sabios… Si queremos ser más listos, más brillantes, más guapos, más serenos y mejores para ser dignos de esa persona que adoramos y ni nos mira… Ocurriendo esas cosas, los “posters” seguirán siendo necesarios y hermosos, capaces de ayudar, de acompañar, de serenar, de hacernos ver el mundo de forma más optimista, como drogas sin riesgo, como tranquilizantes inocuos.
  • 30. 30
  • 31. 31 SABER LO QUE SE QUIERE Como la juventud está de moda todo el mundo habla de ella. Hay tiendas sólo para muchachos, larguísimos artículos en las revistas femeninas enseñando a las chicas cómo deben cuidarse la piel a partir de los quince años y «fondos» de los periódicos más sesudos del mundo analizando, en varias columnas de maciza prosa sin un solo punto y aparte, el fenómeno social de los estudiantes descontentos. A los jóvenes de hoy se les mima y se les critica, se les riñe y se les aconseja, se les discute y se les da la razón, pero sobre todo la gente se ocupa de ellos, intenta comprenderles, escucha sus opiniones. El mundo de hoy parece hecho para los adolescentes, suya es la moda, la música, la literatura y hasta la decoración; es natural que algunas veces se pongan un poco tontos, como niños que acaban de tragarse un pastel demasiado grande y cuando luego les duele el estómago echan la culpa a la madre que cocinó el dulce o al padre que dio el dinero para comprar los ingredientes. —Queremos que se nos oiga... —Necesitamos comprensión... —No estamos de acuerdo... —Que empiecen a actuar y dejen ya de darnos consejos…
  • 32. 32 En eso tienen razón. A todos nos revientan los aconsejadores profesionales que tranquilos y desde su casa, opinan sobre nuestros problemas particulares, asegurando que todo sería facilísimo de arreglar si les hiciéramos caso. Para ellos lo complicado es sencillo y factible, lo mismo que a todos nos parece «tirado» dar una serie de naturales con la izquierda y sin enmendarse cuando estamos tan ricamente sentados sobre nuestra almohadilla con un clavel en la solapa y el ánimo de fiesta. Es muy cómodo torear desde la barrera y también arreglar el más peliagudo de los problemas cuando éste no nos duele en la propia carne, ni nos hace perder el sueño cada noche dándole vueltas en la cabeza. Sin embargo, algunas veces les cosas de lejos se ven con frialdad y más claras que cuando nos conciernen personalmente. La madre novata no es capaz de dejar a su primer bebé en la cuna pegando alaridos durante un par de horas y arrastra mese y meses una crianza dantesca con una criatura chillando en brazos, pero si hace caso de su amiga sensata pasará sólo unos días angustiada y sorda de tanto grito para tener en seguida un niño como Dios manda, llorando únicamente cuando tiene hambre o algo le duele Y a los jóvenes, en lugar de tanta tontería como oyen —que se corten el pelo, que lleven corbata, que se bajen las faldas, que no hablen de política—, alguien debería decirles que se metieran en su casa para meditar durante seis o siete horas qué es lo que quieren en la vida. Una vez decidido, sea lo que sea y aunque a los otros les parezca absurdo, a luchar por ello. Pero de verdad, duro, sin concesiones ni dudas, sin arreglitos de conciencia. A mi parecer hay que ser, lo primero, realista cuando se quiere triunfar en lo que uno se propone. Y soñar únicamente en la cama durante el descanso; el día es para actuar consecuentemente con las ideas que se tienen y procurar salirse lo menos posible del camino emprendido. Existen muchachas que desde que llevan calcetines sólo piensan en casarse. Hombres, niños, casa, problemas domésticos son las únicas cosas que cuentan para ellas. Eso no quiere decir que sean menos inteligentes que las otras, sino que cada persona tiene unas aspiraciones en la vida y ser listo significa precisamente el acomodarse a ellas desde el principio, sin engañarse disfrazándolas de otras. Es tonto que este tipo de chica empiece una carrera difícil que no le importa nada y nunca terminará, para casarse luego a los veinte años con un curso de Filosofía y Letras y sin saber freír un huevo. Bien está que frecuente una academia para tener una buena base de cultura general, que hoy es ya necesaria para todo, pero su actividad principal debe ir siempre orientada hacia un buen curso de cocina, labores del hogar y economía doméstica, que es lo que va a necesitar de verdad. Puesto que lo que quiere es casarse y cada domingo se cree desesperadamente enamorada del muchacho que acaban de presentarle en la piscina, será mejor que procure ser realista y se dedique sólo al que la conviene, capaz de ganarse bien la vida, amante de las mujeres de su estilo y de buen carácter. Del otro, lado empieza ya a haber en España muchachas con verdadera vocación para una carrera determinada y es perfectamente absurdo que la abandonen por casarse, ya que el matrimonio se compagina con el trabajo femenino en todos los países del mundo, y mucho más debería ser en el nuestro, donde, por el momento todavía, puede encontrarse una chica de servicio abnegada y a precio accesible.
  • 33. 33 El joven que quiere escribir libros debe negarse a estudiar ingeniero por mucho que se empeñen en su casa, y cuando no esté conforme con el mundo actual es natural que lo diga y no se lo quede dentro para luego llenarse de complejos en la edad madura. Pero el aspirante a escritor debe serlo de verdad, no influenciado por las fotos del «Paris-Match» sobre el último joven talento, y si es «no conformista» que lo sea auténticamente, aunque esté de moda. Siempre habrá simpáticos jóvenes inútiles a la pesca de una mujer rica que les mantenga toda la vida; estupendo cuando están dispuestos a guardarla fidelidad y a ser amable con ella, pero sin inventar novelas de amor en las que pierden la cabeza por muchachas, indefectiblemente, ¡qué casualidad!, hijas de papás con riñones bien cubiertos, o, mejor aún, huérfanas de caballeros de esas características. La mujer moderna, el hombre de hoy, tiene que ser, ante todo, realista. Sabiendo lo que quiere, sea lo que sea, y sin avergonzarse de ello; no todo el mundo aspira a realizar gestas heroicas, ni a sacrificarse por la Humanidad. Los hay que quieren viajar y llevar una vida aventurera, los hay que prefieren morir a salir de su pueblo. Existe gente que goza estudiando, trabajando, volcándose en la profesión elegida, pero el que gusta de vivir con la rentita que le dejó su padre, con tal de no dar golpe durante toda su vida, también tiene derecho a un sitio bajo el sol.
  • 34. 34 Difícil atenerse a la cruda realidad. En la vida hay muchos caminos, muchos espejismos, demasiada propaganda de unas cosas y de otras. Cuando somos jóvenes todo nos tienta; cada libro, cada paisaje, cada mujer es una llamada, igual que una maravillosa tentación, como una sirena que nos buscase en cada esquina, en cada puerta: —Estudia esta carrera. Podrás luego ser muy importante... —Cásate conmigo. Juntos haremos algo hermoso... —Quédate tranquilo. La familia te protegerá... —Vete en seguida de casa. Hay que empezar a vivir pronto... Es complicado escoger y siempre hay probabilidades de una gran equivocación. Pero el que lo hace de verdad es el que triunfa de verdad. Cierto.
  • 35. 35 TODOS LOS GUAPOS ESTÁN MUERTOS EL ciclo de cine retrospectivo que vemos en televisión los martes y domingos en medio de unos programas cada vez peores, más sosos y con menos categoría, está acercando más a las generaciones que todos los esfuerzos realizados por padres, educadores y filósofos. Madres todavía jóvenes, esbeltas, vestidas al último grito, aunque un poco cansadas del trepidante ritmo de la vida actual, preparan esa noche una bandeja con cena fría para la familia y se instalan solas frente al televisor un poco antes de que empiece el “film” con los mismos ojos ilusionados de las tiernas muchachas que fueron el día que estrenaron la película que esperan ver unos instantes más tarde. Luego aparece vivo, joven, con “sex appeal” hasta la punta de las uñas el Clark Gable de sus sueños de niña. El que estaba escondido tras un sofá mientras Escarlata O´Hara descargaba su mal humor rompiendo una porcelana porque el pretendiente amado había preferido a otro. Se la quedaba mirando en alto su célebre ceja —que hizo pecar de pensamiento a tantas mujeres virtuosas en la oscuridad de los cine de sesión continua— para decirla sin perder la flema: —“esto ya es demasiado”. Y todas las damas presentes en la sala suspiraban bajito, se les aceleraba el pulso y repetían mentalmente: “sí que es demasiado, caramba”.
  • 36. 36 Las hijas de familia nunca ven el principio de la película televisada porque siempre llegan tarde a cenar. Su entrada suele coincidir con el primer desagradable descanso propagandístico que corta la historia y llena de desasosiego al televidente —los comerciantes no se dan cuenta de lo muy contraproducente que resulta hacer propaganda de algo rompiendo el hilo de un argumento interesante; sólo consiguen que el espectador tome nota en su subconsciente del nombre del producto para no comprarlo jamás— y las excusas cuidadosamente preparadas para disculpar su tardanza son apenas escuchadas por una mujer distraída que murmura con los ojos fijos en la pantalla donde acaba de aparecer de nuevo el ídolo: —“Calla, tienes tortilla de patata y fruta encima de la mesa”. La chica mientras cena, sentada sobre la alfombra, el plato de cartón encima de las rodillas y una “Coca-cola” en equilibrio inestable a su lado, sigue distraídamente las imágenes del aparato pensando en su “boy friend”, en las calabazas que va a recibir en matemáticas como no arrime el hombro al final de curso y en esa maxifalda que acaba de hacerse su amiga Maruchi y que es una preciosidad. Clark Gable en primer plano la mira socarrón, el pitillo entre los labios, sus célebres orejas más despegadas que nunca, con ese aire que tiene de quererlo todo de una mujer, cuerpo y alma, pensamientos y ahorros, tiempo libre y horas de trabajo. La muchacha “in” que mete jaleo en la Universidad, piensa marcharse de su casa en cuanto pueda, entiende más que nadie de cine de vanguardia, fuma negro y odia todo lo convencional aunque no esté muy segura de lo que significa esa palabra, siente el mismo escalofrío en la espalda de sus antecesoras americanas que iban al cine recién salidas de una fábrica de paracaídas durante la segunda guerra mundial y lanza un largo silbido admirativo: —Caray que tío… ¿De dónde sale? Nunca tuve la suerte de conocer a un niño así de guapo…
  • 37. 37 La madre, que nunca había visto a su héroe más que en películas hechas ya en madurez y se lo está pasando de locura contemplándole jovencito y en plenas facultades, se revuelve indignadísima: —¿Guapo? Que va a ser guapo, hija, mucho peor… Y por lo que más quieras no le llames “niño” a Clark Gable que era ya más hombre que nadie en pañales y con chupete… * * * Si las chicas de ahora se casan encantadas sin pensarlo demasiado con el primer pretendiente que se les presenta y tan felices es porque tienen la suerte de no estar todas enamoradas de Gary Cooper, como les ocurría masivamente a las que se quitaron los calcetines en el cuarenta y cinco. Sus amigos, los compañeros de estudios, el hermano de aquella chica, ese vecino que les ponía los ojos tiernos cuando bajaban a pasear al perro, soportaban mal la comparación con un ídolo de un metro noventa, los ojos verdes, más guapo que nadie y con una de esas bocas varoniles y tristes que hacían temblar en su butaca oscura lo mismo a la colegiala de trenzas que a la mujer de mala vida. Ninguna conoció nunca ni un marido, ni un novio, ni un nada que le llegara a la suela del zapato. Para colmo hacía siempre de bueno, de listo, de valiente, de héroe, de tímido, de desgraciado, en fin, de algo que volvía locas a todas las mujeres sin distinción de edad, profesión, carácter o nacionalidad. —“¿Qué te ha parecido la película, nena?” —preguntaban las madres de entonces llevando unos lutos eternos por “papá que le mataron los rojos” a unas chiquillas de larguísimas melenas rizadas y horribles zapatos ortopédicos que venían de ver “La policía montada del Canadá”, y ellas contestaban muy convencidas: “demasiado fantástica, sin ningún contacto con la realidad, figúrate que la rubia planta a Gary Cooper en la última escena para casarse con otro, como si eso fuera posible…” La madre le daba la razón afirmando que no había mujer en el mundo capaz de plantar al hombre aquel por nada ni por nadie lo que era una verdad como un piano que además reforzaba un amor familiar que en aquel entonces no lo necesitaba porque era fuertísimo de por sí.
  • 38. 38 —¡Qué gozada de muchacho! —exclaman admiradas las “ye-yes” de hoy día al lado de sus extasiadas madres viendo una película del divino larguirucho cualquier martes por la noche—, ¿es posible que sea de verdad?, ¿conocías tú a este actor de antes, mami? —Que si le conocía… —rezonga el padre tras de su periódico— jamás se perdió una actuación suya, aunque tuviese cuarenta de fiebre. Nunca comprendí lo que le veían las mujeres a un tipo tan desgarbado y sin gracia… —Pues yo sí que lo comprendo, ya lo creo —afirma entusiasmada la niña de ahora sentándose en el brazo de una butaca sobre sus pantalones de pana—. Siempre creí que hombres así no se fabricaban, diablos. —Y es que ya no se fabrican, mona, eso era en mis tiempos. * * * Ahora no: ahora todos los guapos están muertos. Ya no se sienten las mujeres fieles traidoras a sus maridos cuando el horrible, pero varonil Humfrey Bogart se largaba con la esposa del vecino sin mover un músculo y ellas encontraban disculpas a la pobre señora porque, aunque su legítimo compañero siempre era guapo, bueno y encantador, la tentación resultaba muy fuerte. Las chicas “snob” no sentirán más el deseo absurdo de flirtear con un “gangster” alcohólico que, además, ni era joven, ni alto, ni nada, porque eso sólo podía conseguirlo aquel hombre incluso al final de su vida, enfermo, envejecido, deshecho, sin sonreír, haciendo soñar a todas las mujeres con llevarle a su casa, darle un plato de sopa, cuidarle, mimarle, ocuparse de él, impedirle hacer todos aquellos disparates que hacía, película tras película, año tras año, encogiéndolas a todas el corazón. Ahora no. Ahora todos los guapos están ya muertos.
  • 39. 39 Los de hoy son menudos, felinos, encantadores, necesitados no de un plato de sopa, pero sí de protección, alegres compañeros para una noche de baile y tal vez para toda la vida, nada más. Por eso la chica actual hablando de su pretendiente o del actor de moda dice que es “un niño muy mono”, pero jamás se atrevería a calificarlo de “tío bárbaro”, como hacían sus madres charlando entre ellas en una época de lenguaje muy comedido en las muchachas cuando no sabían lo que era un taco ni habían leído en su vida una novela verde. “Anthony Perkins es un sol”, afirma la jovencita de collares “hippies”, y su madre, que ha llorado con Bogart, reído con Cooper y sentido escalofríos en la espalda bajo la mirada cínica de Gable, asiente mirándola con un poco de lástima: “Si tú supieras lo que eran antes…” Ahora lo saben. Se quedan mudas de asombro ese domingo por la noche que vuelven de casualidad más pronto a casa porque “un niño monísimo” les ha dado plantón en la cafetería. De golpe se convierten en Escarlata cuando aquel hombre sale sonriendo de detrás de un mueble y la dice defendiéndose cómicamente de su ira: “es demasiado”. Aquellos hombres eran demasiado, de verdad. —Zambomba, ¿había muchos como éste en tus años locos, mami?, debía de ser un gusto ser joven entonces… —Había algunos, hijita, pero todos están ya muertos. Vosotras tenéis más libertad, pero también habéis tenido que cambiarlos por Jean Pierre Belmondo y Johnny Hallyday.
  • 40. 40
  • 41. 41 LOS POBRECITOS VIEJOS VERDES Mientras el mundo exista siempre habrá caballeros maduros mirando a las chicas pasar. Están en los casinos de las capitales de provincias, gordos, vestidos de oscuro y con un gran puro en la boca. Los hay en las ciudades grandes, en cuanto llega la primavera, instalados en los bares al aire libre con su cervecita y sus patatas. Existen otros, muy adinerados, con coche y chófer que les espera en la puerta, contemplando la calle tras la cristalera de su «club» elegante, bien hundidos en grandes y cómodas butacas y un whisky doble a mano. Están los obreros jubilados charlando en grupos por los merenderos de las afueras, la boina calada y la mirada maliciosa. En los pueblos se reúnen en los bancos de la plaza, si hace bueno, o dentro de la taberna cuando aprieta el frío. Pero se les encuentra en todas partes siempre mirando a las muchachas y haciendo alegres y admirativos comentarios entre ellos cada vez que se cruza una gordita (es de su época) andando rápida sobre sus tacones: —¡Caramba!, no te lo pierdas, Eleuterio, y que luego hablen de la catedral de Burgos como monumento... —Vaya piernas y qué contoneo, mi madre; pero deje usted ya de leer la sección financiera del periódico, don Hermógenes, que esto no se ve todos los días…
  • 42. 42 Son simpáticos. Inofensivos. Y buenos. Vivimos tiempo de mucha prisa, de mucho mal humor, de muy poca amabilidad. A las mujeres nadie les deja el puesto en el autobús, a no ser que estén embarazadas, y aun entonces sólo si se les nota mucho, y por muy guapa que sea una chica, apenas la miran por la calle no porque no les guste a los hombres que se la cruzan, sino debido a que van corriendo antes de que cambie la luz del semáforo más próximo. Y como todas, por bonitas que sean, andan por ahí a la caza de un empleo, de una subida de sueldo o de un viaje de negocios, igual que los varones, hay poco tiempo para la galantería. Por suerte aún quedan los viejos verdes (pobres, mira que llamarles así) de los cafés y de los casinos con sus ojillos brillantes de entusiasmo al paso de la bella de turno en gabardina y con una cartera de negocios bajo el brazo. Y como tienen tanto tiempo libre, pueden decir piropos largos, cuyo final queda en el aire cuando la moza alabada está ya tres calles más lejos con su prisa y sus problemas: —¡Guapa! Ya llegó la primavera, que yo estoy viendo la rosa más bonita de todo el parque paseando por la calle de Alcalá... Buenas personas. Tuvieron su época de esplendor luego de la primera guerra europea cuando las mujeres se cortaron definitivamente las faldas. Fue entonces cuando decidieron agruparse en una especie de institución, cuya sede está en los casinos y cafés céntricos, con buenas cristaleras durante el invierno y en las terrazas al aire libre cuando mejora la temperatura. Antes, los pobres actuaban en solitario, helándose en las paradas de los tranvías para ver durante un segundo el tobillo de la bella cuando se encaramaba en la plataforma. Se morían de frío, infelices, y apenas disfrutaban de un trocito de carne apuntando entre enaguas y lazos. La llegada de la moda «post-guerra», con sus chicas sin corsé y enseñando atrevidamente las rodillas por la calle, fue para los maduros mirones un paraíso. Se podían ver piernas, piernas y más piernas, sentado al calorcito, tomándose su buen café y hasta discutiendo de política con los amigos. Y la cosa llevaba camino de durar siempre porque las mujeres, aunque cambiaban continuamente de acuerdo, no volvieron a taparse los tobillos nunca más: —Le digo a usted, Romualdo, que yo voto a Gil Robles pase lo que pase... ¡Morena!, que tienes los ojos más grandes que los pies y una cintura que se abarca con una sola mano... —Pues yo creo, don Arturo, que Fraga Iribarne tuvo mucha razón haciendo un parador de turismo en cada esquina. Cuantos más paradores, más turistas; cuantas más turistas, más «bikinis»... Ahí va una: ¡Olé tu madre!, «biutiful» y más que «biutiful», preciosa, que, aunque eres rubia, merecías haber nacido en la calle de las Sierpes... Pero ya, ya. Todo lo bueno se acaba y cuando menos se piensa. Con la minifalda, extraña paradoja, se acabaron las piernas. Frente a los casinos de provincias, delante de las cristaleras de los «clubs», a lo largo de los ventanales en los cafés céntricos, el nutrido ejército de viejos verdes ibéricos vio, con ojos
  • 43. 43 llenos de desilusión, cómo las lindas piernas de las muchachas, que hubieran debido de quedar casi completamente al aire con la falda cortísima, se cubrían de las más extrañas cosas: medias hechas a mano y espesas con franjas de colores, cuero negro hasta más arriba del muslo, botas de piel gruesa con cremalleras gigantescas, calzas rojas, igual que en la Edad Media; pantalones de «clown» de circo tapando hasta los zapatos, calcetines largos, leotardos amarillos con rombos haciendo contraste... Los pobres y encantadores «viejos-chicos» se pasaban las horas esperando a que pasase una señora de sesenta años a la antigua, de oscuro y con su velito, porque ésa, al menos bajo la falda más bien larga, enseñaba unos tobillos normalmente cubiertos de nylon o seda natural transparente, y tenía unas piernas con aire de piernas y no de objetos extraños. Pero, claro, cualquiera le dice a una de esas señoras cargadas de virtudes y de nietos eso de: «Gitana, por una sonrisa tuya me dejaba yo cortar un brazo...». En fin, que si se acaban los viejos verdes y las muchachas no tienen ya que cruzar de acera en la calle Mayor de algunas capitales de provincia para no oír complicadas y floreadísimas frases sobre sus encantos, o, al contrario, cruzar también, pero al revés, cuando les gusta oírlas, que las hay, no sé adónde van a llegar las cosas. Digo yo. Con lo bonitas que son las piernas, largas y bien formadas, de las muchachas de hoy, tan altas y delgadas, apenas veladas por medias transparentes. Según las estadísticas americanas más recientes, el 80 por 100 de los hombres lo primero que miran de una mujer son las piernas. Luego, los ojos; finalmente, las manos. Seguramente ahora empezarán por las manos, seguirán con los ojos y se pararán ahí. O, por lo menos, no las mirarán a las piernas, tapadas, disfrazadas, ocultas por tantas cosas extrañas, graciosas y nuevas. Sólo que a mí los viejos verdes, las cosas son como son, me dan lástima.
  • 44. 44
  • 45. 45 NO HE SACADO LAS OPOSICIONES Son fáciles de reconocer. Ese muchacho que se arrastra hacia la estación del «metro» andando como un anciano, la mirada ida, encorvada la espalda. La chica, que ayer era bonita y hoy está ajada de repente, incapaz de levantarse de la cama hasta el mediodía, cansada, sin horizonte, dos rayas recién formadas a los lados de la boca. Aquel hombre de mediana edad que se está emborrachando en el mostrador de la taberna más cercana a su casa donde aún no ha llevado la triste noticia, metódicamente, un vaso tras otro a ritmo lento, como si fueran los temas de oposición que ha estudiado de la misma forma (tantas líneas a la hora, estas cuartillas por semana, diez capítulos al mes, al cabo de este número de años estaré en situación de presentarme) durante un fragmento bastante apreciable de su vida. Y todos ellos se han caído en la prueba final. Sólo unos pocos gritan felices, pegan saltos de alegría por la calle camino de la persona amada a quien buscan para participar la buena nueva, descorchan botellas de sidra en la mesa familiar mientras los otros (siempre «los otros» y «aquellos» en la vida) perdieron la batalla después del descomunal esfuerzo y se sienten vacíos, absolutamente fracasados, sin porvenir ni presente, habitantes de un mundo que les ha rechazado, miembros de una sociedad que no quiere de ellos. Un enorme primero de aspirantes en el primer examen para las cincuenta plazas. Nerviosos, esperanzados, brillantes los ojos de insomnio luego de tantas horas dedicadas a estudiar, de tantos años retirados prácticamente del mundo, sin poder casarse con su chica, desdeñando los buenos empleos que les ofrecen,
  • 46. 46 mantenidos por una familia modesta pero dispuesta a cualquier sacrificio para que el hijo «llegue», monjes de la vida moderna recién salidos de un cruel aislamiento entre libros, notas y cuartillas, blancos de luz artificial, allí están todos el primer día dispuestos a sacar, sea como sea, la anhelada plaza. Esa plaza que ha sido la única meta de sus ilusiones desde el bachillerato o la universidad: —Las oposiciones se convocan en abril, si las saco te prometo que nos casamos en junio... —Aunque nos destinen a una ciudad pequeña siempre tendremos un buen sueldo... Sólo cincuenta han gritado de alegría. No necesariamente los más listos o los mejor preparados; sencillamente los que dieron más de sí en las pruebas o tuvieron mejor suerte. Los otros, pobrecillos, vuelven a casa despacio, vacías de pensamientos y proyectos sus mentes, que durante años sólo se han esforzado en acumular los conocimientos necesarios para algo que les proporcionase esa vida normal de la que han estado separados durante tanto tiempo. Con un trabajo y un sueldo, pudiendo leer el periódico después de comer, con una casa y una familia, charlando con los amigos frente a la televisión, proyectando viajes de vacaciones. Para conseguirlo han estudiado, y estudiado, y estudiado: de día y de noche; en verano, cuando la gente baja a la playa; sin reír en el parque nevado el domingo de invierno; cerrando las ventanas y el corazón a la radiante primavera que hace hervir la sangre; alejados de todo: —Dividiendo el número de temas por los meses que faltan sacaré la cantidad de horas que necesito estudiar diariamente. A ver... Tendré que quedarme, también después de cenar, cuatro veces por semana. ¿Que llama Anita? Dile que no estoy, tengo que aprovechar bien la tarde... Para nada. Fueron otros los que gritaron de alegría; otros los que podrán casarse, irse de vacaciones; otros los que se han llevado el ansiado puesto. Siempre los otros, aquéllos, ésos, los triunfadores. Nada que hacer, ningún proyecto y un buen trozo de vida que no volverá nunca, malgastado, a la espalda. Hay quien ha intentado suicidarse; otros cayeron en garras de la depresión nerviosa; los hubo que empezaron a beber o se dieron a la mala vida. Los más equilibrados se limitan a dejarse llevar de una pereza melancólica, a pensar que la vida no merece la pena y a jurar que jamás volverán a hacer esfuerzo alguno fuera de los imprescindibles para sobrevivir. No es cierto. No es cierto que se acabe todo para ese desgraciado que ha perdido la plaza en el último ejercicio luego de tantos meses de dura labor. El mundo está lleno de grandes triunfadores que fracasaron en sus primeros proyectos profesionales. De ministros que no pudieron ingresar en una Escuela Especial y debido a ello se encuentran gobernando el país y no trabajando oscuramente en una capital de provincias de tercera categoría. Personas inteligentes, eficientes, capaces de llegar al éxito por su talento y espíritu de trabajo se equivocan al pensar que sirven únicamente para una cosa determinada,
  • 47. 47 y el fracaso en sus proyectos, por muy duro que sea, les ayuda a ver claro y guía sus pasos por otros caminos que llevan a mayor satisfacción en el trabajo. El estudio, igual que la disciplina, nunca son inútiles; valen para algo siempre, aunque no se hayan ganado las oposiciones; tal vez para escribir una novela de éxito (tantas páginas al día, hagamos una sinopsis del argumento, consultaré mis notas) o para llegar al puesto directivo de una empresa debido al método y exactitud en la tarea adquiridos durante esos años que en un momento dado se consideraron perdidos, inútiles: —Me encuentro con las manos vacías a los veinticinco años... Tonterías. Nadie tiene vacías las manos a los veinticinco, ni a los cuarenta, ni nunca si no se quiere. La persona que lleva tres años estudiando en su casa, capaz de emprender la ardua empresa de desaparecer del mundo con la ambición de ganar unas oposiciones, tiene mucho hecho en la vida, aunque se haya retirado en el último ejercicio. Más probabilidad de encontrar un buen empleo, de llegar a ser un magnífico profesor o el hombre de confianza de una sociedad importante. El mundo está lleno de grandes políticos que no pudieron ser abogados del Estado; de hombres de empresa echados abajo en el ingreso de Arquitectura; de brillantes periodistas que no fueron diplomáticos. También de buenos vendedores que aspiraron a oposiciones a banco o de jefes de taller con obreros a su mando y un buen capital, cuyos padres hubieran querido que llegasen a médicos. Sólo que nadie lo recuerda, y menos ellos. El director del banco procura olvidar sus suspensos estudiantiles; aquel decorador que intentó ser arquitecto no sabe que sus años de preparación le han llevado al gran éxito de su actual profesión; ese brillante político, capaz de trabajar catorce horas diarias haciendo relevar a un equipo de colaboradores agotados, jamás hubiera llegado a nada sin los cuatro años de oscuro trabajo y disciplina preparando unas oposiciones que ganaron otros de quien nadie habla. Muchos hombres famosos tienen detrás un fracaso en sus proyectos profesionales al que no agradecen nada. Deberían hablar de ello, presumir de ello frente a los periodistas:
  • 48. 48 —Soy uno de los muchos españoles que quisieron llegar a notarios sin conseguirlo... La gente prepara oposiciones por pura ambición. Para ganar mucho dinero y que la novia que se tiene de siempre en la ciudad natal pueda comprarse un abrigo de pieles más caro que el de sus amigas. Sin darse cuenta de que un trabajo hecho a gusto y con amor es la mayor satisfacción que puede dar la vida. El oscuro profesor de un colegio de niñas en un pequeño pueblo es mucho más dichoso, si tiene verdadera vocación pedagógica, que un abogado del Estado en Madrid cuando no le gusta su profesión. No siempre el éxito económico trae consigo la felicidad. A veces se convierte el hombre en piececita de engranaje en la actual y terrible máquina de consumo, y la tarea diaria sólo sirve para comprar la última lavadora, un apartamento en Benidorm, ese coche más caro que el anterior o aquel piso demasiado grande que siempre resultará extraño. Muchos problemas familiares se derivan del ambiente; muchas «novias de provincias» están mejor lejos de las tentaciones de la gran ciudad. Es imprescindible tener tiempo libre para hablar con los hijos, leer una novela, pasear por el campo... Goces que tal vez ha perdido para siempre ese muchacho que vuelve a su casa dando saltos de felicidad, deseando abrazar a todos los transeúntes que se le cruzan, temblorosa la mano de gozosos nervios cuando mete la ficha del teléfono público para hablar con su novia: —Marta, he sacado plaza, soy el hombre más grande de la tierra... El otro se dirige a la parada del autobús, la cabeza hundida entre los hombros, viejo de golpe, sin saber qué hacer ni a dónde dirigirse. Corno si no fuera más importante el haber luchado que el resultado de la lucha. ¿Dentro de veinte años qué habrá sido de los dos? Seguro que serán más viejos, lo demás es imprevisible. Pero, aunque uno se sienta el rey del mundo y el otro más miserable que la última de las ratas, lo cierto es que tienen en la vida las mismas probabilidades.
  • 49. 49 DE LO QUE NO SE HABLA “Traficantes de grifa detenidos en Roma…” “La Policía descubre estupefacientes en una discoteca madrileña…” “Muchacha gravemente intoxicada…” Si se hace caso de los periódicos el mundo está lleno de gente que toma drogas. Los jóvenes en los guateques abandonan de vez en cuando a sus parejas con discreción no para lo que todo el mundo se figura, sino con el fin de ponerse en el pasillo una inyección de estimulante artificial. Todos los muchachos que llenan las cafeterías al anochecer navegan en un mundo de L.S.D. y hasta las niñas del colegio de monjas —trencitas, cuello blanco, corbata grande y medias de hilo marrón— guardan en sus pupitres chicles de marihuana. Si un grupo de amigos se reúne a charlar y a tomar una copa, resulta que sólo es para disimular, porque siempre hay un chivato para dar el soplo a la Policía, que los pesca fumando cigarrillos prohibidos y se los lleva detenidos en un dos por tres. En cuanto alguien está un poco neurótico, enfermo de los nervios o histérico, la familia empieza a sospechar lo peor y busca opio bajo los pañuelos, en la guantera del coche y hasta en el vaso de dientes. A la sufrida madre moderna, que lleva dos meses sin pegar un ojo entre berrido y berrido del bebé y tiene que levantarse temprano para ir al mercado y hacer el desayuno de los mayores, empieza a mirarla mal el dependiente de la tienda de ultramarinos (lector apasionado de esas series sobre narcóticos a que son tan aficionados algunos periódicos sensacionalistas) porque se pase todo el día como sonámbula:
  • 50. 50 —¿No encuentras un poco extraña a la señora de Martínez últimamente? Igual se pincha… —Como no sea para despertarse… La pobre tiene un niño de seis meses que no calla ni de día ni de noche. Me parece exagerado. Nunca conocí a un muchacho aficionado al L.S.D.; jamás encontré a un invitado pinchándose en el cuarto de baño; nadie que yo haya tratado fuma marihuana, ni opio, ni nada de eso. Para drogarse, además de desequilibrado, hay que ser un tanto intelectual, con tiempo libre y muy activo. Es difícil conseguir la droga, despistar a la Policía, engañar a la familia, mantener el vicio oculto. Pero nada hay más sencillo que entrar en una taberna y emborracharse hasta caer redondo bajo la mesa. No está prohibido, tampoco resulta demasiado caro. Es inverosímil lo que bebe ahora la gente desde los hombres de negocios hasta las muchachitas quinceañeras en las discotecas, sólo que de eso no se habla. Nunca supe de un muchacho que se drogue ni conozco que tenga un caso de esos en la familia, pero cada vez veo, hablo y trato a más gente a empinar el codo, la mayoría de las veces sin emborracharse, que casi es peor. Me pregunto cómo aguantan los seres humanos esa cantidad de alcohol en el cuerpo, día a día, mes a mes, y por qué los órganos de información no se rasgan las vestiduras hablando de ello, tan peligroso para el país y la raza, dejando de lado a los tres locos, a lo mejor llegan a media docena, que toman drogas en el “Madrid la nuit”. De bar en bar, de aguaducho en aguaducho, de discoteca en discoteca, en las fiestas, en sus casas, por las mañanas, a media tarde, antes de cenar, los jóvenes beben. Ginebra, vino tinto, coñac, ron con coca-cola. Muchachas de pocos años, hijas de familia a la antigua y obligadas a volver a su casa antes de las diez, llegan a cenar luego de haberse tomado como cosa habitual, tres o cuatro copas en el bar de moda, sin que sus padres, horrorizados ante la amenaza de la droga, se den cuenta de ello. No digamos lo que beben en España los llamados “importantes”. Entre whisky y whisky se forma el acuerdo comercial, toman cuerpo los estatutos de las sociedades, se planean los edificios o se derriba un ministerio. Las comidas de negocios empiezan por un par de aperitivos alcohólicos, continúan con un buen vino español y tiene su epílogo entre café, puro y coñac. Luego a la oficina hasta las ocho, que vuelven a reunirse los amigos en la barra de su bar habitual. Y eso todos los días, sin darle la menor importancia. Serían los primeros extrañados si alguien les dijese que se están alcoholizando: no creen al médico cuando llega la cirrosis de hígado o la alarmante subida de tensión: —Vamos, no se ría: pero si yo casi no bebo, apenas una copa con los amigos… —Apunte en un papel lo que ha tomado durante el día, o esa noche que salieron a bailar, el fin de semana que pasaron en el pantano o cuando cenó con sus compañeros de colegio. Se quedará asustado de la cuenta…
  • 51. 51 Yo me pregunto: ¿Por qué los periódicos, en lugar de cansarnos diariamente con sus historias de drogados juveniles, sin tanto poner en guardia a los padres frente al L.S.D., no se dedican a luchar contra la mala costumbre de beber con exceso, que causa en los países más víctimas que ningún otro vicio? ¿Cuánto alcohol han ingerido los españoles en estas fiestas próximas pasadas? ¿Quién recuerda a las parejas de jóvenes que los hijos concebidos durante un exceso de bebida pueden resultar anormales? ¿Cuánta gente al volver a su casa un sábado por la noche mira con aprensión y miedo al borracho que hace eses al cruzar la calle en lugar de reírse sin darle importancia? ¿Dónde está la madre que vigila lo que toma su hija en el guateque en lugar de preocuparse tanto de la hora a la que vuelve cuando todo puede hacerse en cualquier momento? ¿Por qué no se impide beber alcohol en los bares públicos a los menores de edad, como en tantos países civilizados? ¿Cuántos borrachos hay en nuestro país por cada drogado? ¿Cuántas personas se agarran a la botella para crear paraísos artificiales sin que nadie les denuncie ni ninguna Policía detenerles? ¿Por qué tanto anuncio en Televisión, paredes, radio y periódicos, de productos abiertamente nocivos para la salud, además de carísimos? No me gusta moralizar y me fastidian mucho los que moralizan. El que no se haya tomado alguna vez, alegremente, con los amigos, un par de cócteles que arroje la primera piedra. Encuentro normal brindar con “champagne” por el éxito, emborracharse el día que la novia de toda la vida se casa con otro, achisparse un poco porque ha nacido el primer hijo o entrar en una taberna a por un chato de ese vino de la tierra, áspero y dulce, que hace parecer los disgustos “así de chicos” y la suerte que se tiene del tamaño de un piano. Pero creo que en la bebida, que descansa, tranquiliza, anima, al cabo de cierto tiempo se hace imprescindible, acecha el verdadero peligro en la vida de los muchachos de hoy, que copian inconscientemente a sus padres, jefes y compañeros. Los que se escapan con una tribu “hippi” o toman L.S.D. son una minoría y en toda tierra de garbanzos ha habido siempre minorías para hacer cosas raras. Lo malo es lo habitual, lo diario, lo que no choca. Y de lo que nadie habla porque es menor romántico, menos moderno, nada “in” y, también hay que decirlo, porque hay muchos, muchísimos intereses por medio.
  • 52. 52
  • 53. 53 PRIMERO HACER, LUEGO CHILLAR Las mujeres latinas somos bastante aficionadas a quejarnos de cosas que en el fondo nos encantan. Un tanto por ciento muy apreciable de las españolas, incluyendo a las jóvenes, no tienen ni siquiera una cultura a nivel de bachillerato, leen de cuando en cuando un libro de moda y por encima, pagan una asistenta por horas que las libera del más pesado trabajo de la casa y mandan a sus hijos al «kinder» lo más tarde a los cuatro años. Por eso es gracioso que las mujeres de nuestro país, con cincuenta años de retraso, jueguen a feministas culpando a sus maridos de no tener independencia y personalidad propia. Sin carrera ni oficio, ni siquiera aficiones, algunas señoras aseguran que la existencia gris, forjada por su falta de preparación, ambición y vitalidad, se debe a las ideas anticuadas del hombre que las eligió por compañeras y además está encantadísimo con ellas, sin echarles jamás en cara su incapacidad de diálogo, abulia y falta de interés por todo lo que no sean niños, casa o perifollos. Lo he oído cientos de veces y puedo asegurar que nunca en los casos razonables, que también los hay, como el de la chica que recién terminada su carrera de arquitecto empieza a tener un bebé cada año, o el de aquella joven y brillante encargada de relaciones públicas que al casarse marcha a una ciudad pequeña donde no hay campo para su actividad: —Es terrible la vida de una madre de familia en este país: pañales, cocina, largas horas de soledad, un marido celoso cerrando todos los caminos…
  • 54. 54 Ya estamos quejándonos de lo que nos encanta, que es femenino defecto. La madre de familia en este país puede organizarse mejor que en los otros. Hay servicio más barato, más fácil de encontrar. El hombre no pide a la mujer que contribuya con su trabajo al bienestar de la casa; considera normal en muchos casos que una parte de su sueldo vaya para una ayuda doméstica innecesaria, puesto que su mujer, no teniendo que salir a la oficina, podría ocuparse por completo del hogar, como es corriente en una sociedad moderna donde las dos personas que integran la pareja deberían contribuir con sus trabajos, sean los que sean, al mantenimiento de la familia. No le importa y hasta le gusta que sea intelectualmente inferior a él; está acostumbrado desde siempre a considerarla un ser más agradable que útil. Por muy celoso que sea, y la mayoría de las veces no lo es, a ningún hombre le importa que su mujer, mientras él está en la oficina, los niños en el colegio y una chacha fregando los cacharros, asista a cursos de arte, juegue al tenis, aprenda fontanería o acabe en la Universidad esa carrera que dejó mediada para casarse. La mayoría de los esposos están demasiado ocupados para interesarse en absoluto por las actividades de sus mujeres, siempre que éstas sean lícitas. En muchos casos son ellas las que no hacen el menor esfuerzo para cultivarse, independizarse, hacerse con nuevos amigos o salir del reducido círculo de sus muebles. Luego se quejan: —Nuestros maridos están mal acostumbrados; habría que ver si fuéramos a la oficina con ellos y tuviéramos personalidad propia, como pasa en el extranjero; pero aquí nos consideran esclavas, aptas únicamente para hacerles la comida, traerles las zapatillas y ocuparse de los niños. Pepe no me deja trabajar…
  • 55. 55 ¿Y no se lo agradeces, desgraciada? Así puedes pensar toda tu vida que si no eres una profesional brillante es sólo por la anticuada manera de ser del padre de tus hijos. Dios te ha librado de uno muy moderno que intentase hacerte ganar algún dinero para la casa, cosa imposible para una mujer de tus posibilidades que habla tres frases de francés con mal acento y se embarulla en una división por decimales. Para ganarse la vida no basta sentirse una mujer moderna; hay que tener también la preparación de una mujer moderna y la forma de pensar de una mujer moderna. Así que a bendecir a Pepe, que con sus celos y su maravillosa manera de ser, tan celtibérica, te ha salvado de muchos sofiones cuando te hubieses presentado a buscar trabajo contestando a los anuncios del periódico: —¿Pero cómo quiere usted ser secretaria sin saber taquigrafía ni mecanografía, falta de experiencia alguna e ignorando por completo lo que es un fichero...? ¿Me está tomando el pelo? —No exijo mucho a la vendedora de mi «boutique»: inglés y algo de contabilidad... —Para estas oposiciones hay que tener el título de bachiller superior. Vamos a mirar la verdad de frente, sin esos arreglitos de conciencia que tanto nos gustan a las mujeres. El esposo español no es precisamente ni demasiado fácil de vivir ni muy «in» que digamos, pero de eso al monstruo prehistórico en que quieren convertirle algunas señoras para luego poderse quejar de un estado de cosas que en el fondo les encanta, va un abismo. No conozco a ningún profesional normal que impida a su mujer estudiar, hacer un curso por correspondencia, ocuparse de obras sociales o tener un grupo de amigas para discutir de política internacional los jueves por la tarde. Todo el mundo gusta de vivir con alguien capaz de pensar, discutir, pesar una decisión. Al hombre siempre le molesta que su mujer gane el sueldo mayor de la casa, sea un buen arquitecto cuando sólo consiguió llegar a aparejador o consiga todos los premios literarios del país siendo él un oscuro periodista desconocido, porque eso, aunque sea estúpido, hiere su vanidad masculina y acrecienta ese complejo de inferioridad que el macho siempre tiene escondido en alguna parte. Pero nunca es lo suficientemente idiota para no consentir e incluso desear una mujer activa, curiosa, capaz de ganarse la vida si las cosas vienen mal, con la que se pueda hablar y discutir como si fuese un compañero, sabiendo lo suficiente para ayudar a sus hijos en los deberes del bachillerato. A muchas señoras les sigue gustando estar siempre en casa preocupadas únicamente de papillas, niños y mercados, pero como eso ya no se lleva, ni es «in», ni se aprecia lo suficiente, echan la culpa a los hombres de hacer una vida preparada cuidadosamente por ellas mismas para su comodidad. Una joven aficionada a comer más de la cuenta y demasiado perezosa para hacer gimnasia, aseguraba muy compungida que su marido la prohibía ir a la piscina con los niños. Al extrañarse de ello sus amigas, le interpeló una vez en su presencia para que se asegurasen de que no mentía:
  • 56. 56 —¿Verdad, Daniel, que no quieres que vaya a exhibirme en «maillot» a esa piscina llena de jóvenes mirones y viejos verdes cuya única ocupación es darse una buena ración de vista con las señoras jóvenes que manipulan a sus niños? El otro, claro, dijo que ni hablar. Aunque hubiera estado deseando tener las mañanas libres y tomarse un cafetito con los amigos después de la oficina, le ponían las cosas de una forma que le era imposible no oponerse. «Vamos, que lo que usted quiere es que me coja el toro...» Y la joven esposa se quedó en su casa hinchándose de bocadillos de jamón y feliz de que vieran sus amigas que, aunque ella estaba deseando nadar con sus retoños en el agua verde, tenía la mala suerte de estar casada con el peor de los celtibéricos, que la consideraba como una esclava de su completa propiedad, a la que no podía rozar un hombre ni con la mirada. Sólo que maridos así de estúpidos ya no existen, gracias a Dios. Son sus astutas esposas las que les hacen reaccionar como lerdos para conseguir sus fines. La madre normal que gusta de llevar a sus niños a la piscina no pide siquiera permiso; sencillamente, sonríe un día cualquiera al primer sol y comenta mientras prepara el desayuno:
  • 57. 57 —Vaya, dentro de nada, calor. Estoy deseando que llegue el tiempo de ir a la piscina con los chicos. A ver si te las arreglas para venir a buscarnos a la salida del trabajo y darte un chapuzón antes del almuerzo... Hay mujeres, también, en España con problemas de verdad, pocas, pero las hay. Y esos no son demasiado diferentes de los que tienen otras en el mismo caso, aunque vivan en Suecia. A un señor no le molesta en absoluto, al contrario, que su mujer nade con los niños, tome lecciones de arte, conduzca mejor que un camionero y ayude a la economía familiar con un empleo o trabajo sencillo. Pero de eso a convertirse en «el marido de Fulana», pintora famosa, diseñadora de modelos o brillante ingeniero industrial a quien consultan sus colegas masculinos menos dotados, va mucho espacio. Es agradable estar casado con una chica monísima, lista y encantadora que le gusta a todo el mundo, pero de ahí a ser el esposo de la reina de la fiesta, rodeada de hombres por todos lados, va un abismo. El ser humano de sexo masculino siempre tiene complejo de inferioridad, y a la mujer que se lo acrecienta, aunque sea precisamente por ser una belleza de silbido o por traer a casa más dinero que él, no se lo perdona nunca. Es capaz de plantarla por una fea y que no llegó ni a la reválida de cuarto, aunque esté loco por ella, sólo por fastidiarla. Las mejores profesionales del mundo tienen un marido pesadísimo amargándoles el éxito, o han tenido que abandonarle al primer fogonazo del «flash» del éxito: Indira Gandhi estaba a punto de divorciarse cuando se quedó viuda; Oriana Fallaci es soltera; madame Curie fue una excepción, pero tuvo la precaución de casarse con un genio. De todas formas, la brillante abogado reducida a lavar pañales de bebé tiene cierto derecho a quejarse y a estar de mal humor. No lo está ni se queja, generalmente, que es lo gracioso, porque como es más lista se amolda mejor a cualquier circunstancia. Las otras, que constituyen la gran mayoría de la población femenina en nuestro país, deberían callarse. O primero hacer una carrera, conseguir un empleo fabuloso, crear la colección de alta costura más famosa del país o, al menos, ganar el premio Nadal. Y luego chillar porque el marido se pone fosco y celoso de sus éxitos. Antes no, antes es absurdo.
  • 58. 58
  • 59. 59 QUE PENA MORIR CUANDO AUN NOS QUEDA TANTO QUE LEER… (Premio Fiesta del Libro 1971) ME encanta el ambiente de una biblioteca pública. Aquel silencio apenas interrumpido por los pasos de un lector en puntillas que se dirige a consultar el fichero, ese roce de las hojas al pasar, algún cuchicheo entre la bibliotecaria y un cliente que necesita algo especial o que no existe y tal vez un ruidoso suspiro de satisfacción, pronto acallado, de la persona, perfectamente feliz, que luego de cuatro horas sin moverse del sitio engolfado en “Los hermanos Karamazov” comprueba que la tarde es todavía joven y aún le queda un buen rato para dedicarlo a su pasión favorita. Me gusta contemplar las alegres y concentradas caras de los asiduos, sobre todo cuando son jóvenes y están iluminadas de placer interior, entreabiertos los labios golosos igual que ante un pastel de crema, mientras devoran a su autor amado. Las largas mesas abrillantadas y pulidas por generaciones de aplicados estudiantes y lectores entusiastas tienen vida propia y calor, como chimeneas de hogares felices frente a las cuales se hubieran desarrollado episodios de muchas vidas. Dice más un libro usado, algo mugriento, de esquinas roídas e infinitos sellos en su primera página como