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LOS AÑOS LOCOS
Volumen 2
(1968-1971)
Begoña García-Diego
Edición:
Julio Tamayo
cinelacion@yahoo.es
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BEGOÑA GARCÍA-DIEGO (1926-2006), escritora a su pesar
Es imposible no tener una visión uniforme de las cosas cuando nos educan
desde la infancia para tener una visión uniforme de las cosas. La dictadura
fascista de Franco fue un régimen en el que las mujeres estaban oprimidas,
sojuzgadas, pues sí, con carácter casi general, pero como todo en esta vida hay
excepciones, que por su valor cualitativo, testimonial, son muy significativas,
importantes. Obviamente nunca ha sido lo mismo nacer mujer en el seno de una
familia burguesa o aristocrática que en el de una familia obrera, ni antes ni ahora
las oportunidades no eran las mismas, ni mucho menos la formación, la
educación, las posibilidades de crecer como persona. Ser una mujer libre e
independiente partiendo de la nada siempre es mucho más difícil, lleva más
tiempo, esfuerzo, serlo a contracorriente de todos unos condicionamientos de
clase, alta, también, la diferencia entre ser un canario encerrado en una jaula
pequeña y en una jaula dorada es de matiz, la prueba es que la mayoría de estas
mujeres privilegiadas acabaron cayendo en la misma trampa, cárcel, del
matrimonio, el gran sepultador de incipientes talentos femeninos en España. Que
la mayoría de mujeres artistas de la generación de los niños de la posguerra
procedieran de familias más o menos acomodadas, más o menos ilustradas,
liberales, no es una casualidad, crear requiere tiempo y cierta tranquilidad,
sosiego, un entorno propicio, o al menos no castrador, algo bastante imposible si
tienes que dedicar gran parte de la jornada a sobrevivir, a obtener lo justo para
comer caliente cada día.
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Es difícil escribir un libro de viajes si no tienes dinero para viajar, es difícil
dominar un idioma si no has podido ejercitarlo en el extranjero. Carmen Martín
Gaite, Ana María Matute, María Jesús Echevarría, Begoña García-Diego,
Carmen Laforet, eran personas cultivadas, ilustradas, porque tuvieron tiempo,
dinero familiar, para serlo, las inquietudes, la vocación, no surgen por generación
espontánea, tienen que tener un periodo de incubación. Hasta para ser observador
hay que tener tiempo, y Begoña García-Diego lo tenía, era hija única, rica, vivía
frente al Retiro, barrio de Alfonso XII, y lo supo aprovechar, desperdiciar, con
fundamento, inaugurando el costumbrismo frívolo autocrítico, sarcástico, o de
clase alta, porque los pudientes también tenían sus costumbres, aunque los
escritores burgueses de la época, Aldecoa, Fernández-Santos, Cela, se dedicaran
más a testimoniar las de los pobres, desde fuera, una forma tan válida, hipócrita,
como otra cualquiera de aliviar su mala conciencia de clase, de casta. Y lo mejor
de todo es que no lo hace desde del habitual snobismo, prepotencia, de los
nuevos ricos, de los intelectuales, ni desde el existencialismo de superficie o
spleen de una Françoise Sagan, lo suyo es autocrítica, sencillez, humildad
genuina, sin el menor atisbo de egocentrismo, de narcisismo, de megalomanía.
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“Café Gijón” Eduardo Vicente
Algo inédito en nuestras orgullosas, soberbias letras, y más cuando en su caso
podía habérselo creído porque empezó tocando pelo, ganando el premio de
novelas cortas Café Gijón de 1957, “Bodas de plata” (su primera novela, una
crítica negra del matrimonio, de la burguesía, escrita en un caluroso verano
madrileño en que se que se había quedado sola, “la escribí en cuatro días y de
tres a cinco de la tarde.”, todo el proceso de creación y la posterior repercusión
se puede leer en el cuento auto-biográfico “En este mundo traidor” [apéndice])
que anteriormente solo habían ganado dos mujeres, Ana María Matute con
“Fiesta al Noroeste” (1952), Carmen Martín Gaite con “El balneario” (1954), y
teniendo el unánime respaldo de la crítica, y del público, que llenaba de cartas, de
aprobación las mujeres y de rechazo los hombres, la redacción de ABC (también
escribió en “Semana”, “Don José”, “Miss”, “Garbo”, “Pueblo”, “El Español”), el
periódico más influyente culturalmente de la época, como respuesta a cada uno
de sus artículos proto-feministas en la sección “Cuarto de estar”, una especie de
Consultorio de Elena Francis ligeramente modernizado (“es un tratado de
filosofía barata”), que influyeron a toda una generación de jovencitas de clase
media-alta con espíritu rebelde, progresista, incluida la ex-alcadesa de Madrid,
Manuela Carmena, que la reconoce como su principal influencia, referente, sobre
todo por su artículo “Di que sí” (apéndice). Lo mismo se puede decir del
humanista Jaime de Armiñán, que no casualmente en los años 60 dio un giro
feminista a sus series, “Mujeres solas” (1960) y “Chicas en la ciudad” (1961),
título casi idéntico al del libro antología de esos artículos, “Chicas solas” (1962).
6
Una mujer moderna, sin revoluciones, liberal, cosmopolita, desprejuiciada, sin
miedo ni complejos como María Jesús Echevarría, su alma gemela, aunque más
oscura, profunda, pesimista, que también se curtió a base de viajes, de
desamores, de corresponsalías en el extranjero, Inglaterra, Francia, Italia, Grecia,
incluso como redactora en la revista cubana “Vanidades”, que después de la
llegada al poder de Fidel Castro trasladó su sede central a Nueva York en 1961.
De esa experiencia vital surge el diario “América con mis ojos” (1962), un viaje
iniciático, despertar de la conciencia, una sencilla crónica a pie de calle de la
sociedad americana de los 60, un complemento perfecto a los dos geniales y
profundos libros de María Jesús Echevarría centrados en su estancia americana,
“Poemas de la Ciudad” (1960) y “La sonrisa y la hormiga” (1963). Al poco de
volver a España, 1963, se casa y se retira al campo extremeño, dejando de
publicar durante unos años, volviendo a finales de los 60 (1968-1971) con una
nueva sección sobre la juventud llamada “Los años locos” (una antología con el
mismo título fue publicada en 1972), uno de los artículos, “Qué pena morir
cuando aún nos queda tanto por leer...” (1971), fue premiado en la “Fiesta del
libro” [se puede leer en el apéndice]. Después abandona casi por completo la
escritura, salvo algunos artículos aislados, entre ellos uno de los mejores
dedicado a las diputadas durante el Golpe de Estado del 81, “Mujeres”
[apéndice], y un irónico libro de auto-ayuda, “Del mal amor y otras calamidades”
(1991).
“A mí no me gusta escribir. Lo que me gusta es no dar golpe. Pero creo que en el
mundo hay que hacer algo, y que todo el secreto está en encontrar un quehacer
que sea como una diversión disfrazada de trabajo. Yo arribé a la literatura por
mi afán de trabajar, de hacer algo útil, de no pasarme el día pensando en trapos
y distracciones. Pensé en qué podría ocupar mi tiempo, y lo más fácil me pareció
escribir.” Beatriz García-Diego
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A MI NIÑA LE SIENTA BIEN EL BLANCO
ESA chica, con su media sonrisa, acaba de cumplir veintidós años en el loco
otoño de Saint Germain—París convencional para turistas—, donde, ay, hace
mucho tiempo, otros muchachos como ella descubrieron sobre las mismas mesas
de café, frente a los mismos árboles, la libertad y el existencialismo. Esa chica de
la media sonrisa tiene, además de su juventud y su guitarra, una vida vagabunda
y ociosa, a ratos hermosa, a ratos terrible, pero siempre inútil, y un bebé de tres
meses chupándose los puños con el gesto concentrado de todos los niños del
mundo. La chica esa, con su media sonrisa, su cría y su libertad, vive de lo que
encuentra, de lo que saca, de lo que le dan, de sus amigos, de sus amantes, de los
turistas, de su música. Para ella no hay mañana, no hay ayer, no hay infancia, no
hay vejez, no hay casa propia, ni ciudad amiga, ni abrigo caliente, ni un hombre
que se siente a su lado y la diga: “Cuando me suban el sueldo, cuando seamos
viejos, las próximas vacaciones, el día que los chicos crezcan, entonces haremos
esto y lo otro...” Porque Kirsten, que así se llama esa chica danesa de la media
sonrisa, odia el trabajo, la estabilidad y el matrimonio. Ella, la guitarra al
hombro, el jersey negro y su media sonrisa, paseando su miseria, su ociosidad y
su niña por el otoño de la más hermosa capital del mundo, es un típico ejemplo
de la tan atraída y llevada, fotografiada y comentada, bohemia de hoy.
8
Pero Kirsten, amiga, ¿por qué le has puesto a tu niña una capotita blanca?
Acostada en su confortable coche, suave la manta de punto, chaqueta de lana
tibia y esa capota, resulta un bebé demasiado reaccionario para ti, podría ser casi,
horror, una niñita burguesa, representante de una clase social que tú odias,
paseando por el parque recién bañada, con su madre al lado haciendo calceta
mientras calcula los plazos que aún le quedan de pagar por la lavadora o el
friegaplatos. En resumen, podría tener con ese atuendo una madre de la clase
media, con ideas medias y poco originales, completamente opuesta a Kirsten la
bohemia, con su guitarra, con sus ideas de vanguardia, con su media sonrisa. Ay,
Kirsten, y es que todas las mujeres, tontas y listas, bohemias y burguesas, tienen
un absurdo rincón del corazón lleno de capotitas blancas, suaves, calientes,
esponjosas. Aquella señora tan aburrida que sólo habla de sus vestidos, de sus
partos y de su marido—“un santo”—, y la otra que se dedica a investigación
atómica en un laboratorio de Minnesota. Tú, que no tienes un solo pensamiento
normal en la cabeza y sólo sirves para dar guerra y dejarte fotografiar por los
turistas y la eficiente madre americana con su trabajo fuera, la cocina
ultramoderna y los niños lavados y acostados mientras se hace el asado familiar.
Me pregunto en qué sitio escondido, muerta de vergüenza y temerosa de que te
viera alguien, tejiste tú misma esa capota blanca, tan burguesa, tan caliente, tan
suave, tan opuesta a lo que tú representas, con tu guitarra, con tu media sonrisa.
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AMOR Y MINIFALDA
CUANDO dos se aman, los demás sobran, los demás no existen, los demás no
están. ¡Ay, qué hermoso, qué divertido, qué apasionante es estar enamorado;
lástima que dure tan poco! La pareja que se mira a los ojos en el Metro de Ventas
a la hora punta, apretujada entre una multitud sudorosa y malhumorada, está sola
en el mundo. Qué suerte. Solos están también sobre la tierra Jacqueline y su
maduro galán, bañándose en las calientes playas de Grecia con un fotógrafo
encaramado en cada árbol enfocándoles con su teleobjetivo. Y usted y yo cuando
nos llegue la hora, si es que ya no nos pasó. Ahora les toca a esta pareja de
guapos chicos, ambos en minifalda, que pasean enlazados por una céntrica calle
de Munich, para escándalo de los tranquilos y bien alimentados burgueses
alemanes:
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—Te quiero, señorita Minifalda; sin ti la vida no tiene sentido…
—Y yo te amo, señor Minifalda, y hasta la muerte te amaré…
Tal vez “la muerte”, en este caso concreto, esté representada por un muchacho
vestido normalmente, bebedor de cerveza, con un buen empleo y más bien
pesado, que trabaja en la misma oficina de la preciosa chica de la foto y está
planeando, con la lentitud característica de los honrados germanos de la clase
media, proponerla matrimonio algún día para que se convierta en una honrada
ama de casa al estilo de su madre, entrada en carnes, de buen humor y con buen
abrigo forrado de piel; igualita a esas mujeres que acaban de cruzar a la pareja y
sonríen en la fría mañana de otoño, entre divertidas y escandalizadas:
—¡Qué tiempos, Lisselotte, qué tiempos…!
—¡Qué tiempos, Frau Vonherde, qué tiempos…!
Mientras tanto, la pareja minifaldera, que se ama, que se mira a los ojos, que no
tiene frío con las piernas al aire aunque en Munich hay seis grados bajo cero,
habla de amor con las eternas, cursis y trascendentales palabras de todos los
enamorados del mundo, lo mismo si llevan armadura que rodillas desnudas:
“Siempre, nunca, todo, nada, jamás, ahora, vida, muerte, tú y yo.”
¿Cómo puede esta preciosa alemana que contemplamos amar a un hombre con
faldita de pana cerrada con cremallera, cinturón de piel ancho y botas con lazos?
Misterio. Amor, amor loco, extraño, travieso amor. En Glasgow los tranvías están
conducidos por mujeres. Recuerdo particularmente a una en el trayecto del
Museo, con pantalones manchados de grasa, gruesos zapatos masculinos, bigote,
proyecto de barba y las manos y muñeca de un estibador. Había que fijarse
mucho, pero mucho, para clasificarla en el gremio femenino. Seguramente tenía
un honrado marido esperándola cada noche, en su cómoda y funcional casa de los
suburbios, que la adoraba:
—Te quiero, conductor de tranvía, mi dulce esposa; sin ti la vida no tiene
sentido…
Para el amor no hay incompatibilidad. Jackie y Onassis; el chico de la faldilla
con su corbata estampada; la mujer conductor de tranvía; el sabio y la muchacha
que hace faltas de ortografía; la belleza y el anciano; la mujer madura con el
estudiante…
Ahora, que el chico de la fotografía es un rato guapo, palabra de honor. Y eso
siempre ayuda mucho en la vida, se ponga uno lo que se ponga.
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DIVAGACIONES EN TORNO A UN AFEITADO
DICEN que se acaba la infancia cuando uno ya no tiene ganas de pintar
monigotes en los cristales empañados. Pero existen muchos niños de espíritu con
arterias como los cables de un barco. Y hombres de noventa años capaces de
dibujar con dedos temblorosos una casita, con su hilo de humo saliendo de la
chimenea, sobre el vidrio sucio de niebla de las ventanas de un asilo. Cierto es,
sin embargo, que la juventud dijo adiós cuando la gente “a la page”, léase al
último grito, empieza a hacer justo lo contrario que nosotros cuando estábamos
“a la page”. Por ejemplo: hace años lo bueno era no significarse. Todas las
señoras pudientes tenían un abrigo de astracán negro para que rabiasen de envidia
las menos pudientes, que se morían por comprar uno. Dudar de algo aún no
estaba de moda; cada clase social tenía sus ideas bien establecidas y no se
cambiaba de ideas así como así. Los anarquistas eran brutos de verdad, como
debe ser, y sólo disfrutaban cargándose a la gente. Las mujeres honradas no se
permitían el más mínimo flirteo, mientras que a las frescas no había quien las
frenase. Y a la gente le horrorizaba llamar la atención; seres con vestidos
similares e ideas similares, en casas similares, eran felices con las mismas cosas,
leían los mismos periódicos y se fastidiaban con idénticos motivos. En verano se
iban al norte y los que no podían ir al norte se quedaban en casa. Tal escritor era
“carca”, el otro “comunista”, a Fulano “no se le podía tratar”; si estaba de moda
pasear por la acera del sol, a nadie se le ocurría cruzar enfrente, ni siquiera por
curiosidad.
12
Ahora, para bien o para mal, sucede todo lo contrario y, claro, los ciudadanos
que estaban “a la page” hace veinte años se arman un lío y se ponen muy tristes.
Hay que llamar la atención sea como sea, tener ideas originales sea como sea;
si alguien opina sobre algo, oponerse a lo que dice inmediatamente casi sin saber
ni de qué se trata. Sobre todo, que la gente se vuelva a mirar cuando se pasa por
la calle. Minifalda enseñando los muslos o maxifalda tapando los tobillos. Los
hombres con el pelo hasta media espalda o los hombres con la cabeza afeitada,
como los “beatniks” de la fotografía, que en el centro de París se están rapando el
cráneo cansados de que la gente no se fije ya en sus melenas.
—Ahora sí que no tendrá usted más remedio que mirarme, amigo—parece
decirnos el hombre de la brocha—, si ya no le choca mi pelo va a chocarle mi
cabeza convertida en bola de billar.
Los “beatniks” de hoy, lo mismo que Peter Pan, que jamás creció, igual que la
mayoría de los mortales, nunca llegan a adultos. “¿Qué ha aprendido usted sobre
la humanidad en tantos años de confesionario?”, pregunta Malraux a un curita
rural en la primera página de las “Antimemorias” y la contestación está llena de
sabiduría: “Que los hombres sufren mucho más de lo que parece y que no existen
las personas mayores”.
Si lo fueran los jóvenes de la foto, no se afeitarían la cabeza para llamar la
atención, pero sobre todo sabrían que la época en que todo chocaba ha dejado
paso al tiempo en que nada choca; además que la chica del vestidito negro hace
veinte años era exacta a la que hoy lleva pantalones “pata de elefante” y ellos
muy parecidos a sus padres; también que las costumbres no eran entonces ni
peores ni mejores, solamente diferentes.
Son simpáticos los hombres —niños de la foto y las muchachas— niñas
vestidas de máscara sin carnaval y los adolescentes —niños con cadenas al cuello
y el pelo sucio. Se toman mucho trabajo para escandalizar a la gente normal sin
conseguirlo nunca. Y el trabajo siempre es meritorio, sea para llamar la atención
o para ganarse la vida, por ambición o por avaricia, por necesidad o por “sport”.
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DE LUTO Y CON MINIFALDA
LA chica gorda se ha vestido de viuda, viuda de revista enseñando las piernas,
para el baile de disfraces de su Facultad. La chica flaca quiso ser odalisca, con
lentejuelas y espalda al aire, cimbreantes las desnudas caderas al bailar. ¿En qué
oscuro rincón del subconsciente estará el motivo de la elección de sus trajes?
¿Qué pasaje de su corto pasado habrá influenciado su gusto?
* * *
—Tú, Magda, que eres guapa, pero llenita, de piernas un poco anchas y algo
grande, deberías escoger un disfraz de falda larga, bien escotado, que te
favorezca…
—Ni hablar, amiga. Quiero vestirme de viuda, una viuda “hippie”, con
minifalda y velo, los muslos al aire, la cara tapada…
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—Y tú, Lilian, que eres tan tímida, tan callada, ¿qué te vas a poner? Irás de
dama antigua o de holandesa, de doncella o de paje…
—Yo me pondré un traje de vampiresa oriental, de mujer fatal, con fondo de
palmeras y camellos, con gasas, collares y la menor tela posible…
* * *
No hay nadie en el mundo, o muy poca gente, y esa, por cierto, es insoportable,
que esté conforme enteramente con su propio yo. El cobarde sueña con ser héroe,
el padre de familia numerosa, dominado por su mujer, se descubre tardíamente
una vocación de escritor mientras el escritor hubiera deseado ser médico, y el
médico pinta los domingos cuando el pintor de fama se dedica a la mecánica. La
vida nos trae y nos lleva de un lado para otro sin pedirnos permiso y cuando nos
damos cuenta estamos encarrilados en una rutina diaria que no hemos elegido y
de la que es imposible salir. El hombre joven que conoce a una chica y busca un
empleo, alegremente y sin complicaciones, se encuentra antes de lo que se figura
casado con la muchacha y metido en un trabajo, no muy de su agrado, para
mantener a la familia. La chica y el empleo estarán con él siempre, aunque no los
haya elegido de verdad a ninguno de los dos, ya que empezó a salir con ella tal
vez porque era verano y estaba solo, y encontró la colocación debido a que una
mañana, en la peluquería y mientras esperaba turno, se puso a leer los anuncios
por palabras de un diario. En este viejo mundo de nuestros pecados los
acontecimientos son un poco como las cerezas del cuento que se van
enganchando unos en otros sin que nos demos cuenta.
Los jóvenes de hoy realizan este estado de cosas muy pronto. Por eso protestan,
gritan y discuten. Por eso se escapan de sus casas sin darse cuenta de que nadie
puede escaparse de la vida. Por eso se disfrazan en cuanto pueden de aquello que
desearían ser.
Seguramente Magda tiene un novio pesadísimo, o tal vez un marido, que ahora
las muchachas se casan pronto, y en el fondo de su subconsciente quisiera ser una
alegre viuda, joven, minifaldera, flirteando, libre. Lilian sueña cada noche con
tener aplomo y éxito, con hombres que la persigan, con trajes escandalosamente
escotados. Todos hemos suspirado alguna vez por lo que no hicimos, por lo que
no somos, por lo que no nos cayó en suerte, por lo que no tuvimos. Qué bueno,
qué apasionante, qué divertido es conseguirlo, aunque sólo sea una noche y en un
baile de disfraces, sin trabajo, sin pena; de regalo.
Como Magda, como Lilian, como tantos y tantos jóvenes de hoy vestidos de
máscara sin ser carnaval, para soñar, para evadirse, para olvidarse de lo que son.
15
LA BELLA CON ESPEJOS
TÚ eres bonita, niña, bonita y joven.
Tienes grandes y claros ojos sin misterio, como el mar Mediterráneo después de
la lluvia. Tienes la nariz recta, fresca la boca, lisa, suave, recién lavada, brillante
la melena trigueña.
Eres bonita y joven, niña, pero sin cerebro.
Llevas una cinta de plata a la manera india, ciñendo tu frente de muchacha, sin
una raya, sin un solo surco de esos que marca la vida a cada disgusto, a cada
dolor, casi, casi a cada idea. Llevas pendientes y lentejuelas. Llevas un arbolito
brillante sobre la cabeza con ramas que terminan en espejos.
Porque tú eres bonita y joven, niña, pero sin cerebro.
Tonta, ¿no te has dado cuenta de que esos espejos jamás reflejarán tu belleza?
Al contrario, servirán para mostrar los atractivos de las otras, la hermosura de un
paisaje, el colorido de un árbol frente a ti en el parque, la mueca del niño sobre el
que te inclines, o el movimiento de un perro que salte a tu lado. Ni siquiera los
hombres te admirarán ya. Su mirada resbalará sin fijarse por ese lindo rostro de
adolescente sin secreto, para sonreír a uno de los pequeños espejos redondos y
arreglarse allí con disimulo la corbata. Tu propio novio, si es que lo tienes,
cuando te coja las manos en el parque estará más pendiente de su imagen
reflejada que de tus encantos. Y si estás casada, puede que tu marido saque
tranquilamente la maquinilla eléctrica y se afeite la cara frente a tu adorno.
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Porque eres bonita y joven, niña, pero sin cerebro.
Aún no sabes que los seres humanos por mucho amor que sientan, por mucho
amor que demuestren, siempre están un poco más enamorados de sus propias
personas que nadie. Si “Miss Universo” posa delante de un espejo, sus
admiradores antes de mirarla se sonreirán a sí mismos, enderezarán los hombros
estirándose la chaqueta y todo el tiempo estarán pendientes de sus caras,
olvidando a la bella oficial. Cuando se es guapa y joven, como tú, niña, con tu
gesto de bebé mimoso, con tus cejas rectas, con tu piel sin manchas, guerra a los
espejos en que no se te vea. Tenlos siempre frente a ti para reflejarte, nunca en ti
para que se miren los otros. Los otros, niña bonita y joven, tienen que estar para
admirarte, olvidándose lo más posible de su propia imagen, de su propio yo; que
digan siempre al verte: “¡Caray, que guapa chica, vaya chavala estupenda!
¿Querría venirse a cenar esta noche conmigo?”—y no, como sería inevitable sino
te quitas tu adorno de cabeza: “Caramba, estoy engordando, tengo un grano en la
nariz, soy un tío guapo o el cuello de esta camisa no me sienta.”
Corre, sal de la foto, deja ya de mirarme tontamente, desembarázate rápido de
ese curioso adorno que llevas: la banda de plata con su rama brillante donde van
montados variados espejos. Aún estás a tiempo de que los hombres te vuelvan a
hacer caso, otra vez tu novio te cogerá la mano en el parque mirándote a la boca
o, si estás casada, de nuevo verás sonreír a tu marido cada mañana al despedirse,
orgulloso, feliz de que seas suya.
Ve, no te lo pongas más.
Porque tú eres bonita y joven, niña, aunque no tengas cerebro.
17
CONTRASTES
LONDRES. Todo es posible en Londres, la más variada, la más apasionante, tal
vez la más hermosa ciudad de la tierra. Cualquier cosa puede ocurrir en Londres,
incluso que salga el sol por las mañanas. Donde las solteronas son dulces y
suaves, sonrientes y gruesas, con cutis de bebé, trajecitos rosados y flores en el
sombrero. Donde la gente se emborracha en los “pubs” silenciosamente sin un
grito, sin un escándalo, sin una interjección, sin apenas un titubeo en el andar
cuando vuelven a su casa repletos de alcohol y de dignidad. Donde hay barrios
enteros de casas victorianas con foso y columnistas. Donde todo el mundo está
divinamente educado en el portal y en las escaleras, aunque luego sean capaces
de las barbaridades mayores:
—Oh, Mrs. Montagut, por favor, pase usted primero. ¿Cómo están los niños?
—Pamela con sarampión, pero ya va pasando…
—Adiós Coronel…
—Sucio tiempo, Miss Townsend…
Londres. Niebla en los zapatos, autobuses rojos como llamaradas agujereando
la oscuridad, parejas que se abrazan sobre la lujuriante hierba del parque sin
quitarse las gabardinas para no morir de pulmonía, viejecitos asustados en los
cruces del centro, anticuarios, pequeños restaurantes silenciosos con camareros
que parecen salidos de un libro de Dickens:
—Con el queso inglés se toman galletas secas…
—No admitimos propinas…
18
Londres. Hoy la capital del mundo para la juventud, donde nacen sus ideas y su
moda, donde los “hippies” son más “hippies” que en ninguna parte, los pelos más
largos y más sucios, y las minifaldas tan cortas que se han quedado en “mini”
porque no son faldas.
Aquí tenemos a unos cuantos chicos ingleses, pioneros de la juventud actual,
copiados, admirados, envidiados por los muchachos del mundo entero.
¿Y qué hacen esos jóvenes que nos sonríen en la fotografía bajo sus mantas y
tras su pelo crespo? Nada menos que una huelga de sed (atención: ya no se lleva
la huelga de hambre, resulta anticuada, ahora es el agua lo que hay que suprimir)
para protestar por la guerra del Vietnam.
Bien, son las once de la mañana en Hyde Park Corner y estos chicos pacifistas
se han pasado la noche al raso, sin beber una gota de agua en señal de protesta.
Me pregunto si les estará permitido tomar en el desayuno una taza de café
caliente: seguro, a juzgar por sus caras sonrientes, la huelga de sed agota poco,
menos que la del hambre, desde luego, y como da los mismos resultados, nulos,
no hay duda de que la juventud de hoy es bastante más inteligente y realista que
la de antes: “filetes sí, agua no” en vez de “agua sí, filetes no”.
Luego de su noche bajo las frías estrellas inglesas, los jóvenes protestadores
abandonan su lugar de reunión y se dedican a actividades diversas y más bien
vagas. Tener un empleo fijo se considera reaccionario; ganar dinero, burgués;
querer prosperar, ambición de llegar a capitalista. ¿Qué hacen entonces? Pues
compras. ¿Y qué compran con su poco dinero, salido Dios sabe de dónde, los
felices, ociosos, encantadores anti-guerra? ¿Libros sobre la paz? ¿Juguetes que
inciten a la no violencia? ¿Zapatos cómodos para pasear por el campo durante
sus veinticuatro diarias horas libres? Nada de eso. Nuestros amigos de las fotos
compran uniformes militares viejos para llevarlos por la calle, es la gran moda:
—Yo quiero uno de la última guerra, con estrellas y charreteras…
—Si no fueran tan caros los americanos…
* * *
Qué vida apasionante la vuestra, muchachos londinenses de hoy, pioneros de
todos los otros muchachos. Clamando contra la guerra vestidos de militares,
apóstoles de la no crueldad siendo la crueldad misma; contrarios al trabajo y a la
ambición, pero intentando por todos los medios haceros notar, tristes y alegres,
buenos y malos, interesantes siempre como formidable fenómeno social.
* * *
—Si hubiera alguno del tiempo de los zares, esos sí que tenían buenos
bordados…
—Me llevo esta capa de botones brillantes, ¿a qué capitán habrá pertenecido?
A alguien que ya estará muerto, chica, a alguien que se hubiera indignado
mucho de verla airosamente terciada sobre tus hombros redondos.
* * *
19
La juventud de hoy es contraria a la guerra y eso demuestra que está más
civilizada de lo que parece. La guerra es la peor plaga de la Humanidad, lo único
que todavía da miedo en este seguro y antiséptico mundo de hoy, con sus
silenciosos aviones ultrarrápidos y sus medicinas curalotodo. Pero los muchachos
de ahora, como los de antes, aman todo lo que la guerra tenía de decorativo para
esconder tanta miseria, tanta sangre, tantas lágrimas, tanto todo, tanto sacrificio
inútil. Los uniformes con dorados, las botas brillantes, los desfiles, la música, la
ciudad engalanada en la victoria, las muchachas llorando y riendo abrazadas a los
vendedores… Quieren eso sin lo otro y es lo imposible: reír sin llorar nunca;
comer sin lavar los platos; amar sin consecuencias; vivir sin trabajar. Porque son
unos grandes ingenuos en el fondo, porque son demasiado niños para
comprender.
* * *
Pero llevan razón. Vietnam es un inmenso y terrible disparate. A ver si usted,
míster Nixon, con su sonrisa de dentífrico y su aire tan falsamente juvenil…
20
21
MEJOR ES NO HABLAR DE ELLO
DE verdad lo siento, querido lector, si es que tengo alguno, pero estas son las
terribles fotografías que me ha tocado comentar hoy. ¡Hasta dónde vamos a
llegar!—como decían nuestros abuelos, y eso que los pobres habían llegado a
muy pocos sitios.
Este muchacho de pelo cortado, aspecto pulcro y sonrisa boba, con un jersey de
cuello alto seguramente tejido por su mamá, que anuncia su mercancía frente a
las ventanas de la Universidad de Northeastern, donde cursa sus estudios, nos
hace añorar a los de verdad “hippies”, a los de verdad sucios, a los de verdad
rebeldes. A los que no se lavan nunca porque no les da la gana, ni se cortan el
pelo jamás porque no quieren, ni dan golpe, ni hacen otra cosa que fastidiar, Dios
les perdone, pero al menos no se lucran de la porquería ajena, que ya es el colmo.
¿Sabe usted lo que hace ese chico de la foto, querido lector, si es que tengo
alguno? Vende una especie de loción desodorante perfumada a sus compañeros
de clase y amigos para que se la echen cuando salgan con sus “flirts”, y así
disimular su mal olor habitual, que siempre resulta desagradable por muy
acostumbrada que esté una, cuando se baila con un hombre, y cuando se charla
con un hombre, y hasta cuando se bebe “Coca-Cola” con un hombre en un bar al
aire libre. Para evitarlo el joven de la sonrisa boba, que se llama Steward y tiene
veinte años muy bien aprovechaditos, por cierto, se planta a media tarde en una
calle céntrica de la ciudad e interpela a todos los muchachos con aspecto de tener
cita femenina, pero no tiempo de volver a lavarse a casa, aunque sólo sea por
aquello del qué dirán:
22
—¡Eh, Jack!, ¿dónde vas tan deprisa?
—A buscar a Sally para darme un garbeito con ella y acabar en la “boite” de la
esquina hasta la hora de la cena.
—¿Y no te has dado cuenta de lo mal que hueles? Venga, cómprame un
frasquito de “desodorante”, “spray-perfume”, que Sally te lo agradecerá.
—Buena idea. ¿Cuánto vale?
—Diez centavos por ser para ti, y suerte con la muchacha.
Eso pasaba cuando Steward empezó el negocio, en octubre del año pasado, que
ya se sabe que los comienzos siempre son difíciles, luego los clientes empezaron
a venir por sí solos y le bastaba quedarse en una acera, silbando, con sus frascos
y su cartel:
—Chico, menos mal que te encuentro, resulta que me he citado con la
minifalda rubia y curvilínea que vende goma de mascar en el Supermercado y no
tengo tiempo de darme una ducha…
—Ni ganas tampoco, que nos conocemos.
—Bueno, ni ganas tampoco. Y he pensado: si el bueno de Steward me vendiese
uno de sus “Spray” para rociarme bien antes de salir con ella…
—Pues no faltaba más, amigo, diez centavos de nada y ya tienes el problema
resuelto.
Así, poquito a poco, el chico fue haciendo su masita de buenos dólares
americanos, a base de vender sus frascos en la calle, o en salas de fiestas, incluso
en los pasillos de la Universidad. También estudiaba ingeniero en sus ratos libres
y hasta tenía tiempo de dejarse fotografiar durante su trabajo para que nosotros le
admirásemos. Listo y eficiente que es y bien orgullosa y ufana que debe de estar
la mamá que tejió el jersey de cuello alto.
* * *
A mí no me gustan las medias tintas. Si la gente es sucia, como está ahora de
moda entre cierta juventud, que lo sea de verdad, con pelo apelmazado y lleno de
caspa, las uñas negras y mal olor. Es una porquería, de acuerdo, pero al menos
una porquería auténtica. Si la gente es limpia, y quiero creer que la mayoría lo
son, a pesar de tanta propaganda de grasientos como nos hacen ahora, que sea
pulcra de verdad, duchándose, frotándose, oliendo a jabón, con los dientes
impecables y el cabello brillante. Cuando estén sucios los muchachos del pueblo
de Steward que corran a bañarse antes de salir con su chica, o mejor, que se
bañen todos los días, sana costumbre, aunque no tengan que salir con nadie, que
para eso sólo hacen falta tres minutos y una buena esponja. Lo que no es
tolerable es hacerle el negocio a un listo compañero intentando disimular el mal
olor con un frasquito de desodorante perfumado. Hasta dónde van a llegar las
cosas, abuelita mía…
23
Siempre he oído, y siempre me ha dado asco, que las damas del tiempo de María
Antonieta tenían cierta tendencia a lavarse más bien poco. Y que también
disimulaban echándose toneladas de perfume. No es que estuviera bien la tal
costumbre, pero hay que tener en cuenta que entonces no había cuartos de baño,
ni se había inventado la higiene, y además los perfumes debían de ser
maravillosos y muy, pero que muy, penetrantes. Yo no disculpo a las señoras
elegantes de aquellos tiempos, pero había que ver lo difícil que era vestirse y
desnudarse con los corsés y las faldas que estaban de moda, y no digamos
mantener limpio y suave un cabello con el que se hacían verdaderas locuras:
peinados de tres pisos con pájaros y flores y todo rebozado en polvos de oro. Si
las refinadísimas damas de aquella Corte de Francia hubiesen llevado
“blue-jeans” como ahora y el pelo corto, teniendo en casa un cuarto de baño
americano y todos los adelantos: esponjas, piedra pómez, jabón, colonia,
lociones, lavadora para la ropa y esos modernos detergentes que se llevan de
calle no sólo la porquería, sino hasta la piel y el color de las servilletas, seguro
que no habría en el mundo mujeres más lavadas y perfumadas que ellas. Que
entonces había que esforzarse terriblemente para ser medio limpio y ahora es al
contrario, hay que ser espeso de verdad para no ir reluciente de limpieza. Vamos,
que cada vez que me acuerdo…
—Corre, Steward, amigo, Nancy me ha citado en la heladería y mejor no
recordar el tiempo que hace que no me lavo los sobacos, ahí te van los diez
centavos.
—Steward, por favor, al fin conseguí ligar con la gordita del curso de francés…
* * *
No hablemos más del asunto. De verdad lo siento, querido lector, si es que
tengo alguno, pero esas son las terribles fotografías que me ha tocado comentar
esta semana, esperamos que el sábado que viene tendré más suerte.
Hay cada cosa.
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25
NOCHE FELIZ, NOCHE DE PAZ
MUCHACHA de las velas encendidas en el pelo, tú eres la Navidad. Suave y
blanca es tu piel, igual que la nieve del Nacimiento, cálida tienes la sonrisa como
el fuego hogareño de las fiestas, tu pelo parece lino claro, exacto al de la Virgen
del portal y tienes su misma pureza transparente en los ojos. Chica de la foto, tú
eres Navidad. Hueles a muérdago, a pavo recién asado, a ropa de almendra. El
cuello de tu traje serpentea a la luz de las velas, como el río de espejos del Belén
donde frotan la ropa eternamente cuatro lavanderas de juguete.
Nochebuena. La única noche del año en que hay que cenar en casa por
obligación, estar en casa, permanecer en casa. Y todos vuelven al hogar para ese
día. Todos. Hasta los que fueron para no regresar, y los que viven lejos, y los que
juraron no volver, y los que trabajan fuera, y los enfermos, y los independientes,
y los “hippies”, y los rebeldes muchachos londinenses, y los revoltosos
estudiantes de la Sorbona y la chica que dio un escándalo hace años en su
pequeña ciudad de provincia. Todos.
Sí, Navidad es tu nombre. Música de zambombas y panderetas, el taponazo de
la botella de sidra—“papá, patoso, lo has derramado”—, tienes dientes fuertes y
grandes que parecen creados para morder turrón—“abuelita, no te comas el
último trozo de almendra”—y esa corona de muérdago que llevas en la cabeza te
servirá de mantilla para ir a Misa de Gallo—“corred, niños, que llegamos tarde,
los bancos se ocupan en seguida...”
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Tú, rubia Navidad de ojos claros, estás en todos los hogares en la noche del
veinticuatro de diciembre, esperando a los que se fueron. Segura, sonriente, con
una lámpara encendida en la mano como las vírgenes prudentes del Evangelio,
porque sabes que todos volverán. Volverán los jóvenes y felices vagabundos que
recorren el mundo en “auto-stop” llevando el equipaje sobre la espalda.
Regresarán por unos días a su casa de Edimburgo los muchachos escoceses con
sus falditas plisadas y también las chicas francesas vestidas como si fueran
hombres. Los trenes están llenos de jóvenes españolas que trabajan en París de
camareras y de obreros italianos que se ganan la vida en una fábrica de Munich.
Todos, aunque sea a desgana, aunque sea con gran esfuerzo, todos volverán.
Sonríe, pues, tranquila. Navidad de ojos claros y melena larga, no esperarás en
vano. Mira cómo corren hacia casa antes de que suenen las doce campanadas de
la media noche: en “moto”, en tren, en avión, a pie, tristes o alegres, triunfantes o
fracasados, amargados o felices, todos van a sentarse alrededor de mesa familiar
esa noche feliz, esa noche de paz.
—No contéis conmigo a finales de diciembre, me esperan los viejos a los que
no veo desde el año pasado, son unos plomos, pero que le vamos a hacer…
—¿Por qué voy esa noche a cenar con mi mujer? Exclusivamente por los niños,
después de todo son mis hijos.
—Siempre pienso: será la última vez. Mira que pasarme dos noches en el tren
para ir a ver a una familia que no me comprende, que nunca me ha ayudado y que
encima me critica.
Pero vuelven, todos vuelven.
* * *
Tú, tranquila, Navidad de cejas rectas, nariz corta y labios de bebé. Antes de
que se consuma tu lámpara simbólica estarán todos es casa. Todos. Y corre que
ya están llamando al timbre, ábreles la puerta sonriendo, alegre, acogedora, como
una ráfaga de aire tibio en la primera noche helada de un invierno precoz. Qué
suerte, por fin han vuelto:
—Felices Pascuas, muy Felices Pascuas, otra vez Felices Pascuas. ¿No queréis
entrar a quitaros los abrigos?
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LAS TERRIBLES ESTADÍSTICAS
FIN de año. Todos queremos olvidar entre serpentinas, “champagne”, gritos y
música que han pasado cuatro largos trimestres en los que hicimos una serie de
cosas que no nos gustaban y dejamos de realizar bastantes que nos apetecían; que
somos doce meses más viejos y trescientos sesenta días fracasados; que muchas
de nuestras hermosas ambiciones murieron ahogadas entre tanto día tedioso y
que cada hora vivida nos acerca un poco más a la última que hemos de vivir.
Noche de San Silvestre. Los jóvenes hacen proyectos, planes y propósitos con
ese entusiasmo, con esa fe en la vida y en el futuro que se le pasa a uno en cuanto
dobla el cabo de los treinta años, si no es antes.
—Este invierno me casaré con Fulanita, aunque tenga que matarme a trabajar,
porque la vida sin Fulanita es como un desierto huérfano de oasis y camellos, y si
no tenemos dinero viviremos de amor… (Si vieras, encanto, lo harto que estarás
de Fulanita dentro de unos años y lo feliz que te encontrarás cuando la largues de
veraneo con los niños y te quedes en Madrid de Rodríguez.)
—De ahora en adelante haré gimnasia todos los días, me levantaré a las ocho,
iré a conferencias, visitaré museos, aprenderé inglés, veré exposiciones… (Nunca
se hace nada de eso, pero mientras divierta pensarlo, adelante.)
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—Se acabó el ser hijo de papá, ya llegó el momento de convertirme en un
adulto; me iré a Suiza para colocarme de camarero porque la experiencia hay que
adquirirla de joven… (cuando no se es tan vago e inútil como tú, hijo, que llevas
tres años repitiendo el selectivo de Ciencias y vas en coche hasta a misa).
Los no tan jóvenes, que han dejado de hacer proyectos y propósitos porque
saben que no los cumplen y, además, creen sólo, ay, en muy poquitas cosas, se
dedican a las estadísticas, que es mucho más divertido y, desde luego, más
realista: “En el sesenta y ocho vinieron a España un millón más de turistas que el
año anterior; tal cantidad de gente emigró; éstos se casaron; aquéllos nacieron;
Madrid he llegado a los cuatro millones de habitantes y etcétera, etcétera.”
Repasando esas cosas, cerca ya de la siempre triste Noche Vieja, he descubierto
algo que me ha pasmado: “En España hay trescientas mil mujeres más que
hombres.” Así que por mucho que se esfuercen existen aquí trescientas mil chicas
que no podrán encontrar marido. Vaya por Dios.
Terrible. Porque las mujeres, al menos la mayoría de ellas, que generalizar es
muy peligroso, por oportunidades que tengan, aunque sean capaces de estudiar
las carreras más difíciles que las conviertan en arquitectos, embajadores o
médicos famosos, siguen prefiriendo a todo la tranquila fácil carrera del
matrimonio burgués. Es muy rara la chica ambiciosa profesionalmente, la
universitaria que estudia con verdadera vocación, la secretaria eficiente que
disfruta con su trabajo, la que a los veinte años se interesa a fondo por algo que
no sean los hombres. Pues bien, entre todas esas muchachas a la caza de marido
hay trescientas mil que nunca podrán casarse, para ésas no hay remedio. Y
trescientas mil solteras son muchas solteras. Si se pusieran todas juntas, en la
plaza de un pueblo, por ejemplo, abultarían una barbaridad.
Así que hoy día hay que luchar para encontrar un marido. En la carrera del
matrimonio empieza a pasar lo mismo que en las de ingeniería; las facultades
están llenas, hay una enorme competencia y es muy difícil llegar con éxito al
final.
Los tiempos han cambiado mucho, al menos eso dicen los que vivieron otros,
pero por mucho que hayan cambiado yo sigo pensando que la mejor manera de
pescar un marido es no buscarlo. La universitaria únicamente preocupada de sus
estudios (alguna habrá, digo yo, y que Dios le bendiga) vuelve locos
inmediatamente a cuatro compañeros de clase. La que no quiere casarse (y esa sí
que es dudoso que exista) tiene en seguida cuarenta pretendientes, porque no hay
nada que les guste tanto a los hombres como que les rechacen, o al menos que les
digan “no” unas cuantas veces, para acabar accediendo luego de una larga
temporada y como a desgana:
—Por favor, cásate conmigo de una vez que estoy que ni como ni duermo de la
impaciencia.
—Tengo que acabar la carrera y además me da mucha pereza.
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—Ahora que has acabado la carrera podrías casarte conmigo, me estoy
descalcificando por momentos a fuerza de no comer ni dormir pensando en ti.
—Pero tengo que ir a especializarme al extranjero.
—Pues cuando vuelvas del extranjero.
En lugar de eso las muchachas de hoy que han evolucionado mucho menos que
los hombres mal que nos pese, o muchas de las muchachas de hoy, ya que, repito,
generalizar es peligroso, no tienen más idea fija desde los quince años que la de
pescar un novio. Persiguen al primero que les cae a tiro durante meses, lo
consiguen a fuerza de paciencia y pesadez, se casan con él si hay suerte sin haber
salido nunca con otro, ni trabajado, ni viajado, ni vivido. Qué pena. En cuanto un
hombre tiene la debilidad de llevarla una tarde al cine o a merendar, o la escribe
una carta durante las vacaciones de verano, la chica empieza a hacerse ilusiones,
a calcular el tiempo que le queda para acabar sus estudios, y en el mismo instante
llama a todas sus amigas para comunicarles la fausta nueva:
—Josechu, coladísimo por mí, va muy en serio. Un niño estupendo, de acuerdo,
aunque me han dicho que de cuando en cuando toma unas copas de más…
—Eso se quita con una buena cura de desintoxicación.
—¿Y a qué médico podría dirigirme?
Mientras tanto el pobre Josechu se está tomando sus “copas de más” en el bar
de la esquina, bien ajeno al interés tremendo que ha despertado en una chica a la
que apenas conoce y cuya cara casi no recuerda, ya que sólo la ha visto en la
oscuridad del cine cuando la invitó, porque era amiga de su hermana y no tenía
nada que hacer aquella tarde.
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Bien, de todas formas cada uno tiene su método para llegar al éxito, y según las
estadísticas, esas estadísticas de los periódicos a finales de diciembre que tanto
les gustan a las personas demasiado mayores para hacer proyectos, hay en
España trescientas mil mujeres que no pueden casarse por falta de varón. En la
batalla todas las armas son lícitas, todas las estratagemas están permitidas.
Pero qué lástima, qué gran lástima que las jóvenes de hoy a quien casi todo les
está permitido, hayan, en su mayoría, evolucionado tan poco.
* * *
Yo quería hoy escribir sobre el sesenta y nueve, ese año bebé que nos traerá la
cigüeña un día de estos entre taponazos de “champagne”, serpentinas, música y
gritos. Y sobre las mujeres que trabajan alegremente. Y sobre las novias de
invierno con fondo de paisaje nevado. Pero en lugar de eso me he puesto muy
seria, muy pesada y muy trascendental. Es triste el fin de año y tristes nos
ponemos. De todas maneras, felicidades a todos, y para todos alegría y paz. En la
Navidad, en el Año Nuevo y siempre.
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AMOR, SIEMPRE AMOR
HAY cosas que no han cambiado nada: el olor a nardos en primavera, el frío de
las esquinas madrileñas cuando sopla el viento serrano, la falta de comprensión
entre padres e hijos, el miedo de los niños a la oscuridad, la impresión
maravillosa del primer baño de mar luego de nueve tediosos meses de oficina, y
el amor. Y es que el amor siempre es el mismo, aunque parece que ha cambiado
un poco en la forma, últimamente. Sin embargo, otras que creíamos inmutables
tales como la enemistad entre las religiones, la lejanía de la Luna y la muerte de
cada persona con su propio corazón en el pecho se han hecho añicos con el
progreso. Hoy somos íntimos de los judíos con cara feroche que venían pintados
en la Historia Sagrada, merendaremos en la Luna el año que viene y a poco que
nos descuidemos nos iremos al otro mundo con el corazón de una chiquita de
color, por ejemplo, que se pegó la castaña mortal el mismo día que nosotros
necesitábamos sus jóvenes ventrículos. Yo creo firmemente en el progreso
indefinido y sé que todo está hoy mucho mejor que hace cien años y que hace
veinte pero peor, seguro, que dentro de cien e incluso dentro de veinte.
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Los niños de ahora están más sanos y se crían con mayor facilidad que los de
antes porque la dietética y la medicina han dado un gran paso. Los muchachos
rebeldes a los que tanto se critica son, a mi parecer, estupendos, puesto que no se
resignan a convertirse en borregos y reclaman su derecho a opinar, su derecho a
elegir, su derecho a comportarse como adultos y poseedores de voz y voto. Algo
ha cambiado el amor y también a mejor, naturalmente, pero sólo en la superficie,
porque es un sentimiento inmutable como el Sol, firme como una de esas rocas
milenarias, fuerte como una tormenta en el campo y tan irrompible y duro como
una maroma de barco. Las parejas de los parques madrileños, los novios
jovencitos en los cafés de provincias, amarillos de tedio y de luz de neón, los
prometidos ya maduros que se cogen las manos un poco avergonzados en los
merenderos de las afueras usan el mismo lenguaje de antes, se ponen igual de
cursis, se vuelven igual de tontos, dejan a un lado, como siempre, cualquier
sombra de realismo para hundirse en un mundo ideal de novela lleno de palabras
tiernas, admiración mutua, atracción sexual y agua de colonia:
—Te quiero.
—Te adoro.
—Te amo.
—Te idolatro.
—No puedo vivir sin ti.
Ese es el viejo, querido, anticuado, terrible, patético, tonto amor de antes. El
amor del hombre con poco quehacer que tenía tiempo para escribir una carta de
cinco folios a la mujer amada luego de dejarla en el portal después de haber
estado tres horas juntos. El amor de las muchachas que bordaban horribles
manteles a punto de cruz oyendo tocar las campanas de la parroquia, el amor del
chico ocioso y rico cuyo único trabajo era salir con la novia, el amor de los
opositores eternos que llevaban una foto de su chica entre los temas. Después de
todo amor, amor y sólo amor, siempre amor.
Bueno, era un poco aburrido. Se acababa bastante harto de tanto azúcar verbal,
de tanto cogerse las manos, en invierno heladas y en verano sudorosas, de tanto
pensar en “lo que haremos”, “la casa que tendremos”, “lo felices que seremos”, y
“las sábanas que necesitamos”. Hoy día las cosas van más rápidas y es mucho
mejor: “me gustas”, “¿y si nos casáramos?”, “estupendo”. Se avisa a los padres,
se busca un traje sastre mono, se va a la iglesia a las nueve de la mañana, se
compra una un camisón nuevo y algo más frívolo de lo acostumbrado, y ya está.
Cuatro días de permiso y en seguida los dos a seguir trabajando hasta que nazca
el primer niño que entonces “ya veremos como nos las arreglamos”. Pero es el
mismo amor, amor y sólo amor, siempre amor. Hasta con las mismas y tontas
palabras de siempre:
—Te quiero.
—Te adoro.
—Te amo.
—Te idolatro.
—No puedo vivir sin ti.
33
Para los jóvenes de vanguardia, para los chicos de verdad “in”, para los
muchachos que miran más al futuro que al presente, ese tipo de amor está ya,
también, anticuado. Ahora se puede y se debe elegir pareja a base de
computadores electrónicos. No estoy muy segura de cómo es eso porque venía
muy bien explicado en una revista francesa que me dieron en la peluquería y
cuando estaba empezando a entenderlo vino la oficiala a quitarme los rulos y se
acabó.
De todas formas la cosa es más o menos así: el muchacho deseando estar
enamorado como un caballo con miras a hacer un matrimonio sólido y
agradable—lo de agradable es mil veces más difícil que lo de sólido—, responde
a un cuestionario muy estudiado: edad, profesión, aficiones, gustos, si es celoso,
o insociable o borracho. Luego especifica, también con detalle, las cosas que le
dan cien patadas, es decir todo aquello que no puede soportar, por ejemplo, el
humo del tabaco, las mujeres con el pelo oxigenado, una persona que se muerda
las uñas, dormir con la ventana abierta o la televisión. El cuestionario relleno se
entrega al guardián y cuidador del cerebro, que es siempre un licenciado
sapientísimo y recibe cada día un montón de ellos tanto masculinos como
femeninos. Cómo se las arregla el conmutador con todas sus ruedecitas y
cacharros para sacar cada oveja con su pareja no lo sé—tal vez si no hubiera sido
tan inoportuna la de los rulos...—, pero la cosa es que al muchacho le dan los
nombres de dos o tres chicas hechas a su medida y a la chica también las de un
par de jóvenes que le vayan como un guante. No hay más que ligar por teléfono,
salir unas cuantas tardes a bailar—si a él le gusta bailar a ella también—o a
visitar museos—cuando a él le gusta el arte a ella le encanta—y en seguida se
vuelven locos el uno por el otro, se enamoran como tigres y empiezan con las
mismas estupideces de ayer, de hoy y de mañana, porque es el mismo amor, amor
y sólo amor, siempre amor:
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—Te quiero.
—Te adoro.
—Te idolatro.
—No puedo vivir sin ti.
* * *
Y siempre igual, y todo igual, que bajo el Sol no hay nada nuevo. Pero yo creo
firmemente, con toda mi alma, en el progreso indefinido. ¡Bien!, por las bodas
rápidas y sencillas: ¡hurra!, por el amor-computador. Si hay algo que detesto en
este mundo es bordar mantelerías a punto de cruz, además siempre se me llena el
hilo de nudos.
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“NUNCA FUERA CABALLERO DE DAMAS TAN BIEN SERVIDO...”
Se llama Lynn. Vive en Hollywood. Tiene veinticinco años, el pelo rubio,
regular estatura, verdes los ojos, la cintura estrecha y algunas curvas justo donde
deben estar. Sus piernas se consideran las más bonitas del barrio; un montón de
guapos chicos suspira por sus encantos y además tiene una voz preciosa y
cotizada en la moderna canción. Vaya, que la chica es un bombón. Lo siento, mi
joven, querido y admirador lector: no sé sus señas. Pero sí donde trabaja. Allá en
Los Ángeles, a la derecha, cruzando la calle, subiendo a Beverly Hills, en la más
lujosa peluquería de caballeros la encontrará usted durante toda la jornada
laboral: pizpireta, dispuesta, sonriente, acicalada:
—Pase. Le atiendo volando. ¿Quiere el pelo con flequillo y melena redonda tal
como está de moda entre la juventud que promete? ¿Más corto por delante?
¿Loción? Gracias, le cobrarán en caja. ¿A quién le toca ahora?
Usted, mi querido joven y admirado lector, puede pedir un lavado de cabeza
con “shampú”, especial para hombres latinos, e intentar ligar con la hermosa,
pero no creo que lo consiga. Lynn tiene su propia personalidad, ideas claras sobre
la vida y una vocación. No quiere casarse con sus pretendientes del barrio. No
quiere hacer cine. No quiere cantar. No es ambiciosa. No le gusta salir a cenar
con usted, mi querido joven y admirado lector. Porque tiene un solo interés en la
vida, una fuerte afición hacia una profesión determinada que le impide ver las
ventajas de las otras cosas por muy en bandeja de plata que se las presenten. Lo
único que le interesa en el mundo es peinar señores, porque además de ser una
belleza es una artista, y los más afamados cantantes “ye-yé” de la ciudad no
dudan en poner sus preciosos cabellos en manos de la hermosa:
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—Si yo fuese tú me daría unas mechas en lo alto para que brillen bajo los
reflectores…
—A tu gusto, Lynn, guapa.
—Pero hijo, si estás lleno de caspa; voy a ponerte ahora mismo un baño de
crema…
—Como quieras, Lynn, encanto.
Los caballeros que se ganan hoy día la vida pegando gritos armoniosos,
tocando la guitarra, pintando, o haciendo papelitos en “films” de gran
espectáculo, tienen que cuidarse el cabello aún más que las mujeres. Las melenas
de “Los Beatles” son más célebres ahora de lo que fueron nunca las de Greta
Garbo, Carole Lombard o Brigitte Bardot. Han hecho correr bastante más tinta
que el fabuloso cabello de la emperatriz Isabel de Austria y necesitan más mimos
que las plateadas cascadas de pelo que estaban de moda en los viejos tiempos del
cine mudo. Y pobre del chico ambicioso cuyo cabello empieza a clarear en la
coronilla por mucho talento que tenga:
—Sálvame, Lynn. Mi porvenir está en tus manos, y el de mi novia, y el de mis
padres, y el de los hijos que tendremos algún día…
—A ver si con este nuevo producto que me han recomendado tanto…
Lucharon duramente las sufragistas inglesas para intentar promocionar a la
mujer. No me parece que consiguieran demasiado las pobres señoras con sus
ridículos sombreros y sus pancartas, aparte de cargarse la “Venus” de Velázquez
y de ser consideradas locas por toda la Humanidad, pero lo que ellas, infelices,
iniciaron tontamente, la moderna civilización lo ha llevado a cabo. Ahora las
mujeres tienen las mismas oportunidades que los hombres. Pueden ser médicos,
ingenieros, arquitectos, jefes de empresa, ministros y todo lo que se propongan
de verdad si tienen arranque y capacidad para ello. Pueden sobre todo ser dueñas
de su destino, casarse o no casarse, tener un empleo, un oficio, una carrera, una
actividad, elegir. Entonces ¿por qué diablos no ha de ser peluquero de hombres la
guapa Lynn de California si ese es su gusto?
Extraño gusto, de acuerdo. Pero también hay hombres que son sepultureros
pudiendo ser labradores; niños guapos, listos y con posibles que se casan
enamoradísimos de mujeres horrorosas; jóvenes destinados desde que nacen, con
alegría por su parte, a picadores de toros; señoritas que prefieren morirse de
hambre a trabajar, y caballeros elegantes cuya única ocupación y placer consiste
en matar animales escopeta al hombro. Si nos dieron a las mujeres, con mucho
ruido, con mucho trabajo, tras de mucho grito y de mucha discusión el derecho a
elegir, es para que cada una elija lo que la dé la gana. ¡Faltaría otra cosa!
Adelante pues, preciosa Lynn, con tus tijeras, tu frasco, tu sonrisa y tu peine
cardador:
—Siéntese un momentito que ahora mismo le atiendo.
* * *
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Ya sabe, mi querido, joven y admirado lector: no sé sus señas, pero sí donde
trabaja. Madrid, Nueva York, Los Ángeles, y allí, a la derecha, cruzando la calle,
subiendo a Beverly Hills, en la más lujosa peluquería de caballeros, la tiene
usted. Pero yo no me molestaría, es un viaje caro y no va a conseguir nada. Nada,
de nada, de nada. Se lo digo yo.
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ALGUNAS COSAS SIGUEN ESTANDO PROHIBIDAS
LOS antiguos ingleses—de antes de la minifalda y los muchachos melenudos—
cuando eran elegantes vivían en el campo. Solían tener una vieja abuela siempre
sentada bajo un árbol centenario, media docena de perros, visitantes los fines de
semana y una pradera delante de la casa donde se instalaban las señoras vestidas
en tonos pastel. Todos bebían té continuamente: al despertarse, en el desayuno, a
media mañana, de postre, a las cinco, de aperitivo y en la cena. Las cosas habían
cambiado poco desde las comedias de Oscar Wilde:
—¿Dos terrones, Milady?
—Leche para el embajador.
Se cultivaban flores, se leían novelas larguísimas y de poco argumento, se
bajaba al pueblo a echar las cartas, se jugaba al “bridge”. Y las muchachas en
edad de merecer iban a Londres para la “season” con el fin de encontrar no uno
sino varios para elegir, porque resultaban lozanas y sin sofisticar al lado de las
chicas de ciudad, sabían hacer mejor los “puddings”, eran las últimas en retirarse
de los bailes, se cambiaban cuatro veces al día de traje, bebían el doble de té, y
no tenían complejos. Sus padres alquilaban un piso en Parke Lane, las
presentaban a la reina—con guantes largos y vestidas de organdí—, iban con
ellas a las carreras y procuraban que lo pasasen bien al mismo tiempo que
cazaban un buen novio, uniendo así, sabiamente, lo útil a lo agradable.
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Pero ahora nadie vive en el campo, o sólo unos pocos privilegiados podridos
además de libras esterlinas. Ya no hay presentaciones a la reina y las hijas de
familia en cuanto se quiten los calcetines se vuelven “hippies” y se largan a vivir
su vida con flores en el pelo y una guitarra al hombro, que también es una forma
de buscar marido, pienso yo, sólo que a la moderna. Se lleva enseñar los muslos,
trabajar de modelo o de cantante, leer a Marcuse y ser partidaria de la limitación
de natalidad. El mundo se ha vuelto al revés, nadie piensa como antes, ni hace las
cosas de antes, ni reacciona como antes. Sólo quedan algunas instituciones
inglesas inconmovibles, como la columna de Trafalgar, como los horribles
sombreros de la reina, como los acantilados de Dover. Por ejemplo el té, que
siguen ingiriendo a litros, igual los “beatles” y los melenudos de hoy que las
damas de la reina Victoria, y las carreras de Ascott.
Ascott. ¡Cuánta literatura barata se ha hecho sobre las célebres carreras
inglesas! El lord que descubre que su mujer le engaña al mismo tiempo que gana
el Gran Premio su caballo favorito y los apostadores profesionales de las novelas
de Edgar Wallace. Ayer y hoy Ascott. En Ascott los caballeros van de etiqueta, las
damas no pueden usar pantalones y hasta hace poco era la gran exhibición
mundial de joyas y de vestidos. Hoy también, sólo que estamos en la época de
las individualidades y cada mujer es muy dueña de interpretar la moda a su
manera. En Ascott, en Torrelodones, en París y en Cuenca. Se acabó la tiranía de
los grandes modistas: “Se lleva el negro, la falda por la rodilla, el escote en punta
y los cinturones anchos; fastídiense ustedes si no les favorece.” Ahora es otra
cosa, todo se lleva, todo está de moda, y cada una se pone lo que le da la gana,
como debe ser. Las mujeres ya no siguen la moda como rebaños, Christian Dior
se revuelve en su tumba, Balenciaga se ha retirado, Cardin no se consuela,
Givenchy tiene una úlcera de estómago. Porque hoy cada señora la interpreta a su
manera, se estudia antes de vestirse, expresa en el atuendo toda su personalidad.
Los resultados son variados y sorprendentes: las hay maquilladísimas, las hay
toda palidez, las hay medio desnudas, las hay tapadas como monjas, las hay
vestidas de organdí flotante enseñando por debajo una enagua con lazos, las hay
con boina y falda larga como en los felices veintes mientras otras se disfrazan de
astronautas futuristas, con gafas, botas plateadas y traje geométrico.
Toda esta variedad pasa un tanto desapercibida en las calles de la ciudad, entre
los hombres de cierta edad que siguen con los pantalones de siempre, la
americana y la corbata de siempre y los zapatos de siempre; entre las mujeres de
más de cuarenta años que tienen el buen gusto de no vestirse “ye-yé”. La chica
disfrazada de “Bonnie el día que asaltó su primer Banco” no llama la atención en
el invierno madrileño al lado de las castañeras, los guardias y las señoras que
salen de misa de una. Lo bueno, lo divertido, es cuando todo el mundo echa el
resto para dar el golpe con su “toilette” en una reunión elegante.
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Como en Ascott. Como en las inefables y maravillosas carreras de Ascott,
donde iban antes las muchachas a buscar marido acompañadas de unas madres
vigilantes estrenando sombreros. Ya saben: “los caballeros de etiqueta, prohibida
la entrada a señoritas en pantalones.”
Lo demás está todo permitido. Gertrude, que es rubia, con aire romántico y
algo tuberculoso, de cutis blanco y mirada lánguida muy principio de siglo, se ha
vestido como hace sesenta años, con sombrilla, encajes, volantes y enagua. Pero
como la chica tiene bonitas las piernas, lleva también minifalda para estar al día.
Lucinda, en cambio, se tapa hasta los tobillos, toda vestida de algodón a flores,
mangas jamón, confección casera, cuello alto y en el sombrero las primeras flores
primaverales. ¡Pasen, señores, pasen, aquí todo se lleva! Esto es Ascott, donde las
chicas guapas siguen encontrando pretendientes, ahora como antes, sólo que por
otros medios. Siendo audaces, siendo tímidas, destapándose, cubriéndose, con
tacones, en zapatillas, rapadas, con trenzas, cultivando la virtud, bailando
“ye-yé”, hablando, callando, actuando, soñando, de negro, a flores… ¡Pasen,
señores, pasen! Aquí hay para elegir, aquí todo está permitido.
Casi todo, Jayne, la preciosa hija de un banquero millonario, metió la pata, se
puso pantalones, y tuvieron que sacarla de Ascott poco menos que entre dos
guardias a la pobrecilla. Los pantalones eran rarísimos, eso sí, a ver si colaban
entre los extraños disfraces de las otras, pero no fue así. Y Jayne, toda corrida,
tuvo que marcharse de la fiesta a llorar lágrimas amargas sobre los legajos de
acciones de su importantísimo papá.
Porque en la Inglaterra de hoy, que marca la moda juvenil y lanza las nuevas
ideas de la generación joven, quedan algunas cosas inmutables: la niebla, las
rocas de Dover, el “Metro”, los horribles sombreros de la reina y Ascott.
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43
NO HAY QUE JUGAR CON LAS COSAS SERIAS
POR favor, no. Con la música, no. No hay que jugar con las cosas serias; es
pecado ridiculizar algo hermoso; no tiene gracia parodiar el arte; resulta triste, y
tonto, y sucio, y cobarde, intentar llegar al éxito sin talento, a fuerza de
excentricidades, de propaganda, de absurdos. Por favor, no. No, no y no. No,
señor don Marcos Hugo Finaly, que se las da de pianista genial y durante tres
horas con cuarenta minutos menos veinte segundos—así rezaba el estúpido texto
del programa—ha escandalizado a un par de centenares de papanatas parisienses
ejecutando al piano algo que llama “descomposiciones musicales”.
Así fue la cosa. Al levantarse el telón, y bajo un enorme plátano de escayola,
había un piano y solamente un piano. Un pobre y honrado instrumento donde
verdaderos pianistas habían, seguramente, interpretado sus mejores fragmentos;
donde tal vez un niño, que alguna vez será un gran artista, aprendió sus primeras
notas de solfeo, cuyas teclas es muy probable que hayan sido acariciadas con
amor por algún aficionado con más voluntad que talento. Y entonces salió el
inefable Marcos Hugo Finaly—feo, melenudo y miope—que, adelantándose a las
candilejas y con la entonación de un actor mediocre en una comedia de
“boulevard”, dijo:
—Señores, encantado de conocerles. Tienen ustedes la inmensa suerte de asistir
a un acto que hará ruido. Va a nacer la “degeneración cromática”, un hito en la
historia de la música. ¡Se acabaron las anticuadas y latosas composiciones
musicales! Conmigo ha llegado la era de las “descomposiciones” y son ustedes
los primeros en el mundo que tendrán el honor de escucharlas. Pero antes he de
explicarles que yo considero el piano no como un instrumento, sino como una
masa blanca a la que hay que aporrear para dar forma a la pieza que se interpreta.
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El piano es como una harina a la que yo tuviera que trabajar con manos y pies
para hacer con ella un pastel. Van ustedes a verlo, mejor dicho, a escucharlo.
Adelante, silencio.
* * *
¡Ay, Beethoven, mi viejo, querido y admirado maestro que creaste nueve
sinfonías perfectas, redondas, coloreadas y alegres como naranjas maduras y
nunca las pudiste oír! Aislado en tu sordera jamás escuchaste los cascos de los
caballos resonando en las calles empedradas de la Viena de tu juventud, ni los
violines del “Concierto para el Emperador”, ni el aplauso de tu público, ni los
coros de la “Novena Sinfonía” que es, a mi parecer, la obra más hermosa salida
de un cerebro humano. Dentro de tu cabeza el estruendo maravilloso de la
genialidad: piano, violines, instrumentos de viento, límpidas notas en el aire…
Fuera silencio, siempre silencio, sólo silencio.
Menos mal que estás muerto, si vieras lo que hacen ahora con nuestra música…
* * *
Y sigo contando. Se sentó el joven pianista en su taburete y empezó a golpear
el instrumento con manos, brazos, codos, pies, piernas y barbilla. Gimnasia
sonora para todo el cuerpo, lo mejor para mantenerse en forma si uno es un
artista. Se da el “la” con los dedos, como concesión a la manera clásica; el “sí”
con el pie, consiguiendo al mismo tiempo con el codo un “re” recalcitrante y aún
queda un fondo musical logrado a fuerza de patadas.
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Parece ser que los acomodadores advertían cortésmente al espectador, al mismo
tiempo que le indicaban su sitio, la prohibición de abandonar el espectáculo antes
del final bajo multa de diez francos. Cuentan las crónicas que nadie se fue de la
sala durante la ejecución del sacrilegio musical, tal vez por no pagar la multa, o
por educación, o a lo mejor porque fuera hacía mucho frío.
¡Ay, mi serio, tranquilo, Bach, el más genial de los buenos burgueses, que
además de los conciertos de Brandenburgo tuviste tiempo de crear veintidós
hijos…! ¡Qué perfectos tus “allegros” unidos por la corta cadencia del “adagio”
maravilloso! Cuando ya viejo y ciego vino a buscarte la muerte dejaste en el
mundo una obra musical considerable, no tanto por su dimensión como por la
profunda influencia que ha tenido sobre los que te siguieron. De ti ha salido toda
la moderna música sinfónica, miles de seres humanos, de hoy, de ayer y de
mañana, se han sentado o se sentarán en la oscuridad de una sala de conciertos,
silenciosos y solemnes como si estuvieran en la iglesia, para escuchar tu música.
Porque la música es lo más hermoso del mundo y todo lo hermoso es música.
Música es la amistad, música es el amor, música es la lucha y el trabajo bien
hecho, y los gritos de un niño y el mar rompiendo de noche sobre el acantilado,
todo es música. Música, música, música.
* * *
No, míster Marcos Hugo Finaly, no juegue usted con las cosas serias.
Ridiculice lo que quiera, llame la atención como le dé la gana, pero deje en paz a
la música. A nuestra música. La que amamos tanto, la que nos hace sentirnos tan
felices, tan acompañados, sin salir de casa, sentados junto al tocadiscos las tardes
de invierno. La que escuchábamos cuando éramos adolescentes, mordiéndonos
las uñas de placer, en los conciertos baratos de los domingos por la mañana; la
que nos deleitará de viejos cuando haya desaparecido nuestro mundo y sólo
disfrutemos con las cosas verdaderas e inmutables.
No, Marcos Hugo Finaly, no. En nombre de todos los amantes de la música, no.
En nombre de todos los directores de orquesta, de todos los pianistas, de todos
los intérpretes, no. En nombre de toda la humanidad sensible y con buen gusto
que ha sentido latir su corazón al principio de una sinfonía, no. En nombre de
todos los grandes compositores muertos, no.
No, no, no y no.
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CON, DE, EN, POR, SIN, SOBRE, TRAS ELAMOR
LA felicidad no existe, solamente los momentos felices.
Es muy cierto. Si la felicidad fuese eterna, si pudiéramos ser dichosos, estar
alegres y plenamente satisfechos durante toda nuestra vida, acabaríamos muertos
de aburrimiento, aburguesados, sin ambición ni personalidad y seguramente
también demasiado gordos. Da frío pensar en un mundo sin lucha, donde la
persona que nos gustase nos quisiera desde el primer instante, no se rompiesen
nunca las cañerías del cuarto de baño y tuviésemos en seguida el objeto deseado.
Gracias a Dios sólo hay momentos felices, incluso con mucha suerte temporadas
felices, de esa forma el mundo sigue marchando de forma normal y a nosotros
solo nos queda recordar, con nostalgia y sin amargura, los instantes, tan pocos
pero tan bellos, que tuvimos en la vida de bendita felicidad: cuando sacamos al
fin las oposiciones; nuestro tierno noviazgo de adolescencia; el primer sueldo en
su sobre amarillo; aquella temporada de vacaciones en el mar poco después de
casarnos; ese verano que nos quedamos solos en el piso de la ciudad trabajando
por primera vez, adultos por primera vez; la sonrisa de nuestro bebé y tantas y
tantas cosas hermosas que la vida nos regala de vez en cuando, espaciadas, para
que las demos más valor. Luego las recordamos sin tristeza, conscientes de que
semejante estado de ánimo perfecto no se da todos los días.
El año que acabé la carrera en la Universidad, qué maravilla, joven pero ya
maduro, ambicioso y seguro de mí mismo, no me hubiera cambiado por nadie en
el mundo…
—Siempre recordaré aquel maravilloso momento de mi vida. Cuando
terminada la fiesta de nuestra boda me escapé con ella por la puerta de atrás sin
despedirme de los invitados…
No hay felicidad, sólo ratos felices. Tampoco existe el amor, al menos el amor
eterno—“hasta que la muerte nos separe y aun entonces te seguiré queriendo”—,
pero también, igual que con la dicha, están los “momentos de amor”, y las
“temporadas de amor” y en algunos casos cuando hay suertecilla los “meses de
amor”.
Si Dios hiciese, de la noche a la mañana, que el amor durase siempre como en
las novelas cursis, el mundo sería un caos. Dejarían de gobernar los jefes de
Estado, se pararían las fábricas, los guardias olvidarían cómo se dirige la
circulación, nadie alcanzaría la Luna, los mejores nadadores morirían ahogados y
sería en poco tiempo el fin del mundo.
Porque el amor nos convierte en idiotas, sólo que como dura tan poco la cosa
no es demasiado grave. Cuando nos gusta una persona del sexo opuesto, cuando
nos enamoramos como tigres, nos volvemos tontos siempre y sin remedio.
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El joven y eficiente ingeniero se confunde en los planos, y menos mal que tiene
un compañero casado hace diez años para arreglar el desaguisado; la eficiente
secretaria olvida anotar la única cita importante, y siendo licenciada en Filosofía
y Letras empieza a hacer faltas de ortografía; el financiero se equivoca al vender
sus valores y el piloto de carreras, pobrecillo, entra mal en la última curva y no lo
cuenta. Todas las preocupaciones y todos los problemas y la ambición desmedida
del profesional brillante y la vanidad de la joven belleza, dejan paso a otros
intereses completamente estúpidos e infantiles durante la época, afortunadamente
breve, en la que se está enamorado:
—Me teñiré el pelo a vetas para peinarme con flequillo y un postizo alto.
Mañana no pienso trabajar porque necesito comprarme rápidamente un
guardarropa nuevo… ¿Cómo no había pensado en ello antes?
(Reflexiones de una jefe de empresa americana cuyo corazón late
desesperadamente por un compañero de rascacielos, bastante cerrado de mollera
y más bajo que ella. Por suerte, se le pasan dos semanas después, o se casa con
él, y también se le pasa.)
—Lo que yo tengo que hacer es rebajar tripa, vestirme más juvenil y aprender a
bailar “ye-yé”…
(Lo dice un arquitecto maduro y famoso enamorado de una amiguita de su
sobrina durante la primavera. Menos mal que tiene un ayudante eficiente y joven
que acaba de reñir con la novia y cuyo cerebro funciona normalmente.)
Cuando nos enamoramos todo lo importante deja de tener interés y lo accesorio
y frívolo pasa a primera fila. Que estamos sin una perra, bueno. Que hemos
perdido el empleo, bueno. Que a nuestro padre le van mal los negocios, bueno.
Nosotros lo que queremos es hacernos ropa. Creo que las modistas y los sastres
tendrían que dedicarse a otra cosa en un mundo sin amor. Tanto los hombres
como las mujeres sólo piensan en trajes cuando empiezan a interesarse más de lo
debido por otra persona:
—Un camisero azul turquesa, pero cortado en la cintura para que no me
engorde…
—¿Cómo no me había dado cuenta hasta ahora de la pinta que tengo? Parezco
un oficinista inglés de hace treinta años. Voy a comprarme chaquetas claras,
pantalones más anchos y camisas chillonas. Además me dejaré más largo el
pelo…
Si el amor durase no llegarían los trenes a su destino, se caerían las casas en
construcción y los niños no aprenderían nada en las escuelas. Si el amor durase
todos seríamos igual de necios: los sabios y los obreros, los cosmonautas y los
científicos, las muchachas y los médicos.
Pero el amor no existe, y menos mal. Sólo están las temporadas de amor, los
momentos de amor y algunas veces, con mucha suerte, los meses de amor.
* * *
A mis lectores, que lo están viviendo, enhorabuena. Que se hayan hecho
bonitos regalos el día de San Valentín. Merece la pena hacer un despilfarro
porque el amor, mientras dura, es lo más hermoso, lo más apasionante, lo mejor
del mundo.
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CEREBROS DE CRISTAL, MALETAS TRANSPARENTES,
CORAZONES DE VIDRIO
HOY en día todo se habla, se cuenta, se explica. Nada hay oculto, ni secreto, ni
velado. Hemos visto a los famosos en televisión tomando café en el “living” de
su casa, sabemos si sus mujeres con guapas o feas, si se llevan bien con ellas y
hasta el nombre de su sastre. Se comenta lo que pesó el recién nacido de tal
artista famosa y cuando ésta se divorcia no tiene reparo en explicar por lo
menudo a los periodistas la causa de su desacuerdo matrimonial mientras el
marido se deja fotografiar en Saint Tropez, desde todos los ángulos, con la rubia
que ha escogido para sustituirla. Cuatro mujeres francesas, ya maduras, cuyos
maridos se escaparon con chicas jóvenes, se han dejado entrevistar por radio,
dando su nombre y apellidos, y han contado su caso a miles de personas por si
alguien puede sacar fruto de su triste experiencia:
—Empecé a notar que estaba distraído, que no se interesaba por los problemas
familiares…
—Tal vez fue algo culpa mía. Tenía mucho trabajo: la oficina, tres niños, una
madre anciana… Engordé, dejé de arreglarme, sólo hablaba de complicaciones
caseras…
No hay nada más indiscreto, más crudo, que la moderna propaganda comercial
en carteles, televisión, Prensa y radio. Nos hacen las más terribles preguntas y
sacan a relucir cosas de las que antes sólo se hablaba, y poco, en la intimidad.
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“¿Su novio parece distraído y está frecuentemente de mal humor? ¿Está usted
segura de que no le huelen mal los sobacos? Use desodorante Pa.” “Si no tiene
éxito con las mujeres es tal vez por su mal aliento. Pruebe la pasta de dientes Pe y
me dirá los resultados.” “Las curvas de esta buena moza que vemos en la pantalla
están a su alcance con sujetadores Pi.” “¿Está su niño raquítico y hecho un
asquito? Hágale desayunar el producto Pu y se convertirá en campeón de
gimnasia.”
Cuando una actriz de cine se encapricha de un hombre lo pregona en la Prensa
mundial. La señora operada de cáncer hace años, describe en un libro su
experiencia de enferma desahuciada que venció a la muerte; el alcohólico cuenta
cómo se redimió y los viejos cómicos escriben sus memorias sin preocuparse de
airear los trapos sucios de toda una generación. Hoy todo el mundo habla de sus
enfermedades, de sus complejos, de sus hijos subnormales, de sus divorcios y de
sus líos de familia. Si la vida ha perdido romanticismo y misterio no hay duda de
que ha ganado franqueza, solidaridad humana y claridad. Hoy todo se airea, todo
se habla, todo se enseña y todo se discute. Si nos pasa algo malo se entera media
humanidad y entre toda esa gente puede haber una persona en nuestro mismo
caso que nos ayude, nos aconseje, o al menos comente con nosotros el asunto lo
que ya es un gran consuelo. Las muchachas enseñan las piernas, las ideas y los
sentimientos. El joven al que acaba de dar calabazas la vecina de arriba no duda
en contárselo entre suspiros a toda su clase de la universidad. Hasta los
psiquiatras recomiendan a sus enfermos introvertidos que no se guarden nada
dentro:
—Cuando se enfade, grite. Si encuentra insoportable a esa persona, dígaselo.
Exteriorice sus sentimientos, ésa será su mejor medicina.
Sólo quedaba una cosa oculta, cerrada, opaca, con secreto, en este transparente
mundo moderno. La maleta que nos llevábamos de viaje con nuestras cosas
dentro. La actriz de moda, el escritor famoso, el ídolo del deporte o el “play-boy”
del momento es reconocido por todo el mundo, puesto que su imagen está en los
periódicos, en las revistas de gran tirada y hasta en los comedores de las casas,
encuadrada por la pantalla de televisión. La gente que le cruza, charla con él en
un “cocktail” o cae a su lado en el cine, sabe de su vida tanto como él mismo: el
nombre de su amada, el número de sus hijos, que abusa de la ginebra, se tiñe el
pelo, lee a Balzac y tiene una madre y cuatro hermanos en mala posición allá en
Bretaña. Lo único que tenía oculto era el contenido de su maleta cuando iba de
viaje, porque el de su cerebro y el de su corazón estaba siempre a la vista de la
gente y era comentado en el mundo entero:
—Brigitte Bardot ha plantado a su marido por ese otro muchacho tan tontito.
Parece ser que le dan ataques nerviosos de vez en cuando y piensa vender su casa
de veraneo…
En esta época de corazones de vidrio, de cerebros de cristal, sólo las maletas
seguían siendo de cuero opaco. Y sólo los aduaneros en su busca de contrabando
podían abrir una puerta, encontrar un secreto, descubrir lo prohibido.
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Tonterías. Ya no hay secretos, ni puertas, ni cosas prohibidas. Ya una muchacha
inglesa ha inventado unas maletas de plástico transparente para que los aduaneros
de su país, con fama de rígidos, puedan inspeccionar los equipajes desde fuera,
sin abrirlos, sin revolverlos, sin tocarlos. Ahora nadie oculta nada, ni perfumes
franceses en la maleta, ni amor en el corazón, ni ambición en el cerebro, ni celos
en el alma:
—Estoy enamorado de fulanita, cuanta más gente se entere, mejor.
—Mi marido me la pega, amigas, que lo sepa la ciudad entera…
—Vea, señor aduanero, no llevo contrabando. El interior de mi maleta está a la
vista de usted y de todo el mundo…
Magnífico, quién lo duda. Sólo que a veces echamos de menos un poco de
misterio, algo de intriga, cualquier tesoro escondido que encontrar…
Romanticismo tonto. Ahora la gente es mejor, menos hipócrita, más valiente, sin
prejuicios. Y eso es lo más importante.
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CICATRICES DE MENTIRA
CUANDO éramos niños queríamos ser mayores. Si nos preguntaban la edad,
muchas veces mentíamos puerilmente para envejecernos un año o dos, y al
cumplir los doce o los trece, si alguien poco observador nos echaba dieciséis, nos
poníamos muy orgullosos. También presumíamos de adultos cuando acabábamos
de dejar la adolescencia y nuestros padres aún se ponían furiosos si llegábamos a
cenar un minuto después de las diez. Igual que las muchachas, cuando salen solas
por primera vez con un chico de su edad, se las dan de muy experimentadas,
fuman conteniendo la tos, piden un “cuba libre” sin saber lo que es, y se dejan
llevar de su imaginación calenturienta para demostrar a su “flirt” que han vivido
mucho:
—El verano pasado, en Zumaya, tenía yo un novio francés la mar de fresco…
Me llevaba a cenar a un “restaurant” pequeñito y romántico, del otro lado de la
frontera, y volvíamos a casa ya amanecido…
Es natural. Los muy jóvenes son igual de inteligentes que los adultos, con
mayores facultades y visión más clara de las cosas y podrían actuar incluso más
brillantemente que ellos si tuvieran sus años de estudio, la experiencia, los malos
ratos y la costumbre de luchar que los hombres hechos han adquirido en su
dilatado paso por la vida. Ellos lo intuyen vagamente así y por eso inventan cosas
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que nunca les pasaron, ya que les gustaría tener la experiencia de haberlas vivido
sin el riesgo que eso significa. Desearían, naturalmente, tener una carrera
universitaria, con todos los conocimientos que lleva consigo, sin necesidad de
pasarse cinco años adquiriéndolos. Quieren ser duros sin lucha, cultos sin
estudiar, experimentados e independientes sin separarse de su familia, amantes y
maridos sin la responsabilidad de una familia, deportistas sin hacer gimnasia,
triunfadores sin esfuerzo. Pero también son inteligentes y realistas, y como saben
que eso es imposible, emprenden alegremente un camino largo y duro, sin
quejarse, para llegar a tener un buen puesto en el mundo. Sólo que apenas
iniciado les encanta “farolear” un poco, como si ya estuvieran al final de la
jornada y de vuelta de las cosas:
—Cogí la última curva a ciento veinte—comenta el muchacho que estrena
coche y carnet de conducir—y al llegar al final pisé el acelerador hasta la tabla y
pasé a un “Mercedes” del último modelo…
—Pues me ofrecieron veinte mil pesetas al mes—miente con sus amigos el
flamante profesional de hace tres días—, pero me pareció poco y voy a buscar
algo mejor, teniendo en cuenta lo que puedo rendir.
También quisieran haber sufrido, porque eso hace interesante, y hasta se
inventan un dolor terrible sin saber siquiera lo que es eso. La chica que ha salido
tres veces al cine con un compañero de universidad y luego “si te he visto no me
acuerdo”, se convierte en una novia abandonada y enferma de tristeza, quisiera
morirse de angustia o suicidarse, siempre, claro, que una pudiera estar muerta
sólo un ratito. El muchacho que encuentra mona a la hermana de su amigo y cree
que está “enamorado como un tigre”, y cuando le dicen que ella tiene novio se
pasa tres días hecho polvo y pensando que no volverá a amar “nunca más” y que
“las mujeres se han acabado para él”.
De esa particular manera de ser, tan propia de la juventud, ha nacido la nueva
moda inglesa, que consiste en ponerse en la cara cicatrices postizas. Heridas sin
lucha, tajos sin cuchillo, arrugas sangrientas en pieles de niño todavía sin
estrenar. En Londres los muchachos “in” compran frascos “marca-cicatrices”; por
una libra esterlina se puede conseguir una hermosa cuchillada en medio del
rostro, como la del tristemente recordado Al Capone. Hay que hacer una raya en
la mejilla con un cuentagotas, apretar los bordes y ya está… A presumir de duro
sin serlo.
* * *
Y es que para tener éxito en nuestra época—chico de hoy con tu moto ruidosa,
el pelo largo y faroleando con las jovencitas—hay que trabajar, y matarse, y ser
audaz, y tener suerte, y jugar muchas veces a muchos números en la ruleta de la
vida. El mundo de hoy es duro, amargo, difícil, lleno de gente lista dispuesta a
todo. Para tener cicatrices en el alma, que son las que valen, las que dan
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experiencia, las que convierten a un niño en un “duro” de verdad y no de película
barata, es necesario haber sufrido mucho y luchado mucho; nos han tenido que
cerrar puertas en las narices, habernos fallado un amigo y saber lo que es estar
solo. Para sufrir por amor—chica que quieres desaparecer del mundo porque tu
novio de verano sale con otra—hay que saber, primero, lo que es estar enamorada
hasta los huesos, sentir a un hombre en la piel, y en el cerebro, y en la sangre, y
en el alma, y hasta en las uñas. Y que se te muera, o que te plante, o, peor aún,
que te decepcione, o, todavía más terrible, que te des cuenta de que no merecía ni
una mirada tuya, ni un pensamiento, ni una lágrima. Las cuchilladas en el alma
envejecen y las de la cara sangran; es más cómodo, y más divertido, cuando se es
joven, como tú—chico de la moto humeante, de la melena y de los
“blue-jeans”—inventarte dolores inexistentes y amores rotos, pintarte en la cara
cicatrices de pega que se borran con un poco de jabón, llorar por un amor que se
olvida en cuanto vuelve a cruzarse una cara bonita, y ser independiente, pero con
un padre que pague los gastos.
Pronto te llegará el tiempo de las arrugas verdaderas marcadas en el rostro y en
el alma por el trabajo, los años, la preocupación y el dolor; esas son las
verdaderas cicatrices del hombre moderno. Entretanto, hay en Carnaby Street un
espabilado que vende cicatrices de mentira para muchachos de último grito. Una
libra esterlina y podrás presumir de “duro” con la rubia de la esquina que suspira
por ti entre tema y tema del difícil griego pre-universitario. Adelante, que
demasiado pronto te marcará la vida, por todas partes, dolorosas cicatrices de
verdad.
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UNA CHACHA ÚLTIMO GRITO
ESO del servicio se está poniendo peliagudo. Pero que peliagudísimo. El otro
día en un gran supermercado de Madrid había una mujer enlutada, oliendo a
“pueblo ibérico muy austero” con su hija jovencita y también enlutadísima. La
niña era gorda, tipo chacha, con pierna corta y cara parada; vaya, el sueño de
cualquier ama de casa española, sea duquesa, oficinista, esposa de financiero
célebre o chica independiente con piso y trabajo. Aquella negrísima pareja estaba
comprando una lata de atún luego de muchísimas vacilaciones, cuando se les
acercó una señora de unos cuarenta años, rubia de frasco, que cogiendo a la
muchacha de un brazo la explicó sonriendo de oreja a oreja.
—En mi casa estarás como una reina, hijita. Lavadora, televisión, buen sueldo,
trato familiar, ningún niño y salidas con el novio un domingo sí y otro también.
No había tenido la chica ni tiempo de reaccionar cuando otra mujer, con una
niña de la mano y otro crío subido en el carrito de las compras, se acercó como
una fiera:
—¿Qué tienen de malo los niños? Cuatro tengo yo, buenos, educados,
serviciales y cariñosos. Serás para mí como una hija más y estoy dispuesta a
darte mil pesetas más que esta loca que está intentando seducirte con malas
artes…
—Tonterías—terció una señora mayor de buen aspecto, con velito, traje sastre
y zapatos de medio tacón—la joven estará en la gloria si se viene conmigo. Un
matrimonio solo, y ya mayor, sin ganas de jolgorio y ordenado, deseando tener
en la casa una muchacha para rodearla de cariño…
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Las tres zarandeaban a la chica de negro intentando llevársela hacia su lado,
tirándola de los brazos, agarrándola por el cuello, empujándola, hasta que su
madre se puso delante en actitud defensiva y dijo dignamente:
—Señoras, no las comprendo. Mi hija no ha venido a servir a Madrid como
ustedes parecen creer, de ninguna manera, con las cosazas que cuentan en la
capital… Nos volvemos al pueblo igual que hemos venido, en el correo de las
tres y cuarto y esta misma tarde. Vamos, Alfonsa, y déjate ya de atunes, peces
tienes en el río y sin necesidad de latas.
De pronto la chiquilla empezó a llorar con unos hipidos que partían el alma:
—¡Ojalá estuviéramos ya otra vez en el pueblo! Sólo vinimos a enterrar al
padre que se cayó de un andamio en la calle de Toledo y el pobre no dijo ni ¡ay!
Pero no puedo salir a la calle sin que se me eche encima alguna señora
ofreciéndome el oro y el moro para que me vaya de fregona a su casa. Hasta en el
cementerio se me acercó una vieja que estaba poniendo flores en la tumba de su
marido. Y me quiero volver a mi casa, donde no pasan esas cosas tan raras.
Verídico. Que mucha lavadora, y mucho friega platos, y venga de batidoras y
de detergentes que no hay que frotar, ni aclarar, ni secar, pero ni una mala chacha
que llevarnos a la boca. Como aquí estamos algo retrasadillos, y en este caso
bendito retraso, resulta que todas estas cosas ocurrían hace veinte años en los
países adelantados y ahora ya no tienen sirvientes de ninguna clase. Las mujeres
se las arreglan tan ricamente con su aspirador, su piso funcional y su “baby
sitter”, y hasta tienen más tiempo libre que nosotras cuando intentamos enseñar a
Eufrasia—que se ha pasado toda su niñez recogiendo aceituna y se la hemos
pisado a una amiga que nunca volverá a dirigirnos la palabra—cómo se sirve a la
mesa: “Entra usted el plato por un lado y lo saca por el otro, pero sin
estrangularme, por favor.”
Pero veamos como se las arreglan en los otros sitios. Aquí tenemos a la señora
June Lacy, de nacionalidad inglesa, bien parecida, de profesión sus labores,
muchas y sin ayuda. Esta dama, que no se para en barras, al no encontrar ninguna
negra que le fregara los cacharros, ni tampoco una blanca que quisiera guisar, ha
decidido enseñar el oficio a su elefantito de seis meses de edad, correcto,
silencioso, bien educado y carente en absoluto de imaginación, todas las
cualidades requeridas para ser un sirviente perfecto. Como el tal bicho es por lo
menos igual de difícil de educar que nuestra Eufrasia nacional, ha empezado por
llevarle al supermercado de la localidad para irle explicando las cosas y que
pronto pueda bajar solo a hacer la compra:
—Verdura poca, ya sabes, que no les gusta a los niños, pero plátanos todos los
días. El pescado, fresco y cortado en rajas, pescadilla mejor que merluza, que
están malos los tiempos, y cuidado con los filetes, pequeños y sin desperdicio…
También está enseñándole a hacer camas, a secar los cacharros con las orejas y
a mecer al bebé trompa arriba, trompa abajo. Dentro de nada la chacha perfecta,
el mayordomo al antiguo estilo y la niñera de confianza todo en uno. Lo malo es
que cuando haya acabado su complicada educación, y el animal dócil y eficiente
esté en el supermercado con su cesta a la pata empezarán las señoras de la
localidad a hacerle proposiciones.
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—Elefantito, que en mi casa hay menos niños y te pagaré mejor…
—Adorable bicho, tendrás televisión en el cuarto…
—Te trataremos como a un hijo…
Total, que la casa no tiene remedio, ni con elefantes, ni con negras, ni con
blancas, ni con esa de “Pazguato de Abajo”, que parecía tan bruta y todo iba
como una seda hasta que ya, ya… Para qué seguir hablando. Está peliagudo. Pero
que peliagudísimo. No hay más remedio que comprarse unos guantes de goma,
una lavadora, un friega platos, un aspirador y un “bate-muele-exprime-guisa-
lava-seca” de esos que anuncian por televisión. Tampoco es tan terrible. Que peor
era antes cuando las mujeres tenían cuatro criadas estupendas, nada que hacer, un
enorme piso siniestro lleno de muebles españoles, un montón de niños llenitos de
perifollos y el marido, claro, siempre en el café con los amigotes. A ver qué iba a
hacer el pobre.
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COSMÉTICA MASCULINA
HAY algunos temas seudoliterarios que nunca pasan de moda porque la
Humanidad, por más que cambie en la superficie, sigue siendo una cursi en el
fondo. La soltera con niño abandonada por la sociedad y expulsada de su casa
entre denuestos sigue estando al día, aunque parezca imposible, en esas novelas
de cinco pesetas que venden y cambian en los quioscos. En la época de eficaces
ayudas estatales a los niños y a las madres, de comprensión e instituciones
variadas para todas las cosas, la joven que “pecó” y purga durante toda su vida
ese pecado, aún tiene adeptos entre los aficionados al folletín de dos perras
gordas. Esa triste heroína lleva hoy minifalda y medias de colores en lugar de
mangas de jamón y moño en la coronilla, pero sigue actuando de la misma
manera, y la madre de ahora, que tiene menos de cuarenta años y se viste más
“ye-yé” que la hija, continúa en las novelas populares hablando como si recitase:
—Reclama lo que es tuyo y que el honor de nuestro nombre no se vea en
entredicho…
Otro tema que también ha hecho correr mucha tinta, mezclada con colonia de
mala calidad, es el del payaso. Recién venido de enterrar a su único hijo y
teniendo que hacer reír al público bajo sus chafarrinones y nariz postiza, mientras
el pobre corazón, tras el disfraz de polichinela, se rompe de pena…
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¡Ríe, payaso, ríe!, clama el público enardecido, hasta que el pobre hombre,
incapaz de contenerse más, prorrumpe en incontenibles sollozos desgarradores
(el lenguaje es de la novela barata, no mío) y los espectadores, creyendo que se
trata de una nueva broma, aplauden regocijados. También hay el viejo “clown”
que luego de una noche de gran éxito en la pista se horroriza al quitarse la
pintura, frente al espejo, cuando ve su faz decrépita y grisácea surcada de hondas
arrugas.
Sin llegar a tanto, y sin literatura barata esta vez, a todas las mujeres hoy día les
pasa algo parecido cuando se desmaquillan de cara a su imagen reflejada. Nunca
han llevado las féminas tanta pintura y tantas cosas postizas encima como desde
que está de moda lo natural y el no pintarse. Luego, claro, cuando una se quita
todo antes de acostarse, las pestañas, el postizo del pelo, el rimmel, los rabos, la
sombra, el maquillaje ocre y esa pasta blanca tan espesa que se lleva en la boca
desde que no se usa lápiz labial corriente, la cara que muestra el espejo, aunque
tenga dieciocho años y esté muy lejos de las “hondas arrugas” del viejo folletín,
tampoco tiene nada que ver con la que tenía antes al volver de la fiesta. Hay dos
mujeres, la verdadera, con el pelo corto, los ojos de otra forma, pestañas suyas,
labios normales y mejillas de color natural , y la otra con sus postizos, sus
pinturas y su máscara. Los antifaces fueron hechos para proteger, ayudar y
engañar, igual que el moderno y sabio maquillaje de las chicas de hoy:
—Yo soy así pero parezco de otra forma. Cuando quiera volveré a mí misma,
cuando guste cambiaré mis rasgos postizos por otros distintos y a vivir.
A vivir. Los hombres también tienen que vivir y como siempre nos tuvieron
envidia, porque somos muchísimo más monas y simpáticas que ellos, se han
puesto a copiarnos descaradamente y a gran escala. No sólo postizos en el pelo,
no sólo pestañas ajenas sobre las suyas propias, sino que también, vaya osadía,
bigotes y barbas, patillas postizas. Además, qué horror, un maquillaje discreto y,
algo que me parece más razonable, cremas rejuvenecedoras, líquidos anti-arrugas
y masajes en el cuello para la doble papada. Varios institutos de belleza se han
abierto para hombres, en serio, de donde todos intenta salir, con un poco de
trabajo y un mucho de dinero, igualitos a Gregory Peck en sus buenos tiempos.
Esas cosas, por el momento, sólo ocurren así a la luz del día, en California, pero
dentro de nada los habrá en la calle de Alcalá y serán nuestros hermanos,
nuestros maridos, nuevos novios y, sobre todo, nuestros padres, asiduos clientes:
—Quiero una barba romántica, tipo Larra, para gustarle a esa chavala soñadora
que me tiene loco…
—De tanto “whisky”, de tanto trasnochar y de tanta juerga se me están
poniendo unas terribles bolsas en los ojos. ¿Qué maquillaje ligero debo darme
para atenuarlas? ¿Se podrían reducir con una buena crema de noche?
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Claro, como nosotras hemos invadido su terreno, ustedes se tiran al nuestro.
Sólo que el de los hombres era más interesante, más variado, mejor. Nosotras
hemos conseguido hacer casas, dirigir empresas, figurar en política, viajar por
cuenta de la empresa, estudiar carrera, tener puestos de responsabilidad, como
ellos. Pero si ellos lo único que han logrado para imitarlas en ponerse “make-up”,
no valía la pena.
Lo que sí la valdrá es ver al nuevo matrimonio del futuro, o del presente, en
California, según las fotos que hoy me toca comentar, preparándose para el
descanso nocturno en su maravilloso cuarto de baño de aire acondicionado. “Que
yo me quito esto, que tú te pones aquello, pásame la crema, dónde está el
astringente, de quien es este mechón, no confundas tus pestañas postizas con las
mías que son más rubias...”
Si viviera ahora García Lorca en lugar de “La casada infiel” escribiría otra
comedia porque además de talento tenía, parece ser, un gran sentido del humor.
Por ejemplo:
“Yo me quité las pestañas, ella las botas de cuero, yo la barba colorada, ella los
cuatro postizos...”
Hay que ver.
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NO ME CUENTE USTED SU CASO
JULIA Sadler, esa chica monilla de la foto, tropezó al tomar el autobús cuando
salía del trabajo y tuvo la mala suerte de romperse una pierna. Clínica,
radiografías, anestesia y yeso para una temporada. Hasta aquí todo normal en un
caso de fractura de tobillo. Pero resulta que cuando la muchacha reanudó su vida
corriente todo el mundo y en todas partes se acercaba a preguntarle al ver su
pierna escayolada: “¿Qué te pasó? ¿Cómo fue la cosa? ¿Tuviste un accidente?”
Hasta que Julia, harta, pintó un letrero en su blanca media ortopédica, donde
decía en letras grandes: “No me pregunten, tropecé.” Con ello pensó tener
resuelto su problema y seguir trabajando y viviendo sin que nadie le volviese a
hablar del asunto, pero parece ser que los indiscretos seguían indagando con
curioso interés: “Y, dinos, ¿cómo tropezaste?”
* * *
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  • 1. LOS AÑOS LOCOS Volumen 2 (1968-1971) Begoña García-Diego Edición: Julio Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 BEGOÑA GARCÍA-DIEGO (1926-2006), escritora a su pesar Es imposible no tener una visión uniforme de las cosas cuando nos educan desde la infancia para tener una visión uniforme de las cosas. La dictadura fascista de Franco fue un régimen en el que las mujeres estaban oprimidas, sojuzgadas, pues sí, con carácter casi general, pero como todo en esta vida hay excepciones, que por su valor cualitativo, testimonial, son muy significativas, importantes. Obviamente nunca ha sido lo mismo nacer mujer en el seno de una familia burguesa o aristocrática que en el de una familia obrera, ni antes ni ahora las oportunidades no eran las mismas, ni mucho menos la formación, la educación, las posibilidades de crecer como persona. Ser una mujer libre e independiente partiendo de la nada siempre es mucho más difícil, lleva más tiempo, esfuerzo, serlo a contracorriente de todos unos condicionamientos de clase, alta, también, la diferencia entre ser un canario encerrado en una jaula pequeña y en una jaula dorada es de matiz, la prueba es que la mayoría de estas mujeres privilegiadas acabaron cayendo en la misma trampa, cárcel, del matrimonio, el gran sepultador de incipientes talentos femeninos en España. Que la mayoría de mujeres artistas de la generación de los niños de la posguerra procedieran de familias más o menos acomodadas, más o menos ilustradas, liberales, no es una casualidad, crear requiere tiempo y cierta tranquilidad, sosiego, un entorno propicio, o al menos no castrador, algo bastante imposible si tienes que dedicar gran parte de la jornada a sobrevivir, a obtener lo justo para comer caliente cada día.
  • 4. 4 Es difícil escribir un libro de viajes si no tienes dinero para viajar, es difícil dominar un idioma si no has podido ejercitarlo en el extranjero. Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, María Jesús Echevarría, Begoña García-Diego, Carmen Laforet, eran personas cultivadas, ilustradas, porque tuvieron tiempo, dinero familiar, para serlo, las inquietudes, la vocación, no surgen por generación espontánea, tienen que tener un periodo de incubación. Hasta para ser observador hay que tener tiempo, y Begoña García-Diego lo tenía, era hija única, rica, vivía frente al Retiro, barrio de Alfonso XII, y lo supo aprovechar, desperdiciar, con fundamento, inaugurando el costumbrismo frívolo autocrítico, sarcástico, o de clase alta, porque los pudientes también tenían sus costumbres, aunque los escritores burgueses de la época, Aldecoa, Fernández-Santos, Cela, se dedicaran más a testimoniar las de los pobres, desde fuera, una forma tan válida, hipócrita, como otra cualquiera de aliviar su mala conciencia de clase, de casta. Y lo mejor de todo es que no lo hace desde del habitual snobismo, prepotencia, de los nuevos ricos, de los intelectuales, ni desde el existencialismo de superficie o spleen de una Françoise Sagan, lo suyo es autocrítica, sencillez, humildad genuina, sin el menor atisbo de egocentrismo, de narcisismo, de megalomanía.
  • 5. 5 “Café Gijón” Eduardo Vicente Algo inédito en nuestras orgullosas, soberbias letras, y más cuando en su caso podía habérselo creído porque empezó tocando pelo, ganando el premio de novelas cortas Café Gijón de 1957, “Bodas de plata” (su primera novela, una crítica negra del matrimonio, de la burguesía, escrita en un caluroso verano madrileño en que se que se había quedado sola, “la escribí en cuatro días y de tres a cinco de la tarde.”, todo el proceso de creación y la posterior repercusión se puede leer en el cuento auto-biográfico “En este mundo traidor” [apéndice]) que anteriormente solo habían ganado dos mujeres, Ana María Matute con “Fiesta al Noroeste” (1952), Carmen Martín Gaite con “El balneario” (1954), y teniendo el unánime respaldo de la crítica, y del público, que llenaba de cartas, de aprobación las mujeres y de rechazo los hombres, la redacción de ABC (también escribió en “Semana”, “Don José”, “Miss”, “Garbo”, “Pueblo”, “El Español”), el periódico más influyente culturalmente de la época, como respuesta a cada uno de sus artículos proto-feministas en la sección “Cuarto de estar”, una especie de Consultorio de Elena Francis ligeramente modernizado (“es un tratado de filosofía barata”), que influyeron a toda una generación de jovencitas de clase media-alta con espíritu rebelde, progresista, incluida la ex-alcadesa de Madrid, Manuela Carmena, que la reconoce como su principal influencia, referente, sobre todo por su artículo “Di que sí” (apéndice). Lo mismo se puede decir del humanista Jaime de Armiñán, que no casualmente en los años 60 dio un giro feminista a sus series, “Mujeres solas” (1960) y “Chicas en la ciudad” (1961), título casi idéntico al del libro antología de esos artículos, “Chicas solas” (1962).
  • 6. 6 Una mujer moderna, sin revoluciones, liberal, cosmopolita, desprejuiciada, sin miedo ni complejos como María Jesús Echevarría, su alma gemela, aunque más oscura, profunda, pesimista, que también se curtió a base de viajes, de desamores, de corresponsalías en el extranjero, Inglaterra, Francia, Italia, Grecia, incluso como redactora en la revista cubana “Vanidades”, que después de la llegada al poder de Fidel Castro trasladó su sede central a Nueva York en 1961. De esa experiencia vital surge el diario “América con mis ojos” (1962), un viaje iniciático, despertar de la conciencia, una sencilla crónica a pie de calle de la sociedad americana de los 60, un complemento perfecto a los dos geniales y profundos libros de María Jesús Echevarría centrados en su estancia americana, “Poemas de la Ciudad” (1960) y “La sonrisa y la hormiga” (1963). Al poco de volver a España, 1963, se casa y se retira al campo extremeño, dejando de publicar durante unos años, volviendo a finales de los 60 (1968-1971) con una nueva sección sobre la juventud llamada “Los años locos” (una antología con el mismo título fue publicada en 1972), uno de los artículos, “Qué pena morir cuando aún nos queda tanto por leer...” (1971), fue premiado en la “Fiesta del libro” [se puede leer en el apéndice]. Después abandona casi por completo la escritura, salvo algunos artículos aislados, entre ellos uno de los mejores dedicado a las diputadas durante el Golpe de Estado del 81, “Mujeres” [apéndice], y un irónico libro de auto-ayuda, “Del mal amor y otras calamidades” (1991). “A mí no me gusta escribir. Lo que me gusta es no dar golpe. Pero creo que en el mundo hay que hacer algo, y que todo el secreto está en encontrar un quehacer que sea como una diversión disfrazada de trabajo. Yo arribé a la literatura por mi afán de trabajar, de hacer algo útil, de no pasarme el día pensando en trapos y distracciones. Pensé en qué podría ocupar mi tiempo, y lo más fácil me pareció escribir.” Beatriz García-Diego
  • 7. 7 A MI NIÑA LE SIENTA BIEN EL BLANCO ESA chica, con su media sonrisa, acaba de cumplir veintidós años en el loco otoño de Saint Germain—París convencional para turistas—, donde, ay, hace mucho tiempo, otros muchachos como ella descubrieron sobre las mismas mesas de café, frente a los mismos árboles, la libertad y el existencialismo. Esa chica de la media sonrisa tiene, además de su juventud y su guitarra, una vida vagabunda y ociosa, a ratos hermosa, a ratos terrible, pero siempre inútil, y un bebé de tres meses chupándose los puños con el gesto concentrado de todos los niños del mundo. La chica esa, con su media sonrisa, su cría y su libertad, vive de lo que encuentra, de lo que saca, de lo que le dan, de sus amigos, de sus amantes, de los turistas, de su música. Para ella no hay mañana, no hay ayer, no hay infancia, no hay vejez, no hay casa propia, ni ciudad amiga, ni abrigo caliente, ni un hombre que se siente a su lado y la diga: “Cuando me suban el sueldo, cuando seamos viejos, las próximas vacaciones, el día que los chicos crezcan, entonces haremos esto y lo otro...” Porque Kirsten, que así se llama esa chica danesa de la media sonrisa, odia el trabajo, la estabilidad y el matrimonio. Ella, la guitarra al hombro, el jersey negro y su media sonrisa, paseando su miseria, su ociosidad y su niña por el otoño de la más hermosa capital del mundo, es un típico ejemplo de la tan atraída y llevada, fotografiada y comentada, bohemia de hoy.
  • 8. 8 Pero Kirsten, amiga, ¿por qué le has puesto a tu niña una capotita blanca? Acostada en su confortable coche, suave la manta de punto, chaqueta de lana tibia y esa capota, resulta un bebé demasiado reaccionario para ti, podría ser casi, horror, una niñita burguesa, representante de una clase social que tú odias, paseando por el parque recién bañada, con su madre al lado haciendo calceta mientras calcula los plazos que aún le quedan de pagar por la lavadora o el friegaplatos. En resumen, podría tener con ese atuendo una madre de la clase media, con ideas medias y poco originales, completamente opuesta a Kirsten la bohemia, con su guitarra, con sus ideas de vanguardia, con su media sonrisa. Ay, Kirsten, y es que todas las mujeres, tontas y listas, bohemias y burguesas, tienen un absurdo rincón del corazón lleno de capotitas blancas, suaves, calientes, esponjosas. Aquella señora tan aburrida que sólo habla de sus vestidos, de sus partos y de su marido—“un santo”—, y la otra que se dedica a investigación atómica en un laboratorio de Minnesota. Tú, que no tienes un solo pensamiento normal en la cabeza y sólo sirves para dar guerra y dejarte fotografiar por los turistas y la eficiente madre americana con su trabajo fuera, la cocina ultramoderna y los niños lavados y acostados mientras se hace el asado familiar. Me pregunto en qué sitio escondido, muerta de vergüenza y temerosa de que te viera alguien, tejiste tú misma esa capota blanca, tan burguesa, tan caliente, tan suave, tan opuesta a lo que tú representas, con tu guitarra, con tu media sonrisa.
  • 9. 9 AMOR Y MINIFALDA CUANDO dos se aman, los demás sobran, los demás no existen, los demás no están. ¡Ay, qué hermoso, qué divertido, qué apasionante es estar enamorado; lástima que dure tan poco! La pareja que se mira a los ojos en el Metro de Ventas a la hora punta, apretujada entre una multitud sudorosa y malhumorada, está sola en el mundo. Qué suerte. Solos están también sobre la tierra Jacqueline y su maduro galán, bañándose en las calientes playas de Grecia con un fotógrafo encaramado en cada árbol enfocándoles con su teleobjetivo. Y usted y yo cuando nos llegue la hora, si es que ya no nos pasó. Ahora les toca a esta pareja de guapos chicos, ambos en minifalda, que pasean enlazados por una céntrica calle de Munich, para escándalo de los tranquilos y bien alimentados burgueses alemanes:
  • 10. 10 —Te quiero, señorita Minifalda; sin ti la vida no tiene sentido… —Y yo te amo, señor Minifalda, y hasta la muerte te amaré… Tal vez “la muerte”, en este caso concreto, esté representada por un muchacho vestido normalmente, bebedor de cerveza, con un buen empleo y más bien pesado, que trabaja en la misma oficina de la preciosa chica de la foto y está planeando, con la lentitud característica de los honrados germanos de la clase media, proponerla matrimonio algún día para que se convierta en una honrada ama de casa al estilo de su madre, entrada en carnes, de buen humor y con buen abrigo forrado de piel; igualita a esas mujeres que acaban de cruzar a la pareja y sonríen en la fría mañana de otoño, entre divertidas y escandalizadas: —¡Qué tiempos, Lisselotte, qué tiempos…! —¡Qué tiempos, Frau Vonherde, qué tiempos…! Mientras tanto, la pareja minifaldera, que se ama, que se mira a los ojos, que no tiene frío con las piernas al aire aunque en Munich hay seis grados bajo cero, habla de amor con las eternas, cursis y trascendentales palabras de todos los enamorados del mundo, lo mismo si llevan armadura que rodillas desnudas: “Siempre, nunca, todo, nada, jamás, ahora, vida, muerte, tú y yo.” ¿Cómo puede esta preciosa alemana que contemplamos amar a un hombre con faldita de pana cerrada con cremallera, cinturón de piel ancho y botas con lazos? Misterio. Amor, amor loco, extraño, travieso amor. En Glasgow los tranvías están conducidos por mujeres. Recuerdo particularmente a una en el trayecto del Museo, con pantalones manchados de grasa, gruesos zapatos masculinos, bigote, proyecto de barba y las manos y muñeca de un estibador. Había que fijarse mucho, pero mucho, para clasificarla en el gremio femenino. Seguramente tenía un honrado marido esperándola cada noche, en su cómoda y funcional casa de los suburbios, que la adoraba: —Te quiero, conductor de tranvía, mi dulce esposa; sin ti la vida no tiene sentido… Para el amor no hay incompatibilidad. Jackie y Onassis; el chico de la faldilla con su corbata estampada; la mujer conductor de tranvía; el sabio y la muchacha que hace faltas de ortografía; la belleza y el anciano; la mujer madura con el estudiante… Ahora, que el chico de la fotografía es un rato guapo, palabra de honor. Y eso siempre ayuda mucho en la vida, se ponga uno lo que se ponga.
  • 11. 11 DIVAGACIONES EN TORNO A UN AFEITADO DICEN que se acaba la infancia cuando uno ya no tiene ganas de pintar monigotes en los cristales empañados. Pero existen muchos niños de espíritu con arterias como los cables de un barco. Y hombres de noventa años capaces de dibujar con dedos temblorosos una casita, con su hilo de humo saliendo de la chimenea, sobre el vidrio sucio de niebla de las ventanas de un asilo. Cierto es, sin embargo, que la juventud dijo adiós cuando la gente “a la page”, léase al último grito, empieza a hacer justo lo contrario que nosotros cuando estábamos “a la page”. Por ejemplo: hace años lo bueno era no significarse. Todas las señoras pudientes tenían un abrigo de astracán negro para que rabiasen de envidia las menos pudientes, que se morían por comprar uno. Dudar de algo aún no estaba de moda; cada clase social tenía sus ideas bien establecidas y no se cambiaba de ideas así como así. Los anarquistas eran brutos de verdad, como debe ser, y sólo disfrutaban cargándose a la gente. Las mujeres honradas no se permitían el más mínimo flirteo, mientras que a las frescas no había quien las frenase. Y a la gente le horrorizaba llamar la atención; seres con vestidos similares e ideas similares, en casas similares, eran felices con las mismas cosas, leían los mismos periódicos y se fastidiaban con idénticos motivos. En verano se iban al norte y los que no podían ir al norte se quedaban en casa. Tal escritor era “carca”, el otro “comunista”, a Fulano “no se le podía tratar”; si estaba de moda pasear por la acera del sol, a nadie se le ocurría cruzar enfrente, ni siquiera por curiosidad.
  • 12. 12 Ahora, para bien o para mal, sucede todo lo contrario y, claro, los ciudadanos que estaban “a la page” hace veinte años se arman un lío y se ponen muy tristes. Hay que llamar la atención sea como sea, tener ideas originales sea como sea; si alguien opina sobre algo, oponerse a lo que dice inmediatamente casi sin saber ni de qué se trata. Sobre todo, que la gente se vuelva a mirar cuando se pasa por la calle. Minifalda enseñando los muslos o maxifalda tapando los tobillos. Los hombres con el pelo hasta media espalda o los hombres con la cabeza afeitada, como los “beatniks” de la fotografía, que en el centro de París se están rapando el cráneo cansados de que la gente no se fije ya en sus melenas. —Ahora sí que no tendrá usted más remedio que mirarme, amigo—parece decirnos el hombre de la brocha—, si ya no le choca mi pelo va a chocarle mi cabeza convertida en bola de billar. Los “beatniks” de hoy, lo mismo que Peter Pan, que jamás creció, igual que la mayoría de los mortales, nunca llegan a adultos. “¿Qué ha aprendido usted sobre la humanidad en tantos años de confesionario?”, pregunta Malraux a un curita rural en la primera página de las “Antimemorias” y la contestación está llena de sabiduría: “Que los hombres sufren mucho más de lo que parece y que no existen las personas mayores”. Si lo fueran los jóvenes de la foto, no se afeitarían la cabeza para llamar la atención, pero sobre todo sabrían que la época en que todo chocaba ha dejado paso al tiempo en que nada choca; además que la chica del vestidito negro hace veinte años era exacta a la que hoy lleva pantalones “pata de elefante” y ellos muy parecidos a sus padres; también que las costumbres no eran entonces ni peores ni mejores, solamente diferentes. Son simpáticos los hombres —niños de la foto y las muchachas— niñas vestidas de máscara sin carnaval y los adolescentes —niños con cadenas al cuello y el pelo sucio. Se toman mucho trabajo para escandalizar a la gente normal sin conseguirlo nunca. Y el trabajo siempre es meritorio, sea para llamar la atención o para ganarse la vida, por ambición o por avaricia, por necesidad o por “sport”.
  • 13. 13 DE LUTO Y CON MINIFALDA LA chica gorda se ha vestido de viuda, viuda de revista enseñando las piernas, para el baile de disfraces de su Facultad. La chica flaca quiso ser odalisca, con lentejuelas y espalda al aire, cimbreantes las desnudas caderas al bailar. ¿En qué oscuro rincón del subconsciente estará el motivo de la elección de sus trajes? ¿Qué pasaje de su corto pasado habrá influenciado su gusto? * * * —Tú, Magda, que eres guapa, pero llenita, de piernas un poco anchas y algo grande, deberías escoger un disfraz de falda larga, bien escotado, que te favorezca… —Ni hablar, amiga. Quiero vestirme de viuda, una viuda “hippie”, con minifalda y velo, los muslos al aire, la cara tapada…
  • 14. 14 —Y tú, Lilian, que eres tan tímida, tan callada, ¿qué te vas a poner? Irás de dama antigua o de holandesa, de doncella o de paje… —Yo me pondré un traje de vampiresa oriental, de mujer fatal, con fondo de palmeras y camellos, con gasas, collares y la menor tela posible… * * * No hay nadie en el mundo, o muy poca gente, y esa, por cierto, es insoportable, que esté conforme enteramente con su propio yo. El cobarde sueña con ser héroe, el padre de familia numerosa, dominado por su mujer, se descubre tardíamente una vocación de escritor mientras el escritor hubiera deseado ser médico, y el médico pinta los domingos cuando el pintor de fama se dedica a la mecánica. La vida nos trae y nos lleva de un lado para otro sin pedirnos permiso y cuando nos damos cuenta estamos encarrilados en una rutina diaria que no hemos elegido y de la que es imposible salir. El hombre joven que conoce a una chica y busca un empleo, alegremente y sin complicaciones, se encuentra antes de lo que se figura casado con la muchacha y metido en un trabajo, no muy de su agrado, para mantener a la familia. La chica y el empleo estarán con él siempre, aunque no los haya elegido de verdad a ninguno de los dos, ya que empezó a salir con ella tal vez porque era verano y estaba solo, y encontró la colocación debido a que una mañana, en la peluquería y mientras esperaba turno, se puso a leer los anuncios por palabras de un diario. En este viejo mundo de nuestros pecados los acontecimientos son un poco como las cerezas del cuento que se van enganchando unos en otros sin que nos demos cuenta. Los jóvenes de hoy realizan este estado de cosas muy pronto. Por eso protestan, gritan y discuten. Por eso se escapan de sus casas sin darse cuenta de que nadie puede escaparse de la vida. Por eso se disfrazan en cuanto pueden de aquello que desearían ser. Seguramente Magda tiene un novio pesadísimo, o tal vez un marido, que ahora las muchachas se casan pronto, y en el fondo de su subconsciente quisiera ser una alegre viuda, joven, minifaldera, flirteando, libre. Lilian sueña cada noche con tener aplomo y éxito, con hombres que la persigan, con trajes escandalosamente escotados. Todos hemos suspirado alguna vez por lo que no hicimos, por lo que no somos, por lo que no nos cayó en suerte, por lo que no tuvimos. Qué bueno, qué apasionante, qué divertido es conseguirlo, aunque sólo sea una noche y en un baile de disfraces, sin trabajo, sin pena; de regalo. Como Magda, como Lilian, como tantos y tantos jóvenes de hoy vestidos de máscara sin ser carnaval, para soñar, para evadirse, para olvidarse de lo que son.
  • 15. 15 LA BELLA CON ESPEJOS TÚ eres bonita, niña, bonita y joven. Tienes grandes y claros ojos sin misterio, como el mar Mediterráneo después de la lluvia. Tienes la nariz recta, fresca la boca, lisa, suave, recién lavada, brillante la melena trigueña. Eres bonita y joven, niña, pero sin cerebro. Llevas una cinta de plata a la manera india, ciñendo tu frente de muchacha, sin una raya, sin un solo surco de esos que marca la vida a cada disgusto, a cada dolor, casi, casi a cada idea. Llevas pendientes y lentejuelas. Llevas un arbolito brillante sobre la cabeza con ramas que terminan en espejos. Porque tú eres bonita y joven, niña, pero sin cerebro. Tonta, ¿no te has dado cuenta de que esos espejos jamás reflejarán tu belleza? Al contrario, servirán para mostrar los atractivos de las otras, la hermosura de un paisaje, el colorido de un árbol frente a ti en el parque, la mueca del niño sobre el que te inclines, o el movimiento de un perro que salte a tu lado. Ni siquiera los hombres te admirarán ya. Su mirada resbalará sin fijarse por ese lindo rostro de adolescente sin secreto, para sonreír a uno de los pequeños espejos redondos y arreglarse allí con disimulo la corbata. Tu propio novio, si es que lo tienes, cuando te coja las manos en el parque estará más pendiente de su imagen reflejada que de tus encantos. Y si estás casada, puede que tu marido saque tranquilamente la maquinilla eléctrica y se afeite la cara frente a tu adorno.
  • 16. 16 Porque eres bonita y joven, niña, pero sin cerebro. Aún no sabes que los seres humanos por mucho amor que sientan, por mucho amor que demuestren, siempre están un poco más enamorados de sus propias personas que nadie. Si “Miss Universo” posa delante de un espejo, sus admiradores antes de mirarla se sonreirán a sí mismos, enderezarán los hombros estirándose la chaqueta y todo el tiempo estarán pendientes de sus caras, olvidando a la bella oficial. Cuando se es guapa y joven, como tú, niña, con tu gesto de bebé mimoso, con tus cejas rectas, con tu piel sin manchas, guerra a los espejos en que no se te vea. Tenlos siempre frente a ti para reflejarte, nunca en ti para que se miren los otros. Los otros, niña bonita y joven, tienen que estar para admirarte, olvidándose lo más posible de su propia imagen, de su propio yo; que digan siempre al verte: “¡Caray, que guapa chica, vaya chavala estupenda! ¿Querría venirse a cenar esta noche conmigo?”—y no, como sería inevitable sino te quitas tu adorno de cabeza: “Caramba, estoy engordando, tengo un grano en la nariz, soy un tío guapo o el cuello de esta camisa no me sienta.” Corre, sal de la foto, deja ya de mirarme tontamente, desembarázate rápido de ese curioso adorno que llevas: la banda de plata con su rama brillante donde van montados variados espejos. Aún estás a tiempo de que los hombres te vuelvan a hacer caso, otra vez tu novio te cogerá la mano en el parque mirándote a la boca o, si estás casada, de nuevo verás sonreír a tu marido cada mañana al despedirse, orgulloso, feliz de que seas suya. Ve, no te lo pongas más. Porque tú eres bonita y joven, niña, aunque no tengas cerebro.
  • 17. 17 CONTRASTES LONDRES. Todo es posible en Londres, la más variada, la más apasionante, tal vez la más hermosa ciudad de la tierra. Cualquier cosa puede ocurrir en Londres, incluso que salga el sol por las mañanas. Donde las solteronas son dulces y suaves, sonrientes y gruesas, con cutis de bebé, trajecitos rosados y flores en el sombrero. Donde la gente se emborracha en los “pubs” silenciosamente sin un grito, sin un escándalo, sin una interjección, sin apenas un titubeo en el andar cuando vuelven a su casa repletos de alcohol y de dignidad. Donde hay barrios enteros de casas victorianas con foso y columnistas. Donde todo el mundo está divinamente educado en el portal y en las escaleras, aunque luego sean capaces de las barbaridades mayores: —Oh, Mrs. Montagut, por favor, pase usted primero. ¿Cómo están los niños? —Pamela con sarampión, pero ya va pasando… —Adiós Coronel… —Sucio tiempo, Miss Townsend… Londres. Niebla en los zapatos, autobuses rojos como llamaradas agujereando la oscuridad, parejas que se abrazan sobre la lujuriante hierba del parque sin quitarse las gabardinas para no morir de pulmonía, viejecitos asustados en los cruces del centro, anticuarios, pequeños restaurantes silenciosos con camareros que parecen salidos de un libro de Dickens: —Con el queso inglés se toman galletas secas… —No admitimos propinas…
  • 18. 18 Londres. Hoy la capital del mundo para la juventud, donde nacen sus ideas y su moda, donde los “hippies” son más “hippies” que en ninguna parte, los pelos más largos y más sucios, y las minifaldas tan cortas que se han quedado en “mini” porque no son faldas. Aquí tenemos a unos cuantos chicos ingleses, pioneros de la juventud actual, copiados, admirados, envidiados por los muchachos del mundo entero. ¿Y qué hacen esos jóvenes que nos sonríen en la fotografía bajo sus mantas y tras su pelo crespo? Nada menos que una huelga de sed (atención: ya no se lleva la huelga de hambre, resulta anticuada, ahora es el agua lo que hay que suprimir) para protestar por la guerra del Vietnam. Bien, son las once de la mañana en Hyde Park Corner y estos chicos pacifistas se han pasado la noche al raso, sin beber una gota de agua en señal de protesta. Me pregunto si les estará permitido tomar en el desayuno una taza de café caliente: seguro, a juzgar por sus caras sonrientes, la huelga de sed agota poco, menos que la del hambre, desde luego, y como da los mismos resultados, nulos, no hay duda de que la juventud de hoy es bastante más inteligente y realista que la de antes: “filetes sí, agua no” en vez de “agua sí, filetes no”. Luego de su noche bajo las frías estrellas inglesas, los jóvenes protestadores abandonan su lugar de reunión y se dedican a actividades diversas y más bien vagas. Tener un empleo fijo se considera reaccionario; ganar dinero, burgués; querer prosperar, ambición de llegar a capitalista. ¿Qué hacen entonces? Pues compras. ¿Y qué compran con su poco dinero, salido Dios sabe de dónde, los felices, ociosos, encantadores anti-guerra? ¿Libros sobre la paz? ¿Juguetes que inciten a la no violencia? ¿Zapatos cómodos para pasear por el campo durante sus veinticuatro diarias horas libres? Nada de eso. Nuestros amigos de las fotos compran uniformes militares viejos para llevarlos por la calle, es la gran moda: —Yo quiero uno de la última guerra, con estrellas y charreteras… —Si no fueran tan caros los americanos… * * * Qué vida apasionante la vuestra, muchachos londinenses de hoy, pioneros de todos los otros muchachos. Clamando contra la guerra vestidos de militares, apóstoles de la no crueldad siendo la crueldad misma; contrarios al trabajo y a la ambición, pero intentando por todos los medios haceros notar, tristes y alegres, buenos y malos, interesantes siempre como formidable fenómeno social. * * * —Si hubiera alguno del tiempo de los zares, esos sí que tenían buenos bordados… —Me llevo esta capa de botones brillantes, ¿a qué capitán habrá pertenecido? A alguien que ya estará muerto, chica, a alguien que se hubiera indignado mucho de verla airosamente terciada sobre tus hombros redondos. * * *
  • 19. 19 La juventud de hoy es contraria a la guerra y eso demuestra que está más civilizada de lo que parece. La guerra es la peor plaga de la Humanidad, lo único que todavía da miedo en este seguro y antiséptico mundo de hoy, con sus silenciosos aviones ultrarrápidos y sus medicinas curalotodo. Pero los muchachos de ahora, como los de antes, aman todo lo que la guerra tenía de decorativo para esconder tanta miseria, tanta sangre, tantas lágrimas, tanto todo, tanto sacrificio inútil. Los uniformes con dorados, las botas brillantes, los desfiles, la música, la ciudad engalanada en la victoria, las muchachas llorando y riendo abrazadas a los vendedores… Quieren eso sin lo otro y es lo imposible: reír sin llorar nunca; comer sin lavar los platos; amar sin consecuencias; vivir sin trabajar. Porque son unos grandes ingenuos en el fondo, porque son demasiado niños para comprender. * * * Pero llevan razón. Vietnam es un inmenso y terrible disparate. A ver si usted, míster Nixon, con su sonrisa de dentífrico y su aire tan falsamente juvenil…
  • 20. 20
  • 21. 21 MEJOR ES NO HABLAR DE ELLO DE verdad lo siento, querido lector, si es que tengo alguno, pero estas son las terribles fotografías que me ha tocado comentar hoy. ¡Hasta dónde vamos a llegar!—como decían nuestros abuelos, y eso que los pobres habían llegado a muy pocos sitios. Este muchacho de pelo cortado, aspecto pulcro y sonrisa boba, con un jersey de cuello alto seguramente tejido por su mamá, que anuncia su mercancía frente a las ventanas de la Universidad de Northeastern, donde cursa sus estudios, nos hace añorar a los de verdad “hippies”, a los de verdad sucios, a los de verdad rebeldes. A los que no se lavan nunca porque no les da la gana, ni se cortan el pelo jamás porque no quieren, ni dan golpe, ni hacen otra cosa que fastidiar, Dios les perdone, pero al menos no se lucran de la porquería ajena, que ya es el colmo. ¿Sabe usted lo que hace ese chico de la foto, querido lector, si es que tengo alguno? Vende una especie de loción desodorante perfumada a sus compañeros de clase y amigos para que se la echen cuando salgan con sus “flirts”, y así disimular su mal olor habitual, que siempre resulta desagradable por muy acostumbrada que esté una, cuando se baila con un hombre, y cuando se charla con un hombre, y hasta cuando se bebe “Coca-Cola” con un hombre en un bar al aire libre. Para evitarlo el joven de la sonrisa boba, que se llama Steward y tiene veinte años muy bien aprovechaditos, por cierto, se planta a media tarde en una calle céntrica de la ciudad e interpela a todos los muchachos con aspecto de tener cita femenina, pero no tiempo de volver a lavarse a casa, aunque sólo sea por aquello del qué dirán:
  • 22. 22 —¡Eh, Jack!, ¿dónde vas tan deprisa? —A buscar a Sally para darme un garbeito con ella y acabar en la “boite” de la esquina hasta la hora de la cena. —¿Y no te has dado cuenta de lo mal que hueles? Venga, cómprame un frasquito de “desodorante”, “spray-perfume”, que Sally te lo agradecerá. —Buena idea. ¿Cuánto vale? —Diez centavos por ser para ti, y suerte con la muchacha. Eso pasaba cuando Steward empezó el negocio, en octubre del año pasado, que ya se sabe que los comienzos siempre son difíciles, luego los clientes empezaron a venir por sí solos y le bastaba quedarse en una acera, silbando, con sus frascos y su cartel: —Chico, menos mal que te encuentro, resulta que me he citado con la minifalda rubia y curvilínea que vende goma de mascar en el Supermercado y no tengo tiempo de darme una ducha… —Ni ganas tampoco, que nos conocemos. —Bueno, ni ganas tampoco. Y he pensado: si el bueno de Steward me vendiese uno de sus “Spray” para rociarme bien antes de salir con ella… —Pues no faltaba más, amigo, diez centavos de nada y ya tienes el problema resuelto. Así, poquito a poco, el chico fue haciendo su masita de buenos dólares americanos, a base de vender sus frascos en la calle, o en salas de fiestas, incluso en los pasillos de la Universidad. También estudiaba ingeniero en sus ratos libres y hasta tenía tiempo de dejarse fotografiar durante su trabajo para que nosotros le admirásemos. Listo y eficiente que es y bien orgullosa y ufana que debe de estar la mamá que tejió el jersey de cuello alto. * * * A mí no me gustan las medias tintas. Si la gente es sucia, como está ahora de moda entre cierta juventud, que lo sea de verdad, con pelo apelmazado y lleno de caspa, las uñas negras y mal olor. Es una porquería, de acuerdo, pero al menos una porquería auténtica. Si la gente es limpia, y quiero creer que la mayoría lo son, a pesar de tanta propaganda de grasientos como nos hacen ahora, que sea pulcra de verdad, duchándose, frotándose, oliendo a jabón, con los dientes impecables y el cabello brillante. Cuando estén sucios los muchachos del pueblo de Steward que corran a bañarse antes de salir con su chica, o mejor, que se bañen todos los días, sana costumbre, aunque no tengan que salir con nadie, que para eso sólo hacen falta tres minutos y una buena esponja. Lo que no es tolerable es hacerle el negocio a un listo compañero intentando disimular el mal olor con un frasquito de desodorante perfumado. Hasta dónde van a llegar las cosas, abuelita mía…
  • 23. 23 Siempre he oído, y siempre me ha dado asco, que las damas del tiempo de María Antonieta tenían cierta tendencia a lavarse más bien poco. Y que también disimulaban echándose toneladas de perfume. No es que estuviera bien la tal costumbre, pero hay que tener en cuenta que entonces no había cuartos de baño, ni se había inventado la higiene, y además los perfumes debían de ser maravillosos y muy, pero que muy, penetrantes. Yo no disculpo a las señoras elegantes de aquellos tiempos, pero había que ver lo difícil que era vestirse y desnudarse con los corsés y las faldas que estaban de moda, y no digamos mantener limpio y suave un cabello con el que se hacían verdaderas locuras: peinados de tres pisos con pájaros y flores y todo rebozado en polvos de oro. Si las refinadísimas damas de aquella Corte de Francia hubiesen llevado “blue-jeans” como ahora y el pelo corto, teniendo en casa un cuarto de baño americano y todos los adelantos: esponjas, piedra pómez, jabón, colonia, lociones, lavadora para la ropa y esos modernos detergentes que se llevan de calle no sólo la porquería, sino hasta la piel y el color de las servilletas, seguro que no habría en el mundo mujeres más lavadas y perfumadas que ellas. Que entonces había que esforzarse terriblemente para ser medio limpio y ahora es al contrario, hay que ser espeso de verdad para no ir reluciente de limpieza. Vamos, que cada vez que me acuerdo… —Corre, Steward, amigo, Nancy me ha citado en la heladería y mejor no recordar el tiempo que hace que no me lavo los sobacos, ahí te van los diez centavos. —Steward, por favor, al fin conseguí ligar con la gordita del curso de francés… * * * No hablemos más del asunto. De verdad lo siento, querido lector, si es que tengo alguno, pero esas son las terribles fotografías que me ha tocado comentar esta semana, esperamos que el sábado que viene tendré más suerte. Hay cada cosa.
  • 24. 24
  • 25. 25 NOCHE FELIZ, NOCHE DE PAZ MUCHACHA de las velas encendidas en el pelo, tú eres la Navidad. Suave y blanca es tu piel, igual que la nieve del Nacimiento, cálida tienes la sonrisa como el fuego hogareño de las fiestas, tu pelo parece lino claro, exacto al de la Virgen del portal y tienes su misma pureza transparente en los ojos. Chica de la foto, tú eres Navidad. Hueles a muérdago, a pavo recién asado, a ropa de almendra. El cuello de tu traje serpentea a la luz de las velas, como el río de espejos del Belén donde frotan la ropa eternamente cuatro lavanderas de juguete. Nochebuena. La única noche del año en que hay que cenar en casa por obligación, estar en casa, permanecer en casa. Y todos vuelven al hogar para ese día. Todos. Hasta los que fueron para no regresar, y los que viven lejos, y los que juraron no volver, y los que trabajan fuera, y los enfermos, y los independientes, y los “hippies”, y los rebeldes muchachos londinenses, y los revoltosos estudiantes de la Sorbona y la chica que dio un escándalo hace años en su pequeña ciudad de provincia. Todos. Sí, Navidad es tu nombre. Música de zambombas y panderetas, el taponazo de la botella de sidra—“papá, patoso, lo has derramado”—, tienes dientes fuertes y grandes que parecen creados para morder turrón—“abuelita, no te comas el último trozo de almendra”—y esa corona de muérdago que llevas en la cabeza te servirá de mantilla para ir a Misa de Gallo—“corred, niños, que llegamos tarde, los bancos se ocupan en seguida...”
  • 26. 26 Tú, rubia Navidad de ojos claros, estás en todos los hogares en la noche del veinticuatro de diciembre, esperando a los que se fueron. Segura, sonriente, con una lámpara encendida en la mano como las vírgenes prudentes del Evangelio, porque sabes que todos volverán. Volverán los jóvenes y felices vagabundos que recorren el mundo en “auto-stop” llevando el equipaje sobre la espalda. Regresarán por unos días a su casa de Edimburgo los muchachos escoceses con sus falditas plisadas y también las chicas francesas vestidas como si fueran hombres. Los trenes están llenos de jóvenes españolas que trabajan en París de camareras y de obreros italianos que se ganan la vida en una fábrica de Munich. Todos, aunque sea a desgana, aunque sea con gran esfuerzo, todos volverán. Sonríe, pues, tranquila. Navidad de ojos claros y melena larga, no esperarás en vano. Mira cómo corren hacia casa antes de que suenen las doce campanadas de la media noche: en “moto”, en tren, en avión, a pie, tristes o alegres, triunfantes o fracasados, amargados o felices, todos van a sentarse alrededor de mesa familiar esa noche feliz, esa noche de paz. —No contéis conmigo a finales de diciembre, me esperan los viejos a los que no veo desde el año pasado, son unos plomos, pero que le vamos a hacer… —¿Por qué voy esa noche a cenar con mi mujer? Exclusivamente por los niños, después de todo son mis hijos. —Siempre pienso: será la última vez. Mira que pasarme dos noches en el tren para ir a ver a una familia que no me comprende, que nunca me ha ayudado y que encima me critica. Pero vuelven, todos vuelven. * * * Tú, tranquila, Navidad de cejas rectas, nariz corta y labios de bebé. Antes de que se consuma tu lámpara simbólica estarán todos es casa. Todos. Y corre que ya están llamando al timbre, ábreles la puerta sonriendo, alegre, acogedora, como una ráfaga de aire tibio en la primera noche helada de un invierno precoz. Qué suerte, por fin han vuelto: —Felices Pascuas, muy Felices Pascuas, otra vez Felices Pascuas. ¿No queréis entrar a quitaros los abrigos?
  • 27. 27 LAS TERRIBLES ESTADÍSTICAS FIN de año. Todos queremos olvidar entre serpentinas, “champagne”, gritos y música que han pasado cuatro largos trimestres en los que hicimos una serie de cosas que no nos gustaban y dejamos de realizar bastantes que nos apetecían; que somos doce meses más viejos y trescientos sesenta días fracasados; que muchas de nuestras hermosas ambiciones murieron ahogadas entre tanto día tedioso y que cada hora vivida nos acerca un poco más a la última que hemos de vivir. Noche de San Silvestre. Los jóvenes hacen proyectos, planes y propósitos con ese entusiasmo, con esa fe en la vida y en el futuro que se le pasa a uno en cuanto dobla el cabo de los treinta años, si no es antes. —Este invierno me casaré con Fulanita, aunque tenga que matarme a trabajar, porque la vida sin Fulanita es como un desierto huérfano de oasis y camellos, y si no tenemos dinero viviremos de amor… (Si vieras, encanto, lo harto que estarás de Fulanita dentro de unos años y lo feliz que te encontrarás cuando la largues de veraneo con los niños y te quedes en Madrid de Rodríguez.) —De ahora en adelante haré gimnasia todos los días, me levantaré a las ocho, iré a conferencias, visitaré museos, aprenderé inglés, veré exposiciones… (Nunca se hace nada de eso, pero mientras divierta pensarlo, adelante.)
  • 28. 28 —Se acabó el ser hijo de papá, ya llegó el momento de convertirme en un adulto; me iré a Suiza para colocarme de camarero porque la experiencia hay que adquirirla de joven… (cuando no se es tan vago e inútil como tú, hijo, que llevas tres años repitiendo el selectivo de Ciencias y vas en coche hasta a misa). Los no tan jóvenes, que han dejado de hacer proyectos y propósitos porque saben que no los cumplen y, además, creen sólo, ay, en muy poquitas cosas, se dedican a las estadísticas, que es mucho más divertido y, desde luego, más realista: “En el sesenta y ocho vinieron a España un millón más de turistas que el año anterior; tal cantidad de gente emigró; éstos se casaron; aquéllos nacieron; Madrid he llegado a los cuatro millones de habitantes y etcétera, etcétera.” Repasando esas cosas, cerca ya de la siempre triste Noche Vieja, he descubierto algo que me ha pasmado: “En España hay trescientas mil mujeres más que hombres.” Así que por mucho que se esfuercen existen aquí trescientas mil chicas que no podrán encontrar marido. Vaya por Dios. Terrible. Porque las mujeres, al menos la mayoría de ellas, que generalizar es muy peligroso, por oportunidades que tengan, aunque sean capaces de estudiar las carreras más difíciles que las conviertan en arquitectos, embajadores o médicos famosos, siguen prefiriendo a todo la tranquila fácil carrera del matrimonio burgués. Es muy rara la chica ambiciosa profesionalmente, la universitaria que estudia con verdadera vocación, la secretaria eficiente que disfruta con su trabajo, la que a los veinte años se interesa a fondo por algo que no sean los hombres. Pues bien, entre todas esas muchachas a la caza de marido hay trescientas mil que nunca podrán casarse, para ésas no hay remedio. Y trescientas mil solteras son muchas solteras. Si se pusieran todas juntas, en la plaza de un pueblo, por ejemplo, abultarían una barbaridad. Así que hoy día hay que luchar para encontrar un marido. En la carrera del matrimonio empieza a pasar lo mismo que en las de ingeniería; las facultades están llenas, hay una enorme competencia y es muy difícil llegar con éxito al final. Los tiempos han cambiado mucho, al menos eso dicen los que vivieron otros, pero por mucho que hayan cambiado yo sigo pensando que la mejor manera de pescar un marido es no buscarlo. La universitaria únicamente preocupada de sus estudios (alguna habrá, digo yo, y que Dios le bendiga) vuelve locos inmediatamente a cuatro compañeros de clase. La que no quiere casarse (y esa sí que es dudoso que exista) tiene en seguida cuarenta pretendientes, porque no hay nada que les guste tanto a los hombres como que les rechacen, o al menos que les digan “no” unas cuantas veces, para acabar accediendo luego de una larga temporada y como a desgana: —Por favor, cásate conmigo de una vez que estoy que ni como ni duermo de la impaciencia. —Tengo que acabar la carrera y además me da mucha pereza.
  • 29. 29 —Ahora que has acabado la carrera podrías casarte conmigo, me estoy descalcificando por momentos a fuerza de no comer ni dormir pensando en ti. —Pero tengo que ir a especializarme al extranjero. —Pues cuando vuelvas del extranjero. En lugar de eso las muchachas de hoy que han evolucionado mucho menos que los hombres mal que nos pese, o muchas de las muchachas de hoy, ya que, repito, generalizar es peligroso, no tienen más idea fija desde los quince años que la de pescar un novio. Persiguen al primero que les cae a tiro durante meses, lo consiguen a fuerza de paciencia y pesadez, se casan con él si hay suerte sin haber salido nunca con otro, ni trabajado, ni viajado, ni vivido. Qué pena. En cuanto un hombre tiene la debilidad de llevarla una tarde al cine o a merendar, o la escribe una carta durante las vacaciones de verano, la chica empieza a hacerse ilusiones, a calcular el tiempo que le queda para acabar sus estudios, y en el mismo instante llama a todas sus amigas para comunicarles la fausta nueva: —Josechu, coladísimo por mí, va muy en serio. Un niño estupendo, de acuerdo, aunque me han dicho que de cuando en cuando toma unas copas de más… —Eso se quita con una buena cura de desintoxicación. —¿Y a qué médico podría dirigirme? Mientras tanto el pobre Josechu se está tomando sus “copas de más” en el bar de la esquina, bien ajeno al interés tremendo que ha despertado en una chica a la que apenas conoce y cuya cara casi no recuerda, ya que sólo la ha visto en la oscuridad del cine cuando la invitó, porque era amiga de su hermana y no tenía nada que hacer aquella tarde.
  • 30. 30 Bien, de todas formas cada uno tiene su método para llegar al éxito, y según las estadísticas, esas estadísticas de los periódicos a finales de diciembre que tanto les gustan a las personas demasiado mayores para hacer proyectos, hay en España trescientas mil mujeres que no pueden casarse por falta de varón. En la batalla todas las armas son lícitas, todas las estratagemas están permitidas. Pero qué lástima, qué gran lástima que las jóvenes de hoy a quien casi todo les está permitido, hayan, en su mayoría, evolucionado tan poco. * * * Yo quería hoy escribir sobre el sesenta y nueve, ese año bebé que nos traerá la cigüeña un día de estos entre taponazos de “champagne”, serpentinas, música y gritos. Y sobre las mujeres que trabajan alegremente. Y sobre las novias de invierno con fondo de paisaje nevado. Pero en lugar de eso me he puesto muy seria, muy pesada y muy trascendental. Es triste el fin de año y tristes nos ponemos. De todas maneras, felicidades a todos, y para todos alegría y paz. En la Navidad, en el Año Nuevo y siempre.
  • 31. 31 AMOR, SIEMPRE AMOR HAY cosas que no han cambiado nada: el olor a nardos en primavera, el frío de las esquinas madrileñas cuando sopla el viento serrano, la falta de comprensión entre padres e hijos, el miedo de los niños a la oscuridad, la impresión maravillosa del primer baño de mar luego de nueve tediosos meses de oficina, y el amor. Y es que el amor siempre es el mismo, aunque parece que ha cambiado un poco en la forma, últimamente. Sin embargo, otras que creíamos inmutables tales como la enemistad entre las religiones, la lejanía de la Luna y la muerte de cada persona con su propio corazón en el pecho se han hecho añicos con el progreso. Hoy somos íntimos de los judíos con cara feroche que venían pintados en la Historia Sagrada, merendaremos en la Luna el año que viene y a poco que nos descuidemos nos iremos al otro mundo con el corazón de una chiquita de color, por ejemplo, que se pegó la castaña mortal el mismo día que nosotros necesitábamos sus jóvenes ventrículos. Yo creo firmemente en el progreso indefinido y sé que todo está hoy mucho mejor que hace cien años y que hace veinte pero peor, seguro, que dentro de cien e incluso dentro de veinte.
  • 32. 32 Los niños de ahora están más sanos y se crían con mayor facilidad que los de antes porque la dietética y la medicina han dado un gran paso. Los muchachos rebeldes a los que tanto se critica son, a mi parecer, estupendos, puesto que no se resignan a convertirse en borregos y reclaman su derecho a opinar, su derecho a elegir, su derecho a comportarse como adultos y poseedores de voz y voto. Algo ha cambiado el amor y también a mejor, naturalmente, pero sólo en la superficie, porque es un sentimiento inmutable como el Sol, firme como una de esas rocas milenarias, fuerte como una tormenta en el campo y tan irrompible y duro como una maroma de barco. Las parejas de los parques madrileños, los novios jovencitos en los cafés de provincias, amarillos de tedio y de luz de neón, los prometidos ya maduros que se cogen las manos un poco avergonzados en los merenderos de las afueras usan el mismo lenguaje de antes, se ponen igual de cursis, se vuelven igual de tontos, dejan a un lado, como siempre, cualquier sombra de realismo para hundirse en un mundo ideal de novela lleno de palabras tiernas, admiración mutua, atracción sexual y agua de colonia: —Te quiero. —Te adoro. —Te amo. —Te idolatro. —No puedo vivir sin ti. Ese es el viejo, querido, anticuado, terrible, patético, tonto amor de antes. El amor del hombre con poco quehacer que tenía tiempo para escribir una carta de cinco folios a la mujer amada luego de dejarla en el portal después de haber estado tres horas juntos. El amor de las muchachas que bordaban horribles manteles a punto de cruz oyendo tocar las campanas de la parroquia, el amor del chico ocioso y rico cuyo único trabajo era salir con la novia, el amor de los opositores eternos que llevaban una foto de su chica entre los temas. Después de todo amor, amor y sólo amor, siempre amor. Bueno, era un poco aburrido. Se acababa bastante harto de tanto azúcar verbal, de tanto cogerse las manos, en invierno heladas y en verano sudorosas, de tanto pensar en “lo que haremos”, “la casa que tendremos”, “lo felices que seremos”, y “las sábanas que necesitamos”. Hoy día las cosas van más rápidas y es mucho mejor: “me gustas”, “¿y si nos casáramos?”, “estupendo”. Se avisa a los padres, se busca un traje sastre mono, se va a la iglesia a las nueve de la mañana, se compra una un camisón nuevo y algo más frívolo de lo acostumbrado, y ya está. Cuatro días de permiso y en seguida los dos a seguir trabajando hasta que nazca el primer niño que entonces “ya veremos como nos las arreglamos”. Pero es el mismo amor, amor y sólo amor, siempre amor. Hasta con las mismas y tontas palabras de siempre: —Te quiero. —Te adoro. —Te amo. —Te idolatro. —No puedo vivir sin ti.
  • 33. 33 Para los jóvenes de vanguardia, para los chicos de verdad “in”, para los muchachos que miran más al futuro que al presente, ese tipo de amor está ya, también, anticuado. Ahora se puede y se debe elegir pareja a base de computadores electrónicos. No estoy muy segura de cómo es eso porque venía muy bien explicado en una revista francesa que me dieron en la peluquería y cuando estaba empezando a entenderlo vino la oficiala a quitarme los rulos y se acabó. De todas formas la cosa es más o menos así: el muchacho deseando estar enamorado como un caballo con miras a hacer un matrimonio sólido y agradable—lo de agradable es mil veces más difícil que lo de sólido—, responde a un cuestionario muy estudiado: edad, profesión, aficiones, gustos, si es celoso, o insociable o borracho. Luego especifica, también con detalle, las cosas que le dan cien patadas, es decir todo aquello que no puede soportar, por ejemplo, el humo del tabaco, las mujeres con el pelo oxigenado, una persona que se muerda las uñas, dormir con la ventana abierta o la televisión. El cuestionario relleno se entrega al guardián y cuidador del cerebro, que es siempre un licenciado sapientísimo y recibe cada día un montón de ellos tanto masculinos como femeninos. Cómo se las arregla el conmutador con todas sus ruedecitas y cacharros para sacar cada oveja con su pareja no lo sé—tal vez si no hubiera sido tan inoportuna la de los rulos...—, pero la cosa es que al muchacho le dan los nombres de dos o tres chicas hechas a su medida y a la chica también las de un par de jóvenes que le vayan como un guante. No hay más que ligar por teléfono, salir unas cuantas tardes a bailar—si a él le gusta bailar a ella también—o a visitar museos—cuando a él le gusta el arte a ella le encanta—y en seguida se vuelven locos el uno por el otro, se enamoran como tigres y empiezan con las mismas estupideces de ayer, de hoy y de mañana, porque es el mismo amor, amor y sólo amor, siempre amor:
  • 34. 34 —Te quiero. —Te adoro. —Te idolatro. —No puedo vivir sin ti. * * * Y siempre igual, y todo igual, que bajo el Sol no hay nada nuevo. Pero yo creo firmemente, con toda mi alma, en el progreso indefinido. ¡Bien!, por las bodas rápidas y sencillas: ¡hurra!, por el amor-computador. Si hay algo que detesto en este mundo es bordar mantelerías a punto de cruz, además siempre se me llena el hilo de nudos.
  • 35. 35 “NUNCA FUERA CABALLERO DE DAMAS TAN BIEN SERVIDO...” Se llama Lynn. Vive en Hollywood. Tiene veinticinco años, el pelo rubio, regular estatura, verdes los ojos, la cintura estrecha y algunas curvas justo donde deben estar. Sus piernas se consideran las más bonitas del barrio; un montón de guapos chicos suspira por sus encantos y además tiene una voz preciosa y cotizada en la moderna canción. Vaya, que la chica es un bombón. Lo siento, mi joven, querido y admirador lector: no sé sus señas. Pero sí donde trabaja. Allá en Los Ángeles, a la derecha, cruzando la calle, subiendo a Beverly Hills, en la más lujosa peluquería de caballeros la encontrará usted durante toda la jornada laboral: pizpireta, dispuesta, sonriente, acicalada: —Pase. Le atiendo volando. ¿Quiere el pelo con flequillo y melena redonda tal como está de moda entre la juventud que promete? ¿Más corto por delante? ¿Loción? Gracias, le cobrarán en caja. ¿A quién le toca ahora? Usted, mi querido joven y admirado lector, puede pedir un lavado de cabeza con “shampú”, especial para hombres latinos, e intentar ligar con la hermosa, pero no creo que lo consiga. Lynn tiene su propia personalidad, ideas claras sobre la vida y una vocación. No quiere casarse con sus pretendientes del barrio. No quiere hacer cine. No quiere cantar. No es ambiciosa. No le gusta salir a cenar con usted, mi querido joven y admirado lector. Porque tiene un solo interés en la vida, una fuerte afición hacia una profesión determinada que le impide ver las ventajas de las otras cosas por muy en bandeja de plata que se las presenten. Lo único que le interesa en el mundo es peinar señores, porque además de ser una belleza es una artista, y los más afamados cantantes “ye-yé” de la ciudad no dudan en poner sus preciosos cabellos en manos de la hermosa:
  • 36. 36 —Si yo fuese tú me daría unas mechas en lo alto para que brillen bajo los reflectores… —A tu gusto, Lynn, guapa. —Pero hijo, si estás lleno de caspa; voy a ponerte ahora mismo un baño de crema… —Como quieras, Lynn, encanto. Los caballeros que se ganan hoy día la vida pegando gritos armoniosos, tocando la guitarra, pintando, o haciendo papelitos en “films” de gran espectáculo, tienen que cuidarse el cabello aún más que las mujeres. Las melenas de “Los Beatles” son más célebres ahora de lo que fueron nunca las de Greta Garbo, Carole Lombard o Brigitte Bardot. Han hecho correr bastante más tinta que el fabuloso cabello de la emperatriz Isabel de Austria y necesitan más mimos que las plateadas cascadas de pelo que estaban de moda en los viejos tiempos del cine mudo. Y pobre del chico ambicioso cuyo cabello empieza a clarear en la coronilla por mucho talento que tenga: —Sálvame, Lynn. Mi porvenir está en tus manos, y el de mi novia, y el de mis padres, y el de los hijos que tendremos algún día… —A ver si con este nuevo producto que me han recomendado tanto… Lucharon duramente las sufragistas inglesas para intentar promocionar a la mujer. No me parece que consiguieran demasiado las pobres señoras con sus ridículos sombreros y sus pancartas, aparte de cargarse la “Venus” de Velázquez y de ser consideradas locas por toda la Humanidad, pero lo que ellas, infelices, iniciaron tontamente, la moderna civilización lo ha llevado a cabo. Ahora las mujeres tienen las mismas oportunidades que los hombres. Pueden ser médicos, ingenieros, arquitectos, jefes de empresa, ministros y todo lo que se propongan de verdad si tienen arranque y capacidad para ello. Pueden sobre todo ser dueñas de su destino, casarse o no casarse, tener un empleo, un oficio, una carrera, una actividad, elegir. Entonces ¿por qué diablos no ha de ser peluquero de hombres la guapa Lynn de California si ese es su gusto? Extraño gusto, de acuerdo. Pero también hay hombres que son sepultureros pudiendo ser labradores; niños guapos, listos y con posibles que se casan enamoradísimos de mujeres horrorosas; jóvenes destinados desde que nacen, con alegría por su parte, a picadores de toros; señoritas que prefieren morirse de hambre a trabajar, y caballeros elegantes cuya única ocupación y placer consiste en matar animales escopeta al hombro. Si nos dieron a las mujeres, con mucho ruido, con mucho trabajo, tras de mucho grito y de mucha discusión el derecho a elegir, es para que cada una elija lo que la dé la gana. ¡Faltaría otra cosa! Adelante pues, preciosa Lynn, con tus tijeras, tu frasco, tu sonrisa y tu peine cardador: —Siéntese un momentito que ahora mismo le atiendo. * * *
  • 37. 37 Ya sabe, mi querido, joven y admirado lector: no sé sus señas, pero sí donde trabaja. Madrid, Nueva York, Los Ángeles, y allí, a la derecha, cruzando la calle, subiendo a Beverly Hills, en la más lujosa peluquería de caballeros, la tiene usted. Pero yo no me molestaría, es un viaje caro y no va a conseguir nada. Nada, de nada, de nada. Se lo digo yo.
  • 38. 38
  • 39. 39 ALGUNAS COSAS SIGUEN ESTANDO PROHIBIDAS LOS antiguos ingleses—de antes de la minifalda y los muchachos melenudos— cuando eran elegantes vivían en el campo. Solían tener una vieja abuela siempre sentada bajo un árbol centenario, media docena de perros, visitantes los fines de semana y una pradera delante de la casa donde se instalaban las señoras vestidas en tonos pastel. Todos bebían té continuamente: al despertarse, en el desayuno, a media mañana, de postre, a las cinco, de aperitivo y en la cena. Las cosas habían cambiado poco desde las comedias de Oscar Wilde: —¿Dos terrones, Milady? —Leche para el embajador. Se cultivaban flores, se leían novelas larguísimas y de poco argumento, se bajaba al pueblo a echar las cartas, se jugaba al “bridge”. Y las muchachas en edad de merecer iban a Londres para la “season” con el fin de encontrar no uno sino varios para elegir, porque resultaban lozanas y sin sofisticar al lado de las chicas de ciudad, sabían hacer mejor los “puddings”, eran las últimas en retirarse de los bailes, se cambiaban cuatro veces al día de traje, bebían el doble de té, y no tenían complejos. Sus padres alquilaban un piso en Parke Lane, las presentaban a la reina—con guantes largos y vestidas de organdí—, iban con ellas a las carreras y procuraban que lo pasasen bien al mismo tiempo que cazaban un buen novio, uniendo así, sabiamente, lo útil a lo agradable.
  • 40. 40 Pero ahora nadie vive en el campo, o sólo unos pocos privilegiados podridos además de libras esterlinas. Ya no hay presentaciones a la reina y las hijas de familia en cuanto se quiten los calcetines se vuelven “hippies” y se largan a vivir su vida con flores en el pelo y una guitarra al hombro, que también es una forma de buscar marido, pienso yo, sólo que a la moderna. Se lleva enseñar los muslos, trabajar de modelo o de cantante, leer a Marcuse y ser partidaria de la limitación de natalidad. El mundo se ha vuelto al revés, nadie piensa como antes, ni hace las cosas de antes, ni reacciona como antes. Sólo quedan algunas instituciones inglesas inconmovibles, como la columna de Trafalgar, como los horribles sombreros de la reina, como los acantilados de Dover. Por ejemplo el té, que siguen ingiriendo a litros, igual los “beatles” y los melenudos de hoy que las damas de la reina Victoria, y las carreras de Ascott. Ascott. ¡Cuánta literatura barata se ha hecho sobre las célebres carreras inglesas! El lord que descubre que su mujer le engaña al mismo tiempo que gana el Gran Premio su caballo favorito y los apostadores profesionales de las novelas de Edgar Wallace. Ayer y hoy Ascott. En Ascott los caballeros van de etiqueta, las damas no pueden usar pantalones y hasta hace poco era la gran exhibición mundial de joyas y de vestidos. Hoy también, sólo que estamos en la época de las individualidades y cada mujer es muy dueña de interpretar la moda a su manera. En Ascott, en Torrelodones, en París y en Cuenca. Se acabó la tiranía de los grandes modistas: “Se lleva el negro, la falda por la rodilla, el escote en punta y los cinturones anchos; fastídiense ustedes si no les favorece.” Ahora es otra cosa, todo se lleva, todo está de moda, y cada una se pone lo que le da la gana, como debe ser. Las mujeres ya no siguen la moda como rebaños, Christian Dior se revuelve en su tumba, Balenciaga se ha retirado, Cardin no se consuela, Givenchy tiene una úlcera de estómago. Porque hoy cada señora la interpreta a su manera, se estudia antes de vestirse, expresa en el atuendo toda su personalidad. Los resultados son variados y sorprendentes: las hay maquilladísimas, las hay toda palidez, las hay medio desnudas, las hay tapadas como monjas, las hay vestidas de organdí flotante enseñando por debajo una enagua con lazos, las hay con boina y falda larga como en los felices veintes mientras otras se disfrazan de astronautas futuristas, con gafas, botas plateadas y traje geométrico. Toda esta variedad pasa un tanto desapercibida en las calles de la ciudad, entre los hombres de cierta edad que siguen con los pantalones de siempre, la americana y la corbata de siempre y los zapatos de siempre; entre las mujeres de más de cuarenta años que tienen el buen gusto de no vestirse “ye-yé”. La chica disfrazada de “Bonnie el día que asaltó su primer Banco” no llama la atención en el invierno madrileño al lado de las castañeras, los guardias y las señoras que salen de misa de una. Lo bueno, lo divertido, es cuando todo el mundo echa el resto para dar el golpe con su “toilette” en una reunión elegante.
  • 41. 41 Como en Ascott. Como en las inefables y maravillosas carreras de Ascott, donde iban antes las muchachas a buscar marido acompañadas de unas madres vigilantes estrenando sombreros. Ya saben: “los caballeros de etiqueta, prohibida la entrada a señoritas en pantalones.” Lo demás está todo permitido. Gertrude, que es rubia, con aire romántico y algo tuberculoso, de cutis blanco y mirada lánguida muy principio de siglo, se ha vestido como hace sesenta años, con sombrilla, encajes, volantes y enagua. Pero como la chica tiene bonitas las piernas, lleva también minifalda para estar al día. Lucinda, en cambio, se tapa hasta los tobillos, toda vestida de algodón a flores, mangas jamón, confección casera, cuello alto y en el sombrero las primeras flores primaverales. ¡Pasen, señores, pasen, aquí todo se lleva! Esto es Ascott, donde las chicas guapas siguen encontrando pretendientes, ahora como antes, sólo que por otros medios. Siendo audaces, siendo tímidas, destapándose, cubriéndose, con tacones, en zapatillas, rapadas, con trenzas, cultivando la virtud, bailando “ye-yé”, hablando, callando, actuando, soñando, de negro, a flores… ¡Pasen, señores, pasen! Aquí hay para elegir, aquí todo está permitido. Casi todo, Jayne, la preciosa hija de un banquero millonario, metió la pata, se puso pantalones, y tuvieron que sacarla de Ascott poco menos que entre dos guardias a la pobrecilla. Los pantalones eran rarísimos, eso sí, a ver si colaban entre los extraños disfraces de las otras, pero no fue así. Y Jayne, toda corrida, tuvo que marcharse de la fiesta a llorar lágrimas amargas sobre los legajos de acciones de su importantísimo papá. Porque en la Inglaterra de hoy, que marca la moda juvenil y lanza las nuevas ideas de la generación joven, quedan algunas cosas inmutables: la niebla, las rocas de Dover, el “Metro”, los horribles sombreros de la reina y Ascott.
  • 42. 42
  • 43. 43 NO HAY QUE JUGAR CON LAS COSAS SERIAS POR favor, no. Con la música, no. No hay que jugar con las cosas serias; es pecado ridiculizar algo hermoso; no tiene gracia parodiar el arte; resulta triste, y tonto, y sucio, y cobarde, intentar llegar al éxito sin talento, a fuerza de excentricidades, de propaganda, de absurdos. Por favor, no. No, no y no. No, señor don Marcos Hugo Finaly, que se las da de pianista genial y durante tres horas con cuarenta minutos menos veinte segundos—así rezaba el estúpido texto del programa—ha escandalizado a un par de centenares de papanatas parisienses ejecutando al piano algo que llama “descomposiciones musicales”. Así fue la cosa. Al levantarse el telón, y bajo un enorme plátano de escayola, había un piano y solamente un piano. Un pobre y honrado instrumento donde verdaderos pianistas habían, seguramente, interpretado sus mejores fragmentos; donde tal vez un niño, que alguna vez será un gran artista, aprendió sus primeras notas de solfeo, cuyas teclas es muy probable que hayan sido acariciadas con amor por algún aficionado con más voluntad que talento. Y entonces salió el inefable Marcos Hugo Finaly—feo, melenudo y miope—que, adelantándose a las candilejas y con la entonación de un actor mediocre en una comedia de “boulevard”, dijo: —Señores, encantado de conocerles. Tienen ustedes la inmensa suerte de asistir a un acto que hará ruido. Va a nacer la “degeneración cromática”, un hito en la historia de la música. ¡Se acabaron las anticuadas y latosas composiciones musicales! Conmigo ha llegado la era de las “descomposiciones” y son ustedes los primeros en el mundo que tendrán el honor de escucharlas. Pero antes he de explicarles que yo considero el piano no como un instrumento, sino como una masa blanca a la que hay que aporrear para dar forma a la pieza que se interpreta.
  • 44. 44 El piano es como una harina a la que yo tuviera que trabajar con manos y pies para hacer con ella un pastel. Van ustedes a verlo, mejor dicho, a escucharlo. Adelante, silencio. * * * ¡Ay, Beethoven, mi viejo, querido y admirado maestro que creaste nueve sinfonías perfectas, redondas, coloreadas y alegres como naranjas maduras y nunca las pudiste oír! Aislado en tu sordera jamás escuchaste los cascos de los caballos resonando en las calles empedradas de la Viena de tu juventud, ni los violines del “Concierto para el Emperador”, ni el aplauso de tu público, ni los coros de la “Novena Sinfonía” que es, a mi parecer, la obra más hermosa salida de un cerebro humano. Dentro de tu cabeza el estruendo maravilloso de la genialidad: piano, violines, instrumentos de viento, límpidas notas en el aire… Fuera silencio, siempre silencio, sólo silencio. Menos mal que estás muerto, si vieras lo que hacen ahora con nuestra música… * * * Y sigo contando. Se sentó el joven pianista en su taburete y empezó a golpear el instrumento con manos, brazos, codos, pies, piernas y barbilla. Gimnasia sonora para todo el cuerpo, lo mejor para mantenerse en forma si uno es un artista. Se da el “la” con los dedos, como concesión a la manera clásica; el “sí” con el pie, consiguiendo al mismo tiempo con el codo un “re” recalcitrante y aún queda un fondo musical logrado a fuerza de patadas.
  • 45. 45 Parece ser que los acomodadores advertían cortésmente al espectador, al mismo tiempo que le indicaban su sitio, la prohibición de abandonar el espectáculo antes del final bajo multa de diez francos. Cuentan las crónicas que nadie se fue de la sala durante la ejecución del sacrilegio musical, tal vez por no pagar la multa, o por educación, o a lo mejor porque fuera hacía mucho frío. ¡Ay, mi serio, tranquilo, Bach, el más genial de los buenos burgueses, que además de los conciertos de Brandenburgo tuviste tiempo de crear veintidós hijos…! ¡Qué perfectos tus “allegros” unidos por la corta cadencia del “adagio” maravilloso! Cuando ya viejo y ciego vino a buscarte la muerte dejaste en el mundo una obra musical considerable, no tanto por su dimensión como por la profunda influencia que ha tenido sobre los que te siguieron. De ti ha salido toda la moderna música sinfónica, miles de seres humanos, de hoy, de ayer y de mañana, se han sentado o se sentarán en la oscuridad de una sala de conciertos, silenciosos y solemnes como si estuvieran en la iglesia, para escuchar tu música. Porque la música es lo más hermoso del mundo y todo lo hermoso es música. Música es la amistad, música es el amor, música es la lucha y el trabajo bien hecho, y los gritos de un niño y el mar rompiendo de noche sobre el acantilado, todo es música. Música, música, música. * * * No, míster Marcos Hugo Finaly, no juegue usted con las cosas serias. Ridiculice lo que quiera, llame la atención como le dé la gana, pero deje en paz a la música. A nuestra música. La que amamos tanto, la que nos hace sentirnos tan felices, tan acompañados, sin salir de casa, sentados junto al tocadiscos las tardes de invierno. La que escuchábamos cuando éramos adolescentes, mordiéndonos las uñas de placer, en los conciertos baratos de los domingos por la mañana; la que nos deleitará de viejos cuando haya desaparecido nuestro mundo y sólo disfrutemos con las cosas verdaderas e inmutables. No, Marcos Hugo Finaly, no. En nombre de todos los amantes de la música, no. En nombre de todos los directores de orquesta, de todos los pianistas, de todos los intérpretes, no. En nombre de toda la humanidad sensible y con buen gusto que ha sentido latir su corazón al principio de una sinfonía, no. En nombre de todos los grandes compositores muertos, no. No, no, no y no.
  • 46. 46
  • 47. 47 CON, DE, EN, POR, SIN, SOBRE, TRAS ELAMOR LA felicidad no existe, solamente los momentos felices. Es muy cierto. Si la felicidad fuese eterna, si pudiéramos ser dichosos, estar alegres y plenamente satisfechos durante toda nuestra vida, acabaríamos muertos de aburrimiento, aburguesados, sin ambición ni personalidad y seguramente también demasiado gordos. Da frío pensar en un mundo sin lucha, donde la persona que nos gustase nos quisiera desde el primer instante, no se rompiesen nunca las cañerías del cuarto de baño y tuviésemos en seguida el objeto deseado. Gracias a Dios sólo hay momentos felices, incluso con mucha suerte temporadas felices, de esa forma el mundo sigue marchando de forma normal y a nosotros solo nos queda recordar, con nostalgia y sin amargura, los instantes, tan pocos pero tan bellos, que tuvimos en la vida de bendita felicidad: cuando sacamos al fin las oposiciones; nuestro tierno noviazgo de adolescencia; el primer sueldo en su sobre amarillo; aquella temporada de vacaciones en el mar poco después de casarnos; ese verano que nos quedamos solos en el piso de la ciudad trabajando por primera vez, adultos por primera vez; la sonrisa de nuestro bebé y tantas y tantas cosas hermosas que la vida nos regala de vez en cuando, espaciadas, para que las demos más valor. Luego las recordamos sin tristeza, conscientes de que semejante estado de ánimo perfecto no se da todos los días. El año que acabé la carrera en la Universidad, qué maravilla, joven pero ya maduro, ambicioso y seguro de mí mismo, no me hubiera cambiado por nadie en el mundo… —Siempre recordaré aquel maravilloso momento de mi vida. Cuando terminada la fiesta de nuestra boda me escapé con ella por la puerta de atrás sin despedirme de los invitados… No hay felicidad, sólo ratos felices. Tampoco existe el amor, al menos el amor eterno—“hasta que la muerte nos separe y aun entonces te seguiré queriendo”—, pero también, igual que con la dicha, están los “momentos de amor”, y las “temporadas de amor” y en algunos casos cuando hay suertecilla los “meses de amor”. Si Dios hiciese, de la noche a la mañana, que el amor durase siempre como en las novelas cursis, el mundo sería un caos. Dejarían de gobernar los jefes de Estado, se pararían las fábricas, los guardias olvidarían cómo se dirige la circulación, nadie alcanzaría la Luna, los mejores nadadores morirían ahogados y sería en poco tiempo el fin del mundo. Porque el amor nos convierte en idiotas, sólo que como dura tan poco la cosa no es demasiado grave. Cuando nos gusta una persona del sexo opuesto, cuando nos enamoramos como tigres, nos volvemos tontos siempre y sin remedio.
  • 48. 48 El joven y eficiente ingeniero se confunde en los planos, y menos mal que tiene un compañero casado hace diez años para arreglar el desaguisado; la eficiente secretaria olvida anotar la única cita importante, y siendo licenciada en Filosofía y Letras empieza a hacer faltas de ortografía; el financiero se equivoca al vender sus valores y el piloto de carreras, pobrecillo, entra mal en la última curva y no lo cuenta. Todas las preocupaciones y todos los problemas y la ambición desmedida del profesional brillante y la vanidad de la joven belleza, dejan paso a otros intereses completamente estúpidos e infantiles durante la época, afortunadamente breve, en la que se está enamorado: —Me teñiré el pelo a vetas para peinarme con flequillo y un postizo alto. Mañana no pienso trabajar porque necesito comprarme rápidamente un guardarropa nuevo… ¿Cómo no había pensado en ello antes? (Reflexiones de una jefe de empresa americana cuyo corazón late desesperadamente por un compañero de rascacielos, bastante cerrado de mollera y más bajo que ella. Por suerte, se le pasan dos semanas después, o se casa con él, y también se le pasa.) —Lo que yo tengo que hacer es rebajar tripa, vestirme más juvenil y aprender a bailar “ye-yé”… (Lo dice un arquitecto maduro y famoso enamorado de una amiguita de su sobrina durante la primavera. Menos mal que tiene un ayudante eficiente y joven que acaba de reñir con la novia y cuyo cerebro funciona normalmente.) Cuando nos enamoramos todo lo importante deja de tener interés y lo accesorio y frívolo pasa a primera fila. Que estamos sin una perra, bueno. Que hemos perdido el empleo, bueno. Que a nuestro padre le van mal los negocios, bueno. Nosotros lo que queremos es hacernos ropa. Creo que las modistas y los sastres tendrían que dedicarse a otra cosa en un mundo sin amor. Tanto los hombres como las mujeres sólo piensan en trajes cuando empiezan a interesarse más de lo debido por otra persona: —Un camisero azul turquesa, pero cortado en la cintura para que no me engorde… —¿Cómo no me había dado cuenta hasta ahora de la pinta que tengo? Parezco un oficinista inglés de hace treinta años. Voy a comprarme chaquetas claras, pantalones más anchos y camisas chillonas. Además me dejaré más largo el pelo… Si el amor durase no llegarían los trenes a su destino, se caerían las casas en construcción y los niños no aprenderían nada en las escuelas. Si el amor durase todos seríamos igual de necios: los sabios y los obreros, los cosmonautas y los científicos, las muchachas y los médicos. Pero el amor no existe, y menos mal. Sólo están las temporadas de amor, los momentos de amor y algunas veces, con mucha suerte, los meses de amor. * * * A mis lectores, que lo están viviendo, enhorabuena. Que se hayan hecho bonitos regalos el día de San Valentín. Merece la pena hacer un despilfarro porque el amor, mientras dura, es lo más hermoso, lo más apasionante, lo mejor del mundo.
  • 49. 49 CEREBROS DE CRISTAL, MALETAS TRANSPARENTES, CORAZONES DE VIDRIO HOY en día todo se habla, se cuenta, se explica. Nada hay oculto, ni secreto, ni velado. Hemos visto a los famosos en televisión tomando café en el “living” de su casa, sabemos si sus mujeres con guapas o feas, si se llevan bien con ellas y hasta el nombre de su sastre. Se comenta lo que pesó el recién nacido de tal artista famosa y cuando ésta se divorcia no tiene reparo en explicar por lo menudo a los periodistas la causa de su desacuerdo matrimonial mientras el marido se deja fotografiar en Saint Tropez, desde todos los ángulos, con la rubia que ha escogido para sustituirla. Cuatro mujeres francesas, ya maduras, cuyos maridos se escaparon con chicas jóvenes, se han dejado entrevistar por radio, dando su nombre y apellidos, y han contado su caso a miles de personas por si alguien puede sacar fruto de su triste experiencia: —Empecé a notar que estaba distraído, que no se interesaba por los problemas familiares… —Tal vez fue algo culpa mía. Tenía mucho trabajo: la oficina, tres niños, una madre anciana… Engordé, dejé de arreglarme, sólo hablaba de complicaciones caseras… No hay nada más indiscreto, más crudo, que la moderna propaganda comercial en carteles, televisión, Prensa y radio. Nos hacen las más terribles preguntas y sacan a relucir cosas de las que antes sólo se hablaba, y poco, en la intimidad.
  • 50. 50 “¿Su novio parece distraído y está frecuentemente de mal humor? ¿Está usted segura de que no le huelen mal los sobacos? Use desodorante Pa.” “Si no tiene éxito con las mujeres es tal vez por su mal aliento. Pruebe la pasta de dientes Pe y me dirá los resultados.” “Las curvas de esta buena moza que vemos en la pantalla están a su alcance con sujetadores Pi.” “¿Está su niño raquítico y hecho un asquito? Hágale desayunar el producto Pu y se convertirá en campeón de gimnasia.” Cuando una actriz de cine se encapricha de un hombre lo pregona en la Prensa mundial. La señora operada de cáncer hace años, describe en un libro su experiencia de enferma desahuciada que venció a la muerte; el alcohólico cuenta cómo se redimió y los viejos cómicos escriben sus memorias sin preocuparse de airear los trapos sucios de toda una generación. Hoy todo el mundo habla de sus enfermedades, de sus complejos, de sus hijos subnormales, de sus divorcios y de sus líos de familia. Si la vida ha perdido romanticismo y misterio no hay duda de que ha ganado franqueza, solidaridad humana y claridad. Hoy todo se airea, todo se habla, todo se enseña y todo se discute. Si nos pasa algo malo se entera media humanidad y entre toda esa gente puede haber una persona en nuestro mismo caso que nos ayude, nos aconseje, o al menos comente con nosotros el asunto lo que ya es un gran consuelo. Las muchachas enseñan las piernas, las ideas y los sentimientos. El joven al que acaba de dar calabazas la vecina de arriba no duda en contárselo entre suspiros a toda su clase de la universidad. Hasta los psiquiatras recomiendan a sus enfermos introvertidos que no se guarden nada dentro: —Cuando se enfade, grite. Si encuentra insoportable a esa persona, dígaselo. Exteriorice sus sentimientos, ésa será su mejor medicina. Sólo quedaba una cosa oculta, cerrada, opaca, con secreto, en este transparente mundo moderno. La maleta que nos llevábamos de viaje con nuestras cosas dentro. La actriz de moda, el escritor famoso, el ídolo del deporte o el “play-boy” del momento es reconocido por todo el mundo, puesto que su imagen está en los periódicos, en las revistas de gran tirada y hasta en los comedores de las casas, encuadrada por la pantalla de televisión. La gente que le cruza, charla con él en un “cocktail” o cae a su lado en el cine, sabe de su vida tanto como él mismo: el nombre de su amada, el número de sus hijos, que abusa de la ginebra, se tiñe el pelo, lee a Balzac y tiene una madre y cuatro hermanos en mala posición allá en Bretaña. Lo único que tenía oculto era el contenido de su maleta cuando iba de viaje, porque el de su cerebro y el de su corazón estaba siempre a la vista de la gente y era comentado en el mundo entero: —Brigitte Bardot ha plantado a su marido por ese otro muchacho tan tontito. Parece ser que le dan ataques nerviosos de vez en cuando y piensa vender su casa de veraneo… En esta época de corazones de vidrio, de cerebros de cristal, sólo las maletas seguían siendo de cuero opaco. Y sólo los aduaneros en su busca de contrabando podían abrir una puerta, encontrar un secreto, descubrir lo prohibido.
  • 51. 51 Tonterías. Ya no hay secretos, ni puertas, ni cosas prohibidas. Ya una muchacha inglesa ha inventado unas maletas de plástico transparente para que los aduaneros de su país, con fama de rígidos, puedan inspeccionar los equipajes desde fuera, sin abrirlos, sin revolverlos, sin tocarlos. Ahora nadie oculta nada, ni perfumes franceses en la maleta, ni amor en el corazón, ni ambición en el cerebro, ni celos en el alma: —Estoy enamorado de fulanita, cuanta más gente se entere, mejor. —Mi marido me la pega, amigas, que lo sepa la ciudad entera… —Vea, señor aduanero, no llevo contrabando. El interior de mi maleta está a la vista de usted y de todo el mundo… Magnífico, quién lo duda. Sólo que a veces echamos de menos un poco de misterio, algo de intriga, cualquier tesoro escondido que encontrar… Romanticismo tonto. Ahora la gente es mejor, menos hipócrita, más valiente, sin prejuicios. Y eso es lo más importante.
  • 52. 52
  • 53. 53 CICATRICES DE MENTIRA CUANDO éramos niños queríamos ser mayores. Si nos preguntaban la edad, muchas veces mentíamos puerilmente para envejecernos un año o dos, y al cumplir los doce o los trece, si alguien poco observador nos echaba dieciséis, nos poníamos muy orgullosos. También presumíamos de adultos cuando acabábamos de dejar la adolescencia y nuestros padres aún se ponían furiosos si llegábamos a cenar un minuto después de las diez. Igual que las muchachas, cuando salen solas por primera vez con un chico de su edad, se las dan de muy experimentadas, fuman conteniendo la tos, piden un “cuba libre” sin saber lo que es, y se dejan llevar de su imaginación calenturienta para demostrar a su “flirt” que han vivido mucho: —El verano pasado, en Zumaya, tenía yo un novio francés la mar de fresco… Me llevaba a cenar a un “restaurant” pequeñito y romántico, del otro lado de la frontera, y volvíamos a casa ya amanecido… Es natural. Los muy jóvenes son igual de inteligentes que los adultos, con mayores facultades y visión más clara de las cosas y podrían actuar incluso más brillantemente que ellos si tuvieran sus años de estudio, la experiencia, los malos ratos y la costumbre de luchar que los hombres hechos han adquirido en su dilatado paso por la vida. Ellos lo intuyen vagamente así y por eso inventan cosas
  • 54. 54 que nunca les pasaron, ya que les gustaría tener la experiencia de haberlas vivido sin el riesgo que eso significa. Desearían, naturalmente, tener una carrera universitaria, con todos los conocimientos que lleva consigo, sin necesidad de pasarse cinco años adquiriéndolos. Quieren ser duros sin lucha, cultos sin estudiar, experimentados e independientes sin separarse de su familia, amantes y maridos sin la responsabilidad de una familia, deportistas sin hacer gimnasia, triunfadores sin esfuerzo. Pero también son inteligentes y realistas, y como saben que eso es imposible, emprenden alegremente un camino largo y duro, sin quejarse, para llegar a tener un buen puesto en el mundo. Sólo que apenas iniciado les encanta “farolear” un poco, como si ya estuvieran al final de la jornada y de vuelta de las cosas: —Cogí la última curva a ciento veinte—comenta el muchacho que estrena coche y carnet de conducir—y al llegar al final pisé el acelerador hasta la tabla y pasé a un “Mercedes” del último modelo… —Pues me ofrecieron veinte mil pesetas al mes—miente con sus amigos el flamante profesional de hace tres días—, pero me pareció poco y voy a buscar algo mejor, teniendo en cuenta lo que puedo rendir. También quisieran haber sufrido, porque eso hace interesante, y hasta se inventan un dolor terrible sin saber siquiera lo que es eso. La chica que ha salido tres veces al cine con un compañero de universidad y luego “si te he visto no me acuerdo”, se convierte en una novia abandonada y enferma de tristeza, quisiera morirse de angustia o suicidarse, siempre, claro, que una pudiera estar muerta sólo un ratito. El muchacho que encuentra mona a la hermana de su amigo y cree que está “enamorado como un tigre”, y cuando le dicen que ella tiene novio se pasa tres días hecho polvo y pensando que no volverá a amar “nunca más” y que “las mujeres se han acabado para él”. De esa particular manera de ser, tan propia de la juventud, ha nacido la nueva moda inglesa, que consiste en ponerse en la cara cicatrices postizas. Heridas sin lucha, tajos sin cuchillo, arrugas sangrientas en pieles de niño todavía sin estrenar. En Londres los muchachos “in” compran frascos “marca-cicatrices”; por una libra esterlina se puede conseguir una hermosa cuchillada en medio del rostro, como la del tristemente recordado Al Capone. Hay que hacer una raya en la mejilla con un cuentagotas, apretar los bordes y ya está… A presumir de duro sin serlo. * * * Y es que para tener éxito en nuestra época—chico de hoy con tu moto ruidosa, el pelo largo y faroleando con las jovencitas—hay que trabajar, y matarse, y ser audaz, y tener suerte, y jugar muchas veces a muchos números en la ruleta de la vida. El mundo de hoy es duro, amargo, difícil, lleno de gente lista dispuesta a todo. Para tener cicatrices en el alma, que son las que valen, las que dan
  • 55. 55 experiencia, las que convierten a un niño en un “duro” de verdad y no de película barata, es necesario haber sufrido mucho y luchado mucho; nos han tenido que cerrar puertas en las narices, habernos fallado un amigo y saber lo que es estar solo. Para sufrir por amor—chica que quieres desaparecer del mundo porque tu novio de verano sale con otra—hay que saber, primero, lo que es estar enamorada hasta los huesos, sentir a un hombre en la piel, y en el cerebro, y en la sangre, y en el alma, y hasta en las uñas. Y que se te muera, o que te plante, o, peor aún, que te decepcione, o, todavía más terrible, que te des cuenta de que no merecía ni una mirada tuya, ni un pensamiento, ni una lágrima. Las cuchilladas en el alma envejecen y las de la cara sangran; es más cómodo, y más divertido, cuando se es joven, como tú—chico de la moto humeante, de la melena y de los “blue-jeans”—inventarte dolores inexistentes y amores rotos, pintarte en la cara cicatrices de pega que se borran con un poco de jabón, llorar por un amor que se olvida en cuanto vuelve a cruzarse una cara bonita, y ser independiente, pero con un padre que pague los gastos. Pronto te llegará el tiempo de las arrugas verdaderas marcadas en el rostro y en el alma por el trabajo, los años, la preocupación y el dolor; esas son las verdaderas cicatrices del hombre moderno. Entretanto, hay en Carnaby Street un espabilado que vende cicatrices de mentira para muchachos de último grito. Una libra esterlina y podrás presumir de “duro” con la rubia de la esquina que suspira por ti entre tema y tema del difícil griego pre-universitario. Adelante, que demasiado pronto te marcará la vida, por todas partes, dolorosas cicatrices de verdad.
  • 56. 56
  • 57. 57 UNA CHACHA ÚLTIMO GRITO ESO del servicio se está poniendo peliagudo. Pero que peliagudísimo. El otro día en un gran supermercado de Madrid había una mujer enlutada, oliendo a “pueblo ibérico muy austero” con su hija jovencita y también enlutadísima. La niña era gorda, tipo chacha, con pierna corta y cara parada; vaya, el sueño de cualquier ama de casa española, sea duquesa, oficinista, esposa de financiero célebre o chica independiente con piso y trabajo. Aquella negrísima pareja estaba comprando una lata de atún luego de muchísimas vacilaciones, cuando se les acercó una señora de unos cuarenta años, rubia de frasco, que cogiendo a la muchacha de un brazo la explicó sonriendo de oreja a oreja. —En mi casa estarás como una reina, hijita. Lavadora, televisión, buen sueldo, trato familiar, ningún niño y salidas con el novio un domingo sí y otro también. No había tenido la chica ni tiempo de reaccionar cuando otra mujer, con una niña de la mano y otro crío subido en el carrito de las compras, se acercó como una fiera: —¿Qué tienen de malo los niños? Cuatro tengo yo, buenos, educados, serviciales y cariñosos. Serás para mí como una hija más y estoy dispuesta a darte mil pesetas más que esta loca que está intentando seducirte con malas artes… —Tonterías—terció una señora mayor de buen aspecto, con velito, traje sastre y zapatos de medio tacón—la joven estará en la gloria si se viene conmigo. Un matrimonio solo, y ya mayor, sin ganas de jolgorio y ordenado, deseando tener en la casa una muchacha para rodearla de cariño…
  • 58. 58 Las tres zarandeaban a la chica de negro intentando llevársela hacia su lado, tirándola de los brazos, agarrándola por el cuello, empujándola, hasta que su madre se puso delante en actitud defensiva y dijo dignamente: —Señoras, no las comprendo. Mi hija no ha venido a servir a Madrid como ustedes parecen creer, de ninguna manera, con las cosazas que cuentan en la capital… Nos volvemos al pueblo igual que hemos venido, en el correo de las tres y cuarto y esta misma tarde. Vamos, Alfonsa, y déjate ya de atunes, peces tienes en el río y sin necesidad de latas. De pronto la chiquilla empezó a llorar con unos hipidos que partían el alma: —¡Ojalá estuviéramos ya otra vez en el pueblo! Sólo vinimos a enterrar al padre que se cayó de un andamio en la calle de Toledo y el pobre no dijo ni ¡ay! Pero no puedo salir a la calle sin que se me eche encima alguna señora ofreciéndome el oro y el moro para que me vaya de fregona a su casa. Hasta en el cementerio se me acercó una vieja que estaba poniendo flores en la tumba de su marido. Y me quiero volver a mi casa, donde no pasan esas cosas tan raras. Verídico. Que mucha lavadora, y mucho friega platos, y venga de batidoras y de detergentes que no hay que frotar, ni aclarar, ni secar, pero ni una mala chacha que llevarnos a la boca. Como aquí estamos algo retrasadillos, y en este caso bendito retraso, resulta que todas estas cosas ocurrían hace veinte años en los países adelantados y ahora ya no tienen sirvientes de ninguna clase. Las mujeres se las arreglan tan ricamente con su aspirador, su piso funcional y su “baby sitter”, y hasta tienen más tiempo libre que nosotras cuando intentamos enseñar a Eufrasia—que se ha pasado toda su niñez recogiendo aceituna y se la hemos pisado a una amiga que nunca volverá a dirigirnos la palabra—cómo se sirve a la mesa: “Entra usted el plato por un lado y lo saca por el otro, pero sin estrangularme, por favor.” Pero veamos como se las arreglan en los otros sitios. Aquí tenemos a la señora June Lacy, de nacionalidad inglesa, bien parecida, de profesión sus labores, muchas y sin ayuda. Esta dama, que no se para en barras, al no encontrar ninguna negra que le fregara los cacharros, ni tampoco una blanca que quisiera guisar, ha decidido enseñar el oficio a su elefantito de seis meses de edad, correcto, silencioso, bien educado y carente en absoluto de imaginación, todas las cualidades requeridas para ser un sirviente perfecto. Como el tal bicho es por lo menos igual de difícil de educar que nuestra Eufrasia nacional, ha empezado por llevarle al supermercado de la localidad para irle explicando las cosas y que pronto pueda bajar solo a hacer la compra: —Verdura poca, ya sabes, que no les gusta a los niños, pero plátanos todos los días. El pescado, fresco y cortado en rajas, pescadilla mejor que merluza, que están malos los tiempos, y cuidado con los filetes, pequeños y sin desperdicio… También está enseñándole a hacer camas, a secar los cacharros con las orejas y a mecer al bebé trompa arriba, trompa abajo. Dentro de nada la chacha perfecta, el mayordomo al antiguo estilo y la niñera de confianza todo en uno. Lo malo es que cuando haya acabado su complicada educación, y el animal dócil y eficiente esté en el supermercado con su cesta a la pata empezarán las señoras de la localidad a hacerle proposiciones.
  • 59. 59 —Elefantito, que en mi casa hay menos niños y te pagaré mejor… —Adorable bicho, tendrás televisión en el cuarto… —Te trataremos como a un hijo… Total, que la casa no tiene remedio, ni con elefantes, ni con negras, ni con blancas, ni con esa de “Pazguato de Abajo”, que parecía tan bruta y todo iba como una seda hasta que ya, ya… Para qué seguir hablando. Está peliagudo. Pero que peliagudísimo. No hay más remedio que comprarse unos guantes de goma, una lavadora, un friega platos, un aspirador y un “bate-muele-exprime-guisa- lava-seca” de esos que anuncian por televisión. Tampoco es tan terrible. Que peor era antes cuando las mujeres tenían cuatro criadas estupendas, nada que hacer, un enorme piso siniestro lleno de muebles españoles, un montón de niños llenitos de perifollos y el marido, claro, siempre en el café con los amigotes. A ver qué iba a hacer el pobre.
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  • 61. 61 COSMÉTICA MASCULINA HAY algunos temas seudoliterarios que nunca pasan de moda porque la Humanidad, por más que cambie en la superficie, sigue siendo una cursi en el fondo. La soltera con niño abandonada por la sociedad y expulsada de su casa entre denuestos sigue estando al día, aunque parezca imposible, en esas novelas de cinco pesetas que venden y cambian en los quioscos. En la época de eficaces ayudas estatales a los niños y a las madres, de comprensión e instituciones variadas para todas las cosas, la joven que “pecó” y purga durante toda su vida ese pecado, aún tiene adeptos entre los aficionados al folletín de dos perras gordas. Esa triste heroína lleva hoy minifalda y medias de colores en lugar de mangas de jamón y moño en la coronilla, pero sigue actuando de la misma manera, y la madre de ahora, que tiene menos de cuarenta años y se viste más “ye-yé” que la hija, continúa en las novelas populares hablando como si recitase: —Reclama lo que es tuyo y que el honor de nuestro nombre no se vea en entredicho… Otro tema que también ha hecho correr mucha tinta, mezclada con colonia de mala calidad, es el del payaso. Recién venido de enterrar a su único hijo y teniendo que hacer reír al público bajo sus chafarrinones y nariz postiza, mientras el pobre corazón, tras el disfraz de polichinela, se rompe de pena…
  • 62. 62 ¡Ríe, payaso, ríe!, clama el público enardecido, hasta que el pobre hombre, incapaz de contenerse más, prorrumpe en incontenibles sollozos desgarradores (el lenguaje es de la novela barata, no mío) y los espectadores, creyendo que se trata de una nueva broma, aplauden regocijados. También hay el viejo “clown” que luego de una noche de gran éxito en la pista se horroriza al quitarse la pintura, frente al espejo, cuando ve su faz decrépita y grisácea surcada de hondas arrugas. Sin llegar a tanto, y sin literatura barata esta vez, a todas las mujeres hoy día les pasa algo parecido cuando se desmaquillan de cara a su imagen reflejada. Nunca han llevado las féminas tanta pintura y tantas cosas postizas encima como desde que está de moda lo natural y el no pintarse. Luego, claro, cuando una se quita todo antes de acostarse, las pestañas, el postizo del pelo, el rimmel, los rabos, la sombra, el maquillaje ocre y esa pasta blanca tan espesa que se lleva en la boca desde que no se usa lápiz labial corriente, la cara que muestra el espejo, aunque tenga dieciocho años y esté muy lejos de las “hondas arrugas” del viejo folletín, tampoco tiene nada que ver con la que tenía antes al volver de la fiesta. Hay dos mujeres, la verdadera, con el pelo corto, los ojos de otra forma, pestañas suyas, labios normales y mejillas de color natural , y la otra con sus postizos, sus pinturas y su máscara. Los antifaces fueron hechos para proteger, ayudar y engañar, igual que el moderno y sabio maquillaje de las chicas de hoy: —Yo soy así pero parezco de otra forma. Cuando quiera volveré a mí misma, cuando guste cambiaré mis rasgos postizos por otros distintos y a vivir. A vivir. Los hombres también tienen que vivir y como siempre nos tuvieron envidia, porque somos muchísimo más monas y simpáticas que ellos, se han puesto a copiarnos descaradamente y a gran escala. No sólo postizos en el pelo, no sólo pestañas ajenas sobre las suyas propias, sino que también, vaya osadía, bigotes y barbas, patillas postizas. Además, qué horror, un maquillaje discreto y, algo que me parece más razonable, cremas rejuvenecedoras, líquidos anti-arrugas y masajes en el cuello para la doble papada. Varios institutos de belleza se han abierto para hombres, en serio, de donde todos intenta salir, con un poco de trabajo y un mucho de dinero, igualitos a Gregory Peck en sus buenos tiempos. Esas cosas, por el momento, sólo ocurren así a la luz del día, en California, pero dentro de nada los habrá en la calle de Alcalá y serán nuestros hermanos, nuestros maridos, nuevos novios y, sobre todo, nuestros padres, asiduos clientes: —Quiero una barba romántica, tipo Larra, para gustarle a esa chavala soñadora que me tiene loco… —De tanto “whisky”, de tanto trasnochar y de tanta juerga se me están poniendo unas terribles bolsas en los ojos. ¿Qué maquillaje ligero debo darme para atenuarlas? ¿Se podrían reducir con una buena crema de noche?
  • 63. 63 Claro, como nosotras hemos invadido su terreno, ustedes se tiran al nuestro. Sólo que el de los hombres era más interesante, más variado, mejor. Nosotras hemos conseguido hacer casas, dirigir empresas, figurar en política, viajar por cuenta de la empresa, estudiar carrera, tener puestos de responsabilidad, como ellos. Pero si ellos lo único que han logrado para imitarlas en ponerse “make-up”, no valía la pena. Lo que sí la valdrá es ver al nuevo matrimonio del futuro, o del presente, en California, según las fotos que hoy me toca comentar, preparándose para el descanso nocturno en su maravilloso cuarto de baño de aire acondicionado. “Que yo me quito esto, que tú te pones aquello, pásame la crema, dónde está el astringente, de quien es este mechón, no confundas tus pestañas postizas con las mías que son más rubias...” Si viviera ahora García Lorca en lugar de “La casada infiel” escribiría otra comedia porque además de talento tenía, parece ser, un gran sentido del humor. Por ejemplo: “Yo me quité las pestañas, ella las botas de cuero, yo la barba colorada, ella los cuatro postizos...” Hay que ver.
  • 64. 64
  • 65. 65 NO ME CUENTE USTED SU CASO JULIA Sadler, esa chica monilla de la foto, tropezó al tomar el autobús cuando salía del trabajo y tuvo la mala suerte de romperse una pierna. Clínica, radiografías, anestesia y yeso para una temporada. Hasta aquí todo normal en un caso de fractura de tobillo. Pero resulta que cuando la muchacha reanudó su vida corriente todo el mundo y en todas partes se acercaba a preguntarle al ver su pierna escayolada: “¿Qué te pasó? ¿Cómo fue la cosa? ¿Tuviste un accidente?” Hasta que Julia, harta, pintó un letrero en su blanca media ortopédica, donde decía en letras grandes: “No me pregunten, tropecé.” Con ello pensó tener resuelto su problema y seguir trabajando y viviendo sin que nadie le volviese a hablar del asunto, pero parece ser que los indiscretos seguían indagando con curioso interés: “Y, dinos, ¿cómo tropezaste?” * * *