1. JESÚS ÁNGEL SÁNCHEZ MORENO. Miradas contrahegemónicas.
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MIRADAS CONTRAHEGEMÓNICAS. UNA EDUCACIÓN CRÍTICA DE LA MIRADA
JESÚS ÁNGEL SÁNCHEZ MORENO
1. EL PODER DE / Y LA MIRADA
1.1.Preámbulo necesario, aunque… ¿(im)prescindible?
El taller que presentamos responde al título de La fotografía, el más acá del documento.
Miradas contrahegemónicas, y aunque un taller no tiene el mismo sentido que una
ponencia, lo que presentamos reclama un texto previo, una apoyatura en forma de
armazón teórica que, de entrada, ponga coto a cualquier deriva hacia el muy de moda,
pero absolutamente banal cuando no seriamente nocivo, discurso instrumental. Sabemos
que existe una Didáctica instrumental que, disfrazada de proyecto alfabetizador, se
presenta como el fundamento de un saber que se ofrece como recurso capacitador para
formar sujetos autosuficientes. Pero bien que sabemos que la alfabetización es un fin
peligroso por insuficiente: objetivo recurrente en la escuela a lo largo de toda su historia,
la alfabetización, en todas sus dimensiones y niveles, es una empresa desvitalizadota que,
de entrada, confunde al lector con el intérprete (o mejor, que reduce a éste en aquél). La
alfabetización se limita a transmitir las normas y a convertirlas en el fin último que
justifica el acto educativo. La alfabetización, no cabe duda, se basa en la confusión
interesada entre medios y fines; su operación básica radica en lograr que los medios, las
herramientas, los instrumentos, se postulen como fines en sí mismos y así, cuanto más
preocupados estamos por demostrar destreza en el uso de esos medios, más nos alejamos
de la posibilidad de servirnos de ellos para instituirnos en sujetos soberanos. El mundo de
la Modernidad se ha construido sobre demasiados talleres, fábricas en las que lo humano
es reducido a herramienta habilitada únicamente para usar máquinas, pero no para
posicionarse en relación a su sentido. Tenemos la experiencia de lo acontecido con la
enseñanza de la lengua o del idioma: la persona que va aprendiendo los rudimentos
básicos del lenguaje adquiere la condición de lectora, sabe leer, pero esto no es condición
suficiente que nos permita afirmar que se ha constituido en intérprete. La escuela de la
Modernidad desvitalizada quiere lectores, como quiere espectadores o público; pero
abomina de los intérpretes, pues estos y sólo estos pueden proyectar luz sobre esa
trastienda donde se esconden los intereses que dan cuerpo a un sistema que naturaliza las
desigualdades y convierte las exigencias de justicia en simples entonaciones humanitarias,
cánticos piadosos. La Modernidad burguesa se afirma desde su radical oposición a las
conciencias críticas, anhela seres instrumentalizados.
El taller que presentamos pretende compartir, más que trasladar, prácticas docentes
inscritas en los cauces de la didáctica crítica, esa didáctica sólo puede entender el acto de
educar como un enseñar a pensar y jamás como un dictado e imposición de lo que debe
pensarse. El texto que desarrollamos aquí quiere ser el sustrato teórico de unas
intervenciones didácticas que, en última instancia, aspiran a contribuir de manera decidida
a la construcción de una verdadera cultura de la sospecha donde, frente al espectáculo que
es el mundo que nos construyen cada día y que nos imponen como La Realidad, los
espectadores dejen paso a los intérpretes; los mansos de espíritu a los sujetos críticos nada
dados a la credulidad y al colaboracionismo inconsciente con un sistema de valores que
hace de la asimetría la condición substancial del juego de relaciones sociales. Si
tuviéramos que responder brevemente a la pregunta de qué es lo que buscamos, sin duda
alguna diríamos que lo que perseguimos es que nadie más pueda, impunemente, terminar
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cada noche un informativo de televisión como lo hacía Ernesto Sáez de Buruaga en
Antena-3: “Así son las cosas y así se las hemos contado” sin rebelarse contra esa
conjunción copulativa que los reduce a un estado de subordinación sin remisión (o como
el rotulito permanente que transita o transitaba por encima de las cabezas de los
presentadores de CNN + y que decía algo así como: “Lo que está sucediendo lo están
viendo”). Nuestro taller, aunque se centra en la fotografía, hablará de miradas. Partimos
de la tesis de que el mundo fraguado por la Modernidad no puede ser entendido,
interpretado (interpelado), sin el análisis del papel jugado por las imágenes y los medios
que las producen con la finalidad de definirnos la realidad, de reducirnos a sus normas.
Guy Débord sentó hace ya tiempo un juicio sobre la sociedad moderna que, con el paso
del tiempo, no hace sino ganar enteros. Hablaba el teórico del Situacionismo de la
sociedad del espectáculo. ¿Quién cuestionaría hoy lo que encierra este juicio? Añadamos
únicamente que, con el paso del tiempo, el espectáculo ha ido asumiendo las mañas y
fines de la prestidigitación. Los magos y sacerdotes de las sociedades tradicionales han
dejado paso a los prestidigitadores. Siendo esto así, una de nuestras metas ha de ser avivar
una mirada soberana que no se detenga en los espacios escenográficos y penetre en las
bambalinas. Sabemos que en el mundo moderno el ojo ha de ser ese órgano subversivo
que reclamaba Cartier-Bresson (2003: 97). Una cultura crítica, un pensamiento situado,
necesitan que el ojo deje de ser un mero órgano de los sentidos para convertirse en una de
las herramientas de la conciencia.
1.2. Miradas cautivas. modernidad, imagen y sistemas de dominación
La Modernidad es en las paradojas, alguna de ellas pura paradoja fatal, como la que
explica que el triunfo de la Modernidad (positivista y burguesa) se produjera a costa de la
derrota de la Modernidad (crítica y emancipadora). Pero si bien esta relación entre
paradoja y Modernidad es algo poco discutible a la luz de las pruebas acumuladas a lo
largo del proceso de instauración del mundo moderno, debemos tener mucho cuidado en
no quedarnos en la mera dimensión estética del fenómeno y ser capaces de profundizar en
los recovecos éticos del fenómeno, pues de lo contrario lo que a todas luces es un proceso
reprobable puede consolidarse como anécdota que no requiera otro juicio que el de la
aceptación o el rechazo por el gusto. No es éste el momento para desarrollar en
profundidad el análisis sobre la paradoja fatal del mundo de la Modernidad, pero sí
conviene a nuestro proyecto hacer referencia a algo que se sitúa en la base misma del
discurso argumental que sostiene nuestra posición. En los territorios de lo (audio)visual
también encontramos rastros de las paradojas modernas.
Así, al tiempo que el mundo de la Modernidad mantiene una estrecha vinculación con la
imagen, debemos afirmar que el mundo moderno es un tiempo de miradas cautivas. Los
juegos de palabras son, como los verdaderos juegos, algo más que un simple pasatiempo:
en una época como la definida por la Modernidad, las miradas cautivadas devienen en
miradas cautivas. Todo parece, en nuestro tiempo, ser para los ojos y, sin embargo, estos
permanecen anclados en la simple condición de meros receptores sensoriales. En la era de
la reproductibilidad mecánica de las imágenes (Benjamin: 1973; 82), los analfabetos y
disléxicos de la mirada (Virilio: 1989; 19) habitan en nosotros. Heidegger lo afirmó con
rotundidad: no es que la Modernidad sea el tiempo de las imágenes por la cantidad de
ellas que se producen y nos apelan (o seducen); la Modernidad y la imagen viven una
estrecha relación porque en el proceso del devenir de lo Moderno el mundo acaba por ser
su imagen, no es que sea en imágenes, es que es su imagen. Martine Joly ahonda en esta
idea y nos la sitúa en el entorno de los mass media: “La función esperada y anunciada
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de la imagen mediática ya no es entonces la de imitar (función icónica), ni siquiera la
de hacerse pasar por el mundo (función semiótica), sino la de Ser el propio mundo,
todo el tiempo, en todas partes.” (2003; 207) Algo que no debería extrañarnos si
repensamos la Modernidad remontándonos a sus orígenes y constatamos que además del
cogito cartesiano existe otro cogito que está estrechamente vinculado con la mirada. La
Modernidad no es tan sólo Descartes, es Alberti, es Brunelleschi…, es la perspectiva.
Elemento esencial del Proyecto Moderno tiene como horizonte liberar al ser humano de su
condición de creatura, ser sumiso, carente de voluntad y obediente a unas leyes ciegas e
inmarcesibles que le determinan, y elevarlo a la condición de sujeto, es decir, ser dueño de
sus acciones, responsable de su querer, agente transformador capaz de gestarse su propio
infierno o dar vida a un paraíso en el aquí y ahora. Libertad de ser, libertad de querer,
voluntad y posibilidad de vivir sin claudicaciones. Con ser esenciales y decisivas para la
inauguración del sujeto moderno, tanto el cogito cartesiano como la sucesión de textos
que van a reclamar la inevitabilidad de la libertad como condición humana donde reside la
voluntad de poder y, por ende, la dignidad de lo humano, no pueden ser entendidos como
los únicos pilares de ese vasto proyecto emancipador que quiso ser la Modernidad.
Cuando Descartes formula su aportación decisiva al Proyecto Moderno otros como León
Baptista Alberti habían dado cuerpo más que a una herramienta para el perfeccionamiento
de la producción de imágenes a una nueva mirada que liberaba al ojo de su condición de
mero aparataje sensorial para situarlo en la órbita de la conciencia. La perspectiva da vida
al sujeto que se posiciona y que desde esa ubicación, desde esas coordenadas por él
trazadas, es capaz de construir una imagen de la realidad que más allá de su condición de
ilustración sea la manifestación del poderío cognoscitivo del ser humano que mirando
construye una interpretación objetivable de la realidad. Si hay un rasgo que ha de definir a
ese sujeto moderno es un ser en situación (Castilla del Pino: 19785) Al trazar la
perspectiva se hace algo más que construir un andamiaje racional para la mirada que nos
permita reproducir con toda la fidelidad posible el mundo que nos rodea. De la misma
manera que cuando contemplo una fotografía que he construido desde mi ojo situado al
otro lado del visor, lo que veo no es esencialmente un exterior (lo visible en mi entorno)
sino mi mirada sobre eso que está ahí en forma de foto, así también la perspectiva no
sólo proyecta luz sobre el mundo, también me hace consciente de mi posición, de mi
situación. Objetiva una realidad que al ser fruto de mi mirada, me objetiva a mí al mismo
tiempo. Con la perspectiva se abre una era nueva: la mirada se sitúa; el sujeto se
posiciona.
Razón y mirada (perspectiva), un binomio moderno. Instrumentos de poder llamados a dar
vida a un nuevo mundo liberado de las tinieblas, liberado del sometimiento sin remisión,
de la obediencia servil. Mira y piensa: actúa, transforma, asume la soberanía que le
corresponde como ser humano. Así nació el proyecto moderno y, como bien sabemos, su
proceso ha devenido uno de tantos naufragios que definen la historia de la Modernidad.
Sebald (2002; 32) le hace decir a su personaje Austerlitz algo que bien podríamos asumir
como memorial de un fracaso: “nuestros mejores planes, en su proceso de realización,
se convertían exactamente en lo contrario.” ¿Qué quedó de todo ese proyecto moderno
que habría de emancipar al ser humano y dotarle de la voluntad de poder? No podemos en
el marco de esta contribución detenernos en el análisis del proceso que lleva al fracaso del
proyecto moderno; sí, recordar las precisas palabras de Adorno y Horkheimer: “En el
camino desde la mitología a la logística ha perdido el pensamiento el momento de la
reflexión sobre sí mismo, y la maquinaria mutila hoy a los hombres, aun cuando los
sustenta” (1994; 90). Derrota. La razón, “puro órgano de fines” (1994; 83) termina
convertida “en la funcionalidad sin finalidad, que justamente por ello se deja acomodar a
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cualquier fin” (1994; 136). El cogito cartesiano deviene simple slogan. ¿Y la perspectiva?,
enseguida colonizada por el poder y por sus propias limitaciones, la perspectiva dio vida a
una mirada que ha acabado en mirada electrodomesticada. Sólo que en este caso, y a
diferencia de lo ocurrido con la razón sustantiva cartesiana, la atrofia de la mirada
moderna ha contado con la connivencia inocente (siendo esto un claro agravante) de,
incluso, la inmensa mayoría de quienes apostaban por el proyecto moderno en su
dimensión emancipadora. El naufragio de la mirada moderna, su imposibilidad, ha ido
ligada al (des)prestigio de la imagen que se ha visto reducida, recluida, en mera
ilustración, con una rotunda minúscula inicial que señala bien cuál es el aprecio del que ha
gozado. Pero si bien no debemos abordar aquí el estudio detallado del fracaso del
proyecto moderno, si es necesario que esbocemos alguna razón para el proceso que ha
hecho que el proyectado sujeto moderno devenga con el correr del tiempo en simple
espectador que, a lo más que ha llegado, es a convertirse en telespectador.
La imposibilidad de la mirada moderna se empieza a gestar en el momento mismo de su
origen. Como hemos de sintetizar algo tremendamente complejo se nos permitirá que
eludamos un análisis genealógico de esta derrota y que nos centremos en lo que
consideramos argumento nodal que da cuenta de este fracaso. Escribía Don DeLillo en su
novela Submundo que quien controla tu mirada, te domina, te posee. Así de sencillo.
Digámoslo de otra forma: quien traza la perspectiva y la impone a otros está trazando el
campo de juego y dictando las normas del juego, normas que él, y sólo él, manejará con
soltura convirtiéndose así en sempieterno ganador. Al final ha resultado que el Panóptico
soñado-temido no ha resultado ser ese ojo que siempre nos mira, que no cesa de vigilarnos
en todo momento. Ese gran ojo pertenece, no lo olvidemos, a otros tiempos, tiempos
teocráticos de dioses y creaturas, donde el poder, absoluto, apenas necesitaba otra cosa
que la fuerza bruta para someter, para alimentar los miedos que quebraban toda esperanza
de libertad. No, el Panóptico de verdad ha resultado ser una creación moderna que ha ido
perfeccionando su capacidad de sometimiento al ritmo que le han marcado los progresos
tecnológicos en los procesos de registro/construcción y difusión de imágenes. Estar
siempre mirándonos es una forma de vigilar efectiva pero ingrata por incómoda ya que
sujeta tanto al sometido como al ojo que vigila. El Estado moderno que va a ir cobrando
cuerpo especialmente a lo largo del XIX, requiere algo más instantáneo, más eficaz. Quien
controla tu mirada te posee: el Panóptico nos somete a través de la conformación de
nuestras miradas. La mirada moderna es una mirada construida para anclarnos en
público, en espectadores que siempre están al otro lado y fuera del verdadero espectáculo.
El espectador se somete; el televidente cree. El Poder en tiempos de la Modernidad ha
redefinido las relaciones de dominación para inmunizar al sistema contra cualquier
posibilidad de rebelión. Hacer impensable la revolución; hacer imposible todo deseo de
transformación radical de la situación. El Poder, lo sabemos, se define de muchas
maneras, pero hay una que incluye a casi todas las demás: poder es la capacidad para
definir e imponer lo definido a los demás. La máxima aspiración, ahora y siempre, por
parte de quienes son y permanecen siendo Poder es la de definir la realidad e imponer esa
definición como un saber o una imagen naturalizada, incuestionable por incuestionada. La
Modernidad y sus gadgets han hecho posible el sueño de los dictadores. La Realidad es
eso que ellos construyen mediante instrumentos ensalzados como fines: desde la
perspectiva renacentista a los sistemas de (re)construcción digitales toda una serie de
medios impostados han labrado el camino para que la realidad sea eso que nos muestran
los informativos de televisión o las ficciones o los spots. Tenía razón Guy Debord:
sociedad del espectáculo. Se equivoca Vattimo: sociedad transparente merced a los media.
El Panóptico perfecto: la mejor manera de controlar tu mirada es que yo sea quien la
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modele, quien la conforme, quien la confirme. Tus ojos son tuyos, tu visión te pertenece,
pero tu mirada no. La ocupación efectiva de la mirada moderna por parte de quienes, aun
siendo modernos, nunca creyeron ni desearon simetrías en los juegos de relaciones
sociales es un rasgo importante del crepúsculo del proyecto moderno. Y a pesar de ello, la
imposibilidad de la mirada ha permanecido invisible. Cuando se habla y se escribe sobre
el fracaso de la Modernidad, la mirada permanece ausente. Y esto, al final, es lo peor,
porque siendo como somos analfabetos de la mirada en los sentidos que tanto MoholyNagy como Walter Benjamin apuntaron en la primera mitad del siglo pasado, no sabemos
que lo somos y de ahí que nadie se indigne cuando un busto parlante repite noche tras
noche el “así son las cosas y así se las hemos contado”. Letanía del Panóptico perfecto.
El tiempo de la Modernidad descubrió el gran poder de la imagen. Un poder soñado en los
tiempos que antecedieron al mundo moderno, pero sólo posible desde ese instante en que
el pensamiento renacentista abrió camino con su perspectiva a modos de mirar que eran
formas de poder. Y como todo aquello susceptible de ser poder, la imagen y la mirada
fueron secuestradas en aras del sostenimiento de sistemas hegemónicos que, sin el
concurso de esa realidad producida en forma de imágenes electro-domésticas para miradas
domesticadas, hubieran requerido esfuerzos ingentes para mantenerse en el escenario
asimétrico que sigue siendo el mundo de la vida. John Tagg resume bien este proceso
cuando en su libro El peso de la representación (2005) analiza el momento histórico en el
que se dieron “las condiciones para un sorprendente encuentro –cuyas consecuencias aún
estamos viviendo- entre una forma novedosa de Estado y una tecnología de conocimiento
nueva y en desarrollo, señalar la argumentación trazada por este autor cuando vincula el
desarrollo de la fotografía como medio y mercancía de masas, algo que empieza a
producirse a finales del XIX, en un contexto socioeconómico marcado por los cambios
que iba introduciendo la IIª Revolución Industrial a la par que, en el terreno políticosocial, empezaba a fraguar, entre los sectores burgueses ascendentes, la necesidad de una
coalición de intereses entre estas nuevas clases hegemónicas y los antiguos detentadores
del poder para contrarrestar el peligro que suponían unos movimientos obreros
ideologizados y, por lo tanto, organizados. Para lograr consolidar estas nuevas estructuras
de poder era imprescindible “el establecimiento de un nuevo <<régimen de verdad>> y
un nuevo <<régimen de sentido>>” (2005: 82) La fotografía primero, seguida por las
demás fases evolutivas de los medios de producción y difusión de imágenes, se
convirtieron en los elementos clave para el establecimiento de estos nuevos regímenes en
una amplia gama de posibilidades: construcción de la realidad como paso previo para
su definición e imposición; sistemas de archivo, como métodos de vigilancia,
catalogación y control de la ciudadanía… El poder de la mirada adquiría con las nuevas
técnicas unas posibilidades inmensas traducidas en una exacerbación sin precedentes de la
mirada del poder. Quienes intentamos recorrer las sendas de la didáctica crítica tenemos la
obligación de asumir esas palabras de Horkheimer: nuestra tarea no es sumergirnos en un
mar de nostalgias por los tiempos y proyectos rotos, sino volver a recuperar esas pretéritas
pero perennes ilusiones que un día se soñaron modernos. El proyecto moderno fracasó,
pero eso no quiere decir que las metas a las que aspiraba no deban ser retomadas y los
medios para alcanzarlas inventados o reinventados. Educar no puede ser sino esto:
recuperar el control de nuestra historia, alcanzar la soberanía, ser desde la crítica acción
transformadora. Y para ello, entre otras cosas deberemos encontrar el modo y manera de
recuperar el control de nuestras miradas. Miradas contrahegemónicas para proyectos
emancipadores.
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Antes de dar paso a la segunda parte de este trabajo marco quisiéramos volver a Martine
Joly. Todo su libro es un clamor en pos de una imagen que tenga, necesaria e
inevitablemente, no sólo un constructor, sino, también y sobre todo, un intérprete.
Así de sencilla es la fórmula que intenta desarbolar la asimetría social en el campo de las
imágenes. Un ojo que mira y construye una imagen que es ofrecida a millones de ojos que
se enfrentan a esa imagen desde la única posible condición que instituye al intérprete (y
bien sabemos que no basta conocer los rudimentos de un idioma para oficiar de
intérprete). La mera alfabetización no garantiza al intérprete. Éste es, fundamentalmente,
mirada crítica. Una mirada que, ante todo, sabe que detrás de toda imagen existe otra
mirada; sabe que toda imagen, en la era de su (re)producción técnica, desborda el
mero carácter de representación más o menos naturalizada de la realidad para
erigirse Significado, interpretación construida, intención sin concesiones. La imagen
como lugar de encuentro de, al menos, dos miradas, intersección de dos voluntades, la
constructora y la receptora activa, ambas en una libre intersección dialéctica de
argumentos. Esto, como señala Joly, implica necesariamente que primeramente pongamos
a la imagen en su verdadera dimensión: “Una de dos. O se percibe la imagen como se
percibe el mundo mismo y entonces cabe preguntarse en qué nos influiría más que el
propio mundo. O bien se trata de una organización filtrada de datos del mundo, una
interpretación, un <<discurso sobre>> el mundo (que sin duda deseamos confundir con el
mundo mismo por todo tipo de razones) y entonces ¡es urgente que nos concienciemos
de su funcionamiento semiótico y de sus modalidades interpretativas!” (2003; 208) La
negrita es nuestra. Sólo así, entendemos, el poder de la mirada no será el de la mirada
unívoca y rotunda del poder entendido como dominación.
2. MIRADA Y DIDÁCTICA CRÍTICA: EL DOCUMENTO FOTOGRÁFICO
2.1.La fotografía, el más acá del documento.
En la imprescindible tarea educativa por contribuir a la construcción de una verdadera
cultura de la imagen, imprescindible para urdir una cultura crítica, la formación de una
mirada soberana implica numerosos actos educativos. Uno de ellos, y no el menos
importante, radica justamente en forzarnos a reflexionar críticamente sobre ese acto
cotidiano que, para una inmensa mayoría de la población, es el acto fotográfico.
Entendemos por éste no sólo el instante de la toma de fotografías, sino también nuestra
convivencia diaria con documentos fotográficos. Desde que a finales del XIX, Eastman
lanzara su imperio, Kodak, y comenzara el proceso de popularización de las cámaras
fotográficas hasta desembocar en nuestros días de píxeles y softwares, la fotografía se
ha convertido en una herramienta poliédrica pues es instrumento y producto (es la toma
y la foto positivada o visionada en el entorno digital), es proceso productivo y artículo
(y, sobre todo y por encima de todo, es mercancía que circula de forma fluida
generando pingües beneficios económicos y reportando no menos importantes réditos
sociopolíticos). Bourdieu estudió en los años 60 la relevancia social del acto fotográfico
para el hombre medio (2003) Nosotros debemos repensar la fotografía para el sujeto
media.
La fotografía tiene varios progenitores, pero sólo uno suele ser reconocido como tal, el
francés Niépce que logró fijar una imagen alrededor de 1826. En 1839 la fotografía ya
es una realidad técnica, pero sobre todo ya es una realidad política. En ese año la
Asamblea francesa propuso y logró que el Estado francés adquiriera el invento de la
fotografía y lo hiciese público (Freund: 1976; 13) Es fácil caer en la tentación de
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afirmar que la fotografía pasaba a ser un bien público, pero creemos que sería más
adecuado afirmar que la fotografía se convertía en un bien de Estado, un instrumento
al servicio del Estado en un abanico amplio de intereses que irían desde el más inocente,
ganar puntos en esa carrera por ser la potencia más moderna, hasta el menos simple,
apropiarse de una herramienta, de un instrumento y, sobre todo, de sus productos para
ponerlos al servicio de los intereses de los grupos hegemónicos en su lucha por
consolidar y mantener un sistema social asimétrico sustentado en un nuevo régimen. El
origen divino del poder ya no era argumento válido. Ahora nacía la exigencia de un
origen técnico más que humano en el contexto de un cambio evidente de mentalidades
con esa orientación positivista tecnocientífica que el XIX entronizó. En 1839 la
fotografía, en cuanto técnica, aún era una recién nacida, pero como instrumento de
poder era ya una realidad política. Es evidente que a las clases hegemónicas les
preocupaba menos asegurarse el monopolio de una industria, algo que no representaba
un problema serio, que monopolizar el control sobre un procedimiento que, al igual que
siglos antes le ocurriera a la perspectiva, podía ser un enemigo poderoso o un aliado
inmensamente eficaz. Dicho de otra manera, a las clases hegemónicas les importaba
menos la fotografía que las fotografías, menos la técnica de producción que los
productos. Así, en ese año de 1839 el Estado francés se apropiaba de un mecanismo de
poder más que de una técnica auxiliar, le interesaba menos el progreso que el poder
porque, en el fondo, sabían perfectamente que el progreso, su progreso, era tan sólo una
manifestación de su poder. Incluso en un Estado menos avanzado que el francés como
era el caso del español, el valor político de la fotografía fue pronto apreciado, y así, la
reina Isabel II protagonizó un fichaje propio de tiempos más galácticos. Como señala
Publio López, en 1850 llegaba a España el fotógrafo inglés Clifford, siendo contratado
en 1858 para acompañar a la reina en sus viajes por el país con la finalidad de “dejar
testimonio gráfico de la España monumental y progresada que quería mostrarse al
mundo como prueba de las excelencias de la monarquía” (López Mondéjar: 1997;
43) La mirada de Clifford puesta al servicio de una escenografía, la escenografía del
poder en cuanto que constructor y dictador de sentido. Una vez más se repetía el
proceso que había determinado el porvenir de la mirada moderna en el alba de la
perspectiva renacentista. La fotografía se presentaba como un instrumento de alto valor
estratégico que podía significar el principio de un tiempo nuevo basado, entre otras
cosas, en unas nuevas relaciones sociales más justas, pero también podía contribuir,
como así ha sido, a la perpetuación de los sistemas de dominación en una fase más
perfeccionada, más eficaz. La fotografía, como ocurriera con la perspectiva, permitía
tanto el poder de la mirada como la mirada del poder. Es evidente que fue esta última la
que salió reforzada.
La fotografía en cuanto que mirada del poder moderno es el primer paso de ese proceso
que se extiende a lo largo del XIX y del XX a través de una serie de estadios marcados
por los progresos técnicos relativos a los procesos de construcción visual primero,
audiovisual poco después, de la realidad. Ese proceso sigue hoy muy vivo porque no en
vano, desde finales del siglo pasado, hemos entrado en un nuevo tiempo de
posibilidades para esa eterna fracasada que es la mirada moderna tal y como la hemos
definido en la primera parte. En los años 40 del siglo XIX, las clases hegemónicas,
instaladas ya en el poder o en camino de hacerlo, se apropian del invento
determinando su sentido; medio siglo después de haber sido estatalizada, la fotografía
pasa a ser, de manos de un norteamericano, George Eastman, una industria de masas.
Así se cierra un círculo: si la fotografía había empezado siendo ojo público (archivos
policiales, miradas escrutadoras, control visual…), con Eastman y la primera piedra del
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imperio Kodak, la fotografía pasa a ser el ojo del público. Hablo de ojos, pero pienso en
miradas. Ese ojo público es, ciertamente, una mirada, la mirada del poder. El ojo del
público, que podría haber sido un enjambre de miradas, deviene mirada desvitalizada,
de quien contempla pasivamente la obra que otro le ofrece para su consumo, y la mirada
de quien construye obras ignorante del sentido de su acto. Una de las grandes
construcciones de la modernidad hegemónica es la mirada espectacular, ese ojo del
público que no nace casualmente sino que es fruto de una interesada estrategia de
dominación. La mirada del espectador es una mirada anulada, conformada desde fuera,
desde los intereses de quienes controlan el espectáculo: quien define tu mirada te define
y, por lo tanto, te posee.
El control ideológico de la fotografía pasa no tanto por hurtarle a la gente el disfrute de
la nueva tecnología de producción de imágenes, como por determinar el sentido de esas
imágenes, conformar el sentido de los documentos fotográficos como medio suficiente
para constreñir la nueva mirada que podía nacer con la fotografía. Ese control
ideológico contó con los argumentos candorosos de un sector de personas ligadas
directamente al desarrollo de la fotografía. Personas como Fox Talbot, el otro inventor
de la fotografía, que imbuidas por el ambiente positivista lleno de ingenua veneración
acrítica de la técnica y de rendición incondicional a una idea de progreso complaciente,
determinaron desde el inicio al documento fotográfico situándolo en un más allá que
serviría a la postre para desactivar a ese agente perturbador que, a decir de CartierBresson, es nuestro órgano visual (2003; 97). Para Fox Talbot la fotografía es el lápiz
de la naturaleza. Una frase quizá expresada en tono cuasi poético y, sin duda, imbuida
de ese candor tecnocientífico que acompaña a la Modernidad, pero que a la postre se
convirtió en fundamento del control ideológico de la fotografía. La afirmación anterior
contribuyó a naturalizar los procesos ligados al acto fotográfico. Así, una fotografía
pasa a ser un acto pasivo en el que intervienen fenómenos naturales (la luz y los agentes
químicos fotosensibles) que, como todo lo natural, no obedecen a interés alguno.
Triunfo de la objetividad. Una fotografía es tan sólo (un tan sólo que es un sobre todo)
una reproducción fría, objetiva, por lo tanto incuestionable, de la realidad. Lo que la
cámara capta es y no puede no ser. Lo que la cámara capta, visto con el paso del tiempo,
fue y no puede no haber sido. La fotografía es un testigo irrecusable e incuestionable.
Ontología pura, ideología plena. Los documentos fotográficos son reproducciones,
término en el que el prefijo re carga con la operación de conformación ideológica de su
sentido. Naturalizar el acto fotográfico significa hurtar de manera harto eficaz la
verdadera dimensión de la fotografía: una foto no es una construcción sino una
reproducción; una foto no es un texto (pues todo texto entraña interpretación) sino una
sencilla ilustración. Lo que ha sucedido lo está usted viendo en esas fotografías trazadas
con el lápiz de la naturaleza. El objetivo, ojo mecánico, invisibiliza al ojo humano que
está al otro lado del visor. Si nos remitimos a las relaciones entre fotografía e historia,
podemos apreciar cómo inmediatamente el historicismo más dogmático se apropió de la
fotografía tal y como señaló Kracauer en su obra de 1927, “La fotografía” (About y
Chéroux. 2001: 10-11) recordándonos que Daguerre, pionero de la fotografía, fue
contemporáneo de von Ranke jefe de filas del historicismo. No ha de extrañarnos esta
vinculación entre la historia entendida como saber disciplinado al servicio de la
construcción de las diversas identidades que articulan los sistemas de dominación
(desde la identidad nacional hasta la justificación del poder y de sus actos) y la
fotografía entendida como prueba de historia. La historia monumental gusta de
presentarse como un saber que se limita a relatar los hechos tal cual sucedieron
(naturalización del saber). La fotografía es vendida como testimonio registrado por un
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objetivo. Entre ambas se daba un maridaje perfecto. Una operación de importante valor
estratégico: quien controla el proceso de producción de fotografías y el proceso de
difusión de las mismas, controla ni más ni menos que la herramienta que inaugura un
nuevo modo de producción de la realidad, dimensión última y máxima en los procesos
de dominación. Quien define la realidad y logra imponer esta definición como un
axioma incuestionable define y controla a esas miradas receptoras que, así, van a ser
simples lectoras, pero nunca intérpretes de esa serie de documentos presentados como
testimonios fieles, los más fieles de todos los testimonios porque en su producción, nos
dicen, lo humano es accesorio. Esta operación se completa en un nuevo paso:
controlado el documento es preciso, ahora, para no dejar cabos sueltos, conformar la
mirada de los receptores y como la fotografía desemboca pronto en una industria
dirigida al consumo de masas la construcción de la mirada de los receptores pasa por
tener presente que estos, en algún momento de sus vidas, serán también productores de
realidades fotografiadas. De la misma manera que en la teoría marxista el proceso
industrial ha de contar con la necesaria alienación del obrero, aquí también se precisa la
alienación del fotógrafo ocasional que, para bien de la industria, se desea habite en el
mayor número posible de familias. ¿En qué consiste esta alienación? Siguiendo el
análisis realizado por Bourdieu y sus colaboradores podríamos decir que esta alienación
tiene su elemento medular en la invisibilización del “excedente de significación que
revela (toda fotografía), en la medida en que participa de la simbólica de una época, de
una clase o de un grupo artístico” (Bourdieu. 2003 PÁG. 44). Estamos hablando de otra
plusvalía situada no en el ámbito de lo económico sino en el más importante espacio
del saber sobre. Digámoslo ya, el valor del documento fotográfico, su potencionalidad
trasgresora, su fuerza en cuanto que dialéctica negativa, reside en ese plusvalor que pasa
desapercibido al sujeto medio cuando toma su cámara para ilustrar un acontecimiento
de su vida y que, siendo incapaz de percibirlo entonces, ni siquiera se plantea buscarlo
en las fotografías que los otros le ofrecen para su contemplación. Mirada conformada,
mirada limitada a ver sin desear rebuscar en la trastienda de lo visto. Mirada mutilada
ésa que se deleita en la superficie de las fotos con una mezcla de curiosidad sin deseo y
nostalgia. Anulación del sentido. Apropiación del significado. La fotografía se marchita
como simple reproducción, copia, mímesis. Esta mirada alienada la podemos rastrear no
muy lejos de nosotros mismos y de los entornos en los que nos movemos, pues a pesar
de los años, de los progresos técnicos y del avance de una cierta sospecha, esta mirada
sigue dominando el panorama del hombre-media. Benjamin nos advertía en los años 30
del XX sobre los analfabetos del futuro, aquellos que ignoraran la fotografía y, sobre
todo, quienes fueran incapaces de saber qué estaban haciendo cuando tomaban una foto:
“¿Pero es que no es menos analfabeto un fotógrafo que no sabe leer sus propias
imágenes? ¿No se convertirá la leyenda en uno de los componentes esenciales de las
fotos?” (Benjamin. 1973: 82). La leyenda, el pie de foto, el contexto verbal que
envuelve a la foto entendida como ilustración y la reduce a una mera funcionalidad sin
finalidad. Apenas medio siglo después, Virilio convertía la advertencia del pensador
alemán en diagnóstico de una grave enfermedad: en el tiempo de las imágenes
sobreabundan los analfabetos y disléxicos de la mirada (Virilio: 1989; 19)
En Adiós a Berlín, Ch. Isherwood, pone en la voz del narrador estas palabras: “Yo soy
como una cámara con el obturador abierto, pasiva, minuciosa, incapaz de pensar.
Capto la imagen del hombre que se afeita en la ventana de enfrente y la de la mujer en
kimono, lavándose la cabeza. Habrá que revelarlas algún día, fijarlas cuidadosamente en
el papel” (1986; 9). La negrita, por supuesto, es nuestra y en ella no sólo se revela la
ideología dominante sobre el sentido de la fotografía sino, sobre todo, cómo esa
10. JESÚS ÁNGEL SÁNCHEZ MORENO. Miradas contrahegemónicas.
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ideología ha colonizado la mirada de la gente para convertirla en mirada discapacitada
porque quien piensa así no es capaz de escapar de la idea de reproducción para situarse
en la de construcción, no salta desde la fría ilustración al argumento elaborado.
Asombra, sin duda, que ya camino del segundo centenario de la fotografía todavía haya
personas, incluso algunas de ellas formadas en el pensamiento crítico, que sostengan
con rotundidad que una fotografía nunca podrá ser un argumento. Triunfo del sistema.
Debacle de la mirada en un tiempo en el que, recordemos lo afirmado en la primera
parte de este escrito, el mundo es su imagen. Esa plusvalía de saber que nos es sustraída
con nuestra inconsciente complicidad confirma, reafirma, unas relaciones asimétricas de
poder en las que lo peor de todo es que el analfabeto no sabe que lo es, sino que piensa
todo lo contrario. Y así se viene hablando de cultura de la imagen en un tiempo de
analfabetos.
Si tuviéramos que señalar un hito en este desplazamiento del sentido de la fotografía
hacia un más allá que la aleja del control humano y la sitúa en el reino de las esencias
incuestionadas por incuestionables, este hito podría ser resumido sin duda en el slogan
publicitario con el que en 1888-89 Eastman se lanzó a la conquista del mercado de
masas para sus productos Kodak. Un slogan que es más que un reclamo publicitario y
que condensa el núcleo medular de la conformación de la mirada de masas en la era de
la reproductibilidad mecánica de las imágenes: “Usted apriete el botón, nosotros
haremos el resto”. Hubo otros reclamos publicitarios, como por ejemplo “cualquiera
que sea capaz de tocar un timbre y de hacer girar una llave en la cerradura es capaz
también de sacar fotos con este aparato” ( J.C. Lemagny y A. Rouillé. 1988: 80), pero
es sin duda el de Kodak el que con más cinismo reproduce el proceso de alienación de
la mirada en los tiempos de la fotografía. Usted no debe hacer otra cosa que apretar un
botón. Genial. Ni siquiera se habla de mirar a través de un visor, lógico porque de
hacerlo estaríamos abriendo paso a una consideración indeseada de la fotografía como
sistema de encuadre y, por lo tanto, construcción más que representación de la realidad.
Usted apriete un botón y luego despreocúpese: nosotros le haremos el resto. Nosotros,
tal vez el pronombre más cínico y peligroso de todos los pronombres. Una primera
persona del plural que parece incluirnos, por proximidad, y que, al contrario, nos
excluye. El más allá del documento fotográfico es ese lugar donde reside ese nosotros
que nos evita las preocupaciones de tener que pensar. Ellos se encargan de todo.
Nuestra mirada ha sido colonizada definitivamente y todos los avatares tecnológicos,
económicos y sociopolíticos del siglo XX no han hecho sino profundizar en esa
alienación que nos aboca a una confusión dramática. Desde que la fotografía deja de ser
un embrión de la tecno-ciencia moderna otros miran por nosotros para escenografiar lo
visible identificado con lo real y forzarnos a un nuevo credo: “así son las cosas y así se
las hemos mostrado”. Una ilustración es, ante todo, un santo.
Desde la perspectiva de las CC.SS., la fotografía ha contribuido de manera eficaz a
consolidar una cultura del acontecimiento. Fragmentación total y totalizadora que
imposibilita análisis genealógicos, que desactiva el pensamiento situado y consolida el
triunfo de esa historia monumental y anticuaria contra la que arremetía Nietzsche
(1999). Todo se consume en un instante cuando los instantes, lo sabemos bien, son la
ruina del pensar históricamente. El mundo de la vida, ese que atañe al pensamiento
social, se cosifica al ser reducido a sus fragmentos. Esto es especialmente importante
desde el momento en que, a finales de la década de los 80 del XIX, la fotografía se
incorpora a la prensa. “El principio según el cual un acontecimiento, para convertirse en
histórico, debe existir en el instante ha sido introducido por la fotografía” (V. Lavoie:
11. JESÚS ÁNGEL SÁNCHEZ MORENO. Miradas contrahegemónicas.
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sin fecha; 202-203) se consolida cuando las fotos son incorporadas a los medios de
comunicación escritos. Justamente esto, la exaltación o la rendición completa a la idea
de instante asociada a hecho histórico aséptico, es lo que hace que la fotografía devenga
memoria vacua, espectáculo desorientador, compendio ilustrado de acontecimientos a
los que se les ha hurtado el sentido. El gran peligro de esta consideración de la
fotografía como ilustración instantánea de un hecho sin juicio sigue vigente hoy cuando
un mercado como el de la nostalgia, mercado que siempre ha existido pero que se
renueva en sus formas y en sus mercancías para satisfacer una demanda creada
artificialmente, atraviesa por sus mejores momentos y así, muchas de las publicaciones
que están desembarcando en las librerías con la etiqueta de fotohistorias se extravían
“en una (simplona) historia ilustrada de imágenes del pasado” (Vega: sin fecha; 82). En
este sentido viene bien recordar lo que señala M. Joly (2003; 212) al detenerse a
considerar la relación entre imagen y memoria. La autora nos urge a tomar partido por
“considerar la imagen bien como conformación de la memoria, bien como
contenido de la memoria”. Es evidente que la doxa dominante postula e impone lo
segundo y así es como la mayoría de las personas viven en su relación con los
documentos fotográficos.
Podríamos seguir perfilando ese más allá en el que, desde su origen, la mirada del poder
a través de sus instituciones y saberes ha colocado a la fotografía para reducir su
potencial emancipador, pero para los fines de este proyecto creemos suficiente con lo
expuesto. Es cierto, se nos puede decir, que el territorio de la creación fotográfica es
enorme y que desde el mismo siglo XIX hay constancia de actos fotográficos que se
sitúan del lado de las miradas críticas, como cuestionamientos abiertos y, en cierta
manera, desafíos a los marcos sociales impuestos por los grupos hegemónicos. Está, por
ejemplo, la obra de Lewis S. Hine poniendo al descubierto las miserias de la sociedad
capitalista norteamericana a principios del XX o, en la misma línea, la tal vez menos
conocida obra fotográfica y narrativa de Jacob A. Riis sobre Cómo vive la otra mitad
(2004) que proyecta una mirada entre el humanismo reformista y la crítica social sobre
ese mismo panorama, el mundo norteamericano a caballo entre el XIX y el XX. Nadie
puede negar el papel realizado por fotógrafos como R. Capa, W. Evans, D. Lange,
Salgado… cuyas miradas se han centrado en desvelar esa realidad que la mano invisible
crea y que la mirada invisible nos hurta. Quizás su postura pueda quedar reflejada en las
palabras de otro de los grandes del reportaje, McCullin, cuando señalaba que él fue de
los que creyeron que con sus miradas podrían transformar el mundo, pero que con el
paso del tiempo, al constatar el fracaso de ese deseo, se consolaba pensando que, tal
vez, algunas de sus fotos habrían logrado transformar críticamente algunas conciencias.
Sería injusto por nuestra parte, además de carente de rigor, ignorar que sí existe una
mirada fotográfica situada, comprometida, crítica, pero su escaso éxito nos debe llevar a
una última reflexión sobre las estrategias del poder para anular todo aquello que pueda
cuestionarlo seriamente. En el terreno visual, y con los matices necesarios, la censura ha
alcanzado el grado máximo de eficacia. Cierto que se han prohibido algunas fotos, que
se encarcela a reporteros gráficos y que cuando son especialmente molestos para el
poder se les asesina, pero no es menos cierto que a diferencia de lo ocurrido en otros
territorios, como el verbal, no ha existido una censura férrea, directa, un Índice de obras
prohibidas, y si no ha existido no es por respeto a las libertades, sino porque la labor
censora se realizaba en otra parte. Si uno puede interferir, controlar, conformar los
significados, no preocupa demasiado la circulación libre de los significantes. No
hablamos tanto de autocensura por parte de los fotógrafos, como de una censura que se
asienta en la incapacidad (o discapacidad) de los receptores que agotan el sentido de una
12. JESÚS ÁNGEL SÁNCHEZ MORENO. Miradas contrahegemónicas.
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imagen en su superficie, en un impacto emocional instantáneo, en un paseo
despreocupado por el paisaje denotativo de esa foto entendida como simple instantánea.
Mientras se esté seguro de que la mirada del público no va a adentrarse en los entresijos
de cada fotografía, no importa cuántas fotografías puedan mostrarse.
El más allá de la fotografía es el triunfo de una mirada hegemónica, excluyente que
construye la realidad y elabora una retórica de la imagen que se ha traducido entre otras
añagazas en ese lugar común de sobra conocido: una imagen vale más que mil palabras.
El triunfo de esta retórica visual que da vida a las miradas (electro)domesticadas
alcanza incluso a intelectuales de sobrado valor como Barthes que, queriéndolo o no,
cifran el valor de la fotografía en su “fuerza constativa” (1990) haciendo que su poder
resida más en la autentificación que en la construcción. Como señala Tagg, la fotografía
no es prueba de historia, es historia (Tagg: 2005; 87) Ahondar en el sentido de esta
frase, vivificarla, es uno de los elementos para empezar a dar vida a una educación
crítica de la mirada que se libere de la pasividad consumista del espectador para
instalarse en el rigor exigente del intérprete.
El más acá del documento fotográfico. En el texto de Tagg encontramos las líneas
maestras de ese más acá que ha de fundamentar la verdadera mirada moderna. Como
primer principio, el ya señalado en el párrafo anterior: “las fotografías no son
<<prueba>> de la historia; ellas mismas son lo histórico” (2005: 87). Idea fuerza que
surge de otra recogida también por este autor: “la fotografía como medio carece de
significado fuera de sus especificaciones históricas. (…) La fotografía como tal
carece de identidad”, su identidad es hija “de las instituciones y de los agentes que la
definen y la ponen en funcionamiento” (2005: 85) Un análisis genealógico como el
practicado por el autor inglés no pasa por alto la coincidencia entre el desarrollo de la
técnica fotográfica y el de las instituciones modernas construidas por los nuevos
detentadores del poder para gestionar, de manera más eficaz, el control, la vigilancia, la
clasificación de los siempre súbditos. Derivado de todo lo anterior, Tagg apunta un
nuevo perfil para conseguir redituar al documento fotográfico en ese más acá que nos
permita defender nuestra soberanía en un mundo que es su imagen: “Su historia (la de
la fotografía) no tiene unidad. Es un revoloteo por un campo de espacios
institucionales. Lo que debemos estudiar es ese campo, no la fotografía como tal”
(2005: 85) No es necesario señalar que las palabras de Tagg deben ser interpretadas en
la línea de no darle una relevancia exclusiva y excluyente al poder de la mirada, no
debemos rendirnos a un inexistente y absoluto poder de la fotografía (y de todas los
demás modos de producción mecánica de imágenes), pues el verdadero poder de ésta no
es otro que la mirada del poder, ese poder que siempre se define como dominación. Es
esto lo que debe ocuparnos desde los espacios del pensamiento crítico. Es esto lo que
debe movilizarnos desde la perspectiva de la didáctica crítica. Impulsar una educación
que nos habilite como sujetos en el mundo moderno implica, como venimos apuntando,
consolidar por fin esa mirada crítica, insobornable, lúcida; mirada situada en lugar de
las actuales miradas sitiadas. Una mirada, en fin, que posibilite una cultura de la imagen
que merezca ser denominada así. Mirada anidada en una cultura que sólo lo es cuando
se erige desde la sospecha, piedra angular de una inteligencia puesta al servicio, medio
y no fin, de unos valores claros e innegociables, los valores que se definen, siempre,
desde la perspectiva de un mundo tejido en juegos de relaciones simétricas.
13. JESÚS ÁNGEL SÁNCHEZ MORENO. Miradas contrahegemónicas.
13
3. MIRADAS CONTRAHEGEMÓNICAS
Situándonos en la esfera del pensamiento crítico (¿puede el pensamiento no ser crítico?)
entendemos que trabajar por una educación de la mirada es un imperativo siempre que
no reduzcamos esa educación a un ramplón aprendizaje instrumental. En la tarea de
recuperar las antiguas y frustradas ilusiones del proyecto moderno tal y como quería
Horkheimer, la forja de sujetos soberanos, situados en su mundo como intérpretes
insobornables exige repensar el papel de la imagen desde las coordenadas de miradas
críticas que sean capaces de articular las respuestas necesarias a los actos de poder. Una
vez más es Tagg el que articula el argumento cardinal para entender las relaciones de
poder en el mundo moderno: “Debemos, de una vez por todas, dejar de describir los
efectos del poder en términos negativos como exclusión, represión, censura, ocultación,
erradicación. De hecho el poder produce. Produce realidad. Produce ámbitos de
objetos, instituciones de lenguaje, rituales de verdad.” (2005: 115) Si aceptamos esta
argumentación, que no esconde su filiación con el pensamiento foucaultiano, el sujeto
que deseamos debe ser capaz de articular un discurso que sea a la vez réplica
impugnadora de esos rituales de verdad (nos derrotan a fuerza de reducirnos a la
credulidad como norma de vida) y argumento radical de un proyecto regido por la
lógica de la innegociable simetría en el juego de las relaciones sociales. Ese sujeto,
insistimos de nuevo, no puede serlo si no es capaz de desear y proyectar miradas
situadas, críticas, antihegemónicas.
La labor que aguarda a quienes emprendan el camino de una educación crítica de la
mirada no es fácil, hay demasiadas rutinas consolidadas que tenemos que derribar para
escapar de la impotencia. Tal vez, lo más complicado de la tarea que proponemos es
que ese hombre medio del que hablaba Bourdieu, esa persona mediatizada de la que
hablamos nosotros, sea consciente de la trampa que se esconde en el usted limítese a
apretar un botón y déjenos a nosotros el resto. No es tarea sencilla desvelar la perversa
intención que circula por las venas de esa frase. Como no lo es movilizar la reacción
necesaria cuando nos dicen que lo que está sucediendo lo estamos viendo o que así son
las cosas y así se las hemos contado. El sujeto moderno es aquél que sabe que esa
conjunción copulativa es un velo que oculta un porqué que es dicho, pero no
pronunciado. Ni siquiera es sencillo convencer a quienes, no lo olvidemos, no sólo
consumen fotografías sino que también hacen fotografías de que cada una de ellas se
construye desde un visor, pero en un ojo que mira. La naturaleza no sabe escribir, ni
representarse icónicamente. Urge enfrentar a la idea de una mirada naturalizada (o
mecanicista) el argumento de una mirada histórica, que no historicista, y por lo tanto
una mirada que es un producto social. Teresa Siza afirma: “En la mirada habitan otros
clandestinos, formales, históricos, ideológicos, sociales…” (Siza: sin fecha: 122)
Clandestinos, luego oficialmente inexistentes, invisibles. Una educación crítica de la
mirada tiene como horizonte hacer visibles a esos clandestinos y situarlos en el centro
de la reflexión sobre el significado y sentido de las imágenes. Sólo de esta manera
podremos sostener con rotundidad las palabras de Boris Kossoy: “Ya no hay lugar
para las imágenes desconectadas de sus condiciones de producción” (Sin fecha:
104). O lo que es lo mismo, como reclama Tagg (2005: 52), sobre todo podremos
“cuestionar la naturalidad del retrato (de cualquier foto sea del género que sea) y
sondear la obviedad de cada imagen”. De esta forma el espectador que somos podrá
mutarse en el intérprete que hemos de ser para, definitivamente, sentar las bases de una
cultura crítica.
14. JESÚS ÁNGEL SÁNCHEZ MORENO. Miradas contrahegemónicas.
14
El hecho de que ya no haya lugar para imágenes desconectadas de sus condiciones de
producción nos remite al urgente análisis que se ha de producir en las CC.SS. El espacio
de la imagen en la escuela ha sido y es, desde que Comenius introdujera su valor
pedagógico en el siglo XVII, un invariante donde las imágenes son definidas como
simples ilustraciones con una doble finalidad: entretener (aliviar el texto sobre todo en
aquellos tramos de edad más infantiles o infantilizados) y, de paso, transmitir
contenidos subyacentes en discursos no visibles en los que, las más de las veces, el
docente no repara, pero el educando, más párvulo que nunca, sí, aunque de una manera
totalmente descontextualizada que lo deja inerme ante eso que deglute sin poder ponerlo
en cuestión. Es cierto que con el correr del tiempo las imágenes en los manuales dejan
de llamarse ilustraciones para recibir el nombre de documentos (con su equipaje de
preguntas como instrucciones de obligado cumplimiento en la lectura, que no
interpretación, de su contenido); pero siguen siendo documentos anclados en ese más
allá que los mantiene como estrategias de control más que oportunidades de
conocimiento. Una didáctica crítica no puede pasar de largo sin proyectar la luz del
juicio crítico sobre tantos clandestinos que habitan en los manuales escolares, sin
desvelar la instrumentalización de la foto en la prensa y en el día a día de la vida
institucionalizada (foto e identidad; foto y registro; registro como control en el sentido
foucaultiano) Es aquí donde un cuestionamiento radical del ser de la fotografía nos abre
a horizontes hermanados con el proyecto moderno, empezando por asumir que “la
fotografía vendría a ser la manera en que, utilizando recursos y procedimientos propios,
el hombre traduce su visión del mundo o, en otras palabras, la manera en que el
mundo es expresado en términos fotográficos”, (C. Vega: sin fecha; 79). Construcción
simbólica de la realidad desde una situación que no se resume tan sólo en los elementos
técnicos y espaciales que conforman la toma, sino que, sobre todo, se asume como una
producción intencional, manipulación de lo visible para dar cuerpo a argumentos,
doctrinas, valores…, a esa retórica de la verdad donde la prestidigitación vive tan
cómoda.
La fotografía como mirada situada nos posibilita, desde la didáctica crítica, trabajar en
una multiplicidad de líneas, pero queremos resaltar ahora sólo dos de ellas. Repensar la
fotografía desde su condición de texto social y socialmente producido nos permite
impugnar tanto la cultura del fragmento como las didácticas de la certeza, dos de los
aparatos que el sistema produce en la escuela como institución encargada de la
reproducción de las obediencias debidas. Contra la cultura del fragmento: toda
fotografía no es nada si se resume y agota en el instante inhumano del tiempo
fotográfico (el tiempo de obturación no encaja en la escala vivencial de lo humano).
Dice J. Berger: “el significado del instante fotografiado está reclamando ya
minutos, semanas, años.” (Berger y Mohr. 1997: 103); el sentido de una imagen es
histórico porque moviliza un antes y un después de ese instante que ha quedado fijado
en la placa o en el papel o en los píxeles. Toda imagen fotográfica reclama genealogía,
nos impele a alejarnos de la nostalgia, del coleccionismo de recuerdos. Si la historia es
memoria conformada, construida, la fotografía evidencia de manera harto elocuente este
proceso. No se trata de que nuestro alumnado se dedique ahora a buscar fotografías
como quien colecciona cromos; se trata de que, y empezando por la memoria de su
propia familia, descubra que la memoria histórica es un constructo intencional hecho de
afirmaciones, medias verdades y silencios.
Contra la cultura de la certeza. Bien sabemos que la escuela tiene entre sus misiones
consolidar una cultura de la certeza que excluye por peligrosas para la conformación de
15. JESÚS ÁNGEL SÁNCHEZ MORENO. Miradas contrahegemónicas.
15
seres obedientes la duda y que regula jerárquicamente la oportunidad y posibilidad de
las preguntas. Una mirada antihegemónica es, ante todo, una mirada que inquiere, que
cuestiona, que sabe que el valor está en las preguntas y no en las respuestas. Una de las
dudas que asalta al alumnado cuando se les plantea un trabajo de investigación que
profundice en las voces de las fotografías es cómo saber cuándo una fotografía tiene
verdadero interés. La respuesta: cuando esa fotografía te sugiera mil y una preguntas.
La fotógrafa Diane Arbus decía, con razón, que una fotografía es un secreto acerca de
un secreto, cuanto más te dice menos sabes. El fotógrafo Kértèsz, a su vez, afirmaba
que para él la cámara era el instrumento con el que intentaba construir el sentido del
mundo que le rodeaba. Ambas afirmaciones no son antinómicas sino complementarias.
Frente a ese lugar común insano de que toda imagen vale más que mil palabras, oponer
la exigencia de que una fotografía exige mil preguntas, mil y un relatos. Fotografía y
verdad. El beso de Judas, así titula el fotógrafo Joan Fontcuberta (1997) un hermoso
libro que nos proporciona una enorme cantidad de pistas para construir, desde la
reflexión sobre los documentos fotográficos, esa ineludible cultura de la sospecha que
es la única opción válida para demoler la interesada, por su contribución al
sometimiento y a la desvitalización del saber, cultura de la certeza tan instalada en el
discurso académico disciplinado y disciplinatorio. Una cultura de la sospecha que,
tendremos que subrayar, no tiene nada que ver con esa presunta cultura de la
desconfianza tan presente en todo cuanto se relaciona con la imagen y su capacidad
evidente para producir mentiras (“La fotografía no miente, pero los mentirosos hacen
fotografías” gustaba de decir Lewis S. Hine) La desconfianza no presupone sospecha.
La sospecha moviliza la mirada crítica. La otra, simplemente, nos hace fruncir el ceño.
Dos ideas fuerza extraídas de la obra de Fontcuberta: a) la fotografía miente siempre,
miente por instinto, miente porque su naturaleza no le permite hacer otra cosa. Pero lo
importante no es esa mentira inevitable. Lo importante es cómo la usa el fotógrafo, a
qué intenciones sirve” (Fontcuberta: 20003: 15). En este sentido, el análisis que
debemos ponderar es aquel que entiende que toda fotografía supone, como apuntara
Berger, una compleja trama de intenciones: la del fotógrafo, la de lo fotografiado, la de
quienes usan esa foto, la de quienes ven y miran esa foto. b) Toda fotografía no puede
evitar ser una manipulación desde el principio mismo del acto fotográfico (el encuadre)
y, por lo tanto, “La manipulación está exenta per se de valor moral. Lo que sí está sujeto
al juicio moral son los criterios o las intenciones que se aplican a la manipulación”
(Fontcuberta: 20003: 154). Hablamos de sospecha, pero no de esa susceptibilidad
enfermiza de algunos sectores intelectuales que anhelan proyectos anithegemónicos y
que se reduce a fomentar un escepticismo que en ocasiones adquiere, tal vez sin
pretenderlo, los tintes de una iconoclastia de nuevo-viejo cuño. El escepticismo sólo
adquiere sentido cuando se despoja de presunciones y prejuicios que lo abocan a una
absurda paranoia incapacitante, y se convierte en el motor de “un interrogante sobre
nuestra propia práctica de la imagen, sobre lo que hacemos con ella, más que lo
que, se supone, nos puede hacer a nosotros” (Joly: 2003; 142). El sujeto-intérprete es
alguien dotado de soberanía sobre los juicios que él construye y sobre los juicios que
sobre él proyectan otros.
Resituar el documento fotográfico, repensarlo desde su condición de texto, de
conocimiento sobre, de poder. Y todo para afirmar que nuestra relación con las
imágenes sólo tiene sentido desde un “luchar contra la evidencia del enseñado
mediático en beneficio del sugerido, sin el cual no existe ninguna interpretación, o
mínima en todo caso,...” (Joly: 2003; 98). Miradas contrahegmónicas que sean capaces
de cuestionar con rigor y sin miedo los regimenes de sentido que permiten consolidar la
16. JESÚS ÁNGEL SÁNCHEZ MORENO. Miradas contrahegemónicas.
16
estructura social en su estadio asimétrico. La mirada contrahegemónica penetra en las
imágenes para hacer la luz en esos cuartos oscuros, trastiendas del sentido, donde se
construyen las estrategias de dominación y control que son vehiculadas por todas esas
imágenes que nos interpelan vedándonos la potencialidad de ser nosotros los que les
inquiramos. Escribía Manuel Ribas en una de sus novelas, La mano del inmigrante: La
protagonista es la mirada. Sí. Un mundo de ojos constituidos en órganos de la
conciencia, en incómodos para la lógica de los prestidigitadores. En la sociedad del
espectáculo sólo ese ojo incisivo tiene alguna oportunidad.
Quisiera cerrar este texto con unas palabras de Adorno en su Dialéctica Negativa:
“Desmontar los sistemas y el sistema no es un acto de gnoselogía
formal. Sólo en los detalles debe ser buscado lo que antaño quiso
poner en ellos el sistema” (Adorno. 1992: 40)
Si a lo largo del texto que os presentamos alguien ha pensado que nos movíamos en un
terreno, las miradas, poco sustancial, tal vez estas palabras del filósofo alemán nos
ayuden a explicar mejor el sentido último de las nuestras.
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