Diógenes fue un filósofo griego conocido por su estilo de vida ascético y por burlarse de las convenciones sociales. Vivió en un barril en Atenas y se autodenominó "cínico", que significa "perruno". Un día, Alejandro Magno visitó a Diógenes y le preguntó cómo podía ayudarlo, a lo que Diógenes respondió "apártate, me estás bloqueando el sol". A pesar de sus críticas mordaces a la sociedad, Diógenes ganó el respeto de los atenienses
LINEAMIENTOS INICIO DEL AÑO LECTIVO 2024-2025.pptx
La contracultura de diógenes de sínope
1. Diógenes, el perro. Alejandro, el rey.
Diógenes de Sínope ha sido y es uno de los más peculiares y polémicos
filósofos de toda la historia de la filosofía occidental. Escribió algunos libros que se han
perdido, pero todos los indicios hacen suponer que eran de carácter breve y en forma
de máximas o sentencias agudas e irónicas, según sus comentaristas. Pese a todo, su
pensamiento teórico, en coherencia con el modo general de vivir y entender en la
Grecia antigua, es inseparable de su praxis cotidiana.
Diógenes nace en Sínope (hoy Sinop, Turquía) alrededor del 412 a.C y -tras
ser acusado de falsificar la moneda de su polis- marcha a Atenas, donde fue discípulo
Antístenes, alumno a su vez de Sócrates. Antístenes enseñaba a no respetar las
convenciones sociales y a evitar los placeres.
Sobre la vida y el pensamiento de Diógenes sabemos, de entre otros
testimonios, lo que fundamentalmente nos ha legado otro Diógenes, este otro nacido
en Laertes siete siglos después, en el III d. C, el cual fue historiador y doxógrafo. En el
libro VI de su Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, Diógenes
Laercio nos habla tanto de los puntos esenciales de la doctrina del cínico, como de las
facetas –digamos- más «anecdóticas». Así, llevando a su culmen las enseñanzas de
su maestro Antístenes (VI, 21), Diógenes - nos cuenta su homónimo- decidió imitar la
vida de los perros y se llamó a sí mismo «cínico» (del griego: kuniko’ç, «perruno» de
donde deriva el término latino can) y decidió vivir del mismo modo a como lo hacían
los perros, es decir, conforme a lo que él sostenía que era una vida ajena a la
hipocresía y a falsedad de las instituciones y normas sociales. Llevó una vida frugal.
Vestía un manto raído y dormía en un barril (VI, 23).
Solía llevar una escudilla para comer y beber, mas cuando vio que un niño
bebía de la fuente con sus propias manos (VI, 32), la arrojó y no volvió a utilizarla. En
la tradición se le ha representado deambulando por Atenas con un farol en la mano.
Cuando le preguntaban qué hacía con él, este respondía: «buscar hombres» (VI, 40).
Se burlaba de los literatos por leer los sufrimientos de Odiseo mientras desatendían
los suyos propios, y también de los oradores que estudiaban cómo hacer valer la
verdad pero no cómo practicarla. Se mofaba asimismo de los sacerdotes (VI, 45), de
los beatos y los supersticiosos (VI, 48), así como de aquellos que pretendían ser
discípulos suyos. A uno de ellos, un joven que quería fervientemente ser enseñado por
él, Diógenes le entregó un atún y le ordenó seguirle. Aquel, avergonzado de llevarlo,
2. se deshizo del atún y se alejó. Cuando Diógenes volvió a encontrárselo, le dijo con
sorna: “un atún ha roto nuestra amistad” (VI, 44).
Por todo ello, Diógenes constituiría lo que hoy denominaríamos un filósofo
«contracultural». Pero aunque su excéntrica vida suscitaba escándalos, sin embargo,
no le hizo perder el respeto de los atenienses, que admiraron su desprecio de las
comodidades y su dominio de sí mismo. Lo cierto es que la realidad pudo ser más bien
que Diógenes era tolerado como un outsider que suponía para la Atenas de entonces
lo que una simple mosca para un águila. De hecho, el mismo Diógenes era consciente
de la propia hipocresía que su figura representaba en la polis, al calificarse a sí mismo
como el perro al que todo el mundo elogia, pero con el que nadie quiere salir de caza
(VI, 55).
Crítico de la filosofía «oficial» de Euclides y, sobre todo, de Platón (VI, 40 et,
alt.), D. Laercio cuenta que, cuando la Academia platónica había definido al hombre
como un «animal bípedo implume», su definición alcanzó gran fama. Entonces
Diógenes desplumó un gallo y lo introdujo en la Academia, diciendo: «este es el
hombre de Platón». A consecuencia de ello, la definición fue modificada: «Hombre» es
el animal bípedo implume... de uñas anchas. Tal vez por ello, Rafael, en su célebre
Escuela de Atenas sitúa a Diógenes sentado en unas escaleras con una postura
ciertamente poco recatada, e interrumpiendo el paso de las dos figuras centrales:
Platón y Aristóteles.
En un viaje a Egina fue secuestrado por piratas y llevado a Creta, donde fue
vendido como esclavo. Tras apresarlo, y preguntarle en qué actividad era hábil,
contestaba: «en mandar» (VI, 29). Después fue comprado por un tal Xeniades de
Corinto, quien reconociendo su valor, le devolvió la libertad y le convirtió en tutor de
sus hijos. Allí, en Corinto, moriría Diógenes en el 323, al parecer, el mismo día que lo
hiciera el otro gran personaje al que hemos de referirnos, Alejandro Magno, rey de
Macedonia y uno de los excelsos Conquistadores de la historia Occidental.
Cuenta Diógenes Laercio (VI, 38) que la fama perruna de Diógenes había
llegado a los oídos del ínclito Alejandro, el cual estaba a punto de emprender su gran
conquista por los territorios orientales. En su camino desde Macedonia quiso pasar por
Atenas para conocer a tan peculiar personaje. Una vez que hubo llegado frente al
tonel en el que Diógenes «perreaba» le vino a preguntar qué aspiraba él de la vida. A
ello, Diógenes contestó: «a que te apartes, pues me estás tapando el sol».
Ramón de Campoamor describe el célebre encuentro en estos versos:
Uno altivo, otro sin ley,
Así dos hablando están:
- Yo soy Alejandro el rey
- Yo yo Diógenes el can.
- Vengo a hacerte más honrada tu vida de caracol.
¿Qué quieres de mi?
- Yo nada;
Que no me quites el sol.
Al parecer, el poderoso Alejandró quedó maravillado de la sencilla y
desvergonzada respuesta de un semiesclavo. Por lo que llegó a afirmar después que,
de no haber sido Alejandro, le hubiera gustado ser Diógenes, el cínico (VI, 32).
El hecho es que Diógenes ha venido a representar un límite purgador que toda
sociedad necesita para mantenerse a sí misma. Él es el marginado, pero al mismo
3. tiempo -y por ello también- aquel individuo situado en el lado más allá de la normas.
Un lado al que tanta gente- incluso el propio Alejandro, por magno que sea- alguna
vez ha querido convertirse y nunca se ha atrevido. Diógenes nos recuerda que las
normas en las que toda sociedad busca protección no han caído del cielo, sino que
son productos humanos, incluso como diría Nietzsche, «demasiado humanos». La
presencia de Diógenes, desagradable e incómoda por un lado, falta de beatitud y llena
de venenosa sorna por otro, sirve también para no complacernos, como ocurrió con la
Academia platónica, con definiciones universales y eternas.
Por ello Diógenes anticipa a Nietzsche en su decisiva crítica a toda moral que
pretende perpetuarse o divinizarse. ¿En qué condiciones se inventó el hombre esos
juicios de valor que son las palabras bueno y malvado? ¿Qué valor tienen ellos
mismos?- se pregunta Nietzsche. En este sentido, el cinismo significa la amoralidad
natural del perro en una sociedad que parece haber vuelto por momentos a la caverna
platónica, es decir, al olvido de su realidad misma. La vida del perro, en cuanto un ser
inhumano (o más bien ahumano) que, sin embargo, vive en la sociedad de los
hombres, permite mantener constantemente el recuerdo de que las normas no son
más que convenciones, y que la vida, como señalará Nietzsche, no puede
subordinarse a las normas, sino al revés. Por ello, la anécdota de Diógenes y
Alejandro puede entenderse también así. Pues al gran Alejandro, también le da el sol
como a todos. Y no existe humano, por muy grande que sea, que pueda, desde la
normatividad, tapar la luz del sol. Las normas, los valores, las culturas, las naciones...
Nada de todas esas ambiciones va a hacernos inmortales. No olvidemos lo que
verdaderamente nos calienta y nos da luz. Memento mori, Alejandro. Tú, como todos,
también vas a morir.
Lástima que su nombre se haya hecho célebre sobre todo, por el hoy famoso
síndrome, producto de una sociedad de ambiciosos Alejandros que recluyen a sus
inútiles y conquistados ancianos. Estos Alejandros, tecnócratas, burócratas, publicistas
y soberbios de hoy día, constituyen también, se quiera o no, aquellos que acuñan los
términos a su antojo e imponen -siempre a demasiada gente- la futura historia de las
palabras. Por ello, habría que pensar si la carga peyorativa que el nombre de
Diógenes y del cinismo soportan hoy día no se debe -insistimos- a la vuelta a la
caverna en la que se ha olvidado al sol que sigue calentándonos cada mañana.
José A. Santiago.
Bibliografía:
− CAMPOAMOR, Ramón de. Antología poética. Madrid: Mare Nostrum, 2006
− LAERCIO, Diógenes: Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres.
Madrid: Alhambra, 1991.
− NIETZSCHE, Friedrich. La genealogía de la moral. Madrid: Alianza. 2001.