1. Premio
Nacional de
Periodismo
2008
| EMEEQUIS | 27 de abril de 2009
Con este texto, publicado originalmente en la edición número 146 de emeequis, nuestro
compañero Humberto Paggett —a quien felicitamos ampliamente— fue distinguido la semana
38 pasada con el Premio Nacional de Periodismo 2008 en la categoría de crónica.
2. Unanochede
noche de perros en buenavista
Perrosenel
sanborns La historia que leerán es verídica, intensa,
triste. Como en la reconocida película Tarde
de perros, protagonizada por Al Pacino,
se narra el caso real de un pequeño grupo
de delincuentes inexpertos, de poca monta,
que deciden cometer un asalto.
La noche del 29 de octubre de este 2008
una pandilla de ladrones improvisados
intentó un robo inédito en la historia de
la ciudad de México. Entraron al Sanborns
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de Buenavista, al norte del DF, y tomaron
23 rehenes, se enfrentaron a la policía…
y tuvieron un final que pocos,
muy pocos podrían esperar.
Por Humberto Padgett
padgett@m-x.com.mx
Ilustraciones: Leticia Barradas 39
3. Esta noche, la del 29 de octubre de 2008, Enrique momento. Sabe que no puede, que la vida del
ya sabe lo que es tener al destino en su contra. rehén está de por medio.
En su mano, una Pietro Baretta nueve mi- –¡¿Por qué me metí en esto?! ¡Qué pendejo
límetros es la única llave para salir de la trampa soy, qué pendejo soy! –se repite Enrique con un
que él mismo había tejido. jadeo a todo galope.
–¡Aléjate o mato a este cabrón! ¡Te juro que Nada interrumpe el delgado gemido de su
lo mato! –aúlla, rompe los oídos de quienes a rehén, Octavio Cepeda, como si el chillido fuera
unos metros buscan que retire el arma de la nuca una válvula de escape y su cabeza una olla cer-
de Octavio. cana al estallido.
Jadeante y tembloroso, Enrique aprieta aún Lo es.
más el enorme cañón contra la cabeza de su rehén. –¡Tranquilo, no has matado a nadie, to-
El único que le queda. Su tabla de salvación para davía sales de ésta, cabrón! –busca calmarlo
salir de esa “pendejada” en la que se ha metido. Moneda.
Ni siquiera él sabe de dónde obtiene aún De súbito, Enrique asoma medio cuerpo
fuerzas para advertir, para amenazar: detrás de Octavio. Pero aún se halla demasiado
–¡Voy a matar a este cabrón! ¡Aléjate o cerca. La pistola de Enrique, esa maldita pistola,
mato a este cabrón! –grita Enrique al único todavía está dirigida a esa cabeza que no deja de
policía armado que había en el corredor. Un temblar encima del traje oscuro.
policía que, con la paciencia de un ajedrecista La yema del índice hormiguea sobre el
como lo es él, sólo espera el momento oportuno gatillo. Enrique tiembla, tiembla tanto que en
para actuar. cualquier instante puede estallar.
Lleva Enrique más de una hora de ir y venir –¡Mátenme, hijos de la chingada! –grita con
por el Sanborns de Buenavista. Presiente que está esa voz que para entonces ya es pastosa.
solo, que, abajo, sus cuatro compañeros están –¡Nadie te va a matar, flaco! –suelta Óscar
ya muertos. Y planea ir a la azotea (¿Para qué? Arteaga, secretario del ministerio público con-
Quién sabe), escudado en Octavio, ese empleado vertido de repente en un hábil negociador.
bancario que tuvo la mala idea de meterse a comer –¡Me van a partir la madre, abajo me van a
algo la medianoche del 29 de octubre. chingar. Yo lo sé, yo lo sé! ¡Pendejo! –se maldice
–¡Quítenme al francotirador! ¡Quítenlo! Enrique.
–grita, suponiendo que en alguna parte del La capucha ya está empapada con un sudor
Sanborns de Buenavista algún policía está a la pegajoso y una comezón furiosa lo ataca. Quiere
caza de su cabeza, de su cuerpo, esperando el arrancársela. Piensa en rendirse, necesita dejarse
momento preciso para matarlo. Para terminar caer. Correr. Morir.
con esa noche de perros. No entiende cómo la noche fue quebrada
No le falta razón. Decenas de uniformados por las luces rojas y negras. Tiembla. No sabe
han hecho del Sanborns una ratonera sin salida, quién habló a la policía, no sabe cómo, a la una
sin escape alguno. de la mañana con 40 minutos, todo se convirtió
Por eso Enrique suda, grita, amenaza con en una pesadilla.
matar a Octavio, con apretar el gatillo de la nueve Respira hondo. Da un paso al frente. La mano
milímetros que en su mano se mueve tembloro- izquierda atenaza el cuello del saco de su rehén.
samente. Por eso estira el pasamontañas negro Está a cinco metros del policía y los funcionarios
para dejar al descubierto sólo el ojo derecho. del ministerio público. Éstos saben que la rendi-
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Pero nadie entiende por qué, de pronto, exige ción está cerca. Tanto como la muerte.
otra arma. Enrique se detiene. Por un segundo deja de
–¡Denme un arma cabrones! ¡Que me den apuntar al rehén y se encañona la sien derecha.
un arma, cabrones! –ordena en medio de la lo- Brama en la nuca de Cepeda.
cura. –¡Voy a matarlo y luego me mato yo!
Pero en ese pasillo en el que están frente a En la penumbra, el blanco de su ojo derecho
frente sólo hay otra pistola: la del comandante destella.
Víctor Hugo Moneda, ansioso de que Enrique
asome la cabeza lo suficiente, detrás de su rehén, ✱✱✱
para pegarle en media frente con la .38 Súper. Enrique Mejía Bello siempre fue vendedor ambu-
La mirada de Moneda busca el hueco propi- lante en el centro de la ciudad de México. Vendía
cio. Su mano, sin embargo, se mantiene pegada pilas, carpetas para discos compactos y cintas
40 a la automática. Quisiera matarlo en este mismo adhesivas en dos puestos que ponía y quitaba
4. noche de perros en buenavista
de la calle de El Carmen, casi esquina con Justo el estómago. Con el único familiar con el que
Sierra hasta que, junto con miles de informales, mantiene contacto es con su padre: Roberto, un
fue echado de las calles por el gobierno del Distrito hombre de sesenta y pico de años.
Federal el 12 de octubre de 2007. En las semanas que siguieron al desalojo de
Sin opción para acomodarse en alguna de los vendedores ambulantes, Roberto, de hecho,
las plazas en que las autoridades ubicaron a los se hizo cargo de los gastos de su hijo, incluida su
comerciantes, Enrique, de 33 años, buscó su parte de la renta del departamento del Callejón
primer trabajo formal. del 57. Se retrasaba en ocasiones con el pago, pero
Había acordado ya con Mario, un amigo invariablemente se ponía al corriente. Pasaba
vendedor, aportar la mitad de la renta de un poco tiempo ahí.
departamento en el Callejón del 57, a la vuelta Hay algo más en lo que están de acuerdo
de la Cámara de Senadores y del abandonado sus conocidos: tiene éxito con las mujeres y es
Teatro Fru Fru. cariñoso con los niños, particularmente con la
El alquiler de 3 mil 200 pesos mensuales pequeña del matrimonio con el que compartía
se partió a la mitad y le tocó ocupar el cuarto casa.
que divide la recámara principal de la cocina, “Es seguro de sí mismo. Es tranquilo, cuida
dominada por un refrigerador que sirve de base a la gente que quiere. Es atento y respetuoso. El
para cinco figuras de diferentes tamaños de San no era un asaltante. Tal vez se desesperó, la culpa
–¡Quítenme al francotirador! ¡Quítenlo! –grita, suponiendo que en
alguna parte algún policía está a la caza de su cabeza, esperando el
momento preciso para matarlo. Para terminar con esa noche de perros
Judas Tadeo, el santo de las causas difíciles. la tiene el gobierno de Marcelo Ebrard que nos
Enrique vestía al estilo vaquero: botas de dejó sin trabajo”, comenta el matrimonio con
piel, pantalones de mezclilla y camisas a cuadros el que vivió.
que llevaba bajo una chamarra negra de cuero. Cuando Enrique se vio en la calle, pero sin
Le gustaba la cerveza oscura de barril y fumaba chance de colocar su puesto de mercancías, acu-
ocasionalmente. Carnívoro, consumidor voraz dió a una feria del empleo organizada por San-
de milanesas y bisteces, era delgado y siempre borns. Corrió con suerte. Fue aceptado y el 14 de
mostraba un aspecto aseado. Tenía también noviembre de 2007 se hizo cargo del mostrador
un extraño hábito entre los ambulantes: leer de aparatos de sonido en la sucursal de Buena-
con fruición periódicos, novelas e historia de vista, a unos pasos del Museo del Chopo y de la
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México. Ha dejado inconcluso algún libro de sede nacional del PRI. Nada sabía de electrónica,
Carlos Fuentes. pero tiene habilidad para aprender rápido sobre
De piel morena, estilaba usar una barba ce- lo que sea.
rrada en forma de candado. Se peinaba el cabello En septiembre de este 2008, la sucursal
negro de lado después de colocarse los lentes de fue asaltada. La investigación interna detectó
contacto. que Enrique había mentido y proporcionado
Enrique es divorciado y tiene dos hijos pe- datos falsos de su domicilio, además de que el
queños, niño y niña, inscritos en el primer año día del robo faltó al trabajo. No se le indagó pe-
de primaria y el kínder, pero no los ve frecuen- nalmente, pero la empresa lo despidió por falta
tamente. Su matrimonio ocasionó que cinco de confianza.
años atrás rompiera con sus dos hermanas y su Dice otro conocido de Enrique:
único hermano varón, según cuenta una de ellas. “Se enojó, pero se dedicó a buscar trabajo.
La madre había muerto años antes de cáncer en No encontró nada. Se enojó más. Nunca comentó 41
5. lo del robo, pero sí que fue injusto el despido. las pistolas, todas escuadras negras de nueve
Siempre me pareció inteligente. Aunque ya no milímetros.
sé, después de la pendejada que cometió”. “El líder” garabatea un muy resumido cro-
Y, según la investigación, a finales de ese quis del sitio y entre todos detallan el plan.
septiembre propuso a Emmanuel Pérez, un amigo Quince minutos después se sienten seguros
de la infancia, un trabajito: “Qué poca madre, si y, aún temprano, matan, es un decir, tres horas
yo no hice nada. Se las voy a hacer efectiva. Para de tiempo alrededor de los decorados arabescos
que hablen con provecho. Vamos a pegarles”. del Kiosko Morisco de la Alameda de Santa María
La Ribera.
✱✱✱ Después de la medianoche, se dividen: Juan,
La noche del miércoles 29 de octubre es fría, como Oscar y El Gordo suben a la camioneta. Manejan
si el invierno secuestrara por algunas horas al pocos minutos. Toman la calle de Amado Nervo y
otoño. Cinco personas se reúnen a las nueve de la dan vuelta en Mariano Azuela, paralela a Insur-
noche afuera del Metro Revolución. El objetivo: gentes y única entrada a esa hora al Sanborns.
asaltar el Sanborns. Ingresan al estacionamiento y reciben el
El grupo se presenta: Enrique, Emmanuel, boleto del empleado de caseta. Caminan hacia la
Juan, Óscar y Enrique Enríquez, El Gordo. puerta de vidrio y siguen al restaurante, contiguo
Enrique mete la mano a la bolsa de la su- al bar, vacío a esa hora.
dadera con bolsas al centro y muestra su pa- Al mismo tiempo, Enrique y Emmanuel
samontañas, Emmanuel lleva otro. Juan, Oscar caminan a la esquina de Insurgentes y Amado
y El Gordo entrarán como clientes a las 12:30, Nervo. Esperan una llamada.
pasada la media noche, cuando imaginan que la Los otros tres ya están sentados. Han pedido
caja fuerte del Sanborns Buenavista estará llena algo de comer. Oscar se levanta de la mesa y ca-
con el dinero del día. mina hacia la cocina, cerca del área de monitores.
Será un robo fácil. Poca gente a la que so- Encuentra la cámara de vigilancia que enfoca el
meter. Saben a qué hora cierra la caja. Tráfico comedor y la desvía hacia la farmacia. Marca de
casi inexistente alrededor de la sucursal frente su teléfono celular a Emmanuel.
al PRI nacional. –Ya está lista. Entren –dice en voz baja.
–Necesitamos un vehículo. Necesitamos
más personas –le había dicho un día antes En- Enrique y Emmanuel se colocan los pasamon-
rique a Emmanuel, quien incluyó en el plan a tañas. Caminan aprisa hacia Mariano Azuela y
Oscar Reyes, conocido mutuo, y a Juan Huerta siguen el muro de altas paredes pintadas de rojo
y a El Gordo, a los que Enrique daría la mano por vino. A la derecha, los pocos clientes del Bar Tito’s
primera vez la noche del asalto. ven correr a dos sombras.
Este día Enrique ha dejado el estilo vaquero y A las 12:45 de la noche, intentarán un robo
se disfraza de bandido. Viste pantalón comando histórico en la ciudad de México. Nadie antes
negro, una playera negra estampada con la palabra había asaltado un negocio de ese tamaño to-
“virus”, como si estuviera grafiteada y, debajo de mando rehenes.
ésta, otra roja de manga larga. Calza botas negras
de policía y presume un pasamontañas. ✱✱✱
Emmanuel, pasado de peso y el cabello re- El único policía de guardia en el Sanborns Bue-
lamido hacia atrás, lleva otra capucha que se navista es un hombre de redondo vientre lla-
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acomoda a manera de gorro. mado Ángel Dorantes. Está adscrito a la Policía
Sólo falta pasar por la camioneta a la colo- Auxiliar y su foja registra 16 años de servicio y
nia Santa María La Ribera. Caminan por Ribera 55 de edad.
de San Cosme y doblan en la calle de González A la medianoche del 29 de octubre le faltan
Martínez. Avistan una camioneta Econoline nueve horas para salir de su turno. A la mañana
blanca con franjas azules y placas de Tamauli- siguiente piensa ayudar a Cira, su mujer, con
pas, propiedad en apariencia del patrón de uno algunas tareas del hogar, en Acolman, estado de
de ellos. México. Trotará unos dos kilómetros y descan-
Suben y dejan atrás las torres metálicas del sará el resto del día hasta el siguiente, en que debe
Museo Universitario. Revisan la herramienta presentarse en la tienda de Insurgentes.
para forzar la caja de seguridad: un esmeril y dos Cansado, hace el último recorrido por la
alicatas de un metro y 80 centímetros que Enri- tienda. Faltan 15 minutos para la una de la ma-
42 que ha comprado días atrás en Tepito. También ñana y para el cierre del negocio. Se enfila a la
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entrada tres, la única abierta a esa hora. Desde el a los ladrones.
estacionamiento, Enrique y Emmanuel observan Pero en esta medianoche, Ángel ha sido lle-
la amplia silueta y corren hacia él. vado a empellones al interior del negocio que cui-
El policía escucha por detrás las pisadas da, desarmado y golpeado con su propia pistola,
aceleradas. Siente dos hombres sobre su cuerpo. enceguecido por su propia sangre y el mareo.
Emmanuel lo sujeta por el cuello y lo aprieta con- Avanzan los dos hombres encapuchados.
tra su pecho. Enrique toma el revólver de Ángel, Emmanuel recuerda que hay un encargado de
un .38 especial, lo levanta sobre su cabeza y azota la caseta y lo amaga.
la cacha arriba de la ceja derecha. Siguen a la entrada, cuando se topan de
–¡Cálmate! No venimos por ti –dice uno frente a una mujer, Irma Guerrero y el capitán del
de ellos. ejército Javier Solís. Los encañonan y entran.
–¡Está bien! ¡Ya, ya, ya! ¡Me chingaron! –se Enrique mira de reojo el departamento de
doblega el policía. El aire desaparece. audio y video, en el que trabajó 10 meses has-
ta que, injustamente según él, lo acusaron de
Ángel trabaja en el Sanborns Buenavista robo.
desde enero de 2008. Se hizo policía cuando la
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fábrica en que trabajaba cerró y se quedó con ocho ✱✱✱
niños regados en todos los grados escolares. La Su irrupción fue explosiva:
opción que tuvo fue pedir trabajo en Seguridad –¡Ponme a todos en el piso! –ordena En-
Pública y lo consiguió. rique a Oscar.
Su pequeña gloria llegó durante otro asalto, Ahí, Enrique reconoce a Rosario, la mese-
años atrás e, irónicamente, también a un San- ra. Y a todas sus compañeras: a la cocinera que
borns. Aquella vez también fueron cinco los asal- siempre tiene cara de desvelada; al gerente encar-
tantes que entraron a la sucursal de Lindavista y gado que no deja de tartamudear susurros para
cinco policías los que fueron detrás de ellos. La sí mismo. A la de perfumería y al de la farmacia.
persecución duró más de una hora, hasta que los Observa a unos pocos clientes, incluido uno de
asaltantes se internaron en un fraccionamiento traje oscuro, que luego se sabrá es un empleado
del rumbo. Intercambiaron disparos y rindieron de banco llamado Octavio Cepeda. 43
7. “Uno, dos, tres, cuatro, cinco…” por otros cuatro de ancho.
Suman: tienen a 24 rehenes, la mayoría em- Les sujetan las manos por la espalda con
pleados de la tienda y el restaurante. Y a todos cinta canela. En los lockers, junto a la bodega de
ellos Emmanuel les ordena: artículos nuevos, Emmanuel deja el botín logrado
–¡Las manos a la nuca! hasta ese momento: 12 mil pesos en billetes y
Óscar, el más joven y vestido de negro; El aparatos electrónicos usados.
Gordo, con camisa de cuadros pequeños, y Juan, Alguien revisa a Ángel. Lo toma por el codo
de cabello largo, playera verde con azul y pants y lo lleva al vestidor del primer piso. Le quitan
rojo, se les unen. Enrique se acerca a ellos y les el chaleco antibalas. En el cuarto diminuto es
susurra: arrinconado con media docena de empleados.
–No traen los pasamontañas, pendejos. Nadie habla. Sollozos. Bocabajo, sus corazones
Sostiene la pistola negra al frente. Esa nueve amartillan el piso.
milímetros en la que tiene depositada su vengan- El Sanborns de Buenavista es de los cinco
za. Los otros sacan las suyas de entre las ropas. ladrones. O eso piensan ellos.
–¡Nadie se mueva, hijos de la chingada! En la enorme tienda, desconocida para casi
–grita Emmanuel al otro lado de las mesas. todos los asaltantes, dos empleados se ocultan
tras aparadores, bajo las mesas. Uno de ellos se
Curiosea con el revólver y decide asegurase que arrastra hasta alcanzar el bar, contiguo al restau-
la pistola del policía esté bien cargada. Abre el rante, vacío como siempre, y toma el teléfono.
tambor. Levanta el arma apuntando al techo por Marca el 060, número de emergencia.
encima de su cabeza encapuchada y se asoma
por los agujeros. ✱✱✱
Inexperto al fin y al cabo, las balas se res- La caja fuerte fulgura, como si fuera fosfores-
balan, le caen encima. Apresurado, confundido, cente. Enrique, Juan y El Gordo se acercan.
las busca en el piso, las recoge y las mete en una –¿Y las herramientas? –pregunta Enri-
bolsa del pantalón. En la otra se guarda el revólver. que.
Piensa que es mejor continuar con la escuadra. Craso error.
Recuerda que ahí se encuentra Ángel, el –Pues en la camioneta, güey –le dice El
policía. Gordo, buscando justificar su olvido.
–¡Tú también al piso, cabrón, con la cara –¿Y si mejor la abrimos a patadas? –propone
al suelo! –le ordena. Pero el hombre sólo atina Enrique. Lo escuchan algunos empleados, cada
a dejarse caer en una silla. Jadea. La cara está vez más confundidos. No saben si bromea.
ensangrentada. –Qué pendejos. Mejor vayan por las cosas
Los ladrones se miran entre sí. –pide a Juan y a El Gordo.
–¡Al suelo! –le repiten, pero la voz es baja.
Ángel se arrellana en el piso. Camina 25 pasos entre los anaqueles cuando
Emmanuel desiste y opta por esculcar los se detiene súbitamente a pocos metros de la
bolsillos de las personas en el suelo. Saca otro ventana de vidrio.
pasamontañas para que ahí se depositen carteras, Sus gruesas mejillas se sacuden, sus rodillas
relojes y celulares. Enrique mira el reloj: la una casi se quiebran y sus ojos revientan: no hay
de la mañana. punto en el universo visible en que no haya un
Enrique y Emmanuel resuelven que es mejor cañón apuntando a su cabeza.
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distribuir a las personas. Sin saberlo, se convier- Las piernas se le hacen de plastilina. Las
ten en secuestradores. Toman a media docena aprieta, da media vuelta y como nunca corre,
de rehenes y los llevan hacia una puerta imper- corre, corre hacia el restaurante.
ceptible, en el límite de la librería y la pastelería, Decenas de policías judiciales, preventivos
repleta de pan de muerto. y del grupo especial de Seguridad Pública entran
Pasan el umbral y sienten de golpe el olor de en estampida.
la carne refrigerada. Siguen hacia una escalera Emmanuel y Juan se envalentonan. Orde-
blanca y dan vuelta en el descanso, coronado nan a las 17 personas que ahí tienen arrastrarse
por una Virgen de Guadalupe cubierta por una a la entrada del restaurante.
cortinilla. Toman a Rosario, una mesera, y la bajan a
Continúan hacia el pasillo de bodegas y tropezones por los cuatro escalones que dividen
servicios. Meten a las personas al vestidor del el bar y el restaurante del resto de la tienda.
44 personal, un cuarto de cuatro metros de lado La mujer, vestida de tehuana, queda con
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la cara hacia el estante de bisutería: canicas emplazadas por las de Santa Claus.
de plástico imitación perlas, piedras pintadas Da dos o tres pasos al frente. Se rasca la
de verde que simulan jade, pedazos de vidrio cabeza cubierta de tela negra. Juan, más pequeño
cortados como diamante. y delgado, intenta colocarse detrás. Apunta el
Emmanuel tuerce el brazo izquierdo de arma a Rosario.
Rosario hacia la espalda, el mismo que meses –¡Por favor, no, por favor! –solloza Ro-
antes se le había fracturado. La mujer escucha sario.
nuevamente el crujido de su hueso. Crack. El –Suéltalos y vamos viendo –repone un po-
alarido llena la tienda. licía preventivo. Los ladrones deciden levantar
El Gordo y Oscar se alarman, toman previ- no a dos, sino a tres mujeres.
siones y, en silencio, se acuestan boca abajo, junto –Ahí tienes, dame el arma –exige Emma-
a los rehenes. Como si ellos también lo fueran. nuel al agente del ministerio público. Se hume-
Los otros actúan distinto. Juan se lleva las dece la lengua. Ladea la cabeza.
manos al pelo. Emmanuel busca en qué parte Algo observa entre los policías que lo hace
de la lengua se le atoran las palabras. Bajan y caminar de nuevo hacia el frente. Juan lo mira
suben las armas. Apuntan a los policías. A los azorado. Cuando trata de regresar, un policía
rehenes. Apuntan a un policía, a otro. le sujeta por el cuello justo como él hiciera una
Ahí, en la tienda, parapetados entre los hora antes con Ángel.
Levanta el arma apuntando al techo por encima de su cabeza. Inexper-
to, las balas se resbalan, le caen encima. Apresurado, confundido,
las busca en el piso, las recoge y las mete en una bolsa del pantalón
estantes, 50 policías prestos a atacar. Esperan Juan no termina de seguir la caída de su
la orden. compañero cuando levanta las manos en ren-
Enrique se escabulle a la pastelería. dición y cae embestido por otros tres policías.
Mientras, Emmanuel propone un canje: Éstos optan por dar a todos los presentes trato
–Les doy dos personas si me dan un arma – de secuestradores y no de secuestrados.
dice, aún encapuchado. Apenas se le escucha. Pero antes de salir del Sanborns, en la fila
–¡Entrégate, pendejo! –le dice un jefe de de 20 detenidos, alguien grita: “Esos cabrones
la policía preventiva. también son asaltantes”.
–¡Los mato, me cae de a madre que los mato! El Gordo y Oscar, que pretendían pasar
–grita Juan. La pistola tiembla. como víctimas, son señalados por decenas de
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–¡Te doy dos cabrones! –repite Emma- dedos y, enseguida, por los cañones de pis-
nuel. tolas.
Entran entonces el jefe de grupo de la judi- La noche se ha hecho negra. Enrique hurga,
cial en Cuauhtémoc, Juan Morales; el agente del pase su mirada por acá y allá, busca una salida.
ministerio público en esa delegación, Pascual Cree que su única oportunidad está en seguir
Mota, y el secretario de esta misma oficina, con el grupo de secuestrados del primer piso.
Oscar Arteaga. A zancadas, sube la escalera.
–Tranquilo, nosotros somos del ministerio En el vestidor, el policía Ángel calcula que
público y te aseguramos que no pasa nada –habla han sido 20 minutos de taquicardia, adrenalina
Arteaga por primera vez. y de ese pinche dolor en las manos entrelazadas
Emmanuel se acerca a los policías. A su en la nuca. Piensa en Cira y en sus ocho hijos.
izquierda están las máscaras de hule y las ca- Cuatro asaltantes han sido detenidos
labazas de Halloween, a pocos días de ser re- Sólo quedan Enrique y su venganza. 45
9. Si el dedo tiembla tanto como la muñeca,
✱✱✱ piensan Mata y Arteaga, el cerebro de ese hombre
Largos, eternos minutos son rotos por el grito estará en la pared en cualquier momento.
de Enrique: –¡Quiero verlos! –pide Enrique. Los tres
–¡Quiero un arma! –exige con el amparo hombres vestidos de civil se acercan y se abren
que le dan los rehenes que le quedan. los sacos, se exhiben desarmados.
–¿Cuántas armas tienes? –pregunta un –Quiero salir a la azotea –desliza Enri-
policía preventivo de apellido Rueda. que.
–Una. Mándame otra arma, pero cargada. –Tranquilo, flaco. Es un robo. Nadie ha
–¿Para qué quieres el arma? –preguntan muerto, no hay lesionados. No hagas la bronca
con sorpresa del otro lado más grande. Suelta a la gente. Tienes mujeres.
–¡Mándamela, cabrón! –la voz es una liga ¿Qué vas a hacer en la azotea? No hay nada.
cerca de reventar. ¿Aventarte? –sigue Arteaga.
–¿Cuántos niños tienes? La opción de aceptar la exigencia de Enri-
–Ninguno, no hay niños. ¡Que me des el que de salir a la azotea es viable. La puerta está
arma! abierta y desde el pasillo se observa despejada.
–¿Tienes mujeres? Pero hay varios policías pegados a la pared. Ese es
–¡Sí, cabrón, sí hay mujeres! ¡Dame la pinche un problema. Al salir, se le dispararía al asaltante
pistola! –dice y estalla. de lado y casi a quemarropa.
–¿Qué necesitas para soltar rehenes? –vuel-
Enrique se da cuenta que Ángel sangra y le dice ve a plantear Arteaga.
que se vaya. Tambaleante, el policía baja por las –No ver francotiradores –dice Enrique su-
escaleras. En la ambulancia se encuentra con poniendo que alguien podría apuntarle. Tiene
Rosario y su brazo roto y a otras dos mujeres en razón. Momentos antes de que los funcionarios
medio de una crisis nerviosa. Él tiene el cuello subieran, Mota se puso de acuerdo con un po-
maltrecho y necesita cuatro puntos de sutura licía especializado. A su indicación, entraría y
en la frente. lo mataría.
Morales, Mota y Arteaga suben por la es- –Muy bien –dice Mota y llama al francotira-
calera. Después de un pasillo corto encuentran dor, que aparece con las manos vacías, pero con
algunos cuartos y una vuelta que lleva hacia la arma oculta en una pierna. El ministerio público
azotea; otra da a un pasillo de 10 metros de largo le ordena que salga.
con cuartos al lado y al vestidor en donde aún Enrique acepta. Nunca pensó que llegaría
están bocabajo cinco personas. hasta ahí. La presión comienza a aflojarlo. Y ante
La sexta persona es Octavio Cepeda, un el retiro del francotirador corresponde: permite
empleado bancario convertido en el escudo de la liberación de los secuestrados.
Enrique. Al verlos en el pasillo, el asaltante aprieta Deja salir a todos, menos a Cepeda. Lo lleva
más la nueve milímetros contra la cabeza de de un lado a otro. Hace una nueva petición:
Octavio. –¡Mátenme! ¡O yo voy a matar a este ca-
Todos saben que son instantes decisivos. brón!
Que no hay vuelta atrás.
–¡Quiero una pistola cargada! –insiste El comandante Víctor Hugo Moneda, un hombre
Enrique. con 24 años encima como judicial del Distrito
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–¡Dame tu arma! –se dirige a Arteaga. Federal y devoto del ajedrez, atraviesa la nube de
–No tengo arma –responde y muestra sus policías. Siente la mano pegada a la cacha de la
manos con varios anillos y una esclava de oro–. .38 súper y sube por la escalera hacia el almacén
Soy secretario del ministerio público. hasta dar con el largo pasillo donde se ha para-
–Yo soy el ministerio público. Vamos a cui- petado Enrique.
dar que no te hagan nada –interviene Mota. Intenta mirar a través de la rendija de tela
–¡Dame el arma! –repite su mantra el asal- que deja al descubierto el ojo derecho de Enrique,
tante. pero no alcanza a ver nada.
–¿Cómo te llamas? –pregunta Arteaga–. En la penumbra, sólo presiente lo que supone
¿Cómo quieres que te diga? ¿Pancho? Te digo es el kilo de acero negro y plomo apretado contra
Pancho. Déjalos ir, Pancho. un hombre: la Baretta nueve milímetros. Esa
–¡Me voy a matar, me cae de a madres que pinche pistola de la que pende una vida, o dos.
46 me voy a matar! –y sacude a Octavio Cepeda. La de él mismo quizá.
10. noche de perros en buenavista
–¡Me hacen algo y mato a este hijo de la chin- la suya y la de Enrique, esa pinche arma que man-
gada! –habla de nuevo Enrique, con la capucha tiene a todos a raya en un pasillo angosto, con los
negra y la pistola en la mano. funcionarios del ministerio público de su lado y
–¡Ayúdenme, ayúdenme! –gime Cepeda. el rehén del otro.
–¡Cállate, hijo de la chingada! –dice y em- Cuatro, cinco muertos es una posibilidad
puja más la pistola contra la cabeza. real.
–Si me agarran me mato y mato a este güey, El policía concluye que con el rehén de por
me llevo a quien sea – advierte y se asoma detrás medio no puede disparar. Nunca había estado
de Octavio Cepeda, fugazmente se apunta a la en una situación en que estuviera impedido para
cabeza. hacer fuego.
Están a cinco metros de distancia. –No has matado a nadie. Todo se puede
Moneda mide la desventaja: cubierto por arreglar, tenemos todo el tiempo del mundo.
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el cuerpo del rehén, el asaltante es quien puede Todo se puede arreglar, no tengo prisa, aquí nos
disparar. El policía, único armado en el pasillo, podemos pasar toda la noche –habla Moneda, de
entiende que la iniciativa no es suya. frente al hombre de la capucha negra.
–¡Qué pendejo fui! ¿Quién les avisó? ¡Puta –Ya cálmate, yo no soy policía, nadie te va
madre! –se lamenta Enrique. a tocar –complementa Arteaga.
Moneda mide, calcula, resuelve: el opo- –Él es el ministerio público –insiste y dirige
nente es demasiado novato y se ha vuelto más la mirada a Mota. Todos muestran sus creden-
peligroso por ser impredecible. En cualquier ciales y Moneda opta por enfundar la .38.
momento, puede disparar a la nuca del hombre –Si quieres yo me cambio por él –suelta Os-
de traje que no deja de temblar, y luego evitar la car Arteaga desde su metro con 60 centímetros
prisión suicidándose. Tal vez peleando hasta el de estatura y avanza con las manos extendidas
final y disparando a los funcionarios y a él. a los lados, en forma de cruz.
El tiroteo sería complicado: sólo dos armas, –¡Cálmate, cálmate! –ordena Moneda al 47
11. funcionario del ministerio público, alarmado que gime una y otra vez.
por el súbito acto de heroísmo. –Yo me entrego contigo, déjalo ir –reitera
El sudor es una llave que no deja de chorrear Arteaga y vuelve a abrir los brazos.
en Enrique. Sí, parece que acepta la orden de Avanza hacia él. Enrique echa la cabeza
Moneda. Y anuncia: hacia atrás, se saca la capucha. Escurre el sudor
–¡Voy a bajar, ahorita voy a bajar! –balbucea de su cara, los ojos son dos telarañas rojas.
el asaltante y da un paso al frente. –Ya entrégate, güey, aquí te apoyamos. Yo
Policía y funcionarios se hacen a un lado. soy comandante de la Policía Judicial –propone
Pero Moneda sabe que no basta con salvar Moneda.
la vida del rehén. Y recuerda la decena de po- –Él es el secretario –y dirige la mirada
licías judiciales y uniformados escaleras abajo a Arteaga–. A él le toca declararte, ya baja la
apuntando hacia donde tendría que bajar el pistola.
secuestrador con un rehén cautivo.
Y sabe que hay cientos de dedos tras los Extenuado, vencido y sin venganza alguna,
gatillos en la explanada. Y que alguno de ellos, Enrique arroja la colilla. Está por bajar la pistola,
tal vez, estaría lo suficientemente nervioso como la Pietro Beretta que lo ha acompañado toda la
para disparar. noche. La pistola con la que buscaba cobrarse
–Me voy a bajar, sé que me van a dar una lo que dice que le hicieron. La nueve milímetros
madriza, sé que me van a madrear. Sí voy a bajar, que adquirió en Tepito y que ha sido su acompa-
aunque me chinguen –anuncia Enrique en lo ñante esta noche. La pistola que durante horas
que ya no puede ser una venganza. mantuvo a raya a la policía.
–¡Ni madres, cabrón, aquí nos quedamos! Todavía con ella en la mano habla:
–ordena el comandante Moneda a Enrique–. –No le quería hacer daño a nadie. Sólo fui
¡Aquí te tienes que entregar, allá abajo esto ter- un pendejo –confiesa.
mina de otra forma! Entrégate aquí. –Está bien, flaco, en verdad sales de ésta
–¡¿Quién avisó, quién putas avisó?! ¡Soy un –le promete Arteaga.
pendejo! ¿Por qué me metí en esta pendejada?–so- A punto de rendirse, todavía pone una
lloza el asaltante. El hombre se resquebraja. condición:
–¡Estoy muy nervioso, muy nervioso, me –No quiero que me reconozcan afuera. Yo
van a chingar! –dice y todos saben que acorra- trabajé aquí, por favor no dejen que me reconoz-
lado puede aún ser más . Que el miedo puede can. Ya me di, dejen ponerme el pasamontañas
empujarlo a oprimir el gatillo de esa Baretta. –suplica.
Oscar Arteaga busca en la bolsa del pan- Busca aire. Mira al techo. Duele el antebrazo
talón la caja de Marlboro rojos, el encendedor de tanto apretar la pistola. Empuja con el cañón
y los lanza a los pies de Enrique. la cabeza de Cepeda.
–Yo sé flaco. Cálmate. Nadie te va a tocar. –Ya estás dado, déjate caer. Ponte tu ca-
Fúmate un cigarro –dice Arteaga con voz sua- pucha.
ve–. Deja al rehén, yo me entrego contigo. Arteaga casi lo puede tocar. Enrique se
–¡Me van a madrear, sé que me van a partir cubre la cara por última vez. El secretario se
mi pinche madre! acerca y lo sujeta. Enrique le entrega el arma.
Se acuclilla, saca un cigarro y lo enciende. Moneda se acerca y toma la Pietro Beretta.
Da apresuradas bocanadas, jadea a través del No lo puede creer. La noche aún le depara
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filtro. una sorpresa. La siente liviana, como si flotara.
Y en la derrota, busca su última salida: Es un arma con todas las formas, los grabados, el
–Mátenme ya –dice sin siquiera alzar la diseño y la línea de cualquier Pietro Beretta.
voz, que para entonces se ha convertido en un Una nueve milímetros de punta a punta.
terrón quebrado que parece no ir dirigida a los Pero ya en sus manos, Moneda sabe que esa
policías. Habla en una especie de susurro. Como arma, como todas las que usaron esa noche los
si se dirigiera a sí mismo. asaltantes, es falsa.
–Del reclusorio sales, pero del hoyo no –¡Es de juguete! –suelta Moneda, quien
–suelta Mota. luego sabría que la única arma real que tuvieron
Están a tres metros de Enrique. Funciona- los asaltantes fue la del policía Ángel, la misma
rios y policía hablan en turnos. que Emmanuel vació sin querer en el restaurante
Pero aunque Enrique ha lanzado su rendi- del Sanborns esta noche.
48 ción la pistola sigue ahí, en la cabeza de Octavio, Una noche de perros.
12. noche de perros en buenavista
Epílogo
Minutos después de que el episodio acabó,
Enrique Mejía Bello identificó en el ministe-
rio público a sus. “Este no fue, esa nada tuvo
que ver. Ese sí, éste también”, dice con aire
aliviado apuntando con el dedo a su amigo
de la infancia Emmanuel Pérez Sánchez, a
su conocido Oscar Reyes. También a Juan
Huerta y Enrique Enríquez, los otros asal-
tantes de ocasión a quienes conociera cinco
horas atrás.
El 4 de noviembre, los cinco iniciaron
su proceso formal de prisión en el Reclusorio
Norte, acusados de robos calificados diver-
sos, tentativa de robo en agravio del estable-
cimiento mercantil y secuestro. Tal vez se les
sume el delito de lesiones. Podrían recibir una
pena de decenas de años en prisión.
Roberto, el padre de Enrique, sacó las
pocas cosas que su hijo tenía en el departa-
mento de Callejón del 57, incluido un libro
de Carlos Fuentes. Su historia fue contada
por conocidos y empleados del Sanborns que
pidieron no publicar su nombre, por Víctor
Hugo Moneda Rangel, comandante en jefe
de la Policía Judicial; Pascual Enrique Mota,
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agente del ministerio público en Cuauhté-
moc; Oscar Arteaga, secretario del minis-
terio público, y Ángel Dorantes, el policía
auxiliar. ¶
Posdata abril 2009: los cinco asaltantes ya
fueron condenados. Recibieron una sentencia
de mil años de prisión. El comandante Víctor
Hugo Moneda fue asesinado el 8 de diciembre
de 2008 por sicarios contratados por uno de
los comandantes de la Policía Judicial que
eran sus subalternos. 49