7. ÍNDICE
Prefacio 9
Manuel Eduardo Comesaña: ¿Para qué sirve la filosofía? 11
José María Gil: Limitaciones de la pragmática y la semiótica 19
Gustavo Fernández Acevedo: ¿Cómo debe entenderse la
condición de evidencia en el autoengaño? 35
Boris Kogan: Neuronas en espejo: pertinencia y
contribuciones para la psicología 47
Nicolás Agustín Moyano Loza: Una consecuencia iontológica
del concepto de simultaneidad 55
César Luis Vicini: Filósofos y hablantes 63
Nicolás Trucco: Sobre la (supuesta) necesidad de formalizar
el lenguaje
69
Lucas Martín Andisco: La metodología de las ciencias
deductivas según Tarski 73
Esteban Guio Aguilar: Arte y conocimiento: El mensaje
estético contemporáneo y su vínculo con el
conocimiento 85
Federico Emmanuel Mana: Las ventajas de la enseñanza de la
prueba formal de validez según la metodología de
Gamut 95
Carolina García: ¿Ha llegado la ciencia a la verdad? Crítica a
la tesis del fin de las ciencias de John Horgan 103
Daniela Suetta: El marco epistemológico de los sistemas
conceptuales en la teoría interpretativa davidsoniana 109
8. 8
Emiliano Aldegani: Castoriadis: el signo como conjunto de
coparticipaciones y su status ontológico
119
Adolfo Martín García: Cómo la neurolingüística puede
contribuir al saber traductológico 127
María Soledad Schiavini: Plausibilidad neurológica de la
teoría de las cuatro etapas de la lectura de Emilia
Ferreiro 137
Fabrizio Zotta: Representación y comunicación: hacia una
(des)ontología de lo real 145
Patricia Britos: El marxismo analítico 153
María Belén Hirose: Universalismo y relativismo en
antropología anglosajona de fines del siglo XX. Una
aproximación desde la semiótica 163
Gastón Julián Gil: Ciencia, cientificismo y liberación
nacional. Las ciencias sociales y los debates
epistemológicos de los sesenta y los setenta en la
Argentina 175
Información sobre los autores del libro 187
9. 9
PREFACIO
La compilación que aquí se te ofrece, amable lector, es la
tercera de lo que ya podemos denominar “una serie”, iniciada
por Estudios sobre el lenguaje (Estanislao Balder, de 2008) y
Análisis Epistemológico (Editorial Martín, 2009).
Todos los trabajos de este nuevo volumen (que de forma
poco original pero prolija se titula Análisis Epistemológico II)
tienen en común la labor analítica que es propia del grupo
dirigido por Manuel Comesaña desde que se iniciara la carrera
de Filosofía en la Universidad de Mar del Plata, en 1994. El
primer capítulo es justamente la reedición de un trabajo para
nosotros fundamental de Comesaña; en “¿Para qué sirve la
filosofía?” se establecen nociones claves para entender la
diferencia entre el trabajo del filósofo y el trabajo del científico.
El libro intenta ser una muestra sencilla pero concreta de
la finalidad educativa de nuestros gratos y deliberados
esfuerzos. Los estudiantes avanzados de hace dos o tres años
ya son graduados, becarios de investigación, estudiantes de
doctorado y docentes en los niveles medio y universitario.
La base lógica y la concepción realista y racionalista del
conocimiento están presentes, a veces de forma explícita y
otras de forma más sugerente, a lo largo de todo el libro.
Gracias a esa base y a esa concepción, creemos, pueden
alcanzarse varios objetivos imprescindibles, como mejorar la
capacidad para expresar ideas, formular razonamientos con
rigor y examinar esos razonamientos críticamente. La
concepción realista-racionalista nos obliga a pensar por
nuestra propia cuenta y a combatir toda clase de fanatismo:
Un razonamiento será bueno (o malo) independientemente de
quién lo exponga. En otros ámbitos, por ejemplo en el dogma
religioso, en el dogma político, y aun en el dogma académico,
nada importa más que la posición de poder de quien viene a
decirnos algo. Que este libro ofrezca alguna contribución para
distinguir los razonamientos buenos de los razonamientos
malos, y que nos ayude a entender que el verdadero problema
no es (como cree Humpty Dumpty) “ver quién manda”.
José María Gil
Mar del Plata, 28 de febrero de 2010
10.
11. M. Comesaña, Análisis Epistemológico II, Martín, Mar del Plata, 2011, pp. 11-19.
¿PARA QUÉ SIRVE LA FILOSOFÍA? 1
Manuel Eduardo Comesaña
I
La filosofía consiste en discusiones interminables sobre
problemas que no se pueden resolver. Por supuesto, no todos
están de acuerdo con esta manera de entender la filosofía: los
que proponen alguna solución para un problema filosófico
suelen estar convencidos de que en efecto lo han resuelto.
Justamente, uno de los problemas filosóficos no resueltos es el
que se expresa en la pregunta "¿Qué es la filosofía?". Yo
suscribo una concepción de la filosofía muy difundida según la
cual los problemas filosóficos no son solucionables, esto es, no
sólo no se han resuelto hasta ahora sino que no se pueden
resolver. A veces un problema filosófico se torna solucionable;
es lo que sucede cuando los especialistas en el tema se ponen de
acuerdo en cómo hay que tratarlo, en cuál es el método para
tratar de resolverlo. Pero, cuando ocurre esto, el problema deja
de ser filosófico y pasa a formar parte de una disciplina
científica independiente de la filosofía -aunque ésta no es una
cuestión de todo o nada, y algunos problemas se ubican en una
difusa zona intermedia-. Esta es la diferencia fundamental entre
la ciencia y la filosofía. Para decirlo con la demasiado célebre
terminología de Kuhn, la filosofía se encuentra siempre en el
período anterior al paradigma, y cada vez que el tratamiento de
un tema por parte de los especialistas supera ese estadio, el
tema deja de ser filosófico para convertirse en científico, debido
a que, como dice Peter Medawar, "la ciencia es el arte de lo
solucionable". Uno de los que compartieron esta concepción de
la filosofía fue Austin, que la expresó con las siguientes
palabras:
En la historia de las indagaciones humanas la filosofía ocupa el lugar de
un sol central originario, seminal y tumultuoso. De tanto en tanto ese sol
arroja algún trozo de sí mismo que adquiere el status de una ciencia, de
un planeta frío y bien regulado, que progresa sin pausa hacia un distante
1 Reproducido con el amable permiso de Editorial Biblos. 1° edición: Francisco
Naishtat y Oscar Nudler (editores) El filosofar hoy, Buenos Aires, Biblos, 2003.
12. Manuel Eduardo Comesaña
12
estado final. Esto ocurrió hace ya mucho tiempo cuando nació la
matemática, y volvió a ocurrir cuando nació la física; en los últimos cien
años hemos sido testigos una vez más del mismo proceso, lento y casi
imperceptible, que presidió el nacimiento de la lógica matemática a
través de los esfuerzos conjuntos de los matemáticos y de los filósofos.
Me pregunto si no es posible que los próximos cien años puedan asistir al
nacimiento, merced a los esfuerzos conjuntos de los filósofos, de los
gramáticos y de otros muchos estudiosos, de una genuina ciencia del
lenguaje. Entonces nos liberaremos de otra parte de la filosofía (todavía
quedarán muchas) de la única manera en que es posible liberarse de ella:
dándole un puntapié hacia arriba.2
Esta diferencia entre ciencia y filosofía no es un capricho
terminológico; se trata de actividades distintas, que requieren
vocaciones también distintas. Para decirlo de nuevo con el
servicial léxico de Kuhn, una cosa es ser un investigador
"normal", que se dedica a resolver problemas, y otra cosa muy
distinta es participar en discusiones interminables sobre temas
que se encuentran en un estado permanente de "crisis" (o de
"preciencia", lo que para el caso es lo mismo). La mayor parte de
los que desarrollan alguna actividad teórica prefieren, muy
razonablemente, lo primero, y entonces optan por dedicarse a la
ciencia. A una minoría, en cambio, las interminables discusiones
filosóficas le producen un placer intelectual difícil de explicar. Y
no son pocos los que, dedicándose a la filosofía debido a un error
vocacional, se ubican en una categoría mixta: tienen la necesidad
psicológica de desarrollar una actividad "normal" y se
impacientan frente a discusiones que no terminan y problemas
que no se resuelven, pero se ocupan de problemas filosóficos.
Estos últimos suelen resolver el conflicto mediante una mezcla
indebida de ambas cosas: cada vez que se convencen de algo se
sienten absolutamente seguros de haber resuelto el problema
respectivo, y son, así, filósofos llenos de certezas y con pocas
dudas.
II
Voy a considerar a continuación algunas posibles objeciones a lo
que acabo de de decir.
2 Philosophical Papers, editado por G. J. Warnock y J. O. Urmson, Oxford,
Clarendon Press, 1961, pp. 179-80, citado por Genaro Carrió y Eduardo
Rabossi, “La filosofía de John L. Austin”, en Austin, Cómo hacer cosas con
palabras, Barcelona, Paidós, 1990, p. 27.
13. ¿Para qué sirve la filosofía?
13
1. Al sostener que los problemas filosóficos no son solucionables,
¿no estoy tratando de resolver un problema filosófico, y, en
consecuencia, no estoy incurriendo en autorrefutación? Tal vez
esta objeción admita alguna de las siguientes respuestas,
formuladas en un orden que me parece de plausibilidad
creciente.
Este es el único problema filosófico solucionable (por
supuesto, habría que explicar por qué, y eso podría resultar
difícil o imposible).
a) Es uno de esos problemas filosóficos que terminan por
volverse solucionables y científicos, y proponer soluciones
es una manera de contribuir a que eso ocurra.
b) No es un problema filosófico sino una parte o un aspecto
del problema expresado por la pregunta "¿Qué es la
filosofía?", de modo que, si yo lograra resolver la cuestión
de si los problemas filosóficos son solucionables, no habría
resuelto un problema filosófico. Esta respuesta da por
resuelta otra cuestión que en realidad no lo está y de la
cual depende la plausibilidad de varias afirmaciones que
hago en este trabajo: la cuestión de si hay un tamaño
mínimo para los problemas filosóficos -de si hay algo así
como átomos de filosofía tales que, si se los divide, los
subproblemas no son filosóficos-.
c) Estoy proponiendo una solución, pero no estoy
solucionando el problema, ni volviéndolo solucionable -
eso no depende solamente de mí-. Es probable que la
solución que propongo no sea objetivamente la solución
del problema; y, aun si lo fuera, es probable que no
obtenga consenso en la comunidad filosófica. Esto último
le pasó, por ejemplo, a Demócrito: la solución que él
propuso para el problema expresado por la pregunta "¿De
qué está hecho el mundo?", en lo sustancial y de acuerdo
con la filosofía y la ciencia actuales, era la solución
correcta, pero durante siglos su propuesta fue aceptada
sólo por unos pocos y por eso no puede decirse que él
haya resuelto el problema. Y si la solución que propongo
fuera correcta y, además, fuera aceptada por todos, elíjase
cualquiera de las otras respuestas de esta lista.
14. Manuel Eduardo Comesaña
14
d) Como lo ha sugerido John Lange,3 tal vez no sea posible
discutir estos temas sin autorrefutaciones o paradojas. Y si
fuera así, entonces, ¿qué? Como dice el Superagente 86, lo
más probable es que quién sabe.
2. Si la filosofía tiene las características que yo le atribuyo, ¿cómo
se explica que haya "filosofía aplicada"? Ahora se habla, en
efecto, de filosofía aplicada, y en particular de ética aplicada,
pero yo no he logrado entender de qué se trata. Por supuesto, es
posible aplicar una teoría filosófica, pero no es posible aplicar
una rama entera de la filosofía si en ella hay teorías que rivalizan
sobre los fundamentos mismos de la disciplina; dicho de otro
modo, es posible aplicar una propuesta de solución, pero no una
discusión abierta sobre un problema no resuelto. La diferencia
entre esas dos cosas está muy bien expresada en esta
observación de Kuhn: "Cuando digo que la filosofía no ha
progresado, no quiero decir que no haya progresado el
aristotelismo; quiero decir que todavía hay aristotélicos". La
frase citada no se refiere a la aplicabilidad sino al progreso, pero
ambas cuestiones son enteramente análogas: cuando digo que la
filosofía no es aplicable, no quiero decir que no sea aplicable el
aristotelismo.
3. Algunos dudan de que un problema insolucionable pueda
convertirse en solucionable; piensan que si ahora es
solucionable, entonces lo fue siempre, o bien que no es en
realidad el mismo problema, aunque a primera vista pueda
parecerlo. Creo que, para los fines de este trabajo, la objeción
admite una respuesta sencilla, a saber: hay dos clases de
insolucionabilidad, la absoluta y la relativa. Los problemas
absolutamente insolucionables nunca se vuelven solucionables;
los relativamente insolucionables, sí, al cambiar ciertas
condiciones. Este cambio en las condiciones no acarrea
necesariamente ningún cambio en la formulación del problema,
que puede muy bien seguir siendo el mismo. Problemas
filosóficos hay de las dos clases: los que nunca se tornan
3 The Cognitivity Paradox: An Inquiry Concerning the Claims of Philosophy,
Princeton University Press, 1970.
15. ¿Para qué sirve la filosofía?
15
solucionables y los que sí, con lo cual dejan de ser filosóficos y se
convierten en problemas científicos.
Una respuesta más complicada a la misma objeción consiste
en decir que las propiedades disposicionales -incluidas las
propiedades disposicionales negativas- pueden perderse, y
pueden no ser definitorias o esenciales. Un vaso irrompible
puede dejar de serlo sin dejar de ser el mismo vaso y sin que su
fragilidad sea retroactiva. ¿Qué quiere decir que un vaso es
irrompible? Si le creemos a Quine,4 quiere decir que su
estructura microscópica impide que se rompa a causa de golpes
que los vasos comunes no resistirían. Y, obviamente, si esa
estructura cambia y el vaso deja de ser irrompible, el cambio no
es retroactivo. Si no le creemos, su concepción de las
disposiciones basta para mostrar que la cuestión es opinable,
como lo son todas las cuestiones filosóficas. Dicho sea de paso,
Quine es seguramente uno de los que no estarían de acuerdo con
esta última afirmación; más bien opinaría, con Wittgenstein, que
las discusiones filosóficas son la escalera que se tira después de
haber subido. Pero hasta ahora la filosofía consiste solamente en
escaleras, y no se sabe de nadie que ya esté arriba.
Por supuesto, los problemas filosóficos no se vuelven
solucionables de golpe. Se trata de procesos largos, con etapas
intermedias durante las cuales se tiene la fundada impresión de
que los datos empíricos influyen en la discusión filosófica; desde
hace tiempo es imposible, por ejemplo, elaborar una buena teoría
de la percepción sin tener en cuenta ciertos datos de la física y la
neurofisiología. Creo que esta impresión es una de las fuentes
del naturalismo filosófico, pero me parece que se equivocan los
que defienden versiones extremas de este naturalismo según las
cuales todos los problemas filosóficos, en cualquier etapa de su
historia, pueden ser resueltos por la investigación científica.
Desde luego, uno puede hacer verdadera esta última afirmación
decidiendo que los problemas no solucionables son en realidad
seudoproblemas de los cuales no vale la pena ocuparse. Pero
esta maniobra constituye una petición de principio en contra de
la filosofía. Algunos problemas filosóficos, por ser demasiado
básicos y generales, nunca se tornan solucionables; esto es lo que
ocurre, por ejemplo, con la cuestión de si hay un mundo externo.
4 Cf. From Stimulus to Science, Cambridge, Harvard University Press, 1995, p. 21.
16. Manuel Eduardo Comesaña
16
4. Si los problemas filosóficos no son solucionables, y esto se
aplica también al problema expresado por la pregunta "¿Qué es
la filosofía?", ¿cómo se sabe cuáles son los problemas filosóficos?
Yo no pretendo responder a la pregunta "¿Qué es la filosofía?",
esto es, no pretendo decir qué otras características, aparte de ser
insolucionable, tiene que tener un problema para ser filosófico, y
tampoco sostengo que baste para eso con que sea insolucionable
(seguramente hay problemas insolucionables que no son
filosóficos). Pero es obvio que los filósofos pueden estar de
acuerdo en cuáles son los problemas filosóficos sin estar de
acuerdo en qué es lo que los hace filosóficos; es lo que de hecho
ocurre (en alguna medida: la lista de Heidegger no es idéntica a
la de Carnap). La mayoría de los filósofos -al menos, la mayoría
de los que le reconocen a la filosofía su derecho a existir-
incluyen en la lista de problemas filosóficos la cuestión de si hay
un mundo externo, el problema de la inducción, el problema
mente-cuerpo, el problema de los universales, los problemas
expresados por las preguntas "¿Qué es el conocimiento?", "¿Qué
es la verdad?", "¿Qué es la filosofía?", etc. La amplia coincidencia
que hay entre los filósofos con respecto a esta lista es lo que
permite formular y poner a prueba la tesis de que los problemas
filosóficos no son solucionables. La mejor refutación de esta tesis
sería un contraejemplo. Pero si, por el contrario, en dos mil
quinientos años de filosofía occidental no se encontrara ningún
caso de problema filosófico solucionado (y por lo tanto
solucionable) que se siga considerando un problema filosófico,
eso parecería una razón inductiva bastante buena para creer que
los problemas filosóficos no son solucionables, salvo cuando se
convierten en problemas científicos.
5. De ningún problema (filosófico, científico o lo que fuere)
tenemos la certeza de que haya sido solucionado ni la certeza de
que sea solucionable, aunque más no sea debido a la falibilidad
humana. Pero esto no borra la diferencia entre ciencia y filosofía.
En la ciencia, los especialistas en cada tema consideran en forma
unánime que muchos problemas han sido solucionados, cosa
que no ocurre nunca en la filosofía. Hay un sentido en el que
todos los problemas, o al menos la mayoría, parecen tener
solución. Por ejemplo, dado un problema matemático de cierto
tipo, hay un número que es la solución del problema, aunque
17. ¿Para qué sirve la filosofía?
17
nadie pueda averiguar cuál es ese número. Creo que en este
sentido los problemas filosóficos tienen solución: hay un mundo
externo o no lo hay, la relación mente-cuerpo es la que es, los
razonamientos inductivos están bien vaya uno a saber en qué
casos, etc. Pero hay algunos problemas tales que no es posible
averiguar cuál es su solución, y en este sentido son
insolucionables: no es que sean intrínsecamente insolucionables
sino que los seres humanos no podemos solucionarlos. El
consenso en una comunidad profesional con respecto a cuál es la
solución de un problema no garantiza que ésa sea efectivamente
la solución; pero sin duda es mejor que nada, y en la filosofía no
tenemos ni siquiera eso. Por otra parte, en la ciencia hay, además
del consenso, otras pruebas de que algunos problemas han sido
solucionados, a las que hace referencia el llamado "argumento
del éxito de la ciencia": algunas disciplinas científicas tienen un
notable éxito predictivo y tecnológico, y la mejor explicación de
tal éxito parece la que consiste en admitir que es consecuencia
del éxito cognoscitivo de dichas disciplinas.
6. A veces los filósofos logran probar ciertas tesis; en
consecuencia, no parece razonable negar que haya progreso en la
filosofía. Si se admite que cualquier tesis probada por un filósofo
en el ejercicio de su actividad profesional es la solución de un
problema filosófico, entonces hay un montón de problemas
filosóficos solucionados -y, por lo tanto, solucionables- que no se
han convertido en problemas científicos. Pero, por supuesto, no
parece razonable admitir semejante cosa. Aun prescindiendo de
las afirmaciones que los filósofos establecen en el marco de
tareas historiográficas y exegéticas que suelen desarrollar como
parte de su actividad profesional -afirmaciones que no resuelven
problemas filosóficos-, lo que a veces se prueba en las
discusiones filosóficas de tal modo que la prueba es aceptada en
forma unánime por los especialistas en el tema no es la solución
de algún problema filosófico sino que algún filósofo se equivocó
al formular una propuesta de solución. Por supuesto, esto
constituye un progreso, pero, como lo ha señalado John Woods,5
se trata de un progreso en "virtuosismo técnico", no en
resolución de problemas. Así, por ejemplo, Kneale le mostró a
5 "Is Philosophy Progressive?", Argumentation 2 (1988), pp. 157-174.
18. Manuel Eduardo Comesaña
18
Popper, mediante la noción de "accidente a escala cósmica", que
se había equivocado al sostener que bastaba que un enunciado
verdadero fuera estrictamente universal para que fuera una ley,
en vez de un accidente; pero no resolvió el problema de cómo
distinguir las leyes de los accidentes cósmicos.
III
¿Y para qué sirve, entonces, la filosofía? O, dicho de otro modo,
¿por qué participar en discusiones interminables sobre
problemas que no se pueden resolver? Por varias razones. En
primer lugar, a algunos les gusta, y, dentro de ciertos límites,
todo el mundo tiene derecho a hacer lo que le gusta. Como dice
Tarski, "la cuestión del valor de una investigación cualquiera no
puede contestarse adecuadamente sin tener en cuenta la
satisfacción intelectual que producen los resultados de esa
investigación a quienes la comprenden y estiman". En segundo
término, al ponernos frente a problemas sin solución, la filosofía
nos permite explorar los límites de nuestra capacidad de
comprender el mundo, aunque no lleguemos a establecer con
precisión esos límites. Tercero, la filosofía cumple una función
crítica con respecto a todas las pretensiones de conocimiento,
función crítica que en algunos casos resulta útil: "Es preferible -
decía Bertrand Russell- una incertidumbre fundada a una
certidumbre infundada". No creo que esto se aplique a todas las
situaciones: en la vida cotidiana, dar por sentada la existencia de
objetos externos -es decir, comportarse como "realista ingenuo",
o aceptar lo que Quine llama "la teoría de los objetos físicos"-
parece más práctico que ponerla en duda. Pero en algunas
situaciones resulta útil cuestionar certezas, por ejemplo, certezas
políticas -aunque más no sea porque siempre se asesina en
nombre de certezas, nunca en nombre de dudas-, y el filósofo es,
ceteris paribus, el mejor entrenado de los cuestionadores (tal vez
sea esta actividad de cuestionamiento lo que algunos llaman
"filosofía aplicada"). Y, cuarto, a veces los problemas filosóficos
se tornan, como ya se dijo, solucionables, y la discusión filosófica
cede el lugar a una especialidad científica. En estos casos, como
dice Keith Lehrer, "la filosofía pierde algunos de sus temas de
estudio a causa de su propio éxito".
19. J. M. Gil, Análisis Epistemológico II, Ed. Martín, Mar del Plata, 2011, pp. 19-34.
LIMITACIONES DE LA PRAGMÁTICA Y LA SEMIÓTICA
José María Gil
Trataré de mostrar que las teorías pragmáticas y las teorías
semióticas enfrentan limitaciones que les impiden constituirse
en teorías generales de la comunicación y la comprensión
verbales.
Por un lado, la pragmática filosófico-cognitiva ha
sobredimensionado la importancia de la intención del hablante
a pesar de que muchos de los significados que se transmiten y
muchos de los significados que se comprenden a partir de un
enunciado no son consecuencia de lo que el hablante quiso
comunicar.
Por otro lado, las teorías semióticas suponen (implícita o
explícitamente) no sólo que los diversos tipos de signos son
objetos del mundo real sino que además hay signos en la mente
(o en el sistema cognitivo) de los individuos, por ejemplo en las
mentes de los hablantes de Saussure o de los interpretantes de
Peirce. Sin embargo, por un lado, es difícil justificar que los
signos como tales existen en el mundo exterior y, por el otro, la
evidencia neurológica permite refutar la hipótesis de que los
signos puedan estar en el sistema de conocimiento de una
persona. (La evidencia neurológica es muy pertinente aquí
porque nuestro “sistema de conocimiento” tiene que tener su
asiento en el cerebro).
Como alternativa a la pragmática y la semiótica, dentro de
la quizá incomprendida tradición de Hjelmslev, la lingüística
neurocognitiva adopta un enfoque conectivista y relacional que
se respalda en la siguiente hipótesis: el sistema de conocimiento
de de un individuo no consta de signos de ninguna clase, sino
más bien de los medios adecuados para producir e interpretar
signos (Lamb 1999, 2004, 2005, 2006). A diferencia de la
hipótesis según la cual el cerebro almacena signos, las hipótesis
conectivistas-relacionales tienen plausibilidad en términos
operativos, de desarrollo y neurológicos.
En este contexto, todo lo que se llama “social”, “cultural”,
“semiótico”, etc. tiene que estar representado en forma
relacional dentro del inmensamente complejo sistema
20. José María Gil
20
semológico de un individuo, es decir, tiene que haber una base
física para el mundo semiótico.
1. La pragmática filosófico-cognitiva y la falacia intencional
La pragmática filosófico-cognitiva es una importante corriente
teórica que busca describir y explicar el uso del lenguaje y los
procesos cognitivos que lo hacen posible. Tiene sus orígenes
fundamentales (aunque no excluyentes) en la obra de Grice
(1957, 1967, 1982, 1989) y, en relación con ella, se propone el
objetivo de caracterizar los procesos inferenciales que le
permiten al oyente reconocer la intención del hablante. Así se
explica la primera parte del nombre de esta corriente: Sus
orígenes se remontan a la filosofía del lenguaje de Grice (y
también de otros importantes autores como Strawson, Austin y
Searle). Además, esta corriente se considera cognitiva porque
(habiendo supuesto que la intención del hablante es el núcleo
de la comunicación humana) propone que, para que la
comunicación efectivamente exista, el oyente tiene que
identificar la intención del hablante, por lo que aquí entran en
juego los procesos cognitivos que se desarrollan en la mente/el
cerebro del oyente. En este contexto, la pragmática filosófico-
cognitiva (también conocida como pragmática griceana o
anglosajona) necesita estudiar el sistema de conocimiento de
los usuarios del lenguaje, precisamente para caracterizar el
reconocimiento de las intenciones por parte de los oyentes. Así,
tal como afirma Marcelo Dascal, la teoría de la relevancia de
Sperber y Wilson es una corriente arquetípica de la pragmática
cognitiva:
El estudio de la pragmática de la comunicación les sirve a Sperber y
Wilson de trampolín para llegar a principios cognitivos generales,
directamente relacionados con el modelo representacional/
computacional de la mente defendido por Fodor y otros, modelo
que caracteriza la cognición como un proceso inferencial de
representaciones mentales (Dascal 1999: 26).
En el contexto de la pragmática filosófico-cognitiva queda
claramente establecido que la comunicación es el proceso a
través del cual el auditorio tiene que reconocer la intención que
21. Limitaciones de la pragmática y la semiótica
21
el comunicador ha hecho mutuamente manifiesta (para el
comunicador y el auditorio). En palabras de Dascal:
[L]o que propongo es definir como tarea de la pragmática el estudio
del uso de los medios lingüísticos (u otros) por los cuales un
hablante vehicula sus intenciones comunicativas y un oyente las
reconoce. El objeto de la pragmática, por lo tanto, es el conjunto de /
mecanismos relacionados directa y específicamente con la
transmisión del “significado del hablante” (Dascal 1999: 27-28).
Con esta concepción se excluye, desde luego, lo que el
mismo Dascal llama “algunos aspectos implícitos de la acción
lingüística”, no comunicados “aunque inferibles de la acción
del hablante” (Dascal 1999: 26). Debe enfatizarse que para la
pragmática cognitivo-filosófica estos significados no son
significados comunicados por el hablante y por ello deben
excluirse de los estudios sobre el uso del lenguaje, porque la
interpretación pragmática busca reconocer cuál es la intención
comunicativa, es decir, “aquellos aspectos del significado
vehiculado por la actividad lingüística en que el sujeto es
tratado como agente intencional pleno” (Dascal 1999: 33).
De este modo, la “exclusión de Grice”, tal como la llama
Dascal (1999: 32), deja fuera del objeto de estudio de la
pragmática un buen número de producciones lingüísticas
espontáneas en las cuales no se hace mutuamente manifiesta la
intención del hablante. Es decir, según la pragmática filosófico-
cognitiva, estas producciones (no intencionales) no comunican
significados, y por lo tanto no le interesan al estudio del uso del
lenguaje. Entre esas producciones “no comunicativas”
podemos mencionar, por ejemplo, los errores del habla, los
juegos de palabras no buscados, los lapsus linguae, el acento y la
calidad de voz del hablante, la elección involuntaria de
palabras, etc.
Ahora bien, las producciones que “no comunican
significados” no son valoradas por la pragmática filosófico-
cognitiva. ¿Nos habilita eso a excluir dichas producciones? ¿No
son parte del uso del uso del lenguaje y, por lo tanto, dignas de
ser estudiadas? Y lo más importante, ¿no son significados que
en efecto se transmiten por medio de un enunciado (más allá de
la intención que el hablante hubiera podido tener)? Así:
22. José María Gil
22
(a) Los errores del habla, los juegos de palabras no
buscados, los lapsus linguae proveen información sobre
el pensamiento “no consciente” del hablante.
(b) El acento revela el lugar de origen de un hablante.
(c) La calidad de voz puede revelar el estado de ánimo.
(d) La elección de palabras ofrece información acerca del
nivel educativo del hablante o de la valoración que el
hablante hace del contexto.
Lo cierto es que parece haber buenas razones para dudar de
la tesis según la cual esos los significados “no comunicados
(intencionalmente)” deban excluirse de los estudios sobre el
uso del lenguaje: transmiten significados que son por lo general
son muy importantes en la comprensión verbal. De hecho, la
lingüística neurocognitiva considera que los fenómenos de (a)
revelan información muy valiosa sobre el sistema cognitivo del
hablante, mientras que los fenómenos de (b)-(d) han sido de
fundamental interés para la sociolingüística norteamericana
representada entre otros por William Labov. Y lo más
importante tal vez: ¿hasta qué punto una teoría tiene derecho a
seleccionar los datos tan discrecionalmente? ¿No se le exige a
una teoría física que dé cuenta de todos los hechos del mundo
físico? ¿Por qué no habrá de exigírsele a una teoría pragmática
que dé cuenta de todos los hechos del lenguaje? Al argumento
de Dascal, según el que la pragmática tiene que concentrarse en
los aspectos del significado transmitidos por un “agente
intencional pleno” le falta todavía una profunda justificación
filosófica. Además, los mismos Sperber y Wilson admiten lo
siguiente:
Consideramos que todo estudio de la comunicación humana
enfrenta el gran desafío de brindar una descripción y una
explicación precisas de los efectos vagos de la comunicación
humana. La distinción entre significado y comunicación, la
aceptación de que algo puede comunicarse sin que un
comunicador o su conducta hayan querido decir ese algo es un
primer y fundamental paso (Sperber and Wilson 2005: 371, la
traducción es mía).
Consideremos un ejemplo en el que se comunica algo sin
que el comunicador haya querido decir eso. Hace unos años, en
23. Limitaciones de la pragmática y la semiótica
23
una playa de Mar del Plata, un concejal cordobés que estaba de
vacaciones charlaba con un carpero del balneario, también
cordobés. El diputado y el carpero hablaban con familiaridad
porque ambos habían nacido en Ciudad de Córdoba y
empleaban en su charla el acento característico de esta gran
ciudad, que por lo general resulta fácil de identificar en
Argentina debido, por ejemplo, al pronunciado alargamiento
de sílabas no finales, como en soy cordooobés. En aquel diálogo,
el carpero le preguntó al concejal cómo iba cierto proyecto, y el
concejal respondió lo siguiente:
Con ese proyecto recién estamos levantando la cometa
La reacción del auditorio (el carpero y tres testigos de la charla)
fue una carcajada estentórea, ante la cual nuestro concejal se
manifestó visiblemente sorprendido e incómodo y salió de la
situación con algún comentario adicional. Lo importante es que
quienes estábamos ahí interpretamos que el concejal transmitió,
sin querer decirlo, la información de que el proyecto en cuestión
podía reportarle dinero a través de una coima o soborno: cometa
es una palabra que se usa con frecuencia en el habla ordinaria
de Argentina para hacer referencia a un soborno. En otras
palabras, el concejal dijo levantando la cometa y el auditorio
interpretó que el concejal estaba pensando en un soborno o una
coima. Pero nadie del auditorio interpretó que había querido
decir eso. Todos interpretamos que estábamos ante un “acto
fallido” más de los políticos, cuyas emisiones estaban muy de
moda en la década del noventa. Valgan como ejemplo la
compilación de actos fallidos, juegos verbales no intencionales
y disparates de Las patas de la mentira, de Miguel Rodríguez
Arias (1996/97).
Pero a pesar de que nuestro concejal no tuvo la intención de
comunicar que él estaba considerando la alternativa de un
soborno, su enunciado sí provocó que los destinatarios
evocaran significados relativos al soborno. Dicho en términos
de la pragmática filosófico-cognitiva: el hablante no comunicó
nada acerca de una coima, pero (en términos del sentido
común) los oyentes sí interpretaron que el concejal estaba
hablando de/pensando en una coima. ¿Cómo es eso posible?
Esta situación puede explicarse si se concibe que el sistema
24. José María Gil
24
lingüístico (al igual que el sistema cognitivo en general, donde
se incluye el sistema lingüístico) tiene la forma de una vasta y
compleja red relacional (Lamb 1999, 2004, 2005, 2006).
En este sentido, la Figura 1 muestra qué debe haber
ocurrido en el sistema lingüístico de nuestro concejal, quien
dijo cometa en lugar de barrilete (la opción léxica más común en
nuestro medio, también por supuesto en Córdoba). La
expresión levantar el barrilete cuenta como metáfora de un
proyecto que se inicia. Como se activaron el significado
LEVANTAR y su correspondiente nodo léxico levantar también
hubo una activación de BARRILETE y su correspondiente nodo
léxico barrilete. Sin embargo, también se activó el nodo léxico
cometa (“sinónimo de barrilete) que está conectado con el
significado de SOBORNO. La conexión entre SOBORNO y
cometa tuvo una activación más fuerte que la de BARRILETE Y
barrilete, por eso está marcada con una línea gruesa en la figura
y esta activación hizo que el hablante dijera levantando la cometa
(que se entiende como metáfora del cobro de un soborno) en
lugar de levantando el barrilete (metáfora de un proyecto
incipiente).
Figura 1: Conexiones y activaciones en el sistema lingüístico del concejal cordobés
De acuerdo con la teoría de redes relacionales, las
conexiones pueden tener fuerzas diferentes y tanto las
conexiones como los nodos deben implementarse en términos
25. Limitaciones de la pragmática y la semiótica
25
neurológicos. El cerebro ejecuta procesamientos paralelos y
distribuidos en áreas diferentes, no es un procesador serial
(Churchland & Churchland 2000). Por lo tanto, resulta plausible
que haya activaciones y conexiones que funcionen, en términos
generales, como las que se representan en la Figura 1.
Ahora bien, vimos que los mismos creadores de la teoría de
la relevancia, Sperber y Wilson, admiten que pueden evocarse
significados aunque el hablante no haya querido evocar esos
significados, y que una teoría pragmática debería describir y
explicar estos casos. Aquellos significados que se transmiten
independientemente de la intención del hablante se llaman, en
términos de Sperber y Wilson, “implicaturas débiles” (2005:
370). Sin embargo, para conseguir el fundamental objetivo de
describir y explicar la “comunicación vaga” o “las implicaturas
débiles”, la pragmática cognitivo-filosófica debería abandonar
la hipótesis misma de que la intención es el núcleo de la
comunicación humana (Gil 2011):
• Si (el reconocimiento de) la intención del hablante rige
la comunicación humana, entonces no hay implicaturas
débiles o “comunicación vaga”.
• Pero si hay implicaturas débiles o “comunicación
vaga”, entonces (el reconocimiento de) la intención del
hablante no rige la comunicación humana.
En conclusión, podría afirmarse que la pragmática
anglosajona ha incurrido en la falacia intencional: la idea de
que la comunicación se reduce a la expresión manifiesta de
intenciones y al reconocimiento de estas intenciones.
2. Las teorías semióticas
No viene al caso extenderse sobre las conocidas teorías
semiológicas/semióticas. Benefícienos la idea de que una
imagen dice más que mil palabras y consideremos las Figuras 2
y 3. La Figura 2 representa el signo lingüístico biplánico de
Saussure y el Figura 3 el signo triádico de Peirce. En ambos
casos se toma como ejemplo de signo la palabra castellana gato.
El signo de Saussure excluye el referente externo: su
naturaleza es puramente formal y mental. Si los signos de
26. José María Gil
26
Saussure existen como objetos, tienen que ser objetos mentales,
en el sistema de la lengua de cada uno de los hablantes de una
comunidad. Por su parte, el signo de Peirce parece tener una
existencia tanto mental como externa. A este punto me referiré
a continuación.
Figura 2: La palabra gato como signo biplánico de Saussure
Signo
Objeto
Interpretante
La palabra gato
El conjunto o
la categoría
de los gatos
El significado evocado en
el sistema de conocimiento
del individuo: felino,
doméstico, etc.
Figura 3: La palabra gato como signo triádico de Peirce
2.1. Los signos como objetos externos. La palabra gato escrita
en un texto, el humo de un incendio, la luz roja del semáforo, el
cuadro de la Gioconda, son apenas algunos de los innumerables
o ilimitados ejemplos de signos. Resulta claro que los signos
como tales tienen una existencia externa de acuerdo con la
concepción triádica de Peirce, y en la que pueden incluirse
también autores como Frege y Morris. En la Tabla 1 se analizan
algunos ejemplos.
Ahora bien, para que algo sea un signo, debe haber un
sistema de interpretación. Dicho toscamente, alguna cosa
pasará pasar inadvertida para alguien y será un signo para otra
persona. Así que, en principio, en el mundo externo sólo habría
27. Limitaciones de la pragmática y la semiótica
27
objetos, es decir, muestras del Objeto (muestras del Referente
del signo triádico). En otras palabras, hay un signo cuando
alguien (el interpretante) asigna un Objeto, con mayúscula,
(una referencia) a un objeto-muestra.
Tabla 1: Ejemplos del signo triádico
Signo Objeto
(referente)
Interpretante Comentarios
La luz roja de
un semáforo
La orden de
detener la
marcha
Un conductor
que llega a la
intersección
donde está el
semáforo
La luz roja podría
ser un misterio (o el
signo de otra cosa)
para un aborigen
del Amazonas
Un
hundimiento
en los pastos
El índice de que
un caballo sin
jinete ha pasado
por allí
Un peón
rastreador que
distingue los
tipos de huellas
La marca en el
pasto de seguro
pasará
desapercibida para
otros.
La inscripción
DAMAS en
una puerta
que da a un
gran vestíbulo
La información
de que esa es la
entrada al baño
de mujeres
Una persona que
pasea por un
shopping
La inscripción no
será cabalmente
entendida de ese
modo por un
hablante extranjero
o por un hablante
analfabeto
Humo en el
cielo
La información
de que hay
bisontes en el
río.
Un indio sioux El humo podría ser
un misterio (o el
signo de otra cosa)
para alguien de la
ciudad.
El llanto de un
bebé
El bebé se ha
despertado y
tiene hambre
La mamá del
bebé
Para un vecino, tal
vez no haya
diferencia con el
grito de un gato
Pero más allá de estas cuestiones de orden ontológico,
puede haber una teoría de los signos en tanto objetos concretos.
Por ejemplo, en términos de Peirce puede explicarse que un
crucifijo es un ícono (porque representa a su Objeto por
analogía: la cruz en la que padeció Cristo), un índice (porque
puede representar la creencia religiosa de su portador) y un
símbolo (porque representa la fe cristiana de mucha gente).
Sin embargo, proveer explicaciones como las referidas al
crucifijo no es lo mismo que efectuar una caracterización del
sistema de conocimiento del individuo que es capaz de
28. José María Gil
28
interpretar (y producir) signos. ¿Y puede haber signos en el
sistema de conocimiento, en la mente, de una persona? De eso
se trata el inciso que sigue.
2.2. ¿Puede haber signos en la mente de una persona?
Diversas e influyentes tradiciones semiológicas y semióticas
parecen suponer (implícita o explícitamente) que el sistema
cognitivo de una persona consta de diversas clases de signos
(Peirce 1934, Barthes 1964, Culler 1975, Eco 1976, Lotman 1990,
Deely 2003). Sin duda esta afirmación puede requerir
desarrollos extensos, aunque parece bastante clara en el caso de
Peirce, para quien la semiótica es una lógica o una teoría del
pensamiento. Y ciertamente es verdadera en el caso de
Saussure y en la tradición estructuralista: los signos lingüísticos
(que constituyen un tipo particular de signo) son entidades
mentales integradas por la representación del sonido (o de otro
medio de expresión) y la representación del significado. En
otras palabras, hay semiólogos para quienes los signos
interpretados y producidos por una persona están en el sistema
cognitivo de esa persona. Sin embargo, este supuesto es
incompatible con evidencia neurológica fundamental, y la
evidencia neurológica no es impertinente aquí porque nuestro
‘sistema cognitivo’ tiene que tener su base física en el cerebro.
Veamos por qué puede refutarse la hipótesis de que hay signos
en el cerebro:
(i) Se requiere de un mecanismo en el cerebro que lea la
información en forma de signos, pero nuestros cerebros
no tienen un dispositivo de esa clase.
(ii) Se requiere de un espacio para almacenar signos, un
depósito, pero nuestro cerebro no almacena signos de
ninguna clase (como una computadora, donde sí se
almacenan signos).
(iii) El proceso de interpretación de signos requiere
mecanismos adicionales, no sólo un depósito de signos,
sino también un buffer donde se almacene un input
mientras se da el proceso de reconocimiento y otro
mecanismo para efectuar comparaciones. Pero nuestros
cerebros no tienen esos mecanismos adicionales.
29. Limitaciones de la pragmática y la semiótica
29
Figura 4: El concepto GATO y la “palabra” gato como nexiones del
sistema lingüístico y algunas conexiones con información de otros
sistemas cognitivos, del cuerpo y el mundo externo
Por otra parte, la conectividad de las computadoras más
poderosas es muy inferior a la del cerebro humano. En el
prólogo a la segunda edición del libro de von Neumann La
Computadora y el Cerebro, Paul y Patricia Churchland (2000)
explican que, hasta donde sabemos, el cerebro cuenta con unas
30. José María Gil
30
1014 conexiones sinápticas, cada una de las cuales regula la
señal de axón que recibe llega antes de pasársela a la neurona
receptora. Los Churchland destacan que estas diminutas
actividades de regulación (o modulación) se dan
simultáneamente, lo cual significa que, con cada sinapsis activa
100 veces por segundo, el número total de actividades de
procesamiento de información desplegadas en el cerebro debe
tener un piso de 100 veces 1014 operaciones por segundo. Esto
constituye un logro sorprendente para cualquier sistema, y
resiste bastante bien la comparación con los cómputos de 109
operaciones básicas por segundo de las computadoras más
nuevas. Tenemos, entonces, que la hipótesis de que en el
cerebro hay signos sólo puede ser compatible con la idea de
que el cerebro funciona como una computadora y esta idea se
ve refutada por la evidencia neurológica. Por el contrario, la
lingüística neurocognitiva defiende la tesis de que en el sistema
lingüístico no hay objetos (tampoco signos) de ninguna clase.
En palabras de Hjelmslev (1943: 61):
La postulación de que hay objetos diferentes de las relaciones es un
axioma superfluo y en consecuencia una hipótesis metafísica de la
cual debe liberarse la ciencia lingüística (la traducción es mía).
La notación abstracta de las redes relacionales, que se usó
de forma muy general en la Figura 1 y se usa ahora en la Figura
4, sirve para ilustrar esta concepción del sistema lingüístico:
• No hay significados, “palabras”, morfemas, fonemas,
ni rasgos fonológicos en tanto unidades: sólo hay
relaciones. Los rótulos al lado de las nexiones y
conexiones son meras indicaciones para entender qué
parte de la red se está representando.
• El rótulo gato, por ejemplo, indica que allí se representa
la nexión correspondiente a esta palabra/este lexema,
que ocupa un lugar en la red pero sólo en relación con
los demás (lo que le da un sentido todavía más rico y
preciso a valor de Saussure).
• Las nexiones son los nodos fundamentales de las redes
relacionales neurocognitivas. Tienen una línea central
que conecta dos nodos, uno con una ramificación hacia
31. Limitaciones de la pragmática y la semiótica
31
arriba y otro con una ramificación hacia abajo. (A nivel
neurológico, las nexiones tienen las características de
las columnas corticales).
• Las conexiones son las líneas que conectan las nexiones.
• Los corchetitos representan relaciones O, es decir,
relaciones paradigmáticas.
• Los triangulitos representan relaciones Y, es decir,
relaciones sintagmáticas, tanto ordenadas como
simultáneas. Por ejemplo, para representar un morfema
como gat- se usa un nodo Y ordenado en la parte
inferior porque los fonemas ocurrirán de forma
ordenada, mientras que para representar la
información de un fonema como /t/ se usa un nodo Y
no-ordenado porque los rasgos fonológicos se dan en
forma simultánea.
• El sistema de notación de Lamb permite representar
que el sistema lingüístico es un complejo sistema de
tres grandes estratos donde el subsistema léxico-
gramatical permite conectar los SIGNIFICADOS con
los medios de expresión que provee el sistema
fonológico.
• El significado se define en términos de nodos umbrales
representados aquí con semicírculos y un número n de
conexiones entrantes que deberían activarse para que
una muestra de algo se reconozca como integrante de
cierta categoría. (Para que algo se reconozca como
GATO podría bastar la audición de un maullido).
Sobre la base de esta concepción relacional/conectivista del
lenguaje pueden ofrecerse explicaciones atendibles para las
preguntas del filósofo del lenguaje:
• La primera referencia de una expresión lingüística son
sus significados, como los de gato en la Figura 4.
• La referencia de las expresiones al mundo externo está
muy mediatizada. Como puede verse en la Figura 4, el
lexema gato se refiere a los significados; uno de ellos, el
concepto de FELINO, ANIMAL, MASCOTA se conecta
con perceptos provenientes de modalidades visuales,
auditivas y somato-sensoriales. A su vez, estos sistemas
32. José María Gil
32
cognitivos, que están conectados con el lenguaje, tienen
su conexión con los órganos sensoriales, como los ojos
y los oídos, los cuales sí están en contacto (tal vez
directo) con el mundo externo. Sólo por medio de otras
modalidades mentales (conceptuales, perceptivas y
motoras) las “palabras” se vinculan a las cosas.
• El significado de una “palabra”, como gato, está
constituido por TODOS los nodos semánticos
conectados con un nodo léxico. Las “palabras” no
significan nada, sino que se conectan con significados.
Desde el punto de vista cognitivo, los significados de
los lexemas se manifiestan como representaciones de
red distribuidas en otras modalidades mentales con las
cuales a su vez las nexiones léxicas se conectan directa
o indirectamente.
3. Conclusiones: la lingüística neurocognitiva como
alternativa a la pragmática y la semiótica
3.1. Realismo. La teoría neurocognitiva es una teoría realista
del lenguaje porque sus hipótesis fundamentales son plausibles
en al menos tres sentidos distintos (Lamb 1999: 293-294):
• Plausibilidad operativa: Esta teoría del lenguaje es realista
porque provee una explicación de cómo el sistema
lingüístico puede comprender y producir el habla en tiempo
real (algo plausible si hay nexiones y conexiones en actividad
paralelas).
• Plausibilidad de desarrollo: La teoría es realista porque presenta
una explicación de cómo los niños pueden aprender el
sistema lingüístico (algo plausible si se entiende que el niño
va reclutando nexiones y estableciendo conexiones, cuya
fuerza puede incrementarse o debilitarse).
• Plausibilidad neurológica: La teoría es realista porque resulta
compatible con lo que se sabe del crebro gracias a las
neurociencas. A diferencia de las teorías que asumen que sí
hay (o puede haber) signos en el sistema lingüístico de un
individuo, la teoría de redes relacionales concibe que el
sistema lingüístico es una red de relaciones, sin objetos ni
33. Limitaciones de la pragmática y la semiótica
33
signos de ninguna clase, con conexiones, umbrales y grados
de fuerza para las activaciones.
3.2. Argumento de la plausibilidad neurológica. Sobre la base de
lo explicado al final del inciso anterior, puede proveerse el
siguiente argumento a favor de las redes relacionales:
i. Las nexiones de las redes relacionales se implementan
(con un alto grado de abstracción y generalidad) como
columnas corticales (Lamb 2005).
ii. Las conexiones de las redes relacionales se implementan
(con un alto grado de abstracción y generalidad) como
fibras y conexiones neuronales (Lamb 2005).
iii. Las columnas corticales y las fibras neurales integran
conexiones corticales reales.
iv. Por lo tanto, las redes relacionales representan (con un
alto grado de abstracción y generalidad) conexiones
corticales reales.
3.3. El sistema vs. sus productos. Los productos del sistema no
tienen por qué ser idénticos a los medios de producción del
sistema. Lo más probable es que los medios del sistema sean
bien diferentes de los signos que el sistema produce e
interpreta, y esto es una hipótesis fundamental de la teoría de
redes relacionales. En este sentido, no hay “semióticas
internas”. La semiótica seguirá siendo la disciplina que estudia
los signos; en el sistema cognitivo de un individuo se
representan los significados, esto es, hay una semología.
3.4. El lugar de la filosofía de lenguaje. ¿Qué queda para la
filosofía del lenguaje? Se sugieren aquí algunas respuestas:
1. No parece viable querer entender “qué es el lenguaje” a
partir de la reflexión “apriorística”.
2. La filosofía del lenguaje tiene valor en sí misma, como
mínimo, como un capítulo fundamental en la historia
de la filosofía y del conocimiento científico.
3. La filosofía del lenguaje ha tenido o tiene valor en el
sentido de Austin: promueve la aparición de “genuina
34. José María Gil
34
ciencia del lenguaje” (véase al respecto la cita a la que
refiere Comesaña, en lasff páginas 11 y 12 de este libro).
4. Puede constituirse (o de hecho es) una rama de la
filosofía de la ciencia: filosofía de la lingüística. Por
ejemplo, nos dirá si las hipótesis de una teoría
lingüística son plausibles o si, en efecto, la lingüística
tiene que tener una base neurobiológica.
Referencias bibliográficas
Barthes, Roland (1964) Elements of Semiology. London: Jonathan Cape, 1967.
Churchland, Paul & Patricia Churchland (2000) “Foreword to second edition”,
en John von Neuman (1958) The Computer and the Brain, Yale Univ. Press.
Culler, Jonathan (1975) Structuralist Poetics: Structuralism, Linguistics and the
Study of Literature. Londres, Routledge & Kegan Paul.
Dascal, Marcelo (1999b) “La pragmática y las intenciones comunicativas”, en
Filosofía del Lenguaje II. Pragmática. Madrid: Trotta, pp. 21-51.
Deely, John (2003) The Impact on Philosophy of Semiotics. S. Bend: St. Augustine..
Eco, Umberto (1976) A Theory of Semiotics. Londres: Macmillan.
Grice, H. Paul (1957) Meaning. Philosophical Review 66: 377-388.
Grice, H. Paul (1967) “Logic and conversation”, en: D. J. Levitin (ed.),
Foundations of cognitive psychology: Core readings, Cambridge, MIT Press,
pp. 719-732.
Grice, H. Paul (1982) Meaning revisited. In Neil Smith (ed.) Mutual Knowledge.
Academic Press, London: pp. 223-43.
Grice, H. Paul (1989) Studies in the Way of Words. Harvard University Press,
Cambridge MA.
Lamb, Sydney M. (1999) Pathways of the Brain: The Neurocognitive Basis of
Language. Amsterdam: John Benjamins.
Lamb, Sydney M . (2004) Language and Reality. London: Continuum Books.
Lamb, Sydney M. (2005) “Language and Brain: When experiments are
unfeasible, you have to think harder”. Linguistics and the Human Sciences 1,
pp. 151-178.
Lamb, Sydney M. (2006) “Being Realistic, Being Scientific”. In Shin Ja Hwang,
William J. Sullivan & Arle R. Lommel (eds.) LACUS Forum 32, pp. 201-209.
Lotman, Yuri (1990) Universe of the Mind: A Semiotic Theory of Culture.
Londres: Tauris.
Peirce, Charles S. (1934) Collected papers: Volume V. Pragmatism and
pragmaticism. Cambridge, MA, USA: Harvard University Press.
Rodríguez Arias, Miguel (1996/7) Las patas de la mentira (conducido por Lalo
Mir, para América TV). En VHS y DVD.
Sperber, Dan y Deirdre Wilson (2005) “Pragmatics”, en UCL Working Papers in
Linguistics 17, 353-388.
35. G. Fernández Acevedo, Análisis Epistemológico II, Martín, MDQ, 2011, pp. 35-46.
¿CÓMO DEBE ENTENDERSE LA CONDICIÓN DE EVIDENCIA EN EL
AUTOENGAÑO?
Gustavo Fernández Acevedo
El problema del autoengaño, como cualquier problema de
origen filosófico, se manifiesta en primer lugar al intentar
caracterizar el fenómeno al que se hace referencia con este
término. ¿Es el autoengaño un fenómeno básicamente similar al
engaño interpersonal? ¿Requiere del agente una acción, u
ocurre sin un esfuerzo conciente y voluntario de su parte?
¿Implica el autoengaño la posesión simultánea, por parte del
agente, de una creencia p y su negación? Los esfuerzos en la
caracterización del autoengaño, por otra parte, no sólo han
tenido como objetivo una definición precisa de este fenómeno,
sino también el logro de una distinción entre ésta y otras
formas de presunta irracionalidad motivada, como el
pensamiento desiderativo.
En este trabajo quiero ocuparme de uno de los problemas
que plantea la caracterización del autoengaño, esto es, el
referente al requisito de evidencia. Este requisito suele
enunciarse, de una forma simplificada, de la siguiente manera:
quien se autoengaña debe sustentar su creencia engañosa en
presencia de evidencia contraria a ésta. En particular, quiero
exponer algunos argumentos en favor de la tesis según la cual,
para que sea posible hacer una atribución de autoengaño, es
necesario que el agente esté en posesión de la evidencia
contraria a la creencia que favorece y adopta. Trataré de
mostrar que, en ausencia de esta condición, la categoría de
autoengaño se torna inaceptablemente difusa y se dificulta la
distinción entre el autoengaño y otras formas de irracionalidad
que conviene diferenciar. Sugeriré, por último, un criterio de
evidencia que evite algunas de las dificultades que presentan
los criterios existentes y los problemas que trae el considerarlo
una condición meramente suficiente para el autoengaño.
II
Muchos filósofos han sostenido que la posesión de la evidencia
contraria a la creencia favorecida por el agente es un requisito
36. Gustavo Fernández Acevedo
36
necesario para la definición del autoengaño. Cito al respecto un
ejemplo ilustrativo:
[U]n agente está en un estado de autoengaño si y sólo si sostiene
una creencia que a) es contraria a lo que sus normas epistémicas, en
conjunción con la evidencia disponible, usualmente dictarían y b) un
deseo por la obtención de cierto estado de cosas, o por poseer cierta
creencia, hacen una diferencia causal para que la creencia sea
sustentada en un modo epistémicamente ilegítimo (Van Leeuwen,
2007, p. 332. Cursivas mías).
Obsérvese, no obstante, que el hecho de que de la evidencia
esté disponible no es equivalente a la posesión de la evidencia
por parte del agente, ni a la inteligibilidad de la evidencia (esto
es, que la información en cuestión sea susceptible de ser
reconocida y comprendida como evidencia por parte del
agente), ni tampoco a la competencia del agente (esto es, que éste
sea capaz de reconocer que un fragmento de información
constituye evidencia en favor o en contra de una determinada
creencia). Sin embargo, a veces sí se especifica la condición de
evidencia de modo tal que se limita de manera importante la
ambigüedad de las implicaciones de este requisito. La
definición de Davidson proporciona un buen ejemplo al
respecto:
Un agente A se autoengaña con respecto a una proposición P bajo
las siguientes condiciones: A posee evidencia sobre la base de la cual
cree que P es más verosímil que su negación; el pensamiento de que
P, o de que debería creer racionalmente que P, ofrece a A motivos
para actuar con vistas a causar en sí mismo la creencia en la
negación de P. (…) Todo lo que el autoengaño exige de la acción es que el
motivo tenga su origen en una creencia en la verdad de P (o en el
reconocimiento de que la evidencia hace más probable la verdad de P que su
falsedad) y que se lleve a cabo con la intención de producir una
creencia en la negación de P (Davidson, 1985, pp. 111-112. Cursivas
mías).
Puede advertirse que la caracterización de Davidson
supone no sólo que el agente es conciente de la existencia de
evidencia contraria a su creencia, sino que la interpreta
correctamente como evidencia que sustenta la creencia opuesta
a la que finalmente adopta.
Como anticipé, la especificación de los requisitos del
autoengaño ha supuesto también la posibilidad de distinguir
37. ¿Cómo debe entenderse la condición de evidencia en el autoengaño?
37
este fenómeno de otras clases de pensamiento supuestamente
irracional, como el pensamiento desiderativo. Veamos algunos
de estos intentos:
La persona a la que adscribimos un pensamiento desiderativo no
pervierte los procedimientos por medio de los cuales establecemos
verdad y falsedad. Cuando la evidencia presentada frente a él entra en
conflicto con su creencia reconocerá, quizás de manera reticente, que
cuenta en contra de su creencia. Entonces, un punto crucial de
disimilitud entre pensamiento desiderativo y autoengaño es que en el
autoengaño la evidencia es contraria a la creencia sostenida. Una vez
que se ha hecho notar esto a la persona involucrada, si ella procede a
resistir, por medio de tácticas ingeniosas, las implicaciones naturales
de la evidencia, sentimos que está autoengañada (Szabados, 1974, p.
205).
[El autoengaño] (1) no es pensamiento desiderativo y, si lo es, es un
caso muy especial. El pensamiento desiderativo no involucra ningún
razonamiento o semblanza de razonamiento. El pensador desiderativo
imagina algún estado de cosas, le agrada aquello que imagina, y
supone que eso sucederá. No trata de justificar esta suposición, quizás
por contentarse con la ausencia de evidencia en uno u otro sentido. En
caso que sea conciente de la evidencia en contrario y la necesidad de
lidiar con ella, tendríamos un caso especial de autoengaño. (2) No es el
autoengaño simplemente un caso de ceguera intelectual. Esta consiste
en el fracaso en percibir hacia dónde apuntan la evidencia o las
razones, mientras que el autoengañado percibe todo esto muy bien, al
menos al principio (Bach, 1981, p. 351-352).
Según estas caracterizaciones, en síntesis, el autoengaño
parece requerir del agente la creencia de que la evidencia es
contraria a la creencia que favorece, y en esto se diferencia el
autoengaño del pensamiento desiderativo.
III
Ahora bien, no todos los autores están de acuerdo con la
tesis de que el autoengaño debe requerir necesariamente que el
agente sea conciente de que la evidencia es contraria a la
creencia preferida. Un ejemplo especialmente destacado de este
desacuerdo es el de Alfred Mele. Mele (2001) sugiere que las
condiciones que se exponen a continuación son conjuntamente
suficientes para que alguien adquiera de manera autoengañosa
una creencia de que p:
38. Gustavo Fernández Acevedo
38
1. ‘La creencia de que p que S adquiere es falsa
2. S trata datos relevantes, o al menos aparentemente
relevantes, respecto del valor de verdad de p, de un
modo motivacionalmente sesgado.
3. El tratamiento sesgado es una causa no desviante de
que S adquiera la falsa creencia de que p.
4. El cuerpo de datos poseídos por S en ese momento
provee mayor garantía para ¬ p que para p’ (p. 50-51).
Mele cuestiona la objeción de algunos autores respecto de
que la condición 4 es demasiado débil. Según esta objeción, la
condición 4 debe formularse de modo tal que permita atribuir
al sujeto un reconocimiento de que su evidencia proporciona
mayores garantías para ¬p que para p. La objeción se basa en
que, si es el caso que nos engañamos a nosotros mismos al creer
que p, debemos ser concientes de que la evidencia que
poseemos favorece a ¬p, y es esta conciencia lo que explica
nuestro tratamiento tendencioso de los datos. Sin esa
conciencia, se argumenta, no habría razones para tratar los
datos de modo motivacionalmente sesgado, ya que éstos no
serían percibidos como amenazantes y, en consecuencia, no nos
comprometeríamos con una cognición motivacionalmente
desviada.
Mele considera que una exigencia tal tiende a estar ligada a
una concepción intencionalista del autoengaño: el agente se fija
una meta, determina los medios para promover su logro y
procede en consecuencia. Sin embargo, objeta, este modelo
establece exigencias excesivas sobre quienes se autoengañan. La
cognición fría o no motivada no es explicada sobre la base de la
acción intencional, y la motivación puede poner en marcha y
sostener el funcionamiento de mecanismos que sesgan de
manera ‘fría’ los datos, sin que seamos concientes o lleguemos a
creer que la evidencia que poseemos favorece a una
determinada proposición por sobre otra.
Más aun, Mele observa explícitamente que esta cuarta
condición no debe ser considerada una condición necesaria
para que sea posible hablar de autoengaño respecto de p (cosa
que sí ocurre, según él, con la condición 1). Mele considera que,
en algunos casos de recolección motivacionalmente sesgada de
la evidencia, las personas pueden llegar a creer en una
39. ¿Cómo debe entenderse la condición de evidencia en el autoengaño?
39
proposición falsa aun cuando la proposición contradictoria con
ella está mucho mejor sustentada en la evidencia que podrían
obtener fácilmente; debido a la selectividad en el proceso de
recolección, observa, la evidencia que ellos efectivamente
poseen favorece a la creencia falsa, y no a la verdadera. No
obstante, en su opinión esas personas son evaluadas
naturalmente, en igualdad de circunstancias, como
autoengañadas. La ignorancia, como sostiene en Irrationality
(1987), no excluye al autoengaño; por el contrario, hay casos en
los que parece contribuir con éste.
Así como la ignorancia de la evidencia no es excluyente del
autoengaño, Mele tampoco considera que el autoengaño pueda
ser nítidamente diferenciado del pensamiento desiderativo en
base a este requisito. En Irrationality, Mele discute brevemente
el intento de Szabados de diferenciar ambos fenómenos. Señala
que, si hay alguna diferencia entre pensamiento desiderativo y
autoengaño, esta puede radicar simplemente en que el primero
constituye un género denotado por el término ‘autoengaño’.
Observa que, si Szabados está en lo correcto en lo referente a la
ausencia de evidencia en el pensamiento desiderativo, esto
puede deberse a que este fenómeno consiste en una clase de
autoengaño en la cual, a causa de una conducta apropiada e
influenciada por el deseo, quien se autoengaña carece de
buenas bases para rechazar la proposición que sostiene
autoengañosamente. Si bien, agrega, la expresión ‘pensamiento
desiderativo’ tiene un aire inofensivo del que carece el término
‘autoengaño’, se trata simplemente de una cuestión
terminológica, y se pregunta retóricamente que ocurriría si, en
vez de ‘pensamiento desiderativo’, habláramos de ‘falsa
creencia desiderativa’, expresión que le parece correcta si nos
basamos en el análisis que hace Szabados.
IV
Lo expuesto, en síntesis, parece fijar de manera bastante
nítida dos posiciones. La primera, sostenida por un buen
número de autores, tiende a considerar a la condición de
evidencia como requisito necesario del autoengaño y también
como criterio para distinguirlo de otras formas de
irracionalidad, como el pensamiento desiderativo. Mele, por
40. Gustavo Fernández Acevedo
40
otra parte, niega claramente la necesidad del requisito y no
considera que pueda establecerse sobre su base una distinción
clara con el pensamiento desiderativo. Creo que Mele está en lo
correcto al señalar que la posibilidad de una falta de captación
de la evidencia a causa de un sesgo en su recolección difumina
en alguna medida la distinción entre los fenómenos en
cuestión. Sin embargo, hay varias razones por las cuales
considero que la condición de evidencia debe ser mantenida
como requisito necesario, y no sólo suficiente, del autoengaño.
En primer lugar, no es obligatorio conceder que las
personas que adquieren una falsa creencia motivada a causa de
una recolección de evidencia sesgada sean evaluadas
‘naturalmente’ como autoengañadas, tal como sostiene Mele. Si
‘naturalmente’ hace referencia a los usos comunes del término
en el lenguaje ordinario, considero dudoso que tal referencia
pueda ser de mucha ayuda en la discusión de distinciones
como la que nos ocupa. En el caso de que una persona acepte
una determinada proposición sin percibir, debido a un deseo o
temor, que una parte importante de la evidencia es contraria a
esa proposición, entiendo que, así como podríamos decir que se
autoengaña, con igual derecho podríamos afirmar que se trata
de una persona ‘cegada por el deseo’ o ‘cegada por la pasión’,
distinguiendo este fenómeno del caso en el cual la persona
percibe claramente la evidencia contraria a su creencia y la
interpreta de manera irracional y distorsionada, de modo de
sustentar la creencia predilecta. En este sentido, el posible
empleo de expresiones como ‘autoengaño ciego’ o ‘autoengaño
infundado’ y análogas no sería más que un subterfugio
lingüístico que demostraría la necesidad de distinguir entre
fenómenos que, si bien están cercanamente emparentados, no
son idénticos.
En segundo lugar, su rechazo del carácter necesario del
requisito de evidencia tiene consecuencias negativas que no
conviene soslayar.
Notemos en primer término que la categoría de autoengaño
resultante de las condiciones suficientes de Mele parece
redundar en una clase abarcativa casi tan amplia como es
‘irracionalidad motivada’, y ser tan vaga e incluyente como la
de ‘ilusiones’ propuesta por algunos psicólogos (Taylor y
Brown, 1988). Admite desde casos en los cuales el sujeto que se
41. ¿Cómo debe entenderse la condición de evidencia en el autoengaño?
41
autoengaña ignora de manera involuntaria una parte
importante de la evidencia contraria a su creencia hasta los
(raros) casos de autoengaño intencional y deliberado, pasando
por los casos en los cuales el sujeto percibe la existencia de
evidencia extremadamente sólida en contra de su creencia
preferida. No parece imposible afirmar que todos estos son
casos de autoengaño, pero sí parece haber diferencias
importantes entre ellos que, creo, son significativas, y que se
traducen en otras diferencias de importancia, tanto desde el
punto de vista filosófico como desde la perspectiva psicológica.
La primera diferencia filosófica se relaciona con la
atribución de racionalidad, y puede ser explicada mediante un
análisis de dos de los casos mencionados que caen dentro de la
categoría de autoengaño. Estos casos son, en primer lugar, el
autoengaño en el cual el agente no percibe, a causa de
procedimientos sesgados en la recolección de la información, la
evidencia contraria a su creencia, esto es, el caso de autoengaño
que ya hemos descripto; en segundo lugar, el autoengaño que,
empleando un término utilizado por Mele, llamaremos
‘extremo’. Mele no caracteriza de manera particular este
‘subtipo’ de autoengaño, sino que se limita a presentar casos en
los cuales la evidencia contraria a la creencia favorecida por el
agente posee es extremadamente fuerte. Mele no considera que
esta variante, aun notable, deba ser explicada siguiendo un
modelo intencionalista, esto es, partiendo de la base de que la
explicación requiere de una intención conciente de
autoengañarse por parte del agente. Ahora bien, si
consideramos que el autoengaño es un fenómeno básicamente
irracional, parecería que esta forma de autoengaño constituye
una variante máximamente irracional; esto es, el agente
enfrenta evidencia extremadamente sólida contraria a la
creencia que favorece, lo que necesariamente conduce a un
tratamiento sesgado igualmente extremo de ésta. En este
aspecto, entonces, esta variante de autoengaño difiere
cuantitativamente, pero en gran medida, de la modalidad en la
cual el agente ignora la evidencia existente en contra de su
creencia.
Concedamos que, a los fines del argumento, Mele está en lo
correcto respecto de que este tratamiento extremadamente
sesgado de la evidencia no es el producto de una intención del
42. Gustavo Fernández Acevedo
42
agente de inducir en sí mismo una creencia contraria a aquella.
Sin embargo, parece poco plausible la suposición de que tal
tratamiento no genera ninguna consecuencia en absoluto en el
funcionamiento cognitivo del agente; por el contrario, estos
casos parecen especialmente aptos para la producción de un
estado que, según algunos autores, es característico del
autoengaño. Me refiero aquí a la existencia de una tensión
psíquica peculiar que acompañaría al estado de autoengaño y
que se manifestaría, por ejemplo, por dudas recurrentes acerca
de la creencia en cuestión o por un estado de conflicto cognitivo
producido por la coexistencia de la sospecha de que p y la
creencia de que ¬p. Mele considera que tal estado de tensión no
es un requisito conceptualmente necesario para la
caracterización del autoengaño y, en consecuencia, puede no
estar presente en todos los casos. Estoy de acuerdo con esta
última limitación. No obstante, aunque no esté presente en
todos los casos es plausible suponer (aunque esto debe ser
objeto de investigación empírica) que su probabilidad de
ocurrencia será muy desigual en los distintos casos de
autoengaño admitidos por Mele. Por ejemplo, parece probable
que no esté presente en los casos de autoengaño en los cuales el
agente, a causa de la actuación de mecanismos de recolección
sesgada de la evidencia, tiende a percibir sólo la evidencia
favorable a su creencia y no la contraria; por el contrario, es
muy probable que esté presente en los casos de autoengaño
extremo, en los cuales el agente debe lidiar con evidencia muy
sólida y consistente en contra de su creencia.
Las diferencias en términos de irracionalidad y tensión
psíquica hacen posible, entiendo, una tercera diferencia de
importancia, referente a la posibilidad de atribuir
responsabilidad moral por el autoengaño. La concepción
tradicional sobre el problema de la responsabilidad moral ha
sido la de considerar a quien se autoengaña como responsable,
y no como víctima, de su estado. Sin embargo,
contemporáneamente se han expuesto argumentos tendientes a
defender la idea de que quien se autoengaña no tiene
típicamente más responsabilidad por su estado que quien es
víctima de cualquier error intelectual. En lo sucesivo seguiré a
Levy (2004) en esta línea de pensamiento. Esta perspectiva se
basa en el rechazo de la concepción tradicional sobre el
43. ¿Cómo debe entenderse la condición de evidencia en el autoengaño?
43
autoengaño (que atribuye intencionalidad al agente en el
proceso e impone el requisito de creencias contradictorias) y, en
particular, en la adopción de teorías que conciben este
fenómeno como resultado de procesos motivacionales y
cognitivos que están más allá del control volitivo del agente.
Esto es, si el agente carece de control sobre los procesos que
generan el autoengaño, parecería que no es posible atribuirle
responsabilidad por encontrarse en este estado.
Ahora bien, lo anterior no elimina por completo la
posibilidad de atribuir responsabilidad moral por el
autoengaño; si bien implica que el considerar a quien se
autoengaña típicamente responsable por su estado es erróneo,
no excluye la posibilidad de atribución de responsabilidad
moral en casos específicos. Si alguien adquiere una creencia
falsa a partir de un acto intencional consistente en el rechazo a
indagar en una cuestión (por ejemplo, la persona que omite
deliberadamente revisar la evidencia relativa a la infidelidad de
su pareja), es posible sustentar la acusación de responsabilidad
moral por su estado (Levy, 2004). No obstante, no son estos
casos los ejemplos más típicos de autoengaño, sino aquellos en
los cuales el agente adquiere de manera autoengañosa una
creencia sin la participación de procesos intencionales. Puede
argumentare, en favor de la tesis de que quien se autoengaña es
típicamente responsable por su estado, que es posible conocer
los posibles sesgos de nuestros procesos cognitivos y, en
consecuencia, ejercer cierto grado de control sobre ellos. Sin
embargo, el carácter fuertemente contraintuitivo de algunos de
estos sesgos redunda en que parece muy difícil hacer una
atribución de responsabilidad por no evitar su actuación. Levy
considera que puede ser verdadero que en ocasiones nos
recordamos a nosotros mismos la necesidad de considerar
ambos lados de una cuestión antes de formarnos una opinión,
pero para que esto sea el caso dos condiciones deben ser
satisfechas, y sólo en caso que ambas tengan lugar es posible
considerar a alguien responsable por su autoengaño: 1) la
creencia en juego es importante (por razones morales u otras), y
2) existen dudas en el agente acerca de la verdad de la creencia
en cuestión.
Ahora bien, aun cuando se limite tan estrictamente la
posibilidad de atribución de responsabilidad moral a un rango
44. Gustavo Fernández Acevedo
44
tan acotado de casos, parece posible realizar tal atribución en el
caso del autoengaño extremo. En efecto, éste parece cumplir las
dos condiciones expuestas; la condición 1) ya que, de lo
contrario, no habría manera de explicar por qué el agente se
encuentra en un estado de autoengaño extremo; la condición 2)
que se ve satisfecha por la existencia de una tensión psíquica
relativa la verdad de la creencia (esto es, se cree que ¬p y se
sospecha que p). En base a lo anterior, una atribución de
responsabilidad moral parece muy plausible en el caso del
autoengaño extremo.
Por el contrario, una atribución de responsabilidad moral
parece notoriamente más dudosa para el caso de quien
adquiere una creencia falsa a partir de la actuación de
mecanismos de recolección de evidencia motivacionalmente
sesgados que están más allá de su control voluntario y
conciente, y que redundan en la ignorancia de una parte
importante de la evidencia existente.
V
Parece haber razones bastante buenas para pensar, en
resumen, que hay diferencias importantes entre los ejemplos de
autoengaño extremo y autoengaño por omisión de la evidencia
como para admitir la conveniencia de no incluirlas en una
misma categoría de fenómenos. Creo que nada de lo expuesto
constituye un argumento concluyente en contra de las
consecuencias abarcativas de la perspectiva de Mele, que se
desprenden de su negativa a considerar necesario el requisito
de evidencia. Sin embargo, entiendo que lo anterior indica que
la clasificación resultante es peor de lo que podría ser si se
aceptara alguna restricción subordinada al empleo de ese
criterio.
Quizás podría afirmarse que las diferencias entre los
presuntos casos de autoengaño que hemos mencionado son de
grado y no de clase, esto es, podríamos tratar de establecer
grados de irracionalidad y grados de responsabilidad, pero una
distinción de esa clase requeriría previamente una perspectiva
dimensional de lo que, a los fines del argumento, hemos estado
considerando como subtipos de autoengaño. Por otra parte,
para que una distinción de grado y no de clase resulte
45. ¿Cómo debe entenderse la condición de evidencia en el autoengaño?
45
cognoscitivamente útil debe reunir requisitos que Mele
(suponiendo que considerara plausible e interesante tal tipo de
distinción) no enuncia ni discute.
Si se admite que es importante mantener, por las razones
expuestas, la necesidad del requisito de evidencia y, en base a
éste, una posible distinción entre pensamiento desiderativo y
autoengaño, resulta necesario determinar, o al menos esbozar,
qué formulación de esta condición puede cumplir esta función
de manera satisfactoria.
En primer lugar, y contra quienes sostienen que la
condición 4 debe ser fortalecida, entiendo que no puede
exigirse que el sujeto interprete correctamente que la evidencia
que posee no sustenta la creencia que él preferiría adoptar. Aun
cuando se considere que una interpretación correcta de la
evidencia no deba estar atada a un modelo intencionalista,
parece una restricción excesiva el considerar como autoengaño
sólo a aquellos casos en los cuales el agente está en posesión de
la evidencia contraria a su creencia y evalúa correctamente la
dirección en la cual apunta (suponiendo que tales casos fueran
posibles). Entiendo que el requisito sólo debe exigir, en
consecuencia, que el agente esté en posesión de la evidencia
contraria a la creencia que finalmente adopta.
Ahora bien, es posible que el agente esté en posesión de
cierto tipo de información que constituye evidencia contraria a
su creencia, pero no ser capaz de interpretar que tal
información constituye evidencia pertinente para la evaluación
de su creencia. Es verdad que este caso puede tratarse, al igual
que en el caso de la omisión de evidencia relevante, de una
incapacidad motivada, y no de una mera ignorancia o error
cognitivo. Sin embargo, entiendo que no hay una diferencia de
importancia entre estos casos y aquellos en los cuales el agente
omite la consideración de evidencia pertinente debido a una
recolección sesgada de la información; en ambos el agente no
está en posición de evaluar la información pertinente relativa a
su creencia. En consecuencia sugiero, para la especificación del
requisito de evidencia, que tales casos sean considerados
similares a aquellos en los cuales el agente omite la
consideración de evidencia relevante.
En base a lo expuesto, propongo la siguiente formulación
del requisito de evidencia para el autoengaño: a) el agente debe
46. Gustavo Fernández Acevedo
46
estar en posesión del cuerpo de datos pertinente respecto de su
creencia; b) este cuerpo de datos provee mayor garantía para ¬p que
para p; y c) el agente debe ser capaz de interpretar estos datos como
pertinentes para la evaluación de su creencia.
Quiero sugerir, por último, que creo que la condición de
evidencia así formulada debe valer como requisito para la
adquisición autoengañosa de creencias falsas, y no
necesariamente para su mantenimiento. Esto se debe a que es
una suposición plausible que, una vez que el agente ha
adquirido por medios autoengañosos una creencia falsa (o al
menos no sustentada por la evidencia), esta convicción actuará
poniendo en marcha el funcionamiento de ‘filtros’ (perceptivos,
cognitivos o de otras clases) que limiten la entrada de evidencia
contraria a la creencia adquirida.
Referencias
Bach, Kent (1981). An Analysis of Self-Deception. Philosophy and
Phenomenological Research, 41, 3. 351-370.
Davidson, Donald (1985). Engaño y división. En D. Davidson, Mente, mundo y
acción. Barcelona, Paidós.
Gur, R. & H. Sackeim (1979). Self-Deception: A Concept in Search of a
Phenomenon. Journal of Personality and Social Psychology 37:147–69.
Levy, Neil (2004). Self-Deception and Moral Responsibility. Ratio (new series),
XVII. 294-311.
Mele, Alfred (1987). Irrationality. An Essay on Akrasia, Self-Deception, and Self-
Control. New York-Oxford, Oxford University Press.
Mele, Alfred (2001). Self-deception Unmasked. Princeton, Princeton University
Press.
Szabados, Bela (1973). Wishful Thinking and Self-Deception. Analysis, Vol. 33,
No. 6, pp. 201-205.
Taylor, Shelley & Jonathon Brown (1988). Illusion and Well-Being: A Social
Psychological Perspective on Mental Health. Psychological Bulletin 103, 2.
193-210.
Van Leeuwen, D. S. Neil (2007b). The Spandrels of Self-Deception: Prospects for
a Biological Theory of a Mental Phenomenon. Philosophical Psychology 20, 3.
329–348.
47. Boris Kogan, Análisis Epistemológico II, Mar del Plata, Martín, pp. 47-54.
NEURONAS EN ESPEJO: PERTINENCIA Y CONTRIBUCIONES PARA
LA PSICOLOGÍA
Boris Kogan
El objetivo del presente trabajo es resaltar la importancia del
descubrimiento del sistema de neuronas en espejo y enumerar
sus posibles contribuciones a los estudios del pensamiento y de
la conducta humana (normal y patológica). Primero, intentaré
dar razones de por qué las neuronas en espejo están siendo
objeto de numerosas investigaciones que, cuanto menos,
invitan a reflexionar sobre su pertinencia dentro del dominio de
la psicología. Luego, pasaré revista a las hipótesis y estudios
más significativos que han surgido en torno a dicho
descubrimiento. Por último, y de manera muy escueta, trataré
de precisar los posibles aportes de los que puede valerse la
ciencia psicológica a la hora de elaborar y re-elaborar teorías.
El creciente número de investigaciones sobre neuronas en
espejo en estos últimos años es alentador. Cada vez son más los
científicos que se interesan en este complejo sistema neuronal
que, prima facie, parece arrojar un manto de luz sobre diversas
cuestiones ligadas al aprendizaje, el desarrollo humano, la
imitación, el lenguaje, las habilidades sociales, la empatía y la
Teoría de la Mente (ToM). Ahora bien, dado que este hallazgo
tiene origen en el campo de la neurología y las neurociencias, es
preciso mencionar las razones que llevan a reflexionar sobre su
pertinencia dentro del campo de la psicología. Más
específicamente, la pregunta es por qué el psicólogo debería
tener en consideración aquellos datos que provienen de
terrenos “ajenos” a su disciplina y, además, incluirlos dentro de
sus teorizaciones. Esta ciencia que, a grandes rasgos, pretende
dar cuenta de la mente y la conducta, trabaja con constructos
que involucran diversas estructuras del organismo humano, en
especial el sistema nervioso. Surge aquí un punto muy
importante: Las razones por las cuales los asuntos vinculados a
las neurociencias, deben ser o no de incumbencia psicológica,
estarán sesgadas en buena medida por la posición que se
adopte frente a uno de los problemas más importantes de la
filosofía de la mente: El problema mente-materia, mente-
cuerpo, o mente-cerebro. Según Bunge (1985), existen dos tipos
48. Boris Kogan
48
de soluciones al problema mente-cerebro: el monismo
psicofísico y el dualismo psicofísico. Cada una de estas
concepciones posee al menos cinco doctrinas distintas. Para el
caso que nos ocupa, sólo me limitaré a decir que las soluciones
dualistas son aquellas que entienden al constructo mente-
cerebro como algo conformado por entidades cualitativamente
diferentes, mientras que las soluciones monistas conciben dicho
constructo como una unidad, existiendo sólo lo físico. De esto
se sigue que aquellos que consideran adecuado un estudio de la
mente sin prestar atención a los datos neurológicos,
probablemente no encuentren razones para incursionar dentro
de las neurociencias y mucho menos teorizar al respecto. Por
otra parte, los que pretenden dar cuenta de la mente y la
conducta en relación con el cerebro, encontrarán en las
neurociencias un campo rico en herramientas de las que podrán
valerse para desarrollar sus lineamientos teóricos.
Los resultados arrojados por las investigaciones sobre
neuronas en espejo, entonces, serán pertinentes para este
último grupo. Para el otro, en cambio, quedarán relegados al
dominio de las neurociencias, mediante la invocación de un
criterio jurisdiccional. De todos modos, creo que se trata de un
descubrimiento de tal magnitud que exige dejar a un lado las
diferencias e invita a la reflexión sobre una posible conciliación
disciplinar, a los fines de proporcionar una visión más
completa y acabada del ser humano en todas sus vertientes. En
algunos casos, las restricciones y los prejuicios que son
impuestos desde determinado campo de conocimiento
conducen a que mucha información vital sea perdida de vista.
Quizás sea tiempo de limar asperezas y fomentar la
interdisciplina, cuyo pilar se construya a partir del diálogo
abierto dentro de la comunidad científica.
Pasaré ahora a exponer brevemente algunos de los estudios
e hipótesis más relevantes que han surgido en torno al
descubrimiento del sistema de neuronas en espejo.
Las neuronas en espejo fueron descubiertas en la región
ventral anterior de la corteza premotora del mono macaco, más
específicamente en el área F5 (Rizzolatti y Craighero 2004).
Investigaciones posteriores mostraron que también se hallan
presentes en el lóbulo parietal inferior de este animal (Rizzolatti
et al. 2001).
49. Neuronas en espejo…
49
Figura 1 Vista lateral del cerebro del mono. Los sectores sombreados
muestran las áreas motoras del lóbulo frontal y las áreas de la corteza parietal
posterior. Para nomenclatura y definiciones de las áreas motoras frontales (F1
– F7) y las áreas posteriores parietales (PE, PEc, PF, PFG, PG, PF op, PG op, y
Opt) ver Rizzolatti et. al (1998). AI, surco arcuato inferior; AS, surco arcuato
superior; C, surco central; L, fisura lateral; Lu, surco semilunar; P, surco
principal; Pos, surco parieto-occipital; STS, surco superior temporal (Rizzolatti
y Craighero 2004:192. Traducción mía).
Se observó que estas neuronas iniciaban una descarga no sólo
cuando el mono realizaba una acción determinada (como
agarrar un objeto o intentar alcanzarlo), sino también cuando
éste observaba a otro mono o individuo realizar la misma
acción. Ahora bien, hay dos tipos de neuronas visomotoras en
el área F5 del macaco: las canónicas, que se activan ante la
presentación de un objeto; y las neuronas espejo, que descargan
cuando el mono observa una acción orientada hacia un objeto.
De esto se desprende que las neuronas espejo requieren de una
interacción entre un efector y un objeto para ser activadas
mediante estímulo visual (Rizzolatti y Craighero 2004). Estos
datos se apoyan en los resultados arrojados por los estudios de
Gallese et al. (1996). Éstos grabaron la actividad eléctrica de 532
neuronas en la parte anterior del área F5 de dos monos
macacos. Con el primero se utilizaron ambos hemisferios, con
el segundo, sólo el hemisferio izquierdo. De esas 532 neuronas,
sólo 92 descargaban tanto cuando el mono realizaba una acción
como cuando éste observaba al experimentador realizar
50. Boris Kogan
50
acciones similares orientadas a un fin. A este tipo de neuronas
que poseen propiedades visuales y motoras (por eso se dice que
son neuronas visomotoras) se las denominó neuronas espejo.
Gallese et al. (1996:593. Traducción mía) concluyeron que “las
neuronas espejo conforman un sistema que combina la
observación y la ejecución de acciones motoras”. La primera
hipótesis que se desarrolló a los fines de explicar el rol
funcional de las neuronas espejo sostiene que éstas sirven a la
comprensión de acciones (Rizzolatti et al. 1996; Gallese et al.
1996; Rizzolatti 2005). El sistema motor debe activarse para que
el individuo pueda reconocer una acción, dado que sin la
participación de dicho sistema, una mera percepción visual
provee solamente una descripción de los aspectos visibles de
los movimientos del agente. Lo que no brinda es la información
vinculada a otras asociaciones (e.g., indexicales, señales de
alerta, etc.), a su significado, y a los puntos de conexión entre
las acciones observadas y acciones similares. Por consiguiente,
ubicar a la acción observada dentro de una red semántica
motora es absolutamente necesario si se la quiere comprender
realmente. Lo que aporta el sistema de neuronas espejo, dice
Rizzolatti (2005:419. Traducción mía), es “una copia motora de
las acciones observadas”. Cada vez que un individuo observa a
otro realizar una acción, las neuronas que representan dicha
acción se activan en la corteza premotora de éste. Esta
activación neuronal se corresponde con la representación
motora que se genera cuando el individuo realiza dicha acción
en vez de observarla. Rizzolatti y Craighero (2004:172.
Traducción mía) proponen que “el sistema de neuronas espejo
transforma la información visual en conocimiento”.
Hasta aquí me he referido específicamente al sistema de
neuronas en espejo descubierto originalmente en el mono
macaco. Continuaré mi breve exposición, entonces, poniendo el
foco de atención en las discusiones sobre la posibilidad de que
exista un sistema similar en humanos. Estudios recientes
demuestran que aún no hay evidencia directa de ello. Sin
embargo, hay una gran cantidad de datos que, indirectamente,
prueban que sí existe un sistema de neuronas espejo en el ser
humano (Fadiga et al. 1995; Gallese et al. 1996; Rizzolatti et al.
1998, 2001). Los experimentos neurofisiológicos demuestran
que la corteza motora de un individuo se activa cuando éste
51. Neuronas en espejo…
51
observa (en ausencia de actividad motora) a otro individuo
realizar una acción (Gastaut y Bert 1954; Cochin et al. 1998,1999;
Hari et al. 1998). Las técnicas utilizadas fueron el
electroencefalograma (EEG) y la magnetoencefalografía (MEG).
Evidencia más directa fue provista por estudios basados en
estimulación magnética transcraneal (TMS) aplicados sobre la
corteza motora. Fadiga et al. (1995) grabaron los potenciales
motores evocados (MEPs) de la mano derecha y los músculos
de los brazos mediante estimulación de la región izquierda de
la corteza motora. Se pedía al grupo experimental que
observara al experimentador realizar acciones transitivas con su
mano (tales como agarrar un objeto), y acciones intransitivas
con su brazo (movimientos sin demasiada importancia). El
grupo control debía detectar el brillo de un pequeño haz de luz
y observar objetos tridimensionales. Los resultados mostraron
que la observación de acciones transitivas e intransitivas
determinó un incremento de los MEPs con respecto al grupo
control. Este incremento involucraba específicamente a los
músculos que usualmente utilizan los participantes para
realizar las acciones observadas. Strafella y Paus (2000), por
medio de TMS de doble pulso, encontraron una
correspondencia entre la duración de la inhibición recurrente
intracortical que ocurre tanto en la observación de acciones
como en la ejecución de ellas. Baldissera et al. (2001)
descubrieron un mecanismo inhibitorio en la médula espinal
que impide la ejecución de la acción observada, permitiéndole
al sistema motor cortical reaccionar ante esa acción eliminando
el riesgo de que se produzca un movimiento voluntario.
Gangitano et al. (2001) grabaron los MEPs de los músculos de
las manos de unos sujetos mientras éstos observaban a otros
individuos realizar acciones de prensión. La grabación de los
MEPs se realizó en diferentes intervalos siguiendo el recorrido
del movimiento de principio a fin. Los resultados mostraron
que la excitación motora cortical se producía en consonancia
con las fases del movimiento de prensión observado. En
resumen, los estudios de TMS indican que existe un sistema de
neuronas en espejo en los seres humanos con propiedades que
no se observan en el del mono. Primero, el sistema de neuronas
en espejo en seres humanos es activado por movimientos
transitivos e intransitivos, mientras que el del macaco sólo se
52. Boris Kogan
52
activa ante acciones transitivas, orientadas a un fin. Segundo,
las características temporales de la excitación cortical durante la
observación de acciones, sugieren que el sistema de neuronas
en espejo de los humanos codifica también la secuencia de
movimientos que conforman la acción observada, y no sólo la
acción como sucede con el sistema de neuronas en espejo del
mono. Estas diferencias, según Rizzolatti (2001), brindan una
posible explicación de por qué el sistema de neuronas en espejo
puede constituir el mecanismo ideal para la imitación en los
seres humanos y no en los primates.
Por último, numerosos estudios de neuroimágenes
(Iacoboni et al. 1999; Nishitani y Hari 2000; Rizzolatti et al.
1996) muestran que la observación de acciones realizadas por
otros sujetos activa una compleja red neuronal en los humanos.
Esta red está conformada por áreas visuales parietales,
temporales y occipitales, y dos regiones corticales cuya función
es predominantemente motora. Más específicamente, se trata
de la parte anterior del lóbulo parietal inferior y la más baja del
giro precentral en conjunción con la parte posterior del giro
frontal inferior. Estas regiones conforman el núcleo central del
sistema de neuronas en espejo de los seres humanos. (Rizzolatti
y Craighero 2004). Se discute, además, sobre una posible
homología entre el área F5 del mono macaco y al área de Broca
en los seres humanos (Rizzolatti et al. 1996).
Habiendo expuesto muy escuetamente algunos de los
experimentos e hipótesis más relevantes sobre las neuronas
espejo, me dedicaré ahora a desarrollar la parte final de mi
trabajo. En este último apartado, hablaré sobre los posibles
aportes de los que puede valerse la ciencia psicológica a la hora
de elaborar y re-elaborar teorías. Comenzaré por el que
considero más obvio (pero no por eso menos importante). El
sistema de neuronas en espejo proporciona una base neural que
puede ser útil a los fines de elucidar y explicar constructos
teóricos, sobre todo para aquellas teorías que aspiren a tener
plausibilidad neurológica. Asimismo, este complejo sistema
puede ser tomado como referencia por los investigadores a los
efectos de testear la compatibilidad de dichos constructos. Es
importante destacar que el sistema de neuronas espejo
constituye un objeto de estudio que parece deslizarse
transversalmente a través de múltiples áreas de la psicología, a
53. Neuronas en espejo…
53
saber: psicología del aprendizaje, psicología evolutiva,
psicolingüística, psicología clínica, psicología social, psicología
cognitiva, neuropsicología, etc. Cada vez son más los estudios
que enfatizan sobre el posible rol de las neuronas espejo (tanto
en su buen funcionamiento como en su aspecto disfuncional) en
el aprendizaje por imitación, la empatía, el lenguaje, la
percepción, la Teoría de la Mente (ToM), la comprensión de
acciones, el trastorno autista, las relaciones interpersonales, etc.
(Rizzolatti et al. 1996,1998,2001; Rizzolatti y Craighero
2004,2007; Iacoboni et al. 1999; Fadiga et al. 1995; Craighero et
al. 2007; Rizzolatti 2005; Melrose 2005; Cornelio Nieto 2009;
Braten 2009). También puede servir a los fines de realizar una
mirada retrospectiva de diversas teorías del aprendizaje tales
como la de Piaget, Vygotksy o Bandura, con el objetivo de rever
y/o reformular algunas de sus respectivas tesis. Por otra parte,
se debate sobre las consecuencias de su disfunción, lo cual
puede llegar a influir en trastornos tales como el autismo y la
apraxia ideomotora. Además, es menester su injerencia en la
práctica psicoterapéutica. Más específicamente en el vínculo
que se establece entre paciente y terapeuta y, a un nivel macro,
en el que se establece en toda relación interpersonal. A su vez,
estos vínculos se nutren de una de las cualidades humanas
indispensables que sirven a la interacción: la empatía.
He arribado aquí al final de mi exposición. La cantidad de
información que se ha publicado en estos últimos años en torno
al descubrimiento del sistema de neuronas espejo es
abrumadora. Por eso, espero que mi selección arbitraria les
haya brindado un breve panorama de la cuestión que,
personalmente, encuentro sumamente estimulante.
Referencias bibliográficas
Baldissera, F., Cavallari, P., Craighero L., Fadiga, L. (2001). Modulation of
spinal excitability during observation of hand action in humans. Eur. J.
Neurosci. 13, 190,94.
Braten, Stein. (2009). The intersubjective Mirror in Infant Learning and the
Evolution of Speech. Advances in consciousness research. 76. pp. 343.
Bunge, Mario (1985). El Problema Mente-Cerebro. Un enfoque Psicobiológico.
Madrid: Tecnos.
Cochin, S., Barthelemy, C., Lejeune, B., Roux, S., Martineau, J. (1998). Perception
of motion and qEEG activity in human adults. Electroencephalogr. Clin.
Neurophysiol. 107, 287-95.