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Antropología de la Acción Directiva.
POLO, Leonardo; LLANO, Carlos.
Madrid: Unión Editorial, 1997.
Introducción
Las tesis principales que se mantienen en este libro son dos. Según la primera, aunque la actividad
productiva es distinta de la directiva, es menester entenderlas sin disociarlas y por tanto sin atribuir
exclusivamente cada una de ellas a grupos sociales separados. Dicha disociación, que tiene un origen
muy antiguo y no se ha resuelto todavía, es uno de los mayores inconvenientes para mejorar las
organizaciones sociales. La segunda tesis sostiene que la más alta forma de conexión entre los hombres
reside en el lenguaje y no en el dinero.
Si alguna de estas dos tesis se desconoce o se rechaza, la ética es incapaz de penetrar en las actividades
que desarrollan las empresas, y a lo sumo se superpone a ellas como un factor extrínseco y cosmético.
Por eso, aunque nuestra intención no ha sido escribir un libro de ética empresarial, hemos procurado
roturar el terreno de manera que la ética pueda arraigar en él.
La mejor manera de evitar la disociación aludida es entender al hombre siguiendo el método sistémico y
no limitarse al análisis, cuyo uso en las ciencias positivas es en principio legítimo. Sin embargo, para
afrontar la complejidad de lo viviente y humano el análisis es del todo insuficiente, pues en el hombre
todo está interconectado e interrelacionado. No tener en cuenta esto lleva a la proliferación de efectos
perversos.
Ahora bien, como la complejidad humana es teóricamente inagotable, el enfoque sistémico ha de
permanecer siempre abierto y preparado para incluir los nuevos factores que aún no se han
descubierto. Esta condición no suele respetarse debido al influjo de Hegel, que consagró la idea de
sistema cerrado, y de cuyo influjo la sociología aún no ha logrado sustraerse en sus investigaciones. Así
se pierde la fecundidad heurística del método propuesto y se suspende al final su sentido teleológico,
que es, por cierto, propio del planteamiento de la sociología clásica. Es patente que el hombre no
alcanza su fin último en la historia. De aquí que el sistema cerrado lleve consigo una precipitada
culminación de la historia humana y, paralelamente, una identificación de la historia sagrada con la
profana, inaceptable para el pensamiento católico.
Asimismo conviene tener en cuenta que la acción productiva no es del mismo rango que la directiva.
Mantener la tesis contraria conduce a la disipación de la dirección, como es característico del régimen
totalitario. Esto lo hemos procurado poner de relieve en el capítulo segundo de este ensayo. La
anulación de la dirección comporta el hundimiento de la eficacia productiva. Es éste un grave error
organizativo que origina una inhibición de las iniciativas humanas, que pasan a ser dominadas por el
miedo y la mentira. La fortaleza y la veracidad es el modo como los seres humanos pueden enfrentar
estos dos vicios y superarlos.
Admitido que la comunicación es el principal vínculo social, se dedican dos capítulos a estudiar su
relación con la dirección. Ello aboca a una caracterización del mando y de la obediencia que se logra en
gran parte acudiendo a tres observaciones aristotélicas contenidas en la Política. Las páginas dedicadas
a su exposición son insistentes e incluso reiterativas, porque se trata de la cuestión central. No nos
parece que lo que hemos planteado sea una utopía, sino que constituye un bien irrenunciable que
debemos conquistar y uno de los desafíos más legítimos en la aurora de un nuevo milenio. Esto, por
otra parte, se refleja en la abundante bibliografía que hay sobre estos asuntos.
El último capítulo se ocupa de los llamados potenciales dinámicos de la empresa, que de suyo
constituyen un sistema abierto. En suma, si se acepta el método sistémico, la estructuración del libro
debe reflejarlo. Ese ha sido nuestro propósito y confiamos haberlo logrado.
Capítulo I
LA CUESTIÓN DEL MÉTODO
LA COMPRENSIÓN DE LA REALIDAD HUMANA
La antropología de la acción directiva se ocupa de los rasgos característicos de la dirección de hombres.
No hay dirección de cosas; las cosas se administran, se gestionan, se hacen, se consumen. Dirigir es
estrictamente dirigir a hombres. Por decirlo de alguna manera, es una relación intersubjetiva
complicada y rica en matices, ya que el ser humano también lo es. Si no se tiene en cuenta esa
complejidad, la dirección de hombres se hace unilateral, incide en el otro de una manera parcial y
provoca efectos secundarios que se transforman muy fácilmente en efectos perversos.
El ser humano, insistimos, está compuesto de muchas dimensiones, casi todas ellas dinámicas; está
sumamente interrelacionado hacia fuera y por dentro. A diferencia de lo que ocurre con otros sistemas,
en los cuales, si se modifica alguna de sus variables, a las restantes no les pasa nada (incluso
teóricamente pueden omitirse), en el caso del hombre ocurre todo lo contrario.
No es acertado tratar al hombre sólo analíticamente; si se enfoca así, se abren paso resultados
imprevisibles, pues el ser humano no es analítico, sino sistémico u orgánico. El hombre no es una
máquina. Una máquina puede ser tratada analíticamente — montarla y desmontarla —; el ser humano
no. Una máquina es analizable, consta de muchas piezas que funcionan en coordinación, pero también
pueden funcionar unas y dejar de funcionar otras. Además, se construyen y se despiezan.
En la Edad Moderna domina el método del análisis. Se trata de una dirección del pensamiento que pone
el énfasis en que de entrada encontramos realidades complejas que no dominamos (para Descartes
éstas son las ideas confusas). Una realidad compleja consta de factores mezclados. Para la mente y la
intención gestora o productiva del hombre, es éste un panorama incomprensible que impide
desarrollar una acción bien dirigida. Por tanto, el ideal metódico consiste en destacar de entre estos
factores aquellos que son pertinentes o relevantes (es ésta una terminología usada por los actuales
analíticos): hay factores que se pueden despreciar; otros, en cambio, son factores clave. El hombre
inteligente es el que sabe dividir y discernir la multitud de factores para fijarse en los importantes.
Este modo de estudiar y de tratar las cosas materiales parece no ofrecer demasiados inconvenientes,
pero a la larga sí los ofrece, pues no hay nada estrictamente simple, nada que al sufrir una modificación
en una de sus partes conserve incólumes las demás. En cualquier caso, la noción analítica de
pertinencia hay que usarla con prudencia. Cuando se trata del hombre, es desaconsejable, pues en él
todos los factores son “lo pertinente”. Al hombre no se le puede hacer funcionar según una sola parte de
su dotación dinámica. No se puede estimular ésta sin que otras no sean afectadas y tengan su respuesta
peculiar, lo cual da lugar a resultados imprevisibles y normalmente contrarios a la intención del agente.
Así se debilita el control sobre las organizaciones.
Quizá pueda proseguirse durante cierto tiempo ese modo de proceder y usar al hombre, pero a medio
plazo el sistema se estropea, o reacciona de manera rara: la acción de dirigir se enreda y cae en una
situación en que se pierde toda posible orientación; es decir, se frustran los objetivos propuestos, pues
hay que ponerse a arreglar o gestionar las respuestas que no habían sido tenidas en cuenta, que se
vuelven entonces tan importantes que sin ocuparse de ellas no se puede alcanzar de ninguna manera el
objetivo pretendido. Esto sucede, por ejemplo, en medicina, la cual, como todas las ciencias modernas,
responde a un modelo analítico.
El modelo analítico suele justificarse alegando que el hombre es incapaz de comprender o manejar
todos los factores presentes: las realidades muy complejas escapan a nuestra comprensión y entonces
no hay más remedio que elaborar un modelo reducido. Sin embargo, cuando se estudian las cosas de
ese modo, aparecen necesariamente los efectos secundarios: no hay fármaco ni remedio que no los
produzca; por eso en ocasiones el remedio es peor que la enfermedad. En otros casos sucede que el
mismo sistema complejo que es el hombre toma a su cargo resolver las consecuencias perversas de los
efectos secundarios. Muchas veces corre a cargo del propio organismo remediar los errores y
limitaciones del tratamiento analítico de las enfermedades. Pero otras veces el organismo no lo hace,
sino que protesta enérgicamente; y otras, en fin, entra en pérdida; se adapta, pero se adapta mal,
inhibiéndose; al inhibirse, parece que el procedimiento analítico ha tenido éxito, pero lo cierto es que
ha estropeado al sujeto, le ha quitado su capacidad de respuesta, lo ha empobrecido, y como
consecuencia su rendimiento futuro es menor.
Hay que sentar con claridad la siguiente tesis: un directivo no debe estropear a los hombres que dirige.
Si la dirección comporta el deterioro de los dirigidos, tiene un sentido entrópico, y ello contradice su
esencia. Es ilusorio decir que se dirige si no se conserva al menos el nivel de respuesta de los dirigidos a
la acción directiva. Si ésta los estropea, es contraproducente desde el punto de vista social y del mismo
directivo: en esas condiciones es imposible que un empresario conserve el régimen competitivo de su
organización.
En estas primeras páginas hemos de insistir un poco más en la cuestión del método. Hoy está de moda
hablar de analítica del lenguaje. Pero respecto de ella hay que decir que el lenguaje tampoco es
analizable sin pérdida de sentido y de significado: el lenguaje no consta de piezas sueltas ni
accidentalmente conectadas. Pensarlo así es fruto de la manía metódica de confundir lo flexible con lo
separable.
El método analítico empezó a desbocarse en un pensador medieval llamado Guillermo de Ockham,
quien proporciona el lema para este modo de enfocar teórica y prácticamente la realidad. Ockham
estableció una máxima muy sana, pero que tal como la formula resulta unilateral, pues en los niveles
teóricos profundos esa máxima no debe aplicarse como él la entiende. La máxima dice: No hay que
multiplicar los entes sin necesidad. Esta es la famosa navaja de Ockham, un principio de economía
teórica que oculta el hecho de que con frecuencia la multiplicación de entidades resulta imprescindible.
Por ejemplo: un hombre aislado o único es inviable.
¿Qué diferencia hay entre el valor explicativo de la hipótesis de Ptolomeo y la de Copérnico? La ventaja
que tiene Copérnico respeclo de Ptolomeo es que su hipótesis es más simple, no multiplica ni hace
innecesariamente compleja la explicación. Sigue un criterio de sencillez, que muchas veces es un
criterio de elegancia: la huida de explicaciones excesivamente largas o barrocas. Este criterio opera a lo
largo de toda la Edad Moderna. Naturalmente, hay pensadores que se dan cuenta de que es insuficiente
e intentan un planteamiento mejor; por ejemplo, Hegel. En efecto, el pensar sintético de Hegel obedece
a una percepción clara de las limitaciones del análisis. Las cosas y las ideas no pueden tratarse
divididas, por partes; es menester su comprensión global. La verdad es el todo, dice Hegel. Es el lema
antiockhamista de su filosofía.
Las rectificaciones omniabarcantes están con frecuencia mal orientadas, aunque obedezcan a una
aguda percepción de las deficiencias del análisis: el análisis es imprescindible, pero no podemos
atenernos sólo a él. Prescindiendo aquí de una exposición histórico-filosófica, diremos que el criterio
analítico pasa desde Ockham a la ciencia a través de Galileo y Newton. Nótese que en la mecánica
racional la noción primaria es la de “condición inicial”: todo se debe a condiciones iniciales. Si las
conocemos, y establecemos las leyes y ecuaciones de los procesos cuya causa está en esas condiciones
iniciales, entonces podremos conocer y prever, cumpliremos los objetivos de dominio que la ciencia
moderna comporta: saber para prever; prever para poder.
Sin embargo, cuando se medita un poco sobre las condiciones iniciales, la conclusión a la que se llega —
los estadísticos la explicarán mejor — es la siguiente: ¿Cuáles son las condiciones iniciales? ¿Solamente
las que hemos tenido en cuenta, o hay otras? Si las hay, aumentemos la consideración de las
condiciones iniciales: si decimos que todas son relevantes, conviene no olvidarse de ninguna, porque
ellas son las causas de los procesos. Pero este razonamiento choca con una dificultad insuperable:
cuando se trata de ampliar el número de las condiciones iniciales consideradas, no se puede formular
ningún sistema de ecuaciones con solución definida. Aparece entonces lo que los estadísticos llaman “el
ruido blanco”, noción formulada en 1912 por Slutaky, un estadístico ruso. Además, las condiciones
iniciales no siempre son fijas; esto introduce una complicación adicional de gran alcance.
Hemos de preguntar si podemos estar científicamente seguros acerca de cómo van a suceder las cosas.
¿Somos capaces de hacer previsiones válidas teniendo en cuenta sólo unas pocas condiciones iniciales?
Además, ¿qué criterio existe para saber si las condiciones iniciales tenidas en cuenta son realmente las
más importantes? No lo sabemos. Hay un factor de arbitrariedad en la elección de ellas. Para eliminar
ese factor sería necesario que fuéramos capaces de una penetración intuitiva en la realidad suficiente
para discernir la importancia relativa de las condiciones iniciales. Sin embargo, el hombre no posee esa
penetración[1].
Cuando se tiene un panorama a la vista, en presente, quizá sea posible señalar lo que es pertinente y lo
que no. Pero cuando se trata de una consideración dinámica, es inevitable preguntar cuáles son los
factores causales primarios que derivan del pasado y explican predictivamente el proceso. Lo cierto es
que no lo sabemos; no tenemos ningún criterio para decir cuáles son los realmente pertinentes. Esta es
una de las razones por las que el modelo analítico está hoy en crisis. Pero no es necesario insistir más.
Consideramos importantes estos asuntos porque nos interesa el estudio de los métodos con que
logramos el conocimiento teórico. Pero ahora nos ocupamos de antropología.
En antropología hay que sostener lo siguiente: el hombre es un sistema complejo interrelacionado. Para
entender un sistema complejo interrelacionado no basta aplicar el método analítico; es menester
completarlo. Hemos de ver en el hombre la mayor cantidad de factores posibles y encontrar las
relaciones de coherencia o compatibilidad que los vinculan. Es menester asimismo ampliar
constantemente el número de factores considerados. Es éste un método empleado ya en una obra de
antropología titulada Quién es el hombre[2]. Aquí volvemos a usarlo.
1. El problema de las condiciones iniciales es una cuestión central de la ciencia actual. Sin
embargo, un filósofo debe advertir que la noción de causa física no se reduce a la de condición
inicial, pues ésta es subsidiaria del planteamiento analítico.
2. Polo, L., ¿Quién es el Hombre?, Rialp, Madrid 1991.
Vistas las limitaciones del método analítico, si no somos capaces de entender al hombre en toda su
complejidad, el único método que tenemos para estudiarlo sería tratar de sentar la pluralidad de los
rasgos humanos (lo cual de momento sería analítico) y ver después cómo se relacionan. Si entendemos
cómo se relacionan, logramos una comprensión que en terminología aristotélica se llama epagógica y
en terminología moderna cabría llamar planteamiento sistémico. Es una visión que tendremos que ir
ampliando, porque nunca habremos considerado suficientes factores. Tampoco tenemos penetración
para ver hasta qué punto se relacionan unos con otros, pero sí para ir construyendo, por así decir, un
modelo interrelacional que puede enriquecerse. De esta manera explicamos, aunque no la agotemos, la
complejidad humana.
En el libro citado se propone por ejemplo algo epagógico y bastante abierto a la intuición: ¿de qué le
serviría al hombre tener lenguaje, ser capaz de hablar, si no tuviera manos? En principio, puede parecer
que las manos y el lenguaje no tienen nada que ver entre sí: las manos son unas extremidades no
especializadas, y el lenguaje es un sonido articulado, depositario de un significado. Pero sin manos el
lenguaje no es útil para la vida y las manos sin lenguaje tampoco. Hay entre ambos vinculaciones de
sentido. Si se van acumulando observaciones se llega a una comprensión acertada, que siempre puede
completarse. Me parece la línea más adecuada para enfocar como conviene el estudio del hombre: un
ser sumamente complejo constituido por muchos factores no sueltos sino influyentes entre sí: desde
fuera no puede interferirse en uno sin que los otros sean afectados. La conducta humana no es una
mera relación de estímulo-respuesta. Considerada como respuesta, está integrada por una multitud de
factores que no están desencadenados por el estímulo, sino que son aportados por el propio modo de
ser del hombre.
Este planteamiento, insistimos, siempre es ampliable. J. Lejeune aporta un dato coherente con lo que
decimos. Se trata de un dato sobre el ojo humano. Es una observación a la que sacó mucho partido. Hay
ojos brillantes y ojos sin brillo. ¿A qué se debe esa diferencia? Sencillamente, a cómo esté abierta la
pupila: si la pupila está muy cerrada, los ojos tienen menos brillo y si está más abierta son chispeantes.
Pero la pupila se abre más o menos en condiciones no ente ramente dependientes de la luz o la
oscuridad ambiental, sino más bien de la alegría del sujeto (parece que esto tiene relación con el
sistema simpático y parasimpático). Cuando una persona está alegre, le brillan los ojos; cuando no, su
mirar es apagado.
Es otro factor a tener en cuenta, y tiene que ver con la expresividad: fijémonos en el rostro humano. Si
nuestra cabeza fuera de otra manera (como la de un cuadrúpedo), entonces seríamos incapaces de
pensar, tendríamos un cerebro distinto (nuestra masa cerebral es mayor que la del animal) y
careceríamos de rostro. Además, no podríamos hablar ni tampoco tendríamos manos. Todos estos
caracteres no son casualmente coincidentes en el ser humano. Todos ellos tienen una sistematicidad
interna en virtud de la cual un factor no tiene sentido si no es en relación con otros. ¿De qué le servirían
al hombre las manos si no pudiera hablar? Las manos están libres de la función de andar (el hombre no
es cuadrúpedo). Al quedar libres (es una observación muy antigua), las manos se hacen potenciales y
son aptas para ser usadas con gran flexibilidad: la mano es el instrumento de los instrumentos; así se
define desde Aristóteles. Precisamente porque la mano es un órgano potencial es actualizable de
muchísimas maneras: con la mano se puede empuñar una espada, se puede tocar el violín, el piano,
gesticular, etc. El hombre con sus manos puede hacer una enorme cantidad de cosas: el trabajo tiene
que ver ante todo con las manos.
¿Pero de qué le serviría al hombre tener manos si no tuviese capacidad lingüística (una capacidad no
compatible con el hocico)? Si el hombre no pudiera hablar, no podría emitir órdenes, y las manos no
servirían para nada: las manos son utilizables en la misma medida en que se actualizan a través de
órdenes, de instrucciones. Y también al revés: sin las manos, el lenguaje no serviría para la vida
práctica. En definitiva, el hombre tiene manos y lenguaje por una misma razón biológica: porque es
bípedo. Ser bípedo implica una modificación de la columna vertebral, de la forma de la cabeza, la
aparición de la potencialidad de la mano. Al bípedo se le achata la cara, aparece el rostro, y con el rostro
la expresividad: una vaca no es expresiva; ser expresivo es ser rostrado; en la expresividad intervienen
los ojos, como observa Lejeune. Con los ojos el hombre puede expresar alegría o indiferencia. Esa
expresión es inmediata, no lingüística, no se hace a través de la voz, pero puede unirse a ella. Todo ello
está relacionado.
En el mito de Prometeo narrado en el Protágoras de Platón encontramos la misma idea. El cuerpo
humano es incompleto, no está acabado. Platón pone en boca de Protágoras esta historia: los dioses
proporcionan a los titanes Prometeo y Epimeteo una gran cantidad de caracteres y propiedades, y les
encargan que con ellos hagan seres vivientes. Epimeteo, que es el titán directamente encargado de la
tarea, construye una gran cantidad de animales espléndidos. Al final le quedan unos cuantos caracteres,
y acude a Prometeo: con estas cualidades el ser que voy a producir es inviable. Prometeo le dice:
combínalos como puedas y yo te traeré una propiedad que los dioses no nos han entregado, con la cual
ese ser imperfecto será efectivamente viable. Prometeo roba la chispa divina, la inteligencia. El hombre
es un ser viable, en cuanto que somáticamente inacabado, precisamente porque es inteligente, porque
tiene logos. Como hemos dicho, la mano es imperfecta si se considera en relación a la garra o la pezuña.
Justamente, su potencialidad utilizable se actualiza instrumentalmente desde el valor dominante del
logos. El logos juega también como clave de la antropología de Arnold Gehlen.
Esta observación ha sido repetida por muchos pensadores. Tomás de Aquino la recoge; también la
escolástica española, sobre todo Sánchez Sedeño. Vuelve a aparecer en Heidegger; los primeros
capítulos de Ser y Tiempo están dedicados al estudio de la practicidad.
El hombre corpóreamente es incompleto, interminado, como dice Platón, y por eso no puede vivir sólo
como ser corpóreo; necesita la inteligencia. Por eso, desde el punto de vista de su organización
corpórea, que todo tenga que ver con todo significa un aprovechamiento, una activación regida y
unificada por la razón. Así se hacen posibles realizaciones de otro modo inasequibles. La imperfección
del cuerpo humano tiene un carácter positivo, porque sólo respecto de un cuerpo potencial la
inteligencia tiene algo que hacer. He aquí un esbozo de comprensión unitaria, no analítica, del ser
humano.
No digo que el análisis esté de más: el hombre tiene que recurrir a él porque de entrada no tiene una
comprensión total. Platón propone lo que él llama la visión sinóptica; lo mismo dice Aristóteles: un
hombre muy inteligente entiende muchas cosas con una sola idea. En definitiva, la pluralización de
ideas es señal de limitación cognoscitiva; la multiplicación de ideas comporta la necesidad de recurrir al
análisis. Tomás de Aquino hace la misma observación (también Fichte y Hegel). Sinopsis significa visión
global. Eso no quiere decir que Platón no utilice el análisis; de entrada lo tenemos que utilizar, pero
luego hemos de lograr lo que Platón llama la koinonía, es decir, entender cómo tienen que ver unas
ideas con otras. A veces koinonía se traduce por participación, pero mejor sería traducirla por
comunicación: las ideas se comunican, son coherentes entre sí; el que encuentra la coherencia entre las
ideas logra una visión más amplia. En definitiva, para estudiar el ser humano es menester el método
sistémico, el ver las partes de manera unitaria o, como dice Fichte, con un solo golpe de vista.
También los asuntos de la vida humana han de enfocarse de esa manera. Así lo exige la influencia de la
inteligencia en la vida práctica. Expondremos sumariamente esta temática.
La inteligencia humana se puede describir como una instancia que abre un hiato entre la tendencia a
actuar y la acción misma. En ese hiato está incluida la planificación. Ocuparse de un plano equivale a
enfrentarse con algo ideal. Corresponde a la inteligencia la capacidad de mantenerse ante una idea para
después pasar a la acción, que se desarrolla de acuerdo con ella. Representarse lo que se va a hacer es
previo a la acción. El hombre posee posibilidades de acción que son proyectivas. Una cosa es la aptitud
intraespecífica de un animal para hacer un instrumento y otra la planificación del instrumento. La
primera es una potencialidad natural; la segunda, el plano, está en un nivel, la idea, que no es natural
porque es irreal, intencional. Por tanto, en el hombre se registra algo más que una desespecialización
desde el punto de vista de los instintos o de las tendencias animales, pues la inteligencia es la pura
suspensión de toda tendencia. El ser capaz de mantenerse ante una mera representación es más que
una naturaleza: es un ser personal abierto al presente y al futuro. Como es claro, para innovar hace falta
planificar; de otro modo se avanza muy poco: sólo caben variaciones de lo mismo, pero no se pueden
dar saltos cualitativos en las cosas que se producen. Quede claro que el hombre es sapiens faber, y no
sólo faber. Olvidarlo es un error de funestas consecuencias.
Estamos considerando dimensiones del vivir humano que a fuerza de obvias se pasan por alto. Para que
exista una cadena de montaje, alguien ha tenido que planificarla. El planificador es un homo sapiens,
pero utiliza al trabajador como mero faber, es decir, como si sólo tuviera capacidades naturales: como
ser específico, no como persona. Esta observación quizá parezca muy cruda, pero llama la atención
sobre asuntos que conviene tomar en serio.
El hiato que sienta la inteligencia al adelantarse a la práctica permite fabricar instrumentos con
instrumentos. Es lo que suele llamarse tecnología de segundo nivel. Así empieza a mostrarse el carácter
sistémico del mundo producido por el hombre.
La tecnología de segundo nivel tiene mucho que ver con el desarrollo del lenguaje. También se suelen
distinguir dos niveles de lenguaje. El primero es la emisión de una serie de señales significativas de tipo
específico (algunas de ellas requieren cierto aprendizaje dentro de la especie). Los animales más
próximos al hombre utilizan bastantes señales vinculadas al anuncio de un peligro, etc. Son
exclamaciones surgidas de un estado de ánimo, captadas y aprendidas por los otros individuos, pero no
son el lenguaje de segundo nivel propio del hombre.
El lenguaje que hablamos nosotros tiene una significación ideal convencional que remite a la realidad
sin salir de sí mismo, es decir, sustituyéndola de acuerdo con un desarrollo propio. Los mensajes que
transmite el lenguaje humano desencadenan al ser escuchados conductas también lingüísticas. En el
animal no se da este tipo de lenguaje: más bien lo que hay es la emisión de gruñidos que no abren la
posibilidad de una discusión. El carácter dialogante del lenguaje de segundo nivel es posible porque
admite una réplica también hablada. Por eso, cuando se pretende dirigir a otros de modo autoritario se
está desaprovechando la virtualidad del lenguaje humano y se desciende al primer nivel del lenguaje.
Actuamos muchas veces por debajo de las posibilidades que poseemos, de manera reductiva, lo cual
implica una degradación cualitativa. Renunciamos así a la correlación dinámica que hace posibles los
cambios en interacción: por ejemplo, los cambios de opinión a partir de mejores razones enunciadas
por el otro.
La lógica surge como arte para dialogar. Se parte de que los hombres dialogan, lo cual no es una mera
comunicación unilateral. El animal es esporádicamente comunicativo, pero el lenguaje humano no sirve
simplemente para que otros se enteren; eso es importante pero no suficiente. El lenguaje existe para
que los hombres aduzcan argumentos y contraargumentos; para ese juego hay que establecer reglas. Al
emplearlo en su segundo nivel, el lenguaje no sirve sólo ya para la comunicación. En el diálogo lo que
uno dice enlaza con lo que dice el otro de una manera sistemática.
Evidentemente una cosa es que un animal emita un gruñido y agreda al que desatiende el aviso, y otra
muy diversa el lenguaje dialógico que se apoya en la pluralidad de interlocuciones y las desarrolla. El
hombre no se limita a comunicar, porque el lenguaje es intersubjetivo. La discusión puede darse en
distintos ámbitos; hay ámbitos especiales de discusión. Sin embargo, el diálogo es característico de la
entera vida humana. Por tanto, el lenguaje implica la comunicación y permite la conexión de locuciones
procedentes de fuentes diversas.
No se puede explicar la aparición del lenguaje de segundo orden desde el de primer orden, porque éste
es el lenguaje de la especie, y aquél es usado por personas para hablar entre ellas: sólo así tiene razón
de ser. El salto de lo personal por encima de la especie no se explica desde el despliegue somático.
Como ya dijimos, antes de desencadenar su conducta, el hombre se detiene y aparece el elemento
cognoscitivo. Una acción que surge del conocimiento, y un conocimiento que suspende la acción, van
más allá de lo puramente animal, porque en el animal el conocimiento está incrustado en la dinámica
natural: no es más que una fase de su comportamiento. En cambio, el conocimiento humano no es una
fase de la conducta sino una suspensión de ella, en cuya virtud es posible una conducta nueva. Si esto
no se tiene en cuenta, no cabe explicar la técnica de segundo nivel, ni la aparición del lenguaje de
segundo orden.
Efectivamente, el hombre piensa proyectos y toma decisiones; el hombre decide porque es capaz de
contemplar anticipadamente el fin y, por tanto, de tratar con medios. El hombre es el único ser para el
que la noción de medio tiene valor formal. El animal ejerce medios, pero no capta la razón de medio.
Captar la razón de medio es correlativo con el conocimiento del fin. Pero todavía hay más: captar la
razón de medio permite la constitución de un mundo. La técnica de segundo nivel no se cifra tan sólo en
construir instrumentos con instrumentos, sino en poner unos en relación con los otros. Ello equivale a
decir que no existe un medio aislado, sino que la noción de medio es sistémica.
¿En qué reside la constitución de un mundo humano? El hombre es un ser en el mundo (Heidegger); el
hombre tiene mundo, eso está a la vista. En una ciudad no hay nada meramente natural, sino calzadas,
semáforos, casas, iluminación eléctrica, etc. El hombre ha sustituido a la naturaleza. Es el habitante de
su propio mundo, un mundo que ha hecho él. El mundo es un sistema, un plexo de medios. Cada
instrumento humano remite a otro. El martillo remite al clavo: el martillo es para clavar, el clavo para
ensamblar; al ensamblar hacemos una mesa; la mesa es para escribir, etc. El instrumento en su ser
mismo se constituye en virtud de la referencia a otros, como el lenguaje se constituye como lenguaje en
el diálogo. El instrumento no se automatiza como instrumento; es como complexión, como remitencia a
otros. Y esto el hombre lo descubre. ¿Cómo hacer un automóvil si las piezas no se ajustan, si las piezas
no son para las piezas? Un automóvil tiene aproximadamente 4.500 piezas y todas ellas están
conectadas. Lo anterior implica que el hombre es la medida de las cosas que hace. A ese tipo de cosas
los griegos las llamaban prágmata. Aristóteles aborda el tema de manera directa: llama posesión (héxis)
a este fenómeno interconectivo y lo concibe como una característica propia del cuerpo humano, la
capacidad de adscribirse cosas y de relacionarlas. El martillo es instrumento de instrumento no sólo
porque ha sido hecho con otro instrumento, sino también porque es en conexión con otro: el martillo es
instrumento para clavar.
Clavar un clavo no es un comportamiento automático, porque hay que calcular el golpe y corregir la
desviación cambiando su dirección. La acción de clavar un clavo está dirigida. El animal no sabe
realizarla, porque no sabe correlacionar utensilios. Pero la correlación se da en el mundo humano. Una
habitación es una correlación de utensilios. En ella hay una silla, y la silla es para sentarse; la silla se
relaciona con la mesa y ésta es para colocar encima papeles o poner un vaso de agua. La mesa del
profesor está aquí porque los alumnos están allí; se habla cara a cara. La orientación de las mesas, las
luces, la pizarra: todo eso constituye un plexo. También las ventanas están orientadas respecto del sol.
Las calles son para andar y para que circulen los automóviles. Los semáforos tienen un valor simbólico:
si está rojo hay que detenerse, porque es preciso organizar el tráfico. Y hay circulación porque hay que
ir de un sitio a otro. Las casas están junto a las calles, y si podemos, aparcamos lo más cerca posible de
nuestro portal.
La desespecialización biológica del hombre da lugar a la construcción de un mundo. Y ese mundo es
sistémico. Si unas cosas no remitieran a otras, sería imposible la economía. Lo que el mundo tiene de
económico requiere la interconexión; si la cosa que compro no se relaciona con otras que tengo, no me
serviría de nada. Sin máquinas el petróleo no es utilizable. En el plexo cabe el intercambio, un sistema
de asignaciones según el cual se puede vender y comprar. Vender y comprar se fundan en el hecho de
que el hombre construye plexos. Sin una organización medial (cada vez más grande) no habría
economía, ni empresa. No habitaríamos, sino que poblaríamos las estepas o los bosques.
Quítesele al hombre un mundo ya hecho: volverá a hacer otro o perecerá. Un mundo es un todo
conectado internamente. Gran parte de nuestra vida práctica consiste en mantener activo nuestro
mundo y aprovecharlo. Para el hombre los puntos de referencia globales son significativos: para el
animal no. Desde este punto de vista el animal es un selector. Lo que no tiene que ver con su capacidad
específica de adaptación, no existe para él. Von Uexkull pone el ejemplo de la garrapata, un animal que
tiene tres sentidos rudimentarios. Lo que no cae bajo esos tres sentidos no existe para ella. Las
sensaciones visuales de la garrapata le permiten distinguir lo más claro de lo más oscuro (lo claro es lo
de arriba y lo oscuro lo de abajo; por eso la garrapata sube y baja); además, tiene una sensibilidad
olfativa según la cual puede percibir algunos olores; y finalmente una sensación de calor. El
comportamiento de la garrapata está articulado por estos sentidos. La garrapata se sube a un arbusto
porque distingue lo claro de lo oscuro; cuando huele a una oveja se suelta de la rama y si cae en ella le
chupa la sangre caliente. Si su desprenderse de la rama no ha tenido éxito, vuelve a subir y espera a que
pase otra oveja. Esta es la triste vida de una garrapata.
El hombre no es una garrapata, aunque hay que reconocer que la metamorfosis de Kafka es una
parábola profunda, porque el hombre se transforma en una cucaracha si nadie le hace caso. El hombre
está llamado a la vida social porque es dialógico y el mundo que organiza es un mundo común. Un
hombre aislado, marginado, no pertenece al plexo. Nadie le llama a formar parte de la complejidad de
los asuntos humanos, y ello le empobrece como existente, porque le priva de autoría en orden a un
mundo que se caracteriza por la interrelación.
A partir de la observación de estas características humanas básicas (la inteligencia, la capacidad
comunicativa y dialogante, la técnica de segundo nivel), hemos puesto de manifiesto la complejidad
sistémica de su mundo. Ahora hemos de resaltar que ese mundo no es estable. Más que cosas, el
hombre hace remitencias que para mantenerse han de estar investidas de dinamismo. Por eso es tan
importante el utensilio: es utensilio en la acción, en el uso; el martillo es al martillear. Ese carácter
activo no admite descuidos, pero se presta a abusos. El comportamiento animal está finalizado por la
especie. En cambio, la acción práctica humana construye mundos cuyo carácter sistémico no siempre es
respetado. Por eso la organización del mundo humano afecta a las distintas dimensiones del hombre,
mejorándolas o estropeándolas. Hemos aludido a los inconvenientes de la marginación. Pero también
se ha de evitar que el hombre quede atrapado por un mundo. El hombre atrapado es el que se limita a
cumplir roles, el que se inserta en el plexo sin reparar que es un conjunto de medios. El mundo humano
sólo existe si es activado. La activación es el empleo de la acción humana: si la acción humana lo
desasiste, el mundo se desvanece. El hombre tiene que ejercer su acción respecto del plexo para darle
existencia, pero si se reduce a ello, queda atrapado por su mundo. Por tanto, lo primero que tiene que
asegurar la organización del mundo es la conservación de la libertad personal respecto de él y en él; el
hombre no puede agotarse en su uso del mundo. Desde este punto de vista, el hombre es un ser
histórico. El mundo humano es susceptible de cambios.
El signo de nuestro existir, su destino, o como se le quiera llamar, es el reforzamiento de la dignidad de
la persona. La evolución es como una preparación para la aparición del ser espiritual. El ser espiritual
produce un mundo, y ahí es donde juega su batalla. El peligro no consiste ahora en el hecho de que los
leones se coman a los hombres; ese problema está resuelto: ningún león tiene nada que hacer frente a
una ametralladora. Pero el hombre puede sucumbir dentro de su mundo. Piénsese en la guerra: las
ametralladoras han matado muchos más seres humanos que fieras. Se habla con justificada
preocupación del hambre en el mundo, pero hay otra omisión tan grave como ésta, y que existe en los
países en que el hombre está bien alimentado: la incomprensión del mundo en que se vive.
En otras épocas el hombre, aunque sometido a serias dificultades, sabía lo que tenía que hacer, estaba
integrado en su mundo. Esto puede producir nostalgia (los nacionalismos en gran parte responden a
esa nostalgia). Sin embargo, con ello no se resuelve la cuestión, porque se trata de comprender un
mundo cuya complejidad ha aumentado.
El destino del hombre podría ser la catástrofe debido a la incomprensión de la complejidad creciente
del mundo: esa posibilidad está abierta. Sin embargo, también está abierta la contraria. En la historia
han sucedido grandes calamidades que la humanidad ha aguantado y no le han impedido reanudar su
marcha. Hoy percibimos el riesgo de deshumanización de forma muy aparatosa: pero la línea positiva
está clara.
El carácter de constructor de plexos mediales va acompañado de otra organización peculiar del ser
humano: la familia. La familia significa lo siguiente: en primer lugar, una adscripción duradera, no
reducida al apareamiento, en la que el hombre se constituye como proveedor y la mujer como
cuidadora de la prole. Ello está vinculado a otra característica humana (todo en el hombre es
sistémico): su nacimiento prematuro. Cuando el hombre nace es menos viable que cualquier animal (si
exceptuamos los pájaros, que siguen una estrategia reproductora semejante, llamada nidificación). La
familia es una institución que permite el paso de lo natural al mundo. Por eso cumple una misión
educadora básica.
El nacimiento prematuro del hombre posee un notable sentido. Por lo pronto, significa que el feto
humano emplea más tiempo en desarrollarse que el de otros animales. Hay una urgencia mayor en la
embriogénesis de otras especies que en la nuestra. Pero esto no es todo, porque, además, cuando el ser
humano nace no es viable. Ello se debe a la complicación de las neuronas libres, cuya organización
requiere muchos años. El desarrollo de las conexiones neuronales exige un aprendizaje creciente
después del nacimiento. En una protocultura la incorporación al estado adulto tiene lugar hacia los 12 ó
13 años; en la cultura occidental a los 18 años, que es la edad en la cual el ser humano se considera
socialmente maduro (aunque solamente para algunos cometidos).
El mundo humano está vinculado a estos sucesos genéticos. Por esto hay escuelas y universidades: el
hombre necesita, por así decir, una formación permanente. Si relacionamos todas estas observaciones,
nos daremos cuenta de la importancia educativa de la familia. La idea de que los niños pueden ser
educados fuera de la familia es un error; el papel educativo del padre y de la madre no es sustituible. La
familia hace posible el desarrollo del hombre desde su nacimiento hasta su incorporación al mundo. Si
esto se omite, el mundo se desencuaderna. Suele pensarse que un país es próspero porque en él se
trabaja duro y se usa una tecnología punta. Sí, pero todo ello depende de que se forme a las personas;
de lo contrario, la prosperidad no se sostiene. Una sociedad que padece la crisis de la familia
compromete su futuro.
La incorporación de las nuevas generaciones es la condición del vector de la historia. El hombre es un
ser bastante precario: con una ametralladora puede con un león, pero en el momento en que cae en una
visión reducida de sí mismo compromete su viabilidad, porque es un ser extraordinariamente
complicado.
Capítulo II
LA ANULACIÓN DE LA DIRECCIÓN
LA NOCIÓN POLACA DE SITUACIÓN
En el capítulo anterior hemos comenzado con una discusión sobre el método válido para afrontar el
estudio del hombre. Pero para tratar de la temática propia de la antropología de la dirección es
conveniente considerar primero aquella situación en la cual la dirección se anula, y a partir de ella
contemplar el proceso con el que se recuperan sus caracteres, de tal manera que, al coordinarlos de
manera epagógica o sinóptica, se alcance a comprender lo que es la dirección de hombres.
Partir de la anulación de la dirección no es un mero expediente teórico o una hipótesis de trabajo.
Contamos con un proceso de destrucción, una involución profunda de la acción directiva. Se trata de
una experiencia que tenemos a mano. Nos la proporciona el régimen comunista. El desarrollo de
nuestra exposición será éste: procuraremos ir sacando a relucir los distintos aspectos de la dirección a
partir de su completa corrupción.
En el libro citado más arriba también se procede así: primero se sientan las grandes dificultades con las
que se encuentra hoy el hombre, lo aporético de las organizaciones, la insuficiencia actual de los
procedimientos de resolución de problemas que el hombre ha empleado últimamente y que hoy se
encuentran en crisis. Desde ahí se intenta la construcción de una antropología sistémica aportando
nuevos factores, que se pueden ampliar mucho más.
Aquí procederemos de manera semejante: vamos a analizar una situación muy próxima a nosotros en el
tiempo, en la cual la dirección se anuló: lo ocurrido en la Europa del Este. Esta anulación de la dirección
nos proporciona un caso sobresaliente de vacío de organización. Es posible describir a qué obedece, ver
cuáles son los ingredientes primarios de que está compuesta la dirección. Su corrupción afecta a toda la
organización social y humana, y cierra la posibilidad de mirar al futuro según un proyecto viable.
Una serie de pensadores rusos y polacos se han ocupado del asunto para entender qué les ha pasado.
Entre los autores rusos, algunos escritos de Solzhenitsin se refieren a los grandes agravios a la dignidad
humana que infería el sistema totalitario. De una manera más directa, más pegada al terreno, Sajarov ha
escrito algunas observaciones sobre la psicología de la juventud rusa estudiosa; él era profesor de física
teórica y conocía a sus estudiantes. Sajarov escribió unas cartas a Breznhev sobre la ambigüedad que
sufrían sus jóvenes estudiantes de física ante la incompatibilidad entre su adoctrinamiento marxista y
la mecánica relativista. Los inconvenientes de tal dualidad no eran sólo teóricos, sino también éticos.
Hay otra sorprendente escritora a la que no es fácil de seguir a lo largo de sus sucesivos libros. Aunque
recorrer su complicada evolución espiritual nos llevaría lejos, sus libros contienen observaciones que
tienen mucho que ver con lo que aquí nos interesa. Se trata de Tatiana Gorichteva. Finalmente, son de
destacar una serie de reflexiones de filósofos polacos, sobre todo de las universidades de Varsovia y
Cracovia, entre los cuales se encuentran Tychner, Grygiel, y el pensamiento del propio cardenal
Wojtyla.
Vamos a describir la situación tal como la han visto los polacos: qué conciencia han adquirido de lo que
les pasó desde que los rusos ocuparon el país. Vamos a tratar de revivir la experiencia y la
conceptualización que de ella han hecho los polacos; lo ilustraremos con las observaciones de Sajarov.
Como es sabido, en la Universidad de Varsovia el estudio del lenguaje, la lingüística (no la filosofía
analítica) es uno de los temas más cultivados. Lo primero que han hecho estos pensadores es dar un
nombre, buscar una palabra suficientemente abarcante que recogiera su experiencia. Esta palabra,
dicen ellos, es la palabra “situación”. Cuando se refieren a la Polonia sometida bajo la denominación
comunista hablan de la situación. Para ellos la palabra connota varias cosas. La primera es que,
tratándose de la situación, no se sabe cuándo se va a salir de ella: la situación comporta cierta
desesperación. La situación, que es desgraciada, es también desesperada porque es la situación; no deja
entrever ni siquiera imaginativamente cómo salir de ella: estamos instalados en ella, y, sobre todo, esta
instalación es definitiva. ¿Cómo podríamos cambiarla? En la misma formulación de la palabra se
muestra que no se sabe cuándo desaparecerá.
El término tiene una significación global: es la situación polaca, Polonia en o como la situación. No se
sabe cuándo terminará; más aún, ni siquiera se sabe qué querría decir que termine, es decir, el modo de
salir de ella.
Si enfocamos el asunto de una manera trivial, podría decirse que cualquier situación histórica
desaparece porque es transitoria: llega un momento en que pasa o es sustituida por otra. Pero si no se
trata sólo de la situación en la que uno se encuentra, sino de aquella en la que uno participa, entonces
esa mutación es imposible: no se puede salir de la situación si uno mismo se ha hecho situación, si uno
mismo la alimenta porque él mismo la es. La situación no es algo externo, sino que cada uno la ha
interiorizado: ella ha penetrado en el hombre y constituye a la sociedad. Por tanto, el mero cambio de
coyuntura es demasiado somero, no sería verdaderamente un cambio de la situación. Dicho cambio
habría de ser una profunda rectificación interior, un librarse de una situación que no es algo impuesto
desde fuera, sino que ha calado en el hombre y ha llegado a determinarlo.
Este es el sentido de una situación de la que no sabemos cómo liberarnos. No se trata sólo de que los
rusos no se vayan a ir, cosa que en los años 60 parecía cierta. Tampoco se trata de un cambio de
régimen político: si la situación somos nosotros, esto no basta. La desesperación que comporta la
situación hay que referirla a su interiorización. Ahora bien, ¿de qué manera se interioriza una situación
que comporta desesperación? La situación vista así es la esencia del totalitarismo; la situación es el
totalitarismo.
Tratemos de ver qué experiencia del totalitarismo autoriza a llamarlo situación, en el sentido que
hemos empezado a exponer. Conviene insistir: la situación no es una mera circunstancia exterior, sino
que la tenemos dentro. Eso es lo que desespera. El totalitarismo no es una mera dictadura o un régimen
personal autocrático que puede someter a una población mediante medidas represivas que coartan la
libertad sin destruirla. La diferencia entre una dictadura y el totalitarismo es que el totalitarismo cala.
Lo decisivo es que uno no se puede desprender de la situación porque ha hecho propios los factores que
la constituyen. Esos factores son el miedo y la mentira. Un hombre definido por la situación vive en un
régimen psicológico de miedo-pánico y ha interiorizado la mentira. No es el simple miedo a una medida
despótica, sino algo más: me he hecho miedoso, me he acobardado, no me atrevo a nada. Pero no sólo
yo, sino que el miedo se ha establecido en general[1].
1. Sobre el miedo y la mentira en relación con la dirección de las empresas, cfr. Llano, C., El
empresario y su mundo, McGraw Hill, 1991.
Si el miedo ha sido interiorizado, si es situacional en este sentido, no necesita ser despertado por algo
por constante terror. Para instalar el miedo pueden hacer falta unas medidas muy duras, establecer en
una primera fase un régimen tiránico, de prohibiciones y suplicios. Pero si el miedo ha sido
interiorizado, entonces ya no hace falta el terror. La gran astucia del régimen totalitario estriba en
sumir al hombre en una situación de miedo. A partir de ahí, la amenaza, los castigos, pueden aligerarse,
porque se ha logrado hacer a la gente miedosa (lo que es algo más que un reflejo condicionado).
Por su parte, ¿qué significa la mentira situacional? Que uno ha llegado a interiorizar la situación de tal
manera que aunque vea algo blanco dice que es negro. Esta transmutación de la perspectiva se produce
de forma casi automática. Con otras palabras, la negación de la evidencia viene de dentro; la mentira se
interioriza, justamente porque es una mentira vivida; no es una mentira simplemente emitida sabiendo
que se emite. Cuando uno se ha hecho mentiroso ya no ve la realidad tal como es, sino que la ve
deformada. ¿Cómo logra el régimen totalitario que el hombre viva en situación de mentira? Por una
absolutización de la propaganda, es decir, por una tarea educativa insistente en la cual una serie de
consignas e interpretaciones de la realidad son inculcadas hasta tal punto que se apoderan de uno.
Entonces la realidad se ve teñida de entrada, el sujeto se asoma a ella desde la propaganda incorporada.
Cuando la ideología ha calado la realidad se ve con anteojeras.
En el planteamiento de Marx, la ideología es un reflejo fantástico, un elemento superestructural en que
se vierten de una manera simbólica los intereses de clase. Dicho de otro modo, en el sistema marxista la
ideología es un segregado secundario que está en desacuerdo con la realidad básica, es decir, con los
procesos según los cuales el hombre asegura las condiciones objetivas de su existencia. En cambio,
según la entienden los pensadores polacos, la ideología se ha imbuido en la situación, no ha surgido de
ella, sino que se ha metido dentro; no es un reflejo fantástico a interpretar por un psiquiatra. Lo que
acontece aquí es que el hombre la ha incorporado a su manera de ser. No es un reflejo imaginario, sino
un ingrediente existencial tal que (aunque haya intereses subterráneos enmascarados) anula la
capacidad de buscar la verdad. En la situación la mentira ha calado hasta el fondo, y se ha transformado
en un modo de estar en la situación. En definitiva, la situación consiste en existir en términos de miedo y
mentira. La mentira es producida por la propaganda; pero también llega un momento en que no hace
falta que ésta sea obsesiva, porque si la ideología ya se ha aceptado completamente, no es menester
seguir reclamando el convencimiento.
El marxismo es una doctrina tan pobre que para ser verdad es menester que los hombres se acepten en
los términos en que ella se lo propone. La verdad del marxismo es ontológicamente una mentira porque
sólo es verdad si es aceptada, es decir, si acepto que soy incurablemente miserable en términos
materiales, tal como la doctrina marxista me propone. La única manera de que el marxismo pueda ser
interiorizado, dado que el marxismo es una filosofía de la miseria, es que uno se considere miserable, en
sus propios términos. Así pues, del modo de aceptar el marxismo depende su verdad. En suma, la
condición de la verdad del marxismo es la mentira, porque no soy miserable, en los términos
propuestos por Marx. Si me acepto como miserable, verifico el marxismo. Si no me acepto, no lo
verifico, y entonces su pretendida verdad se anula.
Esto es lo que ocurre con toda doctrina antropológica falsa, ideología o llámese como se quiera. Si el
hombre se ve a sí mismo de una manera falsa, está haciendo verdad la mentira. Si alguien enuncia que
el hombre es de una manera que no es, y otro lo admite y adapta su comportamiento a ese enunciado,
entonces existencialmente, con su vida, le da la razón (a costa de hacerse a sí mismo mentira)[2].
2. Dicho directamente: la verdad de un planteamiento antropológico sólo es posible si no
depende constitutivamente, radicalmente, de su aceptación.
No cabe que el hombre se dote únicamente desde sí de verdad, porque el hombre es un ser
creado. Con todo, el hombre está obligado a realizar su propia verdad; si omite esa obligación,
se falsea. El peculiar juego de la verdad y la mentira en el hombre se debe a ello.
La situación no afecta solamente a los sometidos, sino que de ella participan exactamente igual los
dirigentes, con lo que la función de dirigir se anula: si a un hombre se le ha hecho mentiroso y miedoso,
no es posible dirigirlo; en todo caso, se le podrá tratar como a un caballo: castigarlo, proponerle
placebos, etc., pero no responderá como hombre. La culminación de la consideración de la situación es
que el miedo y la mentira afectan también a la clase dirigente: el miedo es la característica primaria de
un miembro de la burocracia comunista. Piénsese en la mentalidad de los dirigentes del partido, para
poner un ejemplo, ante la muerte de Stalin: puro miedo. Poco después ocurrió lo mismo con Beria, que
era el jefe de la KGB. En un régimen totalitario no se puede ser dirigente si no se está metido en la
misma situación de miedo de los dirigidos. Por esta razón, en rigor, tampoco se dirige: no es que se
encuentre con indirigibles, sino que tampoco existe capacidad de dirigir. Es un corolario de la
descripción que hacen los filósofos polacos. Y también pasa lo mismo con la mentira: los dirigentes se
dedican a mentir como sistema de gobierno.
Si los dirigentes creen en su propia propaganda, ya viven en la mentira. Pero si no creen en ella y la
divulgan, también mienten: en cualquier caso, están en la situación de mentira. Un antecedente
platónico de esto es la descripción del tirano de la República: el tirano es un directivo que se ha vuelto
loco porque ve peligros por todas partes. Hay un miedo enfermizo, o no tan enfermizo, a perder el
puesto, a que le lleven a Siberia, a que lo liquiden: hay un miedo total por parte de la dirección. La
dirección no se escapa del miedo. Pero entonces no es ya dirección.
Lo peor que le puede pasar a un directivo es que se ponga nervioso, es decir, que instaure una
atmósfera de alarma en la que él mismo se incluya. Por eso dicen los pensadores polacos que la palabra
situación significa que el régimen totalitario lo ha teñido todo. La situación consiste en la peculiar
complicación de todos en las características propias de este sistema: el miedo y la mentira.
De aquí se deduce inmediatamente una conclusión: el miedo y la mentira rompen la vida social, aíslan a
los seres humanos. El miedo y la mentira hacen absolutamente imposible la confianza. ¿Cómo puedo
fiarme de alguien si yo miento y él miente? ¿Cómo puedo confiar en alguien si yo tengo miedo y él tiene
miedo? ¿Cómo puede confiar en nadie un miedoso craso y un mentiroso integral? No puede: se aísla. La
vida social está teñida de hipocresía; el miedoso y el embustero, socialmente, son hipócritas. Si alguna
vez se les ocurre algo que está fuera de la situación, no se lo pueden decir a nadie, porque los otros
también están en la situación y lo podrían denunciar. La situación tiene una serie de resortes que
consisten en que quien no esté de acuerdo con ella, queda excluido; la situación lo margina. Esto es lo
que Sajarov pone a la vista: estamos haciendo jóvenes mentirosos, hipócritas, porque están aquí,
después de pasar un examen que pretende asegurar su fidelidad a un partido en el que no creen, y sólo
se han sometido a él para acceder al estudio de la física de Einstein, por otra parte oficialmente
proscrita, puesto que es una física burguesa.
Cuando la mentira se ha hecho parte de uno mismo, nunca se dirá la verdad, nunca se confiará en nadie.
Así se rompe el tejido social. Esto también lo señala Platón: el régimen tiránico es una unidad
disgregada internamente, o negativamente sistémica.
Pero todavía hay un rasgo más. Una parte de la ideologización es la libertad: el ciudadano tiene que
considerarse libre, lo cual en la situación es mentira. Aparece entonces una versión inevitable de la
libertad: libertad es lo mismo que necesidad; yo soy necesariamente libre. El primero que lo formuló en
estos términos fue Espinosa y, siguiendo sus pasos, Hegel: la libertad es el conocimiento de la
necesidad. Pero el conocimiento de la necesidad no tiene nada que ver con la libertad; por eso, en
cuanto uno se plantea si se puede salir de la situación, identifica la libertad con la necesidad y surge la
desesperación: no hay procedimiento para salir. La misma desesperación está tergiversada por esta
interpretación de la libertad. Tal tergiversación es inherente a la situación.
Como vemos, en su misma desintegración, cada uno de los términos remite a los demás. También a su
modo la destrucción de la actividad directiva y de la capacidad de ser dirigido es sistémica, pues exige
todos estos factores, que envían los unos a los otros: el que tiene miedo vive la libertad como necesidad
(es anancástico, diría un psiquiatra).
Empleamos el procedimiento de poner las cosas en negativo para llegar después a lo positivo: así
iremos planteando los caracteres propios y sistemáticos de una dirección verdadera. El intento de
comprensión de estos filósofos, y también de algunos historiadores polacos, ha contribuido a perfilar
cómo acontece la anulación de la dirección. Con el miedo como situación espiritual, un miedo que
atenaza constantemente, que no es sólo una vivencia psicológica sino un estado del alma, y con una
tergiversación permanente de la verdad, la dirección es imposible.
Podemos confiar en la descripción de la situación que hacen los filósofos polacos porque la han vivido, y
algunos de ellos como dirigentes comunistas. En el fondo esta experiencia es también recogida por el
cardenal Wojtyla, que es otro cualificado testigo. Las dos frases más importantes con las que inaugura
su pontificado aluden directamente a los dos componentes de la situación. Una de sus expresiones más
repetidas era justamente ésta: “No tengáis miedo”; es una recomendación que adquiere gran fuerza si
se tiene en cuenta, entre otras cosas, el hecho de que para salir de la situación hay que quitarse el
miedo, ese miedo metido dentro que anula la capacidad humana de acometer proyectos y abrirse a la
esperanza; el miedo atenaza, constriñe. Otra sentencia que el Papa utiliza muchas veces es: “La verdad
os hará libres”. La frase previene contra la mentira, el segundo ingrediente de la situación. El mentiroso
no es libre; la libertad no es la mera aceptación de la necesidad, sino la profundización en la verdad.
Prescindiendo ahora de lo que en estas frases haya de mensaje dirigido a los cristianos, la insistencia
del Papa (un polaco que ha meditado profundamente en la situación) constituye una comprobación de
los factores que definen la situación, a la vez que señalan la clave para salir de ella: no tener miedo, ser
libres en la verdad.
Los pensadores polacos dicen que a partir de 1981 se produjo un cambio en la situación. Eso quiere
decir que hubo un movimiento protagonizado por polacos que intentó superar tanto el miedo como la
mentira. A este movimiento lo llaman ellos, que son tan cuidadosos en encontrar palabras a las que
adscribir un significado muy preciso, “solidaridad”. La solidaridad es el modo de salir de la situación.
Este movimiento no ha tenido importancia en otros países del Este. A los polacos les gusta presentarse
a sí mismos como gente un poco especial. Nietzsche decía que su personalidad era tan extraña porque
él tenía sangre polaca. Pero en cualquier caso, es cierto que en Polonia se realizó un experimento para
salir de la situación. Este experimento se llama solidaridad y es genuinamente polaco. Inmediatamente
añaden que el modo que descubrieron para salir de la situación, la solidaridad, no puede continuar
indefinidamente.
Por solidaridad no hay que entender solamente un sindicato, o un movimiento obrero. Aunque se
concrete en ello, se trata de una categoría que permite comprender un momento histórico y sus fases.
Solidaridad significa la pérdida del miedo al poner como objetivo actuar a favor de los demás: la
recuperación de la colaboración. La colaboración (imposible en un régimen de mentira y miedo) es un
despertar del espíritu que requiere para comenzar pensar en los demás (si centro mi interés en los
otros, me libro del miedo — no me importa lo que me pueda pasar —, y de la mentira — sólo se puede
intentar favorecer a los demás si el intento es verdadero, sincero —).
Una de las características de las primeras huelgas polacas, que eran una protesta y una manifestación
de libertad frente a la situación, fue que con ellas no se pretendía proteger los propios intereses, sino
los intereses de los demás (las huelgas que se hacían en los altos hornos de una región reclamaban el
cese de abusos que afectaban a los habitantes de Varsovia, etc.). Así pues, solidaridad es una toma de
conciencia muy profunda de que el miedo y la mentira se vencen en términos de generosidad pura. Esto
es lo que ha significado, y como se ha vivido y entendido solidaridad. No se trata sólo de las aventuras
de Lech Walesa, sino del modo de encontrar la verdad y la confianza: si antes no nos fiábamos de nadie,
vamos a jugar a favor de los otros, vamos a excedernos a favor de ellos; sólo así se borra la situación en
tanto que nos afecta por dentro.
Pero desde el punto de vista organizativo, solidaridad no era suficiente. Si se la ve con categorías de
organización, se aprecia un modo de aunar esfuerzos, pero que no es institucional ni dotado de una
estabilidad comparable a la situación. La familia, la empresa, la universidad, son instituciones sociales.
Solidaridad no tiene ese carácter; es un modo de vivir, no una categoría sociológica-formal; no es
propiamente una institución. Por eso a algunos les ha parecido un tanto caótica, o formada por gente
muy diversa. Por ejemplo, ciertas campañas de desintoxicación de la propaganda ideológica las llevaron
a cabo intelectuales ateos, personas de muy variado tipo, dando conferencias sobre autores
occidentales en iglesias, que eran los únicos locales disponibles para ello.
Quizá lo anterior resulte extraño, cosas que se hacen en un estado de necesidad o que se le ocurren a
gente de una vitalidad muy emotiva, muy eslava (al parecer los eslavos son así), pero sin que haya un
fondo racional o se instaure con ello una organización. Pero éste es sólo un aspecto de la coyuntura de
la sociedad polaca.
En los años 80 se diluyó el partido comunista polaco: la gente lo abandonó, los militantes dejaron de
serlo. Por ejemplo, dejaron de salir algunos periódicos oficialistas porque los redactores rompieron el
carnet y se marcharon. Es decir, la situación se disolvió incluso desde el punto de vista de los jefes, que
la abandonaron igualmente. Por tanto, la situación fue, por una parte, superada por el movimiento
solidaridad, pero, por otra, entró en crisis. De esta manera se desmantela la estructura organizativa del
país y aparece un vacío de poder. La eliminación de la situación no comportaba una nueva organización,
sino que el doble movimiento de salida de la situación llevaba consigo el cese de la organización social.
El movimiento solidaridad no estaba destinado a instaurarla. Fue algo así como Fuenteovejuna, todos a
una saliéndose del sistema: más que atacándolo, vomitándolo fuera de sí. La única estructura que
permaneció fue la Iglesia; el episcopado polaco asumió funciones de apoyo sin las cuales quizá Polonia
hubiera caído en un caos social. Se mantuvo un residuo organizativo sin el cual, por ejemplo, Jaruzelski
no hubiera podido mandar de la forma en que lo hizo: llenando un vacío de poder de forma casi
nominal, y tratando de evitar la intervención soviética.
Los polacos están orgullosos de solidaridad porque no se ha dado algo parecido en ninguno de los
países totalitarios del Este. Pero solidaridad no se puede mantener. Los pensadores polacos lo dicen así:
solidaridad no es la “normalidad”. Con esta otra palabra quieren decir que la organización social es
imprescindible, y que si se rechaza una forma de organización, es preciso instaurar otra. Solidaridad no
era la normalidad; solidaridad, dicen, era una utopía (entendiendo por utopía la aspiración a un ideal
social sin saber con qué medios se alcanza. En rigor, solidaridad es la manera extrema de llevar a cabo
la salida de la situación: apostar por los intereses ajenos).
El modo como se ha salido del totalitarismo en Rusia, que no es el polaco, adopta en Tatiana Goritcheva
la forma de un desprecio de todo. La única manera de librarnos de la situación, según esta autora, algo
así como una ascética total, cercana al cinismo (recuérdese que el cinismo fue un movimiento fundado
por Diógenes, un griego que vivía en un tonel y rechazaba toda forma de cultura, toda construcción
humana: el hombre es una naturaleza desnuda. Esta es la formulación griega del cinismo). Tatiana
Goritcheva entiende que el cinismo es la forma de salir de la situación que conviene a Rusia: el
desprecio del mundo. No se trata de un asunto meramente literario, porque esta mujer ha apostado su
vida por ello: un quedarse reducido a la pura pobreza humana, haciendo una especie de purga, tanto del
prestigio humano que postula el marxismo como del orgullo de Occidente. Es un reducirse al hombre
puro y nudo. Se trata de una postura ambivalente, porque puede parecerse a la de San Francisco de
Asís, un asceta cristiano, o ser un simple anarquismo que rompe con todo vínculo social porque piensa
que dichos vínculos no son naturales y que la cultura humana debe humillarse (en El Idiota de
Dostoievski también hay un personaje que refleja esta postura). Solidaridad no es, obviamente, el
cinismo de Goritcheva, pero, de cualquier modo, ambos coinciden en no ser sostenibles a la larga. Por
eso dicen los polacos que solidaridad no es la normalidad. No hay más remedio que establecer límites,
pensar en una nueva organización.
En cuanto se piensa en una nueva organización aparece el problema de las atribuciones: cada uno tiene
su puesto en ella y ha de funcionar de acuerdo con unos cometidos. Sin embargo, al estudiar cómo
ciertas personas han concienciado lo que llaman situación y cómo han querido salir de ella, nos
encontramos con muchos asuntos pensados en otras épocas por distintos autores, lo cual indica que
ello no obedece a una curiosa o extraña característica de los eslavos o de gente con reacciones muy
emotivas. No es así. Solidaridad responde a la condición humana, y, por tanto, nos interpela también a
nosotros.
Los autores polacos dicen que solidaridad fue un momento brillante de su existencia. Fueron generosos,
y así eliminaron el miedo interior: la situación se derrumbó. Eso no ha pasado del mismo modo en los
restantes países del Este. Exceptuando Rumania, en ellos la situación se ha hundido por implosión.
Pragmáticamente, el régimen totalitario se ha mostrado inviable, como una forma de organización
sumamente defectuosa. Según parece, los países occidentales están mejor organizados. Con todo, hay
que preguntar si su organización es mejorable. Si lo es, hay que reconocer que el miedo y la mentira no
han sido suficientemente desterrados en ellos.
Tenemos pues: la situación, la solidaridad y la normalidad. ¿En qué consiste la normalidad? No lo saben.
¿La normalidad es simplemente adaptarse a la organización occidental? No. ¿La normalidad es una
especie de social-democracia, un colectivismo democrático no totalitario? Tampoco. Se percibe en
seguida que no es eso.
A los polacos, a los alemanes orientales y a los rusos les pasa lo mismo: son refractarios a la
organización occidental, porque se dan cuenta de que es muy dura, exige mucho e implica una ética de
la responsabilidad. La ética de la responsabilidad se basa en un cierto cálculo: hay que pensar en las
consecuencias, hay que gestionar los asuntos sociales y hay que competir. ¿Pero cómo se consigue eso?
Ellos no lo saben, y no todos están dispuestos a caer en el cinismo, en la indiferencia valorativa de la
cultura.
El “no tengáis miedo” del Papa no equivale a la impavidez del que lo desprecia todo, y asiste inactivo a
lo que pasa. Esto lo llamaríamos ahora pasotismo. Pero es claro que nos enfrentamos con problemas sin
haber encontrado su solución. El peculiar racionalismo empirista y analítico que se suele usar en
occidente provoca más problemas de los que resuelve. Conviene estar atentos a las circunstancias de
los países del Este, pues sin duda influyen en Europa. Los polacos distinguen la normalidad de la
solidaridad. En cuanto se empieza a organizar el país, la gente ya no piensa sólo en el prójimo, sino
también en sus intereses. Solidaridad se queda atrás. Ahora bien, quizás este diagnóstico no sea del
todo exacto, puesto que, como hemos dicho, no aciertan a describir exactamente qué sea la normalidad.
Seguramente, a nosotros nos ocurre lo mismo.
Con otras palabras, la perplejidad de los polacos acerca de lo que es una organización correcta no nos
debe extrañar. Por el contrario, nos afecta profundamente. Como expresa el dicho latino, nada humano
se debe considerar como ajeno. Si describiéramos la situación directiva en que se encuentran las tribus
africanas, también nos encontraríamos con disfunciones, que, por ser tan peculiares, tendemos a
considerar como “cosas” de los africanos. Pero los africanos son hombres, aunque su cultura sea
distinta de la nuestra. Algo semejante les acontece a los árabes. Nos percatamos en seguida de las
aporías de su organización social y de su modo de dirigir; con todo, el mundo árabe es otro gran sector
de la humanidad. ¿Podemos considerarnos exentos de esas dificultades? Nosotros somos europeos,
miembros de sociedades democráticas, actuamos dentro de una organización que funciona. Ello nos
inclina a prestar una consideración conmiserativa a esas otras gentes, y a tratar de ayudarles a salir de
la ineficacia en que están sumidas. Sin embargo, con ser importante, esta actitud es parcial, porque nos
hace olvidar que también nosotros hemos de cambiar.
Los polacos añaden una importante observación: solidaridad fue el intento de librarse de la situación,
de darle la vuelta. Solidaridad no es ni miedo ni mentira, porque es generosidad pura. Pero cuando
buscamos la normalidad, no sabemos en qué consiste porque la experiencia de la situación (aquí está la
observación importante) nos hace desconfiar de nosotros. El carácter utópico de solidaridad se debe a
que es atreverse demasiado; solamente si fuéramos enteramente puros, como ángeles, podríamos vivir
permanentemente de esa manera. Pero no somos ángeles, puesto que hemos estado en la situación.
Aunque la superemos, la situación es una muestra de nuestra fragilidad. Nos hemos librado de ella, pero
precisamente porque la hemos sido, no somos enteramente capaces de solidaridad; mejor dicho, si
queremos ser enteramente solidarios, tenemos que contar con el peligro de no serlo. Lo contrario sería
un insensato acto de osadía.
Es un argumento curioso, pero muy interesante e intensamente humano. Tendremos que hacer un
esfuerzo continuo para llevar a cabo de una manera ordinaria lo que fue solidaridad, porque hemos de
tener en cuenta que siempre es posible que aparezcan elementos de la situación. No hemos excluido
enteramente el miedo porque lo hemos sido; no hemos desterrado enteramente la mentira porque la
hicimos nuestra; por tanto, hemos de reconocer que en nosotros se alberga su posibilidad.
Nuestra verdad es un poco más complicada que el librarse de la mentira; nuestra verdad consiste en
saber que podemos librarnos de la mentira pero que la mentira nos amenaza siempre. Por
consiguiente, la situación y la normalidad no están enteramente separadas, no se distinguen netamente,
porque la segunda alberga, al menos en cierta medida, los elementos de la primera. Justamente por ello,
no sabemos en qué consiste la normalidad. La normalidad pura sería el no volver a recaer en la situación
al instaurar una organización social eficazmente gestionada. Pero es imposible lograrlo de una vez por
todas. Los polacos han dedicado mucho tiempo a pensar esas decisivas nociones y creemos que su
pensamiento es atendible.
Ahora hemos de plantear una pregunta obvia. ¿De qué manera tiene que ver un directivo occidental con
el miedo y la mentira? En general, ¿en qué medida el miedo interior y la mentira han calado en la
cultura de occidente? Es patente que en el mundo de los negocios la mentira existe; decir la verdad no
se vive del todo en las actividades de las empresas. Por su parte, el miedo no es extraño al capitalista:
en la dinámica del capital se observa la influencia del miedo. El miedo se manifiesta en la huida
(algunos polacos, si hubieran podido, se hubieran marchado; otros muchos estimaban que proceder a la
fuga equivalía a traicionar al país). Pero el capital es fugitivo: en cuanto aparece la menor apretura, sale
corriendo. No basta hablar de mercado de capitales; ha de añadirse que en él impera el miedo.
Habrá que hacer las distinciones necesarias para formular el tema con cierto rigor, pero las preguntas
planteadas deben recibir respuesta. No podemos considerar la experiencia polaca como un testimonio
válido tan sólo para países sometidos a un régimen totalitario. En ellos, ciertamente, la situación ha
terminado, y ha sido seguida por un vacío de organización, de poder, verdaderamente notable. Pero
¿cómo se ejerce el poder en occidente? Puede ser aleccionador para nosotros examinar este punto. Para
ello se requiere tomar en serio los componentes humanos de la empresa, es decir, meditar sobre la
relación entre empresa y humanismo (humanismo: nada humano nos es ajeno).
Dando un paso más, hay que decir que humanismo no significa que tengamos que simpatizar con los
europeos del Este porque también son hombres, sino porque a cualquiera le puede suceder lo que ellos
han averiguado. Piénsese en el llamado síndrome de Estocolmo. Como se sabe, ciertos secuestrados
sufren psicológicamente una transformación de acuerdo con la cual caen en la mentira por miedo:
tienden a considerar que sus raptores tienen razón.
Hay que plantear las siguientes preguntas: ¿Hasta qué punto ser empresario es compatible con el
miedo? ¿Cómo tiene que tratar el empresario el miedo? ¿Un empresario es exactamente un capitalista?
¿Y la mentira? ¿Qué es la empresa como fenómeno comunicativo? No es evidente que la empresa, como
organización humana, sea tan sólo una estructura comunicativa: pero una empresa no se puede
organizar más que desde la comunicación. Encontrar la respuesta de las preguntas que se acaban de
formular, es entrar de lleno en la antropología de la dirección.
Capítulo III
LOS MIEDOS DEL DIRECTIVO
Dijimos que la situación es algo así como un conjunto de circunstancias englobables en una unidad, por
cuanto está dominada por el miedo y la mentira y da lugar a la desaparición de la acción directiva. La
condición para que una actividad humana marche adelante es la confianza entre las personas. Lo que se
suele llamar el trabajo en grupo, la división del trabajo y la coordinación de los distintos agentes, es
imposible en la situación; por tanto, la resultante es la ineficacia. De la situación polaca mana la
esterilidad.
Ahora tenemos que ver, colocándonos en nuestro contexto occidental, cómo la dirección se relaciona
con el miedo y la mentira. Esto último es un asunto complejo, pues evitar la mentira de que hablamos
no es simplemente no engañar, o algo semejante.
Hay dos actitudes viciosas que hacen imposible enfocar debidamente la acción humana: el fanatismo y
el cinismo. Lo que vamos a exponer ahora tiene que ver con ello. La primera observación que conviene
hacer es la siguiente: es ilusorio pensar que el hombre está siempre en una situación enteramente
favorable. Es muy indicativo el mismo hecho de que solidaridad, que es la manera polaca de salir de la
situación de sometimiento al imperio comunista, no pueda mantenerse, o se entienda como una fase
preparatoria de otro modo de organización que ellos llaman “normal”. La normalidad no es lo
enteramente felicitario: la situación del hombre en este mundo no está exenta de problemas. Sobre esto
hay abundante literatura. Una manera de entender al hombre es estudiarlo como un solucionador de
problemas. A esto se alude en el libro citado más arriba; en él se describe la desconfianza que hoy se
tiene en algunos de los procedimientos de resolver problemas que la ciencia ha utilizado en la Edad
Moderna, tal como la plantean algunos filósofos de la ciencia: Popper y sus discípulos. También se alude
a la crisis de las maneras de enfocar la organización social señalada por los sociólogos, sobre todo por
los últimos representantes de la Escuela de Frankfurt.
La aparición de problemas significa que algo en nosotros está en peligro; nuestra condición es ésa: no
estar exentos del peligro. Por eso tenemos que arbitrar e inventar procedimientos para hacerle frente.
La necesidad de solucionar los problemas surge de ahí. Por lo demás, sólo nos podemos proponer
objetivos de altura enfrentándonos con grandes dificultades. A esto se refieren los clásicos cuando
hablan de que el hombre tiene una tendencia que le permite afrontar lo arduo: el apetito irascible. No
todo lo que pretendemos está directamente a nuestro alcance; nuestra condición es problemática, nos
encontramos con adversarios, con factores de la realidad que no acceden a nuestras pretensiones o
proyectos: afortunadamente, habría que añadir, porque en otro caso seríamos muy perezosos. El
hombre se tensa en la dificultad según corresponda en cada circunstancia.
En especial, un directivo es un hombre que enfrenta problemas. Por eso, a veces el directivo no tiene
mucho éxito, si se considera el éxito de acuerdo con ciertos modelos que se proponen: un hombre al
que todo le ha ido bien, un triunfador. Muchas veces los directivos han de capear temporales, lo cual no
tiene menos mérito que lograr éxitos a corto plazo. En la misma medida en que uno se propone metas
grandes o, como decían los clásicos, se tiene grandeza de ánimo, los logros se hacen esperar. La
magnanimidad no se contenta con resultados mediocres por su calidad. Por ejemplo, ganar mucho
dinero es un objetivo mediocre. Hemos de repetirlo: ganar dinero es mediocre como objetivo. Otra cosa
es tomarlo como medio y no como objetivo; pero ello depende de la importancia relativa de nuestras
finalidades, de lo que consideramos logros terminales. Se puede ganar muchísimo dinero, pero eso no
es señal de que se alcancen grandes objetivos. Esto es frecuente hoy como consecuencia de ciertas
disfunciones en nuestra organización político-social. A veces los empresarios se dedican a fabricar
chucherías. Si se enriquecen fabricándolas, evidentemente su objetivo no es demasiado brillante. Sin
duda, es un asunto de opciones humanas. El que quiera jugar a ganar dinero fabricando caramelos, cosa
estupenda por otra parte, tiene en su mano la opción. Enriquecerse no es lo mismo que resolver bien
los problemas. El enriquecimiento es a veces consecuencia de la astucia o de ciertas condiciones
favorables: la buena suerte, la fortuna, como decían los antiguos.
Muchas veces nos hallamos en una coyuntura difícil, en la que no sabemos cómo movernos o en la que
los objetivos que intentamos no encuentran cooperación, o son socialmente aceptados en pequeña
medida. Si se quiere mantener un objetivo de alto bordo, no hay más remedio que armarse de paciencia
y formular planes a largo plazo.
Así pues, lo primero que conviene decir es esto: a veces los éxitos pueden hacer pensar que la condición
del hombre es habitar un mundo lleno de facilidades o de problemas rápidamente solubles. Pero la
realidad no es ésa. Puede inducir a engaño, por ejemplo, el enriquecerse en poco tiempo. Aunque esto
no resulte popular, de momento hay que sostenerlo, si bien luego veremos cómo esta observación se
engloba en una visión más general. Lo normal es justamente lo no enteramente favorable. Para decirlo
con Aristóteles, la mayoría de las veces (esto tiene un sentido casi universal) es característico del ser
humano que, para conseguir lo que se propone, si es valioso, haya de afrontar muchas dificultades.
El miedo aparece precisamente aquí. Desterrar el miedo no es humano. Lo que se ha de intentar hacer
es vencerlo, pero no eliminarlo. En muchos períodos de la vida es posible no tener miedo. Sin embargo,
en otras muchas ocasiones aparecen grandes peligros, que en el hombre sano se corresponden con el
miedo. Es humano tener miedo; lo que no es humano es temer al miedo; integrarlo hasta tal punto que
uno se convierta en miedoso. Lo que es trivial es también superficial (como los éxitos de poca calidad);
por eso al hombre no le viene mal pasar por fases de dificultad, pues entonces se desengaña, y se hace
mucho más capaz. Las situaciones fáciles suelen entontecer y ablandar, no son las apropiadas para el
directivo (si la acción directiva fuese fácil, no haría falta: las cosas saldrían solas). Si hay que dirigir, ello
se corresponde con que uno no es apático, ni se conforma con ir pasando el tiempo sin hacer nada, sin
innovar, sin crear. Para llevar a cabo alguna tarea grande se requiere aunar muchos esfuerzos y tensar
muchas potencias humanas.
Las épocas de crisis especialmente problemáticas tienen un efecto despertador. Se nota, sobre todo, en
que se recurre entonces a saberes que de otra manera no se tendrían en cuenta. Además las personas
entonces se desentumecen, se hacen más fértiles en recursos, como se dice de Ulises, que acomete una
tarea larga y difícil para reunirse con su mujer después de la guerra de Troya. Cuando los empresarios
no tienen más remedio que ocuparse de asuntos que en situaciones más fáciles no serían apremiantes,
han de incorporar al acervo de sus saberes, por lo pronto, dos cosas: el estudio de la economía y de la
sociología.
La penúltima generación de empresarios ha incorporado estas ciencias a sus conocimientos personales,
o a sus órganos consultivos. Los empresarios se encuentran, por ejemplo, con los sindicatos, que
pueden ser un elemento sumamente adverso, sobre todo si es preciso enfrentarse con una ideología
política que defienda la idea de “nacionalizar” las empresas, o si hay una gran carga impositiva o
tributaria. Se trata de problemas sobreañadidos que abruman a los viejos empresarios; a los más
jóvenes les resultan más fáciles, pero de cualquier modo son un sobrepeso respecto de gestiones
directivas anteriores, que tenían menos complicaciones. A principios de siglo, por ejemplo, el
presupuesto del estado español era una pequeña parte de la renta nacional; ahora es más del 40%. Las
cosas han cambiado. Antes a nadie se le ocurría nacionalizar, las expropiaciones eran excepcionales, etc.
Este es el primer gran bagaje de conocimientos que ha de incorporarse, y que resultaba ajeno a un
empresario tradicional. En cambio, el empresario de los años setenta tuvo necesariamente que
incorporarlo a su gestión.
En la última década la dirección de la empresa se ha complicado todavía más. Hoy se sabe que las dos
ciencias citadas pueden señalar una ruta equivocada para la acción directiva, porque hay un elemento
más fundamental, más radical, que apenas se ha tomado en cuenta, a saber, el ser humano mismo. Es
preciso conceder especial atención al ser humano porque es el primer agente económico. Como dice
Santiago García Echevarría, hoy se sabe que la macroeconomía no habla de economía real; la economía
real es una actividad humana, y la actividad humana corre inexorablemente a cargo de las
organizaciones, de la institución empresarial en la que se integran los agentes humanos. Por tanto, no
hay más remedio que ocuparse de antropología. La antropología es una ciencia sin la cual la sociología y
la economía pueden dar lugar a conclusiones equivocadas, o a una errónea manera de dirigir. En la
medida en que los problemas se agudizan, hay que ir más al fondo, porque sólo así se pueden afrontar.
De lo contrario las soluciones son mera cataplasma.
Un especialista japonés en management, Omahe, observa lo siguiente: para resolver un problema lo
primero que hace falta es formular el diagnóstico en términos digitales, de sí o no. Mientras no se haga
esto, las consideraciones son muy vagas y no se concreta el camino a seguir. Además, si la formulación
del problema se hace así, puede llegarse a la etiología, puede preguntarse el por qué, sin quedarse sólo
en los síntomas. Sólo si se escarba en los porqués, la solución puede llegarse a fundamentar bien, con
una base racional. Los clásicos expresaban esto diciendo que antes de tomar una decisión hay que
deliberar. El método que propone este autor japonés no es el único, pero siempre hay que empezar
planteando correctamente las dificultades.
En rigor, si llenamos la cabeza de un directivo con ideas acerca de derecho político, de estructuras
sociales, o de macroeconomía, puede llegar a una conclusión teórica o práctica equivocada, a saber, que
el hombre es un ser condicionado. La economía tiene unas leyes. Si pensamos que los hombres
obedecen por principio a esas leyes, concluiremos que las respuestas humanas están predeterminadas;
lo mismo ocurre si se toma la sociología como ciencia suficiente. Pero la verdad es lo contrario. Para
resolver un problema desde el punto de vista práctico, hay que pensar que el autor de la sociedad y el
agente económico es justamente el hombre, por lo cual tales condicionamientos son secundarios. La
economía es una forma de actividad humana; por tanto depende del ser humano cómo se comporten
los fenómenos económicos. Para tomar medidas, para responder a los problemas de una manera
adecuada, hay que tener en cuenta que el hombre no es un ser radicalmente condicionado, puesto que
es el autor de lo social y de lo económico.
Desde el punto de vista práctico, este enfoque da lugar a maneras distintas de tratar los asuntos y de
tomar decisiones. Desde el punto de vista teórico, quiere decir que no nos quedamos en la superficie,
que vamos ahondando, porque lo que acaba de decirse, a saber, que el hombre es el autor de lo
económico y lo social, es verdad en la misma medida en que el fondo del hombre se activa; en caso
contrario no es verdad. Si el hombre está empequeñecido, entumecido en sus resortes más íntimos y
radicales, entonces se hallará condicionado por lo económico y lo social. Ello ocurrirá si el hombre
carece de una interioridad suficientemente fuerte y se identifica con “la situación”. Pero si la tiene,
entonces es el autor y el factor en que hay que apoyarse para cambiar las cosas: es por tanto una
cuestión de profundidad.
Resaltemos el contraste entre las dos tesis: 1) el hombre es un ser condicionado por la sociedad y por la
economía; 2) el hombre es el autor de lo social y de lo económico. La primera es verdad si y sólo si el
hombre no tiene interioridad, si se interpreta a sí mismo desde las ciencias sociales y económicas. Eso
quiere decir que es menos libre, menos activo, que sus energías más primarias quedan desempleadas.
El hombre acepta, digámoslo así, convertirse en un ser superficial, porque sólo en segunda instancia el
hombre depende de lo social y de lo económico.
Conviene insistir que la primera tesis es cierta siempre que el hombre no se tome a sí mismo en serio
como persona. En cambio, si se acepta en serio como persona se dará cuenta de que su actuar no es el
resultado de las leyes de la sociología o de la economía, sino de su capacidad efusiva. Pero de esto sólo
se percata el hombre que se decide a ser; si no, tienen razón los que dicen que el hombre depende de un
fundamento — creado — exterior a sí mismo, lo cual es una petición de principio, pues es evidente que
hay sociedad porque el hombre es social y no al revés: lo a priori es el hombre.
Si deseamos estudiar filosóficamente la dirección no hay más remedio que tratar de sentar un orden de
importancia relativa. Todo depende, decimos, de la seriedad con que el hombre se tome a sí mismo. Si
acepta su dimensión espiritual, ha de concederle valor hegemónico. Además, como el espíritu se abre
hacia fuera, tiene lugar un proceso de realimentación que fortalece al espíritu mismo en la medida en
que actúa en sociedad. El hombre ejerce su autoría de modo propiamente humano cuando la aludida
realimentación le perfecciona a él y a su entorno.
Pues bien, para tratar del miedo es necesario tener en cuenta todo lo dicho. El miedo es un sentimiento
interior al hombre, que aparece en situaciones socioeconómicas adversas. Si el hombre no pudiera
resistir al miedo (el miedo es una espontaneidad condicionada: surge en el hombre ante la adversidad y
el peligro), si no fuera capaz de manejarlo, habría que aceptar la primera tesis.
El hombre es un solucionador de problemas. Pero es capaz de resolver problemas porque es capaz de
manejar su miedo, es decir, porque no está condicionado por lo que le amenaza (nótese que resolver
problemas comporta cambiar la coyuntura o la situación, o al menos hacerles frente). Manejar y vencer
el miedo es arduo; pero, por otra parte, si el hombre lo hace en virtud de su propia profundidad, en
atención a que él es más importante que las circunstancias sociales o económicas, sus objetivos serán
de mayor alcance. No es lo mismo, por ejemplo, conformarse con una modificación a mi favor de la
situación monetaria. Podría aceptarse que uno está condicionado por la economía, pero que
astutamente se sabe mover; que está condicionado en su actividad política, pero que con un poco de
halago, con un cambio de ideología mejorará su situación y continuará en el poder tras todas las crisis.
Pero estos serían objetivos muy cortos.
La tesis de que el hombre está condicionado conduce a aceptar que el único modo de resolver los
propios problemas es moverse con astucia, con ingenio, etc. Pero si llevamos la cuestión hasta el fondo,
aparecen objetivos diferentes: no se trata ya de sobrenadar o sobrevivir, según una postura de puro
adaptacionismo, sino de cambiar la situación, lo cual, repetimos, es arduo, y además se puede fracasar
en ello. Pero del otro modo el hombre está ciego para los grandes objetivos, no los considera posibles:
ni se le ocurren.
El directivo no tiene más remedio que ir pasando de lo puramente comercial a lo socioeconómico, y de
lo socioeconómico a lo antropológico, estableciendo una relación de fundamentación: primero, de lo
social respecto de su actividad empresarial y después, de su carácter de persona humana, de su calidad
de agente, respecto de lo socioeconómico. Esto es así justamente porque los problemas se agravan. Si
las cosas fueran menos difíciles, esta tarea de profundización no sería imprescindible. Lo que ocurre es
que la crisis actual es muy notable, porque cada vez estamos menos aislados y las interrelaciones
aumentan. Jürgens Habermas dice que estamos desbordados por la complejidad; respondemos a ella
con ideas sectoriales, especializadas —analíticas —. Al enfocarla así, la complejidad se hace
ingobernable.
Efectivamente, nuestra época se encuentra ante dificultades que se podrían resumir como una
inadecuación entre los procedimientos heredados para resolver los problemas y la nueva gravedad
característica de los problemas de un mundo interrelacionado, en el cual todo tiene que ver con todo:
un mundo sistémico. Durante muchos siglos el hombre no ha necesitado tener en cuenta la intensidad
de la interconexión de sus actividades. La percepción de la complejidad le produce miedo.
El miedo es la tendencia (acompañada de una perturbación anímica) del ser humano a huir del peligro.
El miedo se define así desde un punto de vista realista. El miedo no es sólo lo que uno siente (pavor
ante una situación de alarma, etc.). Lo característico del miedo es que da lugar a un tipo de conducta:
quitarse de en medio, no afrontar el peligro, enterrar la cabeza en la arena o salir huyendo. También
podría decirse que es la tendencia a no enfrentarse con lo arduo, porque el peligro muchas veces
consiste en que a uno se le pide más de lo que está dispuesto a hacer (salir de la comodidad, de la
rutina, de los procedimientos ensayados; se me pide esfuerzo inventivo y no estoy dispuesto a
prestarlo).
Enfocar así el miedo tiene varias ventajas. La primera es que se considera el miedo en la “normalidad”,
no en la “situación”. La segunda es que se entiende de una manera objetiva, y, además, en relación con
la acción humana. Se trata de una consideración práctica del miedo. La consideración meramente
anímica del miedo (ansiedad, latidos del corazón, etc.) no es tan importante para un hombre de acción.
El miedo es, por consiguiente, la tendencia humana a huir ante lo peligroso o a no enfrentarse con lo
arduo; es la tendencia a desistir. Cuando el hombre desiste, los clásicos dicen que se queda estupefacto.
El estupor se contrapone a la admiración; la admiración es el ser atraído por aquello que uno no
domina (se suele decir que la admiración es el principio de la filosofía); pero el estupor no es la
admiración, sino el no emplear la energía necesaria para afrontar una tarea seria. Si el miedo es
tendencia a desistir, el vencimiento del miedo es la actitud de resistir ante lo peligroso y lo arduo, si es
posible venciéndolo.
Si el miedo es esto, y si ante él adopto una actitud que lo ataja, si puedo no ceder a la tendencia a la
huida, es patente que la consideración del miedo me coloca en el orden de lo radical humano, en ese
plano según el cual se puede invertir la relación de dependencia entre lo socioeconómico y lo humano.
Teniendo esto en cuenta, podemos dar un paso más y preguntar: ¿Qué debe hacer el hombre ante el
miedo? ¿Qué es lo que está justificado hacer, teniendo en cuenta que el hombre no es un ser
condicionado? Ante el miedo se puede actuar de un triple modo. El primero, puesto de relieve por los
clásicos cuando estudian la virtud de la fortaleza, es el ataque. Atacar es lo que hace un soldado cuando
acomete al enemigo con la intención de derrotarlo. ¿Cuando está justificado atacar? Atacar es
característico del directivo: el directivo es un hombre de ataque, un hombre que emprende, que trata
de vencer las dificultades arrostrando riesgos. El ataque es característico de la fortaleza del empresario.
¿Cuando está justificado, preguntamos de nuevo, atacar? Cuando los recursos de que dispongo me
permiten razonablemente esperar que venceré el peligro, que lo haré desaparecer. Ponerse a resolver
el problema buscando una solución que lo supere en sus propios términos está justificado cuando uno
tiene recursos superiores a los quebrantos del entorno. El empresario está acostumbrado a eso: su
mentalidad es la de un hombre de ataque. Sin embargo, en situaciones críticas no es adecuado el
ataque, sino la resistencia. Muchas veces la fortaleza del empresario se mide por su capacidad de
aguante.
La primera manera de enfrentarse con el peligro es atacar; esto está justificado siempre que el peligro
no me desborde, siempre que tenga medios suficientes y el problema sea soluble. ¿Y cuando el
problema no es soluble porque no tengo recursos? Entonces hay que distinguir (los clásicos proponen
una distinción que a nuestro juicio debe ampliarse un poco): si el peligro afecta a mi interior, debo huir
(entendiendo por afectar a mi interior la lesión de los valores que considero más profundos y que están
más identificados conmigo mismo: que mi lealtad, mi honradez, mi veracidad, etc., no queden a salvo).
Si el peligro afecta sólo a algo de lo que yo me ocupo, entonces está justificado resistir en el supuesto de
que no pueda resolver la cuestión atacando.
Está justificado huir cuando el peligro me afecta de tal manera que, al no tener recursos para resolverlo,
me empequeñece, me degrada como ser humano; si el peligro es de esa índole, lo que hace un sujeto
activo es huir, debe huir, salvo que no gane nada con ello; si no gana nada huyendo, deberá, de nuevo,
resistir.
Antropología de la acción directiva
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  • 1. Antropología de la Acción Directiva. POLO, Leonardo; LLANO, Carlos. Madrid: Unión Editorial, 1997. Introducción Las tesis principales que se mantienen en este libro son dos. Según la primera, aunque la actividad productiva es distinta de la directiva, es menester entenderlas sin disociarlas y por tanto sin atribuir exclusivamente cada una de ellas a grupos sociales separados. Dicha disociación, que tiene un origen muy antiguo y no se ha resuelto todavía, es uno de los mayores inconvenientes para mejorar las organizaciones sociales. La segunda tesis sostiene que la más alta forma de conexión entre los hombres reside en el lenguaje y no en el dinero. Si alguna de estas dos tesis se desconoce o se rechaza, la ética es incapaz de penetrar en las actividades que desarrollan las empresas, y a lo sumo se superpone a ellas como un factor extrínseco y cosmético. Por eso, aunque nuestra intención no ha sido escribir un libro de ética empresarial, hemos procurado roturar el terreno de manera que la ética pueda arraigar en él. La mejor manera de evitar la disociación aludida es entender al hombre siguiendo el método sistémico y no limitarse al análisis, cuyo uso en las ciencias positivas es en principio legítimo. Sin embargo, para afrontar la complejidad de lo viviente y humano el análisis es del todo insuficiente, pues en el hombre todo está interconectado e interrelacionado. No tener en cuenta esto lleva a la proliferación de efectos perversos. Ahora bien, como la complejidad humana es teóricamente inagotable, el enfoque sistémico ha de permanecer siempre abierto y preparado para incluir los nuevos factores que aún no se han descubierto. Esta condición no suele respetarse debido al influjo de Hegel, que consagró la idea de sistema cerrado, y de cuyo influjo la sociología aún no ha logrado sustraerse en sus investigaciones. Así se pierde la fecundidad heurística del método propuesto y se suspende al final su sentido teleológico, que es, por cierto, propio del planteamiento de la sociología clásica. Es patente que el hombre no alcanza su fin último en la historia. De aquí que el sistema cerrado lleve consigo una precipitada culminación de la historia humana y, paralelamente, una identificación de la historia sagrada con la profana, inaceptable para el pensamiento católico. Asimismo conviene tener en cuenta que la acción productiva no es del mismo rango que la directiva. Mantener la tesis contraria conduce a la disipación de la dirección, como es característico del régimen totalitario. Esto lo hemos procurado poner de relieve en el capítulo segundo de este ensayo. La anulación de la dirección comporta el hundimiento de la eficacia productiva. Es éste un grave error organizativo que origina una inhibición de las iniciativas humanas, que pasan a ser dominadas por el miedo y la mentira. La fortaleza y la veracidad es el modo como los seres humanos pueden enfrentar estos dos vicios y superarlos. Admitido que la comunicación es el principal vínculo social, se dedican dos capítulos a estudiar su relación con la dirección. Ello aboca a una caracterización del mando y de la obediencia que se logra en gran parte acudiendo a tres observaciones aristotélicas contenidas en la Política. Las páginas dedicadas a su exposición son insistentes e incluso reiterativas, porque se trata de la cuestión central. No nos parece que lo que hemos planteado sea una utopía, sino que constituye un bien irrenunciable que
  • 2. debemos conquistar y uno de los desafíos más legítimos en la aurora de un nuevo milenio. Esto, por otra parte, se refleja en la abundante bibliografía que hay sobre estos asuntos. El último capítulo se ocupa de los llamados potenciales dinámicos de la empresa, que de suyo constituyen un sistema abierto. En suma, si se acepta el método sistémico, la estructuración del libro debe reflejarlo. Ese ha sido nuestro propósito y confiamos haberlo logrado. Capítulo I LA CUESTIÓN DEL MÉTODO LA COMPRENSIÓN DE LA REALIDAD HUMANA La antropología de la acción directiva se ocupa de los rasgos característicos de la dirección de hombres. No hay dirección de cosas; las cosas se administran, se gestionan, se hacen, se consumen. Dirigir es estrictamente dirigir a hombres. Por decirlo de alguna manera, es una relación intersubjetiva complicada y rica en matices, ya que el ser humano también lo es. Si no se tiene en cuenta esa complejidad, la dirección de hombres se hace unilateral, incide en el otro de una manera parcial y provoca efectos secundarios que se transforman muy fácilmente en efectos perversos. El ser humano, insistimos, está compuesto de muchas dimensiones, casi todas ellas dinámicas; está sumamente interrelacionado hacia fuera y por dentro. A diferencia de lo que ocurre con otros sistemas, en los cuales, si se modifica alguna de sus variables, a las restantes no les pasa nada (incluso teóricamente pueden omitirse), en el caso del hombre ocurre todo lo contrario. No es acertado tratar al hombre sólo analíticamente; si se enfoca así, se abren paso resultados imprevisibles, pues el ser humano no es analítico, sino sistémico u orgánico. El hombre no es una máquina. Una máquina puede ser tratada analíticamente — montarla y desmontarla —; el ser humano no. Una máquina es analizable, consta de muchas piezas que funcionan en coordinación, pero también pueden funcionar unas y dejar de funcionar otras. Además, se construyen y se despiezan. En la Edad Moderna domina el método del análisis. Se trata de una dirección del pensamiento que pone el énfasis en que de entrada encontramos realidades complejas que no dominamos (para Descartes éstas son las ideas confusas). Una realidad compleja consta de factores mezclados. Para la mente y la intención gestora o productiva del hombre, es éste un panorama incomprensible que impide desarrollar una acción bien dirigida. Por tanto, el ideal metódico consiste en destacar de entre estos factores aquellos que son pertinentes o relevantes (es ésta una terminología usada por los actuales analíticos): hay factores que se pueden despreciar; otros, en cambio, son factores clave. El hombre inteligente es el que sabe dividir y discernir la multitud de factores para fijarse en los importantes. Este modo de estudiar y de tratar las cosas materiales parece no ofrecer demasiados inconvenientes, pero a la larga sí los ofrece, pues no hay nada estrictamente simple, nada que al sufrir una modificación en una de sus partes conserve incólumes las demás. En cualquier caso, la noción analítica de pertinencia hay que usarla con prudencia. Cuando se trata del hombre, es desaconsejable, pues en él todos los factores son “lo pertinente”. Al hombre no se le puede hacer funcionar según una sola parte de su dotación dinámica. No se puede estimular ésta sin que otras no sean afectadas y tengan su respuesta peculiar, lo cual da lugar a resultados imprevisibles y normalmente contrarios a la intención del agente. Así se debilita el control sobre las organizaciones. Quizá pueda proseguirse durante cierto tiempo ese modo de proceder y usar al hombre, pero a medio plazo el sistema se estropea, o reacciona de manera rara: la acción de dirigir se enreda y cae en una situación en que se pierde toda posible orientación; es decir, se frustran los objetivos propuestos, pues hay que ponerse a arreglar o gestionar las respuestas que no habían sido tenidas en cuenta, que se vuelven entonces tan importantes que sin ocuparse de ellas no se puede alcanzar de ninguna manera el
  • 3. objetivo pretendido. Esto sucede, por ejemplo, en medicina, la cual, como todas las ciencias modernas, responde a un modelo analítico. El modelo analítico suele justificarse alegando que el hombre es incapaz de comprender o manejar todos los factores presentes: las realidades muy complejas escapan a nuestra comprensión y entonces no hay más remedio que elaborar un modelo reducido. Sin embargo, cuando se estudian las cosas de ese modo, aparecen necesariamente los efectos secundarios: no hay fármaco ni remedio que no los produzca; por eso en ocasiones el remedio es peor que la enfermedad. En otros casos sucede que el mismo sistema complejo que es el hombre toma a su cargo resolver las consecuencias perversas de los efectos secundarios. Muchas veces corre a cargo del propio organismo remediar los errores y limitaciones del tratamiento analítico de las enfermedades. Pero otras veces el organismo no lo hace, sino que protesta enérgicamente; y otras, en fin, entra en pérdida; se adapta, pero se adapta mal, inhibiéndose; al inhibirse, parece que el procedimiento analítico ha tenido éxito, pero lo cierto es que ha estropeado al sujeto, le ha quitado su capacidad de respuesta, lo ha empobrecido, y como consecuencia su rendimiento futuro es menor. Hay que sentar con claridad la siguiente tesis: un directivo no debe estropear a los hombres que dirige. Si la dirección comporta el deterioro de los dirigidos, tiene un sentido entrópico, y ello contradice su esencia. Es ilusorio decir que se dirige si no se conserva al menos el nivel de respuesta de los dirigidos a la acción directiva. Si ésta los estropea, es contraproducente desde el punto de vista social y del mismo directivo: en esas condiciones es imposible que un empresario conserve el régimen competitivo de su organización. En estas primeras páginas hemos de insistir un poco más en la cuestión del método. Hoy está de moda hablar de analítica del lenguaje. Pero respecto de ella hay que decir que el lenguaje tampoco es analizable sin pérdida de sentido y de significado: el lenguaje no consta de piezas sueltas ni accidentalmente conectadas. Pensarlo así es fruto de la manía metódica de confundir lo flexible con lo separable. El método analítico empezó a desbocarse en un pensador medieval llamado Guillermo de Ockham, quien proporciona el lema para este modo de enfocar teórica y prácticamente la realidad. Ockham estableció una máxima muy sana, pero que tal como la formula resulta unilateral, pues en los niveles teóricos profundos esa máxima no debe aplicarse como él la entiende. La máxima dice: No hay que multiplicar los entes sin necesidad. Esta es la famosa navaja de Ockham, un principio de economía teórica que oculta el hecho de que con frecuencia la multiplicación de entidades resulta imprescindible. Por ejemplo: un hombre aislado o único es inviable. ¿Qué diferencia hay entre el valor explicativo de la hipótesis de Ptolomeo y la de Copérnico? La ventaja que tiene Copérnico respeclo de Ptolomeo es que su hipótesis es más simple, no multiplica ni hace innecesariamente compleja la explicación. Sigue un criterio de sencillez, que muchas veces es un criterio de elegancia: la huida de explicaciones excesivamente largas o barrocas. Este criterio opera a lo largo de toda la Edad Moderna. Naturalmente, hay pensadores que se dan cuenta de que es insuficiente e intentan un planteamiento mejor; por ejemplo, Hegel. En efecto, el pensar sintético de Hegel obedece a una percepción clara de las limitaciones del análisis. Las cosas y las ideas no pueden tratarse divididas, por partes; es menester su comprensión global. La verdad es el todo, dice Hegel. Es el lema antiockhamista de su filosofía. Las rectificaciones omniabarcantes están con frecuencia mal orientadas, aunque obedezcan a una aguda percepción de las deficiencias del análisis: el análisis es imprescindible, pero no podemos atenernos sólo a él. Prescindiendo aquí de una exposición histórico-filosófica, diremos que el criterio analítico pasa desde Ockham a la ciencia a través de Galileo y Newton. Nótese que en la mecánica racional la noción primaria es la de “condición inicial”: todo se debe a condiciones iniciales. Si las conocemos, y establecemos las leyes y ecuaciones de los procesos cuya causa está en esas condiciones
  • 4. iniciales, entonces podremos conocer y prever, cumpliremos los objetivos de dominio que la ciencia moderna comporta: saber para prever; prever para poder. Sin embargo, cuando se medita un poco sobre las condiciones iniciales, la conclusión a la que se llega — los estadísticos la explicarán mejor — es la siguiente: ¿Cuáles son las condiciones iniciales? ¿Solamente las que hemos tenido en cuenta, o hay otras? Si las hay, aumentemos la consideración de las condiciones iniciales: si decimos que todas son relevantes, conviene no olvidarse de ninguna, porque ellas son las causas de los procesos. Pero este razonamiento choca con una dificultad insuperable: cuando se trata de ampliar el número de las condiciones iniciales consideradas, no se puede formular ningún sistema de ecuaciones con solución definida. Aparece entonces lo que los estadísticos llaman “el ruido blanco”, noción formulada en 1912 por Slutaky, un estadístico ruso. Además, las condiciones iniciales no siempre son fijas; esto introduce una complicación adicional de gran alcance. Hemos de preguntar si podemos estar científicamente seguros acerca de cómo van a suceder las cosas. ¿Somos capaces de hacer previsiones válidas teniendo en cuenta sólo unas pocas condiciones iniciales? Además, ¿qué criterio existe para saber si las condiciones iniciales tenidas en cuenta son realmente las más importantes? No lo sabemos. Hay un factor de arbitrariedad en la elección de ellas. Para eliminar ese factor sería necesario que fuéramos capaces de una penetración intuitiva en la realidad suficiente para discernir la importancia relativa de las condiciones iniciales. Sin embargo, el hombre no posee esa penetración[1]. Cuando se tiene un panorama a la vista, en presente, quizá sea posible señalar lo que es pertinente y lo que no. Pero cuando se trata de una consideración dinámica, es inevitable preguntar cuáles son los factores causales primarios que derivan del pasado y explican predictivamente el proceso. Lo cierto es que no lo sabemos; no tenemos ningún criterio para decir cuáles son los realmente pertinentes. Esta es una de las razones por las que el modelo analítico está hoy en crisis. Pero no es necesario insistir más. Consideramos importantes estos asuntos porque nos interesa el estudio de los métodos con que logramos el conocimiento teórico. Pero ahora nos ocupamos de antropología. En antropología hay que sostener lo siguiente: el hombre es un sistema complejo interrelacionado. Para entender un sistema complejo interrelacionado no basta aplicar el método analítico; es menester completarlo. Hemos de ver en el hombre la mayor cantidad de factores posibles y encontrar las relaciones de coherencia o compatibilidad que los vinculan. Es menester asimismo ampliar constantemente el número de factores considerados. Es éste un método empleado ya en una obra de antropología titulada Quién es el hombre[2]. Aquí volvemos a usarlo. 1. El problema de las condiciones iniciales es una cuestión central de la ciencia actual. Sin embargo, un filósofo debe advertir que la noción de causa física no se reduce a la de condición inicial, pues ésta es subsidiaria del planteamiento analítico. 2. Polo, L., ¿Quién es el Hombre?, Rialp, Madrid 1991. Vistas las limitaciones del método analítico, si no somos capaces de entender al hombre en toda su complejidad, el único método que tenemos para estudiarlo sería tratar de sentar la pluralidad de los rasgos humanos (lo cual de momento sería analítico) y ver después cómo se relacionan. Si entendemos cómo se relacionan, logramos una comprensión que en terminología aristotélica se llama epagógica y en terminología moderna cabría llamar planteamiento sistémico. Es una visión que tendremos que ir ampliando, porque nunca habremos considerado suficientes factores. Tampoco tenemos penetración para ver hasta qué punto se relacionan unos con otros, pero sí para ir construyendo, por así decir, un modelo interrelacional que puede enriquecerse. De esta manera explicamos, aunque no la agotemos, la complejidad humana. En el libro citado se propone por ejemplo algo epagógico y bastante abierto a la intuición: ¿de qué le serviría al hombre tener lenguaje, ser capaz de hablar, si no tuviera manos? En principio, puede parecer que las manos y el lenguaje no tienen nada que ver entre sí: las manos son unas extremidades no
  • 5. especializadas, y el lenguaje es un sonido articulado, depositario de un significado. Pero sin manos el lenguaje no es útil para la vida y las manos sin lenguaje tampoco. Hay entre ambos vinculaciones de sentido. Si se van acumulando observaciones se llega a una comprensión acertada, que siempre puede completarse. Me parece la línea más adecuada para enfocar como conviene el estudio del hombre: un ser sumamente complejo constituido por muchos factores no sueltos sino influyentes entre sí: desde fuera no puede interferirse en uno sin que los otros sean afectados. La conducta humana no es una mera relación de estímulo-respuesta. Considerada como respuesta, está integrada por una multitud de factores que no están desencadenados por el estímulo, sino que son aportados por el propio modo de ser del hombre. Este planteamiento, insistimos, siempre es ampliable. J. Lejeune aporta un dato coherente con lo que decimos. Se trata de un dato sobre el ojo humano. Es una observación a la que sacó mucho partido. Hay ojos brillantes y ojos sin brillo. ¿A qué se debe esa diferencia? Sencillamente, a cómo esté abierta la pupila: si la pupila está muy cerrada, los ojos tienen menos brillo y si está más abierta son chispeantes. Pero la pupila se abre más o menos en condiciones no ente ramente dependientes de la luz o la oscuridad ambiental, sino más bien de la alegría del sujeto (parece que esto tiene relación con el sistema simpático y parasimpático). Cuando una persona está alegre, le brillan los ojos; cuando no, su mirar es apagado. Es otro factor a tener en cuenta, y tiene que ver con la expresividad: fijémonos en el rostro humano. Si nuestra cabeza fuera de otra manera (como la de un cuadrúpedo), entonces seríamos incapaces de pensar, tendríamos un cerebro distinto (nuestra masa cerebral es mayor que la del animal) y careceríamos de rostro. Además, no podríamos hablar ni tampoco tendríamos manos. Todos estos caracteres no son casualmente coincidentes en el ser humano. Todos ellos tienen una sistematicidad interna en virtud de la cual un factor no tiene sentido si no es en relación con otros. ¿De qué le servirían al hombre las manos si no pudiera hablar? Las manos están libres de la función de andar (el hombre no es cuadrúpedo). Al quedar libres (es una observación muy antigua), las manos se hacen potenciales y son aptas para ser usadas con gran flexibilidad: la mano es el instrumento de los instrumentos; así se define desde Aristóteles. Precisamente porque la mano es un órgano potencial es actualizable de muchísimas maneras: con la mano se puede empuñar una espada, se puede tocar el violín, el piano, gesticular, etc. El hombre con sus manos puede hacer una enorme cantidad de cosas: el trabajo tiene que ver ante todo con las manos. ¿Pero de qué le serviría al hombre tener manos si no tuviese capacidad lingüística (una capacidad no compatible con el hocico)? Si el hombre no pudiera hablar, no podría emitir órdenes, y las manos no servirían para nada: las manos son utilizables en la misma medida en que se actualizan a través de órdenes, de instrucciones. Y también al revés: sin las manos, el lenguaje no serviría para la vida práctica. En definitiva, el hombre tiene manos y lenguaje por una misma razón biológica: porque es bípedo. Ser bípedo implica una modificación de la columna vertebral, de la forma de la cabeza, la aparición de la potencialidad de la mano. Al bípedo se le achata la cara, aparece el rostro, y con el rostro la expresividad: una vaca no es expresiva; ser expresivo es ser rostrado; en la expresividad intervienen los ojos, como observa Lejeune. Con los ojos el hombre puede expresar alegría o indiferencia. Esa expresión es inmediata, no lingüística, no se hace a través de la voz, pero puede unirse a ella. Todo ello está relacionado. En el mito de Prometeo narrado en el Protágoras de Platón encontramos la misma idea. El cuerpo humano es incompleto, no está acabado. Platón pone en boca de Protágoras esta historia: los dioses proporcionan a los titanes Prometeo y Epimeteo una gran cantidad de caracteres y propiedades, y les encargan que con ellos hagan seres vivientes. Epimeteo, que es el titán directamente encargado de la tarea, construye una gran cantidad de animales espléndidos. Al final le quedan unos cuantos caracteres, y acude a Prometeo: con estas cualidades el ser que voy a producir es inviable. Prometeo le dice: combínalos como puedas y yo te traeré una propiedad que los dioses no nos han entregado, con la cual ese ser imperfecto será efectivamente viable. Prometeo roba la chispa divina, la inteligencia. El hombre es un ser viable, en cuanto que somáticamente inacabado, precisamente porque es inteligente, porque
  • 6. tiene logos. Como hemos dicho, la mano es imperfecta si se considera en relación a la garra o la pezuña. Justamente, su potencialidad utilizable se actualiza instrumentalmente desde el valor dominante del logos. El logos juega también como clave de la antropología de Arnold Gehlen. Esta observación ha sido repetida por muchos pensadores. Tomás de Aquino la recoge; también la escolástica española, sobre todo Sánchez Sedeño. Vuelve a aparecer en Heidegger; los primeros capítulos de Ser y Tiempo están dedicados al estudio de la practicidad. El hombre corpóreamente es incompleto, interminado, como dice Platón, y por eso no puede vivir sólo como ser corpóreo; necesita la inteligencia. Por eso, desde el punto de vista de su organización corpórea, que todo tenga que ver con todo significa un aprovechamiento, una activación regida y unificada por la razón. Así se hacen posibles realizaciones de otro modo inasequibles. La imperfección del cuerpo humano tiene un carácter positivo, porque sólo respecto de un cuerpo potencial la inteligencia tiene algo que hacer. He aquí un esbozo de comprensión unitaria, no analítica, del ser humano. No digo que el análisis esté de más: el hombre tiene que recurrir a él porque de entrada no tiene una comprensión total. Platón propone lo que él llama la visión sinóptica; lo mismo dice Aristóteles: un hombre muy inteligente entiende muchas cosas con una sola idea. En definitiva, la pluralización de ideas es señal de limitación cognoscitiva; la multiplicación de ideas comporta la necesidad de recurrir al análisis. Tomás de Aquino hace la misma observación (también Fichte y Hegel). Sinopsis significa visión global. Eso no quiere decir que Platón no utilice el análisis; de entrada lo tenemos que utilizar, pero luego hemos de lograr lo que Platón llama la koinonía, es decir, entender cómo tienen que ver unas ideas con otras. A veces koinonía se traduce por participación, pero mejor sería traducirla por comunicación: las ideas se comunican, son coherentes entre sí; el que encuentra la coherencia entre las ideas logra una visión más amplia. En definitiva, para estudiar el ser humano es menester el método sistémico, el ver las partes de manera unitaria o, como dice Fichte, con un solo golpe de vista. También los asuntos de la vida humana han de enfocarse de esa manera. Así lo exige la influencia de la inteligencia en la vida práctica. Expondremos sumariamente esta temática. La inteligencia humana se puede describir como una instancia que abre un hiato entre la tendencia a actuar y la acción misma. En ese hiato está incluida la planificación. Ocuparse de un plano equivale a enfrentarse con algo ideal. Corresponde a la inteligencia la capacidad de mantenerse ante una idea para después pasar a la acción, que se desarrolla de acuerdo con ella. Representarse lo que se va a hacer es previo a la acción. El hombre posee posibilidades de acción que son proyectivas. Una cosa es la aptitud intraespecífica de un animal para hacer un instrumento y otra la planificación del instrumento. La primera es una potencialidad natural; la segunda, el plano, está en un nivel, la idea, que no es natural porque es irreal, intencional. Por tanto, en el hombre se registra algo más que una desespecialización desde el punto de vista de los instintos o de las tendencias animales, pues la inteligencia es la pura suspensión de toda tendencia. El ser capaz de mantenerse ante una mera representación es más que una naturaleza: es un ser personal abierto al presente y al futuro. Como es claro, para innovar hace falta planificar; de otro modo se avanza muy poco: sólo caben variaciones de lo mismo, pero no se pueden dar saltos cualitativos en las cosas que se producen. Quede claro que el hombre es sapiens faber, y no sólo faber. Olvidarlo es un error de funestas consecuencias. Estamos considerando dimensiones del vivir humano que a fuerza de obvias se pasan por alto. Para que exista una cadena de montaje, alguien ha tenido que planificarla. El planificador es un homo sapiens, pero utiliza al trabajador como mero faber, es decir, como si sólo tuviera capacidades naturales: como ser específico, no como persona. Esta observación quizá parezca muy cruda, pero llama la atención sobre asuntos que conviene tomar en serio.
  • 7. El hiato que sienta la inteligencia al adelantarse a la práctica permite fabricar instrumentos con instrumentos. Es lo que suele llamarse tecnología de segundo nivel. Así empieza a mostrarse el carácter sistémico del mundo producido por el hombre. La tecnología de segundo nivel tiene mucho que ver con el desarrollo del lenguaje. También se suelen distinguir dos niveles de lenguaje. El primero es la emisión de una serie de señales significativas de tipo específico (algunas de ellas requieren cierto aprendizaje dentro de la especie). Los animales más próximos al hombre utilizan bastantes señales vinculadas al anuncio de un peligro, etc. Son exclamaciones surgidas de un estado de ánimo, captadas y aprendidas por los otros individuos, pero no son el lenguaje de segundo nivel propio del hombre. El lenguaje que hablamos nosotros tiene una significación ideal convencional que remite a la realidad sin salir de sí mismo, es decir, sustituyéndola de acuerdo con un desarrollo propio. Los mensajes que transmite el lenguaje humano desencadenan al ser escuchados conductas también lingüísticas. En el animal no se da este tipo de lenguaje: más bien lo que hay es la emisión de gruñidos que no abren la posibilidad de una discusión. El carácter dialogante del lenguaje de segundo nivel es posible porque admite una réplica también hablada. Por eso, cuando se pretende dirigir a otros de modo autoritario se está desaprovechando la virtualidad del lenguaje humano y se desciende al primer nivel del lenguaje. Actuamos muchas veces por debajo de las posibilidades que poseemos, de manera reductiva, lo cual implica una degradación cualitativa. Renunciamos así a la correlación dinámica que hace posibles los cambios en interacción: por ejemplo, los cambios de opinión a partir de mejores razones enunciadas por el otro. La lógica surge como arte para dialogar. Se parte de que los hombres dialogan, lo cual no es una mera comunicación unilateral. El animal es esporádicamente comunicativo, pero el lenguaje humano no sirve simplemente para que otros se enteren; eso es importante pero no suficiente. El lenguaje existe para que los hombres aduzcan argumentos y contraargumentos; para ese juego hay que establecer reglas. Al emplearlo en su segundo nivel, el lenguaje no sirve sólo ya para la comunicación. En el diálogo lo que uno dice enlaza con lo que dice el otro de una manera sistemática. Evidentemente una cosa es que un animal emita un gruñido y agreda al que desatiende el aviso, y otra muy diversa el lenguaje dialógico que se apoya en la pluralidad de interlocuciones y las desarrolla. El hombre no se limita a comunicar, porque el lenguaje es intersubjetivo. La discusión puede darse en distintos ámbitos; hay ámbitos especiales de discusión. Sin embargo, el diálogo es característico de la entera vida humana. Por tanto, el lenguaje implica la comunicación y permite la conexión de locuciones procedentes de fuentes diversas. No se puede explicar la aparición del lenguaje de segundo orden desde el de primer orden, porque éste es el lenguaje de la especie, y aquél es usado por personas para hablar entre ellas: sólo así tiene razón de ser. El salto de lo personal por encima de la especie no se explica desde el despliegue somático. Como ya dijimos, antes de desencadenar su conducta, el hombre se detiene y aparece el elemento cognoscitivo. Una acción que surge del conocimiento, y un conocimiento que suspende la acción, van más allá de lo puramente animal, porque en el animal el conocimiento está incrustado en la dinámica natural: no es más que una fase de su comportamiento. En cambio, el conocimiento humano no es una fase de la conducta sino una suspensión de ella, en cuya virtud es posible una conducta nueva. Si esto no se tiene en cuenta, no cabe explicar la técnica de segundo nivel, ni la aparición del lenguaje de segundo orden. Efectivamente, el hombre piensa proyectos y toma decisiones; el hombre decide porque es capaz de contemplar anticipadamente el fin y, por tanto, de tratar con medios. El hombre es el único ser para el que la noción de medio tiene valor formal. El animal ejerce medios, pero no capta la razón de medio. Captar la razón de medio es correlativo con el conocimiento del fin. Pero todavía hay más: captar la razón de medio permite la constitución de un mundo. La técnica de segundo nivel no se cifra tan sólo en
  • 8. construir instrumentos con instrumentos, sino en poner unos en relación con los otros. Ello equivale a decir que no existe un medio aislado, sino que la noción de medio es sistémica. ¿En qué reside la constitución de un mundo humano? El hombre es un ser en el mundo (Heidegger); el hombre tiene mundo, eso está a la vista. En una ciudad no hay nada meramente natural, sino calzadas, semáforos, casas, iluminación eléctrica, etc. El hombre ha sustituido a la naturaleza. Es el habitante de su propio mundo, un mundo que ha hecho él. El mundo es un sistema, un plexo de medios. Cada instrumento humano remite a otro. El martillo remite al clavo: el martillo es para clavar, el clavo para ensamblar; al ensamblar hacemos una mesa; la mesa es para escribir, etc. El instrumento en su ser mismo se constituye en virtud de la referencia a otros, como el lenguaje se constituye como lenguaje en el diálogo. El instrumento no se automatiza como instrumento; es como complexión, como remitencia a otros. Y esto el hombre lo descubre. ¿Cómo hacer un automóvil si las piezas no se ajustan, si las piezas no son para las piezas? Un automóvil tiene aproximadamente 4.500 piezas y todas ellas están conectadas. Lo anterior implica que el hombre es la medida de las cosas que hace. A ese tipo de cosas los griegos las llamaban prágmata. Aristóteles aborda el tema de manera directa: llama posesión (héxis) a este fenómeno interconectivo y lo concibe como una característica propia del cuerpo humano, la capacidad de adscribirse cosas y de relacionarlas. El martillo es instrumento de instrumento no sólo porque ha sido hecho con otro instrumento, sino también porque es en conexión con otro: el martillo es instrumento para clavar. Clavar un clavo no es un comportamiento automático, porque hay que calcular el golpe y corregir la desviación cambiando su dirección. La acción de clavar un clavo está dirigida. El animal no sabe realizarla, porque no sabe correlacionar utensilios. Pero la correlación se da en el mundo humano. Una habitación es una correlación de utensilios. En ella hay una silla, y la silla es para sentarse; la silla se relaciona con la mesa y ésta es para colocar encima papeles o poner un vaso de agua. La mesa del profesor está aquí porque los alumnos están allí; se habla cara a cara. La orientación de las mesas, las luces, la pizarra: todo eso constituye un plexo. También las ventanas están orientadas respecto del sol. Las calles son para andar y para que circulen los automóviles. Los semáforos tienen un valor simbólico: si está rojo hay que detenerse, porque es preciso organizar el tráfico. Y hay circulación porque hay que ir de un sitio a otro. Las casas están junto a las calles, y si podemos, aparcamos lo más cerca posible de nuestro portal. La desespecialización biológica del hombre da lugar a la construcción de un mundo. Y ese mundo es sistémico. Si unas cosas no remitieran a otras, sería imposible la economía. Lo que el mundo tiene de económico requiere la interconexión; si la cosa que compro no se relaciona con otras que tengo, no me serviría de nada. Sin máquinas el petróleo no es utilizable. En el plexo cabe el intercambio, un sistema de asignaciones según el cual se puede vender y comprar. Vender y comprar se fundan en el hecho de que el hombre construye plexos. Sin una organización medial (cada vez más grande) no habría economía, ni empresa. No habitaríamos, sino que poblaríamos las estepas o los bosques. Quítesele al hombre un mundo ya hecho: volverá a hacer otro o perecerá. Un mundo es un todo conectado internamente. Gran parte de nuestra vida práctica consiste en mantener activo nuestro mundo y aprovecharlo. Para el hombre los puntos de referencia globales son significativos: para el animal no. Desde este punto de vista el animal es un selector. Lo que no tiene que ver con su capacidad específica de adaptación, no existe para él. Von Uexkull pone el ejemplo de la garrapata, un animal que tiene tres sentidos rudimentarios. Lo que no cae bajo esos tres sentidos no existe para ella. Las sensaciones visuales de la garrapata le permiten distinguir lo más claro de lo más oscuro (lo claro es lo de arriba y lo oscuro lo de abajo; por eso la garrapata sube y baja); además, tiene una sensibilidad olfativa según la cual puede percibir algunos olores; y finalmente una sensación de calor. El comportamiento de la garrapata está articulado por estos sentidos. La garrapata se sube a un arbusto porque distingue lo claro de lo oscuro; cuando huele a una oveja se suelta de la rama y si cae en ella le chupa la sangre caliente. Si su desprenderse de la rama no ha tenido éxito, vuelve a subir y espera a que pase otra oveja. Esta es la triste vida de una garrapata.
  • 9. El hombre no es una garrapata, aunque hay que reconocer que la metamorfosis de Kafka es una parábola profunda, porque el hombre se transforma en una cucaracha si nadie le hace caso. El hombre está llamado a la vida social porque es dialógico y el mundo que organiza es un mundo común. Un hombre aislado, marginado, no pertenece al plexo. Nadie le llama a formar parte de la complejidad de los asuntos humanos, y ello le empobrece como existente, porque le priva de autoría en orden a un mundo que se caracteriza por la interrelación. A partir de la observación de estas características humanas básicas (la inteligencia, la capacidad comunicativa y dialogante, la técnica de segundo nivel), hemos puesto de manifiesto la complejidad sistémica de su mundo. Ahora hemos de resaltar que ese mundo no es estable. Más que cosas, el hombre hace remitencias que para mantenerse han de estar investidas de dinamismo. Por eso es tan importante el utensilio: es utensilio en la acción, en el uso; el martillo es al martillear. Ese carácter activo no admite descuidos, pero se presta a abusos. El comportamiento animal está finalizado por la especie. En cambio, la acción práctica humana construye mundos cuyo carácter sistémico no siempre es respetado. Por eso la organización del mundo humano afecta a las distintas dimensiones del hombre, mejorándolas o estropeándolas. Hemos aludido a los inconvenientes de la marginación. Pero también se ha de evitar que el hombre quede atrapado por un mundo. El hombre atrapado es el que se limita a cumplir roles, el que se inserta en el plexo sin reparar que es un conjunto de medios. El mundo humano sólo existe si es activado. La activación es el empleo de la acción humana: si la acción humana lo desasiste, el mundo se desvanece. El hombre tiene que ejercer su acción respecto del plexo para darle existencia, pero si se reduce a ello, queda atrapado por su mundo. Por tanto, lo primero que tiene que asegurar la organización del mundo es la conservación de la libertad personal respecto de él y en él; el hombre no puede agotarse en su uso del mundo. Desde este punto de vista, el hombre es un ser histórico. El mundo humano es susceptible de cambios. El signo de nuestro existir, su destino, o como se le quiera llamar, es el reforzamiento de la dignidad de la persona. La evolución es como una preparación para la aparición del ser espiritual. El ser espiritual produce un mundo, y ahí es donde juega su batalla. El peligro no consiste ahora en el hecho de que los leones se coman a los hombres; ese problema está resuelto: ningún león tiene nada que hacer frente a una ametralladora. Pero el hombre puede sucumbir dentro de su mundo. Piénsese en la guerra: las ametralladoras han matado muchos más seres humanos que fieras. Se habla con justificada preocupación del hambre en el mundo, pero hay otra omisión tan grave como ésta, y que existe en los países en que el hombre está bien alimentado: la incomprensión del mundo en que se vive. En otras épocas el hombre, aunque sometido a serias dificultades, sabía lo que tenía que hacer, estaba integrado en su mundo. Esto puede producir nostalgia (los nacionalismos en gran parte responden a esa nostalgia). Sin embargo, con ello no se resuelve la cuestión, porque se trata de comprender un mundo cuya complejidad ha aumentado. El destino del hombre podría ser la catástrofe debido a la incomprensión de la complejidad creciente del mundo: esa posibilidad está abierta. Sin embargo, también está abierta la contraria. En la historia han sucedido grandes calamidades que la humanidad ha aguantado y no le han impedido reanudar su marcha. Hoy percibimos el riesgo de deshumanización de forma muy aparatosa: pero la línea positiva está clara. El carácter de constructor de plexos mediales va acompañado de otra organización peculiar del ser humano: la familia. La familia significa lo siguiente: en primer lugar, una adscripción duradera, no reducida al apareamiento, en la que el hombre se constituye como proveedor y la mujer como cuidadora de la prole. Ello está vinculado a otra característica humana (todo en el hombre es sistémico): su nacimiento prematuro. Cuando el hombre nace es menos viable que cualquier animal (si exceptuamos los pájaros, que siguen una estrategia reproductora semejante, llamada nidificación). La familia es una institución que permite el paso de lo natural al mundo. Por eso cumple una misión educadora básica.
  • 10. El nacimiento prematuro del hombre posee un notable sentido. Por lo pronto, significa que el feto humano emplea más tiempo en desarrollarse que el de otros animales. Hay una urgencia mayor en la embriogénesis de otras especies que en la nuestra. Pero esto no es todo, porque, además, cuando el ser humano nace no es viable. Ello se debe a la complicación de las neuronas libres, cuya organización requiere muchos años. El desarrollo de las conexiones neuronales exige un aprendizaje creciente después del nacimiento. En una protocultura la incorporación al estado adulto tiene lugar hacia los 12 ó 13 años; en la cultura occidental a los 18 años, que es la edad en la cual el ser humano se considera socialmente maduro (aunque solamente para algunos cometidos). El mundo humano está vinculado a estos sucesos genéticos. Por esto hay escuelas y universidades: el hombre necesita, por así decir, una formación permanente. Si relacionamos todas estas observaciones, nos daremos cuenta de la importancia educativa de la familia. La idea de que los niños pueden ser educados fuera de la familia es un error; el papel educativo del padre y de la madre no es sustituible. La familia hace posible el desarrollo del hombre desde su nacimiento hasta su incorporación al mundo. Si esto se omite, el mundo se desencuaderna. Suele pensarse que un país es próspero porque en él se trabaja duro y se usa una tecnología punta. Sí, pero todo ello depende de que se forme a las personas; de lo contrario, la prosperidad no se sostiene. Una sociedad que padece la crisis de la familia compromete su futuro. La incorporación de las nuevas generaciones es la condición del vector de la historia. El hombre es un ser bastante precario: con una ametralladora puede con un león, pero en el momento en que cae en una visión reducida de sí mismo compromete su viabilidad, porque es un ser extraordinariamente complicado. Capítulo II LA ANULACIÓN DE LA DIRECCIÓN LA NOCIÓN POLACA DE SITUACIÓN En el capítulo anterior hemos comenzado con una discusión sobre el método válido para afrontar el estudio del hombre. Pero para tratar de la temática propia de la antropología de la dirección es conveniente considerar primero aquella situación en la cual la dirección se anula, y a partir de ella contemplar el proceso con el que se recuperan sus caracteres, de tal manera que, al coordinarlos de manera epagógica o sinóptica, se alcance a comprender lo que es la dirección de hombres. Partir de la anulación de la dirección no es un mero expediente teórico o una hipótesis de trabajo. Contamos con un proceso de destrucción, una involución profunda de la acción directiva. Se trata de una experiencia que tenemos a mano. Nos la proporciona el régimen comunista. El desarrollo de nuestra exposición será éste: procuraremos ir sacando a relucir los distintos aspectos de la dirección a partir de su completa corrupción. En el libro citado más arriba también se procede así: primero se sientan las grandes dificultades con las que se encuentra hoy el hombre, lo aporético de las organizaciones, la insuficiencia actual de los procedimientos de resolución de problemas que el hombre ha empleado últimamente y que hoy se encuentran en crisis. Desde ahí se intenta la construcción de una antropología sistémica aportando nuevos factores, que se pueden ampliar mucho más. Aquí procederemos de manera semejante: vamos a analizar una situación muy próxima a nosotros en el tiempo, en la cual la dirección se anuló: lo ocurrido en la Europa del Este. Esta anulación de la dirección nos proporciona un caso sobresaliente de vacío de organización. Es posible describir a qué obedece, ver cuáles son los ingredientes primarios de que está compuesta la dirección. Su corrupción afecta a toda la organización social y humana, y cierra la posibilidad de mirar al futuro según un proyecto viable.
  • 11. Una serie de pensadores rusos y polacos se han ocupado del asunto para entender qué les ha pasado. Entre los autores rusos, algunos escritos de Solzhenitsin se refieren a los grandes agravios a la dignidad humana que infería el sistema totalitario. De una manera más directa, más pegada al terreno, Sajarov ha escrito algunas observaciones sobre la psicología de la juventud rusa estudiosa; él era profesor de física teórica y conocía a sus estudiantes. Sajarov escribió unas cartas a Breznhev sobre la ambigüedad que sufrían sus jóvenes estudiantes de física ante la incompatibilidad entre su adoctrinamiento marxista y la mecánica relativista. Los inconvenientes de tal dualidad no eran sólo teóricos, sino también éticos. Hay otra sorprendente escritora a la que no es fácil de seguir a lo largo de sus sucesivos libros. Aunque recorrer su complicada evolución espiritual nos llevaría lejos, sus libros contienen observaciones que tienen mucho que ver con lo que aquí nos interesa. Se trata de Tatiana Gorichteva. Finalmente, son de destacar una serie de reflexiones de filósofos polacos, sobre todo de las universidades de Varsovia y Cracovia, entre los cuales se encuentran Tychner, Grygiel, y el pensamiento del propio cardenal Wojtyla. Vamos a describir la situación tal como la han visto los polacos: qué conciencia han adquirido de lo que les pasó desde que los rusos ocuparon el país. Vamos a tratar de revivir la experiencia y la conceptualización que de ella han hecho los polacos; lo ilustraremos con las observaciones de Sajarov. Como es sabido, en la Universidad de Varsovia el estudio del lenguaje, la lingüística (no la filosofía analítica) es uno de los temas más cultivados. Lo primero que han hecho estos pensadores es dar un nombre, buscar una palabra suficientemente abarcante que recogiera su experiencia. Esta palabra, dicen ellos, es la palabra “situación”. Cuando se refieren a la Polonia sometida bajo la denominación comunista hablan de la situación. Para ellos la palabra connota varias cosas. La primera es que, tratándose de la situación, no se sabe cuándo se va a salir de ella: la situación comporta cierta desesperación. La situación, que es desgraciada, es también desesperada porque es la situación; no deja entrever ni siquiera imaginativamente cómo salir de ella: estamos instalados en ella, y, sobre todo, esta instalación es definitiva. ¿Cómo podríamos cambiarla? En la misma formulación de la palabra se muestra que no se sabe cuándo desaparecerá. El término tiene una significación global: es la situación polaca, Polonia en o como la situación. No se sabe cuándo terminará; más aún, ni siquiera se sabe qué querría decir que termine, es decir, el modo de salir de ella. Si enfocamos el asunto de una manera trivial, podría decirse que cualquier situación histórica desaparece porque es transitoria: llega un momento en que pasa o es sustituida por otra. Pero si no se trata sólo de la situación en la que uno se encuentra, sino de aquella en la que uno participa, entonces esa mutación es imposible: no se puede salir de la situación si uno mismo se ha hecho situación, si uno mismo la alimenta porque él mismo la es. La situación no es algo externo, sino que cada uno la ha interiorizado: ella ha penetrado en el hombre y constituye a la sociedad. Por tanto, el mero cambio de coyuntura es demasiado somero, no sería verdaderamente un cambio de la situación. Dicho cambio habría de ser una profunda rectificación interior, un librarse de una situación que no es algo impuesto desde fuera, sino que ha calado en el hombre y ha llegado a determinarlo. Este es el sentido de una situación de la que no sabemos cómo liberarnos. No se trata sólo de que los rusos no se vayan a ir, cosa que en los años 60 parecía cierta. Tampoco se trata de un cambio de régimen político: si la situación somos nosotros, esto no basta. La desesperación que comporta la situación hay que referirla a su interiorización. Ahora bien, ¿de qué manera se interioriza una situación que comporta desesperación? La situación vista así es la esencia del totalitarismo; la situación es el totalitarismo. Tratemos de ver qué experiencia del totalitarismo autoriza a llamarlo situación, en el sentido que hemos empezado a exponer. Conviene insistir: la situación no es una mera circunstancia exterior, sino que la tenemos dentro. Eso es lo que desespera. El totalitarismo no es una mera dictadura o un régimen
  • 12. personal autocrático que puede someter a una población mediante medidas represivas que coartan la libertad sin destruirla. La diferencia entre una dictadura y el totalitarismo es que el totalitarismo cala. Lo decisivo es que uno no se puede desprender de la situación porque ha hecho propios los factores que la constituyen. Esos factores son el miedo y la mentira. Un hombre definido por la situación vive en un régimen psicológico de miedo-pánico y ha interiorizado la mentira. No es el simple miedo a una medida despótica, sino algo más: me he hecho miedoso, me he acobardado, no me atrevo a nada. Pero no sólo yo, sino que el miedo se ha establecido en general[1]. 1. Sobre el miedo y la mentira en relación con la dirección de las empresas, cfr. Llano, C., El empresario y su mundo, McGraw Hill, 1991. Si el miedo ha sido interiorizado, si es situacional en este sentido, no necesita ser despertado por algo por constante terror. Para instalar el miedo pueden hacer falta unas medidas muy duras, establecer en una primera fase un régimen tiránico, de prohibiciones y suplicios. Pero si el miedo ha sido interiorizado, entonces ya no hace falta el terror. La gran astucia del régimen totalitario estriba en sumir al hombre en una situación de miedo. A partir de ahí, la amenaza, los castigos, pueden aligerarse, porque se ha logrado hacer a la gente miedosa (lo que es algo más que un reflejo condicionado). Por su parte, ¿qué significa la mentira situacional? Que uno ha llegado a interiorizar la situación de tal manera que aunque vea algo blanco dice que es negro. Esta transmutación de la perspectiva se produce de forma casi automática. Con otras palabras, la negación de la evidencia viene de dentro; la mentira se interioriza, justamente porque es una mentira vivida; no es una mentira simplemente emitida sabiendo que se emite. Cuando uno se ha hecho mentiroso ya no ve la realidad tal como es, sino que la ve deformada. ¿Cómo logra el régimen totalitario que el hombre viva en situación de mentira? Por una absolutización de la propaganda, es decir, por una tarea educativa insistente en la cual una serie de consignas e interpretaciones de la realidad son inculcadas hasta tal punto que se apoderan de uno. Entonces la realidad se ve teñida de entrada, el sujeto se asoma a ella desde la propaganda incorporada. Cuando la ideología ha calado la realidad se ve con anteojeras. En el planteamiento de Marx, la ideología es un reflejo fantástico, un elemento superestructural en que se vierten de una manera simbólica los intereses de clase. Dicho de otro modo, en el sistema marxista la ideología es un segregado secundario que está en desacuerdo con la realidad básica, es decir, con los procesos según los cuales el hombre asegura las condiciones objetivas de su existencia. En cambio, según la entienden los pensadores polacos, la ideología se ha imbuido en la situación, no ha surgido de ella, sino que se ha metido dentro; no es un reflejo fantástico a interpretar por un psiquiatra. Lo que acontece aquí es que el hombre la ha incorporado a su manera de ser. No es un reflejo imaginario, sino un ingrediente existencial tal que (aunque haya intereses subterráneos enmascarados) anula la capacidad de buscar la verdad. En la situación la mentira ha calado hasta el fondo, y se ha transformado en un modo de estar en la situación. En definitiva, la situación consiste en existir en términos de miedo y mentira. La mentira es producida por la propaganda; pero también llega un momento en que no hace falta que ésta sea obsesiva, porque si la ideología ya se ha aceptado completamente, no es menester seguir reclamando el convencimiento. El marxismo es una doctrina tan pobre que para ser verdad es menester que los hombres se acepten en los términos en que ella se lo propone. La verdad del marxismo es ontológicamente una mentira porque sólo es verdad si es aceptada, es decir, si acepto que soy incurablemente miserable en términos materiales, tal como la doctrina marxista me propone. La única manera de que el marxismo pueda ser interiorizado, dado que el marxismo es una filosofía de la miseria, es que uno se considere miserable, en sus propios términos. Así pues, del modo de aceptar el marxismo depende su verdad. En suma, la condición de la verdad del marxismo es la mentira, porque no soy miserable, en los términos propuestos por Marx. Si me acepto como miserable, verifico el marxismo. Si no me acepto, no lo verifico, y entonces su pretendida verdad se anula.
  • 13. Esto es lo que ocurre con toda doctrina antropológica falsa, ideología o llámese como se quiera. Si el hombre se ve a sí mismo de una manera falsa, está haciendo verdad la mentira. Si alguien enuncia que el hombre es de una manera que no es, y otro lo admite y adapta su comportamiento a ese enunciado, entonces existencialmente, con su vida, le da la razón (a costa de hacerse a sí mismo mentira)[2]. 2. Dicho directamente: la verdad de un planteamiento antropológico sólo es posible si no depende constitutivamente, radicalmente, de su aceptación. No cabe que el hombre se dote únicamente desde sí de verdad, porque el hombre es un ser creado. Con todo, el hombre está obligado a realizar su propia verdad; si omite esa obligación, se falsea. El peculiar juego de la verdad y la mentira en el hombre se debe a ello. La situación no afecta solamente a los sometidos, sino que de ella participan exactamente igual los dirigentes, con lo que la función de dirigir se anula: si a un hombre se le ha hecho mentiroso y miedoso, no es posible dirigirlo; en todo caso, se le podrá tratar como a un caballo: castigarlo, proponerle placebos, etc., pero no responderá como hombre. La culminación de la consideración de la situación es que el miedo y la mentira afectan también a la clase dirigente: el miedo es la característica primaria de un miembro de la burocracia comunista. Piénsese en la mentalidad de los dirigentes del partido, para poner un ejemplo, ante la muerte de Stalin: puro miedo. Poco después ocurrió lo mismo con Beria, que era el jefe de la KGB. En un régimen totalitario no se puede ser dirigente si no se está metido en la misma situación de miedo de los dirigidos. Por esta razón, en rigor, tampoco se dirige: no es que se encuentre con indirigibles, sino que tampoco existe capacidad de dirigir. Es un corolario de la descripción que hacen los filósofos polacos. Y también pasa lo mismo con la mentira: los dirigentes se dedican a mentir como sistema de gobierno. Si los dirigentes creen en su propia propaganda, ya viven en la mentira. Pero si no creen en ella y la divulgan, también mienten: en cualquier caso, están en la situación de mentira. Un antecedente platónico de esto es la descripción del tirano de la República: el tirano es un directivo que se ha vuelto loco porque ve peligros por todas partes. Hay un miedo enfermizo, o no tan enfermizo, a perder el puesto, a que le lleven a Siberia, a que lo liquiden: hay un miedo total por parte de la dirección. La dirección no se escapa del miedo. Pero entonces no es ya dirección. Lo peor que le puede pasar a un directivo es que se ponga nervioso, es decir, que instaure una atmósfera de alarma en la que él mismo se incluya. Por eso dicen los pensadores polacos que la palabra situación significa que el régimen totalitario lo ha teñido todo. La situación consiste en la peculiar complicación de todos en las características propias de este sistema: el miedo y la mentira. De aquí se deduce inmediatamente una conclusión: el miedo y la mentira rompen la vida social, aíslan a los seres humanos. El miedo y la mentira hacen absolutamente imposible la confianza. ¿Cómo puedo fiarme de alguien si yo miento y él miente? ¿Cómo puedo confiar en alguien si yo tengo miedo y él tiene miedo? ¿Cómo puede confiar en nadie un miedoso craso y un mentiroso integral? No puede: se aísla. La vida social está teñida de hipocresía; el miedoso y el embustero, socialmente, son hipócritas. Si alguna vez se les ocurre algo que está fuera de la situación, no se lo pueden decir a nadie, porque los otros también están en la situación y lo podrían denunciar. La situación tiene una serie de resortes que consisten en que quien no esté de acuerdo con ella, queda excluido; la situación lo margina. Esto es lo que Sajarov pone a la vista: estamos haciendo jóvenes mentirosos, hipócritas, porque están aquí, después de pasar un examen que pretende asegurar su fidelidad a un partido en el que no creen, y sólo se han sometido a él para acceder al estudio de la física de Einstein, por otra parte oficialmente proscrita, puesto que es una física burguesa. Cuando la mentira se ha hecho parte de uno mismo, nunca se dirá la verdad, nunca se confiará en nadie. Así se rompe el tejido social. Esto también lo señala Platón: el régimen tiránico es una unidad disgregada internamente, o negativamente sistémica.
  • 14. Pero todavía hay un rasgo más. Una parte de la ideologización es la libertad: el ciudadano tiene que considerarse libre, lo cual en la situación es mentira. Aparece entonces una versión inevitable de la libertad: libertad es lo mismo que necesidad; yo soy necesariamente libre. El primero que lo formuló en estos términos fue Espinosa y, siguiendo sus pasos, Hegel: la libertad es el conocimiento de la necesidad. Pero el conocimiento de la necesidad no tiene nada que ver con la libertad; por eso, en cuanto uno se plantea si se puede salir de la situación, identifica la libertad con la necesidad y surge la desesperación: no hay procedimiento para salir. La misma desesperación está tergiversada por esta interpretación de la libertad. Tal tergiversación es inherente a la situación. Como vemos, en su misma desintegración, cada uno de los términos remite a los demás. También a su modo la destrucción de la actividad directiva y de la capacidad de ser dirigido es sistémica, pues exige todos estos factores, que envían los unos a los otros: el que tiene miedo vive la libertad como necesidad (es anancástico, diría un psiquiatra). Empleamos el procedimiento de poner las cosas en negativo para llegar después a lo positivo: así iremos planteando los caracteres propios y sistemáticos de una dirección verdadera. El intento de comprensión de estos filósofos, y también de algunos historiadores polacos, ha contribuido a perfilar cómo acontece la anulación de la dirección. Con el miedo como situación espiritual, un miedo que atenaza constantemente, que no es sólo una vivencia psicológica sino un estado del alma, y con una tergiversación permanente de la verdad, la dirección es imposible. Podemos confiar en la descripción de la situación que hacen los filósofos polacos porque la han vivido, y algunos de ellos como dirigentes comunistas. En el fondo esta experiencia es también recogida por el cardenal Wojtyla, que es otro cualificado testigo. Las dos frases más importantes con las que inaugura su pontificado aluden directamente a los dos componentes de la situación. Una de sus expresiones más repetidas era justamente ésta: “No tengáis miedo”; es una recomendación que adquiere gran fuerza si se tiene en cuenta, entre otras cosas, el hecho de que para salir de la situación hay que quitarse el miedo, ese miedo metido dentro que anula la capacidad humana de acometer proyectos y abrirse a la esperanza; el miedo atenaza, constriñe. Otra sentencia que el Papa utiliza muchas veces es: “La verdad os hará libres”. La frase previene contra la mentira, el segundo ingrediente de la situación. El mentiroso no es libre; la libertad no es la mera aceptación de la necesidad, sino la profundización en la verdad. Prescindiendo ahora de lo que en estas frases haya de mensaje dirigido a los cristianos, la insistencia del Papa (un polaco que ha meditado profundamente en la situación) constituye una comprobación de los factores que definen la situación, a la vez que señalan la clave para salir de ella: no tener miedo, ser libres en la verdad. Los pensadores polacos dicen que a partir de 1981 se produjo un cambio en la situación. Eso quiere decir que hubo un movimiento protagonizado por polacos que intentó superar tanto el miedo como la mentira. A este movimiento lo llaman ellos, que son tan cuidadosos en encontrar palabras a las que adscribir un significado muy preciso, “solidaridad”. La solidaridad es el modo de salir de la situación. Este movimiento no ha tenido importancia en otros países del Este. A los polacos les gusta presentarse a sí mismos como gente un poco especial. Nietzsche decía que su personalidad era tan extraña porque él tenía sangre polaca. Pero en cualquier caso, es cierto que en Polonia se realizó un experimento para salir de la situación. Este experimento se llama solidaridad y es genuinamente polaco. Inmediatamente añaden que el modo que descubrieron para salir de la situación, la solidaridad, no puede continuar indefinidamente. Por solidaridad no hay que entender solamente un sindicato, o un movimiento obrero. Aunque se concrete en ello, se trata de una categoría que permite comprender un momento histórico y sus fases. Solidaridad significa la pérdida del miedo al poner como objetivo actuar a favor de los demás: la recuperación de la colaboración. La colaboración (imposible en un régimen de mentira y miedo) es un despertar del espíritu que requiere para comenzar pensar en los demás (si centro mi interés en los
  • 15. otros, me libro del miedo — no me importa lo que me pueda pasar —, y de la mentira — sólo se puede intentar favorecer a los demás si el intento es verdadero, sincero —). Una de las características de las primeras huelgas polacas, que eran una protesta y una manifestación de libertad frente a la situación, fue que con ellas no se pretendía proteger los propios intereses, sino los intereses de los demás (las huelgas que se hacían en los altos hornos de una región reclamaban el cese de abusos que afectaban a los habitantes de Varsovia, etc.). Así pues, solidaridad es una toma de conciencia muy profunda de que el miedo y la mentira se vencen en términos de generosidad pura. Esto es lo que ha significado, y como se ha vivido y entendido solidaridad. No se trata sólo de las aventuras de Lech Walesa, sino del modo de encontrar la verdad y la confianza: si antes no nos fiábamos de nadie, vamos a jugar a favor de los otros, vamos a excedernos a favor de ellos; sólo así se borra la situación en tanto que nos afecta por dentro. Pero desde el punto de vista organizativo, solidaridad no era suficiente. Si se la ve con categorías de organización, se aprecia un modo de aunar esfuerzos, pero que no es institucional ni dotado de una estabilidad comparable a la situación. La familia, la empresa, la universidad, son instituciones sociales. Solidaridad no tiene ese carácter; es un modo de vivir, no una categoría sociológica-formal; no es propiamente una institución. Por eso a algunos les ha parecido un tanto caótica, o formada por gente muy diversa. Por ejemplo, ciertas campañas de desintoxicación de la propaganda ideológica las llevaron a cabo intelectuales ateos, personas de muy variado tipo, dando conferencias sobre autores occidentales en iglesias, que eran los únicos locales disponibles para ello. Quizá lo anterior resulte extraño, cosas que se hacen en un estado de necesidad o que se le ocurren a gente de una vitalidad muy emotiva, muy eslava (al parecer los eslavos son así), pero sin que haya un fondo racional o se instaure con ello una organización. Pero éste es sólo un aspecto de la coyuntura de la sociedad polaca. En los años 80 se diluyó el partido comunista polaco: la gente lo abandonó, los militantes dejaron de serlo. Por ejemplo, dejaron de salir algunos periódicos oficialistas porque los redactores rompieron el carnet y se marcharon. Es decir, la situación se disolvió incluso desde el punto de vista de los jefes, que la abandonaron igualmente. Por tanto, la situación fue, por una parte, superada por el movimiento solidaridad, pero, por otra, entró en crisis. De esta manera se desmantela la estructura organizativa del país y aparece un vacío de poder. La eliminación de la situación no comportaba una nueva organización, sino que el doble movimiento de salida de la situación llevaba consigo el cese de la organización social. El movimiento solidaridad no estaba destinado a instaurarla. Fue algo así como Fuenteovejuna, todos a una saliéndose del sistema: más que atacándolo, vomitándolo fuera de sí. La única estructura que permaneció fue la Iglesia; el episcopado polaco asumió funciones de apoyo sin las cuales quizá Polonia hubiera caído en un caos social. Se mantuvo un residuo organizativo sin el cual, por ejemplo, Jaruzelski no hubiera podido mandar de la forma en que lo hizo: llenando un vacío de poder de forma casi nominal, y tratando de evitar la intervención soviética. Los polacos están orgullosos de solidaridad porque no se ha dado algo parecido en ninguno de los países totalitarios del Este. Pero solidaridad no se puede mantener. Los pensadores polacos lo dicen así: solidaridad no es la “normalidad”. Con esta otra palabra quieren decir que la organización social es imprescindible, y que si se rechaza una forma de organización, es preciso instaurar otra. Solidaridad no era la normalidad; solidaridad, dicen, era una utopía (entendiendo por utopía la aspiración a un ideal social sin saber con qué medios se alcanza. En rigor, solidaridad es la manera extrema de llevar a cabo la salida de la situación: apostar por los intereses ajenos). El modo como se ha salido del totalitarismo en Rusia, que no es el polaco, adopta en Tatiana Goritcheva la forma de un desprecio de todo. La única manera de librarnos de la situación, según esta autora, algo así como una ascética total, cercana al cinismo (recuérdese que el cinismo fue un movimiento fundado por Diógenes, un griego que vivía en un tonel y rechazaba toda forma de cultura, toda construcción humana: el hombre es una naturaleza desnuda. Esta es la formulación griega del cinismo). Tatiana
  • 16. Goritcheva entiende que el cinismo es la forma de salir de la situación que conviene a Rusia: el desprecio del mundo. No se trata de un asunto meramente literario, porque esta mujer ha apostado su vida por ello: un quedarse reducido a la pura pobreza humana, haciendo una especie de purga, tanto del prestigio humano que postula el marxismo como del orgullo de Occidente. Es un reducirse al hombre puro y nudo. Se trata de una postura ambivalente, porque puede parecerse a la de San Francisco de Asís, un asceta cristiano, o ser un simple anarquismo que rompe con todo vínculo social porque piensa que dichos vínculos no son naturales y que la cultura humana debe humillarse (en El Idiota de Dostoievski también hay un personaje que refleja esta postura). Solidaridad no es, obviamente, el cinismo de Goritcheva, pero, de cualquier modo, ambos coinciden en no ser sostenibles a la larga. Por eso dicen los polacos que solidaridad no es la normalidad. No hay más remedio que establecer límites, pensar en una nueva organización. En cuanto se piensa en una nueva organización aparece el problema de las atribuciones: cada uno tiene su puesto en ella y ha de funcionar de acuerdo con unos cometidos. Sin embargo, al estudiar cómo ciertas personas han concienciado lo que llaman situación y cómo han querido salir de ella, nos encontramos con muchos asuntos pensados en otras épocas por distintos autores, lo cual indica que ello no obedece a una curiosa o extraña característica de los eslavos o de gente con reacciones muy emotivas. No es así. Solidaridad responde a la condición humana, y, por tanto, nos interpela también a nosotros. Los autores polacos dicen que solidaridad fue un momento brillante de su existencia. Fueron generosos, y así eliminaron el miedo interior: la situación se derrumbó. Eso no ha pasado del mismo modo en los restantes países del Este. Exceptuando Rumania, en ellos la situación se ha hundido por implosión. Pragmáticamente, el régimen totalitario se ha mostrado inviable, como una forma de organización sumamente defectuosa. Según parece, los países occidentales están mejor organizados. Con todo, hay que preguntar si su organización es mejorable. Si lo es, hay que reconocer que el miedo y la mentira no han sido suficientemente desterrados en ellos. Tenemos pues: la situación, la solidaridad y la normalidad. ¿En qué consiste la normalidad? No lo saben. ¿La normalidad es simplemente adaptarse a la organización occidental? No. ¿La normalidad es una especie de social-democracia, un colectivismo democrático no totalitario? Tampoco. Se percibe en seguida que no es eso. A los polacos, a los alemanes orientales y a los rusos les pasa lo mismo: son refractarios a la organización occidental, porque se dan cuenta de que es muy dura, exige mucho e implica una ética de la responsabilidad. La ética de la responsabilidad se basa en un cierto cálculo: hay que pensar en las consecuencias, hay que gestionar los asuntos sociales y hay que competir. ¿Pero cómo se consigue eso? Ellos no lo saben, y no todos están dispuestos a caer en el cinismo, en la indiferencia valorativa de la cultura. El “no tengáis miedo” del Papa no equivale a la impavidez del que lo desprecia todo, y asiste inactivo a lo que pasa. Esto lo llamaríamos ahora pasotismo. Pero es claro que nos enfrentamos con problemas sin haber encontrado su solución. El peculiar racionalismo empirista y analítico que se suele usar en occidente provoca más problemas de los que resuelve. Conviene estar atentos a las circunstancias de los países del Este, pues sin duda influyen en Europa. Los polacos distinguen la normalidad de la solidaridad. En cuanto se empieza a organizar el país, la gente ya no piensa sólo en el prójimo, sino también en sus intereses. Solidaridad se queda atrás. Ahora bien, quizás este diagnóstico no sea del todo exacto, puesto que, como hemos dicho, no aciertan a describir exactamente qué sea la normalidad. Seguramente, a nosotros nos ocurre lo mismo. Con otras palabras, la perplejidad de los polacos acerca de lo que es una organización correcta no nos debe extrañar. Por el contrario, nos afecta profundamente. Como expresa el dicho latino, nada humano se debe considerar como ajeno. Si describiéramos la situación directiva en que se encuentran las tribus africanas, también nos encontraríamos con disfunciones, que, por ser tan peculiares, tendemos a
  • 17. considerar como “cosas” de los africanos. Pero los africanos son hombres, aunque su cultura sea distinta de la nuestra. Algo semejante les acontece a los árabes. Nos percatamos en seguida de las aporías de su organización social y de su modo de dirigir; con todo, el mundo árabe es otro gran sector de la humanidad. ¿Podemos considerarnos exentos de esas dificultades? Nosotros somos europeos, miembros de sociedades democráticas, actuamos dentro de una organización que funciona. Ello nos inclina a prestar una consideración conmiserativa a esas otras gentes, y a tratar de ayudarles a salir de la ineficacia en que están sumidas. Sin embargo, con ser importante, esta actitud es parcial, porque nos hace olvidar que también nosotros hemos de cambiar. Los polacos añaden una importante observación: solidaridad fue el intento de librarse de la situación, de darle la vuelta. Solidaridad no es ni miedo ni mentira, porque es generosidad pura. Pero cuando buscamos la normalidad, no sabemos en qué consiste porque la experiencia de la situación (aquí está la observación importante) nos hace desconfiar de nosotros. El carácter utópico de solidaridad se debe a que es atreverse demasiado; solamente si fuéramos enteramente puros, como ángeles, podríamos vivir permanentemente de esa manera. Pero no somos ángeles, puesto que hemos estado en la situación. Aunque la superemos, la situación es una muestra de nuestra fragilidad. Nos hemos librado de ella, pero precisamente porque la hemos sido, no somos enteramente capaces de solidaridad; mejor dicho, si queremos ser enteramente solidarios, tenemos que contar con el peligro de no serlo. Lo contrario sería un insensato acto de osadía. Es un argumento curioso, pero muy interesante e intensamente humano. Tendremos que hacer un esfuerzo continuo para llevar a cabo de una manera ordinaria lo que fue solidaridad, porque hemos de tener en cuenta que siempre es posible que aparezcan elementos de la situación. No hemos excluido enteramente el miedo porque lo hemos sido; no hemos desterrado enteramente la mentira porque la hicimos nuestra; por tanto, hemos de reconocer que en nosotros se alberga su posibilidad. Nuestra verdad es un poco más complicada que el librarse de la mentira; nuestra verdad consiste en saber que podemos librarnos de la mentira pero que la mentira nos amenaza siempre. Por consiguiente, la situación y la normalidad no están enteramente separadas, no se distinguen netamente, porque la segunda alberga, al menos en cierta medida, los elementos de la primera. Justamente por ello, no sabemos en qué consiste la normalidad. La normalidad pura sería el no volver a recaer en la situación al instaurar una organización social eficazmente gestionada. Pero es imposible lograrlo de una vez por todas. Los polacos han dedicado mucho tiempo a pensar esas decisivas nociones y creemos que su pensamiento es atendible. Ahora hemos de plantear una pregunta obvia. ¿De qué manera tiene que ver un directivo occidental con el miedo y la mentira? En general, ¿en qué medida el miedo interior y la mentira han calado en la cultura de occidente? Es patente que en el mundo de los negocios la mentira existe; decir la verdad no se vive del todo en las actividades de las empresas. Por su parte, el miedo no es extraño al capitalista: en la dinámica del capital se observa la influencia del miedo. El miedo se manifiesta en la huida (algunos polacos, si hubieran podido, se hubieran marchado; otros muchos estimaban que proceder a la fuga equivalía a traicionar al país). Pero el capital es fugitivo: en cuanto aparece la menor apretura, sale corriendo. No basta hablar de mercado de capitales; ha de añadirse que en él impera el miedo. Habrá que hacer las distinciones necesarias para formular el tema con cierto rigor, pero las preguntas planteadas deben recibir respuesta. No podemos considerar la experiencia polaca como un testimonio válido tan sólo para países sometidos a un régimen totalitario. En ellos, ciertamente, la situación ha terminado, y ha sido seguida por un vacío de organización, de poder, verdaderamente notable. Pero ¿cómo se ejerce el poder en occidente? Puede ser aleccionador para nosotros examinar este punto. Para ello se requiere tomar en serio los componentes humanos de la empresa, es decir, meditar sobre la relación entre empresa y humanismo (humanismo: nada humano nos es ajeno). Dando un paso más, hay que decir que humanismo no significa que tengamos que simpatizar con los europeos del Este porque también son hombres, sino porque a cualquiera le puede suceder lo que ellos
  • 18. han averiguado. Piénsese en el llamado síndrome de Estocolmo. Como se sabe, ciertos secuestrados sufren psicológicamente una transformación de acuerdo con la cual caen en la mentira por miedo: tienden a considerar que sus raptores tienen razón. Hay que plantear las siguientes preguntas: ¿Hasta qué punto ser empresario es compatible con el miedo? ¿Cómo tiene que tratar el empresario el miedo? ¿Un empresario es exactamente un capitalista? ¿Y la mentira? ¿Qué es la empresa como fenómeno comunicativo? No es evidente que la empresa, como organización humana, sea tan sólo una estructura comunicativa: pero una empresa no se puede organizar más que desde la comunicación. Encontrar la respuesta de las preguntas que se acaban de formular, es entrar de lleno en la antropología de la dirección. Capítulo III LOS MIEDOS DEL DIRECTIVO Dijimos que la situación es algo así como un conjunto de circunstancias englobables en una unidad, por cuanto está dominada por el miedo y la mentira y da lugar a la desaparición de la acción directiva. La condición para que una actividad humana marche adelante es la confianza entre las personas. Lo que se suele llamar el trabajo en grupo, la división del trabajo y la coordinación de los distintos agentes, es imposible en la situación; por tanto, la resultante es la ineficacia. De la situación polaca mana la esterilidad. Ahora tenemos que ver, colocándonos en nuestro contexto occidental, cómo la dirección se relaciona con el miedo y la mentira. Esto último es un asunto complejo, pues evitar la mentira de que hablamos no es simplemente no engañar, o algo semejante. Hay dos actitudes viciosas que hacen imposible enfocar debidamente la acción humana: el fanatismo y el cinismo. Lo que vamos a exponer ahora tiene que ver con ello. La primera observación que conviene hacer es la siguiente: es ilusorio pensar que el hombre está siempre en una situación enteramente favorable. Es muy indicativo el mismo hecho de que solidaridad, que es la manera polaca de salir de la situación de sometimiento al imperio comunista, no pueda mantenerse, o se entienda como una fase preparatoria de otro modo de organización que ellos llaman “normal”. La normalidad no es lo enteramente felicitario: la situación del hombre en este mundo no está exenta de problemas. Sobre esto hay abundante literatura. Una manera de entender al hombre es estudiarlo como un solucionador de problemas. A esto se alude en el libro citado más arriba; en él se describe la desconfianza que hoy se tiene en algunos de los procedimientos de resolver problemas que la ciencia ha utilizado en la Edad Moderna, tal como la plantean algunos filósofos de la ciencia: Popper y sus discípulos. También se alude a la crisis de las maneras de enfocar la organización social señalada por los sociólogos, sobre todo por los últimos representantes de la Escuela de Frankfurt. La aparición de problemas significa que algo en nosotros está en peligro; nuestra condición es ésa: no estar exentos del peligro. Por eso tenemos que arbitrar e inventar procedimientos para hacerle frente. La necesidad de solucionar los problemas surge de ahí. Por lo demás, sólo nos podemos proponer objetivos de altura enfrentándonos con grandes dificultades. A esto se refieren los clásicos cuando hablan de que el hombre tiene una tendencia que le permite afrontar lo arduo: el apetito irascible. No todo lo que pretendemos está directamente a nuestro alcance; nuestra condición es problemática, nos encontramos con adversarios, con factores de la realidad que no acceden a nuestras pretensiones o proyectos: afortunadamente, habría que añadir, porque en otro caso seríamos muy perezosos. El hombre se tensa en la dificultad según corresponda en cada circunstancia. En especial, un directivo es un hombre que enfrenta problemas. Por eso, a veces el directivo no tiene mucho éxito, si se considera el éxito de acuerdo con ciertos modelos que se proponen: un hombre al que todo le ha ido bien, un triunfador. Muchas veces los directivos han de capear temporales, lo cual no tiene menos mérito que lograr éxitos a corto plazo. En la misma medida en que uno se propone metas grandes o, como decían los clásicos, se tiene grandeza de ánimo, los logros se hacen esperar. La
  • 19. magnanimidad no se contenta con resultados mediocres por su calidad. Por ejemplo, ganar mucho dinero es un objetivo mediocre. Hemos de repetirlo: ganar dinero es mediocre como objetivo. Otra cosa es tomarlo como medio y no como objetivo; pero ello depende de la importancia relativa de nuestras finalidades, de lo que consideramos logros terminales. Se puede ganar muchísimo dinero, pero eso no es señal de que se alcancen grandes objetivos. Esto es frecuente hoy como consecuencia de ciertas disfunciones en nuestra organización político-social. A veces los empresarios se dedican a fabricar chucherías. Si se enriquecen fabricándolas, evidentemente su objetivo no es demasiado brillante. Sin duda, es un asunto de opciones humanas. El que quiera jugar a ganar dinero fabricando caramelos, cosa estupenda por otra parte, tiene en su mano la opción. Enriquecerse no es lo mismo que resolver bien los problemas. El enriquecimiento es a veces consecuencia de la astucia o de ciertas condiciones favorables: la buena suerte, la fortuna, como decían los antiguos. Muchas veces nos hallamos en una coyuntura difícil, en la que no sabemos cómo movernos o en la que los objetivos que intentamos no encuentran cooperación, o son socialmente aceptados en pequeña medida. Si se quiere mantener un objetivo de alto bordo, no hay más remedio que armarse de paciencia y formular planes a largo plazo. Así pues, lo primero que conviene decir es esto: a veces los éxitos pueden hacer pensar que la condición del hombre es habitar un mundo lleno de facilidades o de problemas rápidamente solubles. Pero la realidad no es ésa. Puede inducir a engaño, por ejemplo, el enriquecerse en poco tiempo. Aunque esto no resulte popular, de momento hay que sostenerlo, si bien luego veremos cómo esta observación se engloba en una visión más general. Lo normal es justamente lo no enteramente favorable. Para decirlo con Aristóteles, la mayoría de las veces (esto tiene un sentido casi universal) es característico del ser humano que, para conseguir lo que se propone, si es valioso, haya de afrontar muchas dificultades. El miedo aparece precisamente aquí. Desterrar el miedo no es humano. Lo que se ha de intentar hacer es vencerlo, pero no eliminarlo. En muchos períodos de la vida es posible no tener miedo. Sin embargo, en otras muchas ocasiones aparecen grandes peligros, que en el hombre sano se corresponden con el miedo. Es humano tener miedo; lo que no es humano es temer al miedo; integrarlo hasta tal punto que uno se convierta en miedoso. Lo que es trivial es también superficial (como los éxitos de poca calidad); por eso al hombre no le viene mal pasar por fases de dificultad, pues entonces se desengaña, y se hace mucho más capaz. Las situaciones fáciles suelen entontecer y ablandar, no son las apropiadas para el directivo (si la acción directiva fuese fácil, no haría falta: las cosas saldrían solas). Si hay que dirigir, ello se corresponde con que uno no es apático, ni se conforma con ir pasando el tiempo sin hacer nada, sin innovar, sin crear. Para llevar a cabo alguna tarea grande se requiere aunar muchos esfuerzos y tensar muchas potencias humanas. Las épocas de crisis especialmente problemáticas tienen un efecto despertador. Se nota, sobre todo, en que se recurre entonces a saberes que de otra manera no se tendrían en cuenta. Además las personas entonces se desentumecen, se hacen más fértiles en recursos, como se dice de Ulises, que acomete una tarea larga y difícil para reunirse con su mujer después de la guerra de Troya. Cuando los empresarios no tienen más remedio que ocuparse de asuntos que en situaciones más fáciles no serían apremiantes, han de incorporar al acervo de sus saberes, por lo pronto, dos cosas: el estudio de la economía y de la sociología. La penúltima generación de empresarios ha incorporado estas ciencias a sus conocimientos personales, o a sus órganos consultivos. Los empresarios se encuentran, por ejemplo, con los sindicatos, que pueden ser un elemento sumamente adverso, sobre todo si es preciso enfrentarse con una ideología política que defienda la idea de “nacionalizar” las empresas, o si hay una gran carga impositiva o tributaria. Se trata de problemas sobreañadidos que abruman a los viejos empresarios; a los más jóvenes les resultan más fáciles, pero de cualquier modo son un sobrepeso respecto de gestiones directivas anteriores, que tenían menos complicaciones. A principios de siglo, por ejemplo, el presupuesto del estado español era una pequeña parte de la renta nacional; ahora es más del 40%. Las cosas han cambiado. Antes a nadie se le ocurría nacionalizar, las expropiaciones eran excepcionales, etc.
  • 20. Este es el primer gran bagaje de conocimientos que ha de incorporarse, y que resultaba ajeno a un empresario tradicional. En cambio, el empresario de los años setenta tuvo necesariamente que incorporarlo a su gestión. En la última década la dirección de la empresa se ha complicado todavía más. Hoy se sabe que las dos ciencias citadas pueden señalar una ruta equivocada para la acción directiva, porque hay un elemento más fundamental, más radical, que apenas se ha tomado en cuenta, a saber, el ser humano mismo. Es preciso conceder especial atención al ser humano porque es el primer agente económico. Como dice Santiago García Echevarría, hoy se sabe que la macroeconomía no habla de economía real; la economía real es una actividad humana, y la actividad humana corre inexorablemente a cargo de las organizaciones, de la institución empresarial en la que se integran los agentes humanos. Por tanto, no hay más remedio que ocuparse de antropología. La antropología es una ciencia sin la cual la sociología y la economía pueden dar lugar a conclusiones equivocadas, o a una errónea manera de dirigir. En la medida en que los problemas se agudizan, hay que ir más al fondo, porque sólo así se pueden afrontar. De lo contrario las soluciones son mera cataplasma. Un especialista japonés en management, Omahe, observa lo siguiente: para resolver un problema lo primero que hace falta es formular el diagnóstico en términos digitales, de sí o no. Mientras no se haga esto, las consideraciones son muy vagas y no se concreta el camino a seguir. Además, si la formulación del problema se hace así, puede llegarse a la etiología, puede preguntarse el por qué, sin quedarse sólo en los síntomas. Sólo si se escarba en los porqués, la solución puede llegarse a fundamentar bien, con una base racional. Los clásicos expresaban esto diciendo que antes de tomar una decisión hay que deliberar. El método que propone este autor japonés no es el único, pero siempre hay que empezar planteando correctamente las dificultades. En rigor, si llenamos la cabeza de un directivo con ideas acerca de derecho político, de estructuras sociales, o de macroeconomía, puede llegar a una conclusión teórica o práctica equivocada, a saber, que el hombre es un ser condicionado. La economía tiene unas leyes. Si pensamos que los hombres obedecen por principio a esas leyes, concluiremos que las respuestas humanas están predeterminadas; lo mismo ocurre si se toma la sociología como ciencia suficiente. Pero la verdad es lo contrario. Para resolver un problema desde el punto de vista práctico, hay que pensar que el autor de la sociedad y el agente económico es justamente el hombre, por lo cual tales condicionamientos son secundarios. La economía es una forma de actividad humana; por tanto depende del ser humano cómo se comporten los fenómenos económicos. Para tomar medidas, para responder a los problemas de una manera adecuada, hay que tener en cuenta que el hombre no es un ser radicalmente condicionado, puesto que es el autor de lo social y de lo económico. Desde el punto de vista práctico, este enfoque da lugar a maneras distintas de tratar los asuntos y de tomar decisiones. Desde el punto de vista teórico, quiere decir que no nos quedamos en la superficie, que vamos ahondando, porque lo que acaba de decirse, a saber, que el hombre es el autor de lo económico y lo social, es verdad en la misma medida en que el fondo del hombre se activa; en caso contrario no es verdad. Si el hombre está empequeñecido, entumecido en sus resortes más íntimos y radicales, entonces se hallará condicionado por lo económico y lo social. Ello ocurrirá si el hombre carece de una interioridad suficientemente fuerte y se identifica con “la situación”. Pero si la tiene, entonces es el autor y el factor en que hay que apoyarse para cambiar las cosas: es por tanto una cuestión de profundidad. Resaltemos el contraste entre las dos tesis: 1) el hombre es un ser condicionado por la sociedad y por la economía; 2) el hombre es el autor de lo social y de lo económico. La primera es verdad si y sólo si el hombre no tiene interioridad, si se interpreta a sí mismo desde las ciencias sociales y económicas. Eso quiere decir que es menos libre, menos activo, que sus energías más primarias quedan desempleadas. El hombre acepta, digámoslo así, convertirse en un ser superficial, porque sólo en segunda instancia el hombre depende de lo social y de lo económico.
  • 21. Conviene insistir que la primera tesis es cierta siempre que el hombre no se tome a sí mismo en serio como persona. En cambio, si se acepta en serio como persona se dará cuenta de que su actuar no es el resultado de las leyes de la sociología o de la economía, sino de su capacidad efusiva. Pero de esto sólo se percata el hombre que se decide a ser; si no, tienen razón los que dicen que el hombre depende de un fundamento — creado — exterior a sí mismo, lo cual es una petición de principio, pues es evidente que hay sociedad porque el hombre es social y no al revés: lo a priori es el hombre. Si deseamos estudiar filosóficamente la dirección no hay más remedio que tratar de sentar un orden de importancia relativa. Todo depende, decimos, de la seriedad con que el hombre se tome a sí mismo. Si acepta su dimensión espiritual, ha de concederle valor hegemónico. Además, como el espíritu se abre hacia fuera, tiene lugar un proceso de realimentación que fortalece al espíritu mismo en la medida en que actúa en sociedad. El hombre ejerce su autoría de modo propiamente humano cuando la aludida realimentación le perfecciona a él y a su entorno. Pues bien, para tratar del miedo es necesario tener en cuenta todo lo dicho. El miedo es un sentimiento interior al hombre, que aparece en situaciones socioeconómicas adversas. Si el hombre no pudiera resistir al miedo (el miedo es una espontaneidad condicionada: surge en el hombre ante la adversidad y el peligro), si no fuera capaz de manejarlo, habría que aceptar la primera tesis. El hombre es un solucionador de problemas. Pero es capaz de resolver problemas porque es capaz de manejar su miedo, es decir, porque no está condicionado por lo que le amenaza (nótese que resolver problemas comporta cambiar la coyuntura o la situación, o al menos hacerles frente). Manejar y vencer el miedo es arduo; pero, por otra parte, si el hombre lo hace en virtud de su propia profundidad, en atención a que él es más importante que las circunstancias sociales o económicas, sus objetivos serán de mayor alcance. No es lo mismo, por ejemplo, conformarse con una modificación a mi favor de la situación monetaria. Podría aceptarse que uno está condicionado por la economía, pero que astutamente se sabe mover; que está condicionado en su actividad política, pero que con un poco de halago, con un cambio de ideología mejorará su situación y continuará en el poder tras todas las crisis. Pero estos serían objetivos muy cortos. La tesis de que el hombre está condicionado conduce a aceptar que el único modo de resolver los propios problemas es moverse con astucia, con ingenio, etc. Pero si llevamos la cuestión hasta el fondo, aparecen objetivos diferentes: no se trata ya de sobrenadar o sobrevivir, según una postura de puro adaptacionismo, sino de cambiar la situación, lo cual, repetimos, es arduo, y además se puede fracasar en ello. Pero del otro modo el hombre está ciego para los grandes objetivos, no los considera posibles: ni se le ocurren. El directivo no tiene más remedio que ir pasando de lo puramente comercial a lo socioeconómico, y de lo socioeconómico a lo antropológico, estableciendo una relación de fundamentación: primero, de lo social respecto de su actividad empresarial y después, de su carácter de persona humana, de su calidad de agente, respecto de lo socioeconómico. Esto es así justamente porque los problemas se agravan. Si las cosas fueran menos difíciles, esta tarea de profundización no sería imprescindible. Lo que ocurre es que la crisis actual es muy notable, porque cada vez estamos menos aislados y las interrelaciones aumentan. Jürgens Habermas dice que estamos desbordados por la complejidad; respondemos a ella con ideas sectoriales, especializadas —analíticas —. Al enfocarla así, la complejidad se hace ingobernable. Efectivamente, nuestra época se encuentra ante dificultades que se podrían resumir como una inadecuación entre los procedimientos heredados para resolver los problemas y la nueva gravedad característica de los problemas de un mundo interrelacionado, en el cual todo tiene que ver con todo: un mundo sistémico. Durante muchos siglos el hombre no ha necesitado tener en cuenta la intensidad de la interconexión de sus actividades. La percepción de la complejidad le produce miedo.
  • 22. El miedo es la tendencia (acompañada de una perturbación anímica) del ser humano a huir del peligro. El miedo se define así desde un punto de vista realista. El miedo no es sólo lo que uno siente (pavor ante una situación de alarma, etc.). Lo característico del miedo es que da lugar a un tipo de conducta: quitarse de en medio, no afrontar el peligro, enterrar la cabeza en la arena o salir huyendo. También podría decirse que es la tendencia a no enfrentarse con lo arduo, porque el peligro muchas veces consiste en que a uno se le pide más de lo que está dispuesto a hacer (salir de la comodidad, de la rutina, de los procedimientos ensayados; se me pide esfuerzo inventivo y no estoy dispuesto a prestarlo). Enfocar así el miedo tiene varias ventajas. La primera es que se considera el miedo en la “normalidad”, no en la “situación”. La segunda es que se entiende de una manera objetiva, y, además, en relación con la acción humana. Se trata de una consideración práctica del miedo. La consideración meramente anímica del miedo (ansiedad, latidos del corazón, etc.) no es tan importante para un hombre de acción. El miedo es, por consiguiente, la tendencia humana a huir ante lo peligroso o a no enfrentarse con lo arduo; es la tendencia a desistir. Cuando el hombre desiste, los clásicos dicen que se queda estupefacto. El estupor se contrapone a la admiración; la admiración es el ser atraído por aquello que uno no domina (se suele decir que la admiración es el principio de la filosofía); pero el estupor no es la admiración, sino el no emplear la energía necesaria para afrontar una tarea seria. Si el miedo es tendencia a desistir, el vencimiento del miedo es la actitud de resistir ante lo peligroso y lo arduo, si es posible venciéndolo. Si el miedo es esto, y si ante él adopto una actitud que lo ataja, si puedo no ceder a la tendencia a la huida, es patente que la consideración del miedo me coloca en el orden de lo radical humano, en ese plano según el cual se puede invertir la relación de dependencia entre lo socioeconómico y lo humano. Teniendo esto en cuenta, podemos dar un paso más y preguntar: ¿Qué debe hacer el hombre ante el miedo? ¿Qué es lo que está justificado hacer, teniendo en cuenta que el hombre no es un ser condicionado? Ante el miedo se puede actuar de un triple modo. El primero, puesto de relieve por los clásicos cuando estudian la virtud de la fortaleza, es el ataque. Atacar es lo que hace un soldado cuando acomete al enemigo con la intención de derrotarlo. ¿Cuando está justificado atacar? Atacar es característico del directivo: el directivo es un hombre de ataque, un hombre que emprende, que trata de vencer las dificultades arrostrando riesgos. El ataque es característico de la fortaleza del empresario. ¿Cuando está justificado, preguntamos de nuevo, atacar? Cuando los recursos de que dispongo me permiten razonablemente esperar que venceré el peligro, que lo haré desaparecer. Ponerse a resolver el problema buscando una solución que lo supere en sus propios términos está justificado cuando uno tiene recursos superiores a los quebrantos del entorno. El empresario está acostumbrado a eso: su mentalidad es la de un hombre de ataque. Sin embargo, en situaciones críticas no es adecuado el ataque, sino la resistencia. Muchas veces la fortaleza del empresario se mide por su capacidad de aguante. La primera manera de enfrentarse con el peligro es atacar; esto está justificado siempre que el peligro no me desborde, siempre que tenga medios suficientes y el problema sea soluble. ¿Y cuando el problema no es soluble porque no tengo recursos? Entonces hay que distinguir (los clásicos proponen una distinción que a nuestro juicio debe ampliarse un poco): si el peligro afecta a mi interior, debo huir (entendiendo por afectar a mi interior la lesión de los valores que considero más profundos y que están más identificados conmigo mismo: que mi lealtad, mi honradez, mi veracidad, etc., no queden a salvo). Si el peligro afecta sólo a algo de lo que yo me ocupo, entonces está justificado resistir en el supuesto de que no pueda resolver la cuestión atacando. Está justificado huir cuando el peligro me afecta de tal manera que, al no tener recursos para resolverlo, me empequeñece, me degrada como ser humano; si el peligro es de esa índole, lo que hace un sujeto activo es huir, debe huir, salvo que no gane nada con ello; si no gana nada huyendo, deberá, de nuevo, resistir.