Diapositivas unidad de trabajo 7 sobre Coloración temporal y semipermanente
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1. El peligroso arco iris
Por Eduardo Galeano
Tomado de: La Jiribilla
Richard Nixon, prestigioso historiador, lo tenía claro. En 1972, cuando era
presidente de los Estados Unidos, dictó a sus colaboradores más cercanos un curso
relámpago sobre la decadencia de Grecia y Roma: ¿Ustedes saben lo que pasó con
los griegos? ¡La homosexualidad los destruyó! Seguro. Aristóteles era homo. Todos
lo sabemos. Y también Sócrates. ¿Ustedes saben lo que pasó con los romanos? Los
últimos seis emperadores eran maricones.
En 1513, siglos antes de esta lección magistral, Vasco Núñez de Balboa había
arrojado a cincuenta indios a las bocas de los perros que los destriparon, «porque
para ser mujeres sólo les faltan tetas y parir».
En Panamá, como en muchos otros lugares de América, la homosexualidad era
libre, hasta que irrumpieron los conquistadores. Aquella noche de 1513, Balboa
inauguró en estas tierras el castigo del nefando pecado de la sodomía.
Eran los tiempos de la Santa Inquisición. Tiempos de nunca acabar. En España, la
Inquisición duró tres siglos y medio. La herejía de la diversidad, en todas sus
formas, fue condenada a suplicio o muerte en varios lugares de Europa y de
América. Muchos homosexuales, hombres y mujeres, fueron quemados vivos. La
hoguera los redujo a cenizas «para que de ellos no haya memoria».
Una época superada, se supone. Pero el humo llama.
La sagrada familia. En vez de pedir perdón a sus víctimas, la Iglesia católica repite
las antiguas maldiciones. Recientemente, la Santa Inquisición, que ahora se llama
Congregación para la Doctrina de la Fe, lanzó desde el Vaticano una campaña
mundial contra el matrimonio de parejas homosexuales, «una grave inmoralidad
que contradice el plan de Dios y la ley natural».
De inmediato, los altos funcionarios de la Iglesia en el mundo hicieron eco a la voz
de mando. En Uruguay, el arzobispo Nicolás Cotugno declaró que la
homosexualidad es «una enfermedad contagiosa», recomendó aislar a sus
portadores y comparó el matrimonio homosexual con la unión entre un hombre y
un animal.
La Iglesia está preocupada, desde hace ya unos cuantos siglos, por la sexualidad
humana. De papa en papa, ha ido estableciendo la rígida frontera entre el pecado,
que es casi todo, y lo poquito que nos deja de consuelo, porque de algún modo hay
que reproducirse. Desde el Sumo Pontífice hasta el último cura de pueblo, no hay
sacerdote que no sea experto en sexo. Como todos ellos han hecho voto de
castidad, no se sabe cómo pueden entender tanto sobre una actividad que tienen
prohibido practicar.
2. Leyendo esta última condenación del Vaticano, a uno le vienen ganas de preguntar
a los sexólogos celestiales: si el matrimonio heterosexual es una «ley natural»,
¿por qué ustedes no se casan? Y si los homosexuales contradicen «el plan de Dios»,
¿por qué Dios los hizo así?
Otro especialista en el Bien y el Mal, el presidente George W. Bush, coincide con el
Vaticano en la condenación del casamiento homosexual y se pronuncia contra la
adopción de niños por parejas que no constituyan un matrimonio normal, «entre un
hombre y una mujer». El presidente, que no es católico, hace suya esta cruzada
papal. No es la primera vez que Bush y el Papa descubren que son tal para cual.
Los dos tienen comunicación directa con el Cielo, por teléfonos diferentes. En
algunas ocasiones, como en la reciente guerra de Irak, reciben órdenes
contradictorias. En otras, en cambio, forman un frente común. Han estado, y
seguirán estando, unidos en causas tan sagradas como la promoción de la
abstinencia sexual entre los jóvenes y la lucha contra los medios anticonceptivos y
contra el aborto.
Con su habitual amplitud de criterio, en estos temas Bush no sólo ha coincidido con
la teocracia vaticana, sino también con los fundamentalistas islámicos: los
puritanos unidos jamás serán vencidos. Y cada vez que tales asuntos se han
planteado en las Naciones Unidas, Bush ha votado de común acuerdo con sus
enemigos jurados, Irán, Libia, Sudán, e incluso Irak, antes de que ese país
recibiera el huracán de misiles que él le envió en nombre de Dios y del petróleo.
Y sin embargo, se mueve. La cruz y la espada se alzan, como en los viejos tiempos.
Con toda razón: en estos últimos meses, la homofobia viene sufriendo graves
atentados. Por todas partes cunde eso que el Papa llama «conducta desviada» y
«legalización del Mal».
A mediados de este año, la Corte Suprema de los Estados Unidos dictó una
sentencia histórica. Es inconstitucional, dice la sentencia, la ley de Texas que
castiga la homosexualidad como un crimen. El dictamen implica la nulidad de las
leyes semejantes en otros 12 estados de esa nación.
Mientras tanto, en New Hampshire, por primera vez en la historia del cristianismo,
los fieles y el clero de la Iglesia episcopal eligen un obispo que es abiertamente
gay. Massachusetts está a punto de legalizar los matrimonios homosexuales. En
Vermont, ya el Registro Civil reconoce la legitimidad de esas parejas. En Canadá,
desde principios de este año, los homosexuales pueden casarse en Ontario y en
Columbia. Ahora hay bodas homosexuales en Bélgica, como ya las había en
Dinamarca, Holanda y Suecia. Diversas variantes de unión legal, más o menos
parecidas al matrimonio según el país, rigen en Noruega, Finlandia, Islandia,
Francia, Alemania, Hungría, Croacia y en algunas regiones de España. Y en la
ciudad de Buenos Aires, por primera vez en la historia latinoamericana, ya se
celebra, también, la unión legal entre personas del mismo sexo.
Todas estas «graves inmoralidades», actos de libertad y de salud mental, no son
regalos: son conquistas. Son el resultado de la porfiada lucha de los gays y las
lesbianas contra la discriminación y la violencia.
Entre todos los placeres que merecen el infierno, el amor homosexual es, todavía,
el más ferozmente reprimido. El machismo y la estupidez armada han disfrazado de
normalidad esta atrocidad, y la han convertido en costumbre. En más de setenta
países, la ley castiga las relaciones homosexuales. En muchos, con cárcel. En
algunos, con flagelación o pena de muerte. En otros, donde la pena de muerte no
es legal, los escuadrones parapoliciales y los enfermos de fanatismo cumplen sus
3. ceremonias de purificación: limpian las calles torturando, mutilando y asesinando a
quienes, por el solo hecho de existir, constituyen un escándalo público.
Los gays y las lesbianas están malditos en la tierra y en el cielo. Hace cinco años, el
primer ministro de Malasia llegó a denunciar que eran una amenaza para la
seguridad nacional. En el Más Allá, también tienen cerrada la puerta. Como escuché
decir a la madre de una joven lesbiana: «Lo que más me duele es saber que no
estaremos juntas en el Paraíso».
Pero ellos y ellas, los raros, los despreciados, están generando, ahora, algunas de
las mejores noticias que nuestro tiempo trasmite a la historia. Armados con la
bandera del arco iris, símbolo de la diversidad humana, ellas y ellos están
volteando una de las más siniestras herencias del pasado. Los muros de la
intolerancia empiezan a caer.
Esta afirmación de dignidad, que nos dignifica a todos, nace del coraje de ser
diferentes y del orgullo de serlo.
Como canta Milton Nascimento: «Cualquier manera de amor vale la pena,/
cualquier manera de amor vale amar.