1. El pecado de la Homosexualidad
Primera de una serie de tres notas sobre el tema, por Pablo A. Deiros.
Hay pasajes de las Escrituras que parecen tener una actualidad notable, ya sea por lo que
prescriben o por lo que prohíben. Uno podrá estar de acuerdo o no con lo que dicen, pero la
realidad es que desde hace muchos siglos estos textos han regido la conducta de numerosos
pueblos y han orientado sus decisiones más importantes.
Tal es el pasaje de Levítico 18.1-5, que dice: “El Señor le ordenó a Moisés que les dijera a los
israelitas: ‘Yo soy el Señor su Dios. No imitarán ustedes las costumbres de Egipto, donde antes
habitaban, ni tampoco las de Canaán, adonde los llevo. No se conducirán según sus estatutos,
sino que pondrán en práctica mis preceptos y observarán atentamente mis leyes. Yo soy el
Señor su Dios. Observen mis estatutos y mis preceptos, pues todo el que los practique vivirá
por ellos. Yo soy el Señor.”
Indudablemente, en el concepto bíblico, los israelitas eran un pueblo separado, diferente del
resto de los pueblos, por ser el pueblo elegido por Dios y consagrado por él para cumplir una
misión redentora en el mundo. Como pueblo de Dios, las leyes y estatutos que debían regir su
conducta personal y social no podían ser los mismos que los de los demás pueblos, sino que
debían ser los que Dios mismo les diera para obedecer. La moralidad del pueblo de Dios debía
ser un reflejo de la santidad de Dios. La vida de los israelitas debía ser diferente de la de los
pueblos cananeos cuya tierra debían ocupar y que vivían de manera groseramente inmoral. El
Señor mismo era la autoridad sobre la que se fundaban las admoniciones y prescripciones que
se presentan a lo largo de este capítulo de Levítico. Nótese la manera en que en cinco
versículos se repite dos veces la frase “el Señor” y dos veces “Yo soy el Señor su Dios”. De
este modo, el pueblo de Israel debía conducirse según los estatutos dados por Dios y poner en
práctica sus preceptos, y no debía seguir ningún otro estilo de vida. Para el pueblo, este
acatamiento y obediencia resultaría en una vida abundante y con propósito.
En el capítulo 18 de Levítico, el texto continúa especificando cuáles son las relaciones no
permitidas por la voluntad revelada de Dios a su pueblo. Estos preceptos no son para los
pueblos paganos, sino para el pueblo que ha entrado en un pacto de fe y amor con Dios. Los
estatutos divinos no pretendían cambiar las “costumbres de Egipto” como “tampoco las de
Canaán”, pero sí determinar clara y específicamente la conducta de los miembros del pueblo
del pacto. Es más, Israel debía constituirse como un ejemplo vivo del tipo de vida y de
relaciones que Dios quería para todos los seres humanos. Seis veces a lo largo de este
capítulo y dos veces en este pasaje se le advierte al pueblo que no debe seguir el pésimo
ejemplo de los pueblos paganos.
En la larga lista de especificaciones en cuanto a las relaciones no permitidas a los israelitas,
figuran las siguientes: “No te acostarás con un hombre como quien se acuesta con una mujer.
Eso es una abominación. No tendrás trato sexual con ningún animal. No te hagas impuro por
causa de él. Ninguna mujer tendrá trato sexual con ningún animal. Eso es una depravación. No
se contaminen con estas prácticas, porque así se contaminaron las naciones que por amor a
ustedes estoy por arrojar, y aun la tierra misma se contaminó. Por eso la castigué por su
perversidad, y ella vomitó a sus habitantes. Ustedes obedezcan mis estatutos y preceptos. Ni
los nativos ni los extranjeros que vivan entre ustedes deben practicar ninguna de estas
abominaciones, pues las practicaron los que vivían en esta tierra antes que ustedes, y la tierra
se contaminó. Si ustedes contaminan la tierra, ella los vomitará como vomitó a las naciones
2. que la habitaron antes que ustedes. Cualquiera que practique alguna de estas abominaciones
será eliminado de su pueblo. Ustedes observen mis mandamientos y absténganse de seguir las
abominables costumbres que se practicaban en la tierra antes de que ustedes llegaran. No se
contaminen por causa de ellas. Yo soy el Señor su Dios” (Lv. 18.22-30).
Llama la atención en este pasaje bíblico que la práctica de la homosexualidad y el bestialismo
son consideradas como “abominación” y “depravación” respectivamente, para los integrantes
del pueblo del pacto. Ambos términos tienen una fuerte connotación espiritual y moral, además
de indicar una inhabilitación de carácter religioso. Como tales, estas prácticas son propias de
los pueblos paganos, que no conocen a Dios, y son expresión de paganismo y desobediencia
al Dios verdadero, el Dios del pacto. Además, se reitera varias veces una doble contaminación:
la del ser humano y la de la tierra. Es notable la profundidad ecológica de esta observación.
La contaminación espiritual y moral producida por estas relaciones sexuales contra natura
(“depravación”) no sólo descalifican a las personas para lo religioso (“abominación”), sino que
llegan a afectar seriamente a la tierra (“contaminación”). Llama la atención, a su vez, cómo la
tierra deja de ser acogedora, proveedora y amiga del ser humano, para transformarse en su
enemiga y en la fuente del mayor de los rechazos (“ella los vomitará”), tal como ocurrió según
el relato del Génesis (Gn. 3.17-19, 23).
Postura de ACIERA respecto al Matrimonio y la
Homosexualidad
Comunicado oficial de ACIERA del 29/10/2009.
Ante el comienzo del debate en el congreso de la Nación, en el día de la fecha, por parte
de las Comisiones de Legislación General y de Familia, Mujer, Niñez y Adolescencia,
quienes se reunirán en forma conjunta para tratar proyectos de Ley de Matrimonio
Homosexual, ACIERA (Alianza Cristiana de Iglesias Evangélicas de la República Argentina),
desea reafirmar su posición institucional, basada en la Biblia, la Palabra de Dios. El matrimonio
es universalmente reconocido como la unión entre un hombre y una mujer. La cultura
latinoamericana y las leyes americanas están basadas en una clara y firme valoración de la
familia. La Declaración de los Derechos Humanos, Art. 16-3, el Pacto de Derechos Civiles y
Políticos, Art. 23, 1 y 2 y la Convención Americana de Derechos Humanos, Art. 17: 1 y 2,
reconocen el derecho al matrimonio constituido por un hombre y una mujer, y a la formación de
una familia. Así, esta es considerada como la unidad fundamental de la sociedad, la unión
estable entre un hombre y una mujer. Por esta razón, consideramos que el tema es
socialmente relevante, ya que es la propia subsistencia de la sociedad la que está en
juego.
El matrimonio entonces es esencialmente heterosexual. De este modo, equiparar la
unión homosexual al matrimonio sería desvirtuar y desconocer el real significado que la misma
palabra encierra.
Asimismo, se vulnera tal institución sometiéndola a una injusta discriminación, dado que se
está otorgando igual tratamiento a lo que es esencial y naturalmente distinto. Sin dudas, es el
Estado quién debe tener un interés particular en dar protección y beneficios a las parejas
heterosexuales, dado que las mismas abren el ciclo a la vida y constituyen la base de
formación y perpetuación de nuevas generaciones. Otorgar los mismos beneficios a las parejas
3. homosexuales significaría equipararlas en varios aspectos a las heterosexuales, siendo las
mismas intrínsecamente diferentes, por lo que se incurriría en graves signos de discriminación.
Entendemos que el Código Civil no es discriminatorio para los homosexuales, dado que la
prohibición de contraer matrimonio entre dos personas del mismo sexo rige para cualquier
asociación de personas que no cumplan con los requisitos establecidos en dicho Código. De
esa manera, tampoco dos amigos, dos hermanos o dos vecinos del mismo sexo pueden
acceder a tal beneficio jurídico. No se trata de un tema de “homofobia”, como tampoco se trata
de “fraternofobia”. Por lo tanto, otorgar beneficios especiales a las parejas homosexuales para
equipararlas al matrimonio es contrario al espíritu y la letra de nuestro encuadre jurídico.
Solicitamos a las autoridades, que no modifiquen nuestro Código Civil; que se cumplan las
intenciones expresadas por nuestra Presidenta, en cuanto a la no modificación del mismo, ni
dar lugar a ”nuevos tipos de familia”. Que se multipliquen los esfuerzos dirigidos a la familia
original y naturalmente constituida y a los hijos que en ella se forman. Sostengamos los valores
que hicieron grande a nuestra Nación, no relativicemos las normas morales. Creemos que la
Argentina necesita urgentemente una revolución moral que reivindique los valores
desestimados, y estamos convencidos de que la Biblia nos enseña los principios y las
conductas que debemos seguir para garantizar el éxito actual y futuro de nuestra sociedad.
“La justicia engrandece a la nación, más el pecado es afrenta de las naciones”. Prov. 14: 34 –
La Biblia
ACIERA
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El pecado de la Homosexualidad (2)
Segunda de una serie de tres notas sobre el tema, por Pablo A. Deiros.
De todos los temas polémicos que se debaten abiertamente en nuestra sociedad
contemporánea, probablemente ninguno sea más discutido ni comentado que el de la
homosexualidad, tanto masculina como femenina. La popularidad del tema no se debe
solamente a las campañas de difusión de los movimientos gay y las luchas por lo que ellos
entienden como defensa de sus derechos civiles, sino también a una morbosa y chabacana
tendencia de los medios masivos, que explotan la cuestión como recurso taquillero y promotor
de rating. En los Estados Unidos, primero, y ahora también en nuestro país, los talk shows o
programas de entrevistas y actualidad parecen verdaderas vidrieras de todo lo anormal,
enfermo y que va contra los códigos morales que durante siglos se han tenido como
inconmovibles. Entre la multitud de temas y casos transgresores, destapados y atrevidos, el de
la homosexualidad es pan de todos los días.
Las opiniones que se escuchan son las más diversas, y quienes opinan y sacan conclusiones
no siempre parecen tener la autoridad moral y espiritual necesaria para dar credibilidad a lo que
dicen. De todos modos, más de una vez, las voces que se escuchan son las de verdaderos
4. monigotes morales, cuya escala de valores no es más que una pobre peluca con la que
pretenden tapar su calvicie espiritual y ética.
No obstante, al señalar estas observaciones, debemos admitir nuestro propio pecado de
silencio irresponsable como hijos de Dios. Los cristianos, las más de las veces, no hemos
hablado frente a este tema de debate ni hemos expresado lo que con claridad meridiana
enseña la Biblia, la Palabra de Dios. Por cierto, no pretendemos en esta serie de notas agotar
la cuestión ni responder a todos los interrogantes. Mucho menos será posible atender a las
cuestiones jurídicas y muchas otras aristas del problema. Pero sí queremos, a la luz de la
Biblia, entender cuál es la verdad acerca de la homosexualidad, y luego, ver cómo superarla
desde una perspectiva cristiana.
Veamos, en primer lugar, la verdad sobre la homosexualidad. Por cierto, frente a la cuestión se
levantan numerosas voces, que ofrecen las más diversas conclusiones sobre la cuestión. ¿Qué
dicen las opiniones humanas? Para algunos, la homosexualidad no es más que un capricho de
la naturaleza. No faltan quienes excusan su conducta con la repetida frase: “Dios me hizo así.”
Según otros, es un estilo de vida opcional o una alternativa de conducta sexual. Se trataría de
una sexualidad alternativa u opcional. Hay quienes consideran que la homosexualidad es una
enfermedad mental o emocional. Para algunos consiste en un serio problema espiritual, que
debe atribuirse a la obra de demonios o espíritus inmundos. Y no faltan quienes la consideran
una dádiva de Dios.
A los cristianos bíblicos, es decir, a quienes nos importa tomar en serio lo que la Biblia nos
enseña, incluso en las cuestiones cotidianas de nuestra vida espiritual y moral, nos interesa
saber si los textos bíblicos consideran este tema. ¿Qué dicen las Escrituras sobre la
homosexualidad? Hay tres afirmaciones claras en las páginas de la Biblia, que vamos a resumir
en las líneas que siguen.
Primero, la homosexualidad es un pecado que se condena en el Antiguo Testamento. De
hecho, es uno de los seis pecados sexuales que Dios condena en las páginas de la
primera parte de la Biblia. Ya vimos cómo en Levítico 18.22 se la califica de “abominación”. En
este sentido, la homosexualidad se presenta como asociada con la prostitución de carácter
ritual o religioso: “Ningún hombre o mujer de Israel se dedicará a la prostitución ritual. No lleves
a la casa del Señor tu Dios dineros ganados con estas prácticas, ni pagues con esos dineros
ninguna ofrenda prometida, porque unos y otros son abominables al Señor tu Dios” (Dt.
23.17-18). Por revestir una gravedad tan seria como “abominación”, la homosexualidad era un
pecado que merecía la pena de muerte (Lv. 20.13).
Segundo, la homosexualidad es un pecado que se condena en el Nuevo Testamento. Sin
embargo, en la segunda parte de la Biblia no se habla de la pena de muerte como castigo, sino
que se indica que el fin de esta práctica es la muerte física y la muerte espiritual.
En relación con lo primero, Romanos 1.26-27 dice: “Por tanto, Dios los entregó a pasiones
vergonzosas. En efecto, las mujeres cambiaron las relaciones naturales por las que van contra
la naturaleza. Así mismo los hombres dejaron las relaciones naturales con la mujer y se
encendieron en pasiones lujuriosas los unos con los otros. Hombres con hombres cometieron
actos indecentes, y en sí mismos recibieron el castigo que merecía su perversión.” Muchos
intérpretes contemporáneos de la Biblia consideran que estas palabras paulinas de alguna
manera hacen una referencia a la manera en que el SIDA ha afectado de manera particular a la
población homosexual. Pero también se habla de muerte espiritual como resultado de la
práctica homosexual: “¿No saben que los malvados no heredarán el reino de Dios? ¡No se
dejen engañar! Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los sodomitas
5. (homosexuales), ni los pervertidos sexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni
los calumniadores, ni los estafadores heredarán el reino de Dios” (1 Co. 6.9-10; ver Ap.
22.14-15).
Además, la homosexualidad es contraria a la justicia y la sana doctrina entendida ésta como la
conducta que se expresa conforme a la voluntad revelada de Dios. En su primera carta a
Timoteo, Pablo dice: “Tengamos en cuenta que la ley no se ha instituido para los justos sino
para los desobedientes y rebeldes, para los impíos y pecadores, para los irreverentes y
profanos. La ley es para los que maltratan a sus propios padres, para los asesinos, para los
adúlteros y los homosexuales, para los traficantes de esclavos, los embusteros y los que juran
en falso. En fin, la ley es para todo lo que está en contra de la sana doctrina enseñada por el
glorioso evangelio que el Dios bendito me ha confiado” (1 Ti. 1.9-11).
La homosexualidad también es un atentado contra la dignidad humana del cuerpo, es decir,
fuerza al cuerpo a comportarse o funcionar de maneras para las que no fue creado. Según
Pablo: “Por eso Dios los entregó a los malos deseos de sus corazones, que conducen a la
impureza sexual, de modo que degradaron sus cuerpos los unos con los otros. Cambiaron la
verdad de Dios (para sus cuerpos) por la mentira, adorando y sirviendo a los seres creados
antes que al Creador, quien es bendito por siempre” (Ro. 1.24-25). Esto último es idolatría, pero
la distorsión del cuerpo genera también una obsesión y adicción que tiende a agravar el
problema. Por eso, Pablo amonesta: “Huyan de la inmoralidad sexual. Todos los demás
pecados que una persona comete quedan fuera de su cuerpo; pero el que comete
inmoralidades sexuales peca contra su propio cuerpo. ¿Acaso no saben que su cuerpo es
templo del Espíritu Santo, quien está en ustedes y al que han recibido de parte de Dios?
Ustedes no son sus propios dueños. Por tanto, honren con su cuerpo a Dios” (1 Co. 6.18-20).
Finalmente, la homosexualidad es un crimen contra la sexualidad humana, cuyo potencial más
extraordinario es la posibilidad de generar vida. Es precisamente esta capacidad de asociarnos
con Dios en la creación de vida a través de la sexualidad humana, la expresión más profunda
de la imagen de Dios en el ser humano (Gn. 1.27-28). La homosexualidad es una sexualidad
estéril, que atenta contra el corazón mismo del propósito por el cual Dios nos creó como seres
sexuados, que es la producción de vida. La homosexualidad destruye el potencial creativo de la
sexualidad humana. Atenta contra la vida y lejos de producir vida, como indicamos, acarrea
muerte.
Tercero, la homosexualidad es un pecado individual que termina por condenar a la sociedad.
En este sentido, es uno de los pecados de mayor efecto social negativo y destructivo. La Biblia
nos presenta el caso de las ciudades de Sodoma y Gomorra como ejemplo de cuán destructiva
puede llegar a ser la práctica generalizada de la homosexualidad en una sociedad. Génesis
13.13 nos informa que “los habitantes de Sodoma eran malvados y cometían muy graves
pecados contra el Señor.” Las experiencias de Lot y su familia, según el capítulo 19, nos
ilustran cuál era específicamente el pecado grave de los sodomitas. El texto nos cuenta que por
la noche, los hombres de la ciudad de Sodoma rodearon la casa de Lot para abusar
sexualmente de los dos ángeles que habían llegado a la ciudad. “Todo el pueblo sin excepción,
tanto jóvenes como ancianos, estaba allí presente. Llamaron a Lot y le dijeron: ‘¿Dónde están
los hombres que vinieron a pasar la noche en tu casa? ¡Échalos afuera! ¡Queremos acostarnos
con ellos!’” (Gn. 19.4-5). La desesperación de Lot habla a las claras de la perversidad de esta
gente y sus prácticas homosexuales (Gn. 19.6-9). Cuando la homosexualidad se torna
desenfrenada en una sociedad, Dios termina por destruirla. Así ocurrió con la Roma del Imperio
y así ha ocurrido a lo largo de la historia con las sociedades que han permitido a la
homosexualidad corromper a las personas. El caso de Sodoma y Gomorra es apenas una de
las tantas ilustraciones históricas de este juicio inexorable. “Así también Sodoma y Gomorra y
6. las ciudades vecinas son puestas como escarmiento, al sufrir el castigo de un fuego eterno, por
haber practicado, como aquéllos, inmoralidad sexual y vicios contra la naturaleza” (Judas
7).
La corrupción de las personas lleva inevitablemente a la corrupción de la sociedad, y
ésta a la corrupción de la tierra (Lv. 18.22-25). Por eso, el pecado de Sodoma ha persistido
hasta la época del Nuevo Testamento como un pecado gravísimo. La maldición de estas
ciudades homosexuales y malvadas no ha perdido su efectividad con el correr de los siglos.
“Sus hijos y las generaciones futuras, y los extranjeros que vengan de países lejanos, verán las
calamidades y enfermedades con que el Señor habrá azotado esta tierra. Toda ella será un
desperdicio ardiente de sal y de azufre, donde nada podrá plantarse, nada germinará, y ni
siquiera la hierba crecerá. Será como cuando el Señor destruyó con su furor las ciudades de
Sodoma y Gomorra, Admá y Zeboyín” (Dt. 29.22-23). La homosexualidad sólo puede traer
desgracia a una sociedad que la celebra y la practica. Como indica Isaías 3.9: “Su propio
descaro los acusa y, como Sodoma, se jactan de su pecado; ¡ni siquiera lo disimulan! ¡Ay de
ellos, porque causan su propia desgracia!” (ver Jer. 23.14; Lam. 4.6).
En definitiva, las Escrituras presentan una muy fuerte palabra de juicio divino contra la práctica
de la homosexualidad en la esfera individual y social. La gravedad de la perversión que trae y
el juicio que acarrea es destacada una y otra vez con el caso ejemplar de Sodoma. En el
Nuevo Testamento esta condenación es bien clara. “Además, [Dios] condenó a las ciudades de
Sodoma y Gomorra, y las redujo a cenizas, poniéndolas como escarmiento para los impíos. Por
otra parte, libró al justo Lot, que se hallaba abrumado por la vida desenfrenada de esos
perversos, pues este justo, que convivía con ellos y amaba el bien, día tras día sentía que se le
despedazaba el alma por las obras inicuas que veía y oía” (2 P. 2.6-8).
Sin embargo, hay esperanza para el pueblo del Señor, el pueblo del pacto. Los creyentes no
debemos permitir que una sociedad corrompida nos corrompa. Además, contamos con la
asistencia y el cuidado del Señor, tal como Lot fue rescatado de la condenación que cayó sobre
las ciudades malvadas. “Todo esto demuestra que el Señor sabe librar de la prueba a los que
viven como Dios quiere, y reservar a los impíos para castigarlos en el día del juicio. Esto les
espera, sobre todo, a los que siguen los corrompidos deseos de la naturaleza humana y
desprecian la autoridad del Señor” (2 P. 2.9-10). Como creyentes, debemos permanecer firmes
del lado del Señor en nuestra condena de la homosexualidad como sinónimo de muerte. Los
paganos seguirán corrompiéndose cada vez más y debemos procurar no ser arrastrados por su
locura. “¡Atrevidos y arrogantes que son! No tienen reparo en insultar a los seres celestiales,
mientras que los ángeles, a pesar de superarlos en fuerza y en poder, no pronuncian contra
tales seres ninguna acusación insultante en la presencia del Señor. Pero aquéllos blasfeman
en asuntos que no entienden. Como animales irracionales, se guían únicamente por el instinto,
y nacieron para ser atrapados y degollados. Lo mismo que esos animales, perecerán también
en su corrupción y recibirán el justo pago por sus injusticias. Su concepto de placer es
entregarse a las pasiones desenfrenadas en pleno día. Son manchas y suciedad, que gozan de
sus placeres mientras los acompañan a ustedes en sus comidas. Tienen los ojos llenos de
adulterio y son insaciables en el pecar; seducen a las personas inconstantes; son expertos en
la avaricia, ¡hijos de maldición! Han abandonado el camino recto, y se han extraviado para
seguir la senda de Balán, hijo de Bosor, a quien le encantaba el salario de la injusticia” (2 P.
2.11-15).
El pecado de la Homosexualidad (3)
7. Tercera de una serie de tres notas sobre el tema, por Pablo A. Deiros.
En notas anteriores, hemos sostenido que, según la Biblia, la homosexualidad es un pecado. Si
es así, entonces es un problema humano que tiene solución, y la solución es la salvación. Hay
salvación (sanidad) para el pecado (problema) de la homosexualidad. Sin embargo, para que
esto ocurra, es necesaria una serie de cosas, que las Escrituras se ocupan de indicar.
Primero, es necesario el deseo de cambiar. Es relativamente fácil entrar en la
homosexualidad, pero no es tan fácil salir de ella. El proceso de ingreso arranca, como
en la mayoría de los pecados en el plano de los pensamientos (la mente o el espíritu), sigue
hacia la esfera de los sentimientos (el alma), y termina con el nivel de la experiencia (el
cuerpo). De esta manera, la homosexualidad como pecado llega a pervertir la totalidad del ser
humano. Por eso mismo, la persona tiene que querer cambiar de veras su estilo de vida. Pero
nadie puede cambiar por sí solo. Sea cual fuere el problema, todos necesitamos de ayuda, si
es que queremos cambiar. No obstante, la salvación de la homosexualidad es posible si la
persona afectada de veras desea cambiar.
Segundo, es necesario un cambio de naturaleza. Los homosexuales tienen razón cuando
afirman que son homosexuales por naturaleza.
Pero es necesario aclarar que esa naturaleza humana está corrompida por el proceso que
describimos en el párrafo anterior y que involucra los pensamientos, los sentimientos y las
experiencias que se han vivido. La naturaleza humana afectada por la homosexualidad es una
naturaleza signada por la corrupción. La única manera en que se puede invertir este proceso
nefasto es por medio de un cambio radical de la naturaleza humana. El ser humano que ha
caído presa de la homosexualidad debe cambiar como un todo. El único que puede cambiar la
naturaleza humana pecadora es Cristo. Como dice el apóstol Pedro: “Su divino poder, al
darnos el conocimiento de aquel que nos llamó por su propia gloria y potencia, nos ha
concedido todas las cosas que necesitamos para vivir como Dios manda. Así Dios nos ha
entregado sus preciosas y magníficas promesas para que ustedes, luego de escapar de la
corrupción que hay en el mundo debido a los malos deseos, lleguen a tener parte en la
naturaleza divina” (2 P. 1.3-4). Cuando Cristo entra a la vida de una persona, le imparte nuevos
pensamientos, sentimientos y experiencias (una nueva mente o espíritu, una nueva alma y la
promesa de un nuevo cuerpo con la resurrección). Cuando Cristo entra a la vida de una
persona la transforma en un hijo o hija de Dios. Como señala el apóstol: “Mas a cuantos lo
recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios” (Jn. 1.12).
Cristo resuelve muchos de los problemas que hacen que una persona caiga en la
homosexualidad. Por un lado, Cristo le perdona todos los pecados (1 Jn. 1.7, 9) y pone fin a
uno de los elementos que impulsan a una conducta homosexual, como es la culpa. Por otro
lado, Cristo le otorga paz con Dios (Ro. 5.1) y anula otro de los factores que motorizan la
homosexualidad en una persona, como es el temor. De modo que con reconciliación con Dios y
con liberación de la hostilidad, el individuo puede encontrarse consigo mismo y ser ese ser
humano que Dios soñó que él o ella fuese desde antes de la fundación del mundo. Además,
Cristo lo transforma en una nueva criatura (2 Co. 5.17), con lo cual su identidad total se ve
configurada no ya conforme los propósitos destructivos de Satanás, sino según la voluntad
divina, que es agradable y perfecta. También Cristo da un nuevo gozo en la vida de la persona
(Ro. 5.11), que ahuyenta los fantasmas que la tornan más vulnerable a la homosexualidad. Se
termina la soledad y la desesperación, y nace una nueva amistad íntima con el Señor (Ap.
3.20). Finalmente, Cristo produce vida eterna (Jn. 5.24), y la persona tiene la oportunidad de
8. descubrir una vida mucho más plena que la que experimentó ligado por las cadenas de la
homosexualidad.
En Cristo hemos sido escogidos, antes de la creación del mundo, “para que seamos santos y
sin mancha delante de él” (Ef. 1.4). Él nos “predestinó para ser adoptados como hijos suyos por
medio de Jesucristo, según el buen propósito de su voluntad, para alabanza de su gloriosa
gracia, que nos concedió en su Amado” (Ef. 1.5-6). En este propósito eterno de Dios para el ser
humano no hay lugar para la homosexualidad, porque el Creador no se equivocó cuando nos
hizo a su imagen “hombre y mujer” (Gn. 1.27). Cualquier variación sobre este divino propósito
final revelado no viene de Dios sino de la criatura rebelde, de aquél que sólo vino “para robar,
matar y destruir” (Jn. 10.10). Pero Cristo vino para que en él tengamos vida, y la tengamos en
abundancia (Jn. 10.10), libres de toda corrupción y maldad, que deshumanice la vida humana.