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Colegio Ingles San José
Filosofía
Prof. Daniel Sanhueza
Filosofía en el periodo helenístico y romano
I) La crisis del clasicismo.
La época clásica de la civilización griega concluye en las postrimerías del siglo IV a.C..
Finaliza con ella una etapa de florecimiento de las artes y el pensamiento, con rasgos
socio-políticos y culturales condicionados por las características y la evolución de la polis.
Es un tópico pensar que el clasicismo representó una época de equilibrio y armonía en
todas las manifestaciones culturales creadas por los griegos, mientras que la época
helenística que le sigue se imagina como un periodo de decadencia, desequilibrio, excesos
y disonancias artísticas e intelectuales. En realidad, ni la etapa clásica responde del todo
fielmente al perfil de una edad dorada y serena – por el contrario, gran parte de los
conflictos que estallan en la época helenística vinieron determinados por las profundas
fisuras y fuertes contradicciones arrastradas durante siglos por la civilización helena, – ni
la época helenística debe ser denigrada como fase de decadencia: en el periodo que ésta
última abarcó (convencionalmente hasta el año 31 a.C., cuando, por la batalla de Accio,
Octavio Augusto incorporó a Roma el reino helenístico de Egipto) se produjeron en el arte,
el pensamiento, la ciencia y la política creaciones verdaderamente geniales que, siendo en
gran medida deudoras del clasicismo, no carecen de características propias que en
algunos aspectos son más interesantes para nuestra mirada que las creaciones clásicas y
de rango al menos equiparable a éstas. Cuando Roma impuso su hegemonía en toda la
cuenca del Mediterráneo, su civilización quedó impregnada de la influencia cultural
griega, cuyas señas de identidad se mantuvieron así intactas hasta la decadencia y caída
del Imperio de Occidente, en el siglo V d.C., y fueron la base sobre la que se asentó en
Oriente el Imperio Bizantino. Veamos dos características importantes de la mentalidad
helenística que tuvieron honda repercusión en la filosofía de este periodo.
II) Desarraigo sociopolítico.
Al final del siglo IV se produjo la desaparición de las tradicionales polis griegas
como células sociopolíticas fundamentales: absorbidas por el reino macedonio, no
resurgieron tras la prematura muerte de Alejandro Magno en 323 a.C., con poco más de
30 años, sino que quedaron integradas en unidades políticas mucho mayores, desde el
punto de vista demográfico y geográfico, así como político y administrativo: los reinos
helenísticos resultantes de la partición del imperio entre los generales de Alejandro que le
sucedieron al no dejar aquél descendencia legítima que heredase el trono.
Sin embargo, además de esta circunstancia, se pueden rastrear en la época clásica las
razones ideológicas por las que las polis fueron impotentes al intentar recuperar su
independencia perdida ante unos reinos no muy estables y en constantes
enfrentamientos entre sí. Por un lado, desde que los sofistas, en la edad dorada de la polis
democrática, proclamaron el relativismo de las normas y costumbres y, por tanto, la falta
de fundamento para cualquier régimen político de arrogarse una posición de superioridad
sobre los otros, y por otro, desde que algunos de tales sofistas vaciaron de fundamento el
prejuicio heleno de sentirse superiores a los pueblos bárbaros y proclamaran la igualdad
de todos los humanos, la marcha de la historia no había sino confirmado con hechos tales
posiciones teóricas.
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Alejandro impuso idéntico régimen y los mismos derechos para todos sus súbditos, fueran
griegos, persas o egipcios, y había adoptado, en la organización de su vasto imperio,
muchas de las fórmulas administrativas de los pueblos conquistados. El localismo griego,
representado por los limitados intereses de las minúsculas polis clásicas, estaba
condenado a desaparecer. Pero no olvidemos que ya en el siglo V, época dorada del
clasicismo, dos estados rivales, Atenas y Esparta, se disputaron en largas y
sangrientas guerras la hegemonía política sobre el resto de los pequeños estados que
formaban el ámbito griego, una conflictividad que prosiguió durante gran parte del siglo IV
con nuevos protagonistas. Naturalmente, la expansión del poder de Roma por gran parte
del área cultural helenística no hizo sino afianzar esta desafección por los contextos socio-
políticos y culturales de pequeña escala. De hecho, la mentalidad predominante durante
este largo periodo histórico se alimentó de una amalgama de elementos heterogéneos,
unos propiamente griegos, otros orientalizantes y, naturalmente, otros aportados por la
diversidad de pueblos que quedaron bajo el poder romano a lo largo de los siglos. Cuando
se piensa en la época helenística, la palabra eclecticismo resume mejor que ninguna otra
el espíritu de los tiempos.
La actitud, más bien negativa al principio, que la pérdida del marco social y político de la
polis produjo en cada vez más personas fue no sentirse arraigado ni perteneciente a
ningún país, sino más bien "ciudadano del mundo", kosmopolita. Tal fue la postura
defendida por algunas escuelas filosóficas menores, como la de los cínicos – a la que tanto
debieron los estoicos – si bien no con el significado positivo que hoy día tiene el término
"cosmopolita" – multiculturalismo, tolerancia, encuentro y diálogo entre pueblos, etc. –
sino como denuncia de la parcialidad y arbitrariedad, basadas tan sólo en los
convencionalismos sociales, del contexto cultural, moral y político de las tradicionales
polis.
III) Los ideales individualistas.
En este nuevo marco sociopolítico e ideológico, en el que los vínculos comunitarios se
diluyeron en la vastedad de los grandes imperios, las personas, al perder su sentimiento
de pertenencia a un lugar y a un pueblo, se sintieron desarraigadas. La exigencia clásica de
fundamentar la acción y la vida humanas en el escenario colectivo de la vida política – algo
no cuestionado por Sócrates, Platón ni Aristóteles, e incluso admitido por algunos de los
sofistas mayores, como Protágoras y, probablemente, Gorgias – pierde toda su fuerza: el
nuevo ideal moral, por el contrario, destaca la necesidad de un bienestar individual,
puesto que no hay contexto social y político a través del cual la persona pueda adquirir y
practicar la virtud.
La época helenística fue una etapa de afirmación individualista, lo cual, en lo filosófico, se
plasmó en la autosuficiencia del sabio (sofós), persona que por méritos propios ha
adquirido los conocimientos adecuados sobre la realidad y la vida como para saber
atenerse en la suya propia a la consecución del fin bueno y verdadero de la existencia
humana. Pero este individualismo no descartó del todo la necesidad de establecer
vínculos humanos con los otros: se trataba más bien, eso sí, de favorecer aquellas formas
de comunidad humana voluntariamente elegidas y cuyo fin era el progreso de la sabiduría
individual de sus miembros, las escuelas filosóficas. En su seno, una vez repudiados los
hábitos y valores mundanos, se impartía una formación que abarcaba el estudio de la
naturaleza y el desarrollo del autodominio y la autosuficiencia propia del sabio helenístico.
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La Academia platónica y el Liceo aristotélico prosiguieron su actividad filosófica y científica
a lo largo de todos estos siglos, aunque modificada por estos rasgos que acabamos de
describir. La primera, en particular, evolucionó desde posturas platónicas dogmáticas y la
especialización en los estudios matemáticos y astronómicos, hacia planteamientos
escépticos y eclécticos típicos de la época helenística. La escuela peripatética, por su
parte, tuvo desarrollos menores que abarcaron investigaciones científicas e históricas
concretas, en la línea de su fundador. Pero a estas dos escuelas ya consagradas en el siglo
IV se suman ahora otras con caracteres singularmente helenísticos: el estoicismo y el
epicureismo.
IV) Las escuelas morales helenísticas.
Puede, sin duda, llamarse "morales" a estas escuelas, pues su interés principal era
justificar ciertos modelos de conducta y vida como ideales morales deseables para
alcanzar el mayor bien. Este interés ético y moral, sin embargo, se apoya en la adquisición
de una sabiduría básica sobre la constitución del universo físico, que los miembros de
estas escuelas adoptaron, generalmente de forma poco crítica, a partir de las teorías de
varios autores presocráticos – aunque con frecuencia se entremezclaban con ella otras
doctrinas de elaboración propia que defendían, atribuyéndoselas a tales pensadores
antiguos y prestigiosos, por cuya autoridad pretendían darles respaldo –. Saber que el
mundo está constituido de una forma o de otra y se rige por unos u otros principios
sentaba las bases de una vida verdaderamente sabia y, por tanto, virtuosa, pues el más
elevado saber es, para estos autores, el de saber vivir bien, conforme a la naturaleza así
desentrañada. Curiosamente las diferencias entre las escuelas se diluyen en este aspecto y
en los ideales éticos propuestos. Pese a las discrepancias en cuanto a la concepción del
universo y las enseñanzas morales concretas que las distinguen, llama la atención la
práctica coincidencia que se da entre todas estas escuelas en cuanto a los rasgos
definitorios del sabio: apatía, ataraxía, autodominio, imperturbabilidad, falta de deseos y
pasiones individuales, o control estricto sobre ellos.
a) Estoicismo.
Fundada en Atenas hacia 300 a.C. por Zenón de Citio, el nombre de la escuela deriva del
lugar donde sus miembros impartían sus enseñanzas – una stoa o pórtico, lugar típico de
las tertulias en las antiguas ágoras o plazas de las polis. – Zenón recibió influencias del
cinismo y de la escuela megárica, lo que explica el interés de esta escuela por el estudio de
la lógica, uno de los ámbitos de estudio predilectos de los megáricos. Otros estoicos de
esta época, seguidores directos de Zenón, fueron Aristón de Quíos, Cleantes y Crisipo. De
ellos se conservan sólo los fragmentos citados por autores posteriores. Pero la influencia
del estoicismo fue duradera y, a través del cristianismo, llegó a épocas muy posteriores su
concepción ascética de la moral.
En cuanto al sistema físico, los estoicos recuperaron, complementaron y sistematizaron las
ideas de Heráclito, interpretando literalmente la famosa imagen del fuego cósmico: el
cosmos está constituido por un fuego eterno que es, al mismo tiempo, la sustancia
material de una especie de Razón Universal y de la ley con que gobierna toda la realidad,
de la que los estoicos hablan como si se encontrara infiltrada en la naturaleza. Se ha
interpretado a menudo esta doctrina como panteísmo y, ciertamente, los estoicos hablan
de la Razón Universal como de la divinidad.
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La sustancia es la materia prima de todos los entes: toda ella es eterna, y no crece ni
decrece. Pero sus partes no siempre permanecen iguales, sino que se dispersan y se
concentran. Por medio de ella se difunde la Razón del Todo, a la que algunos llaman
Destino, como la simiente en la procreación.
Zenón de Citio, citado por ESTOBEO, Églogas, 1, 11, 5ª.
Los estoicos opinan que Dios es, sin duda, lo que es la materia o también que Dios es una
cualidad inseparable de la materia y que él mismo transita a través de la materia.
Puesto que la razón gobierna el universo, la meta del sabio es vivir de acuerdo con esa
racionalidad y con la naturaleza, aceptando resignadamente el destino que se le tenga
reservado y elevándose por encima de los deseos y los afanes personales, propios del
resto de los humanos, que ignoran lo vano de sus esfuerzos por oponerse a los designios
de esa razón universal. Así, el tradicional fatalismo griego, que ya se encontraba en los
mitos en la forma de Hado, halla aquí su forma filosófica más depurada. El conocimiento y
la aceptación por el sabio de su destino le lleva a la apatía, actitud de desapego de toda
pasión y deseo, por el que se hace autosuficiente – ya que no quiere ni necesita nada que
no dependa de sí mismo, no hay más necesidades que aquéllas que uno pueda satisfacer
por sí, sin depender de nada ni de nadie – y libre, puesto que hace coincidir su propia
voluntad con lo que de todas formas va a suceder.
En resumidas cuentas, el saber lleva a la conciencia del orden necesario y racional de la
realidad y se identifica con la virtud, en tanto vida conforme a la naturaleza y su orden
necesario. De ese conocimiento y esa actitud de aceptación del destino le vendrá al sabio
todo el bien posible en la vida, frente al ignorante que la desperdiciará luchando
inútilmente por afanarse en lograr sus metas individuales y descarriadas.
Parécele, en efecto, a Zenón y a los filósofos estoicos que le siguen que hay dos clases de
hombres, la de los sabios y la de los ignorantes; que es propio de los sabios practicar las
virtudes durante toda la vida, y de los ignorantes practicar los vicios. Por eso, a los unos les
corresponde acertar siempre en todas las cosas que emprenden, y a los otros, equivocarse.
Y el hombre sabio, aprovechando las experiencias de la vida en las cosas que realiza, todo
lo hace bien, con sabiduría y templanza y conforme a las demás virtudes; el ignorante, por
el contrario, [todo lo hace mal]. Y el sabio (...) ni es obligado por nadie ni a nadie obliga; no
es impedido ni impide; no sufre violencia de nadie ni a nadie hace violencia; no domina ni
es dominado; no perjudica a nadie ni él mismo es perjudicado (...). Es, en gran manera,
feliz, afortunado, dicho- so, rico, piadoso, amigo de los dioses, venerable, regio, apto para
el mando militar, sociable, buen administrador de la casa y del dinero.
ESTOBEO, Églogas, II, 7, 11 g.
Esta doctrina se entendió en siglos posteriores, en lo que se refiere a la conducta moral
concreta, como exaltación del cumplimiento del deber, lo que hizo del estoicismo una
escuela bien vista en los círculos burocráticos y políticos del poder romano, al incentivar la
obediencia y la sumisión. Precisamente dos de los más destacados seguidores del
estoicismo fueron el cordobés, consejero de Nerón (y víctima suya) Séneca (siglo I d.C.) y
el emperador Marco Aurelio (siglo II d.C.).
b) Epicureismo.
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Epicuro de Samos (342/1 - 271/0 a.C.) fundó en Atenas, hacia 306, una escuela filosófica y
moral que adquirió celebridad por localizarse en un jardín y enseñar el hedonismo moral.
La obra escrita de Epicuro fue, al parecer, extensa, pero por desgracia sólo nos han
quedado algunos fragmentos, si bien muy significativos, como las Cartas a Herodoto y a
Meneceo, que contienen sendas síntesis de las doctrinas físicas y éticas de la escuela. La
fuente de estudio más extensa y detallada del epicureismo es el poema De Rerum Natura,
del romano Lucrecio (siglo I a.C.).
También el epicureismo, como hizo el estoicismo con Heráclito, adoptó un sistema físico
presocrático: el del atomista Demócrito, que los miembros de la escuela, empezando por
el propio Epicuro, desarrollaron y adaptaron a sus propias necesidades. Éstas
comprendían varios objetivos prácticos que, en lo moral, consistían en la refutación de
los tres temores fundamentales que angustian al alma humana: el destino, que no existe,
pues todo es resultado del azar de los movimientos y choques de los átomos, la muerte,
que es el fin absoluto del ser humano, de modo que no hay que temer castigos ni penas
en una inexistente vida de ultratumba, y los dioses, que son seres materiales, aunque
perfectísimos, por lo que viven desentendidos de las vicisitudes humanas.
En antagonismo, tal vez deliberado, con la filosofía de Platón, la filosofía de Epicuro es el
puro reverso de aquélla: la negación de la inmortalidad del alma humana y la adopción de
un sistema metafísico materialista le llevan a tomar, como fin moral último y máximo bien
al que la persona puede aspirar, la búsqueda del placer – una doctrina que Epicuro pudo
haber tomado prestada de la escuela cirenaica, conocida por su hedonismo sin tapujos.
Ahora bien, la verdadera sabiduría consiste en conocer la naturaleza del auténtico placer,
aquél que no tiene consecuencias indeseables que hagan de su disfrute una antesala al
dolor. En primer lugar, se deben buscar los placeres duraderos, no los efímeros: el sabio
es el que sabe elegir el placer como un estado perdurable, sin sobresaltos ni temores a su
pérdida. Dicha búsqueda debe basarse principalmente en la evitación del dolor. El sabio
tiene la habilidad de calcular los efectos de sus acciones y prever las consecuencias
dolorosas de una mala elección antes de tomarla.
Así pues, el ideal moral, la verdadera sabiduría epicúrea, consiste en la ataraxía – la
serenidad del alma – y la salud del cuerpo. Pero aun frente a las adversidades que no
puedan ser evitadas, cuando sobrevengan la enfermedad y la vejez, los sufrimientos
corporales inevitables pueden verse compensados por los placeres intelectuales del alma,
como los que causa el mismo saber o los que acompañan a la amistad. El sabio epicúreo,
por tanto, se caracteriza por la autosuficiencia y el autocontrol, sabe en cada momento
calcular los placeres adecuados que se pueden seguir de su conducta y, además, es capaz
de reducir al máximo sus necesidades para eliminar cualquier atisbo de dolor y
sufrimiento.
Estos son algunos fragmentos de la Carta a Meneceo, en la que se resumen de manera
clara y concisa las principales enseñanzas de Epicuro en cuanto a la actitud del sabio:
Nadie por ser joven vacile en filosofar ni por hallarse viejo de filosofar se fatigue. Pues
nadie está demasiado adelantado ni retardado para lo que concierne a la salud de su
alma. El que dice que aún no le llegó la hora de filosofar o que ya le ha pasado es como
quien dice que no se le presenta o que ya no hay tiempo para la felicidad.(...)
Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para nosotros. Porque todo bien y mal
reside en la sensación, y la muerte es privación del sentir. Por lo tanto el recto
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conocimiento de que nada es para nosotros la muerte hace dichosa la condición mortal de
nuestra vida, no porque le añada una duración ilimitada, sino porque elimina el ansia de
inmortalidad.(...) El sabio, en cambio, ni rehúsa la vida ni teme el no vivir. Porque no le
abruma el vivir ni considera que sea algún mal el no vivir. Y así como en su alimento no
elige en absoluto lo más cuantioso sino lo más agradable, así también del tiempo saca
fruto no al más largo sino al más placentero.(...)
Un conocimiento firme de [los] deseos sabe (...) referir cualquier elección o rechazo a la
salud del cuerpo y la serenidad del alma, porque eso es la conclusión del vivir feliz. Con ese
objetivo, pues, actuamos en todo, para no sufrir dolor ni pesar.(...) Desde luego todo
placer (...) es un bien, aunque no sea aceptable cualquiera. De igual modo cualquier dolor
es un mal, pero no todo dolor ha de ser evitado siempre. Conviene, por tanto, mediante el
cálculo y la atención a los beneficios y los inconvenientes juzgar todas estas cosas, porque
en algunas circunstancias nos servimos de algo bueno como un mal y, al contrario, de algo
malo como un bien. Así que la autosuficiencia la consideramos un gran bien, no para que
en cualquier ocasión nos sirvamos de poco, sino para que, siempre que no tenemos
mucho, nos contentemos con ese poco, verdaderamente convencidos de que más
gozosamente disfrutan de la abundancia quienes menos necesidad tienen de ella, y de que
todo lo natural es fácil de conseguir y lo superfluo difícil de obtener.
EPICURO, “Carta a Meneceo” en Carlos GARCÍA GUAL, Epicuro. Alianza Editorial, págs.
135-137.
c) Escepticismo.
El término “escepticismo” deriva del verbo griego “skopéo”, que significa “observar,
mirar”. La probable razón de esta etimología es que el escéptico se limita a observar, a
mirar la realidad, sin sacar conclusiones precipitadas sobre ella, sin defender dogmas
injustificados acerca de su naturaleza, de su esencia última. Por contra a las anteriores, el
escepticismo no constituye una escuela con una trayectoria institucional históricamente
continuada, sino una corriente de pensamiento que gana adeptos sin formar un
grupo académicamente organizado. Sólo en el siglo II d.C. tomó un cierto carácter escolar,
de la mano de uno de sus principales representantes, Sexto Empírico. Por otro lado, este
planteamiento filosófico hunde sus raíces en el relativismo sofista, ya más o menos
abocado a conclusiones escépticas. Pirrón de Elis (n.360; m.270 a.C.) fue el iniciador de
esta doctrina (conocida por eso también como pirronismo) que, basándose en la distinción
hecha por los atomistas entre cualidades sensibles – subjetivas y engañosas – y cualidades
de los átomos – cuantitativas, objetivas, pero imperceptibles por los sentidos porque se
refieren a las unidades últimas e invisibles de la materia, – llega a la conclusión de que
nunca es posible adquirir un conocimiento cierto acerca de nada.
La actitud más sabia es, por tanto, abstenerse de hacer afirmaciones acerca de la realidad
y practicar la permanente suspensión del juicio – epojé. – También el juicio moral es
suspendido: nada podemos saber sobre el bien y el mal, puesto que nuestras capacidades
de discernimiento moral, como las del conocimiento físico, son engañosas. Al abstenerse
de tales juicios y de las preocupaciones que entrañan, el ser humano adquiere serenidad o
ataraxía, máximo exponente, como en los epicúreos, de la sabiduría. Puede que, en todo
caso, con espíritu más bien pragmático y para evitar complicaciones que amenacen esa
serenidad, el sabio opte por atenerse a las opiniones más probables, a la costumbre y a las
leyes que circunstancialmente gobiernan en el entorno social.
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El escepticismo tuvo gran éxito entre los miembros de la Academia platónica a partir del
siglo III a.C., pues constituyó una buena herramienta dialéctica contra los planteamientos
estoicos, a los que se oponían y que tachaban de dogmáticos e irracionales –
principalmente los referidos a la Razón universal y la pretendida conformidad del sabio
estoico a la naturaleza. Igualmente es de destacar la figura de Sexto Empírico (nacido
probablemente en Apolonia, en la región Norafricana de la Cirenaica, durante la segunda
mitad del siglo I d.C. y muerto en Alejandría, entre los años 130 y 140), heredero de la
filosofía pirrónica. Este autor recopiló, sistematizó y expuso en sus Esbozos Pirrónicos el
pensamiento escéptico de una manera que se consideró canónica y tuvo una enorme
influencia en el Renacimiento, particularmente en el pensamiento de Michel de
Montaigne y, a través de éste, en Descartes y toda la filosofía moderna. La obra de Sexto
está dedicada a la crítica sistemática de las posturas filosóficas de las otras escuelas, que
son consideradas dogmáticas, y a las que opone la actitud escéptica de no dar la
aprobación a ninguna afirmación sobre la realidad más allá de la mera evidencia de los
fenómenos inmediatos. De él son estas palabras que sintetizan a la perfección los
planteamientos del escepticismo.
Con razón decimos que el fundamento del escepticismo es la esperanza de conservar la
serenidad de espíritu. En efecto, los hombres mejor nacidos, angustiados por la confusión
existente en las cosas y dudando de con cuál hay que estar más de acuerdo, dieron en
investigar qué es la Verdad en las cosas y qué la Falsedad; ¡como si por la solución de esas
cuestiones se mantuviera la serenidad de espíritu! Por el contrario el fundamento de
la construcción escéptica es ante todo que a cada proposición se le opone otra
proposición de igual valor. A partir de eso, (...) esperamos llegar a no dogmatizar. (...) el
escéptico no dogmatiza (...), el escéptico asiente a las sensaciones que se imponen a su
imaginación (...). En efecto, el que dogmatiza establece como real el asunto sobre el
que se dice que dogmatiza, mientras que el escéptico no establece sus expresiones como
si fueran totalmente reales; pues supone que del mismo modo que la expresión “todo es
falso” dice que, junto con las otras cosas, también ella es falsa e igualmente la expresión
“nada es verdad”; así también la expresión “ninguna cosa es más” dice que, junto con las
otras cosas, tampoco ella es más y por eso se autolimita a sí misma junto con las demás
cosas. (...) el escéptico presenta sus expresiones de forma que implícitamente se
autolimitan (...).Y lo más importante: en la exposición de esas expresiones dice lo que a él
le resulta evidente y expone sin dogmatismos su sentir, sin asegurar nada sobre la realidad
exterior.
SEXTO EMPÍRICO, Esbozos Pirrónicos. Libro I, cap. VI, VII.
V) La influencia de Alejandría.
Pese a que Atenas siguió siendo sede de las principales escuelas filosóficas durante el
periodo helenístico, en esta época surgieron o crecieron otros focos que le disputaron el
protagonismo científico y cultural, como Pérgamo o Éfesos. La corte del reino de Egipto,
gobernado tras la muerte de Alejandro por la dinastía de los Ptolomeos, consiguió atraer
hacia su capital, Alejandría, a lo mejor de la intelectualidad y el arte de la época,
apropiándose así del prestigio de ser la nueva capital cultural del mundo griego. La
deliberada política de mecenazgo de los primeros Ptolomeos llevó a esta ciudad a los
mayores científicos, pensadores y artistas, logrando así que superase en vitalidad y
esplendor a cualquiera de las otras antiguas ciudades griegas, incluyendo la propia Atenas.
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Por su Biblioteca y Museo (que hay que imaginar como muy parecidos a un actual campus
universitario) pasaron la mayor parte de los grandes científicos y artistas de la época
helenística, y bajo el poder de Roma no cesaron ni su fama ni su alto nivel de fecundidad
intelectual. De hecho, la hegemonía de Alejandría como el mayor centro de actividad
intelectual se prolongó hasta el final de la Antigüedad. En matemáticas destacaron
especialmente Euclides, Arquímedes y Apolonio (siglos IV al II a.C.), cuyas investigaciones
para reducir a principios racionales las propiedades de distintas curvas y superficies – lo
que se conoce como el problema de la cuadratura – los colocaron en el umbral del
descubrimiento del análisis matemático, no desarrollado hasta mucho después, a partir
del siglo XVIII, por Newton y Leibniz. En astronomía destacaron: Aristarco (siglo III a.C.),
especialmente relevante para nosotros porque, contra la mentalidad y las opiniones
científicas predominantes en su época, fue el primero en crear y sostener un sistema
heliocéntrico, similar al de Copérnico, como teoría explicativa de los movimientos de los
astros; Eratóstenes (siglos III-II a.C.), que, sirviéndose de un ingenioso método, hizo una
estimación muy aproximada del diámetro terrestre; Hiparco (siglo II a.C.), el creador de los
principales conceptos en los que se basó el sistema geocéntrico que dominó en la
astronomía hasta el siglo XVII; y Claudio Ptolomeo (siglo II d.C.), que llevó la teoría de
Hiparco a su máxima perfección alcanzada en la Antigüedad.
En ciencias naturales, además de los descubrimientos de Arquímedes en estática e
hidrostática, destaca especialmente el desarrollo de la medicina, ya consagrada como
ciencia por Hipócrates (siglos V-IV a.C.), en la que resalta, entre otros, el aristotélico
Galeno (siglo II d.C.).
VI) El neoplatonismo.
Inspirada por la tradición platónica, en el siglo III d.C. surge esta nueva doctrina filosófica
-aunque con marcados rasgos religiosos – y en torno a ella una escuela de pensadores
cuya importancia reside en ser, a través de San Agustín de Hipona una de las principales
fuentes de la sistematización doctrinal del cristianismo, iniciada ya por San Pablo en el
siglo I d.C..
Su creador, Plotino, puede considerarse el último gran filósofo griego de la Antigüedad.
No obstante, sus conceptos y especulaciones fueron adoptados en gran parte de la
obra del judío platónico, Filón de Alejandría (siglos I a.C.-I d.C.). Partiendo de la teoría
de las ideas de Platón y, sobre todo, de su doctrina de la idea de Bien y el lugar
preeminente que ocupaba en el mundo inteligible. Plotino, crea un sistema en el que el
concepto primordial es una entidad divina, absolutamente trascendente, el Uno, del que a
través de un proceso al mismo tiempo espontáneo y necesario, va emanando una
jerarquía de entidades con grados de perfección decrecientes: así, el primer producto de
esa emanación es el Logos, del que a su vez surge el Alma universal.
Sucesivamente nacen seres que forman una especie de escala graduada por la que queda
salvado el abismo entre la imperfección de la materia, el último producto de la emanación
divina, y los seres naturales, por un lado, y el Uno, por otro. A pesar del énfasis dado a la
trascendencia divina del Uno, la filosofía neoplatónica ha sido interpretada a menudo
como una especie de panteísmo, dada la estrecha y natural unión de aquél con la
totalidad de lo real por medio de la emanación que lo produce – y que hace pensar que
esa totalidad es de la misma sustancia que la divinidad de la que nace. Lo que sí está fuera
de toda duda es que esta doctrina, así como las propias prácticas y experiencias místicas
8
de los neoplatónicos, tuvieron luego una destacada influencia sobre una parte de la
filosofía y teología cristianas, así como las judías y musulmanas.
VII) El fin de la Antigüedad y la decadencia intelectual.
Desde el siglo II d.C., el mundo grecorromano empezó a desmoronarse como
consecuencia del declive de Roma ante la creciente amenaza de los llamados pueblos
bárbaros. Política y económicamente el imperio decayó en medio de frecuentes conflictos
en los que se entrecruzaban las intrigas, las conspiraciones militares y los intereses
encontrados de los detentadores del poder. Tampoco hay que descartar que las
diferencias culturales entre el este, de anticuada tradición griega, y el oeste, más
romanizado, abriera fisuras que se hicieron efectivas políticamente con la partición en dos
de los dominios del imperio a la muerte del emperador Teodosio (395). Lo relativamente
sorprendente es que la agonía se prolongara durante tanto tiempo.
Por otra parte, la decadencia política y económica se vio acompañada de importantes
cambios ideológicos y espirituales. Desde el principio de la época helenística, tal vez por el
contacto con los pueblos orientales, pero también por el hondo desarraigo y el extremo
individualismo de los tiempos que corrían, habían avanzado considerablemente las
creencias místicas y esotéricas, se prodigaban los cultos exóticos y las ciencias ocultas
ganaban adeptos por doquier. La propia cultura romana era muy aficionada a las prácticas
de augurios y vaticinios en las que un respetado cuerpo de funcionarios especializados
atendía las demandas de gobernantes y particulares.
En este caldo de cultivo, la expansión del cristianismo no hizo sino alimentar la tendencia
a la fe en lo ultramundano y el desprecio, por vanos, de los intereses de la vida terrena,
incluyendo la ciencia y la filosofía y las bellas artes. Pese al sincero interés por la filosofía
griega que, contra la hostilidad de los primeros apologetas cristianos, comenzaron a tener
algunos doctrinarios de esta religión a partir del siglo III, el talante general de su
mentalidad estaba inclinado al desdén con respecto a los asuntos mundanos y a centrarse
en clarificar, precisar y hacer interpretación del mensaje sagrado de las Escrituras.
Hacia el año 400 un motín de la población cristiana provocó el incendio de la Biblioteca de
Alejandría y la persecución de cuantos se dedicaban en ella a la investigación. Tristemente
célebre es la lapidación de la filósofa neoplatónica Hipatia. Además de las muertes, que
se llevaron consigo el ingenio y la creatividad de tantos, es incalculable la pérdida que este
acontecimiento supuso en obras escritas antiguas de todos los géneros (filosofía, ciencia,
literatura, artes, arquitectura e ingeniería...) e inimaginable el derrotero que la historia
hubiera tomado de no haberse producido tan lamentable episodio. Un hecho así tiene la
suficiente magnitud y significado como para señalar el final de una época de la historia de
la filosofía: la edad Antigua.
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de los neoplatónicos, tuvieron luego una destacada influencia sobre una parte de la
filosofía y teología cristianas, así como las judías y musulmanas.
VII) El fin de la Antigüedad y la decadencia intelectual.
Desde el siglo II d.C., el mundo grecorromano empezó a desmoronarse como
consecuencia del declive de Roma ante la creciente amenaza de los llamados pueblos
bárbaros. Política y económicamente el imperio decayó en medio de frecuentes conflictos
en los que se entrecruzaban las intrigas, las conspiraciones militares y los intereses
encontrados de los detentadores del poder. Tampoco hay que descartar que las
diferencias culturales entre el este, de anticuada tradición griega, y el oeste, más
romanizado, abriera fisuras que se hicieron efectivas políticamente con la partición en dos
de los dominios del imperio a la muerte del emperador Teodosio (395). Lo relativamente
sorprendente es que la agonía se prolongara durante tanto tiempo.
Por otra parte, la decadencia política y económica se vio acompañada de importantes
cambios ideológicos y espirituales. Desde el principio de la época helenística, tal vez por el
contacto con los pueblos orientales, pero también por el hondo desarraigo y el extremo
individualismo de los tiempos que corrían, habían avanzado considerablemente las
creencias místicas y esotéricas, se prodigaban los cultos exóticos y las ciencias ocultas
ganaban adeptos por doquier. La propia cultura romana era muy aficionada a las prácticas
de augurios y vaticinios en las que un respetado cuerpo de funcionarios especializados
atendía las demandas de gobernantes y particulares.
En este caldo de cultivo, la expansión del cristianismo no hizo sino alimentar la tendencia
a la fe en lo ultramundano y el desprecio, por vanos, de los intereses de la vida terrena,
incluyendo la ciencia y la filosofía y las bellas artes. Pese al sincero interés por la filosofía
griega que, contra la hostilidad de los primeros apologetas cristianos, comenzaron a tener
algunos doctrinarios de esta religión a partir del siglo III, el talante general de su
mentalidad estaba inclinado al desdén con respecto a los asuntos mundanos y a centrarse
en clarificar, precisar y hacer interpretación del mensaje sagrado de las Escrituras.
Hacia el año 400 un motín de la población cristiana provocó el incendio de la Biblioteca de
Alejandría y la persecución de cuantos se dedicaban en ella a la investigación. Tristemente
célebre es la lapidación de la filósofa neoplatónica Hipatia. Además de las muertes, que
se llevaron consigo el ingenio y la creatividad de tantos, es incalculable la pérdida que este
acontecimiento supuso en obras escritas antiguas de todos los géneros (filosofía, ciencia,
literatura, artes, arquitectura e ingeniería...) e inimaginable el derrotero que la historia
hubiera tomado de no haberse producido tan lamentable episodio. Un hecho así tiene la
suficiente magnitud y significado como para señalar el final de una época de la historia de
la filosofía: la edad Antigua.
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Filosofía helenística y romana: escuelas estoicismo y epicureismo

  • 1. Colegio Ingles San José Filosofía Prof. Daniel Sanhueza Filosofía en el periodo helenístico y romano I) La crisis del clasicismo. La época clásica de la civilización griega concluye en las postrimerías del siglo IV a.C.. Finaliza con ella una etapa de florecimiento de las artes y el pensamiento, con rasgos socio-políticos y culturales condicionados por las características y la evolución de la polis. Es un tópico pensar que el clasicismo representó una época de equilibrio y armonía en todas las manifestaciones culturales creadas por los griegos, mientras que la época helenística que le sigue se imagina como un periodo de decadencia, desequilibrio, excesos y disonancias artísticas e intelectuales. En realidad, ni la etapa clásica responde del todo fielmente al perfil de una edad dorada y serena – por el contrario, gran parte de los conflictos que estallan en la época helenística vinieron determinados por las profundas fisuras y fuertes contradicciones arrastradas durante siglos por la civilización helena, – ni la época helenística debe ser denigrada como fase de decadencia: en el periodo que ésta última abarcó (convencionalmente hasta el año 31 a.C., cuando, por la batalla de Accio, Octavio Augusto incorporó a Roma el reino helenístico de Egipto) se produjeron en el arte, el pensamiento, la ciencia y la política creaciones verdaderamente geniales que, siendo en gran medida deudoras del clasicismo, no carecen de características propias que en algunos aspectos son más interesantes para nuestra mirada que las creaciones clásicas y de rango al menos equiparable a éstas. Cuando Roma impuso su hegemonía en toda la cuenca del Mediterráneo, su civilización quedó impregnada de la influencia cultural griega, cuyas señas de identidad se mantuvieron así intactas hasta la decadencia y caída del Imperio de Occidente, en el siglo V d.C., y fueron la base sobre la que se asentó en Oriente el Imperio Bizantino. Veamos dos características importantes de la mentalidad helenística que tuvieron honda repercusión en la filosofía de este periodo. II) Desarraigo sociopolítico. Al final del siglo IV se produjo la desaparición de las tradicionales polis griegas como células sociopolíticas fundamentales: absorbidas por el reino macedonio, no resurgieron tras la prematura muerte de Alejandro Magno en 323 a.C., con poco más de 30 años, sino que quedaron integradas en unidades políticas mucho mayores, desde el punto de vista demográfico y geográfico, así como político y administrativo: los reinos helenísticos resultantes de la partición del imperio entre los generales de Alejandro que le sucedieron al no dejar aquél descendencia legítima que heredase el trono. Sin embargo, además de esta circunstancia, se pueden rastrear en la época clásica las razones ideológicas por las que las polis fueron impotentes al intentar recuperar su independencia perdida ante unos reinos no muy estables y en constantes enfrentamientos entre sí. Por un lado, desde que los sofistas, en la edad dorada de la polis democrática, proclamaron el relativismo de las normas y costumbres y, por tanto, la falta de fundamento para cualquier régimen político de arrogarse una posición de superioridad sobre los otros, y por otro, desde que algunos de tales sofistas vaciaron de fundamento el prejuicio heleno de sentirse superiores a los pueblos bárbaros y proclamaran la igualdad de todos los humanos, la marcha de la historia no había sino confirmado con hechos tales posiciones teóricas. 1
  • 2. Alejandro impuso idéntico régimen y los mismos derechos para todos sus súbditos, fueran griegos, persas o egipcios, y había adoptado, en la organización de su vasto imperio, muchas de las fórmulas administrativas de los pueblos conquistados. El localismo griego, representado por los limitados intereses de las minúsculas polis clásicas, estaba condenado a desaparecer. Pero no olvidemos que ya en el siglo V, época dorada del clasicismo, dos estados rivales, Atenas y Esparta, se disputaron en largas y sangrientas guerras la hegemonía política sobre el resto de los pequeños estados que formaban el ámbito griego, una conflictividad que prosiguió durante gran parte del siglo IV con nuevos protagonistas. Naturalmente, la expansión del poder de Roma por gran parte del área cultural helenística no hizo sino afianzar esta desafección por los contextos socio- políticos y culturales de pequeña escala. De hecho, la mentalidad predominante durante este largo periodo histórico se alimentó de una amalgama de elementos heterogéneos, unos propiamente griegos, otros orientalizantes y, naturalmente, otros aportados por la diversidad de pueblos que quedaron bajo el poder romano a lo largo de los siglos. Cuando se piensa en la época helenística, la palabra eclecticismo resume mejor que ninguna otra el espíritu de los tiempos. La actitud, más bien negativa al principio, que la pérdida del marco social y político de la polis produjo en cada vez más personas fue no sentirse arraigado ni perteneciente a ningún país, sino más bien "ciudadano del mundo", kosmopolita. Tal fue la postura defendida por algunas escuelas filosóficas menores, como la de los cínicos – a la que tanto debieron los estoicos – si bien no con el significado positivo que hoy día tiene el término "cosmopolita" – multiculturalismo, tolerancia, encuentro y diálogo entre pueblos, etc. – sino como denuncia de la parcialidad y arbitrariedad, basadas tan sólo en los convencionalismos sociales, del contexto cultural, moral y político de las tradicionales polis. III) Los ideales individualistas. En este nuevo marco sociopolítico e ideológico, en el que los vínculos comunitarios se diluyeron en la vastedad de los grandes imperios, las personas, al perder su sentimiento de pertenencia a un lugar y a un pueblo, se sintieron desarraigadas. La exigencia clásica de fundamentar la acción y la vida humanas en el escenario colectivo de la vida política – algo no cuestionado por Sócrates, Platón ni Aristóteles, e incluso admitido por algunos de los sofistas mayores, como Protágoras y, probablemente, Gorgias – pierde toda su fuerza: el nuevo ideal moral, por el contrario, destaca la necesidad de un bienestar individual, puesto que no hay contexto social y político a través del cual la persona pueda adquirir y practicar la virtud. La época helenística fue una etapa de afirmación individualista, lo cual, en lo filosófico, se plasmó en la autosuficiencia del sabio (sofós), persona que por méritos propios ha adquirido los conocimientos adecuados sobre la realidad y la vida como para saber atenerse en la suya propia a la consecución del fin bueno y verdadero de la existencia humana. Pero este individualismo no descartó del todo la necesidad de establecer vínculos humanos con los otros: se trataba más bien, eso sí, de favorecer aquellas formas de comunidad humana voluntariamente elegidas y cuyo fin era el progreso de la sabiduría individual de sus miembros, las escuelas filosóficas. En su seno, una vez repudiados los hábitos y valores mundanos, se impartía una formación que abarcaba el estudio de la naturaleza y el desarrollo del autodominio y la autosuficiencia propia del sabio helenístico. 2
  • 3. La Academia platónica y el Liceo aristotélico prosiguieron su actividad filosófica y científica a lo largo de todos estos siglos, aunque modificada por estos rasgos que acabamos de describir. La primera, en particular, evolucionó desde posturas platónicas dogmáticas y la especialización en los estudios matemáticos y astronómicos, hacia planteamientos escépticos y eclécticos típicos de la época helenística. La escuela peripatética, por su parte, tuvo desarrollos menores que abarcaron investigaciones científicas e históricas concretas, en la línea de su fundador. Pero a estas dos escuelas ya consagradas en el siglo IV se suman ahora otras con caracteres singularmente helenísticos: el estoicismo y el epicureismo. IV) Las escuelas morales helenísticas. Puede, sin duda, llamarse "morales" a estas escuelas, pues su interés principal era justificar ciertos modelos de conducta y vida como ideales morales deseables para alcanzar el mayor bien. Este interés ético y moral, sin embargo, se apoya en la adquisición de una sabiduría básica sobre la constitución del universo físico, que los miembros de estas escuelas adoptaron, generalmente de forma poco crítica, a partir de las teorías de varios autores presocráticos – aunque con frecuencia se entremezclaban con ella otras doctrinas de elaboración propia que defendían, atribuyéndoselas a tales pensadores antiguos y prestigiosos, por cuya autoridad pretendían darles respaldo –. Saber que el mundo está constituido de una forma o de otra y se rige por unos u otros principios sentaba las bases de una vida verdaderamente sabia y, por tanto, virtuosa, pues el más elevado saber es, para estos autores, el de saber vivir bien, conforme a la naturaleza así desentrañada. Curiosamente las diferencias entre las escuelas se diluyen en este aspecto y en los ideales éticos propuestos. Pese a las discrepancias en cuanto a la concepción del universo y las enseñanzas morales concretas que las distinguen, llama la atención la práctica coincidencia que se da entre todas estas escuelas en cuanto a los rasgos definitorios del sabio: apatía, ataraxía, autodominio, imperturbabilidad, falta de deseos y pasiones individuales, o control estricto sobre ellos. a) Estoicismo. Fundada en Atenas hacia 300 a.C. por Zenón de Citio, el nombre de la escuela deriva del lugar donde sus miembros impartían sus enseñanzas – una stoa o pórtico, lugar típico de las tertulias en las antiguas ágoras o plazas de las polis. – Zenón recibió influencias del cinismo y de la escuela megárica, lo que explica el interés de esta escuela por el estudio de la lógica, uno de los ámbitos de estudio predilectos de los megáricos. Otros estoicos de esta época, seguidores directos de Zenón, fueron Aristón de Quíos, Cleantes y Crisipo. De ellos se conservan sólo los fragmentos citados por autores posteriores. Pero la influencia del estoicismo fue duradera y, a través del cristianismo, llegó a épocas muy posteriores su concepción ascética de la moral. En cuanto al sistema físico, los estoicos recuperaron, complementaron y sistematizaron las ideas de Heráclito, interpretando literalmente la famosa imagen del fuego cósmico: el cosmos está constituido por un fuego eterno que es, al mismo tiempo, la sustancia material de una especie de Razón Universal y de la ley con que gobierna toda la realidad, de la que los estoicos hablan como si se encontrara infiltrada en la naturaleza. Se ha interpretado a menudo esta doctrina como panteísmo y, ciertamente, los estoicos hablan de la Razón Universal como de la divinidad. 3
  • 4. La sustancia es la materia prima de todos los entes: toda ella es eterna, y no crece ni decrece. Pero sus partes no siempre permanecen iguales, sino que se dispersan y se concentran. Por medio de ella se difunde la Razón del Todo, a la que algunos llaman Destino, como la simiente en la procreación. Zenón de Citio, citado por ESTOBEO, Églogas, 1, 11, 5ª. Los estoicos opinan que Dios es, sin duda, lo que es la materia o también que Dios es una cualidad inseparable de la materia y que él mismo transita a través de la materia. Puesto que la razón gobierna el universo, la meta del sabio es vivir de acuerdo con esa racionalidad y con la naturaleza, aceptando resignadamente el destino que se le tenga reservado y elevándose por encima de los deseos y los afanes personales, propios del resto de los humanos, que ignoran lo vano de sus esfuerzos por oponerse a los designios de esa razón universal. Así, el tradicional fatalismo griego, que ya se encontraba en los mitos en la forma de Hado, halla aquí su forma filosófica más depurada. El conocimiento y la aceptación por el sabio de su destino le lleva a la apatía, actitud de desapego de toda pasión y deseo, por el que se hace autosuficiente – ya que no quiere ni necesita nada que no dependa de sí mismo, no hay más necesidades que aquéllas que uno pueda satisfacer por sí, sin depender de nada ni de nadie – y libre, puesto que hace coincidir su propia voluntad con lo que de todas formas va a suceder. En resumidas cuentas, el saber lleva a la conciencia del orden necesario y racional de la realidad y se identifica con la virtud, en tanto vida conforme a la naturaleza y su orden necesario. De ese conocimiento y esa actitud de aceptación del destino le vendrá al sabio todo el bien posible en la vida, frente al ignorante que la desperdiciará luchando inútilmente por afanarse en lograr sus metas individuales y descarriadas. Parécele, en efecto, a Zenón y a los filósofos estoicos que le siguen que hay dos clases de hombres, la de los sabios y la de los ignorantes; que es propio de los sabios practicar las virtudes durante toda la vida, y de los ignorantes practicar los vicios. Por eso, a los unos les corresponde acertar siempre en todas las cosas que emprenden, y a los otros, equivocarse. Y el hombre sabio, aprovechando las experiencias de la vida en las cosas que realiza, todo lo hace bien, con sabiduría y templanza y conforme a las demás virtudes; el ignorante, por el contrario, [todo lo hace mal]. Y el sabio (...) ni es obligado por nadie ni a nadie obliga; no es impedido ni impide; no sufre violencia de nadie ni a nadie hace violencia; no domina ni es dominado; no perjudica a nadie ni él mismo es perjudicado (...). Es, en gran manera, feliz, afortunado, dicho- so, rico, piadoso, amigo de los dioses, venerable, regio, apto para el mando militar, sociable, buen administrador de la casa y del dinero. ESTOBEO, Églogas, II, 7, 11 g. Esta doctrina se entendió en siglos posteriores, en lo que se refiere a la conducta moral concreta, como exaltación del cumplimiento del deber, lo que hizo del estoicismo una escuela bien vista en los círculos burocráticos y políticos del poder romano, al incentivar la obediencia y la sumisión. Precisamente dos de los más destacados seguidores del estoicismo fueron el cordobés, consejero de Nerón (y víctima suya) Séneca (siglo I d.C.) y el emperador Marco Aurelio (siglo II d.C.). b) Epicureismo. 4
  • 5. Epicuro de Samos (342/1 - 271/0 a.C.) fundó en Atenas, hacia 306, una escuela filosófica y moral que adquirió celebridad por localizarse en un jardín y enseñar el hedonismo moral. La obra escrita de Epicuro fue, al parecer, extensa, pero por desgracia sólo nos han quedado algunos fragmentos, si bien muy significativos, como las Cartas a Herodoto y a Meneceo, que contienen sendas síntesis de las doctrinas físicas y éticas de la escuela. La fuente de estudio más extensa y detallada del epicureismo es el poema De Rerum Natura, del romano Lucrecio (siglo I a.C.). También el epicureismo, como hizo el estoicismo con Heráclito, adoptó un sistema físico presocrático: el del atomista Demócrito, que los miembros de la escuela, empezando por el propio Epicuro, desarrollaron y adaptaron a sus propias necesidades. Éstas comprendían varios objetivos prácticos que, en lo moral, consistían en la refutación de los tres temores fundamentales que angustian al alma humana: el destino, que no existe, pues todo es resultado del azar de los movimientos y choques de los átomos, la muerte, que es el fin absoluto del ser humano, de modo que no hay que temer castigos ni penas en una inexistente vida de ultratumba, y los dioses, que son seres materiales, aunque perfectísimos, por lo que viven desentendidos de las vicisitudes humanas. En antagonismo, tal vez deliberado, con la filosofía de Platón, la filosofía de Epicuro es el puro reverso de aquélla: la negación de la inmortalidad del alma humana y la adopción de un sistema metafísico materialista le llevan a tomar, como fin moral último y máximo bien al que la persona puede aspirar, la búsqueda del placer – una doctrina que Epicuro pudo haber tomado prestada de la escuela cirenaica, conocida por su hedonismo sin tapujos. Ahora bien, la verdadera sabiduría consiste en conocer la naturaleza del auténtico placer, aquél que no tiene consecuencias indeseables que hagan de su disfrute una antesala al dolor. En primer lugar, se deben buscar los placeres duraderos, no los efímeros: el sabio es el que sabe elegir el placer como un estado perdurable, sin sobresaltos ni temores a su pérdida. Dicha búsqueda debe basarse principalmente en la evitación del dolor. El sabio tiene la habilidad de calcular los efectos de sus acciones y prever las consecuencias dolorosas de una mala elección antes de tomarla. Así pues, el ideal moral, la verdadera sabiduría epicúrea, consiste en la ataraxía – la serenidad del alma – y la salud del cuerpo. Pero aun frente a las adversidades que no puedan ser evitadas, cuando sobrevengan la enfermedad y la vejez, los sufrimientos corporales inevitables pueden verse compensados por los placeres intelectuales del alma, como los que causa el mismo saber o los que acompañan a la amistad. El sabio epicúreo, por tanto, se caracteriza por la autosuficiencia y el autocontrol, sabe en cada momento calcular los placeres adecuados que se pueden seguir de su conducta y, además, es capaz de reducir al máximo sus necesidades para eliminar cualquier atisbo de dolor y sufrimiento. Estos son algunos fragmentos de la Carta a Meneceo, en la que se resumen de manera clara y concisa las principales enseñanzas de Epicuro en cuanto a la actitud del sabio: Nadie por ser joven vacile en filosofar ni por hallarse viejo de filosofar se fatigue. Pues nadie está demasiado adelantado ni retardado para lo que concierne a la salud de su alma. El que dice que aún no le llegó la hora de filosofar o que ya le ha pasado es como quien dice que no se le presenta o que ya no hay tiempo para la felicidad.(...) Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para nosotros. Porque todo bien y mal reside en la sensación, y la muerte es privación del sentir. Por lo tanto el recto 5
  • 6. conocimiento de que nada es para nosotros la muerte hace dichosa la condición mortal de nuestra vida, no porque le añada una duración ilimitada, sino porque elimina el ansia de inmortalidad.(...) El sabio, en cambio, ni rehúsa la vida ni teme el no vivir. Porque no le abruma el vivir ni considera que sea algún mal el no vivir. Y así como en su alimento no elige en absoluto lo más cuantioso sino lo más agradable, así también del tiempo saca fruto no al más largo sino al más placentero.(...) Un conocimiento firme de [los] deseos sabe (...) referir cualquier elección o rechazo a la salud del cuerpo y la serenidad del alma, porque eso es la conclusión del vivir feliz. Con ese objetivo, pues, actuamos en todo, para no sufrir dolor ni pesar.(...) Desde luego todo placer (...) es un bien, aunque no sea aceptable cualquiera. De igual modo cualquier dolor es un mal, pero no todo dolor ha de ser evitado siempre. Conviene, por tanto, mediante el cálculo y la atención a los beneficios y los inconvenientes juzgar todas estas cosas, porque en algunas circunstancias nos servimos de algo bueno como un mal y, al contrario, de algo malo como un bien. Así que la autosuficiencia la consideramos un gran bien, no para que en cualquier ocasión nos sirvamos de poco, sino para que, siempre que no tenemos mucho, nos contentemos con ese poco, verdaderamente convencidos de que más gozosamente disfrutan de la abundancia quienes menos necesidad tienen de ella, y de que todo lo natural es fácil de conseguir y lo superfluo difícil de obtener. EPICURO, “Carta a Meneceo” en Carlos GARCÍA GUAL, Epicuro. Alianza Editorial, págs. 135-137. c) Escepticismo. El término “escepticismo” deriva del verbo griego “skopéo”, que significa “observar, mirar”. La probable razón de esta etimología es que el escéptico se limita a observar, a mirar la realidad, sin sacar conclusiones precipitadas sobre ella, sin defender dogmas injustificados acerca de su naturaleza, de su esencia última. Por contra a las anteriores, el escepticismo no constituye una escuela con una trayectoria institucional históricamente continuada, sino una corriente de pensamiento que gana adeptos sin formar un grupo académicamente organizado. Sólo en el siglo II d.C. tomó un cierto carácter escolar, de la mano de uno de sus principales representantes, Sexto Empírico. Por otro lado, este planteamiento filosófico hunde sus raíces en el relativismo sofista, ya más o menos abocado a conclusiones escépticas. Pirrón de Elis (n.360; m.270 a.C.) fue el iniciador de esta doctrina (conocida por eso también como pirronismo) que, basándose en la distinción hecha por los atomistas entre cualidades sensibles – subjetivas y engañosas – y cualidades de los átomos – cuantitativas, objetivas, pero imperceptibles por los sentidos porque se refieren a las unidades últimas e invisibles de la materia, – llega a la conclusión de que nunca es posible adquirir un conocimiento cierto acerca de nada. La actitud más sabia es, por tanto, abstenerse de hacer afirmaciones acerca de la realidad y practicar la permanente suspensión del juicio – epojé. – También el juicio moral es suspendido: nada podemos saber sobre el bien y el mal, puesto que nuestras capacidades de discernimiento moral, como las del conocimiento físico, son engañosas. Al abstenerse de tales juicios y de las preocupaciones que entrañan, el ser humano adquiere serenidad o ataraxía, máximo exponente, como en los epicúreos, de la sabiduría. Puede que, en todo caso, con espíritu más bien pragmático y para evitar complicaciones que amenacen esa serenidad, el sabio opte por atenerse a las opiniones más probables, a la costumbre y a las leyes que circunstancialmente gobiernan en el entorno social. 6
  • 7. El escepticismo tuvo gran éxito entre los miembros de la Academia platónica a partir del siglo III a.C., pues constituyó una buena herramienta dialéctica contra los planteamientos estoicos, a los que se oponían y que tachaban de dogmáticos e irracionales – principalmente los referidos a la Razón universal y la pretendida conformidad del sabio estoico a la naturaleza. Igualmente es de destacar la figura de Sexto Empírico (nacido probablemente en Apolonia, en la región Norafricana de la Cirenaica, durante la segunda mitad del siglo I d.C. y muerto en Alejandría, entre los años 130 y 140), heredero de la filosofía pirrónica. Este autor recopiló, sistematizó y expuso en sus Esbozos Pirrónicos el pensamiento escéptico de una manera que se consideró canónica y tuvo una enorme influencia en el Renacimiento, particularmente en el pensamiento de Michel de Montaigne y, a través de éste, en Descartes y toda la filosofía moderna. La obra de Sexto está dedicada a la crítica sistemática de las posturas filosóficas de las otras escuelas, que son consideradas dogmáticas, y a las que opone la actitud escéptica de no dar la aprobación a ninguna afirmación sobre la realidad más allá de la mera evidencia de los fenómenos inmediatos. De él son estas palabras que sintetizan a la perfección los planteamientos del escepticismo. Con razón decimos que el fundamento del escepticismo es la esperanza de conservar la serenidad de espíritu. En efecto, los hombres mejor nacidos, angustiados por la confusión existente en las cosas y dudando de con cuál hay que estar más de acuerdo, dieron en investigar qué es la Verdad en las cosas y qué la Falsedad; ¡como si por la solución de esas cuestiones se mantuviera la serenidad de espíritu! Por el contrario el fundamento de la construcción escéptica es ante todo que a cada proposición se le opone otra proposición de igual valor. A partir de eso, (...) esperamos llegar a no dogmatizar. (...) el escéptico no dogmatiza (...), el escéptico asiente a las sensaciones que se imponen a su imaginación (...). En efecto, el que dogmatiza establece como real el asunto sobre el que se dice que dogmatiza, mientras que el escéptico no establece sus expresiones como si fueran totalmente reales; pues supone que del mismo modo que la expresión “todo es falso” dice que, junto con las otras cosas, también ella es falsa e igualmente la expresión “nada es verdad”; así también la expresión “ninguna cosa es más” dice que, junto con las otras cosas, tampoco ella es más y por eso se autolimita a sí misma junto con las demás cosas. (...) el escéptico presenta sus expresiones de forma que implícitamente se autolimitan (...).Y lo más importante: en la exposición de esas expresiones dice lo que a él le resulta evidente y expone sin dogmatismos su sentir, sin asegurar nada sobre la realidad exterior. SEXTO EMPÍRICO, Esbozos Pirrónicos. Libro I, cap. VI, VII. V) La influencia de Alejandría. Pese a que Atenas siguió siendo sede de las principales escuelas filosóficas durante el periodo helenístico, en esta época surgieron o crecieron otros focos que le disputaron el protagonismo científico y cultural, como Pérgamo o Éfesos. La corte del reino de Egipto, gobernado tras la muerte de Alejandro por la dinastía de los Ptolomeos, consiguió atraer hacia su capital, Alejandría, a lo mejor de la intelectualidad y el arte de la época, apropiándose así del prestigio de ser la nueva capital cultural del mundo griego. La deliberada política de mecenazgo de los primeros Ptolomeos llevó a esta ciudad a los mayores científicos, pensadores y artistas, logrando así que superase en vitalidad y esplendor a cualquiera de las otras antiguas ciudades griegas, incluyendo la propia Atenas. 7
  • 8. Por su Biblioteca y Museo (que hay que imaginar como muy parecidos a un actual campus universitario) pasaron la mayor parte de los grandes científicos y artistas de la época helenística, y bajo el poder de Roma no cesaron ni su fama ni su alto nivel de fecundidad intelectual. De hecho, la hegemonía de Alejandría como el mayor centro de actividad intelectual se prolongó hasta el final de la Antigüedad. En matemáticas destacaron especialmente Euclides, Arquímedes y Apolonio (siglos IV al II a.C.), cuyas investigaciones para reducir a principios racionales las propiedades de distintas curvas y superficies – lo que se conoce como el problema de la cuadratura – los colocaron en el umbral del descubrimiento del análisis matemático, no desarrollado hasta mucho después, a partir del siglo XVIII, por Newton y Leibniz. En astronomía destacaron: Aristarco (siglo III a.C.), especialmente relevante para nosotros porque, contra la mentalidad y las opiniones científicas predominantes en su época, fue el primero en crear y sostener un sistema heliocéntrico, similar al de Copérnico, como teoría explicativa de los movimientos de los astros; Eratóstenes (siglos III-II a.C.), que, sirviéndose de un ingenioso método, hizo una estimación muy aproximada del diámetro terrestre; Hiparco (siglo II a.C.), el creador de los principales conceptos en los que se basó el sistema geocéntrico que dominó en la astronomía hasta el siglo XVII; y Claudio Ptolomeo (siglo II d.C.), que llevó la teoría de Hiparco a su máxima perfección alcanzada en la Antigüedad. En ciencias naturales, además de los descubrimientos de Arquímedes en estática e hidrostática, destaca especialmente el desarrollo de la medicina, ya consagrada como ciencia por Hipócrates (siglos V-IV a.C.), en la que resalta, entre otros, el aristotélico Galeno (siglo II d.C.). VI) El neoplatonismo. Inspirada por la tradición platónica, en el siglo III d.C. surge esta nueva doctrina filosófica -aunque con marcados rasgos religiosos – y en torno a ella una escuela de pensadores cuya importancia reside en ser, a través de San Agustín de Hipona una de las principales fuentes de la sistematización doctrinal del cristianismo, iniciada ya por San Pablo en el siglo I d.C.. Su creador, Plotino, puede considerarse el último gran filósofo griego de la Antigüedad. No obstante, sus conceptos y especulaciones fueron adoptados en gran parte de la obra del judío platónico, Filón de Alejandría (siglos I a.C.-I d.C.). Partiendo de la teoría de las ideas de Platón y, sobre todo, de su doctrina de la idea de Bien y el lugar preeminente que ocupaba en el mundo inteligible. Plotino, crea un sistema en el que el concepto primordial es una entidad divina, absolutamente trascendente, el Uno, del que a través de un proceso al mismo tiempo espontáneo y necesario, va emanando una jerarquía de entidades con grados de perfección decrecientes: así, el primer producto de esa emanación es el Logos, del que a su vez surge el Alma universal. Sucesivamente nacen seres que forman una especie de escala graduada por la que queda salvado el abismo entre la imperfección de la materia, el último producto de la emanación divina, y los seres naturales, por un lado, y el Uno, por otro. A pesar del énfasis dado a la trascendencia divina del Uno, la filosofía neoplatónica ha sido interpretada a menudo como una especie de panteísmo, dada la estrecha y natural unión de aquél con la totalidad de lo real por medio de la emanación que lo produce – y que hace pensar que esa totalidad es de la misma sustancia que la divinidad de la que nace. Lo que sí está fuera de toda duda es que esta doctrina, así como las propias prácticas y experiencias místicas 8
  • 9. de los neoplatónicos, tuvieron luego una destacada influencia sobre una parte de la filosofía y teología cristianas, así como las judías y musulmanas. VII) El fin de la Antigüedad y la decadencia intelectual. Desde el siglo II d.C., el mundo grecorromano empezó a desmoronarse como consecuencia del declive de Roma ante la creciente amenaza de los llamados pueblos bárbaros. Política y económicamente el imperio decayó en medio de frecuentes conflictos en los que se entrecruzaban las intrigas, las conspiraciones militares y los intereses encontrados de los detentadores del poder. Tampoco hay que descartar que las diferencias culturales entre el este, de anticuada tradición griega, y el oeste, más romanizado, abriera fisuras que se hicieron efectivas políticamente con la partición en dos de los dominios del imperio a la muerte del emperador Teodosio (395). Lo relativamente sorprendente es que la agonía se prolongara durante tanto tiempo. Por otra parte, la decadencia política y económica se vio acompañada de importantes cambios ideológicos y espirituales. Desde el principio de la época helenística, tal vez por el contacto con los pueblos orientales, pero también por el hondo desarraigo y el extremo individualismo de los tiempos que corrían, habían avanzado considerablemente las creencias místicas y esotéricas, se prodigaban los cultos exóticos y las ciencias ocultas ganaban adeptos por doquier. La propia cultura romana era muy aficionada a las prácticas de augurios y vaticinios en las que un respetado cuerpo de funcionarios especializados atendía las demandas de gobernantes y particulares. En este caldo de cultivo, la expansión del cristianismo no hizo sino alimentar la tendencia a la fe en lo ultramundano y el desprecio, por vanos, de los intereses de la vida terrena, incluyendo la ciencia y la filosofía y las bellas artes. Pese al sincero interés por la filosofía griega que, contra la hostilidad de los primeros apologetas cristianos, comenzaron a tener algunos doctrinarios de esta religión a partir del siglo III, el talante general de su mentalidad estaba inclinado al desdén con respecto a los asuntos mundanos y a centrarse en clarificar, precisar y hacer interpretación del mensaje sagrado de las Escrituras. Hacia el año 400 un motín de la población cristiana provocó el incendio de la Biblioteca de Alejandría y la persecución de cuantos se dedicaban en ella a la investigación. Tristemente célebre es la lapidación de la filósofa neoplatónica Hipatia. Además de las muertes, que se llevaron consigo el ingenio y la creatividad de tantos, es incalculable la pérdida que este acontecimiento supuso en obras escritas antiguas de todos los géneros (filosofía, ciencia, literatura, artes, arquitectura e ingeniería...) e inimaginable el derrotero que la historia hubiera tomado de no haberse producido tan lamentable episodio. Un hecho así tiene la suficiente magnitud y significado como para señalar el final de una época de la historia de la filosofía: la edad Antigua. 9
  • 10. de los neoplatónicos, tuvieron luego una destacada influencia sobre una parte de la filosofía y teología cristianas, así como las judías y musulmanas. VII) El fin de la Antigüedad y la decadencia intelectual. Desde el siglo II d.C., el mundo grecorromano empezó a desmoronarse como consecuencia del declive de Roma ante la creciente amenaza de los llamados pueblos bárbaros. Política y económicamente el imperio decayó en medio de frecuentes conflictos en los que se entrecruzaban las intrigas, las conspiraciones militares y los intereses encontrados de los detentadores del poder. Tampoco hay que descartar que las diferencias culturales entre el este, de anticuada tradición griega, y el oeste, más romanizado, abriera fisuras que se hicieron efectivas políticamente con la partición en dos de los dominios del imperio a la muerte del emperador Teodosio (395). Lo relativamente sorprendente es que la agonía se prolongara durante tanto tiempo. Por otra parte, la decadencia política y económica se vio acompañada de importantes cambios ideológicos y espirituales. Desde el principio de la época helenística, tal vez por el contacto con los pueblos orientales, pero también por el hondo desarraigo y el extremo individualismo de los tiempos que corrían, habían avanzado considerablemente las creencias místicas y esotéricas, se prodigaban los cultos exóticos y las ciencias ocultas ganaban adeptos por doquier. La propia cultura romana era muy aficionada a las prácticas de augurios y vaticinios en las que un respetado cuerpo de funcionarios especializados atendía las demandas de gobernantes y particulares. En este caldo de cultivo, la expansión del cristianismo no hizo sino alimentar la tendencia a la fe en lo ultramundano y el desprecio, por vanos, de los intereses de la vida terrena, incluyendo la ciencia y la filosofía y las bellas artes. Pese al sincero interés por la filosofía griega que, contra la hostilidad de los primeros apologetas cristianos, comenzaron a tener algunos doctrinarios de esta religión a partir del siglo III, el talante general de su mentalidad estaba inclinado al desdén con respecto a los asuntos mundanos y a centrarse en clarificar, precisar y hacer interpretación del mensaje sagrado de las Escrituras. Hacia el año 400 un motín de la población cristiana provocó el incendio de la Biblioteca de Alejandría y la persecución de cuantos se dedicaban en ella a la investigación. Tristemente célebre es la lapidación de la filósofa neoplatónica Hipatia. Además de las muertes, que se llevaron consigo el ingenio y la creatividad de tantos, es incalculable la pérdida que este acontecimiento supuso en obras escritas antiguas de todos los géneros (filosofía, ciencia, literatura, artes, arquitectura e ingeniería...) e inimaginable el derrotero que la historia hubiera tomado de no haberse producido tan lamentable episodio. Un hecho así tiene la suficiente magnitud y significado como para señalar el final de una época de la historia de la filosofía: la edad Antigua. 9