El documento describe la historia de la región de Pitalito en el departamento de Huila, Colombia. Comienza con la llegada de los españoles liderados por Sebastián de Belalcázar en 1538 y la fundación de la ciudad. Más tarde, un cacique indígena llamado Gaitana lideró una rebelión contra los españoles en venganza por la muerte de su madre a manos del gobernador Pedro de Añasco. Aunque la rebelión de Gaitana terminó en tragedia, se convirtió en un símbolo de la resistencia indí
1. LA GAITANA
La ciudad de Pitalito en el Huila surgió en un rincón perdido del alto Magdalena. Por ahí
cruzan una red de carreteras que llevan al mar Caribe.
El valle de Laboyos, en el alto río Magdalena, entró temprano a los mapas del nuevo reino de
Granada. La región estaba densamente poblada cuando los hombres de Sebastián de Belalcázar
pasaron por aquí en 1538, en su camino de Popayán a la sabana de Bogotá. Y fueron -que conste
para la historia- bien recibidos en estas tierras. Belalcázar, sin embargo, tenía otras ideas en mente
en su ansiosa búsqueda de El Dorado, y no se detuvo aquí mucho tiempo. En su lugar, dejó
encargado a Pedro de Añasco.
Cuenta el cronista Juan de Castellanos que desde su sede en Timaná, pocas leguas al norte del
valle de Laboyos, Añasco se tomó demasiado en serio su papel de gobernante. Obligaba, por
ejemplo, a todos sus caciques a rendirle tributo, hasta el día en que uno de ellos se negó a aceptar
ese vasallaje. Por orden de Añasco los soldados españoles capturaron al cacique remiso, lo
arrastraron y luego lo quemaron vivo en la hoguera, ante los ojos de una madre que imploraba
perdón.
Esta mujer indígena pasaría al terreno de la leyenda con el improbable nombre de Gaitana. Con
esfuerzo, ella logró que se unieran a su causa de venganza los paeces con los coyaimas, y éstos
con los pijaos, para acorralar poco a poco a los españoles. Cada reacción de los blancos se
convertía en una matanza de indios digna de epopeya. Tras muchas batallas, la Gaitana logró un
día tener a sus pies al derrotado Añasco.
Según el relato de Castellanos, con una soga que le atravesaba de abajo a arriba la mandíbula, el
español fue arrastrado, sin ojos, de pueblo en pueblo. Sus extremidades fueron luego cercenadas
y sus genitales mutilados, antes de morir. Vino, claro, la represalia, y la cacica, para completar este
capítulo trágico, se lanzó a la muerte en el sitio de Pericongo, un estrecho del río Magdalena entre
los municipios huilenses de Timaná y Altamira.
Algunos autores, vale decirlo, han dudado de las bases históricas del mito de la Gaitana. “El caso
de La Gaitana es paradigmático en América Latina” dice el historiador Bernardo Tovar, un
estudioso del tema. “La imagen con que la indígena desplegó una resistencia bélica contra los
españoles en cada época se ha resignificado: símbolo de la lucha de la mujer, de la tierra, de la
maternidad, de la libertad, emblema de la conquista, mito guerrillero, en fin”.
Pero no, no es con Añasco y con la Gaitana que comienza la historia de este valle de Laboyos.
Muchos siglos antes, y durante el lapso de todo un milenio, ya había en estas tierras una
civilización que labró elaboradas figuras de piedra que quedaron sembradas en todas partes.
Las primeras descripciones de las esculturas agustinianas prehispánicas las hizo en el siglo XVIII,
en sus Maravillas de la naturaleza, fray Juan de Santa Gertrudis, el mismo autor que atribuye el
origen del nombre del valle a los bollas, una etnia local. También visitaron el valle y sus estatuas
de piedra el sabio Francisco José de Caldas y Agustín Codazzi, años más tarde. Después de la
llegada de los españoles, y en solo un par de generaciones, casi todos los hombres indígenas del
alto Huila habían muerto en las epidemias, las batallas o las masacres.
Las mujeres tuvieron mejor suerte; muchas sobrevivieron, y cuando no procrearon ellas mismas
hijos de españoles, sí cuidaron de los hijos de los invasores. Por eso es que en el Huila -asegura el
historiador Joaquín García Borrero- aunque el tipo sea español, el alma es aborigen.
2. Los peligros que representaban los indígenas para el
cruce de la Cordillera aquí tan al sur perjudicaron a la
región por más de dos siglos. Para ir de Bogotá a
Popayán y Quito la gente pasó a preferir el camino del
Quindío, entre Ibagué y Cartago, mucho más elevado
que éste.
Las tierras de este fértil valle de clima medio ubicado
en una esquina del mapa se convirtieron en un enorme
latifundio, la hacienda de Laboyos, cuya extensión no
se medía en acres, hectáreas o fanegadas, sino en
miles de kilómetros cuadrados.
El más ilustre de sus propietarios fue José Hilario López, el presidente payanés de nacimiento pero
opita de adopción que libertó a los esclavos en 1851. La hacienda fue heredada por su hijo
Ricaurte López, pero fue bajo la administración de Leonidas Lara (padre del empresario caqueteño
Oliverio Lara), que alcanzó su máximo esplendor entre 1891 y 1902. Al comenzar la guerra de los
Mil Días en la hacienda Laboyos había 120,000 cafetos, elaborados sistemas de riego y procesos
tecnificados de trabajo agrícola.
“Laboyanos” es todavía el gentilicio de los habitantes de Pitalito. Del caserío que se formó en
aquella hacienda partieron los pobladores de Pitalito, cuando éste se transformó en el sitio actual,
hacia 1818. Incluso después de la desaparición del último pijao, por mucho tiempo llegar hasta allí
desde el centro del país fue toda una aventura. Hoy los laboyanos ven a su pueblo como la puerta
de entrada a América del Sur.
A unos pasos está el río Magdalena, y la red de carreteras que acompañan su curso hasta el mar
Caribe. Remontando la cordillera Central se llega con relativa facilidad a Popayán o al Valle del
Cauca, y al océano Pacífico. Se puede seguir el mismo camino hacia Ecuador y más al sur. Y con
las rutas que llevan a Florencia y a Mocoa se integra el centro de Colombia con las fronteras aún
inexplotadas de la Amazonia.
De ese rincón de Colombia, al borde del mapa de la civilización, en donde tanto tiempo estuvo
Pitalito, esta segunda ciudad del Huila ha pasado a ser toda una encrucijada de vías y de
comercio. Podría uno confiar en que lo mejor de su historia esté aún por escribir.
Diego Andrés Rosselli Cock, MD