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De qué estamos hablando cuando hablamos de Marketing Sostenible
Parece difícil admitirlo, pero es una suerte vivir en un momento tan complicado para nuestra socie-
dad. La profunda crisis que nos está aplastando deberá servirnos para replantearnos muchas cosas,
y una de ellas será la forma de entender el modelo de Marketing en nuestras organizaciones.
En WINC creemos que ha llegado el momento de cambiar e interpretar los mercados, los consumi-
dores y las marcas como un todo armónico y sostenible. Un nuevo escenario en el que desaparece
la nomenclatura bélica y agresiva, propia de un lenguaje de Marketing clásico y que tanto daño nos
hace, y amanece un nuevo mundo en el que productores y consumidores se acercan para encontrar
espacios de relación a largo plazo.
En los últimos años hemos asistido a una burbuja de consumo que nos ha aportado muy poco valor
y que ha creado un desapego entre organizaciones y personas. Una distancia que se ha llenado
de desconfianza debido a las prácticas abusivas a las que nos ha llevado un modelo basado en la
competitividad, el crecimiento y el ansia por la riqueza y el poder. Ahora las cuerdas se han roto, las
organizaciones buscan a la desesperada adaptarse a una nueva realidad en la que las personas sólo
pretenden sobrevivir en un presente-futuro devastado por la crisis. Un escenario que algunos ya han
etiquetado como “la posguerra del consumo”.
Pero también es verdad que algunas marcas están emergiendo como nuevos referentes en la socie-
dad, por su propuesta de valor, por la transparencia y la honestidad de su oferta y, especialmente,
por su forma de conversar y de relacionarse con los consumidores. Ellos practican lo que nosotros
llamamos Marketing Sostenible: una nueva forma de entender las marcas, donde los profesionales de
Marketing dejaremos de ser “pescadores” para convertirnos en “agricultores”.
El relato que a continuación te invitamos a leer es una parábola que intenta explicar la esencia del
Marketing Sostenible.
Disfrútalo y, se te gusta, compártelo.
#marketingSostenible
Mucha gente ya está hablando de Marketing Sostenible desde hace tiempo. Por suerte.
La historia de Karpos, un pueblo de pescadores
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El viento azotaba la ventana de la habitación de Hakin en una fría mañana de invierno que despertaba
la remota isla de Karpos. Hakin estaba inmerso en sus sueños mientras el viento del norte no paraba
de golpear las rústicas puertas y las ventanas, que abrían el castillo de Karpos a los cuatro vientos,
sobre una colina que dominaba el puerto de pescadores de aquella próspera localidad.
Hakin estaba absolutamente envuelto en sus mantas y sólo dejaba un pequeño orificio que formaba
un canal que le servía para respirar y que le permitía exhalar e inhalar el viento que llegaba vivo, fuerte
y salado del mar de Kaposonia. Al poco rato, ya no sólo era el viento el que quería despertarle, era el
movimiento de la servidumbre del castillo trajinando arriba y abajo y, a lo lejos, los gritos de los mari-
neros estibando los barcos y preparando los aparejos de pesca. Karpos se despertaba cada mañana
con la energía de un pueblo vivo y radiante.
- Hakin, despierta.- Una voz ruda golpeó su tímpano como si fuera un martillo.
- Papá. No quiero salir hoy.
- Hijo. Vivimos de la pesca y nosotros tenemos que ser los primeros en dar ejemplo.
- Pero, es que... No me encuentro muy bien, papá.
Desde la habitación, Hakin pudo escuchar, en un segundo plano, la voz dulce y angelical de su madre
que se dirigía a su padre.
- Hakin padre. Déjalo dormir hoy - le dijo con cariño.
- Los Hakin somos una dinastía de pescadores. Llevamos más de 500 años en el mar y mi hijo, como
un buen Hakin que es, no va a romper esa tradición.
- Déjalo, sólo es un niño.
- Un niño, no- respondió con fuerza. Tu hijo es un Hakin, y un Hakin es un pescador por encima de
todo. Yo, a su edad, ya había cazado una ballena y él todavía no ha querido salir ni una sola mañana
con su padre.
- Pero a él quizás no le gusta. Tienes que entenderlo.
- Pues entonces deberá renunciar al trono el día que llegue su hora.
- Aún es pequeño. Déjalo, ya veremos qué ocurre más adelante.
- Mujeres y niños... No entiendo cómo podéis ser tan frágiles.
- No somos frágiles. Somos sensibles y tú, Hakin padre, también tienes un gran corazón detrás de
esa coraza de duro pescador. Anda, vete al muelle y deja al chico hoy, que hace mucho frío.
Karpos era una isla que llevaba cientos de años viviendo de la pesca y estaba reinada por la dinastía
de los Hakin. Hakin padre, el rey de Karpos, había llegado a ser uno de los pescadores más expertos
de la legendaria historia de la isla y, según decían, era uno de los mejores pescadores de todos los
mares conocidos. Desde que llegó al trono, tras la muerte de Hakin abuelo, ya hacía unos años, había
conseguido en muy poco tiempo unos niveles de riqueza jamás conocidos, gracias a las técnicas de
pesca modernas que había incorporado. La isla había pasado de ser un pequeño pueblo de pescado-
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res a convertirse en un centro estratégico de pesca en el mar de Kaposonia.
Hakin hijo se despertó cuando su padre ya bajaba junto a su séquito de pescadores hacia el embar-
cadero. Desde su ventana podía ver cada mañana los barcos de pesca que estaban abarloados, unos
junto a otros, formando un imponente ejército, preparado para hacerse a la mar. Esa mañana, con
los primeros rayos de sol asomando por el este, Hakin observaba a docenas de pescadores rudos y
fuertes cómo preparaban con esmero los aparejos de pesca: cañas, redes de arrastre, cebo, etc. Los
patrones de las embarcaciones y sus marineros, estibaban los barcos con diligencia, moviéndose
con destreza por los botes de pesca que no cesaban de balancear de un lado a otro a consecuen-
cia del movimiento del agua que anunciaba que mar adentro sería mar gruesa. Hakin los observaba
con detalle. Le gustaba curiosear todo aquello que ocurría en su entorno y aquella escena, la de los
pesqueros balanceándose y amontonándose, y los marineros saltando de regala en regala de las
barcazas como si fueran saltimbanquis pronunciando todavía más la oscilación de los barcos, le
resultaba divertida. Luego, al cabo de un buen rato, los vio partir traspasando la bocana del puerto y
dirigiéndose todos, en fila india, al oeste. Un batallón de pesqueros a la caza de sus presas, en busca
de la riqueza de Karpos. A Hakin le gustaba la imagen pictórica que se encuadraba en su ventana,
pero cuando reflexionaba, se veía allí, en el mar, con su padre el rey de Karpos y con todos esos pes-
cadores alzando sus presas ensangrentadas como grandes trofeos, y no le gustaba la imagen que se
dibujaba en su cabeza.
Después de desayunar, Hakin hijo le dijo a su madre que se iba a pasear. En realidad, más que a pa-
sear se iba a explorar. Primero en el castillo, se pasaba el día estudiando los movimientos del servicio:
doncellas que iban de un lado a otro haciendo sus labores, los soldados que permanecían estáticos
en las entradas de la fortaleza y, sobre todo, le gustaba analizar a todo aquel que entraba y salía de
la fortificación. Le gustaba imaginar de dónde procedían y a dónde se dirigían todas aquellas perso-
nas que venían a comprar pescado a la lonja del castillo. Cuando se hizo un poco mayor, su madre le
dejaba salir del castillo y así podía desarrollar su faceta de explorador. A diferencia de la saga de los
Hakin que, por supuesto, eran todos exploradores del mar, a él siempre le había llamado la atención
el campo. Nadie sabía por qué este pequeño Hakin evitaba el azul del mar y se sentía atraído por el
verde de las praderas.
Aquella mañana dio un paso más allá, poco a poco había ido ampliando su zona de exploración. Los
primeros días apenas se alejaba del castillo, sin perderlo de vista ni un instante. Con el tiempo se
atrevió a dar unos pasos más allá y alejarse hasta perderlo de vista, pero siempre guiado por unas
referencias que él, astutamente, se había ido fijando para no perder nunca la orientación en el cami-
no de vuelta. También había aprendido, sin que nadie se lo hubiera explicado, a orientarse por el sol.
Sabía que salía por el este y se ponía por el oeste y que el castillo estaba orientado al sur, así que
siempre tenía que dirigirse de vuelta siguiendo la bisectriz que separaba la trayectoria de cada uno de
esos puntos cardinales.
En sus largos paseos se fijaba en la vegetación y los animales que allí vivían y coleccionaba muestras
de plantas e insectos muertos que se encontraba en sus aventuras. Algunos de aquellos hallazgos los
conservaba en el jardín del castillo, enterraba los insectos en un pequeño cementerio que él mismo
creó y hundía las plantas en la tierra, unas junto a otras, para ver si podían sobrevivir. Periódicamente
las proveía de agua y contemplaba cómo algunas de ellas se habían llegado a convertir en auténticas
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referencias del jardín del castillo: una zona de la aldea que sólo era frecuentada por las mujeres y los
niños y a la que el resto de aldeanos le prestaba muy poca atención.
Aquel día dio un paso más allá que el día anterior y se asomó a una colina a la que nunca había lle-
gado. Desde lo alto del montículo pudo ver, a lo lejos, una fina columna de humo y, bajo ella, lo que
parecía una pequeña aldea. Hakin sintió cómo su corazón se aceleraba y sus manos producían un
leve sudor. Pudo notar la adrenalina viajando por todo su cuerpo. Había hecho su gran descubrimien-
to, un nuevo mundo se alzaba ante sus ojos. Miró al cielo y vio como el sol empezaba a caer por el
oeste, en un rato empezaría a oscurecer y debía estar de vuelta con la llegada de los pescadores a
puerto. A su padre le gustaba ver a Hakin esperándole en el puerto cuando regresaban del mar para
que presenciara cómo mostraba con orgullo las presas en el muelle a todos los curiosos de la aldea.
Así que Hakin decidió regresar a toda prisa, pero ya planeando su aventura para el día siguiente. Iba a
salir pronto y se dirigiría sin distracción hacia la aldea que había descubierto.
Cuando llegó al muelle, su madre estaba esperando con el corazón encogido, como cada día, a que
los pesqueros asomaran por la bocana del puerto, confirmando que su marido y todo su ejército de
pescadores volvieran sanos y salvos a sus hogares.
- ¿Dónde te has metido todo el día Hakin?- Le dijo su madre, medio regañándole.
- Mamá, he estado por el campo, como siempre.
- Ay, hijo mío. Ahora no sólo tengo que sufrir por tu padre pensando que está allí en medio del mar,
sino que tengo que hacerlo por ti, pensando que estás en el monte perdido.
- Tranquila, mamá, que no me pasará nada. Conozco muy bien el camino de ida y de vuelta.
- ¡Mira! - le dijo Hakin, cambiando de tema bruscamente y señalando la bocana del puerto. - Por allí
llegan, mamá.
A su madre se le descomprimió el corazón de golpe y se sintió relajada. Su Hakin papá pronto estaría
en casa.
Allí, en el muelle, se formó el espectáculo de cada día. Kilos y kilos de pescado: merluzas, lenguados,
sardinas y, sobre todo, atunes majestuosos que los pescadores iban apilando en plataformas de ma-
dera con ruedas, para ser luego transportados a la lonja. Todo un festín de colores y olores que se iba
a repartir por las casas de la aldea, y por las numerosas aldeas marítimas colindantes que se habían
ido formando desde que Hakin padre había multiplicado el volumen de pesca gracias a sus técnicas
de pesca masiva.
Antiguamente, la pesca se realizaba con aparejo y se sacaban los pescados uno a uno, pero Hakin
padre, que de joven había estudiado en una prestigiosa escuela de pesca mercantil en el continente,
incorporó las nuevas técnicas modernas de pesca en Karpos.
Solía explicárselo a su hijo a la hora de cenar, mientras su madre quien acompañada siempre de Lie-
va, la doncella personal de la familia del rey, servían una selección de los mejores pescados frescos
del día: merluzas, calamares y gruesos filetes de atunes sobresalían de las abundantes bandejas
que se servían en la casa del rey. Entre bocado y bocado papá Hakin le decía: “Mira, Hakin junior.
La pesca es la mejor forma de conseguir alimento. Tu abuelo y tu bisabuelo me enseñaron a pescar.
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Nosotros, ahora, hemos mejorado la técnica, pero la esencia es la misma. Los peces son tontos y por
eso se convierten en pescado (a Hakin junior nunca le había gustado ese principio de la explicación).
Ellos están en el mar y nosotros les tendemos trampas. Les ponemos su objeto de deseo delante y
cuando lo muerden, no se dan cuenta de que el anzuelo está escondido detrás, los atrapamos y nos
los comemos. Pero lo mejor de todo es que no aprenden. Volvemos al día siguiente y siguen picando
¿No es fantástico? Los peces son realmente estúpidos. Además no sólo les engañamos con comida,
ahora utilizamos cebos metálicos que desprenden unos rayos luminosos que les confunden, se pien-
san que es alimento y lo muerden igualmente. ¡Es genial! ¿No?”. A Hakin junior no le parecía genial, ni
mucho menos. En realidad le parecía cruel y despreciable, pero no se atrevía a expresárselo así a su
padre.
Hakin padre seguía enfrascado en su exposición que se asemejaba a una clase magistral sobre
economía: “Ahora, pescamos mucho más de lo que lo hacían tu abuelo y tu bisabuelo. Gracias a ello
podemos abastecer a toda la aldea, a las nuevas aldeas que se van creando e incluso tenemos exce-
dentes para exportar al continente y a otras islas. Ahora somos ricos, Hakin junior. ¿Y cómo lo hemos
conseguido?, te preguntarás. Lo aprendí en la Escuela Mercantil de Pesca y en Karpos hemos conse-
guido ser de los mejores del mundo”.
- Hoy la pesca es Marketing - seguía explicándole a su hijo con pasión - estudiar el comportamiento
de los peces, sus motivaciones, sus movimientos en grupo y trazar estrategias para pescarlos en
masa y no de uno en uno, como hacían tu abuelo y tu bisabuelo. Ahora hemos aprendido a conocer
en qué hora del día se desplazan, qué trayectorias seguir en función del tipo de pescado que que-
ramos pescar, cuáles son los cebos favoritos de las distintas clases de pescado y hemos aprendido
que si llenamos el mar de “anuncios” que reclaman su atención, los peces acaban picando en masa.
Colocamos nansas estratégicamente en puntos calientes para pescar pulpos, ponemos redes en
las trayectorias migratorias de las merluzas y encerramos a los atunes en trampas de las que nunca
podrán escapar. Ahora, hijo mío, un pescador no es un hombre con una caña. Un pescador es un
hombre con cabeza.
Cuando Hakin junior oía esas palabras, que su padre le repetía una y otra vez, siempre le pregunta-
ba lo mismo: “Pero papá, ¿los peces algún día se darán cuenta de que les engañamos?” A lo que su
padre siempre le respondía: “Tranquilo hijo mío, el mar está lleno de esos bobos”. Y su hijo replicaba
al instante: “Pero a lo mejor terminamos con ellos si somos tan avariciosos.” “Hijo mío”, le respondía
su padre, “eres un romántico...” y no daba más importancia a las palabras de su hijo.
A la mañana siguiente, se repitió la misma historia. Hakin padre intentó convencer a su hijo para que
le acompañara al mar, él rehusó una vez más, su madre intervino por su hijo y, al final, el convoy de
pesca puso rumbo mar adentro sin el pequeño Hakin, que partió muy temprano tomando el rumbo
opuesto hacia el nuevo mundo que había descubierto el día anterior. Aquella mañana no se entretuvo
lo más mínimo en el castillo, le dijo a su madre que se marchaba al monte a buscar insectos y se fue
directo, a paso ligero, hacia su destino. Al llegar descubrió que, efectivamente, se trataba de una pe-
queña aldea que quedaba abrazada por un hermoso valle regado por un serpenteante riachuelo que
procedía de unas montañas que se avistaban a lo lejos, en el norte de la Isla de Karpos. Ese era un
lugar perdido al que nadie había llegado, pues toda la población de la aldea no hacía más que mirar al
mar: la fuente de riqueza de la isla.
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Hakin se fue acercando con cautela y sin darse cuenta, quizás el destino le quiso llevar allí, apareció
junto a una pequeña cabaña de la que salía una débil hilera de humo por la chimenea. Los alrede-
dores de la cabaña estaban totalmente poblados de hortalizas en hileras: unas eran verdes oscuras,
otras más suaves y otras de colores rosados. En una zona más elevada y colindante, en un pequeño
montículo, asomaban los tomates rojos que contrastaban con el verde de las hortalizas. En la zona
posterior de la cabaña, se podían ver los árboles frutales que formaban un pequeño bosque que
adornaba la cabaña con los colores llamativos de sus frutos: naranjas, peras, manzanas rojas... Más
abajo se divisaban cuatro o cinco casitas más, rodeadas todas ellas también de campos de cultivo.
Hakin se detuvo ante aquella aldea que se le apareció totalmente distinta a la suya. Lo primero que
le llamó la atención fue el silencio y la armonía del paisaje y de todo lo que allí ocurría sin ocurrir. Al
contrario que en su castillo, su aldea y el puerto, donde todo era movimiento, bullicio y corredizas, allí
todo era paz y tranquilidad.
Hakin se acercó a la cabaña. En la huerta que daba junto a la entrada, un hombre de barba blanca
estaba agachado removiendo la tierra y apartando las malas hierbas de entre las hortalizas. Al verle,
el hombre levantó la cabeza y dirigió su mirada profunda hacia Hakin, se incorporó y, levantando la
mano, hizo ademán de bienvenida. Se acercaron el uno al otro y cuando estaban a pocos metros,
frente a frente, se miraron a los ojos. Permanecieron unos segundos sin apenas moverse, sin hacer
nada, sólo conectándose con la mirada. A Hakin le impresionaron aquellos ojos que desprendían una
intensa sensación de bondad y sabiduría.
- ¿Qué haces por aquí, zagal?- Le preguntó aquel hombre.
- Soy un explorador.
- ¿De dónde vienes?
- Vivo en el castillo de Karpos.
- ¡Ummm! - El hombre permaneció en silencio durante unos pocos segundos.
- ¿Lo conoce? ¿Conoce el castillo, señor?
- Hace mucho tiempo que no voy por allí. Pero, bueno... ¿Cómo te llamas?
- Hakin, señor.
Las pupilas de los ojos del hombre del cabello blanco y la tez marcada se dilataron por un instante.
Permaneció en silencio durante un breve lapso de tiempo, con la mirada perdida en el horizonte, lue-
go reaccionó y dijo:
- Bonito nombre, Hakin.
- Gracias, señor.
- ¿Qué te trae por aquí?
- No me gusta la pesca y me dedico a hacer excursiones.
- Ah - respondió el hombre.- Mejor la tierra que el mar, hijo mío.
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- A mí también me gusta más.
- ¿Aquí no pescáis?- Preguntó Hakin al hombre de cabello blanco y tez marcada.
- No, hijo mío. Aquí vivimos de cultivar la tierra.
- Es interesante - Respondió Hakin.
Y así, poco a poco, empezaron a hablar sobre el mar, la tierra, el monte, los animales. Hakin no pa-
raba de preguntarle cosas acerca de la tierra, las hortalizas, los árboles frutales y de cómo lo hacían
para que todo aquello se presentara tan hermoso a sus ojos. El hombre le explicó cuál era el arte del
cultivo. “Es una cuestión de amor y de contacto con la tierra. Si cuidas la tierra y le das lo que ella
quiere, la tierra te lo devolverá con sus frutos.” Hakin escuchaba las explicaciones con devota aten-
ción.
- ¿Y cómo lo hace? - le preguntó de golpe.- A mí me gusta sembrar en los jardines del castillo algu-
nas flores que encuentro por el monte, pero la mayoría de ellas no sobreviven. No sé muy bien cómo
cuidarlas.
- ¡Ay!, amigo mío. Es una cuestión de método y cariño.
El hombre le explicó a Hakin cómo lo hacía él para labrar la tierra. Pero antes que nada le repitió: “mé-
todo y cariño”, hijo mío ...
Lo primero de todo y lo más importante es la tierra. Si no tenemos una tierra fértil, no podremos es-
perar que crezcan las hortalizas. Quizás, al principio, se agarrarán algunas por casualidad, pero si la
base no es buena, a largo plazo no hay nada que hacer. No obstante, si tenemos una buena tierra, ya
verás cómo al final las plantas nos darán sus frutos. Aquí, los agricultores, a diferencia de los pes-
cadores, no buscamos presas, lo que hacemos es relacionarnos con la tierra. Si las relaciones son
fuertes, las plantas y los árboles crecen con solidez y nos lo demuestran con sus regalos: sus frutos.
Segundo, tenemos que aportarle algo a la tierra: una semilla y un abono especial. Cada porción de
tierra, en función de sus características, necesita un abono especial y cada tipo de semilla también.
La elección de las semillas y el abono adecuado es lo que aportará valor a nuestras hortalizas y lo
que nos diferencia de los que cultivan otros agricultores. Allí, más abajo, si te fijas, hay otros labriegos
que trabajan una tierra que es exactamente igual a la mía, pero la semilla que yo utilizo y el abono
que les proporciono es lo que diferencia a mis tomates de los suyos; y, por supuesto, el amor que le
ponga.
Tercero, y muy importante, hay que fijarse en el tiempo que hace y el que hará en el futuro: el sol,
la lluvia, el viento y las tormentas. Todo será lo mismo para los diferentes agricultores, no obstante,
aquellos que sepamos preverlo mejor podremos anticiparnos y aprovechar mejor sus efectos positi-
vos, o bien protegernos de los peligros que nos depare la imprevisibilidad de la naturaleza. Hay que
saber qué semillas debemos plantar en cada estación del año y qué abono aplicarle en cada mo-
mento. Pero recuerda, Hakin, luego tenemos que estar atentos a los cambios: sequías, tormentas,
granizos. Proteger nuestra huerta es muy importante. Piensa que una tormenta puede acabar con la
dedicación de mucho tiempo.
Si has hecho bien estos tres puntos verás cómo, en breve, empezarás a ver las primeras ramas de tus
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plantas. Cuando esto ocurra, estarás en el principio de lo que puede ser una gran aventura. Algunos
agricultores, muchos de los que fueron antes pescadores, tienen la tendencia a recoger sus frutos tan
pronto asoman. Pero un buen agricultor tiene que entender que el objetivo es crear una relación de
armonía con las plantas y los árboles. Para ello hay que tener paciencia, hijo mío, paciencia de agri-
cultor.
Una vez empieces a ver esas primeras ramas y a disfrutar de sus primeros frutos, lo que tienes que
hacer es cuidar de cada una de tus hortalizas como si se tratara de tus propios hijos. Por supuesto
que puedes y tienes que hacer cosas para todas ellas: regarlas frecuentemente, abonar la tierra cuan-
do convenga, protegerlas si se avecina una tormenta, etc. Pero además tenemos que estar atentos a
cada una de ellas, pues algunas necesitan ser tratadas de una manera y otras de otra. No todos los
árboles son exactamente iguales, no todas las relaciones son exactamente iguales. No lo olvides, hijo
mío.
Con el tiempo verás que lo que era un pequeño brote insignificante se acaba convirtiendo en un
robusto árbol o en una hermosa parra, que te irá dando sus frutos periódicamente. Cuando te fijes en
ella y eches la vista atrás, recordarás que cada una de sus ramas representa cada una de las etapas
de vuestra relación y si ésta ha sido suficientemente fuerte, verás que de ella habrán nacido nuevas
ramas e, incluso, llegarás a comprobar que en algunos casos vendrán insectos para polinizar tus
hortalizas y ayudarte a crear nuevas plantaciones en otros campos. Si lo has hecho con “método y
cariño” verás como al final, todo funciona por sí mismo y tú lo único que tendrás que hacer es alimen-
tar y proteger la relación que estableces con la tierra.
Hakin escuchaba las explicaciones de aquel hombre con los cinco sentidos, sin perder detalle de lo
que le decía. Tal era su atención que no se dio cuenta de que ya empezaba a oscurecer y dijo.
- Se está haciendo tarde. Me tengo que ir corriendo al castillo- dijo Hakin.
- Sigue el camino, siempre perpendicular a la puesta del sol. Que se ponga por tu derecha y llegarás
al castillo enseguida.
Hakin aceleró el paso y salió corriendo como un cohete. Se paró un momento en seco, dio media
vuelta y gritó: “¿Puedo volver mañana?”
- Sí, hijo mío, tranquilo. Aquí estaré, no tengo nada más que hacer.
El tiempo fue pasando y Hakin intentaba ir cada día a visitar a aquel hombre de cabello blanco y
tez marcada. Le iba explicando sus mejoras con sus pequeñas plantaciones en el jardín del castillo.
Más adelante y con las semillas que le ofreció el hombre de cabello blanco y tez marcada, creó una
pequeña huerta en el jardín del castillo. Hakin la ubicó en un rincón al que casi nadie accedía, pues
aquel era su mundo, su pequeño secreto.
Una tarde de primavera Hakin bajó al muelle con su madre a esperar a su padre. Aquella tarde los
barcos tardaban en aparecer por la bocana del puerto. En los últimos meses, las embarcaciones cada
día llegaban más tarde a puerto, pues les costaba más encontrar pescado y tenían que faenar largas
horas en el mar para traer el alimento que necesitaban.
Ya con el ocaso se divisaron los barcos entrando por el puerto, uno detrás de otro, en fila. Ya desde
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lejos se adivinaba que la suerte había sido la misma que en los días anteriores. Las figuras de los pes-
cadores, de pie, con los brazos caídos y con la mirada baja, indicaban cuál había sido el resultado de
la jornada de pesca. Ya en el muelle bajaron todos del barco alicaídos y Hakin padre se dirigió hacia
su esposa.
- Martia. Esto es un desastre. No sé qué vamos a hacer. Esta vez, nada, ni un sólo pescado en los
barcos.
- ¿Otra vez sin pesca, papá Hakin? ¿Qué está ocurriendo en el mar?- le dijo su mujer con visible preo-
cupación en su mirada.
- No lo sé, mujer. Primero empezó a escasear el atún, luego la merluza, luego la sardina y ahora ya
son todos los peces. Hace unas semanas, al menos nos salvaban los “pezqueñines”, que ya sabemos
que nunca nos ha gustado capturarlos, pero la aldea y todo Karpos tiene que alimentarse. Pero ahora
parece como si el mar estuviera vacío, sin vida.
- ¿Y qué podemos hacer?- preguntó su esposa.
- Pues no lo sé, Martia. En realidad, hay peces en el océano, los buzos han bajado al fondo del mar
y han visto bancos de atunes. Pero parece que ya no caen en nuestras redes y no pican en nuestros
cebos. Lo hemos intentado todo y no hay manera.
- ¿No habremos abusado del mar como siempre te ha advertido tu hijo? - Le dijo Martia a su marido,
regañándole amorosamente.
- Quizás tenías razón- dijo el rey, esta vez mirando a Hakin junior.
- Papá. Los peces no son bobos y al final han aprendido la lección. Quizás nos inventamos una nueva
forma de apresarlos, pero a la larga volverá a ocurrir lo mismo. Si no tenemos una relación justa y
honesta con el mar, el mar nos acabará dando la espalda.
- Hijo mío, ¿de dónde has sacado esas teorías?
- Del monte papá, del monte.
- Me parece estar escuchando a alguien que hace muchos, muchos años que no veo.
La noticia de la falta de pescado fue corriendo por toda la aldea como la pólvora y pronto empezaron
las revueltas en las calles. Para intentar atajar el desorden público, el Rey Hakin, convocó una sesión
extraordinaria para esa misma noche en la lonja del castillo. Allí se reunirían todos los pescadores del
castillo y de todas las aldeas colindantes.
Una vez todos reunidos, empezaron a proponer soluciones para intentar remediar el problema que
acechaba a toda la población. Las provisiones de alimento habían ido disminuyendo, y si no llegaba
pescado pronto, el hambre empezaría a invadir las calles de Karpos. Los pescadores coléricos em-
pezaron a proponer soluciones para intentar remediar el desastre que sin duda se avecinaba. Unos
decían: “¿Por qué no nos vamos a otros mares a buscar pescado?”. Otros apostaban por cambiar
las técnicas de pesca: “¿Por qué no ponemos todos los barcos al arrastre, de este a oeste para ver si
los bancos de peces han cambiado de ruta?”, “¿Y si faenamos por la noche? He oído que en algunos
mares lo hacen así, que los peces están durmiendo y son más fáciles de pescar”.
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Todos querían aportar soluciones, pero cada una de ellas venía acompañada de una negativa. O bien
ya lo habían probado, o sus embarcaciones no estaban preparadas, o parecían aventuras demasiado
arriesgadas. Todo eran dificultades y de las propuestas pasaron a las acusaciones, y de éstas a los
gritos. Cuando ya parecía que las ideas se agotaban y que la reunión iba a terminar en un auténtico
despropósito, se abrieron los inmensos porticones de la lonja y, bajo la luz de la entrada, se pudo
ver a Hakin junior arrastrando un carro lleno de hortalizas y frutas. La asamblea enmudeció al ver al
pequeño Hakin de pie delante de todos ellos.
- Hijo mío. ¿Qué haces aquí a estas horas?- Le dijo su padre alzado de pie en el trono.
- Traigo comida para la aldea. He oído que tenemos problemas para dar de comer a todas las perso-
nas de la isla y quería ayudar.
Todos le miraban sin decir una sola palabra.
- Muy bien, hijo mío. ¿Pero de dónde has sacado estos alimentos?
- Tengo un pequeño huerto al final del jardín del castillo. Lo he estado cultivando en los últimos meses
y ahora está rebosante de hortalizas, frutas y verduras frescas.
Todos seguían callados, escuchando la conversación de Hakin padre y Hakin hijo.
- Es muy amable por tu parte, hijo mío. Algo es algo. Seguro que con tu pequeña huerta podemos
abastecer durante unos días a la población. Pero en realidad necesitamos más, mucho más de lo que
una pequeña huerta puede producir.
- Y... ¿Por qué no nos hacemos agricultores, papá? Así podremos abastecer para siempre a toda la
población y si lo hacemos con “método y cariño”, nunca nos faltará de nada.
- Hijo mío, quizás tienes razón pero ahora necesitamos algo más urgente.
- Yo sé de dónde podemos sacar alimento para pasar una temporada mientras preparamos unas tie-
rras en la zona norte de la aldea. Ya las he estado valorando y creo que son perfectas. Si las cultiva-
mos bien, con “método y cariño”, para el próximo otoño seguro que ya podremos conseguir alimentos
para toda la población.
- Vale, hijo mío. Pero me has dicho que sabes un sitio para conseguir alimento para los próximos días.
- Sí papa, pero me tendrás que acompañar mañana al monte y conocer a una persona que nos puede
ayudar.
El rey no dijo nada. Miró a Hakin junior y luego a toda la asamblea y dijo:
Mañana por la mañana no hay pesca. Mi hijo y yo iremos al monte a ver cómo podemos solucionar
este problema. Por la tarde nos volveremos a reunir y tomaremos una decisión.
Por la mañana, pronto, padre e hijo, hijo y padre, partieron hacia el norte. Anduvieron sin apenas ha-
blar. El padre seguía al hijo y éste, sin dilación, puso rumbo al nuevo mundo que habían descubierto.
Cuando llegaron a lo alto de la colina, desde la que se podía divisar la cabaña del hombre de cabello
blanco y la tez marcada por el paso del tiempo, Hakin junior bajó corriendo hasta alcanzar la puerta
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de la cabaña en la que se encontraba el hombre de cabello blanco y la tez marcada. Saltó en sus bra-
zos y, una vez volvió a estar de pie en el suelo, le cogió de la mano, le obligó a girarse y le dijo:
- He venido con mi papá. El rey de Karpos.
El rey, desde lo alto de la pequeña colina, miró fijamente al hombre de pelo blanco y la tez marcada
por el paso del tiempo, y éste, a su vez, le devolvió la mirada. El rey avanzó hacia la puerta de la caba-
ña, primero con el paso lento, pero a medida que se iba acercando fue acelerando el paso, como si
a cada metro se fuera confirmando más algo que estaba viendo y que no podía creer estar viendo.
Cuando se encontraron los dos frente a frente, el rey y el hombre de cabello blanco, se abrazaron con
fuerza y los dos derramaron densas lágrimas sobre el hombro del otro. Lágrimas que hicieron com-
prender a Hakin que allí estaba ocurriendo algo que merecía una inmediata explicación. Al separarse
el rey le dijo a su hijo.
- Hakin, este es mi hermano mayor, tú tío, y el que debía haber heredado el trono que yo ostento.
Entre los dos le explicaron la historia de cómo unos veinte años atrás, cuando los dos eran jóvenes,
su padre, el abuelo de Hakin junior, los separó. “Mi hermano mayor era un Hakin díscolo con la pesca,
como tú”, - dijo su padre mirándole a los ojos -. “No quería ir a pescar, no le gustaba la pesca y siem-
pre estaba con sus teorías de la sostenibilidad de la tierra. Ahora entiendo quién te ha metido estas
ideas en la cabeza, hijo mío. Al final cuando llegó el momento de la verdad, cuando nuestro padre,
tu abuelo, decidió entregar el trono en vida, dijo que iba a ser para mi, porque era un auténtico Hakin
pescador, e invitó a mi hermano mayor a abandonar la aldea si no quería embarcarse a faenar. Y así
fue cómo le perdimos de vista una mañana de verano ahora hace 20 años. Mi madre, mis hermanas
y yo te buscamos durante mucho tiempo pero nunca más supimos nada de ti.”- dijo mirando a su
hermano-.
-Cuando decidí abandonar la aldea – continuó con la historia el hombre de cabello blanco y la tez
marcada por el paso del tiempo - estuve mucho tiempo viviendo solo en las montañas, aprendiendo
a cultivar la tierra sin apenas ver a otro ser humano, hasta que un día conocí a un grupo de familias
nómadas que habían naufragado en la isla y que buscaban un lugar en el que establecerse. Cuando
los conocí estaban desesperados, eran familias de pescadores como la mayoría de gentes de estos
mares. Lo habían perdido todo y habían aparecido en un nuevo mundo sin nada bajo sus brazos, pero
con todo un nuevo mundo por delante. Al principio fue complicado convencerles de que no debían
volver a hacerse a la mar, la misma que les había arrojado a la tierra. Pero al ver mi huerta y pasar
unos días conmigo, se dieron cuenta de que esto no estaba tan mal.
Primero nos repartimos las tierras. Cada uno de ellos debía escoger una porción de terreno, aquí por
suerte nos sobra. Les pedí que le pusieran un nombre para identificarla y para que tomaran concien-
cia de que a pesar de ser casi igual que la de su vecino, su huerta tenía que ser única.
Una vez organizados, les expliqué cómo cultivar la tierra: “método y cariño”, les repetí una y otra vez.
Y así aprendieron a abonar su propia huerta. Cada uno de ellos debía escoger el abono que conside-
rara más adecuado. Luego les expliqué lo más importante: cómo mantener y hacer crecer su planta-
ción: regarla cada día, observar cómo nacen los primeros brotes verdes de las semillas y, finalmente,
cuidarlas para verlas crecer, todas a la vez y una a una. Cuando empezaron a tener resultados, algu-
nos de ellos se apresuraron a arrancar las primeras hortalizas, no hay que olvidar que antiguamente
14
habían sido pescadores y eso no se borra tan fácilmente. Les tuve que introducir el gen de la pacien-
cia y al final aprendieron. Ahora, si miráis hacia allí, podéis ver que todas las huertas están resplande-
cientes y, aunque se parecen unas a otras, todas ellas tienen el sello personal de su propio agricultor.
Yo les enseñé a labrar la tierra con “método y el cariño” y ahora somos esta pequeña aldea que po-
déis ver a vuestro alrededor. Hemos aprendido a ser agricultores y a tener una relación de simbiosis
con la tierra. Nosotros cuidamos las relaciones con la tierra y ella, a cambio nos ofrece sus frutos... Y
ahora, si queréis, os lo puedo enseñar a vosotros también.
Y así fue como aquel hombre de pelo blanco y la tez marcada por el paso del tiempo ayudó a su
hermano, el rey de Karpos, a su sobrino Hakin junior y a toda la población a cambiar la forma en que
conseguirían alimento en el futuro. Karpos pasó de ser una población de pescadores a convertirse en
una población de agricultores.
El verano siguiente, el castillo de Karpos amaneció rodeado por extensiones de cultivos a su alrede-
dor de las que emergían hermosos árboles frutales, hortalizas frescas y parras que, a vista de pájaro,
ofrecían una visión verde del territorio que contrastaba con el azul del mar.
15
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Marketing sostenible. WINC

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  • 2. 2 De qué estamos hablando cuando hablamos de Marketing Sostenible Parece difícil admitirlo, pero es una suerte vivir en un momento tan complicado para nuestra socie- dad. La profunda crisis que nos está aplastando deberá servirnos para replantearnos muchas cosas, y una de ellas será la forma de entender el modelo de Marketing en nuestras organizaciones. En WINC creemos que ha llegado el momento de cambiar e interpretar los mercados, los consumi- dores y las marcas como un todo armónico y sostenible. Un nuevo escenario en el que desaparece la nomenclatura bélica y agresiva, propia de un lenguaje de Marketing clásico y que tanto daño nos hace, y amanece un nuevo mundo en el que productores y consumidores se acercan para encontrar espacios de relación a largo plazo. En los últimos años hemos asistido a una burbuja de consumo que nos ha aportado muy poco valor y que ha creado un desapego entre organizaciones y personas. Una distancia que se ha llenado de desconfianza debido a las prácticas abusivas a las que nos ha llevado un modelo basado en la competitividad, el crecimiento y el ansia por la riqueza y el poder. Ahora las cuerdas se han roto, las organizaciones buscan a la desesperada adaptarse a una nueva realidad en la que las personas sólo pretenden sobrevivir en un presente-futuro devastado por la crisis. Un escenario que algunos ya han etiquetado como “la posguerra del consumo”. Pero también es verdad que algunas marcas están emergiendo como nuevos referentes en la socie- dad, por su propuesta de valor, por la transparencia y la honestidad de su oferta y, especialmente, por su forma de conversar y de relacionarse con los consumidores. Ellos practican lo que nosotros llamamos Marketing Sostenible: una nueva forma de entender las marcas, donde los profesionales de Marketing dejaremos de ser “pescadores” para convertirnos en “agricultores”. El relato que a continuación te invitamos a leer es una parábola que intenta explicar la esencia del Marketing Sostenible. Disfrútalo y, se te gusta, compártelo. #marketingSostenible Mucha gente ya está hablando de Marketing Sostenible desde hace tiempo. Por suerte.
  • 3. La historia de Karpos, un pueblo de pescadores
  • 4. 4 El viento azotaba la ventana de la habitación de Hakin en una fría mañana de invierno que despertaba la remota isla de Karpos. Hakin estaba inmerso en sus sueños mientras el viento del norte no paraba de golpear las rústicas puertas y las ventanas, que abrían el castillo de Karpos a los cuatro vientos, sobre una colina que dominaba el puerto de pescadores de aquella próspera localidad. Hakin estaba absolutamente envuelto en sus mantas y sólo dejaba un pequeño orificio que formaba un canal que le servía para respirar y que le permitía exhalar e inhalar el viento que llegaba vivo, fuerte y salado del mar de Kaposonia. Al poco rato, ya no sólo era el viento el que quería despertarle, era el movimiento de la servidumbre del castillo trajinando arriba y abajo y, a lo lejos, los gritos de los mari- neros estibando los barcos y preparando los aparejos de pesca. Karpos se despertaba cada mañana con la energía de un pueblo vivo y radiante. - Hakin, despierta.- Una voz ruda golpeó su tímpano como si fuera un martillo. - Papá. No quiero salir hoy. - Hijo. Vivimos de la pesca y nosotros tenemos que ser los primeros en dar ejemplo. - Pero, es que... No me encuentro muy bien, papá. Desde la habitación, Hakin pudo escuchar, en un segundo plano, la voz dulce y angelical de su madre que se dirigía a su padre. - Hakin padre. Déjalo dormir hoy - le dijo con cariño. - Los Hakin somos una dinastía de pescadores. Llevamos más de 500 años en el mar y mi hijo, como un buen Hakin que es, no va a romper esa tradición. - Déjalo, sólo es un niño. - Un niño, no- respondió con fuerza. Tu hijo es un Hakin, y un Hakin es un pescador por encima de todo. Yo, a su edad, ya había cazado una ballena y él todavía no ha querido salir ni una sola mañana con su padre. - Pero a él quizás no le gusta. Tienes que entenderlo. - Pues entonces deberá renunciar al trono el día que llegue su hora. - Aún es pequeño. Déjalo, ya veremos qué ocurre más adelante. - Mujeres y niños... No entiendo cómo podéis ser tan frágiles. - No somos frágiles. Somos sensibles y tú, Hakin padre, también tienes un gran corazón detrás de esa coraza de duro pescador. Anda, vete al muelle y deja al chico hoy, que hace mucho frío. Karpos era una isla que llevaba cientos de años viviendo de la pesca y estaba reinada por la dinastía de los Hakin. Hakin padre, el rey de Karpos, había llegado a ser uno de los pescadores más expertos de la legendaria historia de la isla y, según decían, era uno de los mejores pescadores de todos los mares conocidos. Desde que llegó al trono, tras la muerte de Hakin abuelo, ya hacía unos años, había conseguido en muy poco tiempo unos niveles de riqueza jamás conocidos, gracias a las técnicas de pesca modernas que había incorporado. La isla había pasado de ser un pequeño pueblo de pescado-
  • 5. 5 res a convertirse en un centro estratégico de pesca en el mar de Kaposonia. Hakin hijo se despertó cuando su padre ya bajaba junto a su séquito de pescadores hacia el embar- cadero. Desde su ventana podía ver cada mañana los barcos de pesca que estaban abarloados, unos junto a otros, formando un imponente ejército, preparado para hacerse a la mar. Esa mañana, con los primeros rayos de sol asomando por el este, Hakin observaba a docenas de pescadores rudos y fuertes cómo preparaban con esmero los aparejos de pesca: cañas, redes de arrastre, cebo, etc. Los patrones de las embarcaciones y sus marineros, estibaban los barcos con diligencia, moviéndose con destreza por los botes de pesca que no cesaban de balancear de un lado a otro a consecuen- cia del movimiento del agua que anunciaba que mar adentro sería mar gruesa. Hakin los observaba con detalle. Le gustaba curiosear todo aquello que ocurría en su entorno y aquella escena, la de los pesqueros balanceándose y amontonándose, y los marineros saltando de regala en regala de las barcazas como si fueran saltimbanquis pronunciando todavía más la oscilación de los barcos, le resultaba divertida. Luego, al cabo de un buen rato, los vio partir traspasando la bocana del puerto y dirigiéndose todos, en fila india, al oeste. Un batallón de pesqueros a la caza de sus presas, en busca de la riqueza de Karpos. A Hakin le gustaba la imagen pictórica que se encuadraba en su ventana, pero cuando reflexionaba, se veía allí, en el mar, con su padre el rey de Karpos y con todos esos pes- cadores alzando sus presas ensangrentadas como grandes trofeos, y no le gustaba la imagen que se dibujaba en su cabeza. Después de desayunar, Hakin hijo le dijo a su madre que se iba a pasear. En realidad, más que a pa- sear se iba a explorar. Primero en el castillo, se pasaba el día estudiando los movimientos del servicio: doncellas que iban de un lado a otro haciendo sus labores, los soldados que permanecían estáticos en las entradas de la fortaleza y, sobre todo, le gustaba analizar a todo aquel que entraba y salía de la fortificación. Le gustaba imaginar de dónde procedían y a dónde se dirigían todas aquellas perso- nas que venían a comprar pescado a la lonja del castillo. Cuando se hizo un poco mayor, su madre le dejaba salir del castillo y así podía desarrollar su faceta de explorador. A diferencia de la saga de los Hakin que, por supuesto, eran todos exploradores del mar, a él siempre le había llamado la atención el campo. Nadie sabía por qué este pequeño Hakin evitaba el azul del mar y se sentía atraído por el verde de las praderas. Aquella mañana dio un paso más allá, poco a poco había ido ampliando su zona de exploración. Los primeros días apenas se alejaba del castillo, sin perderlo de vista ni un instante. Con el tiempo se atrevió a dar unos pasos más allá y alejarse hasta perderlo de vista, pero siempre guiado por unas referencias que él, astutamente, se había ido fijando para no perder nunca la orientación en el cami- no de vuelta. También había aprendido, sin que nadie se lo hubiera explicado, a orientarse por el sol. Sabía que salía por el este y se ponía por el oeste y que el castillo estaba orientado al sur, así que siempre tenía que dirigirse de vuelta siguiendo la bisectriz que separaba la trayectoria de cada uno de esos puntos cardinales. En sus largos paseos se fijaba en la vegetación y los animales que allí vivían y coleccionaba muestras de plantas e insectos muertos que se encontraba en sus aventuras. Algunos de aquellos hallazgos los conservaba en el jardín del castillo, enterraba los insectos en un pequeño cementerio que él mismo creó y hundía las plantas en la tierra, unas junto a otras, para ver si podían sobrevivir. Periódicamente las proveía de agua y contemplaba cómo algunas de ellas se habían llegado a convertir en auténticas
  • 6. 6 referencias del jardín del castillo: una zona de la aldea que sólo era frecuentada por las mujeres y los niños y a la que el resto de aldeanos le prestaba muy poca atención. Aquel día dio un paso más allá que el día anterior y se asomó a una colina a la que nunca había lle- gado. Desde lo alto del montículo pudo ver, a lo lejos, una fina columna de humo y, bajo ella, lo que parecía una pequeña aldea. Hakin sintió cómo su corazón se aceleraba y sus manos producían un leve sudor. Pudo notar la adrenalina viajando por todo su cuerpo. Había hecho su gran descubrimien- to, un nuevo mundo se alzaba ante sus ojos. Miró al cielo y vio como el sol empezaba a caer por el oeste, en un rato empezaría a oscurecer y debía estar de vuelta con la llegada de los pescadores a puerto. A su padre le gustaba ver a Hakin esperándole en el puerto cuando regresaban del mar para que presenciara cómo mostraba con orgullo las presas en el muelle a todos los curiosos de la aldea. Así que Hakin decidió regresar a toda prisa, pero ya planeando su aventura para el día siguiente. Iba a salir pronto y se dirigiría sin distracción hacia la aldea que había descubierto. Cuando llegó al muelle, su madre estaba esperando con el corazón encogido, como cada día, a que los pesqueros asomaran por la bocana del puerto, confirmando que su marido y todo su ejército de pescadores volvieran sanos y salvos a sus hogares. - ¿Dónde te has metido todo el día Hakin?- Le dijo su madre, medio regañándole. - Mamá, he estado por el campo, como siempre. - Ay, hijo mío. Ahora no sólo tengo que sufrir por tu padre pensando que está allí en medio del mar, sino que tengo que hacerlo por ti, pensando que estás en el monte perdido. - Tranquila, mamá, que no me pasará nada. Conozco muy bien el camino de ida y de vuelta. - ¡Mira! - le dijo Hakin, cambiando de tema bruscamente y señalando la bocana del puerto. - Por allí llegan, mamá. A su madre se le descomprimió el corazón de golpe y se sintió relajada. Su Hakin papá pronto estaría en casa. Allí, en el muelle, se formó el espectáculo de cada día. Kilos y kilos de pescado: merluzas, lenguados, sardinas y, sobre todo, atunes majestuosos que los pescadores iban apilando en plataformas de ma- dera con ruedas, para ser luego transportados a la lonja. Todo un festín de colores y olores que se iba a repartir por las casas de la aldea, y por las numerosas aldeas marítimas colindantes que se habían ido formando desde que Hakin padre había multiplicado el volumen de pesca gracias a sus técnicas de pesca masiva. Antiguamente, la pesca se realizaba con aparejo y se sacaban los pescados uno a uno, pero Hakin padre, que de joven había estudiado en una prestigiosa escuela de pesca mercantil en el continente, incorporó las nuevas técnicas modernas de pesca en Karpos. Solía explicárselo a su hijo a la hora de cenar, mientras su madre quien acompañada siempre de Lie- va, la doncella personal de la familia del rey, servían una selección de los mejores pescados frescos del día: merluzas, calamares y gruesos filetes de atunes sobresalían de las abundantes bandejas que se servían en la casa del rey. Entre bocado y bocado papá Hakin le decía: “Mira, Hakin junior. La pesca es la mejor forma de conseguir alimento. Tu abuelo y tu bisabuelo me enseñaron a pescar.
  • 7. 7 Nosotros, ahora, hemos mejorado la técnica, pero la esencia es la misma. Los peces son tontos y por eso se convierten en pescado (a Hakin junior nunca le había gustado ese principio de la explicación). Ellos están en el mar y nosotros les tendemos trampas. Les ponemos su objeto de deseo delante y cuando lo muerden, no se dan cuenta de que el anzuelo está escondido detrás, los atrapamos y nos los comemos. Pero lo mejor de todo es que no aprenden. Volvemos al día siguiente y siguen picando ¿No es fantástico? Los peces son realmente estúpidos. Además no sólo les engañamos con comida, ahora utilizamos cebos metálicos que desprenden unos rayos luminosos que les confunden, se pien- san que es alimento y lo muerden igualmente. ¡Es genial! ¿No?”. A Hakin junior no le parecía genial, ni mucho menos. En realidad le parecía cruel y despreciable, pero no se atrevía a expresárselo así a su padre. Hakin padre seguía enfrascado en su exposición que se asemejaba a una clase magistral sobre economía: “Ahora, pescamos mucho más de lo que lo hacían tu abuelo y tu bisabuelo. Gracias a ello podemos abastecer a toda la aldea, a las nuevas aldeas que se van creando e incluso tenemos exce- dentes para exportar al continente y a otras islas. Ahora somos ricos, Hakin junior. ¿Y cómo lo hemos conseguido?, te preguntarás. Lo aprendí en la Escuela Mercantil de Pesca y en Karpos hemos conse- guido ser de los mejores del mundo”. - Hoy la pesca es Marketing - seguía explicándole a su hijo con pasión - estudiar el comportamiento de los peces, sus motivaciones, sus movimientos en grupo y trazar estrategias para pescarlos en masa y no de uno en uno, como hacían tu abuelo y tu bisabuelo. Ahora hemos aprendido a conocer en qué hora del día se desplazan, qué trayectorias seguir en función del tipo de pescado que que- ramos pescar, cuáles son los cebos favoritos de las distintas clases de pescado y hemos aprendido que si llenamos el mar de “anuncios” que reclaman su atención, los peces acaban picando en masa. Colocamos nansas estratégicamente en puntos calientes para pescar pulpos, ponemos redes en las trayectorias migratorias de las merluzas y encerramos a los atunes en trampas de las que nunca podrán escapar. Ahora, hijo mío, un pescador no es un hombre con una caña. Un pescador es un hombre con cabeza. Cuando Hakin junior oía esas palabras, que su padre le repetía una y otra vez, siempre le pregunta- ba lo mismo: “Pero papá, ¿los peces algún día se darán cuenta de que les engañamos?” A lo que su padre siempre le respondía: “Tranquilo hijo mío, el mar está lleno de esos bobos”. Y su hijo replicaba al instante: “Pero a lo mejor terminamos con ellos si somos tan avariciosos.” “Hijo mío”, le respondía su padre, “eres un romántico...” y no daba más importancia a las palabras de su hijo. A la mañana siguiente, se repitió la misma historia. Hakin padre intentó convencer a su hijo para que le acompañara al mar, él rehusó una vez más, su madre intervino por su hijo y, al final, el convoy de pesca puso rumbo mar adentro sin el pequeño Hakin, que partió muy temprano tomando el rumbo opuesto hacia el nuevo mundo que había descubierto el día anterior. Aquella mañana no se entretuvo lo más mínimo en el castillo, le dijo a su madre que se marchaba al monte a buscar insectos y se fue directo, a paso ligero, hacia su destino. Al llegar descubrió que, efectivamente, se trataba de una pe- queña aldea que quedaba abrazada por un hermoso valle regado por un serpenteante riachuelo que procedía de unas montañas que se avistaban a lo lejos, en el norte de la Isla de Karpos. Ese era un lugar perdido al que nadie había llegado, pues toda la población de la aldea no hacía más que mirar al mar: la fuente de riqueza de la isla.
  • 8. 8 Hakin se fue acercando con cautela y sin darse cuenta, quizás el destino le quiso llevar allí, apareció junto a una pequeña cabaña de la que salía una débil hilera de humo por la chimenea. Los alrede- dores de la cabaña estaban totalmente poblados de hortalizas en hileras: unas eran verdes oscuras, otras más suaves y otras de colores rosados. En una zona más elevada y colindante, en un pequeño montículo, asomaban los tomates rojos que contrastaban con el verde de las hortalizas. En la zona posterior de la cabaña, se podían ver los árboles frutales que formaban un pequeño bosque que adornaba la cabaña con los colores llamativos de sus frutos: naranjas, peras, manzanas rojas... Más abajo se divisaban cuatro o cinco casitas más, rodeadas todas ellas también de campos de cultivo. Hakin se detuvo ante aquella aldea que se le apareció totalmente distinta a la suya. Lo primero que le llamó la atención fue el silencio y la armonía del paisaje y de todo lo que allí ocurría sin ocurrir. Al contrario que en su castillo, su aldea y el puerto, donde todo era movimiento, bullicio y corredizas, allí todo era paz y tranquilidad. Hakin se acercó a la cabaña. En la huerta que daba junto a la entrada, un hombre de barba blanca estaba agachado removiendo la tierra y apartando las malas hierbas de entre las hortalizas. Al verle, el hombre levantó la cabeza y dirigió su mirada profunda hacia Hakin, se incorporó y, levantando la mano, hizo ademán de bienvenida. Se acercaron el uno al otro y cuando estaban a pocos metros, frente a frente, se miraron a los ojos. Permanecieron unos segundos sin apenas moverse, sin hacer nada, sólo conectándose con la mirada. A Hakin le impresionaron aquellos ojos que desprendían una intensa sensación de bondad y sabiduría. - ¿Qué haces por aquí, zagal?- Le preguntó aquel hombre. - Soy un explorador. - ¿De dónde vienes? - Vivo en el castillo de Karpos. - ¡Ummm! - El hombre permaneció en silencio durante unos pocos segundos. - ¿Lo conoce? ¿Conoce el castillo, señor? - Hace mucho tiempo que no voy por allí. Pero, bueno... ¿Cómo te llamas? - Hakin, señor. Las pupilas de los ojos del hombre del cabello blanco y la tez marcada se dilataron por un instante. Permaneció en silencio durante un breve lapso de tiempo, con la mirada perdida en el horizonte, lue- go reaccionó y dijo: - Bonito nombre, Hakin. - Gracias, señor. - ¿Qué te trae por aquí? - No me gusta la pesca y me dedico a hacer excursiones. - Ah - respondió el hombre.- Mejor la tierra que el mar, hijo mío.
  • 9. 9 - A mí también me gusta más. - ¿Aquí no pescáis?- Preguntó Hakin al hombre de cabello blanco y tez marcada. - No, hijo mío. Aquí vivimos de cultivar la tierra. - Es interesante - Respondió Hakin. Y así, poco a poco, empezaron a hablar sobre el mar, la tierra, el monte, los animales. Hakin no pa- raba de preguntarle cosas acerca de la tierra, las hortalizas, los árboles frutales y de cómo lo hacían para que todo aquello se presentara tan hermoso a sus ojos. El hombre le explicó cuál era el arte del cultivo. “Es una cuestión de amor y de contacto con la tierra. Si cuidas la tierra y le das lo que ella quiere, la tierra te lo devolverá con sus frutos.” Hakin escuchaba las explicaciones con devota aten- ción. - ¿Y cómo lo hace? - le preguntó de golpe.- A mí me gusta sembrar en los jardines del castillo algu- nas flores que encuentro por el monte, pero la mayoría de ellas no sobreviven. No sé muy bien cómo cuidarlas. - ¡Ay!, amigo mío. Es una cuestión de método y cariño. El hombre le explicó a Hakin cómo lo hacía él para labrar la tierra. Pero antes que nada le repitió: “mé- todo y cariño”, hijo mío ... Lo primero de todo y lo más importante es la tierra. Si no tenemos una tierra fértil, no podremos es- perar que crezcan las hortalizas. Quizás, al principio, se agarrarán algunas por casualidad, pero si la base no es buena, a largo plazo no hay nada que hacer. No obstante, si tenemos una buena tierra, ya verás cómo al final las plantas nos darán sus frutos. Aquí, los agricultores, a diferencia de los pes- cadores, no buscamos presas, lo que hacemos es relacionarnos con la tierra. Si las relaciones son fuertes, las plantas y los árboles crecen con solidez y nos lo demuestran con sus regalos: sus frutos. Segundo, tenemos que aportarle algo a la tierra: una semilla y un abono especial. Cada porción de tierra, en función de sus características, necesita un abono especial y cada tipo de semilla también. La elección de las semillas y el abono adecuado es lo que aportará valor a nuestras hortalizas y lo que nos diferencia de los que cultivan otros agricultores. Allí, más abajo, si te fijas, hay otros labriegos que trabajan una tierra que es exactamente igual a la mía, pero la semilla que yo utilizo y el abono que les proporciono es lo que diferencia a mis tomates de los suyos; y, por supuesto, el amor que le ponga. Tercero, y muy importante, hay que fijarse en el tiempo que hace y el que hará en el futuro: el sol, la lluvia, el viento y las tormentas. Todo será lo mismo para los diferentes agricultores, no obstante, aquellos que sepamos preverlo mejor podremos anticiparnos y aprovechar mejor sus efectos positi- vos, o bien protegernos de los peligros que nos depare la imprevisibilidad de la naturaleza. Hay que saber qué semillas debemos plantar en cada estación del año y qué abono aplicarle en cada mo- mento. Pero recuerda, Hakin, luego tenemos que estar atentos a los cambios: sequías, tormentas, granizos. Proteger nuestra huerta es muy importante. Piensa que una tormenta puede acabar con la dedicación de mucho tiempo. Si has hecho bien estos tres puntos verás cómo, en breve, empezarás a ver las primeras ramas de tus
  • 10. 10 plantas. Cuando esto ocurra, estarás en el principio de lo que puede ser una gran aventura. Algunos agricultores, muchos de los que fueron antes pescadores, tienen la tendencia a recoger sus frutos tan pronto asoman. Pero un buen agricultor tiene que entender que el objetivo es crear una relación de armonía con las plantas y los árboles. Para ello hay que tener paciencia, hijo mío, paciencia de agri- cultor. Una vez empieces a ver esas primeras ramas y a disfrutar de sus primeros frutos, lo que tienes que hacer es cuidar de cada una de tus hortalizas como si se tratara de tus propios hijos. Por supuesto que puedes y tienes que hacer cosas para todas ellas: regarlas frecuentemente, abonar la tierra cuan- do convenga, protegerlas si se avecina una tormenta, etc. Pero además tenemos que estar atentos a cada una de ellas, pues algunas necesitan ser tratadas de una manera y otras de otra. No todos los árboles son exactamente iguales, no todas las relaciones son exactamente iguales. No lo olvides, hijo mío. Con el tiempo verás que lo que era un pequeño brote insignificante se acaba convirtiendo en un robusto árbol o en una hermosa parra, que te irá dando sus frutos periódicamente. Cuando te fijes en ella y eches la vista atrás, recordarás que cada una de sus ramas representa cada una de las etapas de vuestra relación y si ésta ha sido suficientemente fuerte, verás que de ella habrán nacido nuevas ramas e, incluso, llegarás a comprobar que en algunos casos vendrán insectos para polinizar tus hortalizas y ayudarte a crear nuevas plantaciones en otros campos. Si lo has hecho con “método y cariño” verás como al final, todo funciona por sí mismo y tú lo único que tendrás que hacer es alimen- tar y proteger la relación que estableces con la tierra. Hakin escuchaba las explicaciones de aquel hombre con los cinco sentidos, sin perder detalle de lo que le decía. Tal era su atención que no se dio cuenta de que ya empezaba a oscurecer y dijo. - Se está haciendo tarde. Me tengo que ir corriendo al castillo- dijo Hakin. - Sigue el camino, siempre perpendicular a la puesta del sol. Que se ponga por tu derecha y llegarás al castillo enseguida. Hakin aceleró el paso y salió corriendo como un cohete. Se paró un momento en seco, dio media vuelta y gritó: “¿Puedo volver mañana?” - Sí, hijo mío, tranquilo. Aquí estaré, no tengo nada más que hacer. El tiempo fue pasando y Hakin intentaba ir cada día a visitar a aquel hombre de cabello blanco y tez marcada. Le iba explicando sus mejoras con sus pequeñas plantaciones en el jardín del castillo. Más adelante y con las semillas que le ofreció el hombre de cabello blanco y tez marcada, creó una pequeña huerta en el jardín del castillo. Hakin la ubicó en un rincón al que casi nadie accedía, pues aquel era su mundo, su pequeño secreto. Una tarde de primavera Hakin bajó al muelle con su madre a esperar a su padre. Aquella tarde los barcos tardaban en aparecer por la bocana del puerto. En los últimos meses, las embarcaciones cada día llegaban más tarde a puerto, pues les costaba más encontrar pescado y tenían que faenar largas horas en el mar para traer el alimento que necesitaban. Ya con el ocaso se divisaron los barcos entrando por el puerto, uno detrás de otro, en fila. Ya desde
  • 11. 11 lejos se adivinaba que la suerte había sido la misma que en los días anteriores. Las figuras de los pes- cadores, de pie, con los brazos caídos y con la mirada baja, indicaban cuál había sido el resultado de la jornada de pesca. Ya en el muelle bajaron todos del barco alicaídos y Hakin padre se dirigió hacia su esposa. - Martia. Esto es un desastre. No sé qué vamos a hacer. Esta vez, nada, ni un sólo pescado en los barcos. - ¿Otra vez sin pesca, papá Hakin? ¿Qué está ocurriendo en el mar?- le dijo su mujer con visible preo- cupación en su mirada. - No lo sé, mujer. Primero empezó a escasear el atún, luego la merluza, luego la sardina y ahora ya son todos los peces. Hace unas semanas, al menos nos salvaban los “pezqueñines”, que ya sabemos que nunca nos ha gustado capturarlos, pero la aldea y todo Karpos tiene que alimentarse. Pero ahora parece como si el mar estuviera vacío, sin vida. - ¿Y qué podemos hacer?- preguntó su esposa. - Pues no lo sé, Martia. En realidad, hay peces en el océano, los buzos han bajado al fondo del mar y han visto bancos de atunes. Pero parece que ya no caen en nuestras redes y no pican en nuestros cebos. Lo hemos intentado todo y no hay manera. - ¿No habremos abusado del mar como siempre te ha advertido tu hijo? - Le dijo Martia a su marido, regañándole amorosamente. - Quizás tenías razón- dijo el rey, esta vez mirando a Hakin junior. - Papá. Los peces no son bobos y al final han aprendido la lección. Quizás nos inventamos una nueva forma de apresarlos, pero a la larga volverá a ocurrir lo mismo. Si no tenemos una relación justa y honesta con el mar, el mar nos acabará dando la espalda. - Hijo mío, ¿de dónde has sacado esas teorías? - Del monte papá, del monte. - Me parece estar escuchando a alguien que hace muchos, muchos años que no veo. La noticia de la falta de pescado fue corriendo por toda la aldea como la pólvora y pronto empezaron las revueltas en las calles. Para intentar atajar el desorden público, el Rey Hakin, convocó una sesión extraordinaria para esa misma noche en la lonja del castillo. Allí se reunirían todos los pescadores del castillo y de todas las aldeas colindantes. Una vez todos reunidos, empezaron a proponer soluciones para intentar remediar el problema que acechaba a toda la población. Las provisiones de alimento habían ido disminuyendo, y si no llegaba pescado pronto, el hambre empezaría a invadir las calles de Karpos. Los pescadores coléricos em- pezaron a proponer soluciones para intentar remediar el desastre que sin duda se avecinaba. Unos decían: “¿Por qué no nos vamos a otros mares a buscar pescado?”. Otros apostaban por cambiar las técnicas de pesca: “¿Por qué no ponemos todos los barcos al arrastre, de este a oeste para ver si los bancos de peces han cambiado de ruta?”, “¿Y si faenamos por la noche? He oído que en algunos mares lo hacen así, que los peces están durmiendo y son más fáciles de pescar”.
  • 12. 12 Todos querían aportar soluciones, pero cada una de ellas venía acompañada de una negativa. O bien ya lo habían probado, o sus embarcaciones no estaban preparadas, o parecían aventuras demasiado arriesgadas. Todo eran dificultades y de las propuestas pasaron a las acusaciones, y de éstas a los gritos. Cuando ya parecía que las ideas se agotaban y que la reunión iba a terminar en un auténtico despropósito, se abrieron los inmensos porticones de la lonja y, bajo la luz de la entrada, se pudo ver a Hakin junior arrastrando un carro lleno de hortalizas y frutas. La asamblea enmudeció al ver al pequeño Hakin de pie delante de todos ellos. - Hijo mío. ¿Qué haces aquí a estas horas?- Le dijo su padre alzado de pie en el trono. - Traigo comida para la aldea. He oído que tenemos problemas para dar de comer a todas las perso- nas de la isla y quería ayudar. Todos le miraban sin decir una sola palabra. - Muy bien, hijo mío. ¿Pero de dónde has sacado estos alimentos? - Tengo un pequeño huerto al final del jardín del castillo. Lo he estado cultivando en los últimos meses y ahora está rebosante de hortalizas, frutas y verduras frescas. Todos seguían callados, escuchando la conversación de Hakin padre y Hakin hijo. - Es muy amable por tu parte, hijo mío. Algo es algo. Seguro que con tu pequeña huerta podemos abastecer durante unos días a la población. Pero en realidad necesitamos más, mucho más de lo que una pequeña huerta puede producir. - Y... ¿Por qué no nos hacemos agricultores, papá? Así podremos abastecer para siempre a toda la población y si lo hacemos con “método y cariño”, nunca nos faltará de nada. - Hijo mío, quizás tienes razón pero ahora necesitamos algo más urgente. - Yo sé de dónde podemos sacar alimento para pasar una temporada mientras preparamos unas tie- rras en la zona norte de la aldea. Ya las he estado valorando y creo que son perfectas. Si las cultiva- mos bien, con “método y cariño”, para el próximo otoño seguro que ya podremos conseguir alimentos para toda la población. - Vale, hijo mío. Pero me has dicho que sabes un sitio para conseguir alimento para los próximos días. - Sí papa, pero me tendrás que acompañar mañana al monte y conocer a una persona que nos puede ayudar. El rey no dijo nada. Miró a Hakin junior y luego a toda la asamblea y dijo: Mañana por la mañana no hay pesca. Mi hijo y yo iremos al monte a ver cómo podemos solucionar este problema. Por la tarde nos volveremos a reunir y tomaremos una decisión. Por la mañana, pronto, padre e hijo, hijo y padre, partieron hacia el norte. Anduvieron sin apenas ha- blar. El padre seguía al hijo y éste, sin dilación, puso rumbo al nuevo mundo que habían descubierto. Cuando llegaron a lo alto de la colina, desde la que se podía divisar la cabaña del hombre de cabello blanco y la tez marcada por el paso del tiempo, Hakin junior bajó corriendo hasta alcanzar la puerta
  • 13. 13 de la cabaña en la que se encontraba el hombre de cabello blanco y la tez marcada. Saltó en sus bra- zos y, una vez volvió a estar de pie en el suelo, le cogió de la mano, le obligó a girarse y le dijo: - He venido con mi papá. El rey de Karpos. El rey, desde lo alto de la pequeña colina, miró fijamente al hombre de pelo blanco y la tez marcada por el paso del tiempo, y éste, a su vez, le devolvió la mirada. El rey avanzó hacia la puerta de la caba- ña, primero con el paso lento, pero a medida que se iba acercando fue acelerando el paso, como si a cada metro se fuera confirmando más algo que estaba viendo y que no podía creer estar viendo. Cuando se encontraron los dos frente a frente, el rey y el hombre de cabello blanco, se abrazaron con fuerza y los dos derramaron densas lágrimas sobre el hombro del otro. Lágrimas que hicieron com- prender a Hakin que allí estaba ocurriendo algo que merecía una inmediata explicación. Al separarse el rey le dijo a su hijo. - Hakin, este es mi hermano mayor, tú tío, y el que debía haber heredado el trono que yo ostento. Entre los dos le explicaron la historia de cómo unos veinte años atrás, cuando los dos eran jóvenes, su padre, el abuelo de Hakin junior, los separó. “Mi hermano mayor era un Hakin díscolo con la pesca, como tú”, - dijo su padre mirándole a los ojos -. “No quería ir a pescar, no le gustaba la pesca y siem- pre estaba con sus teorías de la sostenibilidad de la tierra. Ahora entiendo quién te ha metido estas ideas en la cabeza, hijo mío. Al final cuando llegó el momento de la verdad, cuando nuestro padre, tu abuelo, decidió entregar el trono en vida, dijo que iba a ser para mi, porque era un auténtico Hakin pescador, e invitó a mi hermano mayor a abandonar la aldea si no quería embarcarse a faenar. Y así fue cómo le perdimos de vista una mañana de verano ahora hace 20 años. Mi madre, mis hermanas y yo te buscamos durante mucho tiempo pero nunca más supimos nada de ti.”- dijo mirando a su hermano-. -Cuando decidí abandonar la aldea – continuó con la historia el hombre de cabello blanco y la tez marcada por el paso del tiempo - estuve mucho tiempo viviendo solo en las montañas, aprendiendo a cultivar la tierra sin apenas ver a otro ser humano, hasta que un día conocí a un grupo de familias nómadas que habían naufragado en la isla y que buscaban un lugar en el que establecerse. Cuando los conocí estaban desesperados, eran familias de pescadores como la mayoría de gentes de estos mares. Lo habían perdido todo y habían aparecido en un nuevo mundo sin nada bajo sus brazos, pero con todo un nuevo mundo por delante. Al principio fue complicado convencerles de que no debían volver a hacerse a la mar, la misma que les había arrojado a la tierra. Pero al ver mi huerta y pasar unos días conmigo, se dieron cuenta de que esto no estaba tan mal. Primero nos repartimos las tierras. Cada uno de ellos debía escoger una porción de terreno, aquí por suerte nos sobra. Les pedí que le pusieran un nombre para identificarla y para que tomaran concien- cia de que a pesar de ser casi igual que la de su vecino, su huerta tenía que ser única. Una vez organizados, les expliqué cómo cultivar la tierra: “método y cariño”, les repetí una y otra vez. Y así aprendieron a abonar su propia huerta. Cada uno de ellos debía escoger el abono que conside- rara más adecuado. Luego les expliqué lo más importante: cómo mantener y hacer crecer su planta- ción: regarla cada día, observar cómo nacen los primeros brotes verdes de las semillas y, finalmente, cuidarlas para verlas crecer, todas a la vez y una a una. Cuando empezaron a tener resultados, algu- nos de ellos se apresuraron a arrancar las primeras hortalizas, no hay que olvidar que antiguamente
  • 14. 14 habían sido pescadores y eso no se borra tan fácilmente. Les tuve que introducir el gen de la pacien- cia y al final aprendieron. Ahora, si miráis hacia allí, podéis ver que todas las huertas están resplande- cientes y, aunque se parecen unas a otras, todas ellas tienen el sello personal de su propio agricultor. Yo les enseñé a labrar la tierra con “método y el cariño” y ahora somos esta pequeña aldea que po- déis ver a vuestro alrededor. Hemos aprendido a ser agricultores y a tener una relación de simbiosis con la tierra. Nosotros cuidamos las relaciones con la tierra y ella, a cambio nos ofrece sus frutos... Y ahora, si queréis, os lo puedo enseñar a vosotros también. Y así fue como aquel hombre de pelo blanco y la tez marcada por el paso del tiempo ayudó a su hermano, el rey de Karpos, a su sobrino Hakin junior y a toda la población a cambiar la forma en que conseguirían alimento en el futuro. Karpos pasó de ser una población de pescadores a convertirse en una población de agricultores. El verano siguiente, el castillo de Karpos amaneció rodeado por extensiones de cultivos a su alrede- dor de las que emergían hermosos árboles frutales, hortalizas frescas y parras que, a vista de pájaro, ofrecían una visión verde del territorio que contrastaba con el azul del mar.