Álvaro estaba muy triste después de escuchar a sus compañeros hablando mal de él a sus espaldas. Se escondió en el aula llorando desconsoladamente. Más tarde, cuando algunas de sus compañeras entraron al aula para buscarlo, pudo calmarse y ocultar su tristeza, aunque seguía sintiéndose humillado. Temía que lo que le esperaba al final del día fuera aún más doloroso.
1. Álvaro estaba muy triste. No quería que lo vieran llorar y ocultó disimuladamente su
cara en un pañuelo al tiempo que se volvía ligeramente hacia la pared. Cuanto todos sus
compañeros salieron al patio, se sentó en su pupitre y rompió a llorar
desconsoladamente. Las lágrimas le corrían por las mejillas y sus sollozos eran tan
fuertes y lastimeros que romperían el corazón de la persona más dura. Lo que más rabia
le daba era lo que había sucedido por la mañana antes de venir al colegio. Había llegado
a la parada del autobús un poco antes de la hora habitual y no lo había hecho por el
camino de costumbre, sino por un caminillo de tierra situado a la izquierda, que venía
directamente de casa de su abuela. Por eso, sus compañeros no lo habían visto. Estaban
apoyados en un muro de piedra que les tapaba la visión del camino y no se habían dado
cuenta de que Alberto se aproximaba hacia ellos. Cuando estaba a poca distancia oyó lo
que decían. ¡Estaban hablando de él a sus espaldas! Lo que decían no era agradable; es
más, era terrible, humillante. Jamás se hubiera imaginado que pensaban tales cosas de
él. Y lo que más le dolió fue que Julia, la chica de la que estaba secretamente
enamorado, era la más cruel de todos; sus comentarios, los más despiadados; sus gestos,
los más despreciativos. En aquel momento quiso que la tierra lo tragara y, ahora, en el
aula, mientras sus compañeros jugaban en el patio, deseaba intensamente no estar allí.
Estar en su casa. Él solo. En su cuarto. A solas con su dolor y su vergüenza.
Cuando más se hundía en la desesperación, oyó pasos que se acercaban al aula de 2º
de ESO, donde él estaba. Se sobrepuso, se secó las lágrimas con el reverso de la mano y
simuló estar haciendo deberes. La puerta se abrió. Era Bea. Venía a buscarlo. ¿Por qué
no había salido al recreo? Entre dientes hilvanó una respuesta absurda y apenas levantó
la cabeza del cuaderno. Por el pasillo se oía la voz de otras chicas. ¿Sería Julia? No.
Eran Aida y Saray. Y también Nazaret Ramos. Venían muertas de risa. ¿Acaso ellas
también se reían de él? No, no debía ser tan suspicaz. Quizá ni siquiera sabían nada del
asunto. Como pudo se sobrepuso e intentó hablar con ellas como si nada hubiera
sucedido. Recuperó su aplomo y, por un momento, pareció el mismo chico confiado de
siempre. Mal sabía lo que le esperaba a última hora de la mañana, durante la clase de
Educación Física. Eso sí sería verdaderamente doloroso. Realmente amargo. Pero ahora,
en el aula, escuchando los comentarios alborotados de las chicas se sintió nuevamente
confortado. [...]