SlideShare una empresa de Scribd logo
1 de 100
Descargar para leer sin conexión
DADME
LIBERTAD
ROSE WILDER LANE
DADME
LIBERTAD
Compuesto y maquetado
por Olrss_
Printed at home · Impreso
en mi casa
Lee/disfruta y luego me agradeces ñeri.
7
ÍNDICE
PRÓLOGO, por Juan Pina....................................................... 9
CAPÍTULO 1 ........................................................................ 15
CAPÍTULO 2 ........................................................................ 21
CAPÍTULO 3 ........................................................................ 27
CAPÍTULO 4 ........................................................................ 33
CAPÍTULO 5 ........................................................................ 37
CAPÍTULO 6 ........................................................................ 41
CAPÍTULO 7 ........................................................................ 51
CAPÍTULO 8 ........................................................................ 55
CAPÍTULO 9 ........................................................................ 63
CAPÍTULO 10 ...................................................................... 69
CAPÍTULO 11 ...................................................................... 73
CAPÍTULO 12 ...................................................................... 79
CAPÍTULO 13 ...................................................................... 81
CAPÍTULO 14 ...................................................................... 85
CAPÍTULO 15 ...................................................................... 89
9
PRÓLOGO
JUAN PINA
Dadme libertad es el apasionado título de este breve ensayo de
la pionera Rose Wilder Lane. Lo fue en el sentido literal de la
palabra, al menos durante los primeros años de su vida, como
hija y nieta de aquellos estadounidenses que recorrieron largas
distancias a bordo de sus carromatos para poblar las nuevas
tierras situadas al Oeste, siempre hacia el Oeste de las trece
colonias originales. Lane fue hija de Laura Ingalls. Se pregun-
tará el lector, al menos el de cierta edad, dónde ha oído antes
ese nombre. Si rebusca en la memoria de su infancia, tal vez
recuerde una vieja serie de televisión: La casa de la pradera. La
actriz Melissa Gilbert interpretaba el papel de Laura Ingalls,
y el santurrón de Michael Landon hacía de su padre, Charles
Ingalls, es decir, el abuelo de Lane en la vida real. Laura Ingalls
escribió libros infantiles que contaban la historia de su familia
y de otros pioneros, y en esos libros —parece que muy edita-
dos y mejorados por su hija Rose— se basaría vagamente la
edulcorada serie de televisión de 1974.
En su libro Libertarians on the Prairie, Christine Woodside
cuenta los entresijos de los verdaderos Ingalls, su forma de
vida sencilla y sus sólidos valores, y revela la conexión entre
la experiencia vital de aquellos pioneros norteamericanos —tan
distantes de toda autoridad estatal— y su rudimentario proto-
libertarismo. Ese legado habría de influir, una generación más
tarde, en la visión social y política de Lane y de otros pensado-
res de su tiempo.
10
DADME LIBERTAD
Lane fue, por tanto, doblemente pionera: fue una de las úl-
timas pioneras del Oeste norteamericano y una de las primeras
del libertarismo político actual. Lógicamente, es esta última la
faceta que nos interesa, la de precursora de ese movimiento
que irá tomando forma durante la segunda mitad del siglo XX,
que tendrá un hito clave en 1971 —la fundación del Partido
Libertario estadounidense, tres años después de su muerte—,
y que está alcanzando por fin, en este primer cuarto del siglo
XXI, el nivel de relevancia intelectual que inevitablemente an-
tecede al efecto social y político directo.
Ya desde los años cuarenta, Lane fue una de las impulsoras
originales de todo ese movimiento pro-Libertad al que ella solía
referirse —por ejemplo, en este libro— como «individualismo»
o incluso, no sin cierta exageración, «anarquía del individualis-
mo» (el término «libertarismo», con su significado actual, se iría
extendiendo más adelante). Su empeño ideológico y político
coincide en el tiempo con los de otros precursores destaca-
dos de esta corriente de pensamiento, como Isabel Paterson o
Albert Jay Nock. Este último afirmó que los libros de Paterson
y Lane eran de lo poco «inteligible» que se había escrito en los
Estados Unidos sobre el pensamiento individualista. La obra
más conocida de Lane, The Discovery of Freedom: Man’s Struggle
Against Authority, es un ejemplo de la claridad expositiva que
también caracteriza a Dadme libertad.
Sin embargo, hay otra gran autora estadounidense cuya
probable influencia mutua con Rose Wilder Lane merecería
un estudio aparte: Ayn Rand. Pese a los caminos divergentes
que habrían de tomar el objetivismo y el libertarismo —en un
desencuentro que hoy, a la vista del camino de servidumbre
que ha emprendido la humanidad, sería probablemente mucho
menor—, Rand comparte con Lane, y también con Paterson,
intuiciones que se verán reflejadas en la obra de las tres autoras.
El año 1943, en plena conflagración mundial, vio la publicación
11
ROSE WILDER LANE
de El manantial de Rand, The God of the Machine, de Paterson, y
The Discovery of Freedom, de Lane. Será sobre todo en La rebelión
de Atlas (1957) donde podrán descubrirse posibles influencias
de Lane, dos décadas mayor que Rand, o, sencillamente, ele-
mentos que ya estaban presentes en la obra de la autora de
Dakota del Sur, incluyendo la primera versión de este Dadme
libertad, publicada en 1936 y su posterior revisión y ampliación.
Lane es una mujer de acción que siente tristeza y desagra-
do ante el conformismo de los estadounidenses con la deriva
estatista de su país. En Dadme libertad relata una anécdota real:
asistió a una mesa redonda de empresarios en Des Moines
(Iowa) y, desde el público, les criticó a todos por su desespe-
rante pasividad ante el avance del estatismo, que ellos mismos
acababan de criticar. «¿Habéis comprendido cabalmente que
vuestro propio patrimonio, vuestra libertad y hasta vuestras
vidas están en peligro, y no hacéis nada?», les espetó. Los em-
presarios le dijeron que sí, que, en efecto, no pensaban hacer
nada, y Lane escribe «era una pesadilla», porque por todas
partes se topaba con el mismo lamento y la misma desidia.
En otros pasajes de este ensayo, y principalmente en algunos
de los incorporados a sus páginas finales, diez años después
de la edición inicial, Lane promueve una reacción civil para
forzar una reforma radical, cuando no sugiere la abierta des-
obediencia. Su apasionada exposición recuerda, salvando las
distancias, a la motivación de la huelga de personas producti-
vas —la «gente de la mente»— que Ayn Rand nos ofrecerá en
La rebelión de Atlas.
La autora de Dadme libertad no tiene empacho en calificar el
sistema político y económico estadounidense derivado del New
Deal como un Estado policial —ella misma sufrió alguna des-
agradable visita del FBI por su pronunciado antiestatismo—,
o como un régimen nacional-socialista, levantando ampollas
en plena confrontación con la Alemania nazi, pues tuvo los
12
DADME LIBERTAD
arrestos de incorporar precisamente esos pasajes en la edición
ampliada que se publicó hacia el final de la guerra mundial. En
efecto, Lane señala y denuncia dos grandes males importados
de Europa y ajenos al espíritu estadounidense: el nacionalis-
mo y el socialismo. Acusa a ambas corrientes de combinarse
contra el no-sistema individualista que había sido la clave del
éxito de los Estados Unidos, y que había permitido a su país
despegar frente al resto del mundo.
Aristotélica como Rand, Lane identifica todo un árbol ge-
nealógico de las ideas estatistas que va de Platón a Hegel, y que
influirá obviamente en Marx y en todo el movimiento socialista,
pero que también tiene una proyección directa y nefasta en el
Segundo Reich. En varios pasajes, la autora señala a la Alemania
unificada en torno al nacionalismo de raíz prusiana como ori-
gen del nuevo estatismo europeo. Del ejemplo práctico y de la
teoría estatal de esa Alemania —Lane critica particularmente la
Sozialpolitik del canciller Bismarck— surgirán tanto regímenes
comunistas como fascistas en Europa, y a Lane le horroriza
que tantos conciudadanos suyos abracen esas ideas, dando
al traste con el gobierno limitado y con el orden económico
espontáneo.
Y, en sentido contrario, identifica precisamente en ese orden
económico descoordinado, surgido y permanentemente modi-
ficado por la acción de millones de agentes, el factor esencial de
la prosperidad, señalando la superior eficiencia del capitalismo
incluso como igualador social involuntario, frente a toda forma
de planificación central. Ya en la primera versión del texto,
en los años treinta, Lane se adelanta incluso a las ideas que
Friedrich von Hayek expondrá en Camino de servidumbre o en La
fatal arrogancia, al señalar, con sus propias y sencillas palabras,
que es un enorme error situar a «un hombre o un pequeño
grupo de hombres» al frente de toda la economía porque es
imposible que dispongan de la información necesaria para acer-
13
ROSE WILDER LANE
tar y porque, por el camino, será inevitable que establezcan
una dictadura o, en su expresión, un auténtico Estado policial.
Lane critica agriamente la usurpación de poder de los ciu-
dadanos por parte de los estados de la Unión, pero también de
las atribuciones de esos estados por parte del gobierno fede-
ral, alertando de la peligrosa expansión de este a expensas del
autogobierno de aquéllos. Es decir, como todos los libertarios
posteriores en ese país y en el mundo, Lane es partidaria de
la máxima descentralización y fragmentación territorial del
poder político.
Aunque no lo explica en el libro, el título del mismo resulta
obvio para los lectores de su país, pues forma parte de la famosa
frase «dadme libertad o dadme muerte», que pronunció Patrick
Henry, uno de los padres fundadores de los Estados Unidos,
en la Segunda Convención de Virginia (1775). A lo largo de
la obra, Lane evocará en otras ocasiones hechos o frases de
la época fundacional del país, de la que se siente orgullosa,
pero no por nacionalismo sino por apreciar el carácter dife-
rencial y único del proceso político y económico iniciado en
aquellas trece colonias inglesas. Explica cómo el «experimento»
estadounidense es un oasis de superior libertad que resulta
realmente único frente al resto de la Historia y frente al resto
del planeta, y cuyos efectos están a la vista. Le horroriza, por
tanto, que el experimento pueda verse aplastado por el auge
de nuevas formas de estatismo importadas de Europa.
Así pues, llama a sus conciudadanos a la acción. Ella, que de
joven había estado a punto de afiliarse al Partido Comunista,
comprende que lo realmente revolucionario es ese experimen-
to, y que esa auténtica revolución individualista, capitalista,
debe prevalecer. Pide a los estadounidenses que se organicen
para resistirse al estatismo y, en sus últimos años, es cada vez
más activa en el movimiento que acabará desembocando en
el Partido Libertario.
14
DADME LIBERTAD
Por entonces, Lane, que había conocido una pobreza real-
mente dura en su infancia, tiene ya una sólida posición eco-
nómica, alcanzada con muchos años de esfuerzo personal en
diversos sectores y, sobre todo, como escritora de ficción, de
biografías y de columnas en los periódicos. Divorciada y sin
descendencia —su único hijo había nacido muerto en 1909—
empleapartedesufortunaenbecarajóvenesbrillantesdevarios
países, ya que ella misma tenía clavada la espina de no haber
podido cursar estudios superiores por motivos económicos.
Entre las personas a las que ayuda se encuentra el abogado
Roger MacBride, que será, tras la muerte de Lane, uno de los
primeros políticos en abrazar el libertarismo, y que en 1976
será el segundo candidato del incipiente Partido Libertario a
la Casa Blanca.
Dadme libertad sorprende por su vigencia y reconfirma el
camino de los libertarios que no se conforman con las torres
de marfil y que, como la autora, aprecian y valoran el frente
académico pero entienden imprescindible actuar también en el
de la sociedad civil y, por lo tanto, en el de la política. Cuando
acaba de cumplirse medio siglo después de su muerte, acaecida
el 30 de octubre de 1968, Rose Wilder Lane, apenas conocida
en el mundo de habla hispana, merece mayor notoriedad y re-
conocimiento. Merece ocupar un lugar de honor como pionera
del libertarismo.
15
CAPÍTULO 1
En 1919 yo era comunista. Mis amigos bolcheviques de aque-
llos años están hoy dispersos. Unos se han vuelto burgueses,
otros han muerto, algunos viven en China o Rusia, y no llegué
a conocer a los últimos dirigentes americanos de la Tercera In-
ternacional, que hoy abrazan oficialmente la Democracia. Me
repudiaríaninclusocomocamaradarenegada,puesnuncallegué
a militar en el Partido, aunque no hacerlo fue un mero accidente.
En aquellos tiempos previos a la Primera Guerra Mundial,
no era prudente promover cambios fundamentales en América.
Lo habitual era escuchar «si no te gusta este país, regresa a tu
lugar de origen». Yo tenía amigos que eran patriotas americanos
pertenecientes a familias americanas tan antiguas como la mía,
y que habían sido condenados a veinte años de cárcel por pu-
blicar una revista favorable al experimento ruso. Había barcos
listos para zarpar llevándose de nuestras costas a los grupos
de radicales acorralados por el Departamento de Justicia sin
proceso judicial ni oportunidad alguna de defenderse. La poli-
cía rompía sin necesidad puertas que no estaban cerradas con
llave, destrozaba muebles inocentes y pegaba, con sorprendente
falta de criterio, precisamente a rusos que habían huido del co-
munismo porque no les gustaba.
En medio de toda aquella histeria, y afrontando un peligro
real, Jack Reed estaba organizando en América el Partido Co-
munista.
No recuerdo el sitio concreto de tan histórico acontecimien-
to, pero estuve allí. En algún lugar de los arrabales de Nueva
16
DADME LIBERTAD
York se alzaba una escalera roñosa desde la sucia acera. A la
entrada, jóvenes activistas desarrapados trataban de venderte
publicaciones comunistas. Las mujeres demacradas habituales
pedían ayuda para la defensa judicial de alguien: «Una moneda
de diez centavos, camarada, o de cinco… en este momento
cada centavo cuenta».
Subimos las escaleras entre perezosos empujones hasta lle-
gar al lóbrego salón habitual de sillas alquiladas, carteles algo
ajados en las paredes mugrientas, olor a pobreza y hambre,
caras ilusionadas.
Aquel invierno, todas esas reuniones fueron iguales. La luz
no parecía venir de las bombillas que colgaban del techo, sino
de los rostros. Nuestra policía gritaba que los comunistas eran
extranjeros, y era cierto que casi todas las caras y muchas de
las voces lo eran, pero esa gente tenía una visión que a mí me
parecía el sueño americano. Lo habían seguido hasta América
y aún lo estaban buscando. Era el sueño de un nuevo mundo
de libertad, justicia e igualdad.
Habían huido de la opresión europea para terminar so-
breviviendo en los arrabales neoyorquinos, trabajando todo
el día en talleres de destajo y estudiando inglés por la noche.
Estaban hambrientos y exhaustos, explotados por su propia
gente en esta tierra extraña, y los centavos que no necesita-
ban para comer los entregaban a ese sueño de un mundo
mejor, que ya no esperaban vivir los suficiente para verlo
cumplido.
Recuerdo que la estancia era pequeña. Estaríamos unos
sesenta hombres y mujeres. Había una sensación general de
expectación que resultaba casi insoportable. Y de peligro. La
reunión aún no había comenzado. Unos cuantos hombres
rodeaban a Jack Reed y hablaban con gravedad y urgencia.
El tenso semblante de Jack Reed se transformó en una alegre
sonrisa cuando descubrió al hombre que estaba a mi lado. Se
17
ROSE WILDER LANE
separó de los demás y se acercó a nosotros en media docena
de pasos mientras gritaba «¡Estás con nosotros!».
«¿Lo estás?», repitió expectante, pero la pregunta era en sí
misma un reto. La empresa era arriesgada —como bien sabe
todo comunista, Jack Reed no acabaría marchando del país
sino escapando del mismo—, los agentes federales o la policía
podían irrumpir en la sala en cualquier momento. Todos noso-
tros lo sabíamos, pero, como yo compartía el sueño comunista,
estaba dispuesta a asumir riesgos y también a someterme a
la estricta disciplina de partido. Sin embargo, el hombre que
estaba junto a mí comenzó una vaga disertación táctica, evadió
la pregunta, dudó, preguntó a su vez, se mostró tímido… y
finalmente, con una sonrisa encantadora, cuestionó que debiera
asumir riesgos personales: su seguridad era demasiado valio-
sa para la Causa. Jack Reed giró sobre sus talones diciéndole
«vete al infierno, maldito cobarde».
Esa breve escena me había revelado mi total falta de impor-
tancia en aquel momento. No representaba a ningún grupo ni
tenía el menor peso en la compleja maraña de teóricos y líderes.
Era tan solo una persona más, que por entonces simpatizaba
de corazón con las palabras de Jack Reed y que estaba bastante
aturdida por un fuerte resfriado. Me fui a casa. El resfriado
resultó ser una gripe y a punto estuve de morir. Mis gastos me
aplastaban, necesitaba ganarme la vida y antes de que mi salud
se hubiera recuperado, ya estaba en Europa. Así de estrecho
fue el margen por el que no llegué a afiliarme al Partido Co-
munista, pero en mi interior era una comunista convencida.
Muchos ven el Estado colectivista como una extensión de la
democracia, y ese era por entonces mi caso. Esa visión inclu-
ye una serie de pasos progresivos hacia la libertad. El primer
paso fue la Reforma, que supuso el triunfo de la libertad de
conciencia. El segundo fue la revolución política, y nuestra
Revolución Americana contra el rey inglés era una de sus
18
DADME LIBERTAD
expresiones. Este segundo paso había logrado para todos los
pueblos de Occidente diversos grados de libertad política. Los
progresistas habían seguido aumentando esa libertad al dar al
pueblo un grado cada vez mayor de poder político. Por ejemplo,
en los Estados Unidos, eran los progresistas quienes habían
conseguido el sufragio igualitario, la elección popular de la
práctica totalidad de cargos públicos, el derecho a la iniciativa,
los referendos o las primarias.
Sin embargo, nos enfrentábamos ahora a la tiranía. Para
expresarlo en términos sencillos, nadie podía ser realmente li-
bre si otro le negaba lo básico para vivir. El trabajador era un
esclavo del salario. La revolución final debía, por tanto, hacerse
con el control económico.
Ahora veo la falacia dominante de aquel relato, y más ade-
lante la señalaré. Pero dejémosla pasar por el momento. Veamos
esta otra escena:
Puesto que el progreso de la ciencia y de los inventos nos
permite producir más bienes que los que podemos consumir,
nadie debería carecer de nada material. Y sin embargo, vemos
cómo unos pocos tienen una gran riqueza y, al controlar y
poseer todos los medios de producción, poseen también todos
los bienes producidos. Y, por otro lado, vemos como las masas
siempre son relativamente pobres y carecen de los bienes que
deberían disfrutar.
¿Quién tiene esa gran riqueza? El capitalista. ¿Quién la crea?
El trabajador. ¿Cómo la consigue el capitalista? Extrayendo
un beneficio de cuantos bienes se produce. Pero, ¿produce él
algo? No, es el trabajador quien lo produce todo. Por tanto,
si todos los trabajadores, organizados en sindicatos, forzaran
a todos los capitalistas a pagar en forma de salarios el valor
total de su trabajo, ¿podrían comprar todo los bienes que ellos
produjeron? Pues no, porque el capitalista añade al precio de
los bienes su beneficio antes de venderlos.
19
ROSE WILDER LANE
Desde esta perspectiva, resultaría evidente que es el sistema
de beneficios el que provoca la injusticia y la desigualdad que
vemos. Debemos por tanto eliminar el beneficio, es decir, eli-
minar al capitalista. Así, tomando sus beneficios actuales, distri-
buiremos su riqueza acumulada y administraremos nosotros sus
antiguos negocios. Los trabajadores, que son quienes producen
los bienes, serán también quienes los disfruten. No volverá a
producirse ninguna desigualdad económica y el mundo tendrá
una prosperidad general como nunca antes había conocido.
Cuando el capitalista ya no esté, ¿quién gestionará la pro-
ducción? El Estado. Y, ¿qué es el Estado? El Estado será la
masa de sufridos trabajadores.
Fue en este punto donde la primera duda atravesó mi fe
comunista.
21
CAPÍTULO 2
Estaba por entonces en la Rusia transcaucásica, bebiendo té
con compota de cerezas y tratando de sostener a la vez un te-
rrón de azúcar entre los dientes. Es difícil. Mi rolliza anfitriona
rusa y su marido sosegado de barba dorada me sonreían, y un
montón de niños de mejillas redondeadas miraban alucinados
a la americana. Su casa tenía un siglo y era bastante acogedora.
En las paredes, blancas como la nieve, colgaban iconos. Col-
chones de pluma rodeaban la gran estufa de ladrillo, también
encalada. No había tejido sin bordar. El cuello de la camisa de
mi anfitrión y el vestido de su mujer eran obras de arte. Había
una máquina de coser americana, y el samovar era un señor
samovar.
El poblado era comunista, por supuesto. Siempre lo había
sido. La única fuente de riqueza eran las tierras, y a los luga-
reños nunca se les habría pasado por la cabeza que las tierras
pudieran ser propiedad privada.
Esas planicies de la Georgia rusa se parecen bastante a las
de Illinois. Los rusos las ocuparon como pioneros más o me-
nos al mismo tiempo que los americanos colonizaban Illinois.
Llegaron de la misma manera: a pie, forzando la lenta marcha
de los bueyes que tiraban de las carretas por unas praderas
sin sendero. Industriosos y frugales, de buen carácter y enor-
memente sensatos, los rusos llegaron en grupos, levantaron
poblados, cultivaron en común la buena tierra y prosperaron.
En Illinois, cada colono pagó por su tierra, pues no se dio
tierras gratis a los americanos hasta 1862. En Rusia, en cambio,
22
DADME LIBERTAD
la tierra era gratuita. Cada pueblo cultivaba la extensión que
necesitaba. En su seno, cada familia labraba el área asignada y,
cuando el tamaño de las familias variaba tanto que la división
de las tierras les resultaba insatisfactoria, todos los habitantes
del pueblo se reunían en concejo y establecían nuevos límites.
Esto solía pasar cada diez años más o menos, en función de
los nacimientos, matrimonios y muertes.
A esta gente nunca la habían oprimido terratenientes. La
mayoría de los colonos ni siquiera había conocido a ninguno, y
nadie había tenido contacto real con el gobierno del zar. Estaban
acostumbrados, eso sí, a pagar a un recaudador de impuestos
una vez al año, en otoño, la décima parte del producto de sus
campos de grano. El recaudador venía a caballo por la planicie,
cargaba el tributo en carros de bueyes y se marchaba. A veces
los jóvenes tenían que ir a la guerra, generalmente una peque-
ña guerra privada con algún poblado tártaro. La mayoría de
estos rusos eran cristianos primitivos opuestos a la guerra. De
hecho, habían llegado a esta zona —o se les había empujado
hasta ella— precisamente por no estar dispuestos a enviar a sus
hijos al ejército del zar. Pero con el paso de un siglo entero, su
resistencia se había debilitado y a veces los jóvenes aceptaban
ser reclutados para la guerra. Por eso, algunas veces llegaba
un reclutador al pueblo y parte de los jóvenes se iban con él.
Algunos regresaban meses o años después trayendo noticias
de dónde habían estado, qué habían hecho y qué habían visto.
Tenía ante mí el espectáculo de una tierra virgen, libre y
feraz a la que los pioneros habían traído el comunismo. Ha-
bían vivido aquí por cien años sin que nadie les molestara.
Encontré en estos pueblos muchos viejos que me preguntaban
qué había pasado en mi país a la muerte del zar del mundo.
Encontré jóvenes que habían estado en campos de reclusión
alemanes y explicaban a sus asombrados vecinos que yo venía
de América, un país fabuloso al que podía uno escribirle una
23
ROSE WILDER LANE
carta pidiendo cualquier cosa —comida, cigarrillos, calcetines,
cerillas, azúcar o hasta un abrigo— y te lo enviaría.
Y no eran en absoluto estúpidos. Eran los mejores granjeros
y ganaderos, eran buenos mecánicos, cocinaban bien y llevaban
con diligencia sus hogares. Eran amplios de miras y estaban
abiertos a experimentar. Un pueblo había importado a un suizo,
pagándole un buen salario, y le había construido un chalé suizo
para él y su familia. Su empleo consistía en mejorar la calidad
de las vacas lecheras cruzando a los animales, y también en
producir queso en la fábrica quesera del pueblo. Había otro
pueblo, de dos millas de largo y solo una calle de ancho, que
disponía de alumbrado gracias a la planta de generación eléc-
trica local. Sus mujeres no lavaban la ropa en el río, sino en la
lavandería del pueblo.
Aquel año la cosecha había sido buena. El ganado había
engordado, los graneros estaban llenos y todos los huertos
mostraban montones de calabazas de un dorado rojizo. No
había, por supuesto, ni un solo pobre en el pueblo. Todo el
mundo trabajaba y, climatología mediante, todo el que trabaja-
ba comía abundantemente. Ningún comunista habría deseado
mejor prueba del valor práctico del comunismo que el próspero
bienestar de aquellos aldeanos.
Por entonces, los bolcheviques llevaban ya casi cuatro años
en el poder, y los impuestos al poblado no habían crecido, ni
se había reclutado más jóvenes que durante el régimen zarista.
Estos pueblos apenas dependían para nada de Tiflis, la ciudad
más cercana, pero incluso Tiflis estaba renaciendo en aquel
momento bajo la NPE, la Nueva Política Económica de Lenin,
que daba un respiro temporal al capitalismo.
Me dejó atónita la fuerza con la que mi anfitrión afirmó
que no le gustaba nada el nuevo gobierno. No podía entender
cómo un comunista de toda la vida, rodeado de pruebas del
éxito del comunismo, podía oponerse a un gobierno comunista.
24
DADME LIBERTAD
Y sin embargo seguía repitiendo que no le gustaba. «No y
no», decía.
Su queja se refería a las injerencias gubernamentales en los
asuntos de la aldea. Protestaba por la creciente burocracia, que
retirabaacadavezmáshombresdeltrabajoproductivo.Predecía
que la centralización del poder económico en Moscú traería
caos y sufrimiento. No lo expresaba con esas palabras, pero
eso era lo que quería decir.
«Es la oposición de la mente campesina a una ideas nuevas
que le quedan demasiado grandes», me dije. Ahí estaba mi pe-
queña oportunidad de arrojar algo de luz. Aunque comprendía
el ruso básico, no lo hablaba bien, así que expliqué a través
de mi intérprete, en palabras sencillas, el paralelismo entre las
tierras de la aldea, como fuente de riqueza, y el total de fuentes
de riqueza. Dibujé para él la escena de la Gran Rusia disfru-
tando hasta en sus últimos confines de la igualdad, la paz y la
prosperidad —justamente repartida— que reinaban en su pueblo.
«Es demasiado grande —me dijo—, demasiado grande y la
cúpula es demasiado pequeña. No funcionará. En Moscú solo
hay hombres y el hombre no es Dios. Un hombre solo tiene
una cabeza de hombre, y cien cabezas juntas no forman una
gran cabeza. Solo Dios conoce Rusia».
Un occidental rodeado de rusos siente con frecuencia que
todos ellos están algo locos. Otras veces, su misticismo parece
de sentido común. Es bastante cierto que muchas cabezas no
forman una gran cabeza. De hecho, lo que forman es un ple-
nario del Congreso. ¿Qué es entonces el Estado?, me pregunté
desconcertada. El Estado comunista, ¿existe? ¿Puede existir?
Me pregunto hoy si aquella aldea, aquel hogar ancestral, ya
habrá sido barrida del mapa de Rusia para crear una granja
colectivizada con tres turnos diarios de ocho horas, arando
con tractores y recogiendo con cosechadoras, e iluminándo-
la por la noche con fluorescentes gigantes. Mi anfitrión y su
25
ROSE WILDER LANE
mujer, ¿almorzarán hoy en comedores comunales y dormirán
en barracones comunales?
Su estilo de vida era sin duda primitivo. No había cambiado
en cien años. No tenían luz eléctrica ni canalización. Supuse
que se bañarían una vez a la semana en la casa de baños del
pueblo, que quizá sería insalubre. Quién sabe cuántos gérme-
nes habría en el agua que tomaban. Sus ventanas carecían de
mosquiteras. Sus caminos polvorientos se llenarían sin duda
de barro en tiempo de lluvias. No tenían coches, ni siquiera
caballos, tan solo carros de bueyes. En una palabra, su nivel de
vida se había quedado igual que el de los pioneros de Illinois
de cien años atrás. Tal vez haya mejorado su nivel de vida.
Quizá en Rusia, con el tiempo, todo diente se cepille tres veces
al día y todo niño coma espinacas.
Pero si se hace todo esto con la gente de la antigua Rusia, no
será ella misma quien lo haga, sino que se les hará. Y, ¿quién
se lo hará? ¿El Estado?
27
CAPÍTULO 3
Tan pronto me hice esa pregunta comprendí que era falsa la
imagen de la revolución económica como paso definitivo a
la libertad.
Ello se debe a que, en realidad, el Estado, el gobierno, no
puede existir. Son conceptos abstractos, válidos en su lugar
como los supuestos números negativos lo son en las matemá-
ticas. En la vida real, sin embargo, no se pude restar nada a la
nada: cuando un monedero está vacío, está vacío. No puede
contener menos diez dólares. En ese mismo plano, no existe
Estado ni gobierno. Lo que sí existe es un hombre o un grupo
de hombres que tienen el poder sobre muchos otros.
La Reforma redujo el poder del Estado, de los curas, y así
los hombres comunes pudieron ser libres de pensar y hablar
como quisieran. La revolución política redujo o destruyó el
poder del Estado, de los reyes, y así los hombres comunes
pudieron acercarse más a la libertad de actuar como quisieran.
Pero esta revolución económica concentraba el poder econó-
mico en las manos del Estado, de los comisarios, de forma tal
que las vidas y haciendas de los hombres comunes volvían a
estar sometidas a los dictadores.
Cada avance hacia la libertad personal logrado por las revo-
luciones religiosa y política se perdería por la reacción económi-
ca colectivista. Al considerar los hechos, no veía cómo podría
ser de otra manera. La aldea comunista era posible porque unos
pocos, cara a cara, luchaban por su propio interés personal hasta
que el conflicto acababa en un equilibrio razonablemente satis-
28
DADME LIBERTAD
factorio. Lo mismo pasa en el seno de cualquier familia. Pero
gobernar a cientos de millones es otra historia. El tiempo y el
espacio impiden que la lucha personal entre tantas voluntades,
todas enfrentadas personalmente a todas las demás, acabe en
una decisión común. El gobierno de las multitudes solo puede
estar en manos de unos pocos.
Los americanos culpaban a Lenin de no haber establecido
una república. De haberlo hecho, no habría cambiado lo esen-
cial: habrían seguido siendo unos pocos quienes gobernaran
Rusia.
El gobierno representativo no puede expresar la voluntad de
la masa popular porque la masa popular no existe. El pueblo,
como el Estado, es una ficción. Ni siquiera se puede establecer
una voluntad popular en un grupo de doce personas que van
de pícnic. La única masa humana con voluntad común es una
turba, y la voluntad compartida es su locura temporal. En la
realidad, la población de un país es una multitud de seres hu-
manos con una variedad infinita de propósitos y deseos, y con
voluntades fluctuantes.
En una república, la mayoría de la población decide cada
cierto tiempo qué candidato tendrá el control de la policía es-
tatal. De vez en cuando, la acción de la mayoría puede alte-
rar los métodos por los que se accede al poder, el alcance del
mismo o las condiciones de su ejercicio. Pero una mayoría no
gobierna, no puede gobernar, solo actúa como contrapeso de
sus gobernantes. Todo gobierno de multitudes, en cualquier
época y lugar, es de un solo hombre o unos pocos, y no hay
manera de escapar de esta realidad.
No es posible una verdadera república en la Unión Soviética
porque la finalidad de sus gobernantes es económica, y el poder
económico es distinto del político. La política es cuestión de
grandes principios que, una vez aprobados, pueden perma-
necer inalterados indefinidamente. Por ejemplo, uno de esos
29
ROSE WILDER LANE
principios podría ser que los poderes legítimos del gobierno
emanan del consentimiento de los gobernados. A partir de
los principios se establece normas generales, por ejemplo no
cobrar impuestos a quienes carecen de representación polí-
tica.1
Esas normas se encarnan en leyes destinadas a limitar
o restringir el poder político, como, por ejemplo, que solo
el Congreso pueda establecer impuestos y gastar el dinero
recaudado. Esta aplicación tan específica de los principios po-
líticos no afecta a los detalles de la vida del individuo. Podemos
darle al Congreso lo que pida y no revolvernos siquiera ante
el bocado, podemos patalear cuando tengamos que pedir un
préstamo para pagar los impuestos, y hasta podemos perder
nuestra granja o nuestra casa si no logramos pagar y, pese
a todo, nuestra libertad de elección personal seguirá siendo
nuestra.
La economía, sin embargo, no se ocupa de principios abs-
tractos ni de leyes generales, sino de cosas materiales. Trata
directamente de las vagonetas de carbón, las cosechas de grano
o la producción de las fábricas. El poder económico en acción
está sujeto a infinidad de crisis impredecibles que afectan a las
cosas materiales. Está sometido a las sequías, a las tormentas, a
las inundaciones, a los terremotos y la peste, a las modas, a las
enfermedades y los insectos, a la rotura y la fatiga de la maqui-
naria. Y la economía sí afecta al detalle menor de la existencia
de cada persona, a lo que come, bebe, trabaja o juega, y a sus
hábitos personales.
Los dirigentes de la economía deben ocuparse de cuestiones
como cuánta tela debe llevar el vestido de una mujer, si permitir
o no los lápices de labios, o si el chicle tiene valor económico.
1
La expresión original es «no taxation without representation», una frase
muy común en inglés y acuñada durante la revuelta de las colonias norte-
americanas contra la metrópoli inglesa (Nota del editor).
30
DADME LIBERTAD
Hay un punto de vista, tan válido como cualquier otro, según
el cual toda la industria del tabaco es un desperdicio.
Toda la economía de un país moderno se ve afectada por
la cantidad de ciudadanos que se lavan detrás de las orejas.
Un asunto tan privado afecta a la producción e importación
de aceites vegetales, al uso de grasas animales procedentes de
las granjas, a la manufactura de productos químicos, a los per-
fumes y colorantes, a la construcción o cierre de fábricas de
jabón —con los consiguientes efectos sobre el empleo de esas
fábricas— y al sector constructor y de la industria pesada, así
como a su demanda de materias primas y de trabajadores para
su producción, y también al uso de combustibles y a sus efec-
tos sobre las minas, los campos de petróleo o el transporte.
Pues vaya con el jabón. Consideremos ahora la tela a usar
o no, con todos los efectos que esa decisión tendrá sobre los
campos de algodón o de lino, sobre el empleo en esos cam-
pos y en las fábricas, sobre las desmotadoras de algodón —con
su producto secundario de semillas de algodón para hacer
aceite o fertilizantes, o para alimentar al ganado—, o sobre las
máquinas de hilar y tejer y la correspondiente demanda a la
industria del acero.
Todos estos factores económicos y muchos más cambiarán
según cambien los hábitos de limpieza personal. Una dieta de
Hollywood o una moda de rompecabezas pueden tener los
efectos más insospechados en el lugar más remoto e inespe-
rado. Que un niño llegue hambriento del colegio y opte entre
comer pan con mantequilla o caramelos será una cuestión de
relevancia económica internacional.
El control económico centralizado sobre multitudes huma-
nas deberá ser, por tanto, continuo y autocrático. Habrá que
gobernar mediante un flujo rápido de edictos emitidos con
prisa para seguir el ritmo de los acontecimientos antes incluso
de que se hayan podido reportar, analizar y considerar. Y será
31
ROSE WILDER LANE
necesario emplear la coerción. En su esfuerzo por acertar, tan
preciso y riguroso deberá ser el control de los detalles de la
vida individual, que nadie lo aceptará sin esa coerción. No
podrá estar sujeto a los controles periódicos, a la reversión de
decisiones ni a la sustitución de los dirigentes que las mayorías
provocan en una república.
33
CAPÍTULO 4
En la Rusia de entonces, nuestra esperanza se había hecho
realidad: la revolución económica había sucedido. El Partido
Comunista había tomado el poder al grito de «todo el poder
para las asambleas».
El capitalismo de Estado ruso y el tímido inicio de la libre
empresa se vieron aniquilados, y el pueblo se hizo con el control
de la riqueza nacional. Es decir, Lenin, un hombre sincero y
extremadamente capaz —esto es un hecho—, había alcanzado el
poder y se aprestaba a la tarea hercúlea de someter a las masas
de seres humanos a un orden económico eficiente, creyendo
honestamente él y sus seguidores que de esta manera produ-
cirían el máximo bienestar material para esas masas.
Pero lo que vi no fue una expansión de la libertad huma-
na sino el establecimiento de la tiranía sobre una base nueva,
ampliamente extendida y más profunda.
La novedad histórica del gobierno soviético era su motiva-
ción. Otros gobiernos han existido para mantener la paz entre
sus súbditos, o para amasar fortunas a su costa, o para usarlos
en el comercio y en la guerra a mayor gloria de los gobernantes.
Pero el gobierno soviético existía para hacer el bien a su gente,
lo quisiera esta o no. Y comprendí que, de todas las tiranías
a las que se ha sometido al hombre, esta iba a ser la más des-
carnada y la menos soportable. Bajo otras tiranías aún queda
algún refugio para la libertad, pues son menos meticulosas y
no se creen tan cargadas de rectitud. Pero bajo ese benevolente
poder económico no encontré refugio alguno.
34
DADME LIBERTAD
Cuantos informes he leído desde entonces sobre la Unión
Soviética han confirmado esta opinión, y eso que solo leo lo
que publican sus amigos, ya que pienso que son los comunis-
tas quienes mejor entienden lo que está pasando allí. Durante
veintisiete años, los gobernantes de ese país se han esforzado
por crear la sociedad con la que habíamos soñado, una socie-
dad donde fueran imposibles la inseguridad, la pobreza o la
desigualdad económica. Y para conseguirlo, han suprimido
la libertad personal: la libertad de movimientos, la libertad de
escoger en qué trabajar y cómo vivir, la libertad de expresarse
y la libertad de conciencia.
Conociendo su objetivo, me parece evidente que no po-
drían haberlo perseguido por otros medios. Producir comida
de la tierra y del mar, fabricar bienes con materias primas, al-
macenarlos y transportarlos para distribuirlos a vastas mul-
titudes de consumidores, son actividades tan intricadamente
interrelacionadas e interdependientes que el control eficaz de
una parte exige el control del todo. Nadie puede controlar a
las masas sin coerción, y esa coerción debe aumentar.
Debe aumentar porque los seres humanos son diversos por
naturaleza. Forma parte de su naturaleza hacer las mismas cosas
de distintas maneras, desperdiciar tiempo y energía en alterar
la forma de las cosas, experimentar, inventar, equivocarse y
distanciarse del pasado en una variedad infinita de direcciones.
Las plantas y los animales repiten sus rutinas, pero los seres
humanos libres de ataduras avanzan hacia el futuro como los
exploradores de un nuevo territorio, y la exploración siempre
genera desperdicio. Gran cantidad de exploradores no llega a
conseguir nada, y muchos de ellos se pierden.
La coerción económica, por tanto, está constantemente ame-
nazada por la terquedad humana. Debe vencerla una y otra
vez aplastando sus impulsos de ego e independencia, destru-
yendo la variedad de deseos y comportamientos humanos. El
35
ROSE WILDER LANE
poder económico centralizado, para planificar y controlar los
procesos económicos de un país moderno, se encuentra en la
necesidad de devenir un poder absoluto en todos y cada uno
de los aspectos de la vida humana.
«No importa lo que le pase a los individuos», dicen los co-
munistas, «el individuo no es nada, lo único que importa es
el Estado colectivista».
La esperanza comunista de que se alcance en la Unión So-
viética la igualdad económica descansa hoy sobre la muerte de
todos los hombres y mujeres que son individuos. Según me
cuentan, se ha moldeado y educado a una nueva generación
que será una masa humana: millones de hombres y mujeres
jóvenes que, en realidad, tienen la psicología de la colmena
o del hormiguero.
Esto ya no me parece tan increíble como antes. Puede llegar
a existir una colmena humana en Rusia. No sería la primera,
ya existió Esparta. Esparta, que no admitió cambios en la ri-
gidez de sus formas ni en el comportamiento estandarizado
hasta que fue destruida desde fuera. La colmena es estática,
no cambia a lo largo de incontables generaciones de individuos
que repiten sin cesar el mismo patrón de acción para beneficio
colectivo. Eso no es vivir, es una especie de muerte con respi-
ración y movimiento.
37
CAPÍTULO 5
Cuando salí de la Unión Soviética yo ya no era comunista,
porque creía en la libertad personal. Como todos los america-
nos, había dado por sentada la libertad individual con la que
había nacido. La creía tan necesaria e inevitable como el aire
que respiraba. Me parecía el elemento natural en el que viven
lo seres humanos. Nunca se me había pasado por la cabeza, ni
remotamente, que pudiera perderla; y no podía concebir que
millones de seres humanos pudieran vivir voluntariamente sin
ella.
Me había pasado bastantes años en países de Europa y de
Asia Occidental y había llegado a comprender unas cuantas
cosas, no solo de las palabras que emplean los distintos pueblos,
sino de su significado real. Por supuesto, no hay palabra que
pueda traducirse de forma exacta a otro idioma. Las palabras
que empleamos son los símbolos más torpes de sus significados,
y es un error suponer que palabras como «guerra», «gloria», «jus-
ticia», «libertad» u «hogar» significan lo mismo en dos idiomas.
Por toda Europa encontré vestigios de las castas medieva-
les y del orden social estático del medievo; y vi que resistían
—y con qué vitalidad— ante la libertad individual y ante la re-
volución industrial.
Era imposible conocer Francia y no comprender que los
franceses exigen orden, disciplina, la contención propia de las
formas tradicionales, la regulación burocrática de la vida hu-
mana mediante un poder político centralizado; y que la vi-
rulenta democracia francesa no es un clamor por la libertad
38
DADME LIBERTAD
individual sino el empeño en que las clases altas no exploten
demasiado a las bajas.
Lo que vi en Austria y Alemania eran ovejas sueltas y sin
líder, que corrían en un sentido u otro anhelando la seguridad
perdida del rebaño y del pastor.
Por más que me resistí, hube de admitir finalmente ante mis
amigos italianos que había visto revivir bajo Mussolini el espí-
ritu de Italia, y ese renacimiento me parecía basado en separar
la libertad individual de la revolución industrial cuya causa y
fuente es la propia libertad individual. Les dije que en Italia,
como en Rusia, lo que estaba surgiendo era un orden económico
controlado y planificado, esencialmente medieval, que se estaba
haciendo con los frutos de la revolución industrial y al mismo
tiempo estaba destruyendo su raíz: la libertad del individuo.
«¿Cómo se te ocurre hablar de los derechos de los indivi-
duos?», me increpaban los italianos tras perder al fin la pacien-
cia. «Un individuo no es nada, como individuos no tenemos
ninguna importancia; yo moriré y tú también, millones vivirán
y morirán pero Italia no muere, Italia es lo importante y nada
más que Italia cuenta».
Ese rechazo a uno mismo como individuo era, como yo
ya sabía, el espíritu que animaba a los miembros del Partido
Comunista. Era el espíritu que estaba comenzando a reanimar
Rusia y era el espíritu del fascismo, que indudablemente estaba
haciendo a Italia revivir. Multitud de pequeños incidentes así
lo revelaban.
En 1920, Italia era un nido de mendigos y ladrones que
caían sobre un desconocido y lo devoraban. No podías dejar
de vigilar tu equipaje ni por un instante. No había factura sin
engordar ni servicio, por pequeño que fuera, que no provocara
una factura adicional. Los taxis se metían por calles desiertas
y las barcazas se paraban a medio camino cuando te llevaban
al barco, porque así los taxistas y los pilotos podían asustar
39
ROSE WILDER LANE
a los pasajeros más impresionables y hacerles pagar el doble.
En Italia había que discutir y pelear a cada paso.
En 1927 se me averió el coche a las afueras de un pueblecito
italiano, ya de noche. Tres hombre —un camarero, un carbonero
y el chófer de los viajeros adinerados que pernoctaban en la
posada local— trabajaron toda la noche en el motor. Cuando,
al amanecer, lograron hacerlo funcionar, los tres se negaron
a cobrarme nada. Los americanos, en una situación similar,
también habrían rechazado el pago pero por orgullo personal
y simpatía humana. Los italianos, en cambio, me dijeron con
firmeza «no, signora, lo hemos hecho por Italia». Esto ya era lo
típico: los italianos ya no estaban centrados en sí mismos sino
en una creación mítica de su imaginación, a la que entregaban
sus vidas: Italia, la inmortal Italia.
Empecé a cuestionar el valor de esa libertad personal que
me había parecido tan intrínsecamente correcta. Entendí lo
excepcional y lo históricamente novedoso que era el recono-
cimiento de los derechos humanos. Consideré las ruinas de
civilizaciones brillantes, desde Bretaña a Basora, cuyos pueblos
jamás habían vislumbrado siquiera la idea de que el hombre
nace libre. En sesenta siglos de historia humana, esa idea siem-
pre había sido un elemento de la fe religiosa judeo-cristiano-
islámica, nunca un principio político.
Como principio político, solo una minoría de la humanidad
lo había conocido, y por poco más de dos siglos. Asia no lo
conocía, África tampoco. Europa nunca lo había aceptado del
todo y ahora lo estaba rechazando. Y comencé a preguntarme
qué es la libertad individual.
41
CAPÍTULO 6
Cuando me pregunté «¿soy libre de verdad?» empecé a en-
tender la naturaleza del hombre y su situación en este plane-
ta. Comprendí por fin que todo ser humano es libre, que el
creador me ha dotado de una libertad inalienable como me ha
dotado de vida, y que mi libertad es inseparable de mi vida
ya que la libertad es el autocontrol natural del individuo. Mi
libertad es mi control de mi energía vital para darle los usos
de los que, por tanto, solo yo soy responsable.
Pero el ejercicio de esa libertad ya es otra cosa, porque en
cada uso de la energía vital encuentro obstáculos. Algunos
de esos obstáculos, como el tiempo, el espacio o el clima, son
inherentes a la situación humana en este planeta. Otros son
autoimpuestos y derivan de mi propia ignorancia de la rea-
lidad. Pero durante todos mis años de residencia en Europa,
muchos otros obstáculos me fueron impuestos por el poder
policial de los dirigentes de esos Estados europeos.
Tengo por obvia la verdad de que todos los hombres están
dotados por el creador de una libertad inalienable, de la ca-
pacidad de autocontrol individual y de la responsabilidad de
sus pensamientos, palabras y actos, en cualquier situación.1
Hasta qué punto pueda ejercerse esta libertad dependerá de
cuánta coerción externa se le imponga al individuo. No hay
1
La autora parafrasea aquí las primeras palabras del preámbulo de la
Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América (Nota
del editor).
42
DADME LIBERTAD
carcelero que pueda forzar a un preso a hablar ni a actuar
contra su voluntad, pero las cadenas pueden impedirle actuar,
y una mordaza puede impedirle hablar.
Los americanos han tenido mayor libertad de pensamien-
to, elección y movimientos que la disfrutada jamás por otros
pueblos. No tuvimos que heredar limitaciones por casta que
restringieran el ámbito de nuestros deseos y ambiciones a los
propios de la clase en la que habíamos nacido. No tuvimos una
burocracia estatal que vigilara todos nuestros movimientos,
o registrara a cuantos amigos nos visitaran, consignando sus
horas de llegada y salida para que la policía estuviera plena-
mente informada por si resultábamos asesinados. No tuvimos
que soportar agentes de la autoridad que, para asegurar una
justa recaudación del impuesto a la gasolina, detuvieran nues-
tros coches para medir el combustible del depósito al entrar o
salir de una ciudad americana. A diferencia de los europeos
(continentales), no se nos obligó a llevar siempre encima un
documento policial, a renovarlo y pagarlo cada cierto tiempo,
con nuestra fotografía estampada en él y con nuestro nombre,
edad, dirección, filiación, religión u ocupación.
A los trabajadores americanos no se les clasifica, ni llevan
fichas policiales donde se consigne cada día trabajado, ni se
segrega sus lugares de ocio respecto a los de clases más altas,
ni se ve interrumpido su ocio por redadas policiales para com-
probar sus cartillas laborales, bajo la sospecha de que todo
trabajador es un ladrón cuya cartilla mostrará que lleva una
semana sin trabajar.
En 1922, como corresponsal extranjera en Budapest, acom-
pañé una redada policial así. El jefe de policía estaba explican-
do sus métodos de trabajo a un agente de Scotland Yard que
estaba de visita. Comenzamos a las diez de la noche, al frente
de sesenta policías que se movían con la hermosa precisión
de los soldados. Rodearon una zona del barrio obrero de la
43
ROSE WILDER LANE
ciudad y la ocuparon mientras el jefe explicaba que esto era
pura rutina y que se peinaba el barrio entero todas las semanas.
Aparecíamos por sorpresa en la entrada de los bares frecuen-
tados por obreros, locales lóbregos de suelo arcilloso cubierto
de serrín. Músicos tristes intentaban arrancar melodías a sus
violines baratos mientras hombres y mujeres ataviados con los
andrajos grises de la pobreza tomaban a sorbos económicos el
café o la cerveza, sentados a las mesas desnudas del local. Al
ver los uniformes sentían auténtico terror. Todos se levanta-
ban resignadamente en posición de manos arriba. Los policías
sonreían al sentir ese placer peculiar de los seres humanos en
posesión del poder. Revisaban los bolsillos de todos, mofán-
dose de algunos objetos y, cuando encontraban la cartilla de
trabajo, se detenían a comprobarla y la volvían a poner en su
sitio. Cuando el policía mascullaba una brusca palabra de fin
del registro, caían en las sillas secándose la frente. Siempre había
algunas cartillas que no pasaban el examen, en las que no se
había estampado el sello de ningún patrón durante los últimos
tres días, y esos hombres y mujeres iban derechos al furgón de
la policía. Muchas veces, a nuestra llegada, algunos trataban
de escapar por la puerta de atrás o por alguna ventana, solo
para darse de bruces con el cordón policial. Oíamos de lejos las
risas de los agentes. El jefe aceptó los cumplidos del detective
británico. Todo era perfecto, allí no escapaba nadie.
Varias mujeres protestaban muy agitadas, llorando y su-
plicando de rodillas hasta el punto de que casi había que lle-
várselas al furgón. Una chica joven luchaba por librarse de
los policías mientras chillaba, y tuvieron que llevársela entre
dos. No eran brutales, pero cuando la joven mordió a uno de
ellos en la mano, un tercero le dio una bofetada. En el furgón
siguió gritando como una loca. Yo no entendía húngaro, pero
el jefe me explicó que algunas mujeres se resistían a que se les
asignara tarjetas de prostituta.
44
DADME LIBERTAD
Lo que pasaba era que, cuando una empleada doméstica
llevaba varios días sin trabajar, la policía le retiraba la tarjeta que
la identificaba como trabajadora y le permitía ejercer como tal,
y le daba en su lugar una tarjeta de prostituta. En el caso de los
hombres que llevaban algún tiempo sin trabajar, se les encarce-
laba brevemente por robo. Era obvio —me explicó el jefe— que
si no estaban trabajando tenían que ser prostitutas y ladrones,
porque si no, ¿de qué vivían? Sugerí que tal vez vivían de lo
que tuvieran ahorrado, y el jefe me dijo que los trabajadores
apenas ganaban lo suficiente para llegar a fin de mes, y que
no podían ahorrar. Por supuesto, puntualizó, si en algún caso
extraordinario alguno de ellos había obtenido honradamente
algún dinero y podía demostrarlo, el juez le dejaría libre.
Una vez terminamos con los bares, empezamos con los blo-
ques de viviendas. Yo había vivido en los arrabales de Nueva
York y San Francisco. Los americanos que no han visto una
barriada pobre europea no tienen la menor idea de lo que es
un arrabal.
La policía se pasó hasta el amanecer trepando por aquellos
edificios mugrientos y bajando hasta sus sótanos, revolviendo
entre los andrajos y exigiendo a aquellos rostros graves sus
tarjetas de trabajo. Allí no encontramos demasiados desem-
pleados, porque cuesta más dormir bajo techo que ir al bar.
El mero hecho de que tuvieran donde vivir indicaba que esas
personas tenían trabajo, pero la policía fue concienzuda y des-
pertó a todo el mundo. Los agentes eran parcos en palabras
y se conducían con buenas maneras. Nada en esa redada re-
cordaba a la violencia de las que realiza la policía americana.
Cuando una puerta no se abría, los policías lo intentaban con
todas las llaves maestras disponibles antes de echarla abajo.
«Admirable, señor, admirable», dijo el agente de Scotland
Yard, «los sistemas policiales del continente son realmente ma-
ravillosos, aquí lo tienen ustedes todo bajo control». Pero al
45
ROSE WILDER LANE
rato no pudo contener su orgullo británico, que brotó de forma
despectiva como siempre lo hace: «nosotros nunca podríamos
hacer algo así en Londres, ya sabe, por aquello de que el hogar
de un inglés es su castillo y todo eso. A nosotros se nos exige
tener una orden judicial para registrar una vivienda o tocar
a una persona. Es una barrera horrible, ya sabe. No tenemos
de ninguna manera el grado de control que hay aquí, en el
continente».
Este fue el único registro de un barrio obrero que presencié
en Europa. No creo que las normas de otros lugares llegaran al
extremo de forzar a las mujeres a prostituirse, y supongo que
ya no ocurrirá en Hungría. Pero sí sé que rodear y registrar
sistemáticamente los barrios obreros era común en toda Euro-
pa, como también lo era suponer que el desempleo empujaba
a la indigencia y al delito.
Como todo residente en Europa, a mí misma me paró mu-
chas veces en la calle una amable pareja de policías para pedirme
mi carné de identidad. Esto llegó a ser demasiado habitual para
necesitar explicación. Simplemente, y como mera rutina, mi
respetable barrio de clase media estaba rodeado y a todo el
mundo se le pedía que mostrara su carné policial.
Y pese a todo, pongo en duda que hubiera menor crimina-
lidad en la Europa del control policial que en América. Los pe-
riódicos estaban llenos de breves que informaban de crímenes.
No hay en ninguna ciudad americana zonas que no me atreva a
visitar sola de noche, pero siempre hubo muchos barrios de las
ciudades europeas que eran realmente peligrosos de noche, y
montones de criminales dispuestos a matar a cualquier hombre,
mujer o niño medianamente bien vestido, aunque solo fuera
por llevarse su ropa.
Lo terrible es que el motivo de toda esa vigilancia al indi-
viduo es un buen motivo, un motivo racional. Sin ella, ¿cómo
va a mantener el orden social un gobernante?
46
DADME LIBERTAD
El instinto de urbanidad y autoconservación permite a la
masa de seres humanos libres llevarse bien de un cierto modo.
Todo el mundo sale del teatro de una manera eficiente. Lo
hacemos con incomodidad e impaciencia por el tiempo per-
dido, pero al final llegamos a la acera sin pelearnos. El orden
ya es otra cosa. Todo profesor sabe que no puede mantenerse
el orden sin regulación, supervisión y disciplina. Es una cues-
tión de grado: a más rígida y autocrática la disciplina, mayor
orden se obtiene. Todo orden social genuino exige como base
la clasificación, regulación y obediencia de los individuos. Y
como estos son lo que son, infinitamente diversos y tercos,
su obediencia debe imponerse.
En un orden social se produce una fuerte pérdida de tiempo
y energía. A todo americano le parece una pérdida monumen-
tal de tiempo tener que sentarse en una sala de espera hasta
que llegue el momento de hacer cola para acceder al mostrador
de un burócrata; y percibe así como el orden social acorta la
vida de todas las personas. También fuera del despacho del
burócrata, las regulaciones para el bien común ponen trabas
constantes a nuestra acción. Hoy en día es tan difícil moverse
en la vida cotidiana como lo es ir más despacio o más deprisa
en un desfile.
A diferencia de Francia, en América no ha habido decretos
comerciales que obstruyan a los vendedores para que cada ven-
ta de una tienda lleve media hora más de lo normal. Los co-
merciantes franceses son tan inteligentes como los americanos,
pero no han podido instalar tubos de vacío para documentos ni
un sistema rápido de contabilidad en una caja central. «¿Para
qué?», te preguntan. Total, seguirían estando obligados a ins-
cribir cada venta en un libro oficial en presencia del comprador,
como decretó Napoleón.
Y fue un decreto inteligente cuando lo dictó Napoleón.
¿Cómo iban a cambiarlo los comerciantes franceses actuales?
47
ROSE WILDER LANE
Era para reírse. El decreto se había ido complicando durante
cien años de burocracia y, además, imagine cuánto desempleo
habría generado su derogación entre los esforzados cajeros
que mojaban sus plumas en la tinta oficial y, tras consignar en
un nuevo asiento la hora y el lugar, preguntaban «su nombre,
madame?», prestos a escribirlo. «¿Su dirección?», y la escribían
también. «¿Paga usted al contado?», y a escribir. «¿Se lleva
usted misma lo que ha comprado? Bien…», y a escribir. «Ah,
ya veo, un carrete de hilo… negro… eh, ¿de qué tamaño?», y
a escribir. «¿Cuánto paga por él?», y a escribir. «Y me entrega
usted… bien, un franco». A escribirlo, y a consignar después
que «del franco que me entrega usted, le doy cincuenta cénti-
mos de vuelta… bien… ¿está satisfecha, madame?»
A nadie se le ocurría pensar cuánto desempleo provocaba
esto en la masa de clientes que aguardaban con paciencia, ni
tampoco que, si esos cajeros no hubieran acabado en un em-
pleo así, bien podrían haber hecho algo útil, algo que generase
riqueza. Lo que buscaba Napoleón era acabar con el desper-
dicio generado por la desorganización, los timos y las peleas
que había en los mercados de su época. Y lo hizo. El resultado
es que gran parte de lo que hoy es Francia quedo firmemen-
te fijado en tiempo de Napoleón. Si hubiera dejado que los
franceses siguieran desperdiciando y quejándose, timando y
perdiendo, como los americanos hacían en esa misma época
y en mercados igual de primitivos, los grandes almacenes de
la Francia actual seguramente no serían tan ágiles y eficientes
como los de América.
A nadie que sueñe con el orden social ideal, con una eco-
nomía planificada para eliminar el despilfarro y la injusticia,
se le ocurre considerar cuánta energía, cuánta vida humana
se pierde en administrar y obedecer incluso las mejores regu-
laciones posibles. A ninguno de ellos se le ocurre pensar cuán
rígidas llegan a ser esas regulaciones, ni mucho menos que,
48
DADME LIBERTAD
en realidad, deben alcanzar esa rigidez y resistirse al cambio
porque su propósito último es proteger a las personas de los
riesgos del azar y del cambio a lo largo del tiempo.
Los americanos no hemos experimentado en nuestro país
la disciplina de un orden social. Hablamos de un orden social
mejor, pero en realidad no sabemos lo que es un orden social.
Decimos que algo está mal en este sistema, cuando en realidad
no tenemos sistema alguno. Usamos frases que hemos aprendi-
dodeEuropa,perosintenerideadesusignificadoenlavidareal.
En América ni siquiera tenemos formación militar univer-
sal, ese elemento básico del orden social que enseña a todos
los ciudadanos varones la subordinación al Estado, les sustrae
años de su juventud y ha terminado por debilitar el poderío
militar de cuantos países lo han implementado.
En América el alquiler de un piso es oficial tan pronto se
firma, no hace falta llevarlo a la policía para que lo selle, ni
inscribirlo en Hacienda, en triple ejemplar, para que, a efectos
fiscales, se calcule que nuestros ingresos son diez veces la renta
que pagamos por la vivienda. Seguro que en teoría económica
tiene sentido no destinar al alquiler más del diez por ciento del
ingreso personal, y quizá hasta sea de justicia económica que
quienes sean tan derrochadores de pagar más de ese porcentaje
terminen asumiendo una multa por la vía de los impuestos.
En realidad, nunca hubo mucho margen para protestar por
los motivos de todas estas formas de burocracia en Europa,
siempre fueron motivos excelentes.
Un americano podía mirar a su alrededor y tomar cuanto
quisiera, si podía hacerlo. Solo se lo impedían la legislación
penal y su propia honradez, capacidades y suerte.
Era eso lo que querían decir los europeos que, tras unos
días en este país, exclamaban «¡hay que ver lo libres que sois
aquí!» Y desde luego era un alivio para todo americano que
regresara tras un largo viaje al extranjero poderse mover con
49
ROSE WILDER LANE
libertad de un hotel a otro, de una ciudad a otra, poder entrar
en una mercería y comprar en un momento un carrete de hilo,
poder decidir a las tres y media tomar el tren de las cuatro,
poder comprarse un coche si se disponía del dinero o del crédito
para ello y conducir por donde quisiera, todo ello sin tener
que darle ningún tipo de informe al gobierno.
Pero todo aquel cuya libertad haya sido —como siempre lo ha
sido la mía—, la de ganarse la vida lo mejor posible, sabe igual
que yo que esa independencia es, de hecho, responsabilidad.
Los pioneros americanos lo expresaron con franqueza y clari-
dad: «ve a comer raíces o muere».2
Para el lechón expulsado
del chiquero no hay más alternativa que ir donde le apetezca
y hacer lo que le apetezca. La libertad individual es responsa-
bilidad individual. Quien toma las decisiones es responsable
de sus resultados. Cuando los hombres comunes eran siervos
o esclavos, obedecían y se les alimentaba, pero morían a miles
por las plagas y las hambrunas. Los hombres libres pagaban
por su libertad abandonando esa seguridad falsa e ilusoria.
La cuestión es si la libertad personal merece el enorme es-
fuerzo, la carga eterna y el riesgo, el inevitable riesgo, de ser
independientes.
2
La frase original, «root, hog, or die» es un dicho que estaba bastante
extendido en la América rural y puede interpretarse más o menos como
«espabila o atente a las consecuencias». Literalmente, se refiere al cerdo
(hog) liberado temporalmente por su amo en el bosque para que se alimente
buscando raíces, a fin de reducir los costes de la granja (Nota del editor).
51
CAPÍTULO 7
La respuesta a esa pregunta es personal, es de cada uno de
nosotros. Sin embargo, la repuesta final no puede serlo porque
la libertad individual de opción y de acción no puede sobrevivir
por mucho tiempo si no es en una multitud de individuos que
la elijan y estén dispuestos a pagar por ella. Y no lo harán a
menos que su libertad valga menos de lo que les cuesta. No
se trata solo del valor para sus espíritus sino también del bien-
estar general y el futuro de su país, que en realidad es decir el
bienestar y el futuro de sus hijos.
Por lo tanto, la prueba de la valía de la libertad personal solo
puede ser su resultado práctico en un país cuyas instituciones y
formas de vida y de pensamiento hayan emergido desde el indi-
vidualismo.ElúnicopaísasísonlosEstadosUnidosdeAmérica.
Aquí, en este nuevo continente, pueblos sin tradición co-
mún fundaron esta república sobre la base de los derechos del
individuo. Este país fue el único de todo el mundo occidental
cuyos territorios fueron en gran medida colonizados —y cuya
cultura aún está dominada— por aquellos europeos norocci-
dentales de quienes nació la idea de la libertad individual y
se incorporó como principio político a la historia universal.
Pensándolo detenidamente, resulta extraño: ¿cómo es que
todo este territorio pasó a ser parte de América? ¿Cómo es que
aquellas colonias británicas, tras liberarse de Inglaterra, se ex-
pandieron ocupando la mitad de este continente? Los españoles
ya estaban en Missouri cuando los ingleses llegaron a Virginia
o Massachusetts. Medio siglo antes de que nuestros granjeros
52
DADME LIBERTAD
dispararan contra los soldados británicos en Lexington, ya eran
antiguos los poblados franceses de Illinois, las minas francesas
de Missouri abastecían de balas a todo el mundo occidental y
había enclaves comerciales franceses en Arkansas. ¿Cómo es
que los americanos, al expandirse hacia el Oeste, no se toparon
con un país populoso, con una colonia que protestara vigoro-
samente ante Francia contra la venta de Louisiana?
Hay un hecho relevante: los americanos eran los únicos co-
lonos que construían sus casas unas lejos de otras, cada una en
su propia parcela. América sigue siendo hoy el único país que
conozco donde los granjeros no viven apiñados en pueblos segu-
ros y cerrados. Es el único país que conozco donde el individuo
carece de un sentimiento de solidaridad esencial y permanente
con los de una clase concreta y con los de un grupo específi-
co dentro de esa clase. Los primeros americanos sí procedían
de grupos así en Europa, pero precisamente vinieron porque
eran individuos que se rebelaban contra los grupos. Y aquí en
América, en medio de la naturaleza, cada uno se construyó su
casa a cierta distancia de los demás. Eso es el individualismo.
En aquellas colonias inglesas de la costa atlántica se liberó la
diversidad natural de los seres humanos, la tendencia natural
del hombre a adentrarse en el futuro como un explorador que
va encontrando su camino. Los colonos procedentes de las
Islas Británicas se apresuraron con tanta ansia a conquistar
esa libertad, que el parlamento y el rey se negaron a permitir
nuevos asentamientos porque las estadísticas de las que dispo-
nían demostraban que la expansión de las colonias americanas
hacia el Oeste despoblaría Inglaterra.
Pese a todo, antes de que el té cayera por la borda en el
puerto de Boston,1
los colonos forajidos ya habían penetrado
1
La autora evoca el motín del té (16 de diciembre de 1773), en el que
los colonos americanos lanzaron al mar un cargamento de esa mercancía
53
ROSE WILDER LANE
hasta alcanzar las cimas y los valles de los montes Apalaches
y estaban explorando las tierras prohibidas situadas más allá.
No había plan alguno de que aquellos jóvenes Estados Uni-
dos llegaran a cubrir la mitad de este continente. Las ideas pre-
dominantes en Nueva York y Washington se quedaban muy
cortas respecto a semejante ímpetu. Fue la energía libre de los
individuos la que fluyó hacia el Oeste a un ritmo nunca ima-
ginado, barriendo y arrollando los asentamientos de pueblos
más cohesionados hasta alcanzar el Pacífico en el tiempo que
Jefferson pensaba que iba a necesitarse para colonizar Ohio.
Pero no mitifico a los pioneros. Mi propia familia lo fue
por ocho generaciones, pero cuando, de niña, evocaba con de-
masiado orgullo unos ancestros más antiguos que Plymouth,2
mi madre me recordaba que también tenía un tío-tatarabuelo
encarcelado por robar una vaca.
Los pioneros no eran ni de lejos lo mejor de Europa. En ge-
neral se trataba de alborotadores de baja condición, y Europa
estaba encantada de librarse de ellos. No trajeron mucha inte-
ligencia ni cultura. Su anhelo principal era vivir sin ataduras,
y no eran idealistas. Cuando no podían pagar sus deudas, se
escaqueaban. Cuando sus maneras, sus hábitos personales o
sus opiniones —generalmente ignorantes y expresadas a voces—
ofendían a personas de mejor crianza, les espetaban «este es un
país libre, ¿no?» Una expresión típica de ellos era «libre e inde-
pendiente», y también solían decir «probaré una vez cualquier
cosa» y «probaré suerte». Eran especuladores pendencieros, se
jugaban las tierras, las pieles, la madera, los canales y los po-
blados. Vendían parcelas de pueblos aún por construir y que,
en protesta por los tributos que les imponía la metrópoli. Esta revuelta se
considera un precedente importante de la guerra de independencia de los
Estados Unidos de América (Nota del editor).
2
La colonia de Plymouth, en Massachusetts, fue el primer asentamiento
permanente en Nueva Inglaterra (Nota del editor).
54
DADME LIBERTAD
generalmente, nunca llegaban a materializarse. Eran campesinos
ignorantes, buscadores de oro, profesores y abogados autodi-
dactas, políticos vociferantes, impresores, leñadores, ladrones
de caballos y cuatreros.
Cada cual se buscaba la vida, y que fuera lo que Dios quisie-
ra. Cada vez que la adversidad les golpeaba individualmente,
afloraba la compasión y la empatía humana, pero no había ni
un ápice de espíritu de comunidad. El pionero tenía sentido del
caballo, sentido de las cartas de juego, sentido del dinero, pero
ni pizca de sentido social. Los pioneros eran individualistas, y
aguantaron carros y carretas.
De esa pasta estaba hecha América. No era el material hu-
mano que uno habría escogido al hacer una nación, un carác-
ter nacional admirable. Y los americanos de hoy son el más
imprudente y anárquico de los pueblos, pero también el más
imaginativo, temperamental y plural. Somos la gente más ama-
ble del planeta, lo somos de forma cotidiana con los demás y
respondemos con empatía ante el menor rumor de desgracia
ajena. Solo en América se detiene un conductor para prestarle el
gato hidráulico a un extraño que ha sufrido un pinchazo. Solo
los americanos han hecho millones de pequeños sacrificios per-
sonales para enviar riqueza a otras partes del mundo, aliviando
el sufrimiento de lugares tan lejanos como Armenia o Japón.
En todas partes, en las tiendas, en la calle, en las fábricas, en
el ascensor, en la carretera o en las granjas, los americanos son
extremadamente amables y corteses. Hay más risas y canciones
en América que en cualquier otro lugar. Esos eran algunos de
los valores humanos que nacieron del individualismo mientras
este estaba forjando la nación.
55
CAPÍTULO 8
Miremos a este fenómeno, los Estados Unidos de América.
Por doscientos cincuenta años Europa coloniza este continente.
España tiene el Golfo de México y las Floridas, todo México y
Texas, Nuevo México, Arizona y California. Los rusos están
en el Norte. Francia controla los Grandes Lagos y los cursos
fluviales del valle del Mississippi, el comercio de pieles y las
minas de Missouri. Y en la costa atlántica, entre el bosque y
el mar, hay unas pocas colonias inglesas dispersas.
No todas esas colonias se rebelan contra Inglaterra. Ca-
nadá se mantiene fiel al rey, y de las demás tan solo Virginia
y Massachusetts está realmente decididas a luchar. La guerra
comienza, unos pocos rebeldes luchan con valor en un frente
pequeño que Inglaterra descuida porque sus intereses vitales
están en cualquier otro lugar. La intervención de unas caño-
neras francesas resuelve el asunto. Se firma la paz y trece co-
lonias sin el menor interés común no saben bien si unirse o
convertirse en naciones separadas.
Llegados a ese punto, ¿cuál es el futuro que parece más
probable para el continente? ¿Parece probable que aquellas
colonias divididas por la religión, por la estructura social y los
intereses económicos, peleadas unas con otras por reclamacio-
nes territoriales solapadas que amenazan con acabar en guerra,
se impongan a las grandes potencias que ya se encontraban
en posesión de territorios americanos? ¿No parece, por el con-
trario, que hasta para sobrevivir tendrán que unirse bajo un
gobierno más poderoso?
56
DADME LIBERTAD
Pues sucedió precisamente lo contrario. Los que se reunie-
ron en Filadelfia para formar gobierno creían que todos los
hombres nacen libres. Fundaron este Estado bajo el principio
de «todo el poder para el individuo».
Pero, ¿cómo puede encarnarse semejante principio en un
Estado? No hay escapatoria al hecho cierto de que todo go-
bierno consiste en el poder de un hombre, o de unos pocos,
sobre las multitudes. Entonces, ¿Cómo puede transferirse el
poder del gobernante a cada persona de esas multitudes? No
se puede.
No se trataba simplemente de darle cierta voz a la gente
común en los concejos de sus gobernantes, ni algo de fuerza
para impedir que estos emplearan el poder para dañar o robar
a aquélla. El propósito era, en realidad, entregar el poder de
gobierno a cada hombre común, en igualdad. Así, de hecho,
el resultado político sería el mismo del poblado comunista en
el que todos se esforzaban por perseguir sus propios intereses
hasta que se alcanzaba un equilibrio satisfactorio. El poder de
gobierno, en esta nueva república, iba a residir realmente en
las masas. Los hombres comunes iban a autogobernarse.
Pero, ¿cómo iba a ser posible encarnar ese propósito en el
mecanismo de gobierno, cuando todo gobierno de masas es
en realidad el gobierno de uno o de unos cuantos sobre estas?
No era posible. Se resolvió el problema destruyendo el poder
en sí mismo tanto como fuera posible. Se disminuyó el poder
hasta el mínimo irreductible.
Se dividió el poder gubernamental en tres fragmentos para
que jamás pudiera un solo hombre tenerlo en su totalidad. Cada
una de esas tres partes se vería controlada en su desempeño
por las otras dos. Todo gobernante es un ser humano, y por
lo tanto no puede separa su pensamiento, decisión, acción y
juicio. Pero en este tipo de gobierno no se permitiría a nadie
funcionar plenamente como un ser humano. Los congresistas
57
ROSE WILDER LANE
pensarían y decidirían, el Ejecutivo actuaría y los tribunales
juzgarían. Y por encima de los tres se estableció una declara-
ción escrita de principios políticos que habría de ser el mayor
de los controles establecidos sobre todos ellos; una restricción
impersonal sobre los seres humanos falibles a quienes se hubiera
de permitir el uso de esos fragmentos de autoridad sobre las
masas de individuos.
No sin razón, los europeos protestaron señalando que es-
tablecer un gobierno así era como liberar la anarquía en el
mundo. No sin razón, esos viejos gobiernos se resistieron a
reconocerlo. Ningún gobierno podía llegar un paso más cerca
de la anarquía y seguir siendo gobierno. Nunca antes se había
liberado a las multitudes para que hicieran lo que quisieran.
Ya por entonces, un Congreso Continental1
corrompido
había vendido a los especuladores millones de hectáreas de
tierras comunales reclamadas tanto por Connecticut como por
Virginia. Y, con inmorales argucias, el primer Congreso de los
Estados Unidos robó a los soldados rasos revolucionarios su
miserable paga y la trasladó a los bolsillos de los congresistas
y de los banqueros neoyorquinos. ¿Qué futuro cabía esperar
de tal desgobierno, en una situación así?
En solo setenta años, en el lapso de una vida humana, Fran-
cia y Rusia habían desaparecido de este continente; España
había entregado las Floridas, Texas, Nuevo México, Arizona
y California; a Inglaterra se la había empujado hacia el Norte;
y toda la vasta extensión de este país estaba cubierta por una
sola nación, una multitud tumultuosa bajo el gobierno más
débil del mundo. ¿Cómo había podido suceder?
La característica de la historia americana es que todo pa-
rece acontecer por puro accidente. Nada parece planificado a
1
Asamblea de representantes de las trece colonias norteamericanas
sublevadas, durante la Guerra de la Independencia (Nota del editor).
58
DADME LIBERTAD
propósito. Otros países aprueban una política y la ejecutan, y
la historia consiste en los conflictos entre esa política y otras
planificadas en otros lugares. América, en cambio, se mueve
de alguna forma oblicua. En estos Estados Unidos siempre
se ha llevado a cabo lo no involuntario, lo no planificado.
Pensemos en el enorme territorio que ganamos entre el río
Ohio y los Grandes Lagos, entre el Mississippi y las colonias
costeras. Lo logró un solo hombre, George Rogers Clark. Tomó
prestado el dinero necesario y reclutó a la mayor parte de sus
hombres de entre los que le facilitó el gobernador español, así
como entre la población francesa de Missouri e Illinois. Prota-
gonizó una de las más duras marchas invernales de la Historia
y, en Vincennes, capturó al comandante de las fuerzas británicas
del oeste. Nadie había planeado hacerlo, y nadie salvo el propio
George Rogers Clark y su pequeña fuerza militar sabían que
aquello estaba sucediendo.
Mediante ese golpe independiente, un americano libre y
emprendedor destruyó el plan que durante dos años se había
madurado cuidadosamente en Londres y en Canadá. Él llevó
a los Estados Unidos al Mississippi. Y ni la Asamblea de Vir-
ginia ni el Congreso de los Estados Unidos le pagaron jamás
por las letras de cambio que había firmado en Saint Louis
para adquirir los suministros militares que necesitaba. Esas
letras quedaron impagadas, George Rogers Clark terminó en
la ruina, el gobernador español también, los comerciantes de
pieles de Saint Louis sufrieron enormes pérdidas y una gran
empresa de ese sector quebró al no poder cobrar el dinero
prestado; pero los Estados Unidos ya tenían el Territorio del
Noroeste.
Consideremos la colonización de Kentucky. Lo hizo la Hen-
derson Land Company. El gobierno buscaba restringir y entor-
pecer los asentamientos occidentales porque iban demasiado
deprisa.Eranzonassinleyqueamenazabanconrebelarsecontra
59
ROSE WILDER LANE
los Estados Unidos o causar problemas con España. Cualquier
gobernante inteligente lo habría impedido desde el poder, pero
no había gobernante que tuviera ese poder. Y el juez Hender-
son vio la oportunidad de amasar una fortuna. Vendió a los
colonos tierras en Kentucky, a crédito. Y se habría forrado si
se las hubieran pagado, pero no lo hicieron: expulsaron a tiros
a sus cobradores. La Henderson Land Company quebró en
la depresión de 1790, pero Kentucky había sido colonizado.
Veamos ahora la compra de Louisiana, que llevó a los Es-
tados Unidos desde el Mississippi a las Montañas Rocosas.
Nadie tenía la menor intención de adquirir esas tierras. Todo
el mundo veía al Mississippi como el límite permanente de
los Estados Unidos. El gran río era una frontera natural, geo-
gráfica. Pero, tal como se había vaticinado, Kentucky ya estaba
dando problemas. Aquellos colonos del occidente amenazaban
con unirse a España, que, al mantener en su poder el Golfo,
les impedía el acceso al mar. Jefferson comprendió que iba
a perder todo el Oeste —es decir, la parte oriental del valle
del Mississippi— si no conseguía hacerse con algún puerto de
mar en la costa del Golfo. Apenas quería eso, un puerto, una
pequeña bahía.
Pero dos diplomáticos americanos en París, sin la menor
autoridad para ello, le compraron a Napoleón la Louisiana
entera. Era española, pero Napoleón se la vendió. Ya arregla-
rían cuentas sus ejércitos con España. Y los dos americanos
la compraron y pagaron quince millones de dólares por ella.
Jefferson se horrorizó al recibir la noticia, y a punto estuvo de
impugnar la operación.
Consideremos también un asunto tan vital como el de la
esclavitud. En todo el resto del mundo occidental, la esclavi-
tud de había abolido por decreto o promulgando leyes tras la
correspondiente deliberación. En América, en cambio, cada
vez que se consultaba a la población, una mayoría aplastante
60
DADME LIBERTAD
votaba contra la abolición. Pero Lincoln ganó unas elecciones
con un programa electoral que prometía tierras gratis y un
ferrocarril hasta el Pacífico. Se desencadenó entonces una gue-
rra que se había logrado evitar por la mínima durante medio
siglo, y cuyo origen era la tensión entre el gobierno federal
y los gobiernos de los estados. Y como medida de guerra, se
abolió la esclavitud.
Nadie planeó echar a los indios del Medio Oeste. Una y
otra vez, los Estados Unidos firmaron de buena fe tratados
que convertían a las tribus indias en estados-tapón. Era una
política bastante racional, basada en todos los escenarios fu-
turos que por entonces podían preverse. Las tropas federales
no paraban de expulsar a colonos blancos de las tierras asig-
nadas por tratado a los indios. Pero no hubo forma de ejercer
tal control sobre el individualismo, y los indios comenzaron
a extinguirse.
California se desgajó de México en una aventura personal
subrepticia del general Fremont, en connivencia con el senador
Benton de Missouri, que le apresuró a culminar sus planes
antes de que le pararan los pies. Ocurrió esto en un momento
en que ya nadie soñaba con encontrar oro en aquellas colinas,
y cuando la gente sensata consideraba inútil hacerse con todo
aquel territorio porque los Estados Unidos ya tenían muchas
más tierras de las que podrían explotar y, durante los próxi-
mos siglos, la población que llegara a asentarse en la costa del
Pacífico seguiría siendo un mercado insuficiente para absorber
todos sus productos agrícolas.
Bajo la agitación de una propaganda privada egoísta, e ins-
pirándose en ideales democráticos, los americanos se lanzaron
a la guerra para liberar Cuba de la tiranía imperial española,
pero se dieron cuenta de que estaban luchando contra los fi-
lipinos, que también ansiaban liberarse. Al final, los Estados
Unidos se convirtieron en un imperio y en una superpotencia.
61
ROSE WILDER LANE
Todos los casos comentados pueden multiplicarse por cien-
tos, por miles. Uno se los encuentra mire donde mire, en toda
la historia americana. No hay plan, no hay intención, no hay
una política deliberada en nada, solo hay caos y anarquía. Es
puro individualismo. Y en menos de un siglo, ha forjado nuestra
América.
63
CAPÍTULO 9
Llevo muchos años observando América. Ya había pasado an-
tes más de treinta años en mi país, y había viajado por todas
partes, viviendo en varios estados, pero no la había visto. Los
americanos deberían mirar a América. Deberían mirar a esta
tierra vasta, infinitamente variada, completamente ajena a toda
normalización, compleja, sutil, apasionada, fuerte, débil, bella,
artificial e intensamente vital. ¿Cómo podemos dejarnos llevar
tanto por los libros —y por el anhelo de nuestras mentes de
seguir un patrón—, como para aplicar a estos Estados Unidos
la ideología de Europa?
Para aproximarnos a grandes rasgos a la cuestión, digamos
que los europeos pueden pensar en términos de trabajo, ca-
pital, sistema y Estado. Se puede hablar de trabajo en París,
donde la clase obrera está rígidamente diferenciada de cual-
quier otra; o en Inglaterra, donde hasta su habla, su ropa y
su escuela la distinguen; o en Roma, donde los trabajadores
se enorgullecen de que hasta sus vidas tan ordenadas sirvan
a Italia; o en Venecia, donde solo al hijo de gondolero se le
permite hacerse gondolero.
La palabra «capitalista» tiene un cierto significado en esos
países, que presentan una estructura social apenas sacudida
y en la que algunas personas con dinero han escalado hasta
los niveles más altos, reservados ayer a los aristócratas. Hay
ahora un sistema de lucro, y esto permite al mundo de los
negocios filtrarse y reemplazar el sistema feudal. El Estado es el
comodín que se emplea para referirse a infinidad de situaciones
64
DADME LIBERTAD
en las que la burocracia controla un orden socioeconómico
reglamentado.
En América una persona trabaja, pero no es «la clase obre-
ra». Ni siquiera cien millones de trabajadores son clase obrera.
Son cien millones de individuos con cien millones de contextos,
de caracteres, de gustos, de ambiciones y de niveles de capa-
cidad. Haciendo frente a las adversidades, peligros, riesgos,
oportunidades y catástrofes de una sociedad libre, cada uno
de ellos, se ha construido su propia vida y su estatus lo mejor
que ha podido.
Un americano podrá cultivar trigo, pero eso no le convierte
en «la clase cultivadora de trigo». Hasta en el último estado
de esta Unión, hombres de toda raza y condición imaginable
cultivan trigo de las más diversas formas, con los más variados
métodos y con cualquier necesidad u objetivo en mente. Pero
todos ellos en conjunto no son «los cultivadores de trigo». La
gente cultiva algodón, naranjas o soja pero no son «el campo».
La expresión «el campo», aplicada a los seres humanos, sig-
nifica una clase de personas ligadas a la tierra. No hay tal en
América. Con la única excepción de la vieja aristocracia terra-
teniente del Sur, que ya estaba desapareciendo cuando nació
Lincoln, nunca ha habido una clase así en este país. Desde el
principio, los americanos fueron jugadores y especuladores. Si
el juego se dirimía en tierras, se las jugaban. Nunca estuvieron
realmente apegados a la tierra, ni siquiera un poco, ni a unos
campos concretos ni a una plantación ni a un regato ni al cie-
lo. Hicieron suyas las estaciones, tan cambiantes, simplemente
porque su vida estaba en ellas. Existe un campesino europeo,
pero jamás ha existido un campesino americano. El americano
se hacía granjero si esperaba ganar dinero con la granja. Vendía
su tierra si podía hacerlo con suficiente beneficio. La hipotecaba
si creía poder comprar más terrenos en un mercado en alza o
invertir en trigo, petróleo, minas, ganado o acciones de Wall
65
ROSE WILDER LANE
Street. Si el mercado agrario entraba en decadencia y podía
salirse a tiempo, montaría una gasolinera, una tienda de coches
o de alimentación, o un restaurante. Su hijo podría ser algún
día cualquier cosa, desde un Dillinger hasta un Henry Ford.1
Al capitalista no se le encuentra, no existe. Personas con muy
distintas mentalidades y propósitos, ya fuera por accidente o
por suerte, o con la maña de un pirata, crearon grandes negocios
y organizaciones financieras, y lucharon por ampliarlas y sacar
más provecho. Pero todo fue fluido, cambiante e incierto, nada
fue seguro ni estático. Aquí no hubo nunca una clase firme-
mente establecida, colocada en un orden social determinado y
manteniendo fijas a otras clases inferiores como vacas a ordeñar.
Era imposible hacerse con las riendas de las masas americanas
porque no existían tales riendas. Mientras prevalezca nuestra
forma de gobierno, no las habrá. Toda empresa, todo proyecto
financiero, debe servir a la masa impredecible de gente corriente
y adaptarse con agilidad a sus demandas y deseos cambiantes,
un día y otro día y otro más, o de lo contrario surgirán de esa
misma masa rivales que hundirán el negocio.
Es preciso defender constantemente la propiedad y luchar
por ella, y en esta lucha la propiedad de las grandes corpora-
ciones se ha dispersado. Ya está tan dispersa y difusa entre la
multitud que nadie puede señalar dónde comienza o termina,
ni es posible descubrir el destino final de los beneficios, si es
que lo hay.
Los intereses económicos se entremezclan, el deudor es a la
vez acreedor, el productor es consumidor, la aseguradora cultiva
trigo, el granjero vende en corto en el mercado de materias
primas. Todo lo que va, vuelve; nadie lo comprende y es falaz
toda pretensión de pintar este caos como orden y pulcritud.
1
John Dillinger fue un famoso ladrón de bancos que la autora emplea
en contraposición al conocido empresario Henry Ford (Nota del editor).
66
DADME LIBERTAD
Aparentemente, en medio de toda esta confusión, unos po-
cos miles de personas poseen enormes fortunas. Pero búscalas
y no las encontrarás. El dinero no está, no es sólido, no es la
propiedad tangible, libre de cargas y segura de una clase rentis-
ta, ni es el patrimonio de los junkers2
sobre inmensas haciendas
y multitud de aldeas. Es una energía dinámica que fluye en la
empresa y en la industria y que, como la energía que mueve
una máquina, desaparece cuando se la detiene.
Esas grandes fortunas existen como energía dinámica, y
hasta esa energía tiene que servir a la masa. La riqueza ame-
ricana es un conjunto de innumerables corrientes de energía
alimentadas por fuentes grandes y pequeñas. Fluyen a través
de los mecanismos que producen grandes cantidades de bienes
para el consumo de la multitud. Difícilmente puede decirse de
aquellos a quienes llamamos dueños que controlen la riqueza
que sobre el papel les pertenece, pues su misma existencia de-
pende de su capacidad de satisfacer caprichosas exigencias y
gustos impredecibles. Las fortunas surgidas de la producción
de pinzas para el cabello se desvanecieron cuando las mujeres
americanas se cortaron el pelo.
Miles de americanos orientaron lo mejor posible su energía
económica y extrajeron tanta riqueza como ellos y sus fami-
lias podían consumir. Muchos se hicieron con sumas enormes,
mucho más allá de la capacidad humana de consumir, y las
emplearon para construir bibliotecas, hospitales y museos, o
para prestar un servicio inestimable a la música, la ciencia o la
salud pública. Muchos otros despilfarraron estúpidamente tanto
como les fue posible gastar en el estilo de vida más lujoso y
decadente, ofreciendo un espectáculo irritante. Cuántas veces,
cuando se me acumulaban las deudas y las facturas, y hasta mis
esfuerzos más denodados fallaban a la hora de obtener un solo
2
Nobleza terrateniente prusiana (Nota del editor).
67
ROSE WILDER LANE
dólar o alguna forma de salir del caos, y cuando las noches eran
aún menos soportables que los días, habré pensado en aquellas
mujeres enjoyadas que, sin pensárselo, arrojaban puñados de
monedas de oro sobre las mesas de Montecarlo, o en aquellos
collares ciertamente fascinantes, valorados en cien mil dólares,
o en los abrigos de pieles de apenas veinticinco mil. ¿Irritante?
La palabra se queda corta.
Fui revolucionaria y a mí no me podéis hablar de pobre-
za, de sufrimiento, de injusticia, de hambre, de las crueldades
innecesarias que hay en este país de una costa a la otra. Pero
tampoco podéis decirme nunca más que sean el resultado del
sistema capitalista, porque aquí no hay sistema.
Todos aquellos que se esfuerzan en dirigir la industria ame-
ricana de muchas maneras, con propósitos variados y resul-
tados diversos sobre el bienestar y la felicidad de los demás,
son costosos. Son costosos en el sentido de que sacan grandes
sumas de dinero actual del flujo de energía productiva y las re-
vierten a ese flujo al gastarlo en sus propios fines individuales.
Pero, si se reemplazara este caos por un sistema, por un orden
social tan perfecto que no quedara traza de egoísmo en él, un
orden en perfecto funcionamiento con el bien común como
único objetivo, esos empresarios tendrían que ser sustituidos
por una burocracia. Y una burocracia también es costosa. Sería
inmensamente costosa la burocracia que se necesitaría para
controlar en detalle —y en cumplimiento de un plan diseñado
por quienes poseyeran el poder económico centralizado— todos
los procesos de la empresa, de la industria, de las finanzas y
de la agricultura de un país moderno.
Una burocracia así no solo resulta costosa por la nómina,
que no deja de crecer, sino también en energía humana, ya que
debe detraer de la actividad productiva a un número siempre
creciente de personas para ponerlas a desempeñar tareas gri-
ses de papeleo y a registrar todo lo que los demás hacen o,
68
DADME LIBERTAD
posiblemente, se les deja hacer o se les ordena hacer. Además,
la burocracia es un freno estúpido que bloquea todo tipo de
actividades humanas, como sabe bien todo aquel que haya
tenido que luchar por moverse pese a sus trabas en Europa.
Las burocracias ralentizan, impiden y posponen la realización
de los deseos de la masa porque, a diferencia de la empresa
y de la industria caóticas de América, no se ven forzadas a sa-
tisfacer esos deseos o perecer de lo contrario.
69
CAPÍTULO 10
Así, este caos americano de energías humanas liberadas lleva
poco más de un siglo, algo menos de la mitad de nuestra historia.
Y en ese lapso, ha creado la América actual y la ha convertido
en el país más rico del mundo. ¿De dónde viene esa riqueza?
Los americanos han explotado los recursos naturales de
medio continente, y esa explotación continúa en la actualidad
y seguirá acelerándose porque nuestra riqueza natural virgen
es inmensa. Por ejemplo, apenas se ha comenzado a explotar
la energía eléctrica. La química solo ha empezado a descubrir
todo un nuevo universo de recursos naturales. Pero los recursos
naturales no explican por sí solos nuestra mayor riqueza, ya
que, mientras los americanos explotaban América, los euro-
peos estaban explotando Asia, África, Sudamérica, las Indias
Orientales y las Occidentales, Australia y los Mares del Sur.
No fluyeron hacia las arcas americanas riquezas como las que
México y Perú le dieron a España. Hay minas en Birmania,
en China, en la vieja Rusia o en Australia, igual que las hay
en Nevada. El oro de California no resiste la comparación con
el oro y los diamantes de Sudáfrica. Hay carbón y mineral de
hierro en Gran Bretaña y en el Sarre, y petróleo casi ilimita-
do en Persia, en Mosul, en Azerbaiyán o en Venezuela. Las
grandes superficies forestales del mundo no están en América.
No hay tierra en el mundo más productiva que la de Egipto
o Sudán. El café, el caucho, el azúcar, el ron, las especias, la
copra y el estaño producen beneficios. India ha dado algo de
beneficio, e Indochina no ha sido una ruina para Francia, ni
70
DADME LIBERTAD
las Indias Orientales para los Países Bajos. Me cuesta creer
que los americanos hayan explotado menos recursos naturales
que los europeos.
Tampoco explica nuestra riqueza la entrega de tierras gra-
tuitas, porque la riqueza no procede de la tierra sino de traba-
jarla, y la población sometida la trabaja quizá con más empeño
que la gente libre. Por cierto, es un error suponer que la tierra
no cuesta nada en este país. Los grandes especuladores se hi-
cieron con las tierras a crédito y las vendieron a un precio ma-
yor. La fiebre de la especulación en certificados de cesión de
tierras había comenzado antes incluso de que se creara nuestro
gobierno. En un solo acuerdo, el Congreso Continental vendió
cinco millones de acres1
en Ohio.
En bloques de mil acres, Virginia vendió Kentucky, las Ca-
rolinas, Mississippi, Tennessee y quién sabe qué parte de Ohio,
Indiana e Illinois. Toda esa especulación se hundió en la década
de 1790, dando paso a la quiebra de empresas y a unos tiempos
duros. Tras la compra de Louisiana, cuando el salario por doce
horas de trabajo duro era de veinticinco centavos, la Oficina de
Tierras de los Estados Unidos vendió en un año cinco millones
de acres de tierras aluviales en Missouri a un precio medio de
cinco dólares por acre. Los especuladores lo comprendieron a la
primera, y los precios explotaron. La especulación en parcelas
urbanas enloqueció. Los promotores las vendían a cincuenta
dólares, pero pasaron a doscientos cincuenta, a quinientos, a
ochocientos, a mil… la tierra para granjas llegó a cincuenta
dólares el acre. El suelo de estos precios se rompería después
con la quiebra del sector bancario en 1819.
En 1862 se promulgó la ley de ocupación de nuevas tie-
rras, cuando ya solo quedaba el Gran Desierto Americano,
1
Algo más de dos millones de hectáreas o de veinte mil kilómetros
cuadrados (Nota del editor).
71
ROSE WILDER LANE
supuestamente inhabitable. Veintiocho años después se pro-
dujeron las últimas ocupaciones legales de tierras entregadas
a colonos, y dos décadas después yo misma colaboré en la
venta de tierras vírgenes de California a precios que rondaban
los ochocientos dólares por acre.
Quizá América sea el país más rico porque los americanos
se aprestaron a hacerse con tantas tierras y las juntaron en un
solo país sin barreras al comercio. O quizá lo sea porque los
americanos abrazaron y aprovecharon la Revolución Industrial,
aplicaron la ciencia y la maquinaria, y ningún otro pueblo lo
hizo. Y quizá pudieron hacer todo esto porque, a diferencia
de los europeos, no tuvieron obstáculos como las fronteras,
las clases sociales ni el peso de la burocracia.
Pero el hecho más importante no es que América sea el país
más rico. Inglaterra es rica, y también lo son Francia y los Países
Bajos.TambiénloeranlaAlemaniaprebélicayelImperioAustro-
Húngaro. Lo realmente importante es que los Estados Unidos
de América son el país con la población más rica del mundo.
Según la lógica germánica que aplicó Marx, el egoísmo sin
freno habría de generar una inmensa riqueza para unos pocos
y sumergir a las masas en la pobreza más miserable. El veía y
hasta podía calcular estadísticamente una cierta cantidad de
riqueza tangible, sólida como una manzana. Se seguía que,
cuanto más tomara de esa riqueza la clase alta, menos que-
daría para las clases bajas. Los ricos se harían más ricos y los
pobres, más pobres. Sin embargo, en este país sucedió justo lo
contrario. Hay menos disparidad en el disfrute de la riqueza
entre el americano más rico y el trabajador medio de hoy, que
la que podía existir entre Jefferson, con su Monticello,2
y el
colono medio del Lejano Oeste en Kentucky.
2
Monticello es la lujosa mansión que se hizo construir Thomas Jefferson
cerca de Charlottesville (Virginia) (Nota del editor).
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane
Dadme Libertad - Rose Wilder Lane

Más contenido relacionado

Similar a Dadme Libertad - Rose Wilder Lane

Obras escogidas de rosa luxemburgo junio 2011
Obras escogidas de rosa luxemburgo junio 2011Obras escogidas de rosa luxemburgo junio 2011
Obras escogidas de rosa luxemburgo junio 2011
Rafael Verde)
 
Obras escogidas de rosa luxemburgo junio 2011
Obras escogidas de rosa luxemburgo junio 2011Obras escogidas de rosa luxemburgo junio 2011
Obras escogidas de rosa luxemburgo junio 2011
Rafael Verde)
 
El Anarquismo Americano - Wendy McElroy
El Anarquismo Americano - Wendy McElroyEl Anarquismo Americano - Wendy McElroy
El Anarquismo Americano - Wendy McElroy
Acracia Ancap
 
R. rocker anarcosindicalismo
R. rocker   anarcosindicalismoR. rocker   anarcosindicalismo
R. rocker anarcosindicalismo
Daniel Diaz
 
Roberto garciajuradosobreelconceptodepopulismo
Roberto garciajuradosobreelconceptodepopulismoRoberto garciajuradosobreelconceptodepopulismo
Roberto garciajuradosobreelconceptodepopulismo
Raquel Ferrón
 

Similar a Dadme Libertad - Rose Wilder Lane (20)

Obras escogidas de rosa luxemburgo junio 2011
Obras escogidas de rosa luxemburgo junio 2011Obras escogidas de rosa luxemburgo junio 2011
Obras escogidas de rosa luxemburgo junio 2011
 
Obras escogidas de rosa luxemburgo junio 2011
Obras escogidas de rosa luxemburgo junio 2011Obras escogidas de rosa luxemburgo junio 2011
Obras escogidas de rosa luxemburgo junio 2011
 
Rocker anarcosindicalismo
Rocker anarcosindicalismoRocker anarcosindicalismo
Rocker anarcosindicalismo
 
Analisis tipo ensayo de la carta de jamaica
Analisis tipo ensayo de la carta de jamaicaAnalisis tipo ensayo de la carta de jamaica
Analisis tipo ensayo de la carta de jamaica
 
Analisis de la sobre la revolución de hanna aredt por gastón souroujón
Analisis de la sobre la revolución de hanna aredt por gastón souroujónAnalisis de la sobre la revolución de hanna aredt por gastón souroujón
Analisis de la sobre la revolución de hanna aredt por gastón souroujón
 
El Anarquismo Americano - Wendy McElroy
El Anarquismo Americano - Wendy McElroyEl Anarquismo Americano - Wendy McElroy
El Anarquismo Americano - Wendy McElroy
 
Nota5
Nota5Nota5
Nota5
 
R. rocker anarcosindicalismo
R. rocker   anarcosindicalismoR. rocker   anarcosindicalismo
R. rocker anarcosindicalismo
 
Prespectivas siglo xxi arnold olarte
Prespectivas siglo xxi arnold olartePrespectivas siglo xxi arnold olarte
Prespectivas siglo xxi arnold olarte
 
prespectivas siglo XXI
prespectivas siglo XXIprespectivas siglo XXI
prespectivas siglo XXI
 
Roquedalton el poeta-de-su-tiempo
Roquedalton el poeta-de-su-tiempoRoquedalton el poeta-de-su-tiempo
Roquedalton el poeta-de-su-tiempo
 
Facetas de La Libertad - L.K. Samuels.pdf
Facetas de La Libertad - L.K. Samuels.pdfFacetas de La Libertad - L.K. Samuels.pdf
Facetas de La Libertad - L.K. Samuels.pdf
 
surrealismo
surrealismosurrealismo
surrealismo
 
surrealismo
surrealismosurrealismo
surrealismo
 
surrealismo
surrealismosurrealismo
surrealismo
 
surrealismo
surrealismosurrealismo
surrealismo
 
Roberto garciajuradosobreelconceptodepopulismo
Roberto garciajuradosobreelconceptodepopulismoRoberto garciajuradosobreelconceptodepopulismo
Roberto garciajuradosobreelconceptodepopulismo
 
Castaldo
Castaldo Castaldo
Castaldo
 
César vallejo trayectoria comunista
César vallejo trayectoria comunistaCésar vallejo trayectoria comunista
César vallejo trayectoria comunista
 
Tema 2. Liberalismo y nacionalismo
Tema 2. Liberalismo y nacionalismoTema 2. Liberalismo y nacionalismo
Tema 2. Liberalismo y nacionalismo
 

Más de Acracia Ancap

La Contrarrevolución de la Ciencia - Friedrich von Hayek
La Contrarrevolución de la Ciencia - Friedrich von HayekLa Contrarrevolución de la Ciencia - Friedrich von Hayek
La Contrarrevolución de la Ciencia - Friedrich von Hayek
Acracia Ancap
 
Karl Ludwig von Haller: un reaccionario Anarcocapitalista - Juan Gómez Carmera
Karl Ludwig von Haller: un reaccionario Anarcocapitalista - Juan Gómez CarmeraKarl Ludwig von Haller: un reaccionario Anarcocapitalista - Juan Gómez Carmera
Karl Ludwig von Haller: un reaccionario Anarcocapitalista - Juan Gómez Carmera
Acracia Ancap
 

Más de Acracia Ancap (20)

Ciencia - Francisco Capella
Ciencia - Francisco CapellaCiencia - Francisco Capella
Ciencia - Francisco Capella
 
La Contrarrevolución de la Ciencia - Friedrich von Hayek
La Contrarrevolución de la Ciencia - Friedrich von HayekLa Contrarrevolución de la Ciencia - Friedrich von Hayek
La Contrarrevolución de la Ciencia - Friedrich von Hayek
 
El Anarco Socialismo y sus Problemas - Per Bylund
El Anarco Socialismo y sus Problemas - Per BylundEl Anarco Socialismo y sus Problemas - Per Bylund
El Anarco Socialismo y sus Problemas - Per Bylund
 
El Mito del Monopolio Natural - Thomas J. DiLorenzo
El Mito del Monopolio Natural - Thomas J. DiLorenzoEl Mito del Monopolio Natural - Thomas J. DiLorenzo
El Mito del Monopolio Natural - Thomas J. DiLorenzo
 
Pensamiento Griego - Murray Rothbard
Pensamiento Griego - Murray RothbardPensamiento Griego - Murray Rothbard
Pensamiento Griego - Murray Rothbard
 
Anatomía de un Ignorante Económico - Thomas E. Woods
Anatomía de un Ignorante Económico - Thomas E. WoodsAnatomía de un Ignorante Económico - Thomas E. Woods
Anatomía de un Ignorante Económico - Thomas E. Woods
 
Imposibilidad del Gobierno Limitado - Hans-Hermann Hoppe
Imposibilidad del Gobierno Limitado - Hans-Hermann HoppeImposibilidad del Gobierno Limitado - Hans-Hermann Hoppe
Imposibilidad del Gobierno Limitado - Hans-Hermann Hoppe
 
Socialismo Nazi - Jörg Guido Hülsmann
Socialismo Nazi - Jörg Guido HülsmannSocialismo Nazi - Jörg Guido Hülsmann
Socialismo Nazi - Jörg Guido Hülsmann
 
Libertarismo y Vieja Derecha - Lew Rockwell.pdf
Libertarismo y Vieja Derecha - Lew Rockwell.pdfLibertarismo y Vieja Derecha - Lew Rockwell.pdf
Libertarismo y Vieja Derecha - Lew Rockwell.pdf
 
Ética - Francisco Capella
Ética - Francisco CapellaÉtica - Francisco Capella
Ética - Francisco Capella
 
Lo que el Imperio le hace a una Cultura - Roderick T. Long
Lo que el Imperio le hace a una Cultura - Roderick T. LongLo que el Imperio le hace a una Cultura - Roderick T. Long
Lo que el Imperio le hace a una Cultura - Roderick T. Long
 
Socialismo Conservador - Hans-Hermann Hoppe
Socialismo Conservador - Hans-Hermann HoppeSocialismo Conservador - Hans-Hermann Hoppe
Socialismo Conservador - Hans-Hermann Hoppe
 
Justicia - Francisco Capella
Justicia - Francisco CapellaJusticia - Francisco Capella
Justicia - Francisco Capella
 
Derecho de Propiedad - Francisco Capella
Derecho de Propiedad - Francisco CapellaDerecho de Propiedad - Francisco Capella
Derecho de Propiedad - Francisco Capella
 
Estructuras Paralelas como Único Camino - Titus Gebel
Estructuras Paralelas como Único Camino - Titus GebelEstructuras Paralelas como Único Camino - Titus Gebel
Estructuras Paralelas como Único Camino - Titus Gebel
 
Karl Ludwig von Haller: un reaccionario Anarcocapitalista - Juan Gómez Carmera
Karl Ludwig von Haller: un reaccionario Anarcocapitalista - Juan Gómez CarmeraKarl Ludwig von Haller: un reaccionario Anarcocapitalista - Juan Gómez Carmera
Karl Ludwig von Haller: un reaccionario Anarcocapitalista - Juan Gómez Carmera
 
¿Por qué otros se hacen cada vez más ricos a tu costa? - Philipp Bagus y Andr...
¿Por qué otros se hacen cada vez más ricos a tu costa? - Philipp Bagus y Andr...¿Por qué otros se hacen cada vez más ricos a tu costa? - Philipp Bagus y Andr...
¿Por qué otros se hacen cada vez más ricos a tu costa? - Philipp Bagus y Andr...
 
Seguros Privados - Hans-Hermann Hoppe
Seguros Privados - Hans-Hermann HoppeSeguros Privados - Hans-Hermann Hoppe
Seguros Privados - Hans-Hermann Hoppe
 
Libertad - Francisco Capella
Libertad - Francisco CapellaLibertad - Francisco Capella
Libertad - Francisco Capella
 
Burócratas y Funcionarios en EE.UU. - Murray Rothbard
Burócratas y Funcionarios en EE.UU. - Murray RothbardBurócratas y Funcionarios en EE.UU. - Murray Rothbard
Burócratas y Funcionarios en EE.UU. - Murray Rothbard
 

Último

LA aceptacion de herencia notarial se clasifica en dos tipos de testimonios c...
LA aceptacion de herencia notarial se clasifica en dos tipos de testimonios c...LA aceptacion de herencia notarial se clasifica en dos tipos de testimonios c...
LA aceptacion de herencia notarial se clasifica en dos tipos de testimonios c...
olmedorolando67
 
LEY 27444 (2).ppt informaciion sobre gestion ley
LEY 27444 (2).ppt informaciion sobre gestion leyLEY 27444 (2).ppt informaciion sobre gestion ley
LEY 27444 (2).ppt informaciion sobre gestion ley
46058406
 

Último (20)

Fin de la existencia de la persona física.pptx
Fin de la existencia de la persona física.pptxFin de la existencia de la persona física.pptx
Fin de la existencia de la persona física.pptx
 
PPT 06 CONSTITUCION Y DERECHOS HUMANOS.pptx
PPT 06 CONSTITUCION Y DERECHOS HUMANOS.pptxPPT 06 CONSTITUCION Y DERECHOS HUMANOS.pptx
PPT 06 CONSTITUCION Y DERECHOS HUMANOS.pptx
 
RESPONSABILIDAD NOTARIAL: civil, penal y disciplinaria
RESPONSABILIDAD NOTARIAL: civil, penal y disciplinariaRESPONSABILIDAD NOTARIAL: civil, penal y disciplinaria
RESPONSABILIDAD NOTARIAL: civil, penal y disciplinaria
 
RESOLUCIÓN DIRECTORAL de sancion docente aip.pdf
RESOLUCIÓN DIRECTORAL  de sancion docente aip.pdfRESOLUCIÓN DIRECTORAL  de sancion docente aip.pdf
RESOLUCIÓN DIRECTORAL de sancion docente aip.pdf
 
OBLIGACIONES PARTE (1) Y SUBCLASIFICACION
OBLIGACIONES PARTE (1) Y SUBCLASIFICACIONOBLIGACIONES PARTE (1) Y SUBCLASIFICACION
OBLIGACIONES PARTE (1) Y SUBCLASIFICACION
 
318347050-Suspension-del-Contrato-de-Trabajo.ppt
318347050-Suspension-del-Contrato-de-Trabajo.ppt318347050-Suspension-del-Contrato-de-Trabajo.ppt
318347050-Suspension-del-Contrato-de-Trabajo.ppt
 
Quiroscopia - huella digitales.Posee gran riqueza identificativa con deltas, ...
Quiroscopia - huella digitales.Posee gran riqueza identificativa con deltas, ...Quiroscopia - huella digitales.Posee gran riqueza identificativa con deltas, ...
Quiroscopia - huella digitales.Posee gran riqueza identificativa con deltas, ...
 
CLASES DE 4 REQUISITOS DE VALIDEZ (1).pptx
CLASES DE 4 REQUISITOS DE VALIDEZ (1).pptxCLASES DE 4 REQUISITOS DE VALIDEZ (1).pptx
CLASES DE 4 REQUISITOS DE VALIDEZ (1).pptx
 
BIOETICA.pptx código deontológico responsabilidad
BIOETICA.pptx código deontológico responsabilidadBIOETICA.pptx código deontológico responsabilidad
BIOETICA.pptx código deontológico responsabilidad
 
LA aceptacion de herencia notarial se clasifica en dos tipos de testimonios c...
LA aceptacion de herencia notarial se clasifica en dos tipos de testimonios c...LA aceptacion de herencia notarial se clasifica en dos tipos de testimonios c...
LA aceptacion de herencia notarial se clasifica en dos tipos de testimonios c...
 
EL ESTADO Y SUS ELEMENTOS. CONCEPTO DE ESTADO Y DESCRIPCION DE SUS ELEMENTOS
EL ESTADO Y SUS ELEMENTOS. CONCEPTO DE ESTADO Y DESCRIPCION DE SUS ELEMENTOSEL ESTADO Y SUS ELEMENTOS. CONCEPTO DE ESTADO Y DESCRIPCION DE SUS ELEMENTOS
EL ESTADO Y SUS ELEMENTOS. CONCEPTO DE ESTADO Y DESCRIPCION DE SUS ELEMENTOS
 
1. DERECHO LABORAL COLECTIVO CONCEPTO CONTENIDO APLICACIOìN Y DIFERENCIAS (1)...
1. DERECHO LABORAL COLECTIVO CONCEPTO CONTENIDO APLICACIOìN Y DIFERENCIAS (1)...1. DERECHO LABORAL COLECTIVO CONCEPTO CONTENIDO APLICACIOìN Y DIFERENCIAS (1)...
1. DERECHO LABORAL COLECTIVO CONCEPTO CONTENIDO APLICACIOìN Y DIFERENCIAS (1)...
 
LEY 27444 (2).ppt informaciion sobre gestion ley
LEY 27444 (2).ppt informaciion sobre gestion leyLEY 27444 (2).ppt informaciion sobre gestion ley
LEY 27444 (2).ppt informaciion sobre gestion ley
 
REGIMEN DISCIPLINARIO ART. 41 DE LA LOSEP.ppt
REGIMEN DISCIPLINARIO ART. 41 DE LA LOSEP.pptREGIMEN DISCIPLINARIO ART. 41 DE LA LOSEP.ppt
REGIMEN DISCIPLINARIO ART. 41 DE LA LOSEP.ppt
 
2.1.2 (DECISIONES ETICAS EN LA INVESTIGACION CIENTIFICA).pptx
2.1.2 (DECISIONES ETICAS EN LA INVESTIGACION CIENTIFICA).pptx2.1.2 (DECISIONES ETICAS EN LA INVESTIGACION CIENTIFICA).pptx
2.1.2 (DECISIONES ETICAS EN LA INVESTIGACION CIENTIFICA).pptx
 
Que Es El Desarrollo Sostenible En Guatemala
Que Es El Desarrollo Sostenible En GuatemalaQue Es El Desarrollo Sostenible En Guatemala
Que Es El Desarrollo Sostenible En Guatemala
 
Carta de Bustinduy a las empresas españolas en Israel
Carta de Bustinduy a las empresas españolas en IsraelCarta de Bustinduy a las empresas españolas en Israel
Carta de Bustinduy a las empresas españolas en Israel
 
DIAPOSITIVAS DE DERECHO CIVIL DEL CODIGO CIVIL
DIAPOSITIVAS DE DERECHO CIVIL  DEL CODIGO CIVILDIAPOSITIVAS DE DERECHO CIVIL  DEL CODIGO CIVIL
DIAPOSITIVAS DE DERECHO CIVIL DEL CODIGO CIVIL
 
ACTO JURIDICO Y NEGOCIO JURIDICO EN EL PERU
ACTO JURIDICO Y NEGOCIO JURIDICO EN EL PERUACTO JURIDICO Y NEGOCIO JURIDICO EN EL PERU
ACTO JURIDICO Y NEGOCIO JURIDICO EN EL PERU
 
Acusación-JIP xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx...
Acusación-JIP xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx...Acusación-JIP xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx...
Acusación-JIP xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx...
 

Dadme Libertad - Rose Wilder Lane

  • 1.
  • 3.
  • 5. Compuesto y maquetado por Olrss_ Printed at home · Impreso en mi casa Lee/disfruta y luego me agradeces ñeri.
  • 6. 7 ÍNDICE PRÓLOGO, por Juan Pina....................................................... 9 CAPÍTULO 1 ........................................................................ 15 CAPÍTULO 2 ........................................................................ 21 CAPÍTULO 3 ........................................................................ 27 CAPÍTULO 4 ........................................................................ 33 CAPÍTULO 5 ........................................................................ 37 CAPÍTULO 6 ........................................................................ 41 CAPÍTULO 7 ........................................................................ 51 CAPÍTULO 8 ........................................................................ 55 CAPÍTULO 9 ........................................................................ 63 CAPÍTULO 10 ...................................................................... 69 CAPÍTULO 11 ...................................................................... 73 CAPÍTULO 12 ...................................................................... 79 CAPÍTULO 13 ...................................................................... 81 CAPÍTULO 14 ...................................................................... 85 CAPÍTULO 15 ...................................................................... 89
  • 7.
  • 8. 9 PRÓLOGO JUAN PINA Dadme libertad es el apasionado título de este breve ensayo de la pionera Rose Wilder Lane. Lo fue en el sentido literal de la palabra, al menos durante los primeros años de su vida, como hija y nieta de aquellos estadounidenses que recorrieron largas distancias a bordo de sus carromatos para poblar las nuevas tierras situadas al Oeste, siempre hacia el Oeste de las trece colonias originales. Lane fue hija de Laura Ingalls. Se pregun- tará el lector, al menos el de cierta edad, dónde ha oído antes ese nombre. Si rebusca en la memoria de su infancia, tal vez recuerde una vieja serie de televisión: La casa de la pradera. La actriz Melissa Gilbert interpretaba el papel de Laura Ingalls, y el santurrón de Michael Landon hacía de su padre, Charles Ingalls, es decir, el abuelo de Lane en la vida real. Laura Ingalls escribió libros infantiles que contaban la historia de su familia y de otros pioneros, y en esos libros —parece que muy edita- dos y mejorados por su hija Rose— se basaría vagamente la edulcorada serie de televisión de 1974. En su libro Libertarians on the Prairie, Christine Woodside cuenta los entresijos de los verdaderos Ingalls, su forma de vida sencilla y sus sólidos valores, y revela la conexión entre la experiencia vital de aquellos pioneros norteamericanos —tan distantes de toda autoridad estatal— y su rudimentario proto- libertarismo. Ese legado habría de influir, una generación más tarde, en la visión social y política de Lane y de otros pensado- res de su tiempo.
  • 9. 10 DADME LIBERTAD Lane fue, por tanto, doblemente pionera: fue una de las úl- timas pioneras del Oeste norteamericano y una de las primeras del libertarismo político actual. Lógicamente, es esta última la faceta que nos interesa, la de precursora de ese movimiento que irá tomando forma durante la segunda mitad del siglo XX, que tendrá un hito clave en 1971 —la fundación del Partido Libertario estadounidense, tres años después de su muerte—, y que está alcanzando por fin, en este primer cuarto del siglo XXI, el nivel de relevancia intelectual que inevitablemente an- tecede al efecto social y político directo. Ya desde los años cuarenta, Lane fue una de las impulsoras originales de todo ese movimiento pro-Libertad al que ella solía referirse —por ejemplo, en este libro— como «individualismo» o incluso, no sin cierta exageración, «anarquía del individualis- mo» (el término «libertarismo», con su significado actual, se iría extendiendo más adelante). Su empeño ideológico y político coincide en el tiempo con los de otros precursores destaca- dos de esta corriente de pensamiento, como Isabel Paterson o Albert Jay Nock. Este último afirmó que los libros de Paterson y Lane eran de lo poco «inteligible» que se había escrito en los Estados Unidos sobre el pensamiento individualista. La obra más conocida de Lane, The Discovery of Freedom: Man’s Struggle Against Authority, es un ejemplo de la claridad expositiva que también caracteriza a Dadme libertad. Sin embargo, hay otra gran autora estadounidense cuya probable influencia mutua con Rose Wilder Lane merecería un estudio aparte: Ayn Rand. Pese a los caminos divergentes que habrían de tomar el objetivismo y el libertarismo —en un desencuentro que hoy, a la vista del camino de servidumbre que ha emprendido la humanidad, sería probablemente mucho menor—, Rand comparte con Lane, y también con Paterson, intuiciones que se verán reflejadas en la obra de las tres autoras. El año 1943, en plena conflagración mundial, vio la publicación
  • 10. 11 ROSE WILDER LANE de El manantial de Rand, The God of the Machine, de Paterson, y The Discovery of Freedom, de Lane. Será sobre todo en La rebelión de Atlas (1957) donde podrán descubrirse posibles influencias de Lane, dos décadas mayor que Rand, o, sencillamente, ele- mentos que ya estaban presentes en la obra de la autora de Dakota del Sur, incluyendo la primera versión de este Dadme libertad, publicada en 1936 y su posterior revisión y ampliación. Lane es una mujer de acción que siente tristeza y desagra- do ante el conformismo de los estadounidenses con la deriva estatista de su país. En Dadme libertad relata una anécdota real: asistió a una mesa redonda de empresarios en Des Moines (Iowa) y, desde el público, les criticó a todos por su desespe- rante pasividad ante el avance del estatismo, que ellos mismos acababan de criticar. «¿Habéis comprendido cabalmente que vuestro propio patrimonio, vuestra libertad y hasta vuestras vidas están en peligro, y no hacéis nada?», les espetó. Los em- presarios le dijeron que sí, que, en efecto, no pensaban hacer nada, y Lane escribe «era una pesadilla», porque por todas partes se topaba con el mismo lamento y la misma desidia. En otros pasajes de este ensayo, y principalmente en algunos de los incorporados a sus páginas finales, diez años después de la edición inicial, Lane promueve una reacción civil para forzar una reforma radical, cuando no sugiere la abierta des- obediencia. Su apasionada exposición recuerda, salvando las distancias, a la motivación de la huelga de personas producti- vas —la «gente de la mente»— que Ayn Rand nos ofrecerá en La rebelión de Atlas. La autora de Dadme libertad no tiene empacho en calificar el sistema político y económico estadounidense derivado del New Deal como un Estado policial —ella misma sufrió alguna des- agradable visita del FBI por su pronunciado antiestatismo—, o como un régimen nacional-socialista, levantando ampollas en plena confrontación con la Alemania nazi, pues tuvo los
  • 11. 12 DADME LIBERTAD arrestos de incorporar precisamente esos pasajes en la edición ampliada que se publicó hacia el final de la guerra mundial. En efecto, Lane señala y denuncia dos grandes males importados de Europa y ajenos al espíritu estadounidense: el nacionalis- mo y el socialismo. Acusa a ambas corrientes de combinarse contra el no-sistema individualista que había sido la clave del éxito de los Estados Unidos, y que había permitido a su país despegar frente al resto del mundo. Aristotélica como Rand, Lane identifica todo un árbol ge- nealógico de las ideas estatistas que va de Platón a Hegel, y que influirá obviamente en Marx y en todo el movimiento socialista, pero que también tiene una proyección directa y nefasta en el Segundo Reich. En varios pasajes, la autora señala a la Alemania unificada en torno al nacionalismo de raíz prusiana como ori- gen del nuevo estatismo europeo. Del ejemplo práctico y de la teoría estatal de esa Alemania —Lane critica particularmente la Sozialpolitik del canciller Bismarck— surgirán tanto regímenes comunistas como fascistas en Europa, y a Lane le horroriza que tantos conciudadanos suyos abracen esas ideas, dando al traste con el gobierno limitado y con el orden económico espontáneo. Y, en sentido contrario, identifica precisamente en ese orden económico descoordinado, surgido y permanentemente modi- ficado por la acción de millones de agentes, el factor esencial de la prosperidad, señalando la superior eficiencia del capitalismo incluso como igualador social involuntario, frente a toda forma de planificación central. Ya en la primera versión del texto, en los años treinta, Lane se adelanta incluso a las ideas que Friedrich von Hayek expondrá en Camino de servidumbre o en La fatal arrogancia, al señalar, con sus propias y sencillas palabras, que es un enorme error situar a «un hombre o un pequeño grupo de hombres» al frente de toda la economía porque es imposible que dispongan de la información necesaria para acer-
  • 12. 13 ROSE WILDER LANE tar y porque, por el camino, será inevitable que establezcan una dictadura o, en su expresión, un auténtico Estado policial. Lane critica agriamente la usurpación de poder de los ciu- dadanos por parte de los estados de la Unión, pero también de las atribuciones de esos estados por parte del gobierno fede- ral, alertando de la peligrosa expansión de este a expensas del autogobierno de aquéllos. Es decir, como todos los libertarios posteriores en ese país y en el mundo, Lane es partidaria de la máxima descentralización y fragmentación territorial del poder político. Aunque no lo explica en el libro, el título del mismo resulta obvio para los lectores de su país, pues forma parte de la famosa frase «dadme libertad o dadme muerte», que pronunció Patrick Henry, uno de los padres fundadores de los Estados Unidos, en la Segunda Convención de Virginia (1775). A lo largo de la obra, Lane evocará en otras ocasiones hechos o frases de la época fundacional del país, de la que se siente orgullosa, pero no por nacionalismo sino por apreciar el carácter dife- rencial y único del proceso político y económico iniciado en aquellas trece colonias inglesas. Explica cómo el «experimento» estadounidense es un oasis de superior libertad que resulta realmente único frente al resto de la Historia y frente al resto del planeta, y cuyos efectos están a la vista. Le horroriza, por tanto, que el experimento pueda verse aplastado por el auge de nuevas formas de estatismo importadas de Europa. Así pues, llama a sus conciudadanos a la acción. Ella, que de joven había estado a punto de afiliarse al Partido Comunista, comprende que lo realmente revolucionario es ese experimen- to, y que esa auténtica revolución individualista, capitalista, debe prevalecer. Pide a los estadounidenses que se organicen para resistirse al estatismo y, en sus últimos años, es cada vez más activa en el movimiento que acabará desembocando en el Partido Libertario.
  • 13. 14 DADME LIBERTAD Por entonces, Lane, que había conocido una pobreza real- mente dura en su infancia, tiene ya una sólida posición eco- nómica, alcanzada con muchos años de esfuerzo personal en diversos sectores y, sobre todo, como escritora de ficción, de biografías y de columnas en los periódicos. Divorciada y sin descendencia —su único hijo había nacido muerto en 1909— empleapartedesufortunaenbecarajóvenesbrillantesdevarios países, ya que ella misma tenía clavada la espina de no haber podido cursar estudios superiores por motivos económicos. Entre las personas a las que ayuda se encuentra el abogado Roger MacBride, que será, tras la muerte de Lane, uno de los primeros políticos en abrazar el libertarismo, y que en 1976 será el segundo candidato del incipiente Partido Libertario a la Casa Blanca. Dadme libertad sorprende por su vigencia y reconfirma el camino de los libertarios que no se conforman con las torres de marfil y que, como la autora, aprecian y valoran el frente académico pero entienden imprescindible actuar también en el de la sociedad civil y, por lo tanto, en el de la política. Cuando acaba de cumplirse medio siglo después de su muerte, acaecida el 30 de octubre de 1968, Rose Wilder Lane, apenas conocida en el mundo de habla hispana, merece mayor notoriedad y re- conocimiento. Merece ocupar un lugar de honor como pionera del libertarismo.
  • 14. 15 CAPÍTULO 1 En 1919 yo era comunista. Mis amigos bolcheviques de aque- llos años están hoy dispersos. Unos se han vuelto burgueses, otros han muerto, algunos viven en China o Rusia, y no llegué a conocer a los últimos dirigentes americanos de la Tercera In- ternacional, que hoy abrazan oficialmente la Democracia. Me repudiaríaninclusocomocamaradarenegada,puesnuncallegué a militar en el Partido, aunque no hacerlo fue un mero accidente. En aquellos tiempos previos a la Primera Guerra Mundial, no era prudente promover cambios fundamentales en América. Lo habitual era escuchar «si no te gusta este país, regresa a tu lugar de origen». Yo tenía amigos que eran patriotas americanos pertenecientes a familias americanas tan antiguas como la mía, y que habían sido condenados a veinte años de cárcel por pu- blicar una revista favorable al experimento ruso. Había barcos listos para zarpar llevándose de nuestras costas a los grupos de radicales acorralados por el Departamento de Justicia sin proceso judicial ni oportunidad alguna de defenderse. La poli- cía rompía sin necesidad puertas que no estaban cerradas con llave, destrozaba muebles inocentes y pegaba, con sorprendente falta de criterio, precisamente a rusos que habían huido del co- munismo porque no les gustaba. En medio de toda aquella histeria, y afrontando un peligro real, Jack Reed estaba organizando en América el Partido Co- munista. No recuerdo el sitio concreto de tan histórico acontecimien- to, pero estuve allí. En algún lugar de los arrabales de Nueva
  • 15. 16 DADME LIBERTAD York se alzaba una escalera roñosa desde la sucia acera. A la entrada, jóvenes activistas desarrapados trataban de venderte publicaciones comunistas. Las mujeres demacradas habituales pedían ayuda para la defensa judicial de alguien: «Una moneda de diez centavos, camarada, o de cinco… en este momento cada centavo cuenta». Subimos las escaleras entre perezosos empujones hasta lle- gar al lóbrego salón habitual de sillas alquiladas, carteles algo ajados en las paredes mugrientas, olor a pobreza y hambre, caras ilusionadas. Aquel invierno, todas esas reuniones fueron iguales. La luz no parecía venir de las bombillas que colgaban del techo, sino de los rostros. Nuestra policía gritaba que los comunistas eran extranjeros, y era cierto que casi todas las caras y muchas de las voces lo eran, pero esa gente tenía una visión que a mí me parecía el sueño americano. Lo habían seguido hasta América y aún lo estaban buscando. Era el sueño de un nuevo mundo de libertad, justicia e igualdad. Habían huido de la opresión europea para terminar so- breviviendo en los arrabales neoyorquinos, trabajando todo el día en talleres de destajo y estudiando inglés por la noche. Estaban hambrientos y exhaustos, explotados por su propia gente en esta tierra extraña, y los centavos que no necesita- ban para comer los entregaban a ese sueño de un mundo mejor, que ya no esperaban vivir los suficiente para verlo cumplido. Recuerdo que la estancia era pequeña. Estaríamos unos sesenta hombres y mujeres. Había una sensación general de expectación que resultaba casi insoportable. Y de peligro. La reunión aún no había comenzado. Unos cuantos hombres rodeaban a Jack Reed y hablaban con gravedad y urgencia. El tenso semblante de Jack Reed se transformó en una alegre sonrisa cuando descubrió al hombre que estaba a mi lado. Se
  • 16. 17 ROSE WILDER LANE separó de los demás y se acercó a nosotros en media docena de pasos mientras gritaba «¡Estás con nosotros!». «¿Lo estás?», repitió expectante, pero la pregunta era en sí misma un reto. La empresa era arriesgada —como bien sabe todo comunista, Jack Reed no acabaría marchando del país sino escapando del mismo—, los agentes federales o la policía podían irrumpir en la sala en cualquier momento. Todos noso- tros lo sabíamos, pero, como yo compartía el sueño comunista, estaba dispuesta a asumir riesgos y también a someterme a la estricta disciplina de partido. Sin embargo, el hombre que estaba junto a mí comenzó una vaga disertación táctica, evadió la pregunta, dudó, preguntó a su vez, se mostró tímido… y finalmente, con una sonrisa encantadora, cuestionó que debiera asumir riesgos personales: su seguridad era demasiado valio- sa para la Causa. Jack Reed giró sobre sus talones diciéndole «vete al infierno, maldito cobarde». Esa breve escena me había revelado mi total falta de impor- tancia en aquel momento. No representaba a ningún grupo ni tenía el menor peso en la compleja maraña de teóricos y líderes. Era tan solo una persona más, que por entonces simpatizaba de corazón con las palabras de Jack Reed y que estaba bastante aturdida por un fuerte resfriado. Me fui a casa. El resfriado resultó ser una gripe y a punto estuve de morir. Mis gastos me aplastaban, necesitaba ganarme la vida y antes de que mi salud se hubiera recuperado, ya estaba en Europa. Así de estrecho fue el margen por el que no llegué a afiliarme al Partido Co- munista, pero en mi interior era una comunista convencida. Muchos ven el Estado colectivista como una extensión de la democracia, y ese era por entonces mi caso. Esa visión inclu- ye una serie de pasos progresivos hacia la libertad. El primer paso fue la Reforma, que supuso el triunfo de la libertad de conciencia. El segundo fue la revolución política, y nuestra Revolución Americana contra el rey inglés era una de sus
  • 17. 18 DADME LIBERTAD expresiones. Este segundo paso había logrado para todos los pueblos de Occidente diversos grados de libertad política. Los progresistas habían seguido aumentando esa libertad al dar al pueblo un grado cada vez mayor de poder político. Por ejemplo, en los Estados Unidos, eran los progresistas quienes habían conseguido el sufragio igualitario, la elección popular de la práctica totalidad de cargos públicos, el derecho a la iniciativa, los referendos o las primarias. Sin embargo, nos enfrentábamos ahora a la tiranía. Para expresarlo en términos sencillos, nadie podía ser realmente li- bre si otro le negaba lo básico para vivir. El trabajador era un esclavo del salario. La revolución final debía, por tanto, hacerse con el control económico. Ahora veo la falacia dominante de aquel relato, y más ade- lante la señalaré. Pero dejémosla pasar por el momento. Veamos esta otra escena: Puesto que el progreso de la ciencia y de los inventos nos permite producir más bienes que los que podemos consumir, nadie debería carecer de nada material. Y sin embargo, vemos cómo unos pocos tienen una gran riqueza y, al controlar y poseer todos los medios de producción, poseen también todos los bienes producidos. Y, por otro lado, vemos como las masas siempre son relativamente pobres y carecen de los bienes que deberían disfrutar. ¿Quién tiene esa gran riqueza? El capitalista. ¿Quién la crea? El trabajador. ¿Cómo la consigue el capitalista? Extrayendo un beneficio de cuantos bienes se produce. Pero, ¿produce él algo? No, es el trabajador quien lo produce todo. Por tanto, si todos los trabajadores, organizados en sindicatos, forzaran a todos los capitalistas a pagar en forma de salarios el valor total de su trabajo, ¿podrían comprar todo los bienes que ellos produjeron? Pues no, porque el capitalista añade al precio de los bienes su beneficio antes de venderlos.
  • 18. 19 ROSE WILDER LANE Desde esta perspectiva, resultaría evidente que es el sistema de beneficios el que provoca la injusticia y la desigualdad que vemos. Debemos por tanto eliminar el beneficio, es decir, eli- minar al capitalista. Así, tomando sus beneficios actuales, distri- buiremos su riqueza acumulada y administraremos nosotros sus antiguos negocios. Los trabajadores, que son quienes producen los bienes, serán también quienes los disfruten. No volverá a producirse ninguna desigualdad económica y el mundo tendrá una prosperidad general como nunca antes había conocido. Cuando el capitalista ya no esté, ¿quién gestionará la pro- ducción? El Estado. Y, ¿qué es el Estado? El Estado será la masa de sufridos trabajadores. Fue en este punto donde la primera duda atravesó mi fe comunista.
  • 19.
  • 20. 21 CAPÍTULO 2 Estaba por entonces en la Rusia transcaucásica, bebiendo té con compota de cerezas y tratando de sostener a la vez un te- rrón de azúcar entre los dientes. Es difícil. Mi rolliza anfitriona rusa y su marido sosegado de barba dorada me sonreían, y un montón de niños de mejillas redondeadas miraban alucinados a la americana. Su casa tenía un siglo y era bastante acogedora. En las paredes, blancas como la nieve, colgaban iconos. Col- chones de pluma rodeaban la gran estufa de ladrillo, también encalada. No había tejido sin bordar. El cuello de la camisa de mi anfitrión y el vestido de su mujer eran obras de arte. Había una máquina de coser americana, y el samovar era un señor samovar. El poblado era comunista, por supuesto. Siempre lo había sido. La única fuente de riqueza eran las tierras, y a los luga- reños nunca se les habría pasado por la cabeza que las tierras pudieran ser propiedad privada. Esas planicies de la Georgia rusa se parecen bastante a las de Illinois. Los rusos las ocuparon como pioneros más o me- nos al mismo tiempo que los americanos colonizaban Illinois. Llegaron de la misma manera: a pie, forzando la lenta marcha de los bueyes que tiraban de las carretas por unas praderas sin sendero. Industriosos y frugales, de buen carácter y enor- memente sensatos, los rusos llegaron en grupos, levantaron poblados, cultivaron en común la buena tierra y prosperaron. En Illinois, cada colono pagó por su tierra, pues no se dio tierras gratis a los americanos hasta 1862. En Rusia, en cambio,
  • 21. 22 DADME LIBERTAD la tierra era gratuita. Cada pueblo cultivaba la extensión que necesitaba. En su seno, cada familia labraba el área asignada y, cuando el tamaño de las familias variaba tanto que la división de las tierras les resultaba insatisfactoria, todos los habitantes del pueblo se reunían en concejo y establecían nuevos límites. Esto solía pasar cada diez años más o menos, en función de los nacimientos, matrimonios y muertes. A esta gente nunca la habían oprimido terratenientes. La mayoría de los colonos ni siquiera había conocido a ninguno, y nadie había tenido contacto real con el gobierno del zar. Estaban acostumbrados, eso sí, a pagar a un recaudador de impuestos una vez al año, en otoño, la décima parte del producto de sus campos de grano. El recaudador venía a caballo por la planicie, cargaba el tributo en carros de bueyes y se marchaba. A veces los jóvenes tenían que ir a la guerra, generalmente una peque- ña guerra privada con algún poblado tártaro. La mayoría de estos rusos eran cristianos primitivos opuestos a la guerra. De hecho, habían llegado a esta zona —o se les había empujado hasta ella— precisamente por no estar dispuestos a enviar a sus hijos al ejército del zar. Pero con el paso de un siglo entero, su resistencia se había debilitado y a veces los jóvenes aceptaban ser reclutados para la guerra. Por eso, algunas veces llegaba un reclutador al pueblo y parte de los jóvenes se iban con él. Algunos regresaban meses o años después trayendo noticias de dónde habían estado, qué habían hecho y qué habían visto. Tenía ante mí el espectáculo de una tierra virgen, libre y feraz a la que los pioneros habían traído el comunismo. Ha- bían vivido aquí por cien años sin que nadie les molestara. Encontré en estos pueblos muchos viejos que me preguntaban qué había pasado en mi país a la muerte del zar del mundo. Encontré jóvenes que habían estado en campos de reclusión alemanes y explicaban a sus asombrados vecinos que yo venía de América, un país fabuloso al que podía uno escribirle una
  • 22. 23 ROSE WILDER LANE carta pidiendo cualquier cosa —comida, cigarrillos, calcetines, cerillas, azúcar o hasta un abrigo— y te lo enviaría. Y no eran en absoluto estúpidos. Eran los mejores granjeros y ganaderos, eran buenos mecánicos, cocinaban bien y llevaban con diligencia sus hogares. Eran amplios de miras y estaban abiertos a experimentar. Un pueblo había importado a un suizo, pagándole un buen salario, y le había construido un chalé suizo para él y su familia. Su empleo consistía en mejorar la calidad de las vacas lecheras cruzando a los animales, y también en producir queso en la fábrica quesera del pueblo. Había otro pueblo, de dos millas de largo y solo una calle de ancho, que disponía de alumbrado gracias a la planta de generación eléc- trica local. Sus mujeres no lavaban la ropa en el río, sino en la lavandería del pueblo. Aquel año la cosecha había sido buena. El ganado había engordado, los graneros estaban llenos y todos los huertos mostraban montones de calabazas de un dorado rojizo. No había, por supuesto, ni un solo pobre en el pueblo. Todo el mundo trabajaba y, climatología mediante, todo el que trabaja- ba comía abundantemente. Ningún comunista habría deseado mejor prueba del valor práctico del comunismo que el próspero bienestar de aquellos aldeanos. Por entonces, los bolcheviques llevaban ya casi cuatro años en el poder, y los impuestos al poblado no habían crecido, ni se había reclutado más jóvenes que durante el régimen zarista. Estos pueblos apenas dependían para nada de Tiflis, la ciudad más cercana, pero incluso Tiflis estaba renaciendo en aquel momento bajo la NPE, la Nueva Política Económica de Lenin, que daba un respiro temporal al capitalismo. Me dejó atónita la fuerza con la que mi anfitrión afirmó que no le gustaba nada el nuevo gobierno. No podía entender cómo un comunista de toda la vida, rodeado de pruebas del éxito del comunismo, podía oponerse a un gobierno comunista.
  • 23. 24 DADME LIBERTAD Y sin embargo seguía repitiendo que no le gustaba. «No y no», decía. Su queja se refería a las injerencias gubernamentales en los asuntos de la aldea. Protestaba por la creciente burocracia, que retirabaacadavezmáshombresdeltrabajoproductivo.Predecía que la centralización del poder económico en Moscú traería caos y sufrimiento. No lo expresaba con esas palabras, pero eso era lo que quería decir. «Es la oposición de la mente campesina a una ideas nuevas que le quedan demasiado grandes», me dije. Ahí estaba mi pe- queña oportunidad de arrojar algo de luz. Aunque comprendía el ruso básico, no lo hablaba bien, así que expliqué a través de mi intérprete, en palabras sencillas, el paralelismo entre las tierras de la aldea, como fuente de riqueza, y el total de fuentes de riqueza. Dibujé para él la escena de la Gran Rusia disfru- tando hasta en sus últimos confines de la igualdad, la paz y la prosperidad —justamente repartida— que reinaban en su pueblo. «Es demasiado grande —me dijo—, demasiado grande y la cúpula es demasiado pequeña. No funcionará. En Moscú solo hay hombres y el hombre no es Dios. Un hombre solo tiene una cabeza de hombre, y cien cabezas juntas no forman una gran cabeza. Solo Dios conoce Rusia». Un occidental rodeado de rusos siente con frecuencia que todos ellos están algo locos. Otras veces, su misticismo parece de sentido común. Es bastante cierto que muchas cabezas no forman una gran cabeza. De hecho, lo que forman es un ple- nario del Congreso. ¿Qué es entonces el Estado?, me pregunté desconcertada. El Estado comunista, ¿existe? ¿Puede existir? Me pregunto hoy si aquella aldea, aquel hogar ancestral, ya habrá sido barrida del mapa de Rusia para crear una granja colectivizada con tres turnos diarios de ocho horas, arando con tractores y recogiendo con cosechadoras, e iluminándo- la por la noche con fluorescentes gigantes. Mi anfitrión y su
  • 24. 25 ROSE WILDER LANE mujer, ¿almorzarán hoy en comedores comunales y dormirán en barracones comunales? Su estilo de vida era sin duda primitivo. No había cambiado en cien años. No tenían luz eléctrica ni canalización. Supuse que se bañarían una vez a la semana en la casa de baños del pueblo, que quizá sería insalubre. Quién sabe cuántos gérme- nes habría en el agua que tomaban. Sus ventanas carecían de mosquiteras. Sus caminos polvorientos se llenarían sin duda de barro en tiempo de lluvias. No tenían coches, ni siquiera caballos, tan solo carros de bueyes. En una palabra, su nivel de vida se había quedado igual que el de los pioneros de Illinois de cien años atrás. Tal vez haya mejorado su nivel de vida. Quizá en Rusia, con el tiempo, todo diente se cepille tres veces al día y todo niño coma espinacas. Pero si se hace todo esto con la gente de la antigua Rusia, no será ella misma quien lo haga, sino que se les hará. Y, ¿quién se lo hará? ¿El Estado?
  • 25.
  • 26. 27 CAPÍTULO 3 Tan pronto me hice esa pregunta comprendí que era falsa la imagen de la revolución económica como paso definitivo a la libertad. Ello se debe a que, en realidad, el Estado, el gobierno, no puede existir. Son conceptos abstractos, válidos en su lugar como los supuestos números negativos lo son en las matemá- ticas. En la vida real, sin embargo, no se pude restar nada a la nada: cuando un monedero está vacío, está vacío. No puede contener menos diez dólares. En ese mismo plano, no existe Estado ni gobierno. Lo que sí existe es un hombre o un grupo de hombres que tienen el poder sobre muchos otros. La Reforma redujo el poder del Estado, de los curas, y así los hombres comunes pudieron ser libres de pensar y hablar como quisieran. La revolución política redujo o destruyó el poder del Estado, de los reyes, y así los hombres comunes pudieron acercarse más a la libertad de actuar como quisieran. Pero esta revolución económica concentraba el poder econó- mico en las manos del Estado, de los comisarios, de forma tal que las vidas y haciendas de los hombres comunes volvían a estar sometidas a los dictadores. Cada avance hacia la libertad personal logrado por las revo- luciones religiosa y política se perdería por la reacción económi- ca colectivista. Al considerar los hechos, no veía cómo podría ser de otra manera. La aldea comunista era posible porque unos pocos, cara a cara, luchaban por su propio interés personal hasta que el conflicto acababa en un equilibrio razonablemente satis-
  • 27. 28 DADME LIBERTAD factorio. Lo mismo pasa en el seno de cualquier familia. Pero gobernar a cientos de millones es otra historia. El tiempo y el espacio impiden que la lucha personal entre tantas voluntades, todas enfrentadas personalmente a todas las demás, acabe en una decisión común. El gobierno de las multitudes solo puede estar en manos de unos pocos. Los americanos culpaban a Lenin de no haber establecido una república. De haberlo hecho, no habría cambiado lo esen- cial: habrían seguido siendo unos pocos quienes gobernaran Rusia. El gobierno representativo no puede expresar la voluntad de la masa popular porque la masa popular no existe. El pueblo, como el Estado, es una ficción. Ni siquiera se puede establecer una voluntad popular en un grupo de doce personas que van de pícnic. La única masa humana con voluntad común es una turba, y la voluntad compartida es su locura temporal. En la realidad, la población de un país es una multitud de seres hu- manos con una variedad infinita de propósitos y deseos, y con voluntades fluctuantes. En una república, la mayoría de la población decide cada cierto tiempo qué candidato tendrá el control de la policía es- tatal. De vez en cuando, la acción de la mayoría puede alte- rar los métodos por los que se accede al poder, el alcance del mismo o las condiciones de su ejercicio. Pero una mayoría no gobierna, no puede gobernar, solo actúa como contrapeso de sus gobernantes. Todo gobierno de multitudes, en cualquier época y lugar, es de un solo hombre o unos pocos, y no hay manera de escapar de esta realidad. No es posible una verdadera república en la Unión Soviética porque la finalidad de sus gobernantes es económica, y el poder económico es distinto del político. La política es cuestión de grandes principios que, una vez aprobados, pueden perma- necer inalterados indefinidamente. Por ejemplo, uno de esos
  • 28. 29 ROSE WILDER LANE principios podría ser que los poderes legítimos del gobierno emanan del consentimiento de los gobernados. A partir de los principios se establece normas generales, por ejemplo no cobrar impuestos a quienes carecen de representación polí- tica.1 Esas normas se encarnan en leyes destinadas a limitar o restringir el poder político, como, por ejemplo, que solo el Congreso pueda establecer impuestos y gastar el dinero recaudado. Esta aplicación tan específica de los principios po- líticos no afecta a los detalles de la vida del individuo. Podemos darle al Congreso lo que pida y no revolvernos siquiera ante el bocado, podemos patalear cuando tengamos que pedir un préstamo para pagar los impuestos, y hasta podemos perder nuestra granja o nuestra casa si no logramos pagar y, pese a todo, nuestra libertad de elección personal seguirá siendo nuestra. La economía, sin embargo, no se ocupa de principios abs- tractos ni de leyes generales, sino de cosas materiales. Trata directamente de las vagonetas de carbón, las cosechas de grano o la producción de las fábricas. El poder económico en acción está sujeto a infinidad de crisis impredecibles que afectan a las cosas materiales. Está sometido a las sequías, a las tormentas, a las inundaciones, a los terremotos y la peste, a las modas, a las enfermedades y los insectos, a la rotura y la fatiga de la maqui- naria. Y la economía sí afecta al detalle menor de la existencia de cada persona, a lo que come, bebe, trabaja o juega, y a sus hábitos personales. Los dirigentes de la economía deben ocuparse de cuestiones como cuánta tela debe llevar el vestido de una mujer, si permitir o no los lápices de labios, o si el chicle tiene valor económico. 1 La expresión original es «no taxation without representation», una frase muy común en inglés y acuñada durante la revuelta de las colonias norte- americanas contra la metrópoli inglesa (Nota del editor).
  • 29. 30 DADME LIBERTAD Hay un punto de vista, tan válido como cualquier otro, según el cual toda la industria del tabaco es un desperdicio. Toda la economía de un país moderno se ve afectada por la cantidad de ciudadanos que se lavan detrás de las orejas. Un asunto tan privado afecta a la producción e importación de aceites vegetales, al uso de grasas animales procedentes de las granjas, a la manufactura de productos químicos, a los per- fumes y colorantes, a la construcción o cierre de fábricas de jabón —con los consiguientes efectos sobre el empleo de esas fábricas— y al sector constructor y de la industria pesada, así como a su demanda de materias primas y de trabajadores para su producción, y también al uso de combustibles y a sus efec- tos sobre las minas, los campos de petróleo o el transporte. Pues vaya con el jabón. Consideremos ahora la tela a usar o no, con todos los efectos que esa decisión tendrá sobre los campos de algodón o de lino, sobre el empleo en esos cam- pos y en las fábricas, sobre las desmotadoras de algodón —con su producto secundario de semillas de algodón para hacer aceite o fertilizantes, o para alimentar al ganado—, o sobre las máquinas de hilar y tejer y la correspondiente demanda a la industria del acero. Todos estos factores económicos y muchos más cambiarán según cambien los hábitos de limpieza personal. Una dieta de Hollywood o una moda de rompecabezas pueden tener los efectos más insospechados en el lugar más remoto e inespe- rado. Que un niño llegue hambriento del colegio y opte entre comer pan con mantequilla o caramelos será una cuestión de relevancia económica internacional. El control económico centralizado sobre multitudes huma- nas deberá ser, por tanto, continuo y autocrático. Habrá que gobernar mediante un flujo rápido de edictos emitidos con prisa para seguir el ritmo de los acontecimientos antes incluso de que se hayan podido reportar, analizar y considerar. Y será
  • 30. 31 ROSE WILDER LANE necesario emplear la coerción. En su esfuerzo por acertar, tan preciso y riguroso deberá ser el control de los detalles de la vida individual, que nadie lo aceptará sin esa coerción. No podrá estar sujeto a los controles periódicos, a la reversión de decisiones ni a la sustitución de los dirigentes que las mayorías provocan en una república.
  • 31.
  • 32. 33 CAPÍTULO 4 En la Rusia de entonces, nuestra esperanza se había hecho realidad: la revolución económica había sucedido. El Partido Comunista había tomado el poder al grito de «todo el poder para las asambleas». El capitalismo de Estado ruso y el tímido inicio de la libre empresa se vieron aniquilados, y el pueblo se hizo con el control de la riqueza nacional. Es decir, Lenin, un hombre sincero y extremadamente capaz —esto es un hecho—, había alcanzado el poder y se aprestaba a la tarea hercúlea de someter a las masas de seres humanos a un orden económico eficiente, creyendo honestamente él y sus seguidores que de esta manera produ- cirían el máximo bienestar material para esas masas. Pero lo que vi no fue una expansión de la libertad huma- na sino el establecimiento de la tiranía sobre una base nueva, ampliamente extendida y más profunda. La novedad histórica del gobierno soviético era su motiva- ción. Otros gobiernos han existido para mantener la paz entre sus súbditos, o para amasar fortunas a su costa, o para usarlos en el comercio y en la guerra a mayor gloria de los gobernantes. Pero el gobierno soviético existía para hacer el bien a su gente, lo quisiera esta o no. Y comprendí que, de todas las tiranías a las que se ha sometido al hombre, esta iba a ser la más des- carnada y la menos soportable. Bajo otras tiranías aún queda algún refugio para la libertad, pues son menos meticulosas y no se creen tan cargadas de rectitud. Pero bajo ese benevolente poder económico no encontré refugio alguno.
  • 33. 34 DADME LIBERTAD Cuantos informes he leído desde entonces sobre la Unión Soviética han confirmado esta opinión, y eso que solo leo lo que publican sus amigos, ya que pienso que son los comunis- tas quienes mejor entienden lo que está pasando allí. Durante veintisiete años, los gobernantes de ese país se han esforzado por crear la sociedad con la que habíamos soñado, una socie- dad donde fueran imposibles la inseguridad, la pobreza o la desigualdad económica. Y para conseguirlo, han suprimido la libertad personal: la libertad de movimientos, la libertad de escoger en qué trabajar y cómo vivir, la libertad de expresarse y la libertad de conciencia. Conociendo su objetivo, me parece evidente que no po- drían haberlo perseguido por otros medios. Producir comida de la tierra y del mar, fabricar bienes con materias primas, al- macenarlos y transportarlos para distribuirlos a vastas mul- titudes de consumidores, son actividades tan intricadamente interrelacionadas e interdependientes que el control eficaz de una parte exige el control del todo. Nadie puede controlar a las masas sin coerción, y esa coerción debe aumentar. Debe aumentar porque los seres humanos son diversos por naturaleza. Forma parte de su naturaleza hacer las mismas cosas de distintas maneras, desperdiciar tiempo y energía en alterar la forma de las cosas, experimentar, inventar, equivocarse y distanciarse del pasado en una variedad infinita de direcciones. Las plantas y los animales repiten sus rutinas, pero los seres humanos libres de ataduras avanzan hacia el futuro como los exploradores de un nuevo territorio, y la exploración siempre genera desperdicio. Gran cantidad de exploradores no llega a conseguir nada, y muchos de ellos se pierden. La coerción económica, por tanto, está constantemente ame- nazada por la terquedad humana. Debe vencerla una y otra vez aplastando sus impulsos de ego e independencia, destru- yendo la variedad de deseos y comportamientos humanos. El
  • 34. 35 ROSE WILDER LANE poder económico centralizado, para planificar y controlar los procesos económicos de un país moderno, se encuentra en la necesidad de devenir un poder absoluto en todos y cada uno de los aspectos de la vida humana. «No importa lo que le pase a los individuos», dicen los co- munistas, «el individuo no es nada, lo único que importa es el Estado colectivista». La esperanza comunista de que se alcance en la Unión So- viética la igualdad económica descansa hoy sobre la muerte de todos los hombres y mujeres que son individuos. Según me cuentan, se ha moldeado y educado a una nueva generación que será una masa humana: millones de hombres y mujeres jóvenes que, en realidad, tienen la psicología de la colmena o del hormiguero. Esto ya no me parece tan increíble como antes. Puede llegar a existir una colmena humana en Rusia. No sería la primera, ya existió Esparta. Esparta, que no admitió cambios en la ri- gidez de sus formas ni en el comportamiento estandarizado hasta que fue destruida desde fuera. La colmena es estática, no cambia a lo largo de incontables generaciones de individuos que repiten sin cesar el mismo patrón de acción para beneficio colectivo. Eso no es vivir, es una especie de muerte con respi- ración y movimiento.
  • 35.
  • 36. 37 CAPÍTULO 5 Cuando salí de la Unión Soviética yo ya no era comunista, porque creía en la libertad personal. Como todos los america- nos, había dado por sentada la libertad individual con la que había nacido. La creía tan necesaria e inevitable como el aire que respiraba. Me parecía el elemento natural en el que viven lo seres humanos. Nunca se me había pasado por la cabeza, ni remotamente, que pudiera perderla; y no podía concebir que millones de seres humanos pudieran vivir voluntariamente sin ella. Me había pasado bastantes años en países de Europa y de Asia Occidental y había llegado a comprender unas cuantas cosas, no solo de las palabras que emplean los distintos pueblos, sino de su significado real. Por supuesto, no hay palabra que pueda traducirse de forma exacta a otro idioma. Las palabras que empleamos son los símbolos más torpes de sus significados, y es un error suponer que palabras como «guerra», «gloria», «jus- ticia», «libertad» u «hogar» significan lo mismo en dos idiomas. Por toda Europa encontré vestigios de las castas medieva- les y del orden social estático del medievo; y vi que resistían —y con qué vitalidad— ante la libertad individual y ante la re- volución industrial. Era imposible conocer Francia y no comprender que los franceses exigen orden, disciplina, la contención propia de las formas tradicionales, la regulación burocrática de la vida hu- mana mediante un poder político centralizado; y que la vi- rulenta democracia francesa no es un clamor por la libertad
  • 37. 38 DADME LIBERTAD individual sino el empeño en que las clases altas no exploten demasiado a las bajas. Lo que vi en Austria y Alemania eran ovejas sueltas y sin líder, que corrían en un sentido u otro anhelando la seguridad perdida del rebaño y del pastor. Por más que me resistí, hube de admitir finalmente ante mis amigos italianos que había visto revivir bajo Mussolini el espí- ritu de Italia, y ese renacimiento me parecía basado en separar la libertad individual de la revolución industrial cuya causa y fuente es la propia libertad individual. Les dije que en Italia, como en Rusia, lo que estaba surgiendo era un orden económico controlado y planificado, esencialmente medieval, que se estaba haciendo con los frutos de la revolución industrial y al mismo tiempo estaba destruyendo su raíz: la libertad del individuo. «¿Cómo se te ocurre hablar de los derechos de los indivi- duos?», me increpaban los italianos tras perder al fin la pacien- cia. «Un individuo no es nada, como individuos no tenemos ninguna importancia; yo moriré y tú también, millones vivirán y morirán pero Italia no muere, Italia es lo importante y nada más que Italia cuenta». Ese rechazo a uno mismo como individuo era, como yo ya sabía, el espíritu que animaba a los miembros del Partido Comunista. Era el espíritu que estaba comenzando a reanimar Rusia y era el espíritu del fascismo, que indudablemente estaba haciendo a Italia revivir. Multitud de pequeños incidentes así lo revelaban. En 1920, Italia era un nido de mendigos y ladrones que caían sobre un desconocido y lo devoraban. No podías dejar de vigilar tu equipaje ni por un instante. No había factura sin engordar ni servicio, por pequeño que fuera, que no provocara una factura adicional. Los taxis se metían por calles desiertas y las barcazas se paraban a medio camino cuando te llevaban al barco, porque así los taxistas y los pilotos podían asustar
  • 38. 39 ROSE WILDER LANE a los pasajeros más impresionables y hacerles pagar el doble. En Italia había que discutir y pelear a cada paso. En 1927 se me averió el coche a las afueras de un pueblecito italiano, ya de noche. Tres hombre —un camarero, un carbonero y el chófer de los viajeros adinerados que pernoctaban en la posada local— trabajaron toda la noche en el motor. Cuando, al amanecer, lograron hacerlo funcionar, los tres se negaron a cobrarme nada. Los americanos, en una situación similar, también habrían rechazado el pago pero por orgullo personal y simpatía humana. Los italianos, en cambio, me dijeron con firmeza «no, signora, lo hemos hecho por Italia». Esto ya era lo típico: los italianos ya no estaban centrados en sí mismos sino en una creación mítica de su imaginación, a la que entregaban sus vidas: Italia, la inmortal Italia. Empecé a cuestionar el valor de esa libertad personal que me había parecido tan intrínsecamente correcta. Entendí lo excepcional y lo históricamente novedoso que era el recono- cimiento de los derechos humanos. Consideré las ruinas de civilizaciones brillantes, desde Bretaña a Basora, cuyos pueblos jamás habían vislumbrado siquiera la idea de que el hombre nace libre. En sesenta siglos de historia humana, esa idea siem- pre había sido un elemento de la fe religiosa judeo-cristiano- islámica, nunca un principio político. Como principio político, solo una minoría de la humanidad lo había conocido, y por poco más de dos siglos. Asia no lo conocía, África tampoco. Europa nunca lo había aceptado del todo y ahora lo estaba rechazando. Y comencé a preguntarme qué es la libertad individual.
  • 39.
  • 40. 41 CAPÍTULO 6 Cuando me pregunté «¿soy libre de verdad?» empecé a en- tender la naturaleza del hombre y su situación en este plane- ta. Comprendí por fin que todo ser humano es libre, que el creador me ha dotado de una libertad inalienable como me ha dotado de vida, y que mi libertad es inseparable de mi vida ya que la libertad es el autocontrol natural del individuo. Mi libertad es mi control de mi energía vital para darle los usos de los que, por tanto, solo yo soy responsable. Pero el ejercicio de esa libertad ya es otra cosa, porque en cada uso de la energía vital encuentro obstáculos. Algunos de esos obstáculos, como el tiempo, el espacio o el clima, son inherentes a la situación humana en este planeta. Otros son autoimpuestos y derivan de mi propia ignorancia de la rea- lidad. Pero durante todos mis años de residencia en Europa, muchos otros obstáculos me fueron impuestos por el poder policial de los dirigentes de esos Estados europeos. Tengo por obvia la verdad de que todos los hombres están dotados por el creador de una libertad inalienable, de la ca- pacidad de autocontrol individual y de la responsabilidad de sus pensamientos, palabras y actos, en cualquier situación.1 Hasta qué punto pueda ejercerse esta libertad dependerá de cuánta coerción externa se le imponga al individuo. No hay 1 La autora parafrasea aquí las primeras palabras del preámbulo de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América (Nota del editor).
  • 41. 42 DADME LIBERTAD carcelero que pueda forzar a un preso a hablar ni a actuar contra su voluntad, pero las cadenas pueden impedirle actuar, y una mordaza puede impedirle hablar. Los americanos han tenido mayor libertad de pensamien- to, elección y movimientos que la disfrutada jamás por otros pueblos. No tuvimos que heredar limitaciones por casta que restringieran el ámbito de nuestros deseos y ambiciones a los propios de la clase en la que habíamos nacido. No tuvimos una burocracia estatal que vigilara todos nuestros movimientos, o registrara a cuantos amigos nos visitaran, consignando sus horas de llegada y salida para que la policía estuviera plena- mente informada por si resultábamos asesinados. No tuvimos que soportar agentes de la autoridad que, para asegurar una justa recaudación del impuesto a la gasolina, detuvieran nues- tros coches para medir el combustible del depósito al entrar o salir de una ciudad americana. A diferencia de los europeos (continentales), no se nos obligó a llevar siempre encima un documento policial, a renovarlo y pagarlo cada cierto tiempo, con nuestra fotografía estampada en él y con nuestro nombre, edad, dirección, filiación, religión u ocupación. A los trabajadores americanos no se les clasifica, ni llevan fichas policiales donde se consigne cada día trabajado, ni se segrega sus lugares de ocio respecto a los de clases más altas, ni se ve interrumpido su ocio por redadas policiales para com- probar sus cartillas laborales, bajo la sospecha de que todo trabajador es un ladrón cuya cartilla mostrará que lleva una semana sin trabajar. En 1922, como corresponsal extranjera en Budapest, acom- pañé una redada policial así. El jefe de policía estaba explican- do sus métodos de trabajo a un agente de Scotland Yard que estaba de visita. Comenzamos a las diez de la noche, al frente de sesenta policías que se movían con la hermosa precisión de los soldados. Rodearon una zona del barrio obrero de la
  • 42. 43 ROSE WILDER LANE ciudad y la ocuparon mientras el jefe explicaba que esto era pura rutina y que se peinaba el barrio entero todas las semanas. Aparecíamos por sorpresa en la entrada de los bares frecuen- tados por obreros, locales lóbregos de suelo arcilloso cubierto de serrín. Músicos tristes intentaban arrancar melodías a sus violines baratos mientras hombres y mujeres ataviados con los andrajos grises de la pobreza tomaban a sorbos económicos el café o la cerveza, sentados a las mesas desnudas del local. Al ver los uniformes sentían auténtico terror. Todos se levanta- ban resignadamente en posición de manos arriba. Los policías sonreían al sentir ese placer peculiar de los seres humanos en posesión del poder. Revisaban los bolsillos de todos, mofán- dose de algunos objetos y, cuando encontraban la cartilla de trabajo, se detenían a comprobarla y la volvían a poner en su sitio. Cuando el policía mascullaba una brusca palabra de fin del registro, caían en las sillas secándose la frente. Siempre había algunas cartillas que no pasaban el examen, en las que no se había estampado el sello de ningún patrón durante los últimos tres días, y esos hombres y mujeres iban derechos al furgón de la policía. Muchas veces, a nuestra llegada, algunos trataban de escapar por la puerta de atrás o por alguna ventana, solo para darse de bruces con el cordón policial. Oíamos de lejos las risas de los agentes. El jefe aceptó los cumplidos del detective británico. Todo era perfecto, allí no escapaba nadie. Varias mujeres protestaban muy agitadas, llorando y su- plicando de rodillas hasta el punto de que casi había que lle- várselas al furgón. Una chica joven luchaba por librarse de los policías mientras chillaba, y tuvieron que llevársela entre dos. No eran brutales, pero cuando la joven mordió a uno de ellos en la mano, un tercero le dio una bofetada. En el furgón siguió gritando como una loca. Yo no entendía húngaro, pero el jefe me explicó que algunas mujeres se resistían a que se les asignara tarjetas de prostituta.
  • 43. 44 DADME LIBERTAD Lo que pasaba era que, cuando una empleada doméstica llevaba varios días sin trabajar, la policía le retiraba la tarjeta que la identificaba como trabajadora y le permitía ejercer como tal, y le daba en su lugar una tarjeta de prostituta. En el caso de los hombres que llevaban algún tiempo sin trabajar, se les encarce- laba brevemente por robo. Era obvio —me explicó el jefe— que si no estaban trabajando tenían que ser prostitutas y ladrones, porque si no, ¿de qué vivían? Sugerí que tal vez vivían de lo que tuvieran ahorrado, y el jefe me dijo que los trabajadores apenas ganaban lo suficiente para llegar a fin de mes, y que no podían ahorrar. Por supuesto, puntualizó, si en algún caso extraordinario alguno de ellos había obtenido honradamente algún dinero y podía demostrarlo, el juez le dejaría libre. Una vez terminamos con los bares, empezamos con los blo- ques de viviendas. Yo había vivido en los arrabales de Nueva York y San Francisco. Los americanos que no han visto una barriada pobre europea no tienen la menor idea de lo que es un arrabal. La policía se pasó hasta el amanecer trepando por aquellos edificios mugrientos y bajando hasta sus sótanos, revolviendo entre los andrajos y exigiendo a aquellos rostros graves sus tarjetas de trabajo. Allí no encontramos demasiados desem- pleados, porque cuesta más dormir bajo techo que ir al bar. El mero hecho de que tuvieran donde vivir indicaba que esas personas tenían trabajo, pero la policía fue concienzuda y des- pertó a todo el mundo. Los agentes eran parcos en palabras y se conducían con buenas maneras. Nada en esa redada re- cordaba a la violencia de las que realiza la policía americana. Cuando una puerta no se abría, los policías lo intentaban con todas las llaves maestras disponibles antes de echarla abajo. «Admirable, señor, admirable», dijo el agente de Scotland Yard, «los sistemas policiales del continente son realmente ma- ravillosos, aquí lo tienen ustedes todo bajo control». Pero al
  • 44. 45 ROSE WILDER LANE rato no pudo contener su orgullo británico, que brotó de forma despectiva como siempre lo hace: «nosotros nunca podríamos hacer algo así en Londres, ya sabe, por aquello de que el hogar de un inglés es su castillo y todo eso. A nosotros se nos exige tener una orden judicial para registrar una vivienda o tocar a una persona. Es una barrera horrible, ya sabe. No tenemos de ninguna manera el grado de control que hay aquí, en el continente». Este fue el único registro de un barrio obrero que presencié en Europa. No creo que las normas de otros lugares llegaran al extremo de forzar a las mujeres a prostituirse, y supongo que ya no ocurrirá en Hungría. Pero sí sé que rodear y registrar sistemáticamente los barrios obreros era común en toda Euro- pa, como también lo era suponer que el desempleo empujaba a la indigencia y al delito. Como todo residente en Europa, a mí misma me paró mu- chas veces en la calle una amable pareja de policías para pedirme mi carné de identidad. Esto llegó a ser demasiado habitual para necesitar explicación. Simplemente, y como mera rutina, mi respetable barrio de clase media estaba rodeado y a todo el mundo se le pedía que mostrara su carné policial. Y pese a todo, pongo en duda que hubiera menor crimina- lidad en la Europa del control policial que en América. Los pe- riódicos estaban llenos de breves que informaban de crímenes. No hay en ninguna ciudad americana zonas que no me atreva a visitar sola de noche, pero siempre hubo muchos barrios de las ciudades europeas que eran realmente peligrosos de noche, y montones de criminales dispuestos a matar a cualquier hombre, mujer o niño medianamente bien vestido, aunque solo fuera por llevarse su ropa. Lo terrible es que el motivo de toda esa vigilancia al indi- viduo es un buen motivo, un motivo racional. Sin ella, ¿cómo va a mantener el orden social un gobernante?
  • 45. 46 DADME LIBERTAD El instinto de urbanidad y autoconservación permite a la masa de seres humanos libres llevarse bien de un cierto modo. Todo el mundo sale del teatro de una manera eficiente. Lo hacemos con incomodidad e impaciencia por el tiempo per- dido, pero al final llegamos a la acera sin pelearnos. El orden ya es otra cosa. Todo profesor sabe que no puede mantenerse el orden sin regulación, supervisión y disciplina. Es una cues- tión de grado: a más rígida y autocrática la disciplina, mayor orden se obtiene. Todo orden social genuino exige como base la clasificación, regulación y obediencia de los individuos. Y como estos son lo que son, infinitamente diversos y tercos, su obediencia debe imponerse. En un orden social se produce una fuerte pérdida de tiempo y energía. A todo americano le parece una pérdida monumen- tal de tiempo tener que sentarse en una sala de espera hasta que llegue el momento de hacer cola para acceder al mostrador de un burócrata; y percibe así como el orden social acorta la vida de todas las personas. También fuera del despacho del burócrata, las regulaciones para el bien común ponen trabas constantes a nuestra acción. Hoy en día es tan difícil moverse en la vida cotidiana como lo es ir más despacio o más deprisa en un desfile. A diferencia de Francia, en América no ha habido decretos comerciales que obstruyan a los vendedores para que cada ven- ta de una tienda lleve media hora más de lo normal. Los co- merciantes franceses son tan inteligentes como los americanos, pero no han podido instalar tubos de vacío para documentos ni un sistema rápido de contabilidad en una caja central. «¿Para qué?», te preguntan. Total, seguirían estando obligados a ins- cribir cada venta en un libro oficial en presencia del comprador, como decretó Napoleón. Y fue un decreto inteligente cuando lo dictó Napoleón. ¿Cómo iban a cambiarlo los comerciantes franceses actuales?
  • 46. 47 ROSE WILDER LANE Era para reírse. El decreto se había ido complicando durante cien años de burocracia y, además, imagine cuánto desempleo habría generado su derogación entre los esforzados cajeros que mojaban sus plumas en la tinta oficial y, tras consignar en un nuevo asiento la hora y el lugar, preguntaban «su nombre, madame?», prestos a escribirlo. «¿Su dirección?», y la escribían también. «¿Paga usted al contado?», y a escribir. «¿Se lleva usted misma lo que ha comprado? Bien…», y a escribir. «Ah, ya veo, un carrete de hilo… negro… eh, ¿de qué tamaño?», y a escribir. «¿Cuánto paga por él?», y a escribir. «Y me entrega usted… bien, un franco». A escribirlo, y a consignar después que «del franco que me entrega usted, le doy cincuenta cénti- mos de vuelta… bien… ¿está satisfecha, madame?» A nadie se le ocurría pensar cuánto desempleo provocaba esto en la masa de clientes que aguardaban con paciencia, ni tampoco que, si esos cajeros no hubieran acabado en un em- pleo así, bien podrían haber hecho algo útil, algo que generase riqueza. Lo que buscaba Napoleón era acabar con el desper- dicio generado por la desorganización, los timos y las peleas que había en los mercados de su época. Y lo hizo. El resultado es que gran parte de lo que hoy es Francia quedo firmemen- te fijado en tiempo de Napoleón. Si hubiera dejado que los franceses siguieran desperdiciando y quejándose, timando y perdiendo, como los americanos hacían en esa misma época y en mercados igual de primitivos, los grandes almacenes de la Francia actual seguramente no serían tan ágiles y eficientes como los de América. A nadie que sueñe con el orden social ideal, con una eco- nomía planificada para eliminar el despilfarro y la injusticia, se le ocurre considerar cuánta energía, cuánta vida humana se pierde en administrar y obedecer incluso las mejores regu- laciones posibles. A ninguno de ellos se le ocurre pensar cuán rígidas llegan a ser esas regulaciones, ni mucho menos que,
  • 47. 48 DADME LIBERTAD en realidad, deben alcanzar esa rigidez y resistirse al cambio porque su propósito último es proteger a las personas de los riesgos del azar y del cambio a lo largo del tiempo. Los americanos no hemos experimentado en nuestro país la disciplina de un orden social. Hablamos de un orden social mejor, pero en realidad no sabemos lo que es un orden social. Decimos que algo está mal en este sistema, cuando en realidad no tenemos sistema alguno. Usamos frases que hemos aprendi- dodeEuropa,perosintenerideadesusignificadoenlavidareal. En América ni siquiera tenemos formación militar univer- sal, ese elemento básico del orden social que enseña a todos los ciudadanos varones la subordinación al Estado, les sustrae años de su juventud y ha terminado por debilitar el poderío militar de cuantos países lo han implementado. En América el alquiler de un piso es oficial tan pronto se firma, no hace falta llevarlo a la policía para que lo selle, ni inscribirlo en Hacienda, en triple ejemplar, para que, a efectos fiscales, se calcule que nuestros ingresos son diez veces la renta que pagamos por la vivienda. Seguro que en teoría económica tiene sentido no destinar al alquiler más del diez por ciento del ingreso personal, y quizá hasta sea de justicia económica que quienes sean tan derrochadores de pagar más de ese porcentaje terminen asumiendo una multa por la vía de los impuestos. En realidad, nunca hubo mucho margen para protestar por los motivos de todas estas formas de burocracia en Europa, siempre fueron motivos excelentes. Un americano podía mirar a su alrededor y tomar cuanto quisiera, si podía hacerlo. Solo se lo impedían la legislación penal y su propia honradez, capacidades y suerte. Era eso lo que querían decir los europeos que, tras unos días en este país, exclamaban «¡hay que ver lo libres que sois aquí!» Y desde luego era un alivio para todo americano que regresara tras un largo viaje al extranjero poderse mover con
  • 48. 49 ROSE WILDER LANE libertad de un hotel a otro, de una ciudad a otra, poder entrar en una mercería y comprar en un momento un carrete de hilo, poder decidir a las tres y media tomar el tren de las cuatro, poder comprarse un coche si se disponía del dinero o del crédito para ello y conducir por donde quisiera, todo ello sin tener que darle ningún tipo de informe al gobierno. Pero todo aquel cuya libertad haya sido —como siempre lo ha sido la mía—, la de ganarse la vida lo mejor posible, sabe igual que yo que esa independencia es, de hecho, responsabilidad. Los pioneros americanos lo expresaron con franqueza y clari- dad: «ve a comer raíces o muere».2 Para el lechón expulsado del chiquero no hay más alternativa que ir donde le apetezca y hacer lo que le apetezca. La libertad individual es responsa- bilidad individual. Quien toma las decisiones es responsable de sus resultados. Cuando los hombres comunes eran siervos o esclavos, obedecían y se les alimentaba, pero morían a miles por las plagas y las hambrunas. Los hombres libres pagaban por su libertad abandonando esa seguridad falsa e ilusoria. La cuestión es si la libertad personal merece el enorme es- fuerzo, la carga eterna y el riesgo, el inevitable riesgo, de ser independientes. 2 La frase original, «root, hog, or die» es un dicho que estaba bastante extendido en la América rural y puede interpretarse más o menos como «espabila o atente a las consecuencias». Literalmente, se refiere al cerdo (hog) liberado temporalmente por su amo en el bosque para que se alimente buscando raíces, a fin de reducir los costes de la granja (Nota del editor).
  • 49.
  • 50. 51 CAPÍTULO 7 La respuesta a esa pregunta es personal, es de cada uno de nosotros. Sin embargo, la repuesta final no puede serlo porque la libertad individual de opción y de acción no puede sobrevivir por mucho tiempo si no es en una multitud de individuos que la elijan y estén dispuestos a pagar por ella. Y no lo harán a menos que su libertad valga menos de lo que les cuesta. No se trata solo del valor para sus espíritus sino también del bien- estar general y el futuro de su país, que en realidad es decir el bienestar y el futuro de sus hijos. Por lo tanto, la prueba de la valía de la libertad personal solo puede ser su resultado práctico en un país cuyas instituciones y formas de vida y de pensamiento hayan emergido desde el indi- vidualismo.ElúnicopaísasísonlosEstadosUnidosdeAmérica. Aquí, en este nuevo continente, pueblos sin tradición co- mún fundaron esta república sobre la base de los derechos del individuo. Este país fue el único de todo el mundo occidental cuyos territorios fueron en gran medida colonizados —y cuya cultura aún está dominada— por aquellos europeos norocci- dentales de quienes nació la idea de la libertad individual y se incorporó como principio político a la historia universal. Pensándolo detenidamente, resulta extraño: ¿cómo es que todo este territorio pasó a ser parte de América? ¿Cómo es que aquellas colonias británicas, tras liberarse de Inglaterra, se ex- pandieron ocupando la mitad de este continente? Los españoles ya estaban en Missouri cuando los ingleses llegaron a Virginia o Massachusetts. Medio siglo antes de que nuestros granjeros
  • 51. 52 DADME LIBERTAD dispararan contra los soldados británicos en Lexington, ya eran antiguos los poblados franceses de Illinois, las minas francesas de Missouri abastecían de balas a todo el mundo occidental y había enclaves comerciales franceses en Arkansas. ¿Cómo es que los americanos, al expandirse hacia el Oeste, no se toparon con un país populoso, con una colonia que protestara vigoro- samente ante Francia contra la venta de Louisiana? Hay un hecho relevante: los americanos eran los únicos co- lonos que construían sus casas unas lejos de otras, cada una en su propia parcela. América sigue siendo hoy el único país que conozco donde los granjeros no viven apiñados en pueblos segu- ros y cerrados. Es el único país que conozco donde el individuo carece de un sentimiento de solidaridad esencial y permanente con los de una clase concreta y con los de un grupo específi- co dentro de esa clase. Los primeros americanos sí procedían de grupos así en Europa, pero precisamente vinieron porque eran individuos que se rebelaban contra los grupos. Y aquí en América, en medio de la naturaleza, cada uno se construyó su casa a cierta distancia de los demás. Eso es el individualismo. En aquellas colonias inglesas de la costa atlántica se liberó la diversidad natural de los seres humanos, la tendencia natural del hombre a adentrarse en el futuro como un explorador que va encontrando su camino. Los colonos procedentes de las Islas Británicas se apresuraron con tanta ansia a conquistar esa libertad, que el parlamento y el rey se negaron a permitir nuevos asentamientos porque las estadísticas de las que dispo- nían demostraban que la expansión de las colonias americanas hacia el Oeste despoblaría Inglaterra. Pese a todo, antes de que el té cayera por la borda en el puerto de Boston,1 los colonos forajidos ya habían penetrado 1 La autora evoca el motín del té (16 de diciembre de 1773), en el que los colonos americanos lanzaron al mar un cargamento de esa mercancía
  • 52. 53 ROSE WILDER LANE hasta alcanzar las cimas y los valles de los montes Apalaches y estaban explorando las tierras prohibidas situadas más allá. No había plan alguno de que aquellos jóvenes Estados Uni- dos llegaran a cubrir la mitad de este continente. Las ideas pre- dominantes en Nueva York y Washington se quedaban muy cortas respecto a semejante ímpetu. Fue la energía libre de los individuos la que fluyó hacia el Oeste a un ritmo nunca ima- ginado, barriendo y arrollando los asentamientos de pueblos más cohesionados hasta alcanzar el Pacífico en el tiempo que Jefferson pensaba que iba a necesitarse para colonizar Ohio. Pero no mitifico a los pioneros. Mi propia familia lo fue por ocho generaciones, pero cuando, de niña, evocaba con de- masiado orgullo unos ancestros más antiguos que Plymouth,2 mi madre me recordaba que también tenía un tío-tatarabuelo encarcelado por robar una vaca. Los pioneros no eran ni de lejos lo mejor de Europa. En ge- neral se trataba de alborotadores de baja condición, y Europa estaba encantada de librarse de ellos. No trajeron mucha inte- ligencia ni cultura. Su anhelo principal era vivir sin ataduras, y no eran idealistas. Cuando no podían pagar sus deudas, se escaqueaban. Cuando sus maneras, sus hábitos personales o sus opiniones —generalmente ignorantes y expresadas a voces— ofendían a personas de mejor crianza, les espetaban «este es un país libre, ¿no?» Una expresión típica de ellos era «libre e inde- pendiente», y también solían decir «probaré una vez cualquier cosa» y «probaré suerte». Eran especuladores pendencieros, se jugaban las tierras, las pieles, la madera, los canales y los po- blados. Vendían parcelas de pueblos aún por construir y que, en protesta por los tributos que les imponía la metrópoli. Esta revuelta se considera un precedente importante de la guerra de independencia de los Estados Unidos de América (Nota del editor). 2 La colonia de Plymouth, en Massachusetts, fue el primer asentamiento permanente en Nueva Inglaterra (Nota del editor).
  • 53. 54 DADME LIBERTAD generalmente, nunca llegaban a materializarse. Eran campesinos ignorantes, buscadores de oro, profesores y abogados autodi- dactas, políticos vociferantes, impresores, leñadores, ladrones de caballos y cuatreros. Cada cual se buscaba la vida, y que fuera lo que Dios quisie- ra. Cada vez que la adversidad les golpeaba individualmente, afloraba la compasión y la empatía humana, pero no había ni un ápice de espíritu de comunidad. El pionero tenía sentido del caballo, sentido de las cartas de juego, sentido del dinero, pero ni pizca de sentido social. Los pioneros eran individualistas, y aguantaron carros y carretas. De esa pasta estaba hecha América. No era el material hu- mano que uno habría escogido al hacer una nación, un carác- ter nacional admirable. Y los americanos de hoy son el más imprudente y anárquico de los pueblos, pero también el más imaginativo, temperamental y plural. Somos la gente más ama- ble del planeta, lo somos de forma cotidiana con los demás y respondemos con empatía ante el menor rumor de desgracia ajena. Solo en América se detiene un conductor para prestarle el gato hidráulico a un extraño que ha sufrido un pinchazo. Solo los americanos han hecho millones de pequeños sacrificios per- sonales para enviar riqueza a otras partes del mundo, aliviando el sufrimiento de lugares tan lejanos como Armenia o Japón. En todas partes, en las tiendas, en la calle, en las fábricas, en el ascensor, en la carretera o en las granjas, los americanos son extremadamente amables y corteses. Hay más risas y canciones en América que en cualquier otro lugar. Esos eran algunos de los valores humanos que nacieron del individualismo mientras este estaba forjando la nación.
  • 54. 55 CAPÍTULO 8 Miremos a este fenómeno, los Estados Unidos de América. Por doscientos cincuenta años Europa coloniza este continente. España tiene el Golfo de México y las Floridas, todo México y Texas, Nuevo México, Arizona y California. Los rusos están en el Norte. Francia controla los Grandes Lagos y los cursos fluviales del valle del Mississippi, el comercio de pieles y las minas de Missouri. Y en la costa atlántica, entre el bosque y el mar, hay unas pocas colonias inglesas dispersas. No todas esas colonias se rebelan contra Inglaterra. Ca- nadá se mantiene fiel al rey, y de las demás tan solo Virginia y Massachusetts está realmente decididas a luchar. La guerra comienza, unos pocos rebeldes luchan con valor en un frente pequeño que Inglaterra descuida porque sus intereses vitales están en cualquier otro lugar. La intervención de unas caño- neras francesas resuelve el asunto. Se firma la paz y trece co- lonias sin el menor interés común no saben bien si unirse o convertirse en naciones separadas. Llegados a ese punto, ¿cuál es el futuro que parece más probable para el continente? ¿Parece probable que aquellas colonias divididas por la religión, por la estructura social y los intereses económicos, peleadas unas con otras por reclamacio- nes territoriales solapadas que amenazan con acabar en guerra, se impongan a las grandes potencias que ya se encontraban en posesión de territorios americanos? ¿No parece, por el con- trario, que hasta para sobrevivir tendrán que unirse bajo un gobierno más poderoso?
  • 55. 56 DADME LIBERTAD Pues sucedió precisamente lo contrario. Los que se reunie- ron en Filadelfia para formar gobierno creían que todos los hombres nacen libres. Fundaron este Estado bajo el principio de «todo el poder para el individuo». Pero, ¿cómo puede encarnarse semejante principio en un Estado? No hay escapatoria al hecho cierto de que todo go- bierno consiste en el poder de un hombre, o de unos pocos, sobre las multitudes. Entonces, ¿Cómo puede transferirse el poder del gobernante a cada persona de esas multitudes? No se puede. No se trataba simplemente de darle cierta voz a la gente común en los concejos de sus gobernantes, ni algo de fuerza para impedir que estos emplearan el poder para dañar o robar a aquélla. El propósito era, en realidad, entregar el poder de gobierno a cada hombre común, en igualdad. Así, de hecho, el resultado político sería el mismo del poblado comunista en el que todos se esforzaban por perseguir sus propios intereses hasta que se alcanzaba un equilibrio satisfactorio. El poder de gobierno, en esta nueva república, iba a residir realmente en las masas. Los hombres comunes iban a autogobernarse. Pero, ¿cómo iba a ser posible encarnar ese propósito en el mecanismo de gobierno, cuando todo gobierno de masas es en realidad el gobierno de uno o de unos cuantos sobre estas? No era posible. Se resolvió el problema destruyendo el poder en sí mismo tanto como fuera posible. Se disminuyó el poder hasta el mínimo irreductible. Se dividió el poder gubernamental en tres fragmentos para que jamás pudiera un solo hombre tenerlo en su totalidad. Cada una de esas tres partes se vería controlada en su desempeño por las otras dos. Todo gobernante es un ser humano, y por lo tanto no puede separa su pensamiento, decisión, acción y juicio. Pero en este tipo de gobierno no se permitiría a nadie funcionar plenamente como un ser humano. Los congresistas
  • 56. 57 ROSE WILDER LANE pensarían y decidirían, el Ejecutivo actuaría y los tribunales juzgarían. Y por encima de los tres se estableció una declara- ción escrita de principios políticos que habría de ser el mayor de los controles establecidos sobre todos ellos; una restricción impersonal sobre los seres humanos falibles a quienes se hubiera de permitir el uso de esos fragmentos de autoridad sobre las masas de individuos. No sin razón, los europeos protestaron señalando que es- tablecer un gobierno así era como liberar la anarquía en el mundo. No sin razón, esos viejos gobiernos se resistieron a reconocerlo. Ningún gobierno podía llegar un paso más cerca de la anarquía y seguir siendo gobierno. Nunca antes se había liberado a las multitudes para que hicieran lo que quisieran. Ya por entonces, un Congreso Continental1 corrompido había vendido a los especuladores millones de hectáreas de tierras comunales reclamadas tanto por Connecticut como por Virginia. Y, con inmorales argucias, el primer Congreso de los Estados Unidos robó a los soldados rasos revolucionarios su miserable paga y la trasladó a los bolsillos de los congresistas y de los banqueros neoyorquinos. ¿Qué futuro cabía esperar de tal desgobierno, en una situación así? En solo setenta años, en el lapso de una vida humana, Fran- cia y Rusia habían desaparecido de este continente; España había entregado las Floridas, Texas, Nuevo México, Arizona y California; a Inglaterra se la había empujado hacia el Norte; y toda la vasta extensión de este país estaba cubierta por una sola nación, una multitud tumultuosa bajo el gobierno más débil del mundo. ¿Cómo había podido suceder? La característica de la historia americana es que todo pa- rece acontecer por puro accidente. Nada parece planificado a 1 Asamblea de representantes de las trece colonias norteamericanas sublevadas, durante la Guerra de la Independencia (Nota del editor).
  • 57. 58 DADME LIBERTAD propósito. Otros países aprueban una política y la ejecutan, y la historia consiste en los conflictos entre esa política y otras planificadas en otros lugares. América, en cambio, se mueve de alguna forma oblicua. En estos Estados Unidos siempre se ha llevado a cabo lo no involuntario, lo no planificado. Pensemos en el enorme territorio que ganamos entre el río Ohio y los Grandes Lagos, entre el Mississippi y las colonias costeras. Lo logró un solo hombre, George Rogers Clark. Tomó prestado el dinero necesario y reclutó a la mayor parte de sus hombres de entre los que le facilitó el gobernador español, así como entre la población francesa de Missouri e Illinois. Prota- gonizó una de las más duras marchas invernales de la Historia y, en Vincennes, capturó al comandante de las fuerzas británicas del oeste. Nadie había planeado hacerlo, y nadie salvo el propio George Rogers Clark y su pequeña fuerza militar sabían que aquello estaba sucediendo. Mediante ese golpe independiente, un americano libre y emprendedor destruyó el plan que durante dos años se había madurado cuidadosamente en Londres y en Canadá. Él llevó a los Estados Unidos al Mississippi. Y ni la Asamblea de Vir- ginia ni el Congreso de los Estados Unidos le pagaron jamás por las letras de cambio que había firmado en Saint Louis para adquirir los suministros militares que necesitaba. Esas letras quedaron impagadas, George Rogers Clark terminó en la ruina, el gobernador español también, los comerciantes de pieles de Saint Louis sufrieron enormes pérdidas y una gran empresa de ese sector quebró al no poder cobrar el dinero prestado; pero los Estados Unidos ya tenían el Territorio del Noroeste. Consideremos la colonización de Kentucky. Lo hizo la Hen- derson Land Company. El gobierno buscaba restringir y entor- pecer los asentamientos occidentales porque iban demasiado deprisa.Eranzonassinleyqueamenazabanconrebelarsecontra
  • 58. 59 ROSE WILDER LANE los Estados Unidos o causar problemas con España. Cualquier gobernante inteligente lo habría impedido desde el poder, pero no había gobernante que tuviera ese poder. Y el juez Hender- son vio la oportunidad de amasar una fortuna. Vendió a los colonos tierras en Kentucky, a crédito. Y se habría forrado si se las hubieran pagado, pero no lo hicieron: expulsaron a tiros a sus cobradores. La Henderson Land Company quebró en la depresión de 1790, pero Kentucky había sido colonizado. Veamos ahora la compra de Louisiana, que llevó a los Es- tados Unidos desde el Mississippi a las Montañas Rocosas. Nadie tenía la menor intención de adquirir esas tierras. Todo el mundo veía al Mississippi como el límite permanente de los Estados Unidos. El gran río era una frontera natural, geo- gráfica. Pero, tal como se había vaticinado, Kentucky ya estaba dando problemas. Aquellos colonos del occidente amenazaban con unirse a España, que, al mantener en su poder el Golfo, les impedía el acceso al mar. Jefferson comprendió que iba a perder todo el Oeste —es decir, la parte oriental del valle del Mississippi— si no conseguía hacerse con algún puerto de mar en la costa del Golfo. Apenas quería eso, un puerto, una pequeña bahía. Pero dos diplomáticos americanos en París, sin la menor autoridad para ello, le compraron a Napoleón la Louisiana entera. Era española, pero Napoleón se la vendió. Ya arregla- rían cuentas sus ejércitos con España. Y los dos americanos la compraron y pagaron quince millones de dólares por ella. Jefferson se horrorizó al recibir la noticia, y a punto estuvo de impugnar la operación. Consideremos también un asunto tan vital como el de la esclavitud. En todo el resto del mundo occidental, la esclavi- tud de había abolido por decreto o promulgando leyes tras la correspondiente deliberación. En América, en cambio, cada vez que se consultaba a la población, una mayoría aplastante
  • 59. 60 DADME LIBERTAD votaba contra la abolición. Pero Lincoln ganó unas elecciones con un programa electoral que prometía tierras gratis y un ferrocarril hasta el Pacífico. Se desencadenó entonces una gue- rra que se había logrado evitar por la mínima durante medio siglo, y cuyo origen era la tensión entre el gobierno federal y los gobiernos de los estados. Y como medida de guerra, se abolió la esclavitud. Nadie planeó echar a los indios del Medio Oeste. Una y otra vez, los Estados Unidos firmaron de buena fe tratados que convertían a las tribus indias en estados-tapón. Era una política bastante racional, basada en todos los escenarios fu- turos que por entonces podían preverse. Las tropas federales no paraban de expulsar a colonos blancos de las tierras asig- nadas por tratado a los indios. Pero no hubo forma de ejercer tal control sobre el individualismo, y los indios comenzaron a extinguirse. California se desgajó de México en una aventura personal subrepticia del general Fremont, en connivencia con el senador Benton de Missouri, que le apresuró a culminar sus planes antes de que le pararan los pies. Ocurrió esto en un momento en que ya nadie soñaba con encontrar oro en aquellas colinas, y cuando la gente sensata consideraba inútil hacerse con todo aquel territorio porque los Estados Unidos ya tenían muchas más tierras de las que podrían explotar y, durante los próxi- mos siglos, la población que llegara a asentarse en la costa del Pacífico seguiría siendo un mercado insuficiente para absorber todos sus productos agrícolas. Bajo la agitación de una propaganda privada egoísta, e ins- pirándose en ideales democráticos, los americanos se lanzaron a la guerra para liberar Cuba de la tiranía imperial española, pero se dieron cuenta de que estaban luchando contra los fi- lipinos, que también ansiaban liberarse. Al final, los Estados Unidos se convirtieron en un imperio y en una superpotencia.
  • 60. 61 ROSE WILDER LANE Todos los casos comentados pueden multiplicarse por cien- tos, por miles. Uno se los encuentra mire donde mire, en toda la historia americana. No hay plan, no hay intención, no hay una política deliberada en nada, solo hay caos y anarquía. Es puro individualismo. Y en menos de un siglo, ha forjado nuestra América.
  • 61.
  • 62. 63 CAPÍTULO 9 Llevo muchos años observando América. Ya había pasado an- tes más de treinta años en mi país, y había viajado por todas partes, viviendo en varios estados, pero no la había visto. Los americanos deberían mirar a América. Deberían mirar a esta tierra vasta, infinitamente variada, completamente ajena a toda normalización, compleja, sutil, apasionada, fuerte, débil, bella, artificial e intensamente vital. ¿Cómo podemos dejarnos llevar tanto por los libros —y por el anhelo de nuestras mentes de seguir un patrón—, como para aplicar a estos Estados Unidos la ideología de Europa? Para aproximarnos a grandes rasgos a la cuestión, digamos que los europeos pueden pensar en términos de trabajo, ca- pital, sistema y Estado. Se puede hablar de trabajo en París, donde la clase obrera está rígidamente diferenciada de cual- quier otra; o en Inglaterra, donde hasta su habla, su ropa y su escuela la distinguen; o en Roma, donde los trabajadores se enorgullecen de que hasta sus vidas tan ordenadas sirvan a Italia; o en Venecia, donde solo al hijo de gondolero se le permite hacerse gondolero. La palabra «capitalista» tiene un cierto significado en esos países, que presentan una estructura social apenas sacudida y en la que algunas personas con dinero han escalado hasta los niveles más altos, reservados ayer a los aristócratas. Hay ahora un sistema de lucro, y esto permite al mundo de los negocios filtrarse y reemplazar el sistema feudal. El Estado es el comodín que se emplea para referirse a infinidad de situaciones
  • 63. 64 DADME LIBERTAD en las que la burocracia controla un orden socioeconómico reglamentado. En América una persona trabaja, pero no es «la clase obre- ra». Ni siquiera cien millones de trabajadores son clase obrera. Son cien millones de individuos con cien millones de contextos, de caracteres, de gustos, de ambiciones y de niveles de capa- cidad. Haciendo frente a las adversidades, peligros, riesgos, oportunidades y catástrofes de una sociedad libre, cada uno de ellos, se ha construido su propia vida y su estatus lo mejor que ha podido. Un americano podrá cultivar trigo, pero eso no le convierte en «la clase cultivadora de trigo». Hasta en el último estado de esta Unión, hombres de toda raza y condición imaginable cultivan trigo de las más diversas formas, con los más variados métodos y con cualquier necesidad u objetivo en mente. Pero todos ellos en conjunto no son «los cultivadores de trigo». La gente cultiva algodón, naranjas o soja pero no son «el campo». La expresión «el campo», aplicada a los seres humanos, sig- nifica una clase de personas ligadas a la tierra. No hay tal en América. Con la única excepción de la vieja aristocracia terra- teniente del Sur, que ya estaba desapareciendo cuando nació Lincoln, nunca ha habido una clase así en este país. Desde el principio, los americanos fueron jugadores y especuladores. Si el juego se dirimía en tierras, se las jugaban. Nunca estuvieron realmente apegados a la tierra, ni siquiera un poco, ni a unos campos concretos ni a una plantación ni a un regato ni al cie- lo. Hicieron suyas las estaciones, tan cambiantes, simplemente porque su vida estaba en ellas. Existe un campesino europeo, pero jamás ha existido un campesino americano. El americano se hacía granjero si esperaba ganar dinero con la granja. Vendía su tierra si podía hacerlo con suficiente beneficio. La hipotecaba si creía poder comprar más terrenos en un mercado en alza o invertir en trigo, petróleo, minas, ganado o acciones de Wall
  • 64. 65 ROSE WILDER LANE Street. Si el mercado agrario entraba en decadencia y podía salirse a tiempo, montaría una gasolinera, una tienda de coches o de alimentación, o un restaurante. Su hijo podría ser algún día cualquier cosa, desde un Dillinger hasta un Henry Ford.1 Al capitalista no se le encuentra, no existe. Personas con muy distintas mentalidades y propósitos, ya fuera por accidente o por suerte, o con la maña de un pirata, crearon grandes negocios y organizaciones financieras, y lucharon por ampliarlas y sacar más provecho. Pero todo fue fluido, cambiante e incierto, nada fue seguro ni estático. Aquí no hubo nunca una clase firme- mente establecida, colocada en un orden social determinado y manteniendo fijas a otras clases inferiores como vacas a ordeñar. Era imposible hacerse con las riendas de las masas americanas porque no existían tales riendas. Mientras prevalezca nuestra forma de gobierno, no las habrá. Toda empresa, todo proyecto financiero, debe servir a la masa impredecible de gente corriente y adaptarse con agilidad a sus demandas y deseos cambiantes, un día y otro día y otro más, o de lo contrario surgirán de esa misma masa rivales que hundirán el negocio. Es preciso defender constantemente la propiedad y luchar por ella, y en esta lucha la propiedad de las grandes corpora- ciones se ha dispersado. Ya está tan dispersa y difusa entre la multitud que nadie puede señalar dónde comienza o termina, ni es posible descubrir el destino final de los beneficios, si es que lo hay. Los intereses económicos se entremezclan, el deudor es a la vez acreedor, el productor es consumidor, la aseguradora cultiva trigo, el granjero vende en corto en el mercado de materias primas. Todo lo que va, vuelve; nadie lo comprende y es falaz toda pretensión de pintar este caos como orden y pulcritud. 1 John Dillinger fue un famoso ladrón de bancos que la autora emplea en contraposición al conocido empresario Henry Ford (Nota del editor).
  • 65. 66 DADME LIBERTAD Aparentemente, en medio de toda esta confusión, unos po- cos miles de personas poseen enormes fortunas. Pero búscalas y no las encontrarás. El dinero no está, no es sólido, no es la propiedad tangible, libre de cargas y segura de una clase rentis- ta, ni es el patrimonio de los junkers2 sobre inmensas haciendas y multitud de aldeas. Es una energía dinámica que fluye en la empresa y en la industria y que, como la energía que mueve una máquina, desaparece cuando se la detiene. Esas grandes fortunas existen como energía dinámica, y hasta esa energía tiene que servir a la masa. La riqueza ame- ricana es un conjunto de innumerables corrientes de energía alimentadas por fuentes grandes y pequeñas. Fluyen a través de los mecanismos que producen grandes cantidades de bienes para el consumo de la multitud. Difícilmente puede decirse de aquellos a quienes llamamos dueños que controlen la riqueza que sobre el papel les pertenece, pues su misma existencia de- pende de su capacidad de satisfacer caprichosas exigencias y gustos impredecibles. Las fortunas surgidas de la producción de pinzas para el cabello se desvanecieron cuando las mujeres americanas se cortaron el pelo. Miles de americanos orientaron lo mejor posible su energía económica y extrajeron tanta riqueza como ellos y sus fami- lias podían consumir. Muchos se hicieron con sumas enormes, mucho más allá de la capacidad humana de consumir, y las emplearon para construir bibliotecas, hospitales y museos, o para prestar un servicio inestimable a la música, la ciencia o la salud pública. Muchos otros despilfarraron estúpidamente tanto como les fue posible gastar en el estilo de vida más lujoso y decadente, ofreciendo un espectáculo irritante. Cuántas veces, cuando se me acumulaban las deudas y las facturas, y hasta mis esfuerzos más denodados fallaban a la hora de obtener un solo 2 Nobleza terrateniente prusiana (Nota del editor).
  • 66. 67 ROSE WILDER LANE dólar o alguna forma de salir del caos, y cuando las noches eran aún menos soportables que los días, habré pensado en aquellas mujeres enjoyadas que, sin pensárselo, arrojaban puñados de monedas de oro sobre las mesas de Montecarlo, o en aquellos collares ciertamente fascinantes, valorados en cien mil dólares, o en los abrigos de pieles de apenas veinticinco mil. ¿Irritante? La palabra se queda corta. Fui revolucionaria y a mí no me podéis hablar de pobre- za, de sufrimiento, de injusticia, de hambre, de las crueldades innecesarias que hay en este país de una costa a la otra. Pero tampoco podéis decirme nunca más que sean el resultado del sistema capitalista, porque aquí no hay sistema. Todos aquellos que se esfuerzan en dirigir la industria ame- ricana de muchas maneras, con propósitos variados y resul- tados diversos sobre el bienestar y la felicidad de los demás, son costosos. Son costosos en el sentido de que sacan grandes sumas de dinero actual del flujo de energía productiva y las re- vierten a ese flujo al gastarlo en sus propios fines individuales. Pero, si se reemplazara este caos por un sistema, por un orden social tan perfecto que no quedara traza de egoísmo en él, un orden en perfecto funcionamiento con el bien común como único objetivo, esos empresarios tendrían que ser sustituidos por una burocracia. Y una burocracia también es costosa. Sería inmensamente costosa la burocracia que se necesitaría para controlar en detalle —y en cumplimiento de un plan diseñado por quienes poseyeran el poder económico centralizado— todos los procesos de la empresa, de la industria, de las finanzas y de la agricultura de un país moderno. Una burocracia así no solo resulta costosa por la nómina, que no deja de crecer, sino también en energía humana, ya que debe detraer de la actividad productiva a un número siempre creciente de personas para ponerlas a desempeñar tareas gri- ses de papeleo y a registrar todo lo que los demás hacen o,
  • 67. 68 DADME LIBERTAD posiblemente, se les deja hacer o se les ordena hacer. Además, la burocracia es un freno estúpido que bloquea todo tipo de actividades humanas, como sabe bien todo aquel que haya tenido que luchar por moverse pese a sus trabas en Europa. Las burocracias ralentizan, impiden y posponen la realización de los deseos de la masa porque, a diferencia de la empresa y de la industria caóticas de América, no se ven forzadas a sa- tisfacer esos deseos o perecer de lo contrario.
  • 68. 69 CAPÍTULO 10 Así, este caos americano de energías humanas liberadas lleva poco más de un siglo, algo menos de la mitad de nuestra historia. Y en ese lapso, ha creado la América actual y la ha convertido en el país más rico del mundo. ¿De dónde viene esa riqueza? Los americanos han explotado los recursos naturales de medio continente, y esa explotación continúa en la actualidad y seguirá acelerándose porque nuestra riqueza natural virgen es inmensa. Por ejemplo, apenas se ha comenzado a explotar la energía eléctrica. La química solo ha empezado a descubrir todo un nuevo universo de recursos naturales. Pero los recursos naturales no explican por sí solos nuestra mayor riqueza, ya que, mientras los americanos explotaban América, los euro- peos estaban explotando Asia, África, Sudamérica, las Indias Orientales y las Occidentales, Australia y los Mares del Sur. No fluyeron hacia las arcas americanas riquezas como las que México y Perú le dieron a España. Hay minas en Birmania, en China, en la vieja Rusia o en Australia, igual que las hay en Nevada. El oro de California no resiste la comparación con el oro y los diamantes de Sudáfrica. Hay carbón y mineral de hierro en Gran Bretaña y en el Sarre, y petróleo casi ilimita- do en Persia, en Mosul, en Azerbaiyán o en Venezuela. Las grandes superficies forestales del mundo no están en América. No hay tierra en el mundo más productiva que la de Egipto o Sudán. El café, el caucho, el azúcar, el ron, las especias, la copra y el estaño producen beneficios. India ha dado algo de beneficio, e Indochina no ha sido una ruina para Francia, ni
  • 69. 70 DADME LIBERTAD las Indias Orientales para los Países Bajos. Me cuesta creer que los americanos hayan explotado menos recursos naturales que los europeos. Tampoco explica nuestra riqueza la entrega de tierras gra- tuitas, porque la riqueza no procede de la tierra sino de traba- jarla, y la población sometida la trabaja quizá con más empeño que la gente libre. Por cierto, es un error suponer que la tierra no cuesta nada en este país. Los grandes especuladores se hi- cieron con las tierras a crédito y las vendieron a un precio ma- yor. La fiebre de la especulación en certificados de cesión de tierras había comenzado antes incluso de que se creara nuestro gobierno. En un solo acuerdo, el Congreso Continental vendió cinco millones de acres1 en Ohio. En bloques de mil acres, Virginia vendió Kentucky, las Ca- rolinas, Mississippi, Tennessee y quién sabe qué parte de Ohio, Indiana e Illinois. Toda esa especulación se hundió en la década de 1790, dando paso a la quiebra de empresas y a unos tiempos duros. Tras la compra de Louisiana, cuando el salario por doce horas de trabajo duro era de veinticinco centavos, la Oficina de Tierras de los Estados Unidos vendió en un año cinco millones de acres de tierras aluviales en Missouri a un precio medio de cinco dólares por acre. Los especuladores lo comprendieron a la primera, y los precios explotaron. La especulación en parcelas urbanas enloqueció. Los promotores las vendían a cincuenta dólares, pero pasaron a doscientos cincuenta, a quinientos, a ochocientos, a mil… la tierra para granjas llegó a cincuenta dólares el acre. El suelo de estos precios se rompería después con la quiebra del sector bancario en 1819. En 1862 se promulgó la ley de ocupación de nuevas tie- rras, cuando ya solo quedaba el Gran Desierto Americano, 1 Algo más de dos millones de hectáreas o de veinte mil kilómetros cuadrados (Nota del editor).
  • 70. 71 ROSE WILDER LANE supuestamente inhabitable. Veintiocho años después se pro- dujeron las últimas ocupaciones legales de tierras entregadas a colonos, y dos décadas después yo misma colaboré en la venta de tierras vírgenes de California a precios que rondaban los ochocientos dólares por acre. Quizá América sea el país más rico porque los americanos se aprestaron a hacerse con tantas tierras y las juntaron en un solo país sin barreras al comercio. O quizá lo sea porque los americanos abrazaron y aprovecharon la Revolución Industrial, aplicaron la ciencia y la maquinaria, y ningún otro pueblo lo hizo. Y quizá pudieron hacer todo esto porque, a diferencia de los europeos, no tuvieron obstáculos como las fronteras, las clases sociales ni el peso de la burocracia. Pero el hecho más importante no es que América sea el país más rico. Inglaterra es rica, y también lo son Francia y los Países Bajos.TambiénloeranlaAlemaniaprebélicayelImperioAustro- Húngaro. Lo realmente importante es que los Estados Unidos de América son el país con la población más rica del mundo. Según la lógica germánica que aplicó Marx, el egoísmo sin freno habría de generar una inmensa riqueza para unos pocos y sumergir a las masas en la pobreza más miserable. El veía y hasta podía calcular estadísticamente una cierta cantidad de riqueza tangible, sólida como una manzana. Se seguía que, cuanto más tomara de esa riqueza la clase alta, menos que- daría para las clases bajas. Los ricos se harían más ricos y los pobres, más pobres. Sin embargo, en este país sucedió justo lo contrario. Hay menos disparidad en el disfrute de la riqueza entre el americano más rico y el trabajador medio de hoy, que la que podía existir entre Jefferson, con su Monticello,2 y el colono medio del Lejano Oeste en Kentucky. 2 Monticello es la lujosa mansión que se hizo construir Thomas Jefferson cerca de Charlottesville (Virginia) (Nota del editor).