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Roberto Bolaño
(Santiago, Chile, 1953 - Barcelona, 2003)
Sensini
(Llamadas telefónicas, 1997)
LA FORMA EN que se desarrolló mi amistad con Sensinisin duda se sale de lo
corriente. En aquella época yo tenía veintitantos años y era más pobre que una rata.
Vivía en las afueras de Girona, en una casa en ruinas que me habían dejado mi hermana
y mi cuñado tras marcharse a México y acababa de perder un trabajo de vigilante
nocturno en un cámping de Barcelona, el cual había acentuado mi disposición a no
dormir durantelas noches. Casi no tenía amigos y lo único quehacía era escribir y dar
largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar, momento en el cual
mi cuerpo experimentaba algo semejante al jet-lag, una sensación de estar y no estar, de
distancia con respecto a lo que me rodeaba, de indefinida fragilidad. Vivía con lo que
había ahorrado durante el verano y aunqueapenas gastaba mis ahorros iban
menguando al paso del otoño. Tal vez eso fue lo que me impulsó a participar en el
Concurso Nacional de Literatura de Alcoy, abierto a escritores de lengua castellana,
cualquiera que fuera su nacionalidad y lugar de residencia. El premio estaba divido en
tres modalidades: poesía, cuento y ensayo. Primero pensé en presentarme en poesía,
pero enviar a luchar con los leones (o con las hienas) aquello que era lo que mejor hacía
me pareció indecoroso. Después pensé en presentarme en ensayo, pero cuando me
enviaron las bases descubrí que éste debía versar sobre Alcoy, sus alrededores, su
historia, sus hombres ilustres, su proyección en el futuro y eso me excedía. Decidí, pues,
presentarme en cuentoy envié por triplicado el mejor que tenía (no tenía muchos) y me
senté a esperar
Cuando el premio se falló trabajaba de vendedor ambulante en una feria de
artesanía en donde absolutamente nadie vendía artesanías. Obtuve el tercer accésit y
diez mil pesetas que el Ayuntamiento de Alcoy me pagó religiosamente. Poco después
me llegó el libro, en el que no escaseaban las erratas, con el ganador y los seis finalistas.
Por supuesto, mi cuento era mejor queel que se había llevado el premio gordo, lo que
me llevó a maldecir al jurado y a decirme que, en fin, eso siempre pasa. Pero lo que
realmente me sorprendió fue encontrar en el mismolibro a Luis Antonio Sensini, el
escritor argentino, segundoaccésit, con un cuento en donde el narrador se iba al campo
y allí se le moría su hijo o con un cuentoen donde el narrador se iba al campo porque en
la ciudad se le había muertosu hijo, no quedaba nada claro, lo cierto es que en el campo,
un campo plano y más bien yermo, el hijo del narrador se seguía muriendo, en fin, el
cuento era claustrofóbico, muyal estilo de Sensini, de los grandes espacios geográficos
de Sensini que de pronto se achicaban hasta tener el tamañode un ataúd, y superior al
ganador y al primer accésit y también superior al tercer accésit y al cuarto, quinto y
sexto
No sé qué fue lo que me impulsó a pedirle al Ayuntamiento de Alcoy la dirección de
Sensini. Yo había leído una novela suya y algunos de sus cuentos en revistas
latinoamericanas. La novela era de las que hacen lectores. Se llamaba Ugarte y trataba
sobre algunos momentos de la vida de Juan de Ugarte, burócrata en el Virreinato del
Río de la Plata a finales del siglo XVIII. Algunos críticos, sobre todo españoles, la habían
despachado diciendo que se trataba de una especie de Kafka colonial, pero poco a poco
la novela fue haciendo sus propios lectores y para cuando me encontré a Sensinien el
libro de cuentos de Alcoy, Ugarte tenía repartidos en varios rinconesde América y
España unos pocos y fervorosos lectores, casi todos amigos o enemigos gratuitos entre
sí. Sensini, por descontado, tenía otros libros, publicados en Argentina o en editoriales
españolas desaparecidas, y pertenecía a esa generación intermedia de escritores nacidos
en los años veinte, después de Cortázar, Bioy, Sabato, Mujica Lainez, y cuyo exponente
más conocido (al menos por entonces, al menos para mí) era Haroldo Conti,
desaparecido en uno de los campos especiales de la dictadura de Videla y sus secuaces.
De esta generación (aunque tal vez la palabra generación sea excesiva) quedaba poco,
pero no por falta de brillantez o talento; seguidores de Roberto Arlt, periodistas y
profesores y traductores, de alguna manera anunciaron lo que vendría a continuación, y
lo anunciaron a su manera triste y escéptica que al final se los fue tragando a todos
A mí me gustaban. En una época lejana de mi vida había leído las obras de teatro de
Abelardo Castillo, los cuentos de Rodolfo Walsh (como Conti asesinado por la
dictadura), los cuentos de Daniel Moyano, lecturas parciales y fragmentadas que
ofrecían las revistas argentinas o mexicanaso cubanas, libros encontrados en las
librerías de viejo del D.F., antologías piratas de la literatura bonaerense, probablemente
la mejor en lengua española de este siglo, literatura de la que ellos formaban parte y que
no era ciertamente la de Borges o Cortázar y a la que no tardarían en dejar atrás Manuel
Puig y Osvaldo Soriano, pero que ofrecía al lector textos compactos, inteligentes, que
propiciaban la complicidad y la alegría. Mi favorito, de más está decirlo, era Sensini, y el
hecho de alguna manera sangrante y de alguna manera halagador de encontrármeloen
un concurso literariode provincias me impulsó a intentar establecer contactocon él,
saludarlo, decirle cuánto lo quería
Así pues, el Ayuntamiento de Alcoy no tardó en enviarmesu dirección, vivía en
Madrid, y una noche, después de cenar o comer o merendar, le escribí una larga carta en
donde hablaba de ligarte, de los otros cuentos suyos que había leído en revistas, de mí,
de mi casa en las afueras de Girona, del concurso literario (me reía del ganador), de la
situación política chilena y argentina (todavía estaban bien establecidas ambas
dictaduras), de los cuentos de Walsh (que era el otro a quien más quería juntocon
Sensini), de la vida en España y de la vida en general. Contra lo que esperaba, recibí una
carta suya apenas una semana después. Comenzaba dándome las gracias por la mía,
decía que en efecto el Ayuntamiento de Alcoy también le había enviado a él el libro con
los cuentos galardonados pero que, al contrario que yo, él no había encontrado tiempo
(aunque después, cuando volvía de forma sesgada sobre el mismo tema, decía que no
había encontrado ánimosuficiente) para repasar el relato ganador y los accésits, aunque
en estos días se había leído el mío y lo había encontrado de calidad, «un cuento de
primer orden», decía, conservo la carta, y al mismo tiempo me instaba a perseverar,
pero no, como al principio entendí, a perseverar en la escritura sino a perseverar en los
concursos, algo que él, me aseguraba, también haría. Acto seguido pasaba a
preguntarme por los certámenes literarios que se «avizoraban en el horizonte»,
encomiándome que apenas supiera de uno se lo hiciera saber en el acto. En
contrapartida me adjuntaba las señas de dos concursos de relatos, uno en Plasencia y el
otro en Écija, de 25.000 y 30.000 pesetas respectivamente, cuyas bases según pude
comprobar más tarde extraía de periódicos y revistas madrileñas cuya sola existencia
era un crimen o un milagro, depende. Ambos concursos aún estaban a mi alcance y
Sensini terminaba su carta de manera más bien entusiasta, comosi ambos estuviéramos
en la línea de salida de una carrera interminable, amén de dura y sin sentido. «Valor y a
trabajar», decía
Recuerdo que pensé: qué extraña carta, recuerdo que releí algunas capítulos de
Ugarte, por esos días aparecieron en la plaza de los cines de Girona los vendedores
ambulantes de libros, genteque montaba sus tenderetes alrededor de la plaza y que
ofrecía mayormente stocks invendibles, los saldos de las editoriales queno hacía mucho
habían quebrado, libros de la Segunda Guerra Mundial, novelas de amor y de vaqueros,
colecciones de postales. En uno de los tenderetes encontré un librode cuentos de
Sensini y lo compré. Estaba como nuevo —de hecho era un libronuevo, de aquellos que
las editoriales venden rebajados a los únicos que mueven estematerial, los ambulantes,
cuando ya ninguna librería, ningún distribuidor quiere meter las manos en ese fuego— y
aquella semana fue una semana Sensini en todos los sentidos. A veces releía por
centésima vez su carta, otras veces hojeaba Ugarte, y cuando quería acción, novedad,
leía sus cuentos. Éstos, aunque trataban sobre una gama variada de temas y situaciones,
generalmente se desarrollaban en el campo, en la pampa, y eran lo que al menos
antiguamente se llamaban historias de hombres a caballo. Es decir historias de gente
armada, desafortunada, solitaria o con un peculiar sentido de la sociabilidad. Todo lo
que en Ugarte era frialdad, un pulso preciso de neurocirujano, en el libro de cuentos era
calidez, paisajes que se alejaban del lector muy lentamente (y que a veces se alejaban
con el lector), personajes valientes y a la deriva
En el concurso de Plasencia no alcancé a participar, pero en el de Écija sí. Apenas
hube puesto los ejemplares de mi cuento(seudónimo: Aloysius Acker) en el correo,
comprendí que si me quedaba esperando el resultado las cosas no podían sino
empeorar. Así que decidí buscar otros concursos y de paso cumplir con el pedido de
Sensini. Los días siguientes, cuando bajaba a Girona, los dediqué a trajinar periódicos
atrasados en busca de información: en algunos ocupaban una columna juntoa ecos de
sociedad, en otros aparecían entre sucesos y deportes, el más serio de todos los situaba a
mitad de camino del informe del tiempo y las notas necrológicas, ninguno, claro, en las
páginas culturales. Descubrí, asimismo, una revista de la Generalitat que entrebecas,
intercambios, avisos de trabajo, cursos de posgrado, insertaba anunciosde concursos
literarios, la mayoría de ámbitocatalán y en lengua catalana, pero no todos. Pronto tuve
tres concursos en ciernes en los que Sensiniy yo podíamos participar y le escribí una
carta
Como siempre, la respuesta me llegó a vuelta de correo. La carta de Sensini era
breve. Contestaba algunas de mis preguntas, la mayoría de ellas relativas a su libro de
cuentos recién comprado, y adjuntaba a su vez las fotocopias de las bases de otros tres
concursos de cuento, uno de ellos auspiciado por los Ferrocarriles del Estado, premio
gordo y diez finalistas a 50.000 pesetas por barba, decía textualmente, el que no se
presenta no gana, que por la intención no quede. Le contesté diciéndole que no tenía
tantos cuentos comopara cubrir los seis concursos en marcha, pero sobre todo intenté
tocar otros temas, la carta se me fue de la mano, le hablé de viajes, amores perdidos,
Walsh, Conti, Francisco Urondo, le pregunté por Gelman al que sin duda conocía,
terminé contándole mi historia por capítulos, siempre que hablo con argentinos termino
enzarzándome con el tango y el laberinto, les sucede a muchos chilenos
La respuesta de Sensini fue puntual y extensa, al menos en lo tocante a la
producción y los concursos. En un folio escrito a un solo espacio y por ambas caras
exponía una suerte de estrategia general con respecto a los premios literarios de
provincias. Le hablo por experiencia, decía. La carta comenzaba por santificarlos (nunca
supe si en serio o en broma), fuente de ingresos que ayudaban al diario sustento. Al
referirse a las entidades patrocinadoras, ayuntamientos y cajas de ahorro, decía «esa
buena gente que cree en la literatura», o «esos lectores puros y un poco forzados». No se
hacía en cambio ninguna ilusión con respecto a la información de la «buena gente», los
lectores que previsiblemente (o no tan previsiblemente) consumirían aquellos libros
invisibles. Insistía en que participara en el mayor número posible de premios, aunque
sugería que como medida de precaución les cambiara el título a los cuentos si con uno
solo, por ejemplo, acudía a tres concursos cuyos fallos coincidían por las mismas fechas.
Exponía como ejemplo de esto su relato Al amanecer, relatoque yo no conocía, y que él
había enviado a varios certámenes literarios casi de manera experimental, como el
conejillo de Indias destinado a probar los efectos de una vacuna desconocida. En el
primer concurso, el mejor pagado, Al amanecer fue como Al amanecer, en el segundo
concurso se presentó como Los gauchos, en el tercer concurso su título era En la otra
pampa, y en el últimose llamaba Sin remordimientos. Ganó en el segundo y en el
último, y con la plata obtenida en ambos premios pudo pagar un mes y medio de
alquiler, en Madrid los precios estaban por las nubes. Por supuesto, nadie se enteró de
que Los gauchos y Sin remordimientos eran el mismo cuentocon el título cambiado,
aunque siempre existía el riesgo de coincidir en más de una liza con un mismo jurado,
oficio singular que en España ejercían de forma contumaz una pléyade de escritores y
poetas menores o autores laureados en anteriores fiestas. El mundo de la literatura es
terrible, además de ridículo, decía. Y añadía que ni siquiera el repetido encuentro con un
mismo jurado constituía de hecho un peligro, pues éstos generalmente no leían las obras
presentadas o las leían por encima o las leían a medias. Y a mayor abundamiento, decía,
quién sabe si Los gauchos y Sin remordimientos no sean dos relatos distintos cuya
singularidad resida precisamente en el título. Parecidos, incluso muy parecidos, pero
distintos. La carta concluía enfatizando que lo ideal sería hacer otra cosa, por ejemplo
vivir y escribir en Buenos Aires, sobre el particular pocas dudas tenía, pero que la
realidad era la realidad, y uno tenía que ganarse los porotos (no sé si en Argentina
llaman porotos a las judías, en Chile sí) y que por ahora la salida era ésa. Es como pasear
por la geografía española, decía. Voy a cumplir sesenta años, pero me siento como si
tuviera veinticinco, afirmaba al final de la carta o tal vez en la posdata. Al principio me
pareció una declaración muy triste, pero cuando la leí por segunda o tercera vez
comprendí que era como si me dijera: ¿cuántos años tenés vos, pibe? Mi respuesta, lo
recuerdo, fue inmediata. Le dije que tenía veintiocho, tres más que él. Aquella mañana
fue como si recuperara si no la felicidad, sí la energía, una energía que se parecía mucho
al humor, un humor que se parecía mucho a la memoria
No me dediqué, como me sugería Sensini, a los concursos de cuentos, aunque sí
participé en los últimos que entre él y yo habíamos descubierto. No gané en ninguno,
Sensini volvió a hacer doblete en Don Benito y en Écija, con un relato que originalmente
se titulaba Los sables y que en Écija se llamó Dos espadas y en Don Benito El tajo más
profundo. Y ganó un accésit en el premio de los ferrocarriles, lo que le proporcionó no
sólo dinero sino también un billete franco para viajar durante un año por la red de la
Renfe
Con el tiempo fui sabiendo más cosas de él. Vivía en un piso de Madrid con su mujer
y su única hija, de diecisiete años, llamada Miranda. Otro hijo, de su primer
matrimonio, andaba perdido por Latinoamérica o eso quería creer. Se llamaba Gregorio,
tenía treintaicinco años, era periodista. A veces Sensini me contaba de sus diligencias en
organismos humanitarios o vinculados a los departamentos de derechos humanos de la
Unión Europea para averiguar el paradero de Gregorio. En esas ocasiones las cartas
solían ser pesadas, monótonas, como si mediante la descripción del laberinto
burocrático Sensini exorcizara a sus propios fantasmas. Dejé de vivir con Gregorio, me
dijo en una ocasión, cuando el pibe tenía cinco años. No añadía nada más, pero yo vi a
Gregorio de cinco años y vi a Sensini escribiendo en la redacción de un periódico y todo
era irremediable. También me pregunté por el nombre y no sé por qué llegué a la
conclusión de que había sido una suerte de homenajeinconsciente a GregorioSamsa.
Esto último, por supuesto, nunca se lo dije. Cuando hablaba de Miranda, por el
contrario, Sensinise ponía alegre, Miranda era joven, tenía ganas de comerse el mundo,
una curiosidad insaciable, y además, decía, era linda y buena. Se parece a Gregorio,
decía, sólo que Miranda es mujer (obviamente) y no tuvo quepasar por lo que pasó mi
hijo mayor
Poco a poco las cartas de Sensini se fueron haciendomás largas. Vivía en un barrio
desangelado de Madrid, en un piso de dos habitaciones más sala comedor, cocina y
baño. Saber que yo disponía de más espacio que él me pareció sorprendente y después
injusto. Sensiniescribía en el comedor, de noche, «cuando la señora y la nena ya están
dormidas», y abusaba del tabaco. Sus ingresos provenían de unos vagos trabajos
editoriales (creo que corregía traducciones) y de los cuentos que salían a pelear a
provincias. De vez en cuando le llegaba algún cheque por alguno de sus numerosos
libros publicados, pero la mayoría de las editoriales se hacían las olvidadizas o habían
quebrado. El único que seguía produciendo dinero era ligarte, cuyos derechostenía una
editorial de Barcelona. Vivía, no tardé en comprenderlo, en la pobreza, no una pobreza
absoluta sino una de clase media baja, de clase media desafortunada y decente. Su
mujer (que ostentaba el curioso nombre de Carmela Zajdman) trabajaba
ocasionalmente en labores editorialesy dando clases particulares de inglés, francés y
hebreo, aunque en más de una ocasión se había visto abocada a realizar faenas de
limpieza. La hija sólo se dedicaba a los estudios y su ingreso en la universidad era
inminente. En una de mis cartas le pregunté a Sensini si Miranda también se iba a
dedicar a la literatura. En su respuesta decía: no, por Dios, la nena estudiará medicina
Una noche le escribí pidiéndole una foto de su familia. Sólo después de dejar la carta
en el correo me di cuenta de que lo que quería era conocer a Miranda. Una semana
después me llegó una fotografía tomada seguramente en el Retiroen donde se veía a un
viejo y a una mujer de mediana edad juntoa una adolescente de pelo liso, delgada y alta,
con los pechos muy grandes. El viejo sonreía feliz, la mujer de mediana edad miraba el
rostro de su hija, como si le dijera algo, y Miranda contemplaba al fotógrafo con una
seriedad que me resultó conmovedora e inquietante. Juntoa la foto me envió la
fotocopia de otra foto. En ésta aparecía un tipo más o menos de mi edad, de rasgos
acentuados, los labios muy delgados, los pómulos pronunciados, la frente amplia, sin
duda un tipo alto y fuerte que miraba a la cámara (era una foto de estudio) con
seguridad y acaso con algo de impaciencia. Era Gregorio Sensini, antes de desaparecer, a
los veintidós años, es decir bastante más joven de lo que yo era entonces, pero con un
aire de madurez que lo hacía parecer mayor
Durante mucho tiempo la foto y la fotocopia estuvieron en mi mesa de trabajo. A
veces me pasaba mucho rato contemplándolas, otras veces me las llevaba al dormitorio
y las miraba hasta caerme dormido. En su carta Sensini mehabía pedido que yo
también les enviara una fotomía. No tenía ninguna reciente y decidí hacerme una en el
fotomatón de la estación, en esos años el único fotomatón de toda Girona. Pero las fotos
que me hice no me gustaron. Me encontraba feo, flaco, con el pelo mal cortado. Así que
cada día iba postergando el envío de mi foto y cada día iba gastando más dinero en el
fotomatón. Finalmente cogí una al azar, la metí en un sobre junto con una postal y se la
envié. La respuesta tardó en llegar. En el ínterin recuerdo queescribí un poema muy
largo, muy malo, lleno de voces y de rostros que parecían distintos pero que sólo eran
uno, el rostro de Miranda Sensini, y que cuando yo por fin podía reconocerlo,
nombrarlo, decirleMiranda, soy yo, el amigo epistolar de tu padre, ella se daba media
vuelta y echaba a correr en busca de su hermano, Gregorio Samsa, en busca de los ojos
de Gregorio Samsa que brillaban al fondo de un corredor en tinieblas donde se movían
imperceptiblementelos bultos oscuros del terror latinoamericano
La respuesta fue larga y cordial. Decía que Carmela y él me encontraron muy
simpático, tal como me imaginaban, un poco flaco, tal vez, pero con buena pinta y que
también les había gustado la postal de la catedral de Girona que esperaban ver
personalmente dentro de poco, apenas se hallaran más desahogados de algunas
contingencias económicas y domésticas. En la carta se daba por entendido que no sólo
pasarían a verme sino que se alojarían en mi casa. De paso me ofrecían la suya para
cuando yo quisiera ir a Madrid. La casa es pobre, pero tampoco es limpia, decía Sensini
imitando a un famoso gaucho de tira cómica que fue muy famosoen el Cono Sur a
principios de los setenta. De sus tareas literarias no decía nada. Tampoco hablaba de los
concursos
Al principio pensé en mandarle a Miranda mi poema, pero después de muchas
dudas y vacilaciones decidí no hacerlo. Me estoy volviendo loco, pensé, si le mando esto
a Miranda se acabaron las cartas de Sensini y además con toda la razón del mundo. Así
que no se lo mandé. Durante un tiempo me dediqué a rastrearle bases de concursos. En
una carta Sensini me decía que temía que la cuerda se le estuviera acabando. Interpreté
sus palabras erróneamente, en el sentido de que ya no tenía suficientes certámenes
literarios adonde enviar sus relatos
Insistí en que viajaran a Girona. Les dije que Carmela y él tenían mi casa a su
disposición, incluso durante unos días me obligué a limpiar, barrer, fregar y sacarle el
polvo a las habitaciones en la seguridad (totalmenteinfundada) de que ellos y Miranda
estaban al caer. Argüí que con el billete abiertode la Renfe en realidad sólo tendrían que
comprar dos pasajes, uno para Carmela y otro para Miranda, y que Cataluña tenía cosas
maravillosas que ofrecer al viajero. Hablé de Barcelona, de Olot, de la Costa Brava, de
los días felices que sin duda pasaríamos juntos. En una larga carta de respuesta, en
donde me daba las gracias por mi invitación, Sensinime informaba quepor ahora no
podían moverse de Madrid. La carta, por primera vez, era confusa, aunque a eso de la
mitad se ponía a hablar de los premios (creo que se había ganado otro) y me daba
ánimos para no desfallecer y seguir participando. En esta parte de la carta hablaba
también del oficio de escritor, de la profesión, y yo tuve la impresión de que las palabras
que vertía eran en parte para mí y en parte un recordatorioque se hacía a sí mismo. El
resto, como ya digo, era confuso. Al terminar de leer tuve la impresión de que alguien de
su familia no estaba bien de salud
Dos o tres meses después me llegó la noticia de que probablemente habían
encontrado el cadáver de Gregorio en un cementerio clandestino. En su carta Sensini
era parco en expresiones de dolor, sólo me decía que tal día, a tal hora, un grupo de
forenses, miembros de organizaciones de derechos humanos, una fosa común con más
de cincuenta cadáveres de jóvenes, etc. Por primera vez no tuve ganas de escribirle. Me
hubiera gustado llamarlo por teléfono, pero creo que nunca tuvo teléfono y si lo tuvo yo
ignoraba su número. Mi contestación fue escueta. Le dije que lo sentía, aventuréla
posibilidad de que tal vez el cadáver de Gregorio no fuera el cadáver de Gregorio
Luego llegó el verano y me puse a trabajar en un hotel de la costa. En Madrid ese
verano fue pródigo en conferencias, cursos, actividades culturales de toda índole, pero
en ninguna de ellas participó Sensini y si participó en alguna el periódico que yo leía no
lo reseñó
A finales de agosto le envié una tarjeta. Le decía que posiblementecuando acabara la
temporada fuera a hacerle una visita. Nada más. Cuando volví a Girona, a mediados de
septiembre, entre la poca correspondencia acumulada bajo la puerta encontré una carta
de Sensini con fecha 7 de agosto. Era una carta de despedida. Decía que volvía a la
Argentina, que con la democracia ya nadie le iba a hacer nada y que por tanto era ocioso
permanecer más tiempo fuera. Además, si quería saber a ciencia cierta el destino final
de Gregorio no había más remedio quevolver. Carmela, por supuesto, regresa conmigo,
anunciaba, pero Miranda se queda. Le escribí de inmediato, a la única dirección que
tenía, pero no recibí respuesta
Poco a poco me fui haciendo a la idea de que Sensini había vueltopara siempre a la
Argentina y que si no me escribía él desde allí ya podía dar por acabada nuestra relación
epistolar. Durante mucho tiempo estuve esperando su carta o eso creo ahora, al
recordarlo. La carta de Sensini, por supuesto, no llegó nunca. La vida en Buenos Aires,
me consolé, debía de ser rápida, explosiva, sin tiempo para nada, sólo para respirar y
parpadear. Volví a escribirle a la dirección que tenía de Madrid, con la esperanza de que
le hicieran llegar la carta a Miranda, pero al cabo de un mes el correo me la devolvió por
ausencia del destinatario. Así que desistí y dejé que pasaran los días y fui olvidando a
Sensini, aunque cuandoiba a Barcelona, muy de tanto en tanto, a veces me metía tardes
enteras en librerías de viejo y buscaba sus libros, los libros queyo conocía de nombre y
que nunca iba a leer. Pero en las librerías sólo encontré viejosejemplares de Ugarte y de
su libro de cuentos publicado en Barcelona y cuya editorial había hecho suspensión de
pagos, casi como una señal dirigida a Sensini, dirigida a mí
Uno o dos años después supe que había muerto. No sé en qué periódico leí la noticia.
Tal vez no la leí en ninguna parte, tal vez me la contaron, pero no recuerdo haber
hablado por aquellas fechas con gente que lo conociera, por lo que probablementedebo
de haber leído en alguna parte la noticia de su muerte. Ésta era escueta: el escritor
argentino Luis Antonio Sensini, exiliado durante algunos años en España, había muerto
en Buenos Aires. Creo que también, al final, mencionaban Ugarte. No sé por qué, la
noticia no me impresionó. No sé por qué, el que Sensini volviera a Buenos Aires a morir
me pareció lógico
Tiempo después, cuando la foto de Sensini, Carmela y Miranda y la fotocopia de la
foto de Gregorio reposaban junto con mis demás recuerdos en una caja de cartón que
por algún motivo que prefiero no indagar aún nohe quemado, llamaron a la puerta de
mi casa. Debían de ser las doce de la noche, pero yo estaba despierto. La llamada, sin
embargo, me sobresaltó. Ninguna de las pocas personas que conocía en Girona hubieran
ido a mi casa a no ser que ocurriera algo fuera de lo normal. Al abrir me encontréa una
mujer de pelo largo debajo de un gran abrigo negro. Era Miranda Sensini, aunquelos
años transcurridosdesde que su padre me envió la foto no habían pasado en vano.
Junto a ella estaba un tipo rubio, alto, de pelo largo y nariz ganchuda. Soy Miranda
Sensini, me dijo con una sonrisa. Ya lo sé, dije yo y los invité a pasar. Iban de viaje a
Italia y luego pensaban cruzar el Adriático rumbo a Grecia. Como no tenían mucho
dinero viajaban haciendo autostop. Aquella noche durmieron en mi casa. Les hice algo
de cenar. El tipo se llamaba Sebastián Cohen y también había nacido en Argentina, pero
desde muy joven vivía en Madrid. Me ayudó a preparar la cena mientras Miranda
inspeccionaba la casa. ¿Hace mucho que la conoces?, preguntó. Hasta hace un momento
sólo la había visto en foto, le contesté
Después de cenar les preparé una habitación y les dije que se podían ir a la cama
cuando quisieran. Yo también pensé en metermea mi cuarto y dormirme, pero
comprendí que aquello iba a resultar difícil, si no imposible, así que cuando supuse que
ya estaban dormidos bajé a la primera planta y puse la tele, con el volumen muy bajo, y
me puse a pensar en Sensini
Poco después sentí pasos en la escalera. Era Miranda. Ella tampoco podía quedarse
dormida. Se sentó a mi lado y me pidió un cigarrillo. Al principio hablamos de su viaje,
de Girona (llevaban todo el día en la ciudad, no le pregunté por qué habían llegado tan
tarde a mi casa), de las ciudades que pensaban visitar en Italia. Después hablamos de su
padre y de su hermano. Según Miranda, Sensini nunca se repuso de la muertede
Gregorio. Volvió para buscarlo, aunquetodos sabíamos que estaba muerto. ¿Carmela
también?, pregunté. Todos, dijo Miranda, menosél. Le pregunté cómo le había ido en
Argentina. Igual que aquí, dijo Miranda, igual que en Madrid, igual que en todas partes.
Pero en Argentina lo querían, dije yo. Igual que aquí, dijo Miranda. Saqué una botella de
coñac de la cocina y le ofrecí un trago. Estás llorando, dijo Miranda. Cuando la miré ella
desvió la mirada. ¿Estabas escribiendo?, dijo. No, miraba la tele. Quiero decir cuando
Sebastián y yo llegamos, dijo Miranda, ¿estabas escribiendo? Sí, dije. ¿Relatos? No,
poemas. Ah, dijo Miranda. Bebimos largo rato en silencio, contemplando las imágenes
en blanco y negro del televisor. Dimeuna cosa, le dije, ¿por qué le puso tu padre
Gregorio a Gregorio? Por Kafka, claro, dijo Miranda. ¿Por Gregorio Samsa? Claro, dijo
Miranda. Ya, me lo suponía, dije yo. Después Miranda me contó a grandes trazos los
últimos meses de Sensini en Buenos Aires
Se había marchado de Madrid ya enfermo y contra la opinión de varios médicos
argentinos que lo trataban gratis y que incluso le habían conseguidoun par de
internamientos en hospitales de la Seguridad Social. El reencuentro con BuenosAires
fue doloroso y feliz. Desde la primera semana se puso a hacer gestiones para averiguar el
paradero de Gregorio. Quiso volver a la universidad, pero entre trámites burocráticos y
envidias y rencores de los que no faltan el acceso le fue vedado y se tuvo que conformar
con hacer traducciones para un par de editoriales. Carmela, por el contrario, consiguió
trabajo como profesora y durante los últimos tiempos vivieron exclusivamente de lo que
ella ganaba. Cada semana Sensini le escribía a Miranda. Según ésta, su padre se daba
cuenta de que le quedaba poca vida e incluso en ocasiones parecía ansioso de apurar de
una vez por todas las últimas reservas y enfrentarse a la muerte. En lo que respecta a
Gregorio, ninguna noticia fue concluyente. Según algunos forenses, su cuerpo podía
estar entre el montón de huesos exhumados de aquel cementerio clandestino, pero para
mayor seguridad debía hacerse una prueba de ADN, pero el gobierno no tenía fondos o
no tenía ganas de que se hiciera la prueba y ésta se iba cada día retrasando un Poco más.
También se dedicó a buscar a una chica, una probable compañera que Goyo
posiblemente tuvo en la clandestinidad, pero la chica tampoco apareció. Luego su salud
se agravó y tuvo que ser hospitalizado. Ya ni siquiera escribía, dijo Miranda. Para él era
muy importanteescribir cada día, en cualquier condición. Sí, le dije, creo que así era.
Después le pregunté si en Buenos Aires alcanzó a participar en algún concurso. Miranda
me miró y se sonrió. Claro, tú eras el que participaba en los concursos con él, a ti te
conoció en un concurso. Pensé que tenía mi dirección por la simple razón de que tenía
todas las direcciones de su padre, pero que sólo en ese momento me había reconocido.
Yo soy el de los concursos, dije. Miranda se sirvió más coñac y dijo que durante un año
su padre había hablado bastante de mí. Noté que me miraba de otra manera. Debí
importunarlobastante, dije. Qué va, dijo ella, de importunarlo nada, le encantaban tus
cartas, siempre nos las leía a mi madre y a mí. Espero que fueran divertidas, dije sin
demasiada convicción. Eran divertidísimas, dijo Miranda, mi madreincluso hasta os
puso un nombre. ¿Un nombre?, ¿a quiénes?A mi padre y a ti, os llamaba los pistoleros o
los cazarrecompensas, ya no me acuerdo, algo así, los cazadores de cabelleras. Me
imagino por qué, dije, aunque creo que el verdadero cazarrecompensas era tu padre, yo
sólo le pasaba uno que otro dato. Sí, él era un profesional, dijo Miranda de pronto seria.
¿Cuántos premios llegó a ganar?, le pregunté. Unos quince, dijo ella con aire ausente. ¿Y
tú? Yo por el momentosólo uno, dije. Un accésit en Alcoy, por el que conocí a tu padre.
¿Sabes que Borges le escribió una vez una carta, a Madrid, en donde le ponderaba uno
de sus cuentos?, dijo ella mirando su coñac. No, no lo sabía, dije yo. Y Cortázar también
escribió sobre él, y también Mujica Lainez. Es que él era un escritor muy bueno, dije yo.
Joder, dijo Miranda y se levantó y salió al patio, como si yo hubiera dicho algo que la
hubiera ofendido. Dejé pasar unos segundos, cogí la botella de coñac y la seguí. Miranda
estaba acodada en la barda mirando las luces de Girona. Tienes una buena vista desde
aquí, me dijo. Le llené su vaso, me llené el mío, y nos quedamos durante un rato
mirando la ciudad iluminada por la luna. De pronto me di cuenta de que ya estábamos
en paz, que por alguna razón misteriosa habíamos llegado juntos a estar en paz y que de
ahí en adelante las cosas imperceptiblemente comenzarían a cambiar. Como si el
mundo, de verdad, se moviera. Le pregunté qué edad tenía. Veintidós, dijo. Entonces yo
debo tener más de treinta, dije, y hasta mi voz sonó extraña.
https://www.literatura.us/bolano/sensini.html
Un buen bistec
Jack London
Tom King rebañó el plato con el último trozode pan para recoger la última partícula de
gachas, y masticó aquel bocado final lentamente y con semblantepensativo. Cuando se
levantó de la mesa, le embargaba una inconfundible sensación de hambre. Él era el
único que había cenado. Los dos niños estaban acostados en la habitación contigua. Los
habían llevado a la cama antes que otros días para que el sueño no les dejara pensar en
que se habían ido a dormir sin probar bocado.
La esposa de Tom King no había cenado tampoco. Se había sentado frente a él y lo
observaba en silencio, con mirada solícita. Era una mujer de clase humilde, flaca y
agotada por el trabajo, pero cuyas facciones conservaban restos de una antigua belleza.
La vecina del piso de enfrente le había prestado la harina para las gachas. Los dos medio
peniques que le quedaban los había invertido en pan.
Tom King se sentó junto a la ventana, en una silla desvencijada que crujió al recibir su
peso. Con un movimiento maquinal, se llevó la pipa a la boca e introdujo la manoen el
bolsillo de la chaqueta. Al no encontrar tabaco, se dio cuenta de su distracción y,
lanzando un gruñido de contrariedad, se guardó la pipa. Sus movimientos eran lentos y
premiosos, como si el extraordinario volumen de sus músculos le abrumara. Era un
hombre macizo, de rostro impasible y aspecto nada simpático. Llevaba un traje viejo y
lleno de arrugas, y sus destrozados zapatos eran demasiado endebles para soportar el
peso de las gruesas suelas que les había puesto él mismo hacía ya bastante tiempo. Su
camisa de algodón (un modelo de no más de dos chelines) tenía el cuello deshilachado y
unas manchas de pintura que no se quitaban con nada.
Bastaba verle la cara a Tom King para comprender cuál era su profesión. Aquel rostro
era el típico del boxeador, del hombre que ha pasado muchos años en el cuadrilátero y
que, a causa de ello, ha desarrollado y subrayado en sus facciones los rasgos
característicos del animal de lucha. Era una fisonomía que intimidaba, y para que
ninguno de aquellos rasgos pasara inadvertido iba perfectamente rasurado. Sus labios
informes, de expresión extremadamente dura, daban la impresión de una cuchillada que
atravesara su rostro. Su mandíbula inferior era maciza, agresiva, brutal. Sus ojos, de
perezosos movimientos y dotados de gruesos párpados, apenas tenían expresión bajo
sus tupidas y aplastadas cejas. Estos ojos, lo más bestial de su semblante, realzaban el
aspecto de brutalidad del conjunto. Parecían los ojos soñolientos de un león o de
cualquier otroanimal de presa. La frente hundida y angosta lindaba con un cabello que,
cortado al cero, mostraba todas las protuberancias de aquella cabeza monstruosa. Una
nariz rota por dos partes y aplastada a fuerza de golpes, y una oreja deforme, que había
crecido hasta adquirir el doble de su tamaño y que hacía pensar en una coliflor,
completaban el cuadro. Y en cuanto a su barba, aunque recién afeitada, apuntaba bajo la
piel, dando a su tez un tono azulado negruzco.
Si bien aquella fisonomía era la de uno de esos hombres con los que no deseamos
encontrarnos a solas en un callejón oscuro o en un lugar apartado, Tom King no era un
criminal ni había cometido nunca una mala acción. Dejando aparte las reyertas en que
se había visto mezclado y que eran cosa corriente en los medios que frecuentaba, no
había hecho daño a nadie. No se le consideraba un pendenciero. Era un profesional de la
contienda y reservaba toda su combatividad para sus apariciones en el ring. Fuera del
tablado, era un hombre bonachón, de movimientos tardos, y en su juventud, cuando
ganaba el dinero a espuertas, había sido, no ya generoso, sino despilfarrador. Para él el
boxeo era un negocio. Cuando estaba en el cuadrilátero, pegaba con intención de hacer
daño, de lesionar, de destruir; pero no había animosidad en sus golpes: era una simple
cuestión de intereses. El público acudía y pagaba para ver cómo dos hombres se
vapuleaban hasta que uno de ellos quedaba inconsciente. El vencedor se quedaba con la
parte del león de la bolsa. Hacía veinte años, cuando Tom King se enfrentó con el «Salta
Ojos», de Woolloomoolloo, sabía que la mandíbula de su contrincante sólo estaba firme
desde hacía cuatro meses, pues anteriormentese la habían partido en un combate
celebrado en Newcastle. Por eso dirigió todos sus golpes contra ella, y consiguió
fracturarla nuevamente en el novenoasalto. No lo movía ningún resentimientocontra
su adversario: procedió así porque era el medio más seguro de dejar fuera de combate a
aquel hombre y, de este modo, ganar la mayor parte de la bolsa ofrecida. En cuanto al
«Salta Ojos», no le guardó rencor alguno. Ambossabían que así era el boxeo, y había
que atenerse a sus reglas.
Tom King no era nada hablador. En aquel momento en quepermanecía sentadojunto a
la ventana, se hallaba sumido en un hurañosilencio, mientras se miraba las manos. En
el dorso de ellas se destacaban las venas gruesas e hinchadas. El aspecto de los nudillos,
aplastados, estropeados, deformes, atestiguaba el empleo quehabía hecho de ellos. Tom
no había oído decir nunca que la vida de un hombre dependía de sus arterias, pero sabía
muy bien lo que significaban aquellas venas prominentes, dilatadas. Su corazón había
hecho correr demasiada sangre por ellas a una presión excesiva. Ya no funcionaban
bien. Habían perdido la elasticidad, y su distensión había acabado con su antigua
resistencia. Ahora se fatigaba fácilmente. Ya no podía resistir un combate a veinte
asaltos con el ritmo acelerado de antes, con fuerza y violencia sostenidas, luchando
infatigablemente desde que sonaba el gong, acosando sin cesar a su adversario,
retrocediendo hasta las cuerdas o llevandoa su oponente hacia ellas, recibiendo golpes y
devolviéndolos. Ya no multiplicaba su acometividad y la rapidez de sus golpes en el
vigésimo y últimoasalto, levantando al público de sus asientos y provocando sus
aclamaciones, cuando él acometía, pegaba, esquivaba, hacía caer una lluvia de golpes
sobre su adversario y recibía otra igual mientras su corazón no dejaba de enviar, con
impetuosa fidelidad, sangre a sus venas jóvenes y elásticas. Sus arterias, dilatadas
durante el combate, se encogían de nuevo, pero no del todo; al principio, esta diferencia
era imperceptible, pero cada vez quedaban un poco más distendidas que la anterior. Se
contempló las venas y los estropeados nudillos. Por un momento le pareció ver los
magníficos puños que tenía en su juventud, antes de romperse el primer nudillocontra
la cabeza de Benny Jones, apodado el «Terror de Gales».
Experimentó de nuevo la sensación de hambre.
-¡Lo que daría yo por un buen bistec! -murmuró, cerrando sus enormes puños y
lanzando un juramento en voz baja.
-He ido a la carnicería de Burke y luego a la de Sawley -dijo la mujer en son de disculpa.
-¿Y no te quisieron fiar?
-Ni medio penique. Burke medijo que…
Vacilaba, no se atrevía a seguir.
-¡Vamos! ¿Qué dijo?
-Que como esta noche Sandel te zurraría de lo lindo, no quería aumentar tu cuenta, ya es
bastante crecida.
Tom King lanzó un gruñido por toda respuesta. Se acordaba del bulldog que tuvo en su
juventud, al que echaba continuamente bistecs crudos. En aquella época, Burke le
habría concedido crédito para mil bistecs. Pero los tiempos cambian. Tom King estaba
envejecido, y un viejo que tenía que enfrentarse con un boxeador joven en un club de
segunda categoría, no podía esperar que ningún comerciante le fiase.
Aquella mañana se había levantadocon el deseo de comer un bistec, y aquel deseo no lo
había abandonado. No había podido entrenarse debidamente para aquel combate. En
Australia el año había sido de sequía y los tiempos eran difíciles. Había dificultades para
encontrar trabajo, fuera de la índole que fuere. No había tenido sparring, no siempre
había comido los alimentos debidos y en la cantidad necesaria. Había trabajado varios
días como peón en una obra, y algunas mañanas había corrido para hacer piernas. Pero
era difícil entrenarse sin compañero y teniendo queatender a las necesidades de una
esposa y dos hijos. Cuando se anunció su combate con Sandel, los tenderos apenas le
concedieron un poco más de crédito. El secretario del Gayety Club le adelantó tres libras
-la cantidad que percibiría si perdía el combate-, y se negó a darle un céntimo más. De
vez en cuando consiguió que sus antiguos compañeros le prestasen unos centavos, pero
no pudieron prestarle más, porque corrían malos tiempos y ellos también pasaban sus
apuros. En resumen, que era inútil tratar de ocultarse que no estaba debidamente
preparado para la pelea. Le había faltado comida y le habían sobrado preocupaciones.
Además, ponerse «en forma» no es tan fácil para un hombre de cuarenta años como
para otro de veinte.
-¿Qué hora es, Lizzie? – preguntó.
Su mujer fue a preguntarlo a la vecina y, al regresar, le dio la respuesta.
-Las ocho menos cuarto.
-El primer match empezará dentro de unos minutos -observó Tom-. No es más que un
combate de prueba. Después hay un encuentro a cuatro asaltos entre Dealer Wells y
Gridley, y luego uno a diez asaltos entre Starlight y un marinero. Yo aún tengopara una
hora.
Otros diez minutos de silencioy Tom se puso en pie.
-La verdad es, Lizzie, que no me he entrenado todo lo quedebía.
Cogió el sombrero y se dirigió a la puerta. No le pasó por la mente besar a su mujer -
nunca la besaba al marcharse-, pero aquella noche ella lo hizo por su cuenta y riesgo: le
echó los brazos al cuello y lo obligó a inclinarse hacia su rostro. Se veía menudita y frágil
junto al macizo corpachón de su marido.
-Buena suerte, Tom -le dijo-. Tienes que ganar.
-Sí, tengo que ganar -repitió él-. Ni más ni menos.
Se echó a reír, tratando de mostrarse despreocupado, mientras ella se apretaba más
contra él. Tom contempló la desnuda estancia por encima del hombro de su esposa.
Aquel cuartucho, del que debía varios meses de alquiler, era, con Lizzie y los niños,
cuanto tenía en el mundo. Y aquella noche salía en busca de comida para su hembra y
sus cachorros, no como el obrero de hoy que va a la fábrica, sino al estilo antiguo,
primitivo, arrogante y animal de las bestias de presa.
-Tengo que ganar -volvió a decir a su esposa, esta vez con un rictus de desesperación-. Si
gano, son treinta libras, con lo que podré pagar todas las deudas y, además, verme un
buen sobrante en el bolsillo. Si pierdo, no me darán nada, ni un penique para tomar el
tranvía de vuelta, pues el secretario ya me ha dado todo lo que me correspondería en
caso de perder. Adiós, mujercita. Si gano, volveré inmediatamente.
-Te espero -dijo ella cuando Tom estaba ya en el rellano.
Había más de tres kilómetros hasta el Gayetyy, mientras los recorría, recordó sus días
de triunfo, cuando era el campeón de pesos pesados de Nueva Gales del Sur. Entonces
habría tomado un coche de punto para ir al combate, y con toda seguridad alguno de sus
admiradores se habría empeñado en pagar el coche para tener el privilegio de
acompañarlo. Entre estos admiradores se contaban Tommy Burns y el yanqui Jack
Johnson, que poseían automóvil propio. ¡Y ahora tenía que ir a pie! Como todo el
mundo sabe, una marcha de tres kilómetrosno es la mejor preparación para un
combate. Él era un viejo para el pugilismo, y el mundo no trata bien a los viejos. Él sólo
servía ya para picar piedra, e incluso para esto era un obstáculo su nariz rota y su oreja
hinchada. Ojalá hubiera aprendido un oficio. A la larga, habría sido mejor. Pero nadie se
lo había enseñado. Por otra parte, una voz interior le decía que él no habría prestado
atención si alguien hubiera tratado de enseñárselo. Su vida fue demasiado fácil. Ganó
mucho dinero. Tuvo combates duros y magníficos, separados por períodos de descanso
y holgazanería. Estuvo rodeado de aduladores quese desvivían por acompañarle, por
darle palmadas en la espalda, por estrecharle la mano; de petimetres quelo invitaban a
beber para tener el privilegio de charlar con él cinco minutos. Además, ¡aquellos
magníficos combates ante un público delirante de entusiasmo! ¡Y aquel últimoasalto en
que se lanzaba a fondo como un torbellino y el árbitrolo proclamaba vencedor! ¡Y leer
su nombre en las secciones deportivas de todos los periódicos al día siguiente…!
¡Ah, qué tiempos aquéllos! Pero, de pronto, su mente tarda y premiosa comprendió que
en aquellos lejanos días él dejaba fuera de combate a los viejos. Él era entonces la
juventud que despuntaba, y sus adversarios la vejez que decaía. Era natural que
resultara fácil para él: ellos tenían las venas hinchadas, los nudillos rotos y los huesos
desvencijados por una larga serie de combates. Recordaba el día en que «noqueó» al
maduro Stowsher Bill en Rush-Cutters Bay al decimoctavo asalto y luego lo vio llorando
en los vestuarios, llorando como un niño. Acaso el viejo Bill debía también varios meses
de alquiler, y acaso lo esperaban en su casa su mujer y sus hijos. ¡Y quién sabe si aquel
mismo día, el del combate, había sentido el deseo de comerse un buen bistec! Bill
combatió valientemente, recibiendo a pie firme una soberana paliza. Ahora que él
pasaba el mismo calvario, comprendía que aquella nochede hacía veinte años Bill luchó
por algo más importante que su adversario, el joven Tom King, que sólo trataba de
ganar dinero y gloria fácilmente. No era extraño que Stowsher Bill hubiese llorado en los
vestuarios amargamente después del combate.
No cabía duda de que cada púgil podía soportar un número limitado de combates. Era
una ley inflexible del boxeo. Unos podían librar cien encuentros durísimos, otros sólo
veinte. Cada cual, según sus dotes físicas, podía subir al ring tantas o cuantas veces.
Después, quedaba al margen.
Él se había pasado de la raya, había librado más combates encarnizados de los que
debía, encuentros en que el corazón y los pulmones parecía que iban a estallar;
contiendas que hacían perder elasticidad a las arterias y convertían un cuerpo esbelto y
juvenil en un montón de músculos nudosos; combates que desgastaban los nervios y los
músculos, el cerebro y los huesos, por obra del esfuerzo. Sí, él había resistido más que
nadie. No quedaba ya ni uno solo de sus antiguos compañeros. Él era el último de la
vieja guardia. Había visto cómo iban cayendo todos y había contribuido a poner punto
final a la carrera de algunos de ellos.
Lo opusieron a los boxeadores ya viejos y él los fue liquidando uno tras otro. Y después,
cuando los veía llorar en los vestuarios, como había llorado el viejo Stowsher Bill, se
reía. Pero ahora el viejo era él, y a su vez tenía que enfrentarse con los jóvenes. Con
Sandel, por ejemplo. Había llegado de Nueva Zelanda precedido de un brillante
historial. Pero comoen Australia aún era un desconocido, se acordó enfrentarlo con el
viejo Tom King. Si Sandel hacía un buen combate, se le opondrían mejores púgiles y las
bolsas serían más crecidas. Así, pues, era de esperar que luchara como un demonio.
Aquel combate era decisivo para él, ya que si ganaba tendría dinero, cobraría nombre y
habría dado el primer paso de una brillantecarrera. Tom King no era para él más que el
muro viejo que le cerraba el paso a la fama y la fortuna. En cambio, a lo único que Tom
King podía aspirar era a recibir treinta libras, que le servirían para pagar al dueño de la
casa y a los tenderos. Y mientras cavilaba así, Tom King vio alzarse ante sus ojos
hinchados el cuadro de la juventud triunfadora, exuberante e invencible, de músculos
suaves y piel sedosa, de corazón y pulmones que no sabían lo que era el cansancio y se
reían del jadeo de los viejos. Los jóvenes destruían a los viejos sin pensar que, al hacerlo,
se destruían a sí mismos, dilatando sus arterias y aplastando sus nudillos, para ser, al
fin, aniquilados por una nueva generación de jóvenes. Pues la juventud ha de ser
siempre joven.
Al llegar a la calle de Castlereagh dobló a la izquierda y, después de recorrer tres
manzanas, llegó al Gayety. Una multitud de golfillosapiñados frente a la puerta se
apartaron respetuosamente al verle y oyó que decían:
-¡Es Tom King!
Una vez dentro, cuando se dirigía a los vestuarios, encontró al secretario, un joven de
mirada viva y expresión astuta, que le estrechó la mano.
-¿Cómo te encuentras, Tom? – le preguntó.
-Estupendamente -respondió King, a sabiendas de que mentía y de que le hacía tanta
falta un buen bistec, que si tuviera una libra la daría a cambio de él sin vacilar.
Cuando salió de los vestuarios, seguido por sus segundos, y se dirigió al cuadrilátero,
que se alzaba en el centro de la sala, estalló una tempestad de aplausos y vítores en el
público. Él respondió saludando a derecha e izquierda, aunque conocía muy pocas de
aquellas caras. En su mayoría, eran muchachos queaún tenían que nacer cuando él
cosechaba sus primeros laureles en el ring. Saltó con ligereza a la alta plataforma y,
después de pasar entre las cuerdas, se dirigió a su ángulo y se sentó en un taburete
plegable. Jack Ball, el árbitro, se acercó a él para estrecharle la mano. Ball era un
boxeador fracasado que desde hacía diez años no pisaba el ring como púgil. King se
alegró de tenerlo por árbitro. Ambos eran veteranos. Si él apretaba las tuercas a Sandel
algo más de lo que permitía el reglamento, sabía que Ball haría la vista gorda.
Subieron al tablado, uno tras otro, varios jóvenes aspirantes a la categoría de pesos
pesados, y el árbitro los fue presentando sucesivamente al público. Asimismo, expuso
sus carteles de desafío.
-Young Pronto -anuncióBall-, de Sidney del Norte, reta al ganador por cincuenta libras.
El público aplaudió y los aplausos se renovaron cuando Sandel trepó ágilmenteal ring y
fue a sentarse en su rincón. Tom King, desde el ángulo opuesto, lo miró con curiosidad,
pensando que minutos después ambos estarían enzarzados en implacable combate, y
pondrían todo su empeño en noquearse. Pero apenas pudo ver nada, pues Sandel
llevaba, como él, un mono de entrenamiento sobresu calzón corto de pugilista. Su cara
era muy atractiva. Estaba coronada por un mechón rizado de pelo rubio, y su cuello
grueso y musculosoanunciaba un cuerpo de atleta verdaderamente magnífico.
Young Pronto se dirigió sucesivamente a los dos ángulos y, después de estrechar las
manos a los boxeadores, salió del ring. Continuaron los desafíos. Un joven tras otro
pasaba entre las cuerdas. Aquellos muchachos desconocidos pero ambiciosos estaban
convencidos, y así lo pregonaban, de que con su fuerza y destreza eran capaces de
medirse con el vencedor. Unos años antes, cuando su carrera se hallaba en su apogeo y
él se consideraba invencible, aquellospreliminares hubieran divertidoy aburrido a Tom
King. Pero a la sazón los contemplaba fascinado, incapaz de apartar de sus ojos la visión
de la juventud. Siempre existirían aquellos jóvenes que subían al ring, y saltaban por las
cuerdas para lanzar su reto a los cuatro vientos; y siempre tendrían que caer ante ellos
los boxeadores gastados. Ascendían hacia el éxito trepando sobre los cuerpos de los
viejos púgiles. Y continuaban afluyendoen número creciente, como una oleada de
juventud incontenible que arrollaba a los viejos, para envejecer a su vez y seguir el
camino descendente, a impulsos de la juventud eterna, de los nuevos mozosque
desarrollaban sus músculos y derribaban a sus mayores, mientras tras ellos se formaba
una nueva masa de jóvenes. Y así ocurriría hasta el fin de los tiempos, pues aquella
juventud voluntariosa era algo inseparable de la humanidad.
King dirigió una mirada al palco de la prensa y saludó con un movimientode cabeza a
Morgan, del Sportsman, y a Corbett, del Referee. Luego tendió las manos para que Sid
Sullivan y Charles Bates, sus segundos, le pusieran los guantesy se los atasen
fuertemente, bajo la atenta fiscalización de uno de los segundos de Sandel, que ya había
examinado con ojo crítico las vendas que cubrían los nudillos de King. Uno de los
segundos de Tom cumplía la misma misión en el ánguloocupado por Sandel. Este
levantó las piernas para que le despojasen de los pantalones del mono y luego se levantó
para que acabaran de quitarle la prenda por la cabeza. Tom King vio entonces ante sí
una encarnación de la juventud, un pecho ancho y desbordante de vigor, unos músculos
elásticos que se movían como seres vivos bajo la piel blanca y satinada. Todo aquel
cuerpo estaba pletórico de vida, de una vida que aún no había dejado escapar nada de
ella por los doloridos poros en los largos combates en que la juventud ha de pagar su
tributo, dejando algo de ella misma en los tablados.
Los dos púgiles avanzaron hacia el centro del cuadrilátero y cuando los segundos
saltaron por las cuerdas, llevándose los taburetes plegables, ellos simularon estrecharse
las manos enguantadas e inmediatamente se pusieron en guardia. Acto seguido, como
un mecanismode acero puesto en marcha por un fino resorte, Sandel se lanzó al ataque.
Asestó a Tom un gancho de izquierda al entrecejo y un derechazoa las costillas. Luego,
entre fintas y sin cesar de saltar sobre las puntas de los pies, se alejó ligeramente de su
contrincante para volverse a acercar en seguida, ágil y agresivo. Era un boxeador rápido
e inteligente, que había iniciadola pelea con una espectacular exhibición. El público
vociferaba entusiasmado. PeroKing no se dejó impresionar. Había librado demasiados
encuentrosy había visto a demasiados jóvenes. Supo apreciar el verdadero valor de
aquellos golpes: eran demasiado rápidos y hábiles para ser peligrosos. Evidentemente,
Sandel trataba de forzar el curso del combate desde el comienzo. No le sorprendió. Esto
era muy propio de la juventud, inclinada a malgastar sus espléndidas facultades en
furiosos ataques y locas acometidas, alentada por un ilimitado deseo de gloria que
redoblaba sus fuerzas.
Sandel atacaba, retrocedía, estaba aquí y allá, en todas partes. Con pies ligeros y corazón
vehemente, deslumbrante con su carne blanca y sus potentes músculos, tejía un ataque
maravilloso, saltandoy deslizándose como una ardilla, eslabonando mil movimientos
ofensivos, todos ellos encaminados a la destrucción de Tom King, del hombre que se
alzaba entre él y la fortuna. Y Tom King soportaba pacientemente el chaparrón. Conocía
su oficio y sabía cómo era la juventud, ahora que la había perdido. Se dijo que tenía que
esperar a que su oponente fuese perdiendo fogosidad, y sonrió para sus adentros
mientras se agachaba para parar un fuerte directo con la base del cráneo. Era una
argucia innoble, pero correcta, según el reglamentodel pugilismo. El boxeador tenía que
velar por sus nudillos y, si se empeñaba en golpear a su adversario en la cabeza, allá él.
King podía haberse agachado más para que el golpe no lo alcanzara, pero se acordó de
sus primeros encuentros y de cómo se partió por primera vez un nudillo contra la cabeza
del «Terror de Gales». Aun ajustándosea las reglas del juego, al agacharse había
atentado contra los nudillos de Sandel. De momento, éste no lo notaría. Seguro de sí
mismo e indiferente, seguiría propinando golpes con la misma fuerza durante todo el
combate. Pero, andando el tiempo, cuando en su historial tuviera muchos encuentros, el
nudillo lesionado se resentiría, y entonces él, volviendo la vista atrás, recordaría el
potente golpe asestado a la cabeza de Tom King.
El primer asalto lo ganó Sandel por puntos. El joven boxeador mantuvo a la sala en vilo
con sus fulminantes arremetidas. Lanzó sobre King un verdaderodiluvio de golpes, y
King no devolvió ni uno solo: se limitó a cubrirse, mantener una guardia cerrada,
esquivar y llegar a veces al cuerpo a cuerpo para eludir el castigo. De vez en cuando
hacía alguna finta, movía la cabeza cuando encajaba un directo, e iba evolucionando
imperturbable por el ring, sin saltar ni bailar para no malgastar ni un átomode energías.
Debía dejar que Sandel desahogara el ardor de su juventud y sólo entonces replicarle,
pues no debía olvidar sus cuarenta años.
Los movimientosde King eran lentos y metódicos. Sus ojos, casi inmóviles bajo los
gruesos párpados, le daban el aspecto de un hombre adormilado y aturdido. Sin
embargo, no se le escapaba ningún detalle: su experiencia de más de veinte años le
permitía verlo todo.
Sus ojos no pestañeaban ni se desviaban al recibir un golpe, porque así podían ver y
medir mejor las distancias.
Cuando, al terminar el asalto, fue a sentarse en su rincón para descansar, se recostó con
las piernas extendidas y apoyó los brazos en el ángulo recto que formaban las cuerdas.
Entonces su pecho y su abdomen empezaron a subir y a bajar en profundas
aspiraciones, mientras le acariciaban el rostroel aire de las toallas con que le
abanicaban sus segundos.
Con los ojos cerrados, Tom King escuchaba el clamoreo del público.
-¿Por qué no luchas, Tom? -le gritaron- ¿Es que tienes miedo?
-Le pesan los músculos -oyó que comentaba un espectador de primera fila-. No puede
moverse con más rapidez. ¡Dos libras contra una a favor de Sandel!
Sonó el gong y los dos púgiles abandonaron sus rincones. Sandel recorriótres cuartas
partes del cuadrilátero, ansioso de reanudar la contienda. King apenas se apartó de su
rincón. Esto formaba parte de su plan de ahorro de fuerzas. No había podido entrenarse
como era debido, no había comido lo suficiente, y el menor movimiento innecesario
tenía su importancia. Además, había que tener en cuenta que había recorrido a pie más
de tres kilómetros antes de subir al ring. Aquel asaltofue una repetición del primero:
Sandel atacaba en tromba y el público, indignado, abucheaba a King al ver que no
combatía. Aparte algunas fintas y varios golpes lentos e ineficaces, se limitaba a
mantener una guardia cerrada, parar golpes y agarrarse al adversario. Sandel deseaba
acelerar el ritmo del combate, y King, hombrede experiencia, se negaba a secundarlo.
En su rostro deformado por los golpes había una melancólica sonrisa, y Tom seguía
economizando fuerzas celosamente, como sólo puede hacerlo un boxeador maduro.
Sandel era joven y derrochaba sus energías con la prodigalidad propia de su juventud. El
generalato del ring correspondía a Tom, y suya era también la sabiduría cosechada a
costa de largos y dolorosos combates. Observaba a su adversario con mirada fría y
ánimo sereno, moviéndose lentamente, en espera de que se agotara el ardor de Sandel.
Para la mayoría de espectadores, aquello era buena prueba de que King era incapaz de
medirse con su joven adversario, opinión queexpresaban en voz alta, apostando a razón
de tres a uno a favor de Sandel. Pero aún quedaban algunos espectadores prudentes que
conocían a King desde hacía años y aceptaban estas ofertas, con grandes esperanzas de
ganar.
El tercer asalto comenzó comolos anteriores. Sandel llevaba la iniciativa y castigaba
duramente a su adversario. Pero, cuando aún no había transcurrido medio minuto, el
joven, excesivamente confiado, se olvidó de cubrirse, y los ojos de King centellearon a la
vez que su brazo derecho se lanzaba como un rayo hacia adelante. Fue su primer golpe
de verdad: un gancho reforzado, no sólo por el hábil movimientodel brazo, sino por el
peso de todo el cuerpo. El león adormecido acababa de lanzar un imprevisto zarpazo.
Sandel, tocado en un lado de la mandíbula, cayó como un buey abatido por el matarife.
El público se quedó pasmado: algunos aplaudieron tímidamente, mientras por toda la
sala corrían murmullosde admiración. ¡Caramba, caramba! King no tenía los músculos
tan embotados como se creía, sino que era capaz de asestar verdaderos mazazos.
Sandel quedó casi inconsciente, hizo girar su cuerpo hasta ponerse de costado e intentó
levantarse, pero, al oír los gritos de sus segundos que le aconsejaban esperar hasta el
último instante, no acabó de ponerse en pie, sino que quedó con una rodilla en el suelo.
El árbitro se inclinó hacia él y empezó a contar los segundos con voz estentórea junto a
su oído. Cuando oyó decir «¡nueve!» Sandel se levantó con gesto agresivo y Tom King
hubo de hacerle frente, mientras se lamentaba de no haberle dado el golpe un par de
centímetros más cerca del mentón, pues entonces habría conseguido el fuera de
combate y vuelto a casa con treinta libras para su mujer y sus hijos.
El asalto continuóhasta que se cumplieron los tres minutos reglamentarios. Sandel
empezó a mirar con respeto a su oponente. Por su parte, King seguía moviéndose con
lentitud y su mirada aparecía tan soñolienta como antes. Cuando el asalto estaba a
punto de terminar, King se dio cuenta de ello al ver a los segundos agazapados junto al
cuadrilátero. Estaban preparados para subir, pasando entre las cuerdas. Entonces llevó
el combate hacia su rincón, y, cuando sonó el gong, pudo sentarse inmediatamente en el
taburete que ya tenían preparado. En cambio, Sandel tuvo que cruzar de ángulo a
ángulo todo el ring para llegar a su sitio. Esto era una pequeñez, pero muchas
pequeñeces juntas pueden formar algo importante. Al verse obligado a dar aquellos
pasos de más, Sandel perdió no sólo cierta cantidad de energía, sino una parte de los
preciosos sesenta segundos de descanso. Al principio de cada asalto King salía
perezosamente de su rincón, con lo que obligaba a su adversario a recorrer una distancia
mayor, y cuando el asalto terminaba, King estaba en su sitio y podía sentarse
inmediatamente.
Transcurrieron otros dos asaltos en los que King economizó sus fuerzas con toda
parsimonia, mientras Sandel derrochaba energías. Los esfuerzos que el joven púgil hacía
por imponer un ritmomás vivo a la lucha resultaron bastanteenojosos para King, que
hubo de encajar una parte bastante crecida del diluvio de golpes que cayó sobre él. Sin
embargo, King mantuvo su deliberada lentitud, sin importarle el griteríode los jóvenes
vehementes que querían verle pelear.
En el sexto asalto, Sandel volvió a tener un descuido, y la terrible derecha de Tom King
lanzó un nuevo disparo contra su mandíbula. Otra vez contó el árbitro hasta nueve.
Al comenzar el séptimo asalto se vio claramente que el ardor de Sandel se había
esfumado. El joven boxeador se percataba de que estaba librando el combate más duro
de su carrera. Tom King era un boxeador gastado, pero el de más calidad que se le había
opuesto hasta entonces; un boxeador maduro que no perdía la cabeza, que se defendía
con extraordinaria habilidad, cuyos golpes eran verdaderos mazazos y que tenía un
fuera de combate en cada puño. Pero Tom King no se atrevía a utilizar estos potentes
puños demasiado, pues no se olvidaba de que tenía los nudilloslesionados y sabía que,
para que pudieran resistir todo el combate, tenía que racionar los golpes
prudentemente.
Mientras permanecía sentado en su rincón, mirando a su adversario, pensó que la unión
de su experiencia y de la juventud de Sandel producirían un campeón mundial. Pero
esta mezcla era imposible. Sandel no sería campeón del mundo. Le faltaba experiencia y
ésta sólo podía obtenerse a costa de la juventud. Cuando Sandel tuviera experiencia,
advertiría que había gastado su juventud para adquirirla.
King recurrió a todas las tretas y argucias. No desaprovechaba ocasión de agarrarse a su
adversario y, cada vez que llegaba al cuerpo a cuerpo, clavaba con fuerza el hombro en
las costillas de Sandel. En la teoría pugilística no había diferencia entre un hombro y un
puño si con ambos podía hacerse el mismo daño, y el hombro aventajaba al puño en lo
concerniente a la pérdida de energías. Asimismo, cuando se agarraban los dos púgiles,
King descargaba todo el peso de su cuerpo sobre su contrincante y se resistía a soltarse.
Esto obligaba al árbitro a intervenir para separarlos, en lo cual hallaba las mayores
facilidades por parte de Sandel, que todavía no había aprendido a descansar de este
modo. El joven no podía dejar de emplear sus magníficos brazos ni su lozana
musculatura. Cuando King se aferraba a él, clavándole el hombro en las costillas e
introduciendo la cabeza bajo su brazo izquierdo, Sandel le golpeaba el rostro pasando su
brazo derecho por detrás de su espalda. Era un castigo espectacular que provocaba
murmullos de admiración en el público, pero sin ninguna eficacia. Por el contrario, sólo
servía para hacer perder energías a Sandel. Éste, incansable, no se daba cuenta de que
todo tiene un límite. King sonreía y no se apartaba de su prudente táctica.
Sandel asestó un sonoro derechazoal cuerpo de King, que la masa de espectadores
consideró como un rudo castigo, pero los pocos expertos que había en la sala
percibieron el hábil movimientodel guante izquierdode Tom, que tocó el bíceps de
Sandel en el momentoen que éste lanzaba el fuerte derechazo. Sandel repitió una y otra
vez este golpe, consiguiendo que siempre llegara a su destino, pero nunca con eficacia,
debido al ligero contragolpe de King.
En el noveno asalto, y en un solo minuto, Tom alcanzó con tres ganchos de derecha la
mandíbula de Sandel, y las tres veces el corpachón del joven besó la lona y el árbitro
hubo de contar hasta nueve. Sandel quedó aturdido y ligeramente conmocionado, pero
conservaba las energías. Había perdido velocidad y economizaba sus fuerzas. Tenía el
ceño fruncido, pero seguía contando con el arma más importantedel boxeador: la
juventud. El arma principal de King era la experiencia. Cuando empezó el declive de su
vitalidad, cuando su vigor empezó a disminuir, lo reemplazó con la astucia, la sabiduría
cosechada en mil combates y una escrupulosa economía de sus fuerzas. King no era el
único que sabía eludir los movimientos superfluos, pero nadie como él poseía el arte de
incitar al adversario a despilfarrar sus energías.
Una y otra vez, haciendo fintas con los pies, los puños y el cuerpo, siguió engañando a
Sandel: obligándolo a saltar hacia atrás sin motivo, a esquivar golpes imaginarios, a
lanzar inútiles contraataques. King descansaba, pero no daba descanso a su rival. Era la
estrategia de un boxeador maduro.
Al iniciarse el décimo asalto, King detuvo las embestidas de Sandel con directos de
izquierda a la cara, y Sandel, que ahora procedía con cautela, respondió esgrimiendo su
izquierda, para bajarla en seguida, mientras lanzaba un gancho de derecha a la cara de
Tom King. El golpe fue demasiado alto para resultar decisivo, pero King notó que ese
negro velo de inconsciencia tan conocido por los boxeadores se extendía sobre su mente.
Durante una fracción casi inapreciable de tiempo, Tom dejó de luchar.
Momentáneamente, desaparecieron de su vista su adversario y el telón de fondo
formado por las caras blancas y expectantes del público…, pero sólo momentáneamente.
Le pareció que abría los ojos tras un sueño fugaz. El intervalo de inconsciencia fue tan
breve, que no tuvo tiempo de caer. El público sólo lo vio vacilar y doblar las rodillas.
Inmediatamente, Tom King se recuperó y ocultó más su barbilla en el refugio que le
ofrecía su hombro izquierdo.
Sandel repitió varias veces este golpe, aturdiendo parcialmente a King. Pero el experto
boxeador consiguió elaborar su defensa, que fue también una forma de contraatacar.
Retrocediendo ligeramente sin dejar de hacer fintas con el brazo izquierdo, lanzó a
Sandel un uppercut con toda la potencia de su puño derecho. Lo calculó con tanta
precisión, que consiguió alcanzar de pleno la cara de Sandel cuando éste se agachaba
haciendo un regate. El joven, levantado en vilo, cayó hacia atrás y fue a dar en la lona
con la cabeza y la espalda. King repitió este golpe dos veces. Después dio rienda suelta a
su acometividad y acorraló a su adversario contra las cuerdas, lanzando sobre él una
lluvia de golpes. Sus puños funcionaron sin cesar hasta que el público, puesto en pie, le
tributó una estruendosa salva de aplausos. Pero Sandel poseía una energía y una
resistencia inagotables, y se mantenía en pie. Se mascaba el knock-out. Un capitán de
policía, impresionado por el terrible castigo que recibía Sandel, se acercó al cuadrilátero
para suspender el combate, pero en este preciso instante sonó el gong, señalando el fin
del asalto, y Sandel regresó tambaleándose a su rincón, donde aseguróal capitán que
estaba bien y conservaba las fuerzas. Para demostrarlo, dio un par de saltos, y el policía,
convencido, volvió a sentarse.
Tom King, mientras descansaba en su rincón, jadeante, se decía, contrariado, que si el
combate se hubiera suspendido, el árbitro se habría visto obligado a declararlo vencedor
y la bolsa hubiera ido a parar a sus manos. A diferencia de Sandel, él no luchaba por la
gloria ni para abrirse paso, sino para ganar treinta libras esterlinas. En aquel minutode
descanso, Sandel se recuperaría.
La juventud será servida… Esta frase cruzó como un relámpago por el cerebro de King.
Se acordó también de la ocasión en que la oyó: fue la noche en que dejó fuera de
combate a Stowsher Bill. El señorito que la había pronunciado tenía razón. Aquella
noche, tan lejana ya, él encarnaba a la juventud. «Pero esta noche -se dijo- la juventud
se sienta en el rincón de enfrente.» Ya llevaba media hora de pelea y los años le pesaban.
Si hubiese luchado como Sandel, no hubiera resistido ni quince minutos. Lo peor era
que no se recuperaba. Sus venas hinchadas y su corazón fatigado no le permitían
recobrar las perdidas fuerzas en los descansos entre asalto y asalto. Las energías le
faltarían ya desde el comienzo de los asaltos. Notaba las piernas pesadas y empezaba a
sentir calambres. No debió haber hecho a pie aquellos tres kilómetros que mediaban
desde su casa a la sala de deportes. Y para colmo de desdichas, aquel bistec que no se
había podido comer aquella mañana y que tantohabía deseado. Se despertó en él un
odio terrible contra los carniceros quese habían negado a fiarle. Un hombre de sus años
no podía boxear sin haber comido lo suficiente. ¿Quéera, al fin y al cabo, un bistec? Una
insignificancia que valía unos cuantos peniques. Sin embargo, para él significaba treinta
libras esterlinas.
Cuando el gong señaló el comienzo del undécimo asalto, Sandel se levantó
impetuosamente, aparentando una gallardía que estaba muy lejosde poseer. King supo
apreciar el justo valor de semejanteactitud: se trataba de un farol tan antiguo como el
mismo boxeo. Para no gastar fuerzas en balde, Tom se abrazó a su adversario. Luego,
cuando lo soltó, permitió que el joven se pusiera en guardia. Esto era lo que King
esperaba. Hizo una finta con la izquierda, consiguió que su contrincante se agachara
para rehuirla, y al mismo tiempo le lanzó un gancho de derecha. SeguidamenteKing,
retrocediendo un poco, asestó a Sandel un uppercut que lo alcanzó en plena cara y lo
derribó. Después no le dio punto de reposo. Encajó mucho, pero pegó mucho más.
Acorraló a Sandel contra las cuerdas mediante una serie de ganchos y con toda clase de
golpes. Después de desprenderse de sus brazos, le impidió que lo volviera a abrazar,
propinándole un directo cada vez que lo intentaba. Y cuando Sandel iba a caer, lo
sostenía con una mano y lo golpeaba inmediatamente con la otra para arrojarlo contra
las cuerdas, donde no le era posible desplomarse.
El público parecía haber enloquecido. Todos los espectadores, puestos en pie, lo
animaban con sus gritos.
-¡Duro con él, Tom! ¡Ya es tuyo! ¡Lo tienes en el bolsillo!
Querían que el combate terminara con una lluvia de golpes irresistibles. Esto era lo que
deseaban ver; para esto pagaban.
Y Tom King, que durante media hora había economizado sus fuerzas, las derrochó a
manos llenas en lo que debía ser el esfuerzo final, un esfuerzo queno podría repetir. Era
su única oportunidad. ¡Ahora o nunca! Las fuerzas lo abandonaban rápidamente, y
todas sus esperanzas se cifraban en que, antes de que lo abandonasen del todo, habría
conseguido que su adversario permaneciera tendido en la lona durante diez segundos. Y
mientras seguía pegando y atacando, calculando fríamentela fuerza de sus golpes y el
daño que causaban, comprendió lo difícil que era dejar a Sandel fuera de combate. La
resistencia de aquel hombre, realmente extraordinaria, era la resistencia virgen de la
juventud. Desde luego, Sandel tenía ante sí un futurolleno de promesas. Él también lo
tuvo. Todos los buenos boxeadores poseían el temple que demostraba Sandel.
Sandel retrocedía dando traspiés, perseguido por King, que empezaba a sentir
calambres en las piernas y cuyos nudillos comenzaban a resentirse. Sin embargo, siguió
asestando sus terribles golpes, sin detenerseante el dolor quecada uno de ellos
producía en sus manos, en sus pobres manos, viejas y torturadas. Aunqueen aquellos
momentos no recibía ninguna réplica de su adversario, King se debilitaba a toda prisa,
de modo que pronto su estado igualaría el de Sandel. No fallaba un solo golpe, pero
éstos ya no poseían la potencia de antes y cada uno de ellos suponía para Tom un
esfuerzo extraordinario. Sus piernas parecían de plomo y se arrastraban visiblemente
por el ring. Los partidarios de Sandel lo advirtieron y empezaron a dirigir gritos de
aliento al joven boxeador.
Esto decidió a King a realizar un postrer esfuerzo y asestó dos golpes casi simultáneos:
uno con la izquierda, dirigido al plexo solar y que resultó un poco alto, y otro con la
derecha a la mandíbula. Estos golpes no fueron demasiado fuertes, pero Sandel estaba
ya tan conmocionado, que cayó en la lona, donde quedó debatiéndose. El árbitro se
inclinó sobre él y empezó a contarle al oído los segundos fatales. Si antes del décimo no
se levantaba, habría perdido el combate. En la sala reinaba un silencio de muerte. King
apenas se mantenía en pie sobre sus piernas temblorosas. Se había apoderado de él un
mortal aturdimiento y, ante sus ojos, el mar de caras se movía y se balanceaba mientras
a sus oídos llegaba, al parecer desde una distancia remotísima, la voz del árbitro que
contaba los segundos. Pero consideraba el combate suyo. Era imposible que un hombre
tan castigado pudiera levantarse.
Solamente la juventud se podía levantar… Y Sandel se levantó. Al cuarto segundo, dio
media vuelta, quedando de bruces, y buscó a tientas las cuerdas. Al séptimo segundo ya
había conseguido incorporarse hasta quedar sobre una rodilla, y descansó un momento
en esta postura, mientras su aturdida cabeza se bamboleaba sobre sus hombros. Cuando
el árbitro gritó «¡nueve!» Sandel se levantó del todo, adoptando la adecuada posición de
guardia, cubriéndose la cara con el brazo izquierdo y el estómago con el derecho. Así
defendía sus puntos vitales, mientrasavanzaba agachado hacia King, con la esperanza
de agarrarse a él para ganar más tiempo.
Tan pronto como Sandel se levantó, King se le echó encima, pero los dos golpes que le
envió tropezaron con los brazos protectores. Acto seguido, Sandel se aferró a él
desesperadamente, mientras el árbitro se esforzaba por separarlo, ayudado por King.
Éste sabía con cuánta rapidez se recobraba la juventud y, al mismo tiempo, estaba
seguro de que Sandel sería suyo si podía evitar que se repusiera. Un enérgico directo lo
liquidaría. Tenía a Sandel en su poder, no cabía duda. Él había llevado la iniciativa del
combate, había demostrado mayor experiencia que su contrincante, le llevaba ventaja de
puntos. Sandel se desprendió del cuerpo de King, tambaleándose, vacilando entre la
derrota y la supervivencia. Un buen golpe lo derribaría definitivamente, y, ante esta
idea, Tom King, presa de súbita amargura, se acordó del bistec. ¡Ah, si lo hubiera tenido
y contara con su fuerza para el golpe que iba a asestar! Concentró sus últimas energías
en el golpe decisivo, pero éste no fue bastante fuerteni bastante rápido. Sandel se
tambaleó, pero no llegó a caer. Con paso vacilante, retrocedió hacia las cuerdas y se
aferró a ellas. King, también tambaleándose, lo siguióy, experimentando un dolor
indescriptible, le asestó un nuevo golpe. Pero las fuerzas lo habían abandonado.
Únicamente le quedaba su inteligencia de luchador, turbia, oscurecida por el cansancio.
Había dirigido el puño a la mandíbula, pero tropezó en el hombro. Su intención había
sido darlo más alto, pero sus cansados músculos no lo obedecieron. Y, por efecto del
impacto, el propio Tom King retrocedió, dando traspiés. Poco faltó para que cayera. De
nuevo lo intentó. Esta vez su directo ni siquiera alcanzó a Sandel. Era tal su debilidad
que cayó sobre el joven y se abrazó a su cuerpo, para no desplomarse definitivamente a
sus pies.
King ya no hizo nada por separarse. Había puesto toda la carne en el asador: ya no podía
hacer más. La juventud se había impuesto. Inclusoen aquel abrazo notaba cómoSandel
iba recuperando sus fuerzas. Cuando el árbitro los separó, King vio claramentecómo se
recobraba su joven adversario. Segundo a segundo, Sandel se iba mostrando más fuerte.
Sus directos, débiles y vacilantes al principio, cobraron dureza y precisión. Los
ofuscados ojos de Tom King vieron el guante que se acercaba a su mandíbula y se
propuso protegerla alzando el brazo. Vio el peligro, deseó parar el golpe, pero el brazo le
pesaba demasiado y no pudo: le pareció que tenía que levantar un quintal de plomo. El
brazo no quería levantarse y él deseó con toda su alma levantarlo. El guante de Sandel
ya le había llegado a la cara. Oyó un agudo chasquido semejanteal de un chispazo
eléctrico y el negro velo de la inconsciencia envolviósu mente.
Cuando abrió de nuevo los ojos, se encontró sentado en su rincón y oyó el clamoreo del
público, semejante al rumor del oleaje de la playa de Bondi. Alguien le oprimía una
esponja empapada contra la base del cráneo, y Sid Sullivan le rociaba la cara y el pecho
con agua fría. Le habían quitado ya los guantes y Sandel, inclinado sobreél, le
estrechaba la mano. No sintió rencor alguno hacia el hombreque lo había dejado fuera
de combate, y le devolvió el apretón de manos tan cordialmente que sus nudillos se
resintieron. Luego Sandel se dirigió al centro del cuadriláteroy el griterío del público se
acalló para oírle decir que aceptaba el desafío de Young Pronto, y que proponía
aumentar la apuesta a cien libras. King lo contemplaba, indiferente, mientras sus
segundos secaban el agua que corría a raudales por su cuerpo, le pasaban una esponja
por la cara y lo preparaban para abandonar el cuadrilátero. King sentía hambre; no era
aquélla la sensación de hambre ordinaria, sino una gran debilidad, una serie de
palpitaciones en la boca del estómago que repercutían en todo su cuerpo. Se acordó del
momentoen que había tenido ante él a Sandel tambaleándose, al borde del knock-out.
¡Ah, si hubiese tenido aquel bistec en el cuerpo! Entonces nada habría salvado a Sandel.
Le había faltado sólo esto para asestar el golpe decisivo con eficacia. Había perdido por
culpa de aquel bistec.
Sus segundos trataron de ayudarlo a pasar entre las cuerdas, pero él los apartó, se
agachó y saltó solo al piso de la sala. Precedido por sus cuidadores, avanzó por el pasillo
central abarrotado de público. Poco después, cuando salió de los vestuarios y se dirigió a
la calle, se encontró con un muchachoque le dijo:
-¿Por qué no le pegaste de firme cuando lo tenías atontado?
-¡Vete al diablo! -le respondió Tom King mientras bajaba los escalones del portal.
Las puertas de la taberna de la esquina estaban abiertas de par en par. Tom King vio las
luces cegadoras del local y las sonrientes camareras, y, entre el alegre tintineo de las
monedas que saltaban en el mármol del mostrador, oyó diversas voces que comentaban
el combate. Alguien lo llamó para invitarlo a una copa, pero él rechazó la invitación y
siguió su camino.
No llevaba un céntimo encima. Los tres kilómetrosque lo separaban de su casa le
parecieron muy largos. Era evidente que envejecía. Cuando cruzaba el Dominio, se dejó
caer de pronto en un banco. La idea de que su mujer estaría esperándolo, ansiosa de
saber cómo había terminado el encuentro, lo sumió en una angustiosa desesperación.
Esto era peor que un knock-out: no se sentía con fuerzas para mirarla a la cara.
Estaba desfallecido y amargado. El vivo dolor que sentía en los nudillos le hizo
comprender que, aunque encontrase trabajo como peón de albañil, tardaría lo menos
una semana en poder empuñar la pala o el pico. Las palpitaciones que le producía el
hambre en la boca del estómago le hacían sentir náuseas. Una profunda desolación se
apoderó de él y notó que sus ojos se llenaban de lágrimas incontenibles. Se cubrió la
cara con las manos y lloró. Y mientras lloraba se acordó de la paliza que propinó a
Stowsher Bill una noche ya lejana. ¡Pobre Stowsher Bill! Ahora comprendía por qué
lloró aquella nocheen los vestuarios.
FIN
“A Piece of Steak”,
Saturday Evening Post, 1909
https://ciudadseva.com/texto/un-buen-bistec/#:~:text=Un%20buen%20bistec,Post%2C%201909

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Roberto Bolaño y Sensini

  • 1. Roberto Bolaño (Santiago, Chile, 1953 - Barcelona, 2003) Sensini (Llamadas telefónicas, 1997) LA FORMA EN que se desarrolló mi amistad con Sensinisin duda se sale de lo corriente. En aquella época yo tenía veintitantos años y era más pobre que una rata. Vivía en las afueras de Girona, en una casa en ruinas que me habían dejado mi hermana y mi cuñado tras marcharse a México y acababa de perder un trabajo de vigilante nocturno en un cámping de Barcelona, el cual había acentuado mi disposición a no dormir durantelas noches. Casi no tenía amigos y lo único quehacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar, momento en el cual mi cuerpo experimentaba algo semejante al jet-lag, una sensación de estar y no estar, de distancia con respecto a lo que me rodeaba, de indefinida fragilidad. Vivía con lo que había ahorrado durante el verano y aunqueapenas gastaba mis ahorros iban menguando al paso del otoño. Tal vez eso fue lo que me impulsó a participar en el Concurso Nacional de Literatura de Alcoy, abierto a escritores de lengua castellana, cualquiera que fuera su nacionalidad y lugar de residencia. El premio estaba divido en tres modalidades: poesía, cuento y ensayo. Primero pensé en presentarme en poesía, pero enviar a luchar con los leones (o con las hienas) aquello que era lo que mejor hacía me pareció indecoroso. Después pensé en presentarme en ensayo, pero cuando me enviaron las bases descubrí que éste debía versar sobre Alcoy, sus alrededores, su historia, sus hombres ilustres, su proyección en el futuro y eso me excedía. Decidí, pues, presentarme en cuentoy envié por triplicado el mejor que tenía (no tenía muchos) y me senté a esperar Cuando el premio se falló trabajaba de vendedor ambulante en una feria de artesanía en donde absolutamente nadie vendía artesanías. Obtuve el tercer accésit y diez mil pesetas que el Ayuntamiento de Alcoy me pagó religiosamente. Poco después me llegó el libro, en el que no escaseaban las erratas, con el ganador y los seis finalistas. Por supuesto, mi cuento era mejor queel que se había llevado el premio gordo, lo que me llevó a maldecir al jurado y a decirme que, en fin, eso siempre pasa. Pero lo que realmente me sorprendió fue encontrar en el mismolibro a Luis Antonio Sensini, el escritor argentino, segundoaccésit, con un cuento en donde el narrador se iba al campo y allí se le moría su hijo o con un cuentoen donde el narrador se iba al campo porque en la ciudad se le había muertosu hijo, no quedaba nada claro, lo cierto es que en el campo, un campo plano y más bien yermo, el hijo del narrador se seguía muriendo, en fin, el cuento era claustrofóbico, muyal estilo de Sensini, de los grandes espacios geográficos
  • 2. de Sensini que de pronto se achicaban hasta tener el tamañode un ataúd, y superior al ganador y al primer accésit y también superior al tercer accésit y al cuarto, quinto y sexto No sé qué fue lo que me impulsó a pedirle al Ayuntamiento de Alcoy la dirección de Sensini. Yo había leído una novela suya y algunos de sus cuentos en revistas latinoamericanas. La novela era de las que hacen lectores. Se llamaba Ugarte y trataba sobre algunos momentos de la vida de Juan de Ugarte, burócrata en el Virreinato del Río de la Plata a finales del siglo XVIII. Algunos críticos, sobre todo españoles, la habían despachado diciendo que se trataba de una especie de Kafka colonial, pero poco a poco la novela fue haciendo sus propios lectores y para cuando me encontré a Sensinien el libro de cuentos de Alcoy, Ugarte tenía repartidos en varios rinconesde América y España unos pocos y fervorosos lectores, casi todos amigos o enemigos gratuitos entre sí. Sensini, por descontado, tenía otros libros, publicados en Argentina o en editoriales españolas desaparecidas, y pertenecía a esa generación intermedia de escritores nacidos en los años veinte, después de Cortázar, Bioy, Sabato, Mujica Lainez, y cuyo exponente más conocido (al menos por entonces, al menos para mí) era Haroldo Conti, desaparecido en uno de los campos especiales de la dictadura de Videla y sus secuaces. De esta generación (aunque tal vez la palabra generación sea excesiva) quedaba poco, pero no por falta de brillantez o talento; seguidores de Roberto Arlt, periodistas y profesores y traductores, de alguna manera anunciaron lo que vendría a continuación, y lo anunciaron a su manera triste y escéptica que al final se los fue tragando a todos A mí me gustaban. En una época lejana de mi vida había leído las obras de teatro de Abelardo Castillo, los cuentos de Rodolfo Walsh (como Conti asesinado por la dictadura), los cuentos de Daniel Moyano, lecturas parciales y fragmentadas que ofrecían las revistas argentinas o mexicanaso cubanas, libros encontrados en las librerías de viejo del D.F., antologías piratas de la literatura bonaerense, probablemente la mejor en lengua española de este siglo, literatura de la que ellos formaban parte y que no era ciertamente la de Borges o Cortázar y a la que no tardarían en dejar atrás Manuel Puig y Osvaldo Soriano, pero que ofrecía al lector textos compactos, inteligentes, que propiciaban la complicidad y la alegría. Mi favorito, de más está decirlo, era Sensini, y el hecho de alguna manera sangrante y de alguna manera halagador de encontrármeloen un concurso literariode provincias me impulsó a intentar establecer contactocon él, saludarlo, decirle cuánto lo quería Así pues, el Ayuntamiento de Alcoy no tardó en enviarmesu dirección, vivía en Madrid, y una noche, después de cenar o comer o merendar, le escribí una larga carta en donde hablaba de ligarte, de los otros cuentos suyos que había leído en revistas, de mí, de mi casa en las afueras de Girona, del concurso literario (me reía del ganador), de la situación política chilena y argentina (todavía estaban bien establecidas ambas
  • 3. dictaduras), de los cuentos de Walsh (que era el otro a quien más quería juntocon Sensini), de la vida en España y de la vida en general. Contra lo que esperaba, recibí una carta suya apenas una semana después. Comenzaba dándome las gracias por la mía, decía que en efecto el Ayuntamiento de Alcoy también le había enviado a él el libro con los cuentos galardonados pero que, al contrario que yo, él no había encontrado tiempo (aunque después, cuando volvía de forma sesgada sobre el mismo tema, decía que no había encontrado ánimosuficiente) para repasar el relato ganador y los accésits, aunque en estos días se había leído el mío y lo había encontrado de calidad, «un cuento de primer orden», decía, conservo la carta, y al mismo tiempo me instaba a perseverar, pero no, como al principio entendí, a perseverar en la escritura sino a perseverar en los concursos, algo que él, me aseguraba, también haría. Acto seguido pasaba a preguntarme por los certámenes literarios que se «avizoraban en el horizonte», encomiándome que apenas supiera de uno se lo hiciera saber en el acto. En contrapartida me adjuntaba las señas de dos concursos de relatos, uno en Plasencia y el otro en Écija, de 25.000 y 30.000 pesetas respectivamente, cuyas bases según pude comprobar más tarde extraía de periódicos y revistas madrileñas cuya sola existencia era un crimen o un milagro, depende. Ambos concursos aún estaban a mi alcance y Sensini terminaba su carta de manera más bien entusiasta, comosi ambos estuviéramos en la línea de salida de una carrera interminable, amén de dura y sin sentido. «Valor y a trabajar», decía Recuerdo que pensé: qué extraña carta, recuerdo que releí algunas capítulos de Ugarte, por esos días aparecieron en la plaza de los cines de Girona los vendedores ambulantes de libros, genteque montaba sus tenderetes alrededor de la plaza y que ofrecía mayormente stocks invendibles, los saldos de las editoriales queno hacía mucho habían quebrado, libros de la Segunda Guerra Mundial, novelas de amor y de vaqueros, colecciones de postales. En uno de los tenderetes encontré un librode cuentos de Sensini y lo compré. Estaba como nuevo —de hecho era un libronuevo, de aquellos que las editoriales venden rebajados a los únicos que mueven estematerial, los ambulantes, cuando ya ninguna librería, ningún distribuidor quiere meter las manos en ese fuego— y aquella semana fue una semana Sensini en todos los sentidos. A veces releía por centésima vez su carta, otras veces hojeaba Ugarte, y cuando quería acción, novedad, leía sus cuentos. Éstos, aunque trataban sobre una gama variada de temas y situaciones, generalmente se desarrollaban en el campo, en la pampa, y eran lo que al menos antiguamente se llamaban historias de hombres a caballo. Es decir historias de gente armada, desafortunada, solitaria o con un peculiar sentido de la sociabilidad. Todo lo que en Ugarte era frialdad, un pulso preciso de neurocirujano, en el libro de cuentos era calidez, paisajes que se alejaban del lector muy lentamente (y que a veces se alejaban con el lector), personajes valientes y a la deriva
  • 4. En el concurso de Plasencia no alcancé a participar, pero en el de Écija sí. Apenas hube puesto los ejemplares de mi cuento(seudónimo: Aloysius Acker) en el correo, comprendí que si me quedaba esperando el resultado las cosas no podían sino empeorar. Así que decidí buscar otros concursos y de paso cumplir con el pedido de Sensini. Los días siguientes, cuando bajaba a Girona, los dediqué a trajinar periódicos atrasados en busca de información: en algunos ocupaban una columna juntoa ecos de sociedad, en otros aparecían entre sucesos y deportes, el más serio de todos los situaba a mitad de camino del informe del tiempo y las notas necrológicas, ninguno, claro, en las páginas culturales. Descubrí, asimismo, una revista de la Generalitat que entrebecas, intercambios, avisos de trabajo, cursos de posgrado, insertaba anunciosde concursos literarios, la mayoría de ámbitocatalán y en lengua catalana, pero no todos. Pronto tuve tres concursos en ciernes en los que Sensiniy yo podíamos participar y le escribí una carta Como siempre, la respuesta me llegó a vuelta de correo. La carta de Sensini era breve. Contestaba algunas de mis preguntas, la mayoría de ellas relativas a su libro de cuentos recién comprado, y adjuntaba a su vez las fotocopias de las bases de otros tres concursos de cuento, uno de ellos auspiciado por los Ferrocarriles del Estado, premio gordo y diez finalistas a 50.000 pesetas por barba, decía textualmente, el que no se presenta no gana, que por la intención no quede. Le contesté diciéndole que no tenía tantos cuentos comopara cubrir los seis concursos en marcha, pero sobre todo intenté tocar otros temas, la carta se me fue de la mano, le hablé de viajes, amores perdidos, Walsh, Conti, Francisco Urondo, le pregunté por Gelman al que sin duda conocía, terminé contándole mi historia por capítulos, siempre que hablo con argentinos termino enzarzándome con el tango y el laberinto, les sucede a muchos chilenos La respuesta de Sensini fue puntual y extensa, al menos en lo tocante a la producción y los concursos. En un folio escrito a un solo espacio y por ambas caras exponía una suerte de estrategia general con respecto a los premios literarios de provincias. Le hablo por experiencia, decía. La carta comenzaba por santificarlos (nunca supe si en serio o en broma), fuente de ingresos que ayudaban al diario sustento. Al referirse a las entidades patrocinadoras, ayuntamientos y cajas de ahorro, decía «esa buena gente que cree en la literatura», o «esos lectores puros y un poco forzados». No se hacía en cambio ninguna ilusión con respecto a la información de la «buena gente», los lectores que previsiblemente (o no tan previsiblemente) consumirían aquellos libros invisibles. Insistía en que participara en el mayor número posible de premios, aunque sugería que como medida de precaución les cambiara el título a los cuentos si con uno solo, por ejemplo, acudía a tres concursos cuyos fallos coincidían por las mismas fechas. Exponía como ejemplo de esto su relato Al amanecer, relatoque yo no conocía, y que él había enviado a varios certámenes literarios casi de manera experimental, como el
  • 5. conejillo de Indias destinado a probar los efectos de una vacuna desconocida. En el primer concurso, el mejor pagado, Al amanecer fue como Al amanecer, en el segundo concurso se presentó como Los gauchos, en el tercer concurso su título era En la otra pampa, y en el últimose llamaba Sin remordimientos. Ganó en el segundo y en el último, y con la plata obtenida en ambos premios pudo pagar un mes y medio de alquiler, en Madrid los precios estaban por las nubes. Por supuesto, nadie se enteró de que Los gauchos y Sin remordimientos eran el mismo cuentocon el título cambiado, aunque siempre existía el riesgo de coincidir en más de una liza con un mismo jurado, oficio singular que en España ejercían de forma contumaz una pléyade de escritores y poetas menores o autores laureados en anteriores fiestas. El mundo de la literatura es terrible, además de ridículo, decía. Y añadía que ni siquiera el repetido encuentro con un mismo jurado constituía de hecho un peligro, pues éstos generalmente no leían las obras presentadas o las leían por encima o las leían a medias. Y a mayor abundamiento, decía, quién sabe si Los gauchos y Sin remordimientos no sean dos relatos distintos cuya singularidad resida precisamente en el título. Parecidos, incluso muy parecidos, pero distintos. La carta concluía enfatizando que lo ideal sería hacer otra cosa, por ejemplo vivir y escribir en Buenos Aires, sobre el particular pocas dudas tenía, pero que la realidad era la realidad, y uno tenía que ganarse los porotos (no sé si en Argentina llaman porotos a las judías, en Chile sí) y que por ahora la salida era ésa. Es como pasear por la geografía española, decía. Voy a cumplir sesenta años, pero me siento como si tuviera veinticinco, afirmaba al final de la carta o tal vez en la posdata. Al principio me pareció una declaración muy triste, pero cuando la leí por segunda o tercera vez comprendí que era como si me dijera: ¿cuántos años tenés vos, pibe? Mi respuesta, lo recuerdo, fue inmediata. Le dije que tenía veintiocho, tres más que él. Aquella mañana fue como si recuperara si no la felicidad, sí la energía, una energía que se parecía mucho al humor, un humor que se parecía mucho a la memoria No me dediqué, como me sugería Sensini, a los concursos de cuentos, aunque sí participé en los últimos que entre él y yo habíamos descubierto. No gané en ninguno, Sensini volvió a hacer doblete en Don Benito y en Écija, con un relato que originalmente se titulaba Los sables y que en Écija se llamó Dos espadas y en Don Benito El tajo más profundo. Y ganó un accésit en el premio de los ferrocarriles, lo que le proporcionó no sólo dinero sino también un billete franco para viajar durante un año por la red de la Renfe Con el tiempo fui sabiendo más cosas de él. Vivía en un piso de Madrid con su mujer y su única hija, de diecisiete años, llamada Miranda. Otro hijo, de su primer matrimonio, andaba perdido por Latinoamérica o eso quería creer. Se llamaba Gregorio, tenía treintaicinco años, era periodista. A veces Sensini me contaba de sus diligencias en organismos humanitarios o vinculados a los departamentos de derechos humanos de la
  • 6. Unión Europea para averiguar el paradero de Gregorio. En esas ocasiones las cartas solían ser pesadas, monótonas, como si mediante la descripción del laberinto burocrático Sensini exorcizara a sus propios fantasmas. Dejé de vivir con Gregorio, me dijo en una ocasión, cuando el pibe tenía cinco años. No añadía nada más, pero yo vi a Gregorio de cinco años y vi a Sensini escribiendo en la redacción de un periódico y todo era irremediable. También me pregunté por el nombre y no sé por qué llegué a la conclusión de que había sido una suerte de homenajeinconsciente a GregorioSamsa. Esto último, por supuesto, nunca se lo dije. Cuando hablaba de Miranda, por el contrario, Sensinise ponía alegre, Miranda era joven, tenía ganas de comerse el mundo, una curiosidad insaciable, y además, decía, era linda y buena. Se parece a Gregorio, decía, sólo que Miranda es mujer (obviamente) y no tuvo quepasar por lo que pasó mi hijo mayor Poco a poco las cartas de Sensini se fueron haciendomás largas. Vivía en un barrio desangelado de Madrid, en un piso de dos habitaciones más sala comedor, cocina y baño. Saber que yo disponía de más espacio que él me pareció sorprendente y después injusto. Sensiniescribía en el comedor, de noche, «cuando la señora y la nena ya están dormidas», y abusaba del tabaco. Sus ingresos provenían de unos vagos trabajos editoriales (creo que corregía traducciones) y de los cuentos que salían a pelear a provincias. De vez en cuando le llegaba algún cheque por alguno de sus numerosos libros publicados, pero la mayoría de las editoriales se hacían las olvidadizas o habían quebrado. El único que seguía produciendo dinero era ligarte, cuyos derechostenía una editorial de Barcelona. Vivía, no tardé en comprenderlo, en la pobreza, no una pobreza absoluta sino una de clase media baja, de clase media desafortunada y decente. Su mujer (que ostentaba el curioso nombre de Carmela Zajdman) trabajaba ocasionalmente en labores editorialesy dando clases particulares de inglés, francés y hebreo, aunque en más de una ocasión se había visto abocada a realizar faenas de limpieza. La hija sólo se dedicaba a los estudios y su ingreso en la universidad era inminente. En una de mis cartas le pregunté a Sensini si Miranda también se iba a dedicar a la literatura. En su respuesta decía: no, por Dios, la nena estudiará medicina Una noche le escribí pidiéndole una foto de su familia. Sólo después de dejar la carta en el correo me di cuenta de que lo que quería era conocer a Miranda. Una semana después me llegó una fotografía tomada seguramente en el Retiroen donde se veía a un viejo y a una mujer de mediana edad juntoa una adolescente de pelo liso, delgada y alta, con los pechos muy grandes. El viejo sonreía feliz, la mujer de mediana edad miraba el rostro de su hija, como si le dijera algo, y Miranda contemplaba al fotógrafo con una seriedad que me resultó conmovedora e inquietante. Juntoa la foto me envió la fotocopia de otra foto. En ésta aparecía un tipo más o menos de mi edad, de rasgos acentuados, los labios muy delgados, los pómulos pronunciados, la frente amplia, sin
  • 7. duda un tipo alto y fuerte que miraba a la cámara (era una foto de estudio) con seguridad y acaso con algo de impaciencia. Era Gregorio Sensini, antes de desaparecer, a los veintidós años, es decir bastante más joven de lo que yo era entonces, pero con un aire de madurez que lo hacía parecer mayor Durante mucho tiempo la foto y la fotocopia estuvieron en mi mesa de trabajo. A veces me pasaba mucho rato contemplándolas, otras veces me las llevaba al dormitorio y las miraba hasta caerme dormido. En su carta Sensini mehabía pedido que yo también les enviara una fotomía. No tenía ninguna reciente y decidí hacerme una en el fotomatón de la estación, en esos años el único fotomatón de toda Girona. Pero las fotos que me hice no me gustaron. Me encontraba feo, flaco, con el pelo mal cortado. Así que cada día iba postergando el envío de mi foto y cada día iba gastando más dinero en el fotomatón. Finalmente cogí una al azar, la metí en un sobre junto con una postal y se la envié. La respuesta tardó en llegar. En el ínterin recuerdo queescribí un poema muy largo, muy malo, lleno de voces y de rostros que parecían distintos pero que sólo eran uno, el rostro de Miranda Sensini, y que cuando yo por fin podía reconocerlo, nombrarlo, decirleMiranda, soy yo, el amigo epistolar de tu padre, ella se daba media vuelta y echaba a correr en busca de su hermano, Gregorio Samsa, en busca de los ojos de Gregorio Samsa que brillaban al fondo de un corredor en tinieblas donde se movían imperceptiblementelos bultos oscuros del terror latinoamericano La respuesta fue larga y cordial. Decía que Carmela y él me encontraron muy simpático, tal como me imaginaban, un poco flaco, tal vez, pero con buena pinta y que también les había gustado la postal de la catedral de Girona que esperaban ver personalmente dentro de poco, apenas se hallaran más desahogados de algunas contingencias económicas y domésticas. En la carta se daba por entendido que no sólo pasarían a verme sino que se alojarían en mi casa. De paso me ofrecían la suya para cuando yo quisiera ir a Madrid. La casa es pobre, pero tampoco es limpia, decía Sensini imitando a un famoso gaucho de tira cómica que fue muy famosoen el Cono Sur a principios de los setenta. De sus tareas literarias no decía nada. Tampoco hablaba de los concursos Al principio pensé en mandarle a Miranda mi poema, pero después de muchas dudas y vacilaciones decidí no hacerlo. Me estoy volviendo loco, pensé, si le mando esto a Miranda se acabaron las cartas de Sensini y además con toda la razón del mundo. Así que no se lo mandé. Durante un tiempo me dediqué a rastrearle bases de concursos. En una carta Sensini me decía que temía que la cuerda se le estuviera acabando. Interpreté sus palabras erróneamente, en el sentido de que ya no tenía suficientes certámenes literarios adonde enviar sus relatos Insistí en que viajaran a Girona. Les dije que Carmela y él tenían mi casa a su disposición, incluso durante unos días me obligué a limpiar, barrer, fregar y sacarle el
  • 8. polvo a las habitaciones en la seguridad (totalmenteinfundada) de que ellos y Miranda estaban al caer. Argüí que con el billete abiertode la Renfe en realidad sólo tendrían que comprar dos pasajes, uno para Carmela y otro para Miranda, y que Cataluña tenía cosas maravillosas que ofrecer al viajero. Hablé de Barcelona, de Olot, de la Costa Brava, de los días felices que sin duda pasaríamos juntos. En una larga carta de respuesta, en donde me daba las gracias por mi invitación, Sensinime informaba quepor ahora no podían moverse de Madrid. La carta, por primera vez, era confusa, aunque a eso de la mitad se ponía a hablar de los premios (creo que se había ganado otro) y me daba ánimos para no desfallecer y seguir participando. En esta parte de la carta hablaba también del oficio de escritor, de la profesión, y yo tuve la impresión de que las palabras que vertía eran en parte para mí y en parte un recordatorioque se hacía a sí mismo. El resto, como ya digo, era confuso. Al terminar de leer tuve la impresión de que alguien de su familia no estaba bien de salud Dos o tres meses después me llegó la noticia de que probablemente habían encontrado el cadáver de Gregorio en un cementerio clandestino. En su carta Sensini era parco en expresiones de dolor, sólo me decía que tal día, a tal hora, un grupo de forenses, miembros de organizaciones de derechos humanos, una fosa común con más de cincuenta cadáveres de jóvenes, etc. Por primera vez no tuve ganas de escribirle. Me hubiera gustado llamarlo por teléfono, pero creo que nunca tuvo teléfono y si lo tuvo yo ignoraba su número. Mi contestación fue escueta. Le dije que lo sentía, aventuréla posibilidad de que tal vez el cadáver de Gregorio no fuera el cadáver de Gregorio Luego llegó el verano y me puse a trabajar en un hotel de la costa. En Madrid ese verano fue pródigo en conferencias, cursos, actividades culturales de toda índole, pero en ninguna de ellas participó Sensini y si participó en alguna el periódico que yo leía no lo reseñó A finales de agosto le envié una tarjeta. Le decía que posiblementecuando acabara la temporada fuera a hacerle una visita. Nada más. Cuando volví a Girona, a mediados de septiembre, entre la poca correspondencia acumulada bajo la puerta encontré una carta de Sensini con fecha 7 de agosto. Era una carta de despedida. Decía que volvía a la Argentina, que con la democracia ya nadie le iba a hacer nada y que por tanto era ocioso permanecer más tiempo fuera. Además, si quería saber a ciencia cierta el destino final de Gregorio no había más remedio quevolver. Carmela, por supuesto, regresa conmigo, anunciaba, pero Miranda se queda. Le escribí de inmediato, a la única dirección que tenía, pero no recibí respuesta Poco a poco me fui haciendo a la idea de que Sensini había vueltopara siempre a la Argentina y que si no me escribía él desde allí ya podía dar por acabada nuestra relación epistolar. Durante mucho tiempo estuve esperando su carta o eso creo ahora, al recordarlo. La carta de Sensini, por supuesto, no llegó nunca. La vida en Buenos Aires,
  • 9. me consolé, debía de ser rápida, explosiva, sin tiempo para nada, sólo para respirar y parpadear. Volví a escribirle a la dirección que tenía de Madrid, con la esperanza de que le hicieran llegar la carta a Miranda, pero al cabo de un mes el correo me la devolvió por ausencia del destinatario. Así que desistí y dejé que pasaran los días y fui olvidando a Sensini, aunque cuandoiba a Barcelona, muy de tanto en tanto, a veces me metía tardes enteras en librerías de viejo y buscaba sus libros, los libros queyo conocía de nombre y que nunca iba a leer. Pero en las librerías sólo encontré viejosejemplares de Ugarte y de su libro de cuentos publicado en Barcelona y cuya editorial había hecho suspensión de pagos, casi como una señal dirigida a Sensini, dirigida a mí Uno o dos años después supe que había muerto. No sé en qué periódico leí la noticia. Tal vez no la leí en ninguna parte, tal vez me la contaron, pero no recuerdo haber hablado por aquellas fechas con gente que lo conociera, por lo que probablementedebo de haber leído en alguna parte la noticia de su muerte. Ésta era escueta: el escritor argentino Luis Antonio Sensini, exiliado durante algunos años en España, había muerto en Buenos Aires. Creo que también, al final, mencionaban Ugarte. No sé por qué, la noticia no me impresionó. No sé por qué, el que Sensini volviera a Buenos Aires a morir me pareció lógico Tiempo después, cuando la foto de Sensini, Carmela y Miranda y la fotocopia de la foto de Gregorio reposaban junto con mis demás recuerdos en una caja de cartón que por algún motivo que prefiero no indagar aún nohe quemado, llamaron a la puerta de mi casa. Debían de ser las doce de la noche, pero yo estaba despierto. La llamada, sin embargo, me sobresaltó. Ninguna de las pocas personas que conocía en Girona hubieran ido a mi casa a no ser que ocurriera algo fuera de lo normal. Al abrir me encontréa una mujer de pelo largo debajo de un gran abrigo negro. Era Miranda Sensini, aunquelos años transcurridosdesde que su padre me envió la foto no habían pasado en vano. Junto a ella estaba un tipo rubio, alto, de pelo largo y nariz ganchuda. Soy Miranda Sensini, me dijo con una sonrisa. Ya lo sé, dije yo y los invité a pasar. Iban de viaje a Italia y luego pensaban cruzar el Adriático rumbo a Grecia. Como no tenían mucho dinero viajaban haciendo autostop. Aquella noche durmieron en mi casa. Les hice algo de cenar. El tipo se llamaba Sebastián Cohen y también había nacido en Argentina, pero desde muy joven vivía en Madrid. Me ayudó a preparar la cena mientras Miranda inspeccionaba la casa. ¿Hace mucho que la conoces?, preguntó. Hasta hace un momento sólo la había visto en foto, le contesté Después de cenar les preparé una habitación y les dije que se podían ir a la cama cuando quisieran. Yo también pensé en metermea mi cuarto y dormirme, pero comprendí que aquello iba a resultar difícil, si no imposible, así que cuando supuse que ya estaban dormidos bajé a la primera planta y puse la tele, con el volumen muy bajo, y me puse a pensar en Sensini
  • 10. Poco después sentí pasos en la escalera. Era Miranda. Ella tampoco podía quedarse dormida. Se sentó a mi lado y me pidió un cigarrillo. Al principio hablamos de su viaje, de Girona (llevaban todo el día en la ciudad, no le pregunté por qué habían llegado tan tarde a mi casa), de las ciudades que pensaban visitar en Italia. Después hablamos de su padre y de su hermano. Según Miranda, Sensini nunca se repuso de la muertede Gregorio. Volvió para buscarlo, aunquetodos sabíamos que estaba muerto. ¿Carmela también?, pregunté. Todos, dijo Miranda, menosél. Le pregunté cómo le había ido en Argentina. Igual que aquí, dijo Miranda, igual que en Madrid, igual que en todas partes. Pero en Argentina lo querían, dije yo. Igual que aquí, dijo Miranda. Saqué una botella de coñac de la cocina y le ofrecí un trago. Estás llorando, dijo Miranda. Cuando la miré ella desvió la mirada. ¿Estabas escribiendo?, dijo. No, miraba la tele. Quiero decir cuando Sebastián y yo llegamos, dijo Miranda, ¿estabas escribiendo? Sí, dije. ¿Relatos? No, poemas. Ah, dijo Miranda. Bebimos largo rato en silencio, contemplando las imágenes en blanco y negro del televisor. Dimeuna cosa, le dije, ¿por qué le puso tu padre Gregorio a Gregorio? Por Kafka, claro, dijo Miranda. ¿Por Gregorio Samsa? Claro, dijo Miranda. Ya, me lo suponía, dije yo. Después Miranda me contó a grandes trazos los últimos meses de Sensini en Buenos Aires Se había marchado de Madrid ya enfermo y contra la opinión de varios médicos argentinos que lo trataban gratis y que incluso le habían conseguidoun par de internamientos en hospitales de la Seguridad Social. El reencuentro con BuenosAires fue doloroso y feliz. Desde la primera semana se puso a hacer gestiones para averiguar el paradero de Gregorio. Quiso volver a la universidad, pero entre trámites burocráticos y envidias y rencores de los que no faltan el acceso le fue vedado y se tuvo que conformar con hacer traducciones para un par de editoriales. Carmela, por el contrario, consiguió trabajo como profesora y durante los últimos tiempos vivieron exclusivamente de lo que ella ganaba. Cada semana Sensini le escribía a Miranda. Según ésta, su padre se daba cuenta de que le quedaba poca vida e incluso en ocasiones parecía ansioso de apurar de una vez por todas las últimas reservas y enfrentarse a la muerte. En lo que respecta a Gregorio, ninguna noticia fue concluyente. Según algunos forenses, su cuerpo podía estar entre el montón de huesos exhumados de aquel cementerio clandestino, pero para mayor seguridad debía hacerse una prueba de ADN, pero el gobierno no tenía fondos o no tenía ganas de que se hiciera la prueba y ésta se iba cada día retrasando un Poco más. También se dedicó a buscar a una chica, una probable compañera que Goyo posiblemente tuvo en la clandestinidad, pero la chica tampoco apareció. Luego su salud se agravó y tuvo que ser hospitalizado. Ya ni siquiera escribía, dijo Miranda. Para él era muy importanteescribir cada día, en cualquier condición. Sí, le dije, creo que así era. Después le pregunté si en Buenos Aires alcanzó a participar en algún concurso. Miranda me miró y se sonrió. Claro, tú eras el que participaba en los concursos con él, a ti te
  • 11. conoció en un concurso. Pensé que tenía mi dirección por la simple razón de que tenía todas las direcciones de su padre, pero que sólo en ese momento me había reconocido. Yo soy el de los concursos, dije. Miranda se sirvió más coñac y dijo que durante un año su padre había hablado bastante de mí. Noté que me miraba de otra manera. Debí importunarlobastante, dije. Qué va, dijo ella, de importunarlo nada, le encantaban tus cartas, siempre nos las leía a mi madre y a mí. Espero que fueran divertidas, dije sin demasiada convicción. Eran divertidísimas, dijo Miranda, mi madreincluso hasta os puso un nombre. ¿Un nombre?, ¿a quiénes?A mi padre y a ti, os llamaba los pistoleros o los cazarrecompensas, ya no me acuerdo, algo así, los cazadores de cabelleras. Me imagino por qué, dije, aunque creo que el verdadero cazarrecompensas era tu padre, yo sólo le pasaba uno que otro dato. Sí, él era un profesional, dijo Miranda de pronto seria. ¿Cuántos premios llegó a ganar?, le pregunté. Unos quince, dijo ella con aire ausente. ¿Y tú? Yo por el momentosólo uno, dije. Un accésit en Alcoy, por el que conocí a tu padre. ¿Sabes que Borges le escribió una vez una carta, a Madrid, en donde le ponderaba uno de sus cuentos?, dijo ella mirando su coñac. No, no lo sabía, dije yo. Y Cortázar también escribió sobre él, y también Mujica Lainez. Es que él era un escritor muy bueno, dije yo. Joder, dijo Miranda y se levantó y salió al patio, como si yo hubiera dicho algo que la hubiera ofendido. Dejé pasar unos segundos, cogí la botella de coñac y la seguí. Miranda estaba acodada en la barda mirando las luces de Girona. Tienes una buena vista desde aquí, me dijo. Le llené su vaso, me llené el mío, y nos quedamos durante un rato mirando la ciudad iluminada por la luna. De pronto me di cuenta de que ya estábamos en paz, que por alguna razón misteriosa habíamos llegado juntos a estar en paz y que de ahí en adelante las cosas imperceptiblemente comenzarían a cambiar. Como si el mundo, de verdad, se moviera. Le pregunté qué edad tenía. Veintidós, dijo. Entonces yo debo tener más de treinta, dije, y hasta mi voz sonó extraña. https://www.literatura.us/bolano/sensini.html Un buen bistec Jack London Tom King rebañó el plato con el último trozode pan para recoger la última partícula de gachas, y masticó aquel bocado final lentamente y con semblantepensativo. Cuando se levantó de la mesa, le embargaba una inconfundible sensación de hambre. Él era el único que había cenado. Los dos niños estaban acostados en la habitación contigua. Los habían llevado a la cama antes que otros días para que el sueño no les dejara pensar en que se habían ido a dormir sin probar bocado.
  • 12. La esposa de Tom King no había cenado tampoco. Se había sentado frente a él y lo observaba en silencio, con mirada solícita. Era una mujer de clase humilde, flaca y agotada por el trabajo, pero cuyas facciones conservaban restos de una antigua belleza. La vecina del piso de enfrente le había prestado la harina para las gachas. Los dos medio peniques que le quedaban los había invertido en pan. Tom King se sentó junto a la ventana, en una silla desvencijada que crujió al recibir su peso. Con un movimiento maquinal, se llevó la pipa a la boca e introdujo la manoen el bolsillo de la chaqueta. Al no encontrar tabaco, se dio cuenta de su distracción y, lanzando un gruñido de contrariedad, se guardó la pipa. Sus movimientos eran lentos y premiosos, como si el extraordinario volumen de sus músculos le abrumara. Era un hombre macizo, de rostro impasible y aspecto nada simpático. Llevaba un traje viejo y lleno de arrugas, y sus destrozados zapatos eran demasiado endebles para soportar el peso de las gruesas suelas que les había puesto él mismo hacía ya bastante tiempo. Su camisa de algodón (un modelo de no más de dos chelines) tenía el cuello deshilachado y unas manchas de pintura que no se quitaban con nada. Bastaba verle la cara a Tom King para comprender cuál era su profesión. Aquel rostro era el típico del boxeador, del hombre que ha pasado muchos años en el cuadrilátero y que, a causa de ello, ha desarrollado y subrayado en sus facciones los rasgos característicos del animal de lucha. Era una fisonomía que intimidaba, y para que ninguno de aquellos rasgos pasara inadvertido iba perfectamente rasurado. Sus labios informes, de expresión extremadamente dura, daban la impresión de una cuchillada que atravesara su rostro. Su mandíbula inferior era maciza, agresiva, brutal. Sus ojos, de perezosos movimientos y dotados de gruesos párpados, apenas tenían expresión bajo sus tupidas y aplastadas cejas. Estos ojos, lo más bestial de su semblante, realzaban el aspecto de brutalidad del conjunto. Parecían los ojos soñolientos de un león o de cualquier otroanimal de presa. La frente hundida y angosta lindaba con un cabello que, cortado al cero, mostraba todas las protuberancias de aquella cabeza monstruosa. Una nariz rota por dos partes y aplastada a fuerza de golpes, y una oreja deforme, que había crecido hasta adquirir el doble de su tamaño y que hacía pensar en una coliflor, completaban el cuadro. Y en cuanto a su barba, aunque recién afeitada, apuntaba bajo la piel, dando a su tez un tono azulado negruzco. Si bien aquella fisonomía era la de uno de esos hombres con los que no deseamos encontrarnos a solas en un callejón oscuro o en un lugar apartado, Tom King no era un criminal ni había cometido nunca una mala acción. Dejando aparte las reyertas en que se había visto mezclado y que eran cosa corriente en los medios que frecuentaba, no había hecho daño a nadie. No se le consideraba un pendenciero. Era un profesional de la contienda y reservaba toda su combatividad para sus apariciones en el ring. Fuera del tablado, era un hombre bonachón, de movimientos tardos, y en su juventud, cuando ganaba el dinero a espuertas, había sido, no ya generoso, sino despilfarrador. Para él el boxeo era un negocio. Cuando estaba en el cuadrilátero, pegaba con intención de hacer daño, de lesionar, de destruir; pero no había animosidad en sus golpes: era una simple
  • 13. cuestión de intereses. El público acudía y pagaba para ver cómo dos hombres se vapuleaban hasta que uno de ellos quedaba inconsciente. El vencedor se quedaba con la parte del león de la bolsa. Hacía veinte años, cuando Tom King se enfrentó con el «Salta Ojos», de Woolloomoolloo, sabía que la mandíbula de su contrincante sólo estaba firme desde hacía cuatro meses, pues anteriormentese la habían partido en un combate celebrado en Newcastle. Por eso dirigió todos sus golpes contra ella, y consiguió fracturarla nuevamente en el novenoasalto. No lo movía ningún resentimientocontra su adversario: procedió así porque era el medio más seguro de dejar fuera de combate a aquel hombre y, de este modo, ganar la mayor parte de la bolsa ofrecida. En cuanto al «Salta Ojos», no le guardó rencor alguno. Ambossabían que así era el boxeo, y había que atenerse a sus reglas. Tom King no era nada hablador. En aquel momento en quepermanecía sentadojunto a la ventana, se hallaba sumido en un hurañosilencio, mientras se miraba las manos. En el dorso de ellas se destacaban las venas gruesas e hinchadas. El aspecto de los nudillos, aplastados, estropeados, deformes, atestiguaba el empleo quehabía hecho de ellos. Tom no había oído decir nunca que la vida de un hombre dependía de sus arterias, pero sabía muy bien lo que significaban aquellas venas prominentes, dilatadas. Su corazón había hecho correr demasiada sangre por ellas a una presión excesiva. Ya no funcionaban bien. Habían perdido la elasticidad, y su distensión había acabado con su antigua resistencia. Ahora se fatigaba fácilmente. Ya no podía resistir un combate a veinte asaltos con el ritmo acelerado de antes, con fuerza y violencia sostenidas, luchando infatigablemente desde que sonaba el gong, acosando sin cesar a su adversario, retrocediendo hasta las cuerdas o llevandoa su oponente hacia ellas, recibiendo golpes y devolviéndolos. Ya no multiplicaba su acometividad y la rapidez de sus golpes en el vigésimo y últimoasalto, levantando al público de sus asientos y provocando sus aclamaciones, cuando él acometía, pegaba, esquivaba, hacía caer una lluvia de golpes sobre su adversario y recibía otra igual mientras su corazón no dejaba de enviar, con impetuosa fidelidad, sangre a sus venas jóvenes y elásticas. Sus arterias, dilatadas durante el combate, se encogían de nuevo, pero no del todo; al principio, esta diferencia era imperceptible, pero cada vez quedaban un poco más distendidas que la anterior. Se contempló las venas y los estropeados nudillos. Por un momento le pareció ver los magníficos puños que tenía en su juventud, antes de romperse el primer nudillocontra la cabeza de Benny Jones, apodado el «Terror de Gales». Experimentó de nuevo la sensación de hambre. -¡Lo que daría yo por un buen bistec! -murmuró, cerrando sus enormes puños y lanzando un juramento en voz baja. -He ido a la carnicería de Burke y luego a la de Sawley -dijo la mujer en son de disculpa.
  • 14. -¿Y no te quisieron fiar? -Ni medio penique. Burke medijo que… Vacilaba, no se atrevía a seguir. -¡Vamos! ¿Qué dijo? -Que como esta noche Sandel te zurraría de lo lindo, no quería aumentar tu cuenta, ya es bastante crecida. Tom King lanzó un gruñido por toda respuesta. Se acordaba del bulldog que tuvo en su juventud, al que echaba continuamente bistecs crudos. En aquella época, Burke le habría concedido crédito para mil bistecs. Pero los tiempos cambian. Tom King estaba envejecido, y un viejo que tenía que enfrentarse con un boxeador joven en un club de segunda categoría, no podía esperar que ningún comerciante le fiase. Aquella mañana se había levantadocon el deseo de comer un bistec, y aquel deseo no lo había abandonado. No había podido entrenarse debidamente para aquel combate. En Australia el año había sido de sequía y los tiempos eran difíciles. Había dificultades para encontrar trabajo, fuera de la índole que fuere. No había tenido sparring, no siempre había comido los alimentos debidos y en la cantidad necesaria. Había trabajado varios días como peón en una obra, y algunas mañanas había corrido para hacer piernas. Pero era difícil entrenarse sin compañero y teniendo queatender a las necesidades de una esposa y dos hijos. Cuando se anunció su combate con Sandel, los tenderos apenas le concedieron un poco más de crédito. El secretario del Gayety Club le adelantó tres libras -la cantidad que percibiría si perdía el combate-, y se negó a darle un céntimo más. De vez en cuando consiguió que sus antiguos compañeros le prestasen unos centavos, pero no pudieron prestarle más, porque corrían malos tiempos y ellos también pasaban sus apuros. En resumen, que era inútil tratar de ocultarse que no estaba debidamente preparado para la pelea. Le había faltado comida y le habían sobrado preocupaciones. Además, ponerse «en forma» no es tan fácil para un hombre de cuarenta años como para otro de veinte. -¿Qué hora es, Lizzie? – preguntó. Su mujer fue a preguntarlo a la vecina y, al regresar, le dio la respuesta.
  • 15. -Las ocho menos cuarto. -El primer match empezará dentro de unos minutos -observó Tom-. No es más que un combate de prueba. Después hay un encuentro a cuatro asaltos entre Dealer Wells y Gridley, y luego uno a diez asaltos entre Starlight y un marinero. Yo aún tengopara una hora. Otros diez minutos de silencioy Tom se puso en pie. -La verdad es, Lizzie, que no me he entrenado todo lo quedebía. Cogió el sombrero y se dirigió a la puerta. No le pasó por la mente besar a su mujer - nunca la besaba al marcharse-, pero aquella noche ella lo hizo por su cuenta y riesgo: le echó los brazos al cuello y lo obligó a inclinarse hacia su rostro. Se veía menudita y frágil junto al macizo corpachón de su marido. -Buena suerte, Tom -le dijo-. Tienes que ganar. -Sí, tengo que ganar -repitió él-. Ni más ni menos. Se echó a reír, tratando de mostrarse despreocupado, mientras ella se apretaba más contra él. Tom contempló la desnuda estancia por encima del hombro de su esposa. Aquel cuartucho, del que debía varios meses de alquiler, era, con Lizzie y los niños, cuanto tenía en el mundo. Y aquella noche salía en busca de comida para su hembra y sus cachorros, no como el obrero de hoy que va a la fábrica, sino al estilo antiguo, primitivo, arrogante y animal de las bestias de presa. -Tengo que ganar -volvió a decir a su esposa, esta vez con un rictus de desesperación-. Si gano, son treinta libras, con lo que podré pagar todas las deudas y, además, verme un buen sobrante en el bolsillo. Si pierdo, no me darán nada, ni un penique para tomar el tranvía de vuelta, pues el secretario ya me ha dado todo lo que me correspondería en caso de perder. Adiós, mujercita. Si gano, volveré inmediatamente. -Te espero -dijo ella cuando Tom estaba ya en el rellano.
  • 16. Había más de tres kilómetros hasta el Gayetyy, mientras los recorría, recordó sus días de triunfo, cuando era el campeón de pesos pesados de Nueva Gales del Sur. Entonces habría tomado un coche de punto para ir al combate, y con toda seguridad alguno de sus admiradores se habría empeñado en pagar el coche para tener el privilegio de acompañarlo. Entre estos admiradores se contaban Tommy Burns y el yanqui Jack Johnson, que poseían automóvil propio. ¡Y ahora tenía que ir a pie! Como todo el mundo sabe, una marcha de tres kilómetrosno es la mejor preparación para un combate. Él era un viejo para el pugilismo, y el mundo no trata bien a los viejos. Él sólo servía ya para picar piedra, e incluso para esto era un obstáculo su nariz rota y su oreja hinchada. Ojalá hubiera aprendido un oficio. A la larga, habría sido mejor. Pero nadie se lo había enseñado. Por otra parte, una voz interior le decía que él no habría prestado atención si alguien hubiera tratado de enseñárselo. Su vida fue demasiado fácil. Ganó mucho dinero. Tuvo combates duros y magníficos, separados por períodos de descanso y holgazanería. Estuvo rodeado de aduladores quese desvivían por acompañarle, por darle palmadas en la espalda, por estrecharle la mano; de petimetres quelo invitaban a beber para tener el privilegio de charlar con él cinco minutos. Además, ¡aquellos magníficos combates ante un público delirante de entusiasmo! ¡Y aquel últimoasalto en que se lanzaba a fondo como un torbellino y el árbitrolo proclamaba vencedor! ¡Y leer su nombre en las secciones deportivas de todos los periódicos al día siguiente…! ¡Ah, qué tiempos aquéllos! Pero, de pronto, su mente tarda y premiosa comprendió que en aquellos lejanos días él dejaba fuera de combate a los viejos. Él era entonces la juventud que despuntaba, y sus adversarios la vejez que decaía. Era natural que resultara fácil para él: ellos tenían las venas hinchadas, los nudillos rotos y los huesos desvencijados por una larga serie de combates. Recordaba el día en que «noqueó» al maduro Stowsher Bill en Rush-Cutters Bay al decimoctavo asalto y luego lo vio llorando en los vestuarios, llorando como un niño. Acaso el viejo Bill debía también varios meses de alquiler, y acaso lo esperaban en su casa su mujer y sus hijos. ¡Y quién sabe si aquel mismo día, el del combate, había sentido el deseo de comerse un buen bistec! Bill combatió valientemente, recibiendo a pie firme una soberana paliza. Ahora que él pasaba el mismo calvario, comprendía que aquella nochede hacía veinte años Bill luchó por algo más importante que su adversario, el joven Tom King, que sólo trataba de ganar dinero y gloria fácilmente. No era extraño que Stowsher Bill hubiese llorado en los vestuarios amargamente después del combate. No cabía duda de que cada púgil podía soportar un número limitado de combates. Era una ley inflexible del boxeo. Unos podían librar cien encuentros durísimos, otros sólo veinte. Cada cual, según sus dotes físicas, podía subir al ring tantas o cuantas veces. Después, quedaba al margen. Él se había pasado de la raya, había librado más combates encarnizados de los que debía, encuentros en que el corazón y los pulmones parecía que iban a estallar; contiendas que hacían perder elasticidad a las arterias y convertían un cuerpo esbelto y juvenil en un montón de músculos nudosos; combates que desgastaban los nervios y los
  • 17. músculos, el cerebro y los huesos, por obra del esfuerzo. Sí, él había resistido más que nadie. No quedaba ya ni uno solo de sus antiguos compañeros. Él era el último de la vieja guardia. Había visto cómo iban cayendo todos y había contribuido a poner punto final a la carrera de algunos de ellos. Lo opusieron a los boxeadores ya viejos y él los fue liquidando uno tras otro. Y después, cuando los veía llorar en los vestuarios, como había llorado el viejo Stowsher Bill, se reía. Pero ahora el viejo era él, y a su vez tenía que enfrentarse con los jóvenes. Con Sandel, por ejemplo. Había llegado de Nueva Zelanda precedido de un brillante historial. Pero comoen Australia aún era un desconocido, se acordó enfrentarlo con el viejo Tom King. Si Sandel hacía un buen combate, se le opondrían mejores púgiles y las bolsas serían más crecidas. Así, pues, era de esperar que luchara como un demonio. Aquel combate era decisivo para él, ya que si ganaba tendría dinero, cobraría nombre y habría dado el primer paso de una brillantecarrera. Tom King no era para él más que el muro viejo que le cerraba el paso a la fama y la fortuna. En cambio, a lo único que Tom King podía aspirar era a recibir treinta libras, que le servirían para pagar al dueño de la casa y a los tenderos. Y mientras cavilaba así, Tom King vio alzarse ante sus ojos hinchados el cuadro de la juventud triunfadora, exuberante e invencible, de músculos suaves y piel sedosa, de corazón y pulmones que no sabían lo que era el cansancio y se reían del jadeo de los viejos. Los jóvenes destruían a los viejos sin pensar que, al hacerlo, se destruían a sí mismos, dilatando sus arterias y aplastando sus nudillos, para ser, al fin, aniquilados por una nueva generación de jóvenes. Pues la juventud ha de ser siempre joven. Al llegar a la calle de Castlereagh dobló a la izquierda y, después de recorrer tres manzanas, llegó al Gayety. Una multitud de golfillosapiñados frente a la puerta se apartaron respetuosamente al verle y oyó que decían: -¡Es Tom King! Una vez dentro, cuando se dirigía a los vestuarios, encontró al secretario, un joven de mirada viva y expresión astuta, que le estrechó la mano. -¿Cómo te encuentras, Tom? – le preguntó. -Estupendamente -respondió King, a sabiendas de que mentía y de que le hacía tanta falta un buen bistec, que si tuviera una libra la daría a cambio de él sin vacilar. Cuando salió de los vestuarios, seguido por sus segundos, y se dirigió al cuadrilátero, que se alzaba en el centro de la sala, estalló una tempestad de aplausos y vítores en el
  • 18. público. Él respondió saludando a derecha e izquierda, aunque conocía muy pocas de aquellas caras. En su mayoría, eran muchachos queaún tenían que nacer cuando él cosechaba sus primeros laureles en el ring. Saltó con ligereza a la alta plataforma y, después de pasar entre las cuerdas, se dirigió a su ángulo y se sentó en un taburete plegable. Jack Ball, el árbitro, se acercó a él para estrecharle la mano. Ball era un boxeador fracasado que desde hacía diez años no pisaba el ring como púgil. King se alegró de tenerlo por árbitro. Ambos eran veteranos. Si él apretaba las tuercas a Sandel algo más de lo que permitía el reglamento, sabía que Ball haría la vista gorda. Subieron al tablado, uno tras otro, varios jóvenes aspirantes a la categoría de pesos pesados, y el árbitro los fue presentando sucesivamente al público. Asimismo, expuso sus carteles de desafío. -Young Pronto -anuncióBall-, de Sidney del Norte, reta al ganador por cincuenta libras. El público aplaudió y los aplausos se renovaron cuando Sandel trepó ágilmenteal ring y fue a sentarse en su rincón. Tom King, desde el ángulo opuesto, lo miró con curiosidad, pensando que minutos después ambos estarían enzarzados en implacable combate, y pondrían todo su empeño en noquearse. Pero apenas pudo ver nada, pues Sandel llevaba, como él, un mono de entrenamiento sobresu calzón corto de pugilista. Su cara era muy atractiva. Estaba coronada por un mechón rizado de pelo rubio, y su cuello grueso y musculosoanunciaba un cuerpo de atleta verdaderamente magnífico. Young Pronto se dirigió sucesivamente a los dos ángulos y, después de estrechar las manos a los boxeadores, salió del ring. Continuaron los desafíos. Un joven tras otro pasaba entre las cuerdas. Aquellos muchachos desconocidos pero ambiciosos estaban convencidos, y así lo pregonaban, de que con su fuerza y destreza eran capaces de medirse con el vencedor. Unos años antes, cuando su carrera se hallaba en su apogeo y él se consideraba invencible, aquellospreliminares hubieran divertidoy aburrido a Tom King. Pero a la sazón los contemplaba fascinado, incapaz de apartar de sus ojos la visión de la juventud. Siempre existirían aquellos jóvenes que subían al ring, y saltaban por las cuerdas para lanzar su reto a los cuatro vientos; y siempre tendrían que caer ante ellos los boxeadores gastados. Ascendían hacia el éxito trepando sobre los cuerpos de los viejos púgiles. Y continuaban afluyendoen número creciente, como una oleada de juventud incontenible que arrollaba a los viejos, para envejecer a su vez y seguir el camino descendente, a impulsos de la juventud eterna, de los nuevos mozosque desarrollaban sus músculos y derribaban a sus mayores, mientras tras ellos se formaba una nueva masa de jóvenes. Y así ocurriría hasta el fin de los tiempos, pues aquella juventud voluntariosa era algo inseparable de la humanidad. King dirigió una mirada al palco de la prensa y saludó con un movimientode cabeza a Morgan, del Sportsman, y a Corbett, del Referee. Luego tendió las manos para que Sid
  • 19. Sullivan y Charles Bates, sus segundos, le pusieran los guantesy se los atasen fuertemente, bajo la atenta fiscalización de uno de los segundos de Sandel, que ya había examinado con ojo crítico las vendas que cubrían los nudillos de King. Uno de los segundos de Tom cumplía la misma misión en el ánguloocupado por Sandel. Este levantó las piernas para que le despojasen de los pantalones del mono y luego se levantó para que acabaran de quitarle la prenda por la cabeza. Tom King vio entonces ante sí una encarnación de la juventud, un pecho ancho y desbordante de vigor, unos músculos elásticos que se movían como seres vivos bajo la piel blanca y satinada. Todo aquel cuerpo estaba pletórico de vida, de una vida que aún no había dejado escapar nada de ella por los doloridos poros en los largos combates en que la juventud ha de pagar su tributo, dejando algo de ella misma en los tablados. Los dos púgiles avanzaron hacia el centro del cuadrilátero y cuando los segundos saltaron por las cuerdas, llevándose los taburetes plegables, ellos simularon estrecharse las manos enguantadas e inmediatamente se pusieron en guardia. Acto seguido, como un mecanismode acero puesto en marcha por un fino resorte, Sandel se lanzó al ataque. Asestó a Tom un gancho de izquierda al entrecejo y un derechazoa las costillas. Luego, entre fintas y sin cesar de saltar sobre las puntas de los pies, se alejó ligeramente de su contrincante para volverse a acercar en seguida, ágil y agresivo. Era un boxeador rápido e inteligente, que había iniciadola pelea con una espectacular exhibición. El público vociferaba entusiasmado. PeroKing no se dejó impresionar. Había librado demasiados encuentrosy había visto a demasiados jóvenes. Supo apreciar el verdadero valor de aquellos golpes: eran demasiado rápidos y hábiles para ser peligrosos. Evidentemente, Sandel trataba de forzar el curso del combate desde el comienzo. No le sorprendió. Esto era muy propio de la juventud, inclinada a malgastar sus espléndidas facultades en furiosos ataques y locas acometidas, alentada por un ilimitado deseo de gloria que redoblaba sus fuerzas. Sandel atacaba, retrocedía, estaba aquí y allá, en todas partes. Con pies ligeros y corazón vehemente, deslumbrante con su carne blanca y sus potentes músculos, tejía un ataque maravilloso, saltandoy deslizándose como una ardilla, eslabonando mil movimientos ofensivos, todos ellos encaminados a la destrucción de Tom King, del hombre que se alzaba entre él y la fortuna. Y Tom King soportaba pacientemente el chaparrón. Conocía su oficio y sabía cómo era la juventud, ahora que la había perdido. Se dijo que tenía que esperar a que su oponente fuese perdiendo fogosidad, y sonrió para sus adentros mientras se agachaba para parar un fuerte directo con la base del cráneo. Era una argucia innoble, pero correcta, según el reglamentodel pugilismo. El boxeador tenía que velar por sus nudillos y, si se empeñaba en golpear a su adversario en la cabeza, allá él. King podía haberse agachado más para que el golpe no lo alcanzara, pero se acordó de sus primeros encuentros y de cómo se partió por primera vez un nudillo contra la cabeza del «Terror de Gales». Aun ajustándosea las reglas del juego, al agacharse había atentado contra los nudillos de Sandel. De momento, éste no lo notaría. Seguro de sí mismo e indiferente, seguiría propinando golpes con la misma fuerza durante todo el combate. Pero, andando el tiempo, cuando en su historial tuviera muchos encuentros, el
  • 20. nudillo lesionado se resentiría, y entonces él, volviendo la vista atrás, recordaría el potente golpe asestado a la cabeza de Tom King. El primer asalto lo ganó Sandel por puntos. El joven boxeador mantuvo a la sala en vilo con sus fulminantes arremetidas. Lanzó sobre King un verdaderodiluvio de golpes, y King no devolvió ni uno solo: se limitó a cubrirse, mantener una guardia cerrada, esquivar y llegar a veces al cuerpo a cuerpo para eludir el castigo. De vez en cuando hacía alguna finta, movía la cabeza cuando encajaba un directo, e iba evolucionando imperturbable por el ring, sin saltar ni bailar para no malgastar ni un átomode energías. Debía dejar que Sandel desahogara el ardor de su juventud y sólo entonces replicarle, pues no debía olvidar sus cuarenta años. Los movimientosde King eran lentos y metódicos. Sus ojos, casi inmóviles bajo los gruesos párpados, le daban el aspecto de un hombre adormilado y aturdido. Sin embargo, no se le escapaba ningún detalle: su experiencia de más de veinte años le permitía verlo todo. Sus ojos no pestañeaban ni se desviaban al recibir un golpe, porque así podían ver y medir mejor las distancias. Cuando, al terminar el asalto, fue a sentarse en su rincón para descansar, se recostó con las piernas extendidas y apoyó los brazos en el ángulo recto que formaban las cuerdas. Entonces su pecho y su abdomen empezaron a subir y a bajar en profundas aspiraciones, mientras le acariciaban el rostroel aire de las toallas con que le abanicaban sus segundos. Con los ojos cerrados, Tom King escuchaba el clamoreo del público. -¿Por qué no luchas, Tom? -le gritaron- ¿Es que tienes miedo? -Le pesan los músculos -oyó que comentaba un espectador de primera fila-. No puede moverse con más rapidez. ¡Dos libras contra una a favor de Sandel! Sonó el gong y los dos púgiles abandonaron sus rincones. Sandel recorriótres cuartas partes del cuadrilátero, ansioso de reanudar la contienda. King apenas se apartó de su rincón. Esto formaba parte de su plan de ahorro de fuerzas. No había podido entrenarse como era debido, no había comido lo suficiente, y el menor movimiento innecesario tenía su importancia. Además, había que tener en cuenta que había recorrido a pie más
  • 21. de tres kilómetros antes de subir al ring. Aquel asaltofue una repetición del primero: Sandel atacaba en tromba y el público, indignado, abucheaba a King al ver que no combatía. Aparte algunas fintas y varios golpes lentos e ineficaces, se limitaba a mantener una guardia cerrada, parar golpes y agarrarse al adversario. Sandel deseaba acelerar el ritmo del combate, y King, hombrede experiencia, se negaba a secundarlo. En su rostro deformado por los golpes había una melancólica sonrisa, y Tom seguía economizando fuerzas celosamente, como sólo puede hacerlo un boxeador maduro. Sandel era joven y derrochaba sus energías con la prodigalidad propia de su juventud. El generalato del ring correspondía a Tom, y suya era también la sabiduría cosechada a costa de largos y dolorosos combates. Observaba a su adversario con mirada fría y ánimo sereno, moviéndose lentamente, en espera de que se agotara el ardor de Sandel. Para la mayoría de espectadores, aquello era buena prueba de que King era incapaz de medirse con su joven adversario, opinión queexpresaban en voz alta, apostando a razón de tres a uno a favor de Sandel. Pero aún quedaban algunos espectadores prudentes que conocían a King desde hacía años y aceptaban estas ofertas, con grandes esperanzas de ganar. El tercer asalto comenzó comolos anteriores. Sandel llevaba la iniciativa y castigaba duramente a su adversario. Pero, cuando aún no había transcurrido medio minuto, el joven, excesivamente confiado, se olvidó de cubrirse, y los ojos de King centellearon a la vez que su brazo derecho se lanzaba como un rayo hacia adelante. Fue su primer golpe de verdad: un gancho reforzado, no sólo por el hábil movimientodel brazo, sino por el peso de todo el cuerpo. El león adormecido acababa de lanzar un imprevisto zarpazo. Sandel, tocado en un lado de la mandíbula, cayó como un buey abatido por el matarife. El público se quedó pasmado: algunos aplaudieron tímidamente, mientras por toda la sala corrían murmullosde admiración. ¡Caramba, caramba! King no tenía los músculos tan embotados como se creía, sino que era capaz de asestar verdaderos mazazos. Sandel quedó casi inconsciente, hizo girar su cuerpo hasta ponerse de costado e intentó levantarse, pero, al oír los gritos de sus segundos que le aconsejaban esperar hasta el último instante, no acabó de ponerse en pie, sino que quedó con una rodilla en el suelo. El árbitro se inclinó hacia él y empezó a contar los segundos con voz estentórea junto a su oído. Cuando oyó decir «¡nueve!» Sandel se levantó con gesto agresivo y Tom King hubo de hacerle frente, mientras se lamentaba de no haberle dado el golpe un par de centímetros más cerca del mentón, pues entonces habría conseguido el fuera de combate y vuelto a casa con treinta libras para su mujer y sus hijos. El asalto continuóhasta que se cumplieron los tres minutos reglamentarios. Sandel empezó a mirar con respeto a su oponente. Por su parte, King seguía moviéndose con lentitud y su mirada aparecía tan soñolienta como antes. Cuando el asalto estaba a punto de terminar, King se dio cuenta de ello al ver a los segundos agazapados junto al cuadrilátero. Estaban preparados para subir, pasando entre las cuerdas. Entonces llevó el combate hacia su rincón, y, cuando sonó el gong, pudo sentarse inmediatamente en el taburete que ya tenían preparado. En cambio, Sandel tuvo que cruzar de ángulo a
  • 22. ángulo todo el ring para llegar a su sitio. Esto era una pequeñez, pero muchas pequeñeces juntas pueden formar algo importante. Al verse obligado a dar aquellos pasos de más, Sandel perdió no sólo cierta cantidad de energía, sino una parte de los preciosos sesenta segundos de descanso. Al principio de cada asalto King salía perezosamente de su rincón, con lo que obligaba a su adversario a recorrer una distancia mayor, y cuando el asalto terminaba, King estaba en su sitio y podía sentarse inmediatamente. Transcurrieron otros dos asaltos en los que King economizó sus fuerzas con toda parsimonia, mientras Sandel derrochaba energías. Los esfuerzos que el joven púgil hacía por imponer un ritmomás vivo a la lucha resultaron bastanteenojosos para King, que hubo de encajar una parte bastante crecida del diluvio de golpes que cayó sobre él. Sin embargo, King mantuvo su deliberada lentitud, sin importarle el griteríode los jóvenes vehementes que querían verle pelear. En el sexto asalto, Sandel volvió a tener un descuido, y la terrible derecha de Tom King lanzó un nuevo disparo contra su mandíbula. Otra vez contó el árbitro hasta nueve. Al comenzar el séptimo asalto se vio claramente que el ardor de Sandel se había esfumado. El joven boxeador se percataba de que estaba librando el combate más duro de su carrera. Tom King era un boxeador gastado, pero el de más calidad que se le había opuesto hasta entonces; un boxeador maduro que no perdía la cabeza, que se defendía con extraordinaria habilidad, cuyos golpes eran verdaderos mazazos y que tenía un fuera de combate en cada puño. Pero Tom King no se atrevía a utilizar estos potentes puños demasiado, pues no se olvidaba de que tenía los nudilloslesionados y sabía que, para que pudieran resistir todo el combate, tenía que racionar los golpes prudentemente. Mientras permanecía sentado en su rincón, mirando a su adversario, pensó que la unión de su experiencia y de la juventud de Sandel producirían un campeón mundial. Pero esta mezcla era imposible. Sandel no sería campeón del mundo. Le faltaba experiencia y ésta sólo podía obtenerse a costa de la juventud. Cuando Sandel tuviera experiencia, advertiría que había gastado su juventud para adquirirla. King recurrió a todas las tretas y argucias. No desaprovechaba ocasión de agarrarse a su adversario y, cada vez que llegaba al cuerpo a cuerpo, clavaba con fuerza el hombro en las costillas de Sandel. En la teoría pugilística no había diferencia entre un hombro y un puño si con ambos podía hacerse el mismo daño, y el hombro aventajaba al puño en lo concerniente a la pérdida de energías. Asimismo, cuando se agarraban los dos púgiles, King descargaba todo el peso de su cuerpo sobre su contrincante y se resistía a soltarse. Esto obligaba al árbitro a intervenir para separarlos, en lo cual hallaba las mayores facilidades por parte de Sandel, que todavía no había aprendido a descansar de este
  • 23. modo. El joven no podía dejar de emplear sus magníficos brazos ni su lozana musculatura. Cuando King se aferraba a él, clavándole el hombro en las costillas e introduciendo la cabeza bajo su brazo izquierdo, Sandel le golpeaba el rostro pasando su brazo derecho por detrás de su espalda. Era un castigo espectacular que provocaba murmullos de admiración en el público, pero sin ninguna eficacia. Por el contrario, sólo servía para hacer perder energías a Sandel. Éste, incansable, no se daba cuenta de que todo tiene un límite. King sonreía y no se apartaba de su prudente táctica. Sandel asestó un sonoro derechazoal cuerpo de King, que la masa de espectadores consideró como un rudo castigo, pero los pocos expertos que había en la sala percibieron el hábil movimientodel guante izquierdode Tom, que tocó el bíceps de Sandel en el momentoen que éste lanzaba el fuerte derechazo. Sandel repitió una y otra vez este golpe, consiguiendo que siempre llegara a su destino, pero nunca con eficacia, debido al ligero contragolpe de King. En el noveno asalto, y en un solo minuto, Tom alcanzó con tres ganchos de derecha la mandíbula de Sandel, y las tres veces el corpachón del joven besó la lona y el árbitro hubo de contar hasta nueve. Sandel quedó aturdido y ligeramente conmocionado, pero conservaba las energías. Había perdido velocidad y economizaba sus fuerzas. Tenía el ceño fruncido, pero seguía contando con el arma más importantedel boxeador: la juventud. El arma principal de King era la experiencia. Cuando empezó el declive de su vitalidad, cuando su vigor empezó a disminuir, lo reemplazó con la astucia, la sabiduría cosechada en mil combates y una escrupulosa economía de sus fuerzas. King no era el único que sabía eludir los movimientos superfluos, pero nadie como él poseía el arte de incitar al adversario a despilfarrar sus energías. Una y otra vez, haciendo fintas con los pies, los puños y el cuerpo, siguió engañando a Sandel: obligándolo a saltar hacia atrás sin motivo, a esquivar golpes imaginarios, a lanzar inútiles contraataques. King descansaba, pero no daba descanso a su rival. Era la estrategia de un boxeador maduro. Al iniciarse el décimo asalto, King detuvo las embestidas de Sandel con directos de izquierda a la cara, y Sandel, que ahora procedía con cautela, respondió esgrimiendo su izquierda, para bajarla en seguida, mientras lanzaba un gancho de derecha a la cara de Tom King. El golpe fue demasiado alto para resultar decisivo, pero King notó que ese negro velo de inconsciencia tan conocido por los boxeadores se extendía sobre su mente. Durante una fracción casi inapreciable de tiempo, Tom dejó de luchar. Momentáneamente, desaparecieron de su vista su adversario y el telón de fondo formado por las caras blancas y expectantes del público…, pero sólo momentáneamente. Le pareció que abría los ojos tras un sueño fugaz. El intervalo de inconsciencia fue tan breve, que no tuvo tiempo de caer. El público sólo lo vio vacilar y doblar las rodillas. Inmediatamente, Tom King se recuperó y ocultó más su barbilla en el refugio que le ofrecía su hombro izquierdo.
  • 24. Sandel repitió varias veces este golpe, aturdiendo parcialmente a King. Pero el experto boxeador consiguió elaborar su defensa, que fue también una forma de contraatacar. Retrocediendo ligeramente sin dejar de hacer fintas con el brazo izquierdo, lanzó a Sandel un uppercut con toda la potencia de su puño derecho. Lo calculó con tanta precisión, que consiguió alcanzar de pleno la cara de Sandel cuando éste se agachaba haciendo un regate. El joven, levantado en vilo, cayó hacia atrás y fue a dar en la lona con la cabeza y la espalda. King repitió este golpe dos veces. Después dio rienda suelta a su acometividad y acorraló a su adversario contra las cuerdas, lanzando sobre él una lluvia de golpes. Sus puños funcionaron sin cesar hasta que el público, puesto en pie, le tributó una estruendosa salva de aplausos. Pero Sandel poseía una energía y una resistencia inagotables, y se mantenía en pie. Se mascaba el knock-out. Un capitán de policía, impresionado por el terrible castigo que recibía Sandel, se acercó al cuadrilátero para suspender el combate, pero en este preciso instante sonó el gong, señalando el fin del asalto, y Sandel regresó tambaleándose a su rincón, donde aseguróal capitán que estaba bien y conservaba las fuerzas. Para demostrarlo, dio un par de saltos, y el policía, convencido, volvió a sentarse. Tom King, mientras descansaba en su rincón, jadeante, se decía, contrariado, que si el combate se hubiera suspendido, el árbitro se habría visto obligado a declararlo vencedor y la bolsa hubiera ido a parar a sus manos. A diferencia de Sandel, él no luchaba por la gloria ni para abrirse paso, sino para ganar treinta libras esterlinas. En aquel minutode descanso, Sandel se recuperaría. La juventud será servida… Esta frase cruzó como un relámpago por el cerebro de King. Se acordó también de la ocasión en que la oyó: fue la noche en que dejó fuera de combate a Stowsher Bill. El señorito que la había pronunciado tenía razón. Aquella noche, tan lejana ya, él encarnaba a la juventud. «Pero esta noche -se dijo- la juventud se sienta en el rincón de enfrente.» Ya llevaba media hora de pelea y los años le pesaban. Si hubiese luchado como Sandel, no hubiera resistido ni quince minutos. Lo peor era que no se recuperaba. Sus venas hinchadas y su corazón fatigado no le permitían recobrar las perdidas fuerzas en los descansos entre asalto y asalto. Las energías le faltarían ya desde el comienzo de los asaltos. Notaba las piernas pesadas y empezaba a sentir calambres. No debió haber hecho a pie aquellos tres kilómetros que mediaban desde su casa a la sala de deportes. Y para colmo de desdichas, aquel bistec que no se había podido comer aquella mañana y que tantohabía deseado. Se despertó en él un odio terrible contra los carniceros quese habían negado a fiarle. Un hombre de sus años no podía boxear sin haber comido lo suficiente. ¿Quéera, al fin y al cabo, un bistec? Una insignificancia que valía unos cuantos peniques. Sin embargo, para él significaba treinta libras esterlinas. Cuando el gong señaló el comienzo del undécimo asalto, Sandel se levantó impetuosamente, aparentando una gallardía que estaba muy lejosde poseer. King supo
  • 25. apreciar el justo valor de semejanteactitud: se trataba de un farol tan antiguo como el mismo boxeo. Para no gastar fuerzas en balde, Tom se abrazó a su adversario. Luego, cuando lo soltó, permitió que el joven se pusiera en guardia. Esto era lo que King esperaba. Hizo una finta con la izquierda, consiguió que su contrincante se agachara para rehuirla, y al mismo tiempo le lanzó un gancho de derecha. SeguidamenteKing, retrocediendo un poco, asestó a Sandel un uppercut que lo alcanzó en plena cara y lo derribó. Después no le dio punto de reposo. Encajó mucho, pero pegó mucho más. Acorraló a Sandel contra las cuerdas mediante una serie de ganchos y con toda clase de golpes. Después de desprenderse de sus brazos, le impidió que lo volviera a abrazar, propinándole un directo cada vez que lo intentaba. Y cuando Sandel iba a caer, lo sostenía con una mano y lo golpeaba inmediatamente con la otra para arrojarlo contra las cuerdas, donde no le era posible desplomarse. El público parecía haber enloquecido. Todos los espectadores, puestos en pie, lo animaban con sus gritos. -¡Duro con él, Tom! ¡Ya es tuyo! ¡Lo tienes en el bolsillo! Querían que el combate terminara con una lluvia de golpes irresistibles. Esto era lo que deseaban ver; para esto pagaban. Y Tom King, que durante media hora había economizado sus fuerzas, las derrochó a manos llenas en lo que debía ser el esfuerzo final, un esfuerzo queno podría repetir. Era su única oportunidad. ¡Ahora o nunca! Las fuerzas lo abandonaban rápidamente, y todas sus esperanzas se cifraban en que, antes de que lo abandonasen del todo, habría conseguido que su adversario permaneciera tendido en la lona durante diez segundos. Y mientras seguía pegando y atacando, calculando fríamentela fuerza de sus golpes y el daño que causaban, comprendió lo difícil que era dejar a Sandel fuera de combate. La resistencia de aquel hombre, realmente extraordinaria, era la resistencia virgen de la juventud. Desde luego, Sandel tenía ante sí un futurolleno de promesas. Él también lo tuvo. Todos los buenos boxeadores poseían el temple que demostraba Sandel. Sandel retrocedía dando traspiés, perseguido por King, que empezaba a sentir calambres en las piernas y cuyos nudillos comenzaban a resentirse. Sin embargo, siguió asestando sus terribles golpes, sin detenerseante el dolor quecada uno de ellos producía en sus manos, en sus pobres manos, viejas y torturadas. Aunqueen aquellos momentos no recibía ninguna réplica de su adversario, King se debilitaba a toda prisa, de modo que pronto su estado igualaría el de Sandel. No fallaba un solo golpe, pero éstos ya no poseían la potencia de antes y cada uno de ellos suponía para Tom un esfuerzo extraordinario. Sus piernas parecían de plomo y se arrastraban visiblemente por el ring. Los partidarios de Sandel lo advirtieron y empezaron a dirigir gritos de aliento al joven boxeador.
  • 26. Esto decidió a King a realizar un postrer esfuerzo y asestó dos golpes casi simultáneos: uno con la izquierda, dirigido al plexo solar y que resultó un poco alto, y otro con la derecha a la mandíbula. Estos golpes no fueron demasiado fuertes, pero Sandel estaba ya tan conmocionado, que cayó en la lona, donde quedó debatiéndose. El árbitro se inclinó sobre él y empezó a contarle al oído los segundos fatales. Si antes del décimo no se levantaba, habría perdido el combate. En la sala reinaba un silencio de muerte. King apenas se mantenía en pie sobre sus piernas temblorosas. Se había apoderado de él un mortal aturdimiento y, ante sus ojos, el mar de caras se movía y se balanceaba mientras a sus oídos llegaba, al parecer desde una distancia remotísima, la voz del árbitro que contaba los segundos. Pero consideraba el combate suyo. Era imposible que un hombre tan castigado pudiera levantarse. Solamente la juventud se podía levantar… Y Sandel se levantó. Al cuarto segundo, dio media vuelta, quedando de bruces, y buscó a tientas las cuerdas. Al séptimo segundo ya había conseguido incorporarse hasta quedar sobre una rodilla, y descansó un momento en esta postura, mientras su aturdida cabeza se bamboleaba sobre sus hombros. Cuando el árbitro gritó «¡nueve!» Sandel se levantó del todo, adoptando la adecuada posición de guardia, cubriéndose la cara con el brazo izquierdo y el estómago con el derecho. Así defendía sus puntos vitales, mientrasavanzaba agachado hacia King, con la esperanza de agarrarse a él para ganar más tiempo. Tan pronto como Sandel se levantó, King se le echó encima, pero los dos golpes que le envió tropezaron con los brazos protectores. Acto seguido, Sandel se aferró a él desesperadamente, mientras el árbitro se esforzaba por separarlo, ayudado por King. Éste sabía con cuánta rapidez se recobraba la juventud y, al mismo tiempo, estaba seguro de que Sandel sería suyo si podía evitar que se repusiera. Un enérgico directo lo liquidaría. Tenía a Sandel en su poder, no cabía duda. Él había llevado la iniciativa del combate, había demostrado mayor experiencia que su contrincante, le llevaba ventaja de puntos. Sandel se desprendió del cuerpo de King, tambaleándose, vacilando entre la derrota y la supervivencia. Un buen golpe lo derribaría definitivamente, y, ante esta idea, Tom King, presa de súbita amargura, se acordó del bistec. ¡Ah, si lo hubiera tenido y contara con su fuerza para el golpe que iba a asestar! Concentró sus últimas energías en el golpe decisivo, pero éste no fue bastante fuerteni bastante rápido. Sandel se tambaleó, pero no llegó a caer. Con paso vacilante, retrocedió hacia las cuerdas y se aferró a ellas. King, también tambaleándose, lo siguióy, experimentando un dolor indescriptible, le asestó un nuevo golpe. Pero las fuerzas lo habían abandonado. Únicamente le quedaba su inteligencia de luchador, turbia, oscurecida por el cansancio. Había dirigido el puño a la mandíbula, pero tropezó en el hombro. Su intención había sido darlo más alto, pero sus cansados músculos no lo obedecieron. Y, por efecto del impacto, el propio Tom King retrocedió, dando traspiés. Poco faltó para que cayera. De nuevo lo intentó. Esta vez su directo ni siquiera alcanzó a Sandel. Era tal su debilidad que cayó sobre el joven y se abrazó a su cuerpo, para no desplomarse definitivamente a sus pies.
  • 27. King ya no hizo nada por separarse. Había puesto toda la carne en el asador: ya no podía hacer más. La juventud se había impuesto. Inclusoen aquel abrazo notaba cómoSandel iba recuperando sus fuerzas. Cuando el árbitro los separó, King vio claramentecómo se recobraba su joven adversario. Segundo a segundo, Sandel se iba mostrando más fuerte. Sus directos, débiles y vacilantes al principio, cobraron dureza y precisión. Los ofuscados ojos de Tom King vieron el guante que se acercaba a su mandíbula y se propuso protegerla alzando el brazo. Vio el peligro, deseó parar el golpe, pero el brazo le pesaba demasiado y no pudo: le pareció que tenía que levantar un quintal de plomo. El brazo no quería levantarse y él deseó con toda su alma levantarlo. El guante de Sandel ya le había llegado a la cara. Oyó un agudo chasquido semejanteal de un chispazo eléctrico y el negro velo de la inconsciencia envolviósu mente. Cuando abrió de nuevo los ojos, se encontró sentado en su rincón y oyó el clamoreo del público, semejante al rumor del oleaje de la playa de Bondi. Alguien le oprimía una esponja empapada contra la base del cráneo, y Sid Sullivan le rociaba la cara y el pecho con agua fría. Le habían quitado ya los guantes y Sandel, inclinado sobreél, le estrechaba la mano. No sintió rencor alguno hacia el hombreque lo había dejado fuera de combate, y le devolvió el apretón de manos tan cordialmente que sus nudillos se resintieron. Luego Sandel se dirigió al centro del cuadriláteroy el griterío del público se acalló para oírle decir que aceptaba el desafío de Young Pronto, y que proponía aumentar la apuesta a cien libras. King lo contemplaba, indiferente, mientras sus segundos secaban el agua que corría a raudales por su cuerpo, le pasaban una esponja por la cara y lo preparaban para abandonar el cuadrilátero. King sentía hambre; no era aquélla la sensación de hambre ordinaria, sino una gran debilidad, una serie de palpitaciones en la boca del estómago que repercutían en todo su cuerpo. Se acordó del momentoen que había tenido ante él a Sandel tambaleándose, al borde del knock-out. ¡Ah, si hubiese tenido aquel bistec en el cuerpo! Entonces nada habría salvado a Sandel. Le había faltado sólo esto para asestar el golpe decisivo con eficacia. Había perdido por culpa de aquel bistec. Sus segundos trataron de ayudarlo a pasar entre las cuerdas, pero él los apartó, se agachó y saltó solo al piso de la sala. Precedido por sus cuidadores, avanzó por el pasillo central abarrotado de público. Poco después, cuando salió de los vestuarios y se dirigió a la calle, se encontró con un muchachoque le dijo: -¿Por qué no le pegaste de firme cuando lo tenías atontado? -¡Vete al diablo! -le respondió Tom King mientras bajaba los escalones del portal.
  • 28. Las puertas de la taberna de la esquina estaban abiertas de par en par. Tom King vio las luces cegadoras del local y las sonrientes camareras, y, entre el alegre tintineo de las monedas que saltaban en el mármol del mostrador, oyó diversas voces que comentaban el combate. Alguien lo llamó para invitarlo a una copa, pero él rechazó la invitación y siguió su camino. No llevaba un céntimo encima. Los tres kilómetrosque lo separaban de su casa le parecieron muy largos. Era evidente que envejecía. Cuando cruzaba el Dominio, se dejó caer de pronto en un banco. La idea de que su mujer estaría esperándolo, ansiosa de saber cómo había terminado el encuentro, lo sumió en una angustiosa desesperación. Esto era peor que un knock-out: no se sentía con fuerzas para mirarla a la cara. Estaba desfallecido y amargado. El vivo dolor que sentía en los nudillos le hizo comprender que, aunque encontrase trabajo como peón de albañil, tardaría lo menos una semana en poder empuñar la pala o el pico. Las palpitaciones que le producía el hambre en la boca del estómago le hacían sentir náuseas. Una profunda desolación se apoderó de él y notó que sus ojos se llenaban de lágrimas incontenibles. Se cubrió la cara con las manos y lloró. Y mientras lloraba se acordó de la paliza que propinó a Stowsher Bill una noche ya lejana. ¡Pobre Stowsher Bill! Ahora comprendía por qué lloró aquella nocheen los vestuarios. FIN “A Piece of Steak”, Saturday Evening Post, 1909 https://ciudadseva.com/texto/un-buen-bistec/#:~:text=Un%20buen%20bistec,Post%2C%201909