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EL CURA MERINO
Su vida en folletín
(1933)
Eduardo de Ontañón
Edición:
Julio Pollino Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
PRÓLOGO
Una vida de Castilla
(1934)
Por esta apretada tierra castellana se ven todavía hombres así: años y
años bebiéndose el cielo, y un buen día virar de pronto y plantarse
bruscamente en un alcor de la Historia —grave dama a quien
anotamos con mayúscula—. Acercarse a una existencia semejante
requiere el tácito paso de un enamorado que no se limite a recoger la
peripecia externa, sino que sepa hundirse como un pez en las aguas
profundas por donde corre el último latir que motiva la acción. Para
infundir humano aliento cálido a un conjunto de fechas, de anécdotas
deslavazadas, de secos documentos «de la época», mejor que
refugiarse en sombras de archivo es hacer lo que Eduardo de Ontañón
al crear su Cura Merino: lanzarse por campos de Burgos y de Soria
para descubrir al personaje en conversación con serranos y cabreros,
dialogando con las encinas y contemplando los chaparros que
conservan mejor que mohosos libracos el perfume de una existencia.
Días sintiendo la caricia aguda del viento de Urbión, de recoger
entre los pinos —cerca de San Leonardo o de Navaleno— ecos de una
vida que va haciéndose entre sus manos. El gozo de ir plasmando la
línea firme del guerrillero, y al final una magnífica interpretación de
Castilla, fondo y alma del libro y de su autor. Pues la obra de Ontañón
es, ante todo, lo que debe de ser: una biografía, una excelente
biografía del Cura, pero además —y en éste además ha de cargarse el
acento— es un gran libro lírico y romántico sobre Castilla.
Garbo cierto en la prosa, despejo de gracia auténtica en la narración
y en el comentario, resaltando el primor en el hallazgo del adjetivo
que califica el hombre o la cosa. Señalemos la bella reminiscencia del
«esa», «esos», tan caros al Juglar de Medinaceli y que Ontañón
emplea con frecuencia.
No importa demasiado que se trate de biografía exacta o de vida
inventada. Lo esencial queda ahí: vivo espíritu preciso, arte de
biógrafo que no trata de resucitar un cadáver, sino de crear su
personaje. Apasionada tensión en lo entrañable, luces, en lo alto, de
amanecer.
Ricardo Gullón
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5
1
1769. Ya la cifra tiene empaque, apostura, engallamiento. Junto al
uno hierático, aunque con aire de querer pasar inadvertido, está el
erguido siete, muy empaquetado, con cuello alto y corbatín de
petimetre. Más allá asoma el nueve, rizado con ánimo decorativo de
voluta. Sólo el seis sabe ser campechano y cordial, como buen
barrigote.
1769. Pero ¿y cómo es el siglo XVIII? ¿Le oiremos siempre en el
gran preludio que suena por los parterres, en el que interviene
activamente el hipar lírico de los violonchelos y el hilo de cobre de los
violines?
1769. Fuentes de chorro salomónico. Enlazados amantes de
pastorela. Parejas, dulces parejas, sin que tengan otro apelativo
posible. Dulces parejas que andan con ritmo de muñecos de reloj y
dan vueltas como figuras de orquestón en la feria novecentista. Y
árboles pomposos, de hoja escarolada. Y algún columpio que, entre
risas y caquexia, va y viene con mucho regocijo, llevando encima una
damita que siente mucho rubor por sus piernas. Y un altisonante
hablar en los corrillos de hombres maduros. Y un retórico y
reverencioso galantear. Y un sostener el brazo atrás, afilando la figura.
Y un continuo arquear sonrisas. Y un llenar la noche de ripios para los
poetas futuros.
1769. ¿Es así el siglo XVIII? ¿Tiene razón Watteau? ¿La tiene
Goya? ¿Anda sobre las cosas este aire de país de abanico? ¿La tierra
es tan retusa? ¿El aire, la luz, el paisaje tienden al rebozo barroco?
¿Suceden las cosas con esa amabilidad de minué, o es todo una dulce
mentira para decorar las cajas de bombones?
6
1769. Comencemos el viaje a las afueras. Caminemos hacia el
campo raso. Huyamos hasta de la floresta. Al aire, a la vida libre,
espontánea. Andando. Vienen todavía detrás de nosotros flechas de
violín, murmullos de agua y de viento colado por el tamiz —poético—
de los árboles. Ya se pierde. Ya vuelve a traérnosle un aire suave que
muchos años después ha de servir a Rubén Darío para elaborar
amables versos. Pero, ¿es éste o es aquél? Porque, alejados del rebullir
jardinero, también el aire está cargado de polvillo musical. Aunque
ahora danza y voltea violenta, bruscamente. Más risas, más
bullicio. El siglo parece lleno de alborozo. Alea, muy jovial, una
canción: una tonadilla. ¿Es acaso la gracia picaresca de El Canapé, de
Palomino? ¿O la remangada "maja limonera" del regocijado "alias
Tudela", clérigo de misa y guitarreo? Se distinguen las palabras. Unos
a otros se llaman "madamas" y "morenos del alma" y "perlita amada"
y "mosqueterito". Aquí, por lo menos, el siglo es garboso. Pero tanta
algazara hace dudar de él. Es necesaria más seriedad para poder ser
biografiados.
1769. Pero ¿dónde está el campo, dónde el
"... pacífico retiro,
altas colinas, valle silencioso,
término a mis deseos…"
que acaba de cantar don José Cadalso? ¿Y las "vegas plácidas" y "el
río ondisonante" que, con seguridad de militar que es, afirma haber
conquistado tan ajustado poeta? ¿Y dónde el arroyuelo "con nuevas
aguas rico" que, saltando muy gozoso, consigue burlarse de los grillos,
según el pausado, el conceptuoso Meléndez Valdés ha comunicado
hace bien poco a "Dorila"?
1769. Sigamos nuestros discurrir por el año. El cielo ha cerrado.
Comienza a distinguirse la soledad y el silencio, que también se
columbra. A veces, truncado por el ancho suspiro de un abate o por el
soliloquio de un joven con traza melancólica. Adelante. Se empiezan a
ver unos cerros redondos, unos matorrales tupidos, unos ríos de rayita
ingenua, unos caminillos que marchan entre rebujos de árboles.
7
1769. Hace unos años que ha vuelto de hacer sus estudios de
cartografía y grabado en París don Tomás López, ahora geógrafo y
pensionista de Su Majestad, y perteneciente a las Reales Academias de
la Historia, a la de San Fernando, a la de Buenas Letras de Sevilla y a
la "Sociedad Bascongada". Don Tomás López ha comenzado a dibujar
los mapas geográficos de las provincias de España, valido por los
datos y documentos que "para su composición" han tenido a bien
"subministrarle" arzobispos, vicarios, intendentes, corregidores, curas,
beneficiados y visitadores, que contestan muy amablemente a su
interrogatorio, enviando listas "muy puntuales". A veces se ha servido
también de los mapas manuscritos que poseen algunos Obispados para
su regla y entendimiento. Porque de muchas de estas provincias
españolas forma don Tomás López el primer mapa que se da impreso.
Estos mapas son un primor de dato y detalle. Se consigna en ellos las
ciudades, las villas grandes y las pequeñas, los lugares, los barrios, las
granjas, las ventas, las casas fuertes, los castillos, los batanes, las
fuentes minerales, el nacimiento de los ríos, las colegiatas, los
monasterios, las ermitas, las encomiendas de la Orden de San Juan, los
ducados, condados, marquesados, vizcondados. Y la Orden a que
pertenecen los conventos de religiosos y religiosas, que "se señalan
con una letra o número."
Las montañas, los cerros, los sencillos alcores están dibujados uno
por uno, lo mismo que los árboles y las casas y las torres y los sotos.
Son como países infantiles descritos por la mano contenta del niño.
Países en los que llega a buscarse también el perfil de sus habitantes a
través de los caminillos y de los puentes que atraviesan sus ríos.
Hay uno, impreso muy avanzado el siglo XVIII, en 1784, que
"comprehende los partidos de Burgos, Bureva, Caftroxeriz,
Candemuño, Villadiego, Juarros y Aranda", los "valles de Sedano,
Valdelaguna y Bezana" y las "Jurisdicciones de Lara, la Hoz de Bricia
y la de Arreba". Todo dibujado con sencillez virgiliana, con alegría de
estar señalando el campo.
1784. Hemos perdido quince años en el viaje, pero henos aquí, ya a
solas con el paisaje libre, con el campo prometido por don José
Cadalso, lejos del "tumulto y tristes devaneos de la Corte engañosa",
dicho sea con las mismas palabras de su queja, hermana de la que,
desde su siglo de oro, lanzara el jovial, el puro, el campechano, el
regocijado fray Antonio de Guevara.
8
1784. Tenemos delante la tierra más mansa, más dócil que pudimos
imaginar. Por ella marchan los arroyos y los caminos con cándida
emoción de Nacimiento. Tenemos delante una tierra cruzada por la
banda del silencio. Sin corcovos de violín, ni manoteos de tonadilla, ni
zalamerías jardineras. Una tierra bermeja, gorda, con gozoso olor de
heredad. Una tierra que apenas es otra cosa que campo y cielo,
paralelos, infinitos, como espejos enfrentados. Una tierra que no hace
caso de los rizos del siglo. La tierra extendida, callada y feliz en cuya
busca y captura salimos.
Desde arriba todo parece somnoliento, entregado al rumiar
serenidades del campo. Sin embargo, ya están formados los cárcavos y
las torcas y las hondonadas y los carrascales que, dentro de unos años
nada más, ha de utilizar su verdadero personaje, el hombre más
gustosamente formado por este panorama: el guerrillero, mitad
soldado y mitad labrador, que ya ha nacido y patalea por entre
praderas y viñedos.
1784. No sólo ha nacido el guerrillero, sino que la propia tierra que
lo ha formado a su imagen y semejanza, se matica por servirle ya, por
allanarle su campo y redondearle su cerro y hacer fragoso su rincón
umbrío. La misma tierra, que es la principal arma del guerrillero.
Porque, al buen decir de Galdós, la lucha de las partidas es "la
geografía misma batiéndose".
Tierra de Castilla: buena pista para el noble ejercicio del guerrear.
Sobre escajos, cantizales y ribazos, no campea la sugestión del místico
precisamente, que acaso por el color terruño del buriel la han
endilgado, con lata unanimidad los cronistas. Lo que vuela con
terquedad, de buitre, lo que asoma tan pronto como se le evoca, es el
airón decidido, violento, del hombre completamente armado en cuyo
honor también han tañido cítaras y laúdes los rapsodas de vena
poética. ¡Y qué no habrán intentado tan desquehacerados varones!
9
1784. Pero lo que ahora nos interesa es que entre estas cuestas y sus
congostos, sombreados a pluma por la mano fina y cuidadosa de don
Tomás López, detrás de los inocentes caseríos y de los sotillos
pintados, hace ya quince años que alienta nada menos que don
Jerónimo Merino, hombre del clásico pelo en pecho y del no menos
típico trabuco naranjero. Aunque ahora, "a la sazón", en el decir de los
retóricos, no sea más que un mozalbete canijo, probablemente vestido
de estameña y muy pensativo, que trata de meterse en la cabeza los
mamotretos que, sabiendo que no sirve para las labores del campo por
su naturaleza esmirriada, le ha prestado el párroco de Villoviado, un
hombre, de tan buen natural como mala vista, que cree haber en
Jerónimo un futuro padre de la Iglesia.
Villoviado: aquí está sobre una colina. Es un pueblecillo carcomido,
tostado de sol. El mapa de don Tomás López le señala como un simple
"lugar". "De unos quince vecinos", dice uno de los primeros biógrafos
del Cura, un ser anónimo que por no poner, ni indica el año en que
edita su folleto. "De unos quince vecinos, sito en el valle que dicen de
Solarana".
Más adelante —1850—, cuando ya no existe ni Merino, el detallista
Madoz da cuenta más extensa del pueblo. "Situado al pie de la
cordillera conocida por el Risco —viene a decir—, su clima es frío,
gozando de buena ventilación." Un pueblo sano, como llaman por
Castilla a los que están en tales condiciones. "Se padecen fiebres
intermitentes y gastritis". Ya no tan sano. Más penas: "Su terreno es de
mediana calidad". Más: "No tiene más de treinta casas, algunas
arruinadas". Pero a renglón seguido hay nuevos goces: liebres,
perdices, robles y encinas en la parte montuosa." Y canteras de piedra
franca y caliza".
De todo hará uso Jerónimo tan pronto como sea mayor. De la caza,
del arbolado y hasta de la piedra, con la que muy andado el tiempo ha
de reformar notablemente la iglesia medio derruida, colocándola un
gran escudo en el que hace representar todos sus atributos guerreros:
banderines, castillos, cañones, un bombo, una corneta, y hasta un
sable curvado y una corona de laurel.
10
En nuestros días sus paisanos no tienen una idea fija sobre él. Con
ellos estoy ahora hablando junto a la iglesia, bajo una higuera secular
que le conocería. Abajo, el pueblo apretujado a la tierra arcillosa.
—¡Ya va años de todo eso!... De los que viven nadie le llegó a
conocer —me descubre un viejo embozado en algo tan seco, tan
áspero que parece un trozo de tierra de labor.
—¡No debió ser mal tipo! —suelta otro.
Rompe a hablar el cura de hoy, su sucesor:
—Aquí no hay papel ninguno... Andan diciendo que si la iglesia la
arregló por cumplir un voto prometido a una falta... ¡Y quién sabe eso!
—¡Pues yo he oído que así es la verdad! —se atreve un hombre
tostado, de mirada dura y pelo crespo, que parece más sucesor del cura
Merino que el párroco mismo. Es uno de esos hombres de barro
castellano que igual desgajan las ramas de un roble que le rebanan la
cabeza al más pintado. De esos que, como el mozo Jerónimo, han
adiestrado la vista y domado brazos y piernas subiendo "a por nidos"
mientras cuidaban el ganado, por pura diversión.
11
2
PORQUE —y así lo advirtió Pirala—el acreditado gremio de los
Viriatos es producto netamente nacional. El campo en España, en
Castilla sobre todo, despierta con facilidad el impulso bélico. Lo
primero que se siente al enfrentarse con el más solemne paisaje son
deseos de tirar una piedra. Que es también buen ejercicio de pastores.
De pastores que se metamorfosean en guerreros con tanta facilidad
como hacía sus transformaciones el Asno de Apuleyo. En otras
palabras: que "empiezan por cuidar rebaños y terminan por mandar
ejércitos", según acaba por decir el rajante y bien citado Pirala.
Cuando Jerónimo nació—el sábado 30 de septiembre de 1769
exactamente—no debía de ser ocupación muy bucólica, la de pastor, a
pesar de los tiempos de pastorela que corrían. Que estas escenas de
tapiz han estado siempre destinadas con exclusividad al ejercicio de
jóvenes almibarados y damitas de porcelana. El campo permanecía tan
abandonado, tan incomprendido como hoy. Ni siquiera era posible la
idea de Gedeón: hacer las ciudades en el campo. Lo que la época
quería eran jardines, muchos y muy recortados jardines.
O sea—y acaso sucede ahora lo mismo—que el campo era para los
campesinos. Por entonces no se prodigaba todavía ese tipo satisfecho
que es el veraneante. Ni siquiera ese otro, no menos orondo, aunque
sí más pazguato, que es el indiano.
El campesino vivía en los entresijos del mundo. No se enteraba de
las cosas, ni falta que le hacía. Si tenía noticia de los acontecimientos
de la época, la expulsión de los jesuitas, por ejemplo, era gracias a las
pláticas del párroco.
12
El pastor, ni eso. "Joven por las cuestas; viejo por las puertas", que
dice un angustioso refrán de pastores. El pastor no disponía de su
tiempo más que para tumbarse cara al cielo y estar mirando a aquellos
otros borregos que son las nubes. Y eso, de mozo. De viejo—si no se
había resuelto su metamorfosis—, ni eso. Sólo un peregrinar de casa
en casa, lanzando el "Ave María Purísima", que siempre despierta al
perro.
... En casa de Jerónimo toda ayuda era necesaria a su advenimiento.
El padre, Nicolás, no era más que un buen hombre de un pueblecillo
cercano: Castrillo de Solarana, o Valdenebreda, llamado por otro
nombre. Si había venido a parar a Villoviado fue aprovechando la
sombra de su hermano, don Ambrosio Merino, cura del pueblo. La
madre, Antonia Cob, había sido traída de un poco más lejos, de
Tordueles, pueblo risueño de orillas del Arlanza.
Tres biógrafos de Jerónimo Merino, que se esconden tras de las
iniciales—porque alrededor del Cura todo parece llenarse de
misterio—dicen así en 1908, con estilo de hoja de calendario: "Si su
alcurnia no puede envanecerle, y si las riquezas no le proporcionaron
dorada cuna, no por eso puede decirse tenía por qué avergonzarse en
la primera."
El padre labraba unos cuadritos de tierra roja, de esos que, vistos
desde cualquier altillo, más parecen remiendos que heredades. La
madre se dedicaba, además de las faenas "propias de su sexo", a
reemplazar al padre cuando éste marchaba. Porque, todo hay que
decirlo. El buen Nicolás tenía que ayudarse con el cansino oficio de la
arriería. En cuanto comenzaban a llegar los arrieros al pueblo, con ese
aire y esa algarabía de contrabandistas que tenían los arrieros, Nicolás
Merino marchaba con ellos para "completar la subsistencia de una
familia que, atenida sólo a sus cuatro terrones, hubiese perecido", y
volvemos a los tres biógrafos, casi anónimos, de 1908.
Un hogar de labradores en Castilla lo necesita todo. Desde más
ventilación hasta mejor condumio. Y para obtenerlo malamente todas
las actividades son pocas.
Un hogar de labradores en Castilla es algo que se asemeja a la cueva
cenobítica. No sólo por sus techos achaparrados y muchas veces
renegridos. También por el desprecio a la vida con que en él se habita.
Allí ni se come ni se descansa ni se vive. Una de las pocas cosas que
se hacen en él con fruición es dormir.
13
Para el hombre de tierra castellana no hay más de tres ocupaciones:
trabajar la tierra, tomar el sol junto a una pared, quieto, embebido
como un lagartijo, y jugar "la partida", o simplemente "matar el rato"
en la taberna. Para la mujer, acaso no llegan a tantas. Entre la iglesia y
el comadreo se la pasa fácilmente el día.
A vidas tan "aperreadas" (con cuya palabra el pueblo, en su genial
inconsciencia, explica la malaventura) pocas veces se asoma la cara
pecadora de la variedad. Cuando sucede algún acontecimiento en la
aldea es siempre el que se espera, el que está dentro de las sanas reglas
de la costumbre: nacer, casarse, morir o acabar ensogado. Única escala
de sucesos campesinos.
Por este enquistamiento, el nacimiento de Jerónimo, como el de
todos los Jerónimos silvestres, acontecería con la misma naturalidad
con que los días se pliegan en la aldea. Apenas nada. Unos pocos
movimientos desacostumbrados. Una mujer que grita. Un hombre que
revuelve trapos sin encontrar el que le piden. Y un minúsculo ser que
llora y rebulle.
He aquí ya a Jerónimo Merino en el mundo. A nadie, ni siquiera a su
tío el cura, que lo mira con mucho mimo desde el primer instante, se
le ocurre pensar en el destino de aquel pequeñuelo. Sin decírselo, sin
parar en ello, todos suponían tácitamente que era un chiquillo más, un
mozo más, un labrador más. Acaso el cura tuvo un momento de
lucidez en la visión aproximada del porvenir del niño que gustan hacer
las gentes de aldea en todo nacimiento. "Será cura, si vivo yo". Pero,
en resumidas cuentas, era lo que vaticinaba siempre que nacía un niño
dentro de la familia.
Los primeros cinco, seis años, hay que figurárselos. Iguales a los de
los otros chicos aldeanos. Entre polvo y barro al principio; zarceando
con todo lo que halla a mano más tarde; sonando mucho las botas
claveteadas después.
Al cumplir los siete años es cuando los aldeanos creen llegado el
momento de la pubertad, siquiera sea de una pubertad económica. A
los siete años todo el mundo debe ocuparse en algo. Jerónimo no se
libró de este reglamento. Su padre le puso en la mano el cayado y le
mandó a lo que su referido trío de biógrafos llama "proporcionados
cargos". Comenzó a guardar ovejas por los breves montes que rodean
a Villoviado, entre robledales y encinares y tierras rojas como cántaros
poco cocidos.
14
No sabía el bueno de Nicolás Merino que aquel sencillo gesto suyo
—la entrega del cayado al pequeño Jerónimo—tenía tanta solemnidad
como la ofrenda del báculo pastoral a los obispos. O acaso más.
Nicolás lo diría, aunque fuese para su zamarra:
"¡Vaya! ¡Ya eres obispo de páramo!". Que es como en Castilla se
dice donosamente de los pastores. Pero nada más. Ni pasar por sus
mientes que aquel motril podría ser ni más ni menos que lo que él le
nombraba en aquel momento: pastor de ovejas.
De ahí a quererlo hacer pastor de almas no pasó mucho tiempo, a
pesar de todo. Gracias a las indicaciones del párroco, terne en su
deseo. El hombre había observado al pequeñuelo. Veía que apenas
medraba, que siempre estaba pálido y delicado, "hecho un dijecito",
reza la biografía. Con esto y con haber aprendido Jerónimo a leer y
escribir su nombre sin que nadie le enseñase, quedó pactada la carrera
que iban a darle entre cura y padres. Jerónimo seguiría la hermosa
senda eclesiástica.
Una mañana marchó para Lerma, la villa más cercana, alto poblado
de buen perfil renacentista, todo erguido de torres y del recuerdo
magnífico del no menos exuberante señor don Francisco Gómez de
Rojas y Sandoval, su Duque titular.
Por equipaje llevaba poco más que una epístola para el señor
capellán de las monjas de Santa Clara. Y un tomo—usado—del
Nebrija.
En Lerma, el esfuerzo intelectual de Jerónimo debió de ser tan
grande como infecundo. El propio Merino, dando un mentís a cura,
familiares y biógrafos entusiastas, "ha negado que tuviese
disposiciones para el estudio", según atestigua el historiador Pirala.
A Jerónimo lo que por entonces le interesaba no eran precisamente
los cantos de Virgilio, sino su realización: la vida virgiliana misma. En
vano trabajaba aquel capellán. Ni el latín ni las humanidades se habían
hecho para aquel elegido de la tierra castellana, para aquel hijo de
escajos, montes y parameras. Pero era un muchacho dócil todavía,
incapaz, por lo tanto, de rebelarse contra aquellos mamotretos y aquel
señor cura con antiparras.
Uno de los sucesos de la escala aldeana, la muerte de su hermano
mayor, le devolvió a sus campos. El primogénito había dejado un
hueco en las faenas caseras que era necesario llenar inmediatamente
para que la máquina del hogar continuase su marcha.
15
Nuevo nombramiento paterno de pastor a favor de Jerónimo Merino.
No satisfacía a nadie este abandono de los estudios, pero era necesario
que los borregos tuviesen guardián. Y que la casa recuperara los
brazos que acababa de perder, aunque fuesen los brazos débiles, poco
tersos, del Jerónimo infantil.
—¡Otra vez obispo de páramo!—diría Nicolás, esta vez con reniego.
Él, que ya se veía metido en esa poltrona casilla que forma "el padre
del cura": vida fácil, acatamiento, despreocupación, trato con gentes
principales... ¡Qué distinto todo aquello a la vida zanguanga del
labrador!
Jerónimo, en cambio, soplaba de satisfacción. Con aspecto de
hombrecillo, se frotaba las manos, muy jovial. Corría. Saltaba.
Pretendía subirse a los árboles. Alguna oveja, volviendo su cara
atontada, le observaba fijamente. El perrillo del rebaño iba y venía
dando corcovos, ladrando a las moscas con mucho contento.
—¡Ehhh! ¡Iiip! ¡Aaah!
No hablaba con nadie. Ni siquiera se dirigía a sus ovejas, ni a los
árboles del monte. No. Era que lanzaba gritos de alegría incontenida.
Gritos incomprensibles, inútiles, como los del hombre primitivo.
¡Qué conformidad la del monte! ¡Qué aprobación, ante estos
entusiasmos desbordados, con las copas despeinadas de sus arbustos!
¡Cómo podría comprobarse entonces que el monte tiene todavía,
prendido de sus zarzales, el aire de piedra del mundo recién creado!
Los otros pastores le tendrían por loco. Eran pastores como Dios
manda. De esos que se apoyan en la cayada, ponen un pie sobre otro y
se están horas y horas mirando al horizonte.
En Jerónimo todo era raro. Andaba por los vericuetos, a veces
alejado de sus ovejas. Entraba en las cuevas. Saltaba los matorrales. Y
cuando los hombres del campo iban a decirle algo, cualquier cosa,
para echar una de esas parrafadas espaciosas, interminables, de
palabra tarda y coja, que acostumbran a usar los pastores y labriegos;
cuando notaba que iban a dirigirse a él, escapaba, si le era posible. No
quería tratos. Gustaba de vivir a solas con aquellos parajes, "con la
independencia que a su espíritu cuadraba". Fiel al paisaje, a la tierra
ondulada de que estaba formado. Fiel a la libertad que dictan los
llanos de Castilla.
16
Ya lo dice uno de sus más devotos cronistas, el señor Ruiz
Casaviella: "Aquella vida introdujo en él los gustos agrestes y
selváticos que siempre conservó". Lo que le convenía precisamente
para sus próximas andanzas.
Pero la felicidad es cosa tan fofa que hace a uno no darse cuenta de
que existe. La felicidad es algo espantoso: no sentirse vivir. Jerónimo
llegó a los dieciocho años—como todo el mundo—sin notarlo. ¿Cómo
había pasado tanto tiempo? ¿Cómo había crecido, y se le había
endurecido el pecho, y se le habían tensado los músculos? ¿Cómo le
apuntaba ya el bozo y le resonaba la voz igual que a los mozarrones de
verdad?
Claro. No fue él quien se hizo las preguntas, sino que le asaltan al
autor. Él no se hizo nunca preguntas: ni ahora ni luego. No tenía más
que oídos para las cosas. Oídos y vista de azor. Se conocía
perfectamente todos los rumores del monte. Y todos los vientos. Y
todos los árboles y matorrales. Este conocimiento arbóreo no era
extremado, a fin de cuentas, puesto que la riqueza forestal ha sido
siempre por allí un mito.
... De pronto, en medio del cercado de huertos y casas que quiere
formar la plaza de Villoviado, casi enfrente de la casa de Jerónimo,
sonó el primer redoble militar que había de oír el mozo.
—¡Torrrrrrrrrrrrr!...
Oído a la caja. Los chiquillos empezaban a rodear a los autores de
tal estruendo. Tenían trajes de colores, pero no debían de ser payasos
ni comediantes.
—¡Torrrrrrrrr!... ¡Torrrrrrrrrr!...
No quedó una vieja en la iglesia, ni un chico en casa, ni una mujer
fajando al pequeñuelo, ni una cabeza sudosa que no se asomara por
encima de las bardas hortelanas.
—¡Torrrrrrrrrrrrrrrrr!...
Aquello era una escena de zarzuela. Al tercer redoble, el más
bigotudo de los personajes, desenrolló un papel con gran empaque, y
diciendo cosas como "El Rey nuestro señor" y "lo que se ordena a
todos" y "el fiel cumplimiento y acatamiento", leyó una orden que no
comprendió nadie.
17
Menos mal que el del tambor se avino a explicarlo. Se trataba,
sencillamente, del alistamiento de mozos. Había que servir al Rey.
—¡¡Venimos a por los mozos!!—le gritaba a un viejecillo que no
acertaba con el motivo de todo aquel aparato.
Los tres redobles, cosa bien sencilla, turbaron toda la vida aldeana.
Les oyeron hasta los viandantes más lejanos, hasta los pastores que
estaban al otro lado de los cerros, donde decían que no se oían las
campanas del pueblo. Todos acudieron para ver qué cosa inesperada
era ésta. Con ellos, Merino. No por curiosidad, sino por atracción. Sin
saber por qué, aquellos redobles marciales, aquel desencadenar
tempestades bélicas de los palillos en el parche, le llamaban. Y vino.
Se asomó con ojos redondos de intuitivo al panorama cuasi urbano
de la aldea.
Aquello iba tomando cada vez más color de cuadro de zarzuela. El
hombre del gran bigote hablaba con el cura y el corregidor. Otro, de
terciado gorro cuartelero, escribía sobre el tambor en una larga lista.
Un soldado, muy pincho, requebraba a todas las mozas que veía. El
coro general de papanatas fisgaba por encima del hombro del
escribidor. Ayes y suspiros de mujeres se oían también. Para completar
la escena, hasta había una muchacha atisbadora llorando desde el
fondo de una ventana.
No sé si los mozos, cuando salieron con hato y traje de disanto,
cantaron las coplas de despedida; si el sargento, atusándose el
mostacho, diría precisamente: "De frente, march", como sucede en el
teatro. Lo sucedido, desde luego, fue que, con tres mozarrones,
marchó Jerónimo por el caminillo hondo que lleva a Lerma.
No iba pesaroso, puedo asegurarlo. Pero tampoco contento. Todavía
aquella prestancia, aquel atuendo, no acababan de entusiasmarle.
Todavía tenía los ojos lavados por campo y cielo.
Tras de los mozos escaparon los ojos de todo el pueblo. Muchos,
llorosos. Otros, admirados. Algunos, esperanzados, contentos: los del
preste y los de Nicolás Merino. Los dos pensaban que aquella marcha
de Jerónimo a la capital podía ser un buen paso en el camino al curato
apetecido.
—¡Ahora espabilará!—dijo uno.
—¡Ahora espabilará!—afirmó el otro.
18
19
3
A todo esto, era abril. El campo comenzaba a movilizar sus
chiribitas. Sonaban las aguas aldeanas con chasquido fresco de día
largo y feliz. Los humos azulados marchaban para el cielo como
humos de ofrenda.
No era desagradable andarse las "cinco leguas por jornada" que
instituían las Ordenanzas para traslación de quintos a la capital. La
novedad de este caminar en pandilla y al mando de un personaje
francamente decorativo, aquel parar en las ventas del camino y en los
pueblos donde había que engrosar el grupo: todo tenía cierta amenidad
que llevaba a los mozos muy sonrientes.
Pero Jerónimo seguía siempre serio. Jerónimo era de esos hombres
que, desde niños, se encuentran pensativos, como si hubieran venido
al mundo para dar con algo verdaderamente complicado. Y siguen
pensando en su mocedad y en su madurez. Sólo la vejez les hace
sonreír, acaso del inútil esfuerzo de ceño.
Ni la entrada en Burgos le ilusionó. Y eso que Burgos tenía entonces
un imponente perfil de fortaleza. Detrás de su ancho puente principal,
de robusta piedra y abultados contrafuertes, alzaba su aguerrida silueta
la Puerta de Santa María, tan llena de almenas, atalayas, torreones,
estatuas y aspilleras que, según cuentan malas lenguas, hizo exclamar
a la agudeza de Carlos V : "Me gustaría más si no fuese de cartón".
20
De un lado, cerraba largo lienzo de muralla, al pie de la cual iba una
rampa hasta el camino que marchaba bordeando el río. Del otro, se
lucía la arquitectura almohadillada de la época, en el recién estrenado
paseo del Espolón. Las orejas de la catedral asomaban por encima. Al
fondo, engreído, airoso, con esbeltos torreones, aparecía el castillo
sobre su bélico cerro... Un viajero de entonces —don Antonio Ponz—
acababa de relatar en su Viaje por España que, a pesar de todo, en
Burgos no quedaba "ni rastro de la desaparecida riqueza". Pero para
un muchacho de Villoviado, siempre a solas con su escenografía de
tierra arcillosa y monte bajo, este perfil ciudadano debía "ser causa
suficiente para dejarle boquiabierto.
No fue así. Jerónimo seguía callado, indiferente, con los ojos
hundidos en el recuerdo, hasta el cuartel del "Provincial de Burgos,
núm. 4", en el que los mozos habían de servir, con esa acepción
francamente servil que han tenido siempre las milicias.
No hay forma de saber cómo se portó Jerónimo dentro del cuartel.
Quizá lo mismo. Con hosquedad de ser trasplantado, de hombre
primitivo siempre, que cuando más libre se cree en su mundo de hoja,
le llevan al otro, al organizado, le visten y le hacen encarrilar.
Volvamos a sus biógrafos: "Jerónimo, cuando estudiante, había sido
dócil y sumiso, pero una vez convertido en pastor, una vez que había
gozado del dominio de los bosques y de su libertad, naturalmente
debía sentir la sujeción y dependencia".
Al hombre de las selvas traído a la ciudad, si le encierran en una
jaula, se pasa el día enseñando los dientes y agarrándose a los
barrotes. Pero si le dan aposento normal, le visten y le dejan un rato de
libertad, inmediatamente, con traje y todo, desaparece camino de su
guarida.
También esta vez procedió Merino con arreglo a tal patrón. En
cuanto llegó la primer fiesta militar y logró el primer asueto, se puso
en marcha para su campo sin volver la cabeza atrás. Tan pronto
llegado, dejó el sable y cogió la cayada. Una vez más los páramos le
investían de oficiante.
21
Por entonces se descubre Merino como hombre de suerte. La
deserción de cualquier otro soldado hubiese dado lugar a
persecuciones, órdenes de detención y denuncias. La de Jerónimo
sucedió como la cosa más natural. Nadie se movió ni ordenó su
captura. Acaso se daban todos cuenta de que no se podía truncar la
historia. O de que, al verle perseguido, los campos hubieran evitado su
captura: los brazos de las encinas y los tentáculos de los matorrales
habrían formado la cortina encubridora que ahora ensaya con gases la
química militar.
Hele aquí otra vez en medio de su reino campesino, un poco Adán
de los montes de Villoviado: poniendo nombres a las ovejas,
observando el ir y venir de los pájaros, oyendo la voz de la gugudilla,
que sigue cantando a la creación del mundo...
Las marchas, el lanzamiento de piedras, el salto de obstáculos y
hasta el mando de sus batallones lanares, no eran más que lecciones
con que la Providencia se gozaba en ejercitarle para la futura labor que
le tenía destinada.
Un día todo volvió a cambiar. No era ahora el largo redoble ni la
decisión familiar. Era la muerte, que, al decir de muchos de sus
biógrafos, decidió siempre en la suerte de Merino. Era la muerte: su
anuncio. Un plañir de campanas, al principio quedo y espaciado,
después fuerte y nervioso, con esa técnica del toque a muerto que
tienen todos los sacristanes. Un plañir de campanas que, en vuelo
glorioso, llegaban hasta el monte. Venían a dar cuenta del suceso más
normal del pueblo: la muerte de un vecino.
... Habría velatorio y convite en casa del finado, según trágica
costumbre aldeana. Se comería el rojo chorizo que tenía preparado
para su regalo, y el pan que habría amasado con sus manos; se bebería
el fresco churrillo de su bodega, que no hubiera sido tan fácil de
probar en vida. Algún pastor se refocilaba con sólo pensarlo.
No tenía fin el lamento de campanas. A un tañido vivo se sucedía
otro solemne una y otra vez. El monte estaba lleno de resonancia.
¿Quién podía ser muerto tan principal y repicado?
Pues nada menos que el cura, el tío y protector de Jerónimo; su
tormento, también. Hasta la noche, a la bajada al pueblo, no se enteró.
Apenas si lo dio importancia. Tenía veintiún años; los campos estaban
verdes, y la muerte era cosa de viejos y de preceptores.
22
A pesar de todo, aquel día había de decidirse definitivamente su
porvenir, de romperse su trato con el monte. Por de pronto, tuvo que
abandonarlo ya para asistir al velatorio.
Entró en casa del cura muerto. Se oía bisbear a unas viejas y hablar
menudo a unos hombres, y marchar trabajosamente al péndulo de un
reloj de pesas, como si a la casa no se la hubiera parado el corazón.
Todos estaban muy serios mirando y remirando al cura tendido en el
suelo, en medio de la habitación. Una vieja le espantaba las moscas.
Otra seguía los juegos de la sombra fantasmeando por la pared. Otra
se conformaba con colgar sus suspiros del techo.
Jerónimo nada tenía que pensar, como no fuera en su monte, cosa
que ahora no se le ocurría porque era de noche. Tenía, además, quien
pensara por él. Desde un rincón le observaban los ojos familiares. De
vez en cuando, padre y madre se decían algo al oído, y después le
miraban otra vez.
Allí se estaba elaborando nada menos que su porvenir. Pensándolo
bien, nadie más que Jerónimo debía suceder a su protector en el
curato. Era preciso aprovechar la ocasión que les regalaba la
casualidad dejando al pueblo sin párroco.
Con grandes precauciones para no herir al silencio del difunto, se
trasmitían sus proyectos.
—¡Como esta ocasión caen pocas!
—Pero eso cuesta dinero...
—¡Siempre quejándote!... ¡Ya habrá quien lo dé!...
Terció un vecino que estaba muy aburrido.
—De seguro que pensáis lo que yo: que ahora es cuando debía ser
cura el motril.
—¡Eso dice ésta!
Intervino una mujer que parecía no darse cuenta.
—¡Y di que sí, Antonia, que ese es buen oficio!
Al poco tiempo, toda la sala planeaba con mucho interés el curato de
Jerónimo. El cura se había quedado a solas con su muerte.
Era que la Historia necesitaba de Merino para amenizar sus páginas.
Y todo lo tenía previsto. No había dinero en toda la familia, pero allí
mismo estaba quien podía proporcionarlo. En cuanto llegó la
conversación hasta su sitio se prestó a ello voluntariamente. Se trataba
del señor cura párroco de Covarrubias, buen amigo del finado y
orondo varón, decidido a todos los sacrificios en pro de la religión
católica.
23
—Estudiará el chico... ¡Claro que estudiará! Yo me ocupo de ello.
Pues qué, ¿no tenían algunos señores párrocos en las villas y los
señores canónigos de las capitales un paje a sus órdenes a quien daban
habitación, comida y carrera, a cambio de sus, servicios? ¿ Y no era él,
párroco de la invicta villa de Covarrubias, hombre de suficiente
alcurnia para mantener su correspondiente fámulo?
—¡Vendrá conmigo mañana mismo, si es conforme!
No había de serlo. Por ahora, Jerónimo no era nadie para decidir por
su cuenta y riesgo. Aceptaba como cosa fatal todo el giro que se daba
a su vida, y ya era bastante.
El padre ni se molestó en consultarle.
—Mañana vas a ir con este señor cura a su casa… ¡A ver si te portas
bien!
Fue todo lo que le dijo. Jerónimo dio una cabezada de asentimiento.
Y se dispuso a luchar nuevamente a brazo con el Nebrija. ¡Qué había
de hacerlo! Cuando su padre lo mandaba y todos lo aprobaban con
tanto ahínco, razón tendrían.
A cura muerto, cura puesto. La mañana siguiente, después del
entierro, le dieron su hatillo. Y muchas recomendaciones. Todo el
pueblo, ya orgulloso de su pastor futuro, rodeaba las mulas en que
cura y fámulo iban a marchar. Todas eran fiestas y alhagos a uno y
otro. Aquellas gentes, tan faltas de acontecimientos que celebrar, se
encontraban con dos en poco más de veinticuatro horas. Con dos que
eran uno: la provisión del curato. El afianzamiento del eje de su vida.
Jerónimo parecía el menos complacido en todo aquel ajetreo. No
decía una palabra. Observaba y asentía. De vez en cuando miraba al
monte.
—¡Qué chico este más raro!—dijo la madre.
—¡Déjale en paz, mujer, que él se dará!...
Cualquiera sabía en lo que pensaba Jerónimo. Ni siquiera si pensaba
en algo. Acaso en el fondo se asía a la idea de su propia inutilidad
estudiantil como a una liberación. "¡Ya se convencerán de que no
sirvo, y me dejarán volver!", podía meditar.
Mucho más adelante, ya en la vejez—edad de las ingenuidades,
como es sabido—habló de esto con su biógrafo y acompañante
Rodríguez de Abajo:
—Marché a Covarrubias a la fuerza. Por entonces, sólo la vida del
campo me atraía.
24
La vida en la villa, con las nuevas costumbres, debió tenerle un poco
encarrilado, aunque los libros siguieran infundiéndole terror, cosa que
había de sucederle ya toda su vida.
Covarrubias, más que una villa de verdad, parece un grabado en
madera. Tan amarilla, tan repantigada, tan pintoresca de puente, torres
y río, está recostada en sus cabezos de tierra roja que la dan nombre y
color originales. Tiene unas calles tortuosas, con el piso de canto de
río. Y una imponente Colegiata, de la que siempre están cayendo
campanas y saliendo curas, lo mismo que en esos cuadros de
movimiento que servían de muestra a los antiguos relojeros. Y unas
grandes casonas de escudo y soportal derrengado, como si de un
momento a otro fueran a venirse a bajo aplastando a las caballerías
que suelen atar de sus pilares. Y una torre medieval, de perfil tan
guerrero que todavía asusta. Y un lienzo de muralla.
A fines del siglo XVIII, la vida en Covarrubias debía ser atroz. Un
grabado de 1834 la descubre todavía como un castillo feudal, con torre
de iglesia, torre de homenaje, caserío apretado, ventanucos pequeños
como troneras y hasta puente, aunque no levadizo. Por aquel
amarillear de muros los días tendrían un color de alta Edad Media.
Color somnoliento, medroso, agazapado.
Entre esto y los latines, Jerónimo debió pasar por los momentos más
aburridos de su vida. El buen párroco de la villa era hombre metódico,
que tenía distribuido el día como la tablilla de cualquier balneario. A
las seis, levantarse. A las seis y media, decir la misa, en la que
Jerónimo actuaba. A las siete, el desayuno. A las siete y media, estudio
hasta las diez. A las diez, toma de lección.. Y así hasta que anochecía,
hasta que era necesario encender el velón de dos mechas, del que
Jerónimo tomaba luz para su capuchina y se retiraba muy sumiso
—"¡Hasta mañana, si Dios quiere!"— a su obscura habitación de
estudiante para cura: un cuartito interior tan cerrado y disimulado en
el largo carrejo, que más parecía cuarto secreto, en el que Merino
pernoctaba sintiéndose al margen del mundo, con ese sentimiento
receloso y canijo que retuvo siempre.
25
En poco tiempo cambió de táctica. Veía que era inútil escapar a la
docta amabilidad del párroco, siempre dispuesto a aleccionarle. Y por
acabar pronto, se aplicó cuanto pudo. Pasaba todo el día de codos
sobre el enorme tomo de Teología Moral. Sólo de vez en vez, para
rezar la retahíla aprendida, volvía los ojos a la ventanilla que tenía a su
lado, por la que se veía un fondo de ciudad litografiada: el muro
reseco de un corral, los árboles altos de la carretera, un retazo de
camino que subía cuesta arriba muy ufano, una casucha que se
escapaba del pueblo...
Alguna vez se abría la puerta que le separaba de la casa rectoral. Ya
parecía la cara bonachona del cura, contento de tanto afán. Jerónimo
ni siquiera volvía la cabeza. Tan repleta la tenía por todos los
conceptos que se le iban adhiriendo en interminable hilera, como la de
los cartuchos de ametralladora. Así se tragaba, con movimiento
acompasado, las líneas del libro. Y así las disparaba luego a la menor
indicación del protector.
Año y medio de frotarse la cabeza frente a aquel paisaje vulgar que
hacía más sonriente el ventanuco, dieron como resultado la formación
del cura de misa y olla que, un día de 1796, toma posesión de la
parroquia de Villoviado, seguido por un cortejo de campesinos
campanudos.
Con grandes júbilos se celebró la misa primera del "hijo del pueblo".
Aquellas gentes que no le dieron importancia cuando era pastor, se
aprestaban con mucha complacencia a ser pastoreadas por él. Siempre
la imagen del rebaño envolviendo a los pueblos.
26
27
4
CASI todos los pueblos están hechos con patrón. Su disposición es
parecida; su gestación, idéntica. Primero, se establece un castillo en el
cotorro estratégico. De seguida nacen las casas en la ladera más
abrigada, las casas que han de cobijar, por lo menos, a las barraganas
de uso guerrero. Más tarde, la población aumenta sensiblemente:
barraganas y soldados dan su fruto. Necesitan quien intervenga en sus
bautizos y en sus enterramientos: por lo menos, un cura y un
sepulturero. Luego acuden los mercaderes. Después, a medida que el
castillo va ahincando con más vigor sus cimientos en la tierra
encrestada, llegan también los curiales. Todo es necesario para el buen
orden de las cosas. Sin querer, va estrechándose la soledad del cerro.
Casas, huertos, cobertizos, parador. Sólo cuando todo está dispuesto,
cuando ya se goza de la placidez y del afianzamiento de la obra, llegan
los magnates y hacen construir sus palacios abajo, en la vega, que es
el lugar más seguro, al mismo tiempo que más ubérrimo.
El pueblo marcha. Tiene castillo, arrabal, huertos, justicia, palacios
señoriales y vega. Ya no le falta más que muralla para ser un pueblo
perfectamente constituido. Y ésta la mandan hacer en seguida los
magnates, que son desde el mismo momento de la llegada los
mangoneadores del pueblo.
Luego, allende el río, crecen espontáneamente los lugares de
laboreo: la granja, el molino, el batán, sitios, en que sólo han de
trabajar los menestrales y que, llegado el momento de la guerra,
pueden quedar abandonados. Fuera de las murallas no suele darse otro
aposento que el mesón, porque al fin y al cabo, al forastero no importa
tanto que le parta un rayo. O la ermita, que el demonio no se atreve
con la cruz.
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De tal manera se ha seguido este patrón en Castilla que hasta los
pueblos más míseros, los que nacían sin la protección del castillo,
colocaban en el alto la iglesia y se cobijaban en derredor. El caso era
tener una sombra en que guarecerse, ya fuera de los enemigos
materiales, ya de los espirituales. Dar un perfil altivo y pétreo.
Atemorizar. Otear por encima de los caminos. Vivir o pensar que se
vive alerta.
Y los que por su pequeñez y penuria no lograron señor que les
mandase, se valieron del cura. De ahí que las iglesias tengan en
Castilla ese airón feudal de fortaleza, esa torre cuadrada que se engalla
sobre la docilidad del caserío.
A fines del siglo XVIII el cura era en la aldea algo así como el
patrón de la nave que, frente a la paramera, semeja todo pueblo con la
torre eclesiástica en alto, palo mayor de los feligreses. La aldea: el
barco que boga hacia ese cielo azul tan alto sobre la tierra de Castilla.
Villoviado, pueblecito de tierra adentro, apretado y silencioso, tenía
ya su capitán: Jerónimo Merino, de nombre. Don Gerónimo, mejor,
como empezaban a llamarle con fuerte pronunciación de la G que,
entonces, adornaba el nombre. Don Gerónimo, y eso que a los pueblos
les cuesta tanto aplicar el don a quien han conocido en la pubertad.
Pero don Gerónimo era don Gerónimo. Nada importaba que dos años
antes le hubieran visto pastoreando ovejas. Ahora era nada menos
que el jefe del pueblo.
Además él, con sus veintisiete años, iba dando acento a su carácter.
No era el mozalbete hoscón que, si podía, pasaba sin hacer ruido,
como un fantasma, para no tener que saludar. No era el motril que
daba gritos de alborozo en el monte y que cantaba a grandes voces
sintiéndose solo con la inmensidad del día campesino. Dos años
cambian; mucho al hombre. Más en los años centrales, de los veinte a
los treinta.
Don Gerónimo era, sí, un hombre agazapado en sí mismo; un
hombre que miraba detrás de sus ojos. Pero ya iba por medio de la
calle con paso campanudo. Ya daba los "buenos días", aunque fuera
seriamente. Ya hablaba a los vecinos de tú, mientras ellos le decían
de usted echándose mano al pico de la gorra. Ya se sentía en posesión
del pueblo quien antes no era más que habitante del monte.
29
Dos años cambian mucho al hombre. Le nacía la patilla puntiaguda.
Le ennegrecía la barba. Le rebosaba el vello bajo los puños
almidonados de los domingos. Le crecían desmesuradamente las cejas.
Le besaban las manos los chicos, sus compañeros de pastoreo, casi.
Dos años cambian mucho al hombre. Subía pausadamente el
repecho de la iglesia, sobre el que una higuera se retuerce como el
árbol maldito. Se paraba a media cuesta y volvía la vista al pueblo
sabiéndose conductor de todo aquel mundo de adobe. Se colgaba la
mano del cierre de la sotana con gesto de hombre pensativo. Se
quedaba absorto ante los horizontes que duermen a los pies de la
iglesia de Villoviado...
Dos años cambian mucho al hombre. Había aprendido a pensar,
siquiera fuese en lo tendida que estaba la tierra castellana. Había
aprendido a gozar del aire y de la altura de manera menos pura que
antes, pero más contemplativa y gustosa. No había aprendido a
andar, porque esto harto sabido lo tenía en sus caminatas de pastor,
pero sí a recorrer los montes con cuidado de persona de viso. Eso que
las faldas talares debían entorpecer sus pasos, marchaba entre breñales
y carrascas con mucha desenvoltura.
Dos años cambian mucho al hombre. Don Gerónimo comenzaba a
ser cazador. Cazador clásico de escopeta y perro, por ahora. Persecutor
de perdices y liebres simplemente. Su actividad llenaba el monte de
alarmas de pólvora. Así, mataba piezas y ocios y además vigilaba el
ganado. Porque todo era necesario. El don Gerónimo de hoy tenía que
conducir su ganado al monte igual que el Jerónimo de ayer. Valga la
verdad, aun cuando dos años cambien mucho al hombre, nunca lo es
tanto que le permitan abandonar por completo usos y costumbres. Don
Gerónimo era ahora pastor en las dos acepciones. La pobreza de las
rentas parroquiales en algunos pueblos hacen que los sacerdotes
vuelvan a la estricta observancia evangélica. Vuelta que don
Gerónimo daba sin gran esfuerzo. Para él, uno de los más grandes
placeres aldeanos seguía siendo el de salir con su ganado al monte.
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Como cayado llevaba la escopeta. Así aprovechaba sus ocios. Por
igual disparaba tiros que arrojaba piedras. Casi seguían los gritos
ininteligibles. Otra vez se sentía lleno del bullicio del campo, aun
cuando ya no podía hacer demasiado uso de él, porque no
correspondía a su cargo.
—¡Me gustaría seguir siendo pastor, sólo pastor!
—debió decir alguna vez subido en la cresta del monte, frente al cielo
empapado de candidez y sobre la tierra cuadriculada por los colores
secos de las heredades.
Por aquellos días encontró gusto en subirse a un árbol, en el borde
roquero del monte. Subirse a un árbol es escapar más de la tierra,
ascender, verse lleno de libertad; es como subir al oratorio del campo,
porque únicamente desde un árbol se pueden contemplar las cosas con
la devoción y el misticismo que requieren.
Don Gerónimo se subía a aquella encina sin saber nada de esto. No
era más que su espíritu de hombre primario lo que le empujaba. Desde
allí veía a la tarde más ancha y feliz y espiaba a la tierra con mayor
inmunidad. Parece como si le asaltasen ya los afanes guerreros de
después. Muchas veces se llevaba una vieja lente y con ella
contemplaba las lejanías sonrosadas. Campos descarnados, arcillosos.
Montes de las Mamblas, Mesa de Carazo, peñas de Lara... Los
pueblos se apiñaban por tan regocijada placidez: Solarana, Castrillo,
Nebreda. Lejos se descubrían algunas torres: la de Villalmanzó,
primero. Más esfumadas, las de Torrecilla y Santillán.
—¡Campeaba mucho bien!—dice un viejo que conoció la encina—.
Desde ella vía el cura Merino hasta la entrada de Burgos...
El cura en la encina: la escena da antecedentes para su total
descubrimiento. Antecedentes de atisbo y espionaje, de vigilancia
instintiva que —mucho antes de darse cuenta de que llevaba dentro un
guerrillero— le retenía en el árbol.
31
El pueblo de hoy ha creado casi una leyenda alrededor de la encina,
no hace mucho desaparecida. Dice que en ella dormía el cura, y que
cuando se encontraba perdido, allí venía a esconderse. Todo ello es
inocente. De la encina a Villoviado había poco más de un kilómetro
y seguramente no se le escapaba a Merino que era bastante más
cómodo dormir en su propia cama, dejando vigilancia en el monte. En
cuanto al escondite, al lado de su pueblo natal, a esa pequeña distancia
de su casa y en medio de un paisaje desolado en donde los primeros
árboles del monte tienen verdadero engreimiento, no era
excesivamente cauto. Pero así elabora el pueblo sus leyendas. Dentro
de unos años otro viejo relatará a otro periodista que la encina
desaparecida era el cuartel general de Merino, por ejemplo.
Lo que sí puede, desde luego, ser cierto es que el Cura se subía con
frecuencia a la encina para lo que quiera que fuese. Tales aficiones de
estratega o de mono le acompañaron toda su vida. Desde que, chico,
no correteaba con los otros rapaces y gustaba de la soledad plena que
no se tiene más que en la copa de los árboles. Hasta que, encumbrado
y peripuesto, dirige piaras de hombres y se hace todo lo reconcentrado
y receloso que apuntaban sus retiros infantiles. Siempre subiéndose a
los árboles. No sólo para espiar a los enemigos: muchas veces para
colgarles también.
Los hombres de Villoviado tenían una gran devoción por la encina.
"La encina del cura Merino" la llamaron siempre. Venían los taladores,
pasaban los carboneros y siempre la encina quedaba en pie, como el
árbol sagrado.
—Se puede carbonear todo el monte menos "la encina del cura
Merino" —pondrían como condición a los que arrendaban la leña.
Pero la encina no era comunal, sino que tenía un dueño personal e
intransferible. Probablemente un dueño muy viejo, de esos viejos de
pueblo que parecen haber sido viejos toda su vida. Y que, como la
literatura les tiene rodeados de tanto tropo, se creen en el deber de
soltar sentencias a troche y moche. Este viejo tendría devoción por el
árbol. "¡Ahí estuvo muchas veces el cura Merino!", diría en cuanto se
le presentara ocasión. Y oyendo el chasquido de agua que dan las
hachas de los leñadores, andaría desasosegado, volviendo
constantemente la cabeza para ver que la encina seguía todo lo erguida
que era necesario.
32
Este viejo murió. Todos los viejos acaban así. Dejó un hijo o un
sobrino joven al que no le importaban sus devociones particulares.
Siempre sucede igual. Y en la primera corta cayó "la encina del cura
Merino". Todavía otro viejo se desespera contándolo:
—¡Ya ni hay afectos ni hay nada! ¿Qué podría suponer la madera de
la encina para tirar así un "menumento" que era?...
El joven más próximo se explica:
—Oiga, abuelo, que cada uno en su casa sabe lo que se hace…
Aquella encina valía sus pesetas, y no iba a dejarla perder ni por todos
los curas Merinos de la tierra...
33
5
PASABAN los días, cosa que también sucede siempre de la misma
manera, a pesar de que las novelas por entregas se esfuercen en
resaltárnoslo. Los años se suceden sin más esfuerzo que en los
fechadores de cauchu. Se aprieta un pequeño resorte y aparece el
número nuevo. Esto es todo, aun cuando nosotros con promesas de
vida nueva, masticación de uvas y sones de himno nacional, queramos
complicarlo.
1796-97-98-99. Merino seguía bostezando y mascullando latines
mal aprendidos, en el pequeño cerco barroco de su iglesia. Merino
estaba un poco cansado de ver todos los días en medio del retablo
churrigueresco cómo San Vítores se cogía la cabeza con las manos. Y
de decir todos los domingos las mismas cosas desde el púlpito de
piedra, abandonando el altar como quien abandona la guardia por algo
verdaderamente urgente. Que tal sensación dan los curas aldeanos
cuando el domingo, mediada la misa, dejan el ara y suben al púlpito
para exhortar a los fieles.
Estaba un poco cansado; esta es la verdad. Era mucho pueblo, y
mucha subida al monte, y mucha ascensión a la encina, y mucho
sermón dominical para su espíritu decididamente libre.
1799-00-01-02-03. Seguía el reloj silencioso del calendario dejando
atrás días. Para cuando quiso darse cuenta ya había saltado la barrera
del nuevo siglo, verdadero salto emocional que se acompaña de toda
una música de pronósticos, adioses y sugerencias. Lo que hace que el
hombre que ha pasado el puente del nuevo siglo en plena consciencia
ande siempre indeciso y desorientado: violento, como el que de
repente se encontrara dentro de la casa ajena por equivocación de piso.
Hay que ser lo que se llama "hombre del siglo", encuadrado,
encasillado en él. De otra manera está uno siempre expuesto a la
cornada del tiempo, que trata de sacudirse de encima a los intrusos.
34
Merino no lo fue. Otro gran antecedente justificativo: Merino no lo
fue. Saltó, a media edad, de un siglo al otro, como los toreros que
lidiaban con la plaza partida; así vivió sin descanso, así, no
encontrándose nunca seguro, con esa especie de deformación de la
espina dorsal que da el atravesar de siglo a siglo, dudó de todos y
anduvo siempre ocultándose como quien teme la cuchillada traidora.
El tiempo corría sin que nadie se diera cuenta de ello. Al 03 seguía
el 04 y el 05 y el 06, como en las cintas de los contadores. Al ir a
marcarse el 07 hubo algo así como una parada, la parada que precede
a toda catástrofe. La parada que sienten un momento antes los que
se estrellan con el automóvil y los que mueren de repente y los que se
matan en la zanja. Es la parada para caer, la parada que —aunque es
parada— no se puede uno afianzar en ella y resultar ileso, no. El
descansillo de la muerte se la podría llamar si no estuvieran tan
desacreditadas estas imágenes.
No fue tanto esta vez, pero el contador de los días se detuvo. Buena
prueba de ello es que todas las gentes de la época volvieron a él la
cabeza y se fijaron en la cifra que marcaba: 1807. Ni el desastre de
Trafalgar, dos años antes, había conseguido grabar el número tan
hondamente en los pueblos de tierra adentro, adonde las cosas del mar
llegan como noticias del más lejano país. Para ellos está más cerca
Noruega que el océano Atlántico. Todo es falta de ejercicio en la
imaginación. A cualquier campesino de esos que no conocen más
mundo que el que se concentra en un radio de veinte kilómetros le es
mucho más fácil imaginarse el más cerrado bosque suramericano que
el mar, que "la mar", como ellos dicen, dándola más lejanía e
inmensidad. "Un bosque es al fin tierra y árboles", piensan
seguramente para facilitarse el problema. Y no se dan cuenta de que
"la mar" la tienen —fiel, honda e infinita— siempre reflejada
a su alrededor en cielo y tierra.
Sea como quiera, es el caso que tampoco a nosotros —biógrafos
astutos— nos conviene demasiado que las gentes recién llegadas al
siglo XIX se fijaran en otra fecha que la de 1807. Si así no hubiera
sido, habría que forzarlo ahora.
35
1807. Aunque se caminaba a grandes jornadas hacia la cumbre del
Romanticismo, se había perdido un poco la zalamería del siglo recién
ido. Apenas si quedaba el hilo de música, de agua y de poema que
corcusió el XVIII. Hilo: sutileza, ritmo, finura. Hilo: gracia, presteza,
auricidad. Hilo: nota aguda. Hilo: barroquismo. Se trenza, se anuda, se
hace aéreo y cae con suavidad de minué.
Las verdaderas filigranas del XVIII estaban ya conservadas en las
agudas del piano de mesa, pulsadas bajo la pauta de Hayden y
Scarlatti. Que allí salta y saltará para siempre la algarabía dieciochesca
con el justo dejo de lejanía que le corresponde.
Pero, claro, si la cifra de 1807 comenzó a inquietar a los pueblos,
especialmente al final, cuando ya el 7 comenzaba a escapar y se
descubría el ojo del 8, no fue por ninguna de estas cosas. Bien es
verdad que las épocas pasan inadvertidas para sus contemporáneos,
pero a los pueblos les pasa inadvertida la eternidad entera.
Lo que comenzaba a cosquillear dentro de todas las cabezas
nacionales era un hecho reciente, una noticia fresca: del Pirineo
llegaban redobles de caballos sobre tersa tierra de España. Redobles
de caballos y pisadas de invasores que, por lo que parece, resuenan de
manera más ostentosa. El señor Dupont, a la cabeza de una
muchedumbre erizada de lanzas y bayonetas y coloreada por un
manotear de banderas, acababa de atravesar el Bidasoa y colarse en
España ante la admiración de carabineros, aldeanos y chiquillos, que
debieron creerse espectadores del sueño más marcial de su vida.
¿Sonaban músicas? ¿Acaso algún clarín, elemento insubstituible
para las empresas bélicas? ¿La modesta corneta de órdenes?...
Probablemente era en silencio, en pastoso y aterrador silencio, como
aquellas gentes, ornadas por todos los galones y alegres por todos los
colores, iban poco a poco llenando la Península. Las patas de los
caballos, más que andar, parecían arrastrar para sí la tierra, hacerla
pasar bajo sus cascos e irla empujando hacia su país . Los primeros
campesinos, pasmados por la imponente visión, no alcanzaron la
importancia del desfile. Quedaban boquiabiertos ante tamaño
alarde. También los balcones de las primeras ciudades debieron abrirse
y poblarse de sonrisas al estruendo de tan curiosa cabalgata. Acaso
cayeron sobre ella flores y carantoñas; que las formaciones militares
son cuadros que fácilmente alborotan el entusiasmo.
36
Las noticias que llegaban a los pueblos de Castilla eran ya recibidas
con hosquedad. Las gentes estaban recelosas. El primer paso de tropas
francesas por Burgos —octubre de 1807— se llevó, prendidas de las
bayonetas, todas las sonrisas de las mujeres asomadas y los saludos de
los hombres que llenaban las calles. Siempre, hasta en estos jolgorios
populares, la vida sigue la usanza árabe, de la que es muy probable
que no podamos desasirnos ya: la mujer en la ventana, el hombre
en la calle. La hembra, recatada, y el varón, audaz.
Aquellos primeros soldados de Francia fueron alojados en la
"Cabeza de Castilla" de manera amistosa. Unos utilizaron el cuartel de
Infantería; otros —los que no cupieron, que debían ser bastantes a
juzgar por las noticias de la época—, todas las casas de vecindad,
exceptuándose solamente la del teniente general del Ejército, Bailio, y
capitán general de Marina, don Antonio Valdés y Bazán, y la del
teniente coronel del Ejército don Gregorio de la Cuesta, acaso por sus
graduaciones.
Las tropas llegadas eran nada menos que 30.000 infantes y 4.000
jinetes, de los que en,la ciudad quedaron unos 5.000 hombres,
repartiéndose los demás por los pueblos de las cercanías. Hubo que
utilizar las escuelas, cerrándose las clases; que reforzar el alumbrado
de las calles "y el del extrarradio para las tropas de tránsito"; que abrir
un empréstito para sostener dignamente tales gastos...
Por lo visto todo se hacía con gusto. Los españoles de entonces
tenían ansias de europeización y estaban muy satisfechos ante este
desfile de los dueños de Europa, portadores de jirones de aire viajero.
Además la alianza con Francia les hacía felices, viéndose tan amigos
de Napoleón.
Los primeros franceses se encargaron de quitarles tales literaturas de
la cabeza. Exigían las cosas y pisaban las calles con altanería de
conquistadores de verdad. Correspondían pavoneándose a la
curiosidad popular. Soltaban insolentes risotadas por el más pequeño
detalle de tipismo... Hay que representarse a aquellos coraceros de
metal y a aquellos soldados bigotudos, de grandes botazas, señalando
las cosas con el dedo y echando para atrás la cabeza ornamentada, sin
poder contener la risa. Hay que figurárselos así para dar con los
orígenes del encono popular.
37
Las raciones que, "con gran sacrificio", les repartía la ciudad se
componían de lo siguiente: un pan de munición de 28 onzas, ocho
onzas de carne, dos onzas de legumbres, sal y media pinta de vino. El
apetito debía ser con arreglo a graduación, porque de esta manera
era el reparto: al general de División, ocho raciones; al de brigada,
seis; a los coroneles, tres; a los jefes y oficiales, dos. Sólo el soldado
raso recibía la ración escueta.
Según fueron pasando tropas por Burgos, así fue subiendo la
exigencia. A principios de noviembre los soldados rechazaron la carne
con hueso. "Despóticamente, con formas groseras, la exigían limpia e
inmejorable, a pesar de que, según declaró el mismo Comisario
francés, la ración que de ese artículo se les daba era buena. Los
tablajeros, por esta causa, sufrieron no pequeñas humillaciones". Así
lo cuenta en su libro Burgos en la guerra de la Independencia el
cronista Salvá.
Tales maneras dieron lugar al primer encuentro de que hay noticia
entre franceses y españoles. Sucedió en la mañana del día 13 de
noviembre de 1807. Los burgaleses estaban cansados de exigencias.
Habían presentado bastantes reclamaciones por la carne que se veían
obligados a consumir por culpa de los huéspedes, reclamaciones
inútiles que dormían sobre las mesas el sueño del papel de barba, más
pesado que ninguno. Aquella mañana una simple discusión promovió
la gran batahola en pleno mercado. Y como si aquello fuera la
acreditada chispa que arma todas las algaradas, al poco tiempo las
calles de la ciudad estaban llenas de artesanos desbordados, que
trataban de arremeter contra los soldados extranjeros. Vuelta al
cronista de la ciudad: "Costó no pequeño trabajo aplacar a la gente ¡y
sofocar los varios motines que habían estallado", dice en su obra
citada, refiriéndose a aquella mañana precursora en la que, por
primera vez, franceses y españoles se miraron a los ojos haciendo
fuerzas de encono con la vista.
Estas noticias levantaron el vuelo fácilmente y cruzando tierras y
arroyos, y saltando ríos, irían a los pueblos, donde los aldeanos las
cazaron y fueron trasmitiéndoselas con hondo resquemor.
38
Así, cuando las otras tierras no sabían qué actitud tomar frente a los
inusitados desfiles, Castilla recelaba. Un escalofrío la recorría la
columna vertebral. Sentía que la sangre daba más calor, que
iluminaba, que ardía dentro del cuerpo. Después de un mes escaso de
haber recibido con algazara al primer ejército francés, "de paso para
Portugal", desde los últimos días de 1807, se sentía en la calle el
apretar de mandíbulas, el crispar de manos, el engreír la cabeza con
zumbido de abeja, que son los más claros síntomas del enojo popular.
39
6
ESTAMOS ante lo que en Merino podemos llamar su primera
salida. Ante el fácil acontecimiento que dio vuelta a toda su vida. Pero
para que el momento adquiera su verdadera altisonancia, preciso es
acudir a la lengua lapidaria de don Eulogio Ruiz Casaviella, que en su
Biografía de don Jerónimo Merino Cob dice así, tranquilamente:
"Llegado hemos a la página más gloriosa de nuestro héroe, página
que debiera estar escrita con caracteres de oro en la crónica española...
Todo va a conmoverse; los hombres hasta entonces célebres, dejarán
de serlo tanto en lo futuro, y los que yacían sumidos en polvo y
obscuridad, obscurecerán las glorias más antiguas".
De vez en cuando son necesarios párrafos así para sostener el tono
grandilocuente que conviene a la seriedad de las historias.
Pero procuremos seguir sin tanta retórica.
La invasión francesa descubrió el porvenir a Merino, hay que decir
con más exactitud que lo que el veraz y rotundo Pirala dice: "La
invasión francesa decidió el porvenir de Merino". Porque fue el
temblor de aquellos días lo que rasgó el horizonte de tinieblas que
Merino tenía ante sí desde chico. Lo que le hizo dar consigo mismo.
Lo que le enseñó a ver con claridad todo lo que antes había
encontrado tan confuso como el recuerdo de un sueño. Para
comprender esto era necesario llegar hasta nuestros días, ver las cosas
en panorama, aligerarse de muchos tópicos... Pirala harto hizo, desde
su año 1856, anotando que la invasión francesa era la encargada de
descubrir a Merino. La invasión francesa, que, como tal invasión,
estremeció primero el aire parado de los pueblos que el
pretendidamente vivo de las ciudades. Quizá por mayor
intransigencia, ya que por finura de
sensibilidad no parece posible.
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El caso es que, durante el mes de enero de 1808, los franceses
pisotearon todas las tierras de Castilla, hasta esas altas de los cerros
que piensa uno que no ha cruzado jamás nadie. En esa requisa del
campo, un día —el 16— asomó una compañía de cazadores por los
rojos altozanos que cercan a Villoviado. Ni la más achaparrada
carrasca dio importancia a la visita. Las crestas que rodean los pueblos
parecen estar siempre esperando eso: que en su filo asomen tropas
invasoras, o bandidos que roban y matan. Por eso nada llena de miedo
a un pueblo tanto como estar rodeado de cerros por cuyo resbaladero
bajan los caballos del viento a llenarle de leyendas espantosas.
Aunque los campos recibieron con indiferencia la aparición de los
soldados por saberse creados para ello, el pueblo mismo, Villoviado,
que había recibido por la telegrafía de todos los arrieros y pastores y
trajineros la noticia; que había oído los cascos de los caballos, con
la magnífica intuición que el pueblo tiene cuando se pone a ser agudo;
el pueblo se amedrentó mucho y cerró todas sus puertas con un buen
acorde de chirridos. Los gatos se colaron por las gateras, que es el
supremo indicio del miedo. Las gallinas dejaron de dar su lección de
esperanto. Como era a "la tardecilla", quizá hasta de un brioso
resoplido se apagaron las pocas luces de candil que ponían su
lagrimón de luz sobre la sábana santa del crepúsculo.
—¡Tonnerre de Dieu!... ¡Brigands!
Tales fueron las primeras cosas en francés que sonaron dentro de
aquel pueblecillo rebujado. Pronunciadas bajo los bigotes rebosantes
de un imponente sargento de la vanguardia que con su manaza
golpeaba inútilmente las puertas humildes, cerradas con todas las
vueltas de la gran llave.
Primera vez que sobre los campos de España sonaba aquella voz
—brigand—, que después había de tener tanto éxito, hasta dejarnos su
correspondiente en castellano: brigante. Voz que de ser la
denominación del bandido francés, se purificó en los labios gordos y
secos de nuestros campesinos, pasando a ser equivalente a guerrillero.
—... ¡Brigands!…
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Sonaba el ancho "ansss" todavía cuando se abrió una puerta de
sopetón. El sargento y los soldados que, tirando de las bridas de los
caballos, andaban blasfemando, quedaron parados del brío.
Al reponerse, todavía el sargento masculló unas difíciles erres detrás
de su gran bigote.
—¡Bggggg!
La puerta estaba ya abierta de par en par. En el umbral, el cura
Merino, como en el centro de los cuadros sombríos de Ribera. Su
gesto, entrecejado. Su cuerpo, engreído cuanto daba de sí. Su voz,
decidida y breve, resonante en el portal lleno de sombra.
—¿Qué es lo que queréis, llamando de estos modos ?
Debió de ser una de esas escenas que luego componen los
grabadores para las historias.
No se entendían. No podían entenderse ni siquiera lingüísticamente.
Si en el uno había insolencia, en el otro, sequedad. Si en el otro
adustez, en el uno, vocerío. Así hubieran pasado a la eternidad, si no
llega a ser por la llegada del destacamento, con un oficial muy fino
a la cabeza.
Era un poco petulante, pero por lo menos sabía un poco de español,
de un español aprendido de prisa: "Lo suficiente para conquistar el
país", pensaría él con gran suficiencia.
Por entonces —la noche ya echada— no querían más que descansar
en el pueblo. No eran muchos, y aunque el caserío parecía misero —
"Misero, así mismo se lo dijo", me cuenta un viejo que no lo vio—
bien podría cobijar a todos.
Las puertas habían ido abriéndose, una a una, y aparecían por ellas
unas caras muy admiradas. Los hombres de Villoviado ya no sabían si
tenían miedo o curiosidad. Las mujeres, siempre más cautas, miraban
desde los ventanucos. Se habían encendido los candiles.
Todo se arregló pronto. Tenía que arreglarse para que a la mañana
siguiente se decidiera la historia de Merino.
Fue así: tan pronto como llegó el día, comenzó a reunirse la tropa en
la plazuela de Villoviado, circundada por tapiales hortelanos y viejas
casas encorvadas, entre las que una declara en el frente: SÓLO DIOS
ES ETERNO, con excelente consciencia de su propia pequeñez.
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A un agudo toque de corneta salió el último soldado con el correaje
en la mano, corriendo como el que se ha detenido por desflorar a una
muchacha.
Con la mañana las cosas se ven más claras. El oficial cayó en la
cuenta de que allí hacían falta caballerías para transportar todas las
cosas que traían malamente hasta Lerma, final por entonces de sus
andanzas.
—¡Bagaje, bagaje! —dijo en seguida al apuesto sargento.
Y rumiando palabras, marchó éste a casa del Corregidor. Después de
mucho manoteo se entendieron.
—¡No hay, no hay, NO HAY! —le contestó a grandes voces, como
si en vez de extranjero fuese sordo.
La negación es signo internacional. El sargento, montando en cólera,
que es donde mejor puede montar un sargento de cazadores, fue a dar
parte al oficial. Entre los dos hicieron suposición de que les negaban
las bestias necesarias. Ni sabían que "la dula" estaba ya en el monte, ni
conocían la costumbre. Ellos no veían más que una decidida
resistencia, y esto era cosa inaguantable. Casi sin hablarles, fueron
agarrando de los brazos a los aldeanos que rodeaban —admirados— la
formación. Y les cargaron de enseres militares.
Ante tan improvisada preparación de acémilas, el sargento tuvo una
idea que le hizo sonreír, a pesar suyo. Se acercó a casa del Cura. Dio
dos charrascazos en el portal. Bajó Merino con el bonete casero,
asombrado de la nueva insolencia. Y sin dejarle poner otra cosa, le
llevó a la plazuela en donde se preparaba la marcha. Allí ordenó algo a
los soldados que hizo reír a toda la tropa. El mismo oficial se dignó
conceder una sonrisilla indulgente a la ocurrencia,
Inmediatamente se encontró el Cura con un bombo, unos platillos y
alguna corneta sobre la espalda.
—¡En avant! —exclamó indiferente el oficialito.
El sargento empujó al cura, tan admirado de la desfachatez como su
trío de biógrafos en 1908, que, llenos todavía de indignación por lo
que —en fin de cuentas— fue lo que hizo de Merino una primera
figura, escriben:
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"Prescindiendo de las consideraciones debidas a su respetable clase,
y en medio de las mayores befas y escarnios que le prodigaban los
soldados extranjeros, el párroco Merino no sé libró de tan bárbara y
humillante medida."
... Desde el pueblo del Cura se va todavía a Lerma por un caminillo
indeciso: el mismo que él recorrió la mañana del 17 de enero de 1808,
aquella mañana desabrida, con sabor de cosa cruda, pero ya dispuesta
a escribir su fecha en la historia de todos los tiempos.
El camino atraviesa, como puede, todo el paisaje de secano que aísla
al pueblo. Es un camino que lo mismo se ahonda y esconde el
horizonte, como sale a los alcores y hace que uno se sienta náufrago
de tierra, perdido entre ondas de heredad, en esa soledad castellana
que suele adornarse de una encina que guía o de una ruina que cobija.
Algún tiempo le acompañan dos colinas, para no dejarle abandonado
en aquellos campos de tierra. Después marcha sólo por torcas y
arroyales. Aguas cenagosas, matas desmochadas, secas mimbreras.
Pronto se ve la torre de Revilla Cabriada, todavía llena de asombro
por aquel desfile de 1808, con soldados franceses, aldeanos cargados y
párroco ocupado en tan humillante ejercicio...
El Cura debía ir al frente, con su carga musical a cuestas. Algún
tambor colgante de los brazos. Su encono le haría caminar más a prisa.
Los soldados se reían de sus iras. Una versión da cuenta de que alguno
le arreaba.
Acaso el paisaje es pavoroso desde entonces. Tenadas de barro. El
hastial —terne— de una ermita. Algún árbol redondo, pequeño,
coronando un altozano. Casas pardas en las que hasta la piedra tiene
color de adobe.
Un pastor chaparro a quien pregunto si oyó hablar alguna vez del
Cura, se queda masticando estas solas palabras: "El cura Merino, el
cura Merino...", como si todavía tuviera que ajustar alguna cuenta con
él.
Con estas cosas, el Cura parece más próximo. Piensa uno que le va a
alcanzar todavía. Y sigue con más ánimo éste su camino de calvario.
Que termina en lo más alto del mismo Lerma, en medio de una
anchurosa plaza por la que muchas veces se corrieron toros en honor
del fastuoso señor de Rojas y Sandoval.
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Pero aquella mañana de 1808 no era otra cosa que
acantonamiento de tropa invasora. Hasta ella hicieron ir al Cura
cargado con su cruz redonda.
El dulce Rábbi, tan pronto llegó al Gólgota, se aprestó a ser
crucificado. Merino, en cambio, tiró al suelo los instrumentos, y no se
le ocurrió mejor cosa que jurárselas a los franceses con gesto y palabra
castiza:
—¡Por éstas que me la habéis de pagar!
He aquí el origen de sus acciones. Si la musa de la Historia no
hubiera mandado aquel día los franceses a Villoviado, si no les
hubiera hecho exigir que todos los vecinos les ayudaran a trasladarse a
Lerma, si no hubiesen cargado al Cura con los instrumentos de
música, Merino habría seguido siendo el párroco de Villoviado,
dedicando sus ocios a la caza y al cigarro, y hoy la Historia no
catalogaría su nombre.
Pero así lo quiso Clío para gozo y ejercicio de historiadores.
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7
MERINO tenía esa cara relispa y ese labio orgulloso que, hasta
nuestros días, no han conservado más que algunos cocheros, los
últimos cocheros, a cuyo final hemos asistido. Y los mozos de
estoque, todavía displicentes y aseñoritados. Merino reunía todas las
características del hombrecillo insignificante. No era alto ni bajo, ni
delgado ni grueso, ni audaz ni tímido. Un hombre, en fin, que en
condiciones normales hubiera pasado inadvertido. Que se le hubiera
tragado el pueblo con esa bocaza de bostezo que los pueblos tienen
para las vidas. O que, de haber vivido en la ciudad, nadie habría
podido jurar que le había visto nunca. Hubiese sido el hombre que la
Naturaleza no emplea más que para tapar huecos: una de esas infinitas
cabezas que se ven en los actos públicos. Una de esas figuras que van
y vienen por las grandes avenidas urbanas para demostrar que hay
mucho movimiento. A lo más, "el que vio cómo huían los ladrones".
Pero detrás de aquel aspecto anónimo, asomándose a él, estaban sus
ojos. Ya está anotado anteriormente: Merino era un hombre asomado a
los ojos. Llegando a la cabeza, todos los historiadores coinciden: su
mirada fue "siempre viva y ardiente", denunciadora del "hombre de
fuertes pasiones".
Su mirada viva: le consumía, como esos agujeros de fuego que se
hacen con el cigarrillo en el papel tratando de dibujar una cara en las
horas aburridas de café.
... La vuelta a Villoviado, después de las humillaciones, debió estar
requemada por esta mirada atroz de gato montés. Según cuenta
Rodríguez Solís en sus Guerrilleros de 1808, los pensamientos eran
éstos:
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" — El hombre —se decía— puede perdonar, porque él es rey de su
persona, su único y soberano dueño… Pero el sacerdote, no, porque
no se pertenece; porque tiene la alta investidura del ministro de Dios,
porque no es un hombre: es el representante de Cristo sobre la tierra".
De la misma manera piensan muchos colegas de hoy. Con las
mismas conclusiones hubieran echado mano a la carabina, tan pronto
llegados a casa, y la habrían vuelto a dejar y vuelto a coger, y hubiesen
tratado de aplacar su ira paseando arriba y abajo de la habitación que
más que nunca tomó aspecto de calabozo —sus paredes encaladas, su
reducido ventanillo, su luz mortecina sobre el humilde lecho— en
aquel 17 de enero de 1808.
Se acabaron las visitas al monte, y las andanzas gozosas de la caza,
y el vivir sosegado del pueblo. Ni en los rezos diarios había la
tranquilidad necesaria. El cáliz temblaba en sus manos como agarrado
por un poseído. Las noches eran interminables, alumbradas por el
insomnio. La habitación se reducía más, cruzada y recruzada por sus
idas y vueltas.
Poco pudo resistir. A las pocas noches lo decidió en la cama, lugar
de las grandes decisiones. Antes de ser de día, alumbrado por el candil
de aceite, comenzó a limpiar la escopeta, a buscar el morral, a
rebuscar por la habitación, abriendo cajones, levantando la pesada tapa
del arca, trayendo y llevando ropas y papeles.
Tan desusado movimiento puso en cuidado al ama, una de esas
viejas rebujadas del campo, llenas de sayas y mantillas que pardean.
—¡Don Jerónimo! ¡Don Jerónimo! —gritó con mucho susto—. ¿Es
que le sucede algo malo?
El Cura, sombrío y ojeroso, abrió la pequeña puerta. Ya entraba por
las rendijas la leche fresca de la amanecida. Abajo, en el corral, todo el
ganado andaba en movimiento.
Merino avanzó por el pasillo. A l ama la dio miedo. "Parecía
talmente un aparecido", había de contar muchas veces a todas las
mujeres del pueblo.
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No llevaba sus ropas talares. La ultrajada sotana quedaba
desmembrada sobre una silla. Don Jerónimo vestía ahora un largo
levitón raído, cruzado por la ancha faja de cuero que sostenía el
zurrón; unas viejas polainas de vuelta y un gran sombrero de copa.
—Ahí te queda algún dinero... —dijo con voz más honda que la
acostumbrada—. Y mientras yo no vuelva, puedes seguir viviendo en
la casa...
Y sin más, comenzó a bajar l a escalera quejosa, crujiente, despierta
de sopetón. También la llave y la puerta de la calle lanzaron sus ayes.
Estaba muy cruda la mañana. Todavía no había roto su papel de seda
el primer quiquiriquí. La luz se despertaba a regañadientes.
Merino tomó con mucho ánimo el primer sendero del alba. A buen
paso se alejó por él, mañana adentro, con aquella imponente figura de
cochero inglés para la que no faltaban ni las plateadas hebillas.
Su primer jornada fue hasta "la encina alta" del Risco. Desde allí
oteó el campo como lo había hecho muchas veces: a prevención, su
largo lente iba recogido en el morral. Luego que lo vio todo tranquilo,
no removido más que por los vientos mañaneros, siguió su camino por
el monte. Un andar acelerado. Un cauto parar antes de cruzar los
calveros. Un vigilar constante, como buen cazador.
No tardó en dar con Quintanilla de la Mata: allá abajo estaba el
pueblo despabilándose. Menos en parapetarse detrás de una gran
encina del monte —monte Landaya le dicen—, frente al camino real.
—¡Por aquí han de pasar! —dijo más que pensó con la primera
sonrisa que se le escapaba después de tantos días.
Y ya todo fue mirar y aplicar el oído al suelo y sentirse confundido
con los ruidos del monte.
La espera fue corta. A media mañana apareció en lo alto de la
carretera un correo de los que las tropas francesas mandaban a sus
divisiones. Un correo a caballo. Sueltas las riendas, iba arreglándose
la correa de la cartera. Al acabar, metió espuelas al caballo y, echado
hacia adelante, se dispuso a galopar.
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Una sonrisa de dientes cerrados lució en la cara velluda del Cura.
"¡No te escapes, canalla!", debió decir mientras le apuntaba. Después,
¡tac!, un tiro simplemente. No el primero que oían aquellas tierras de
labor, buenas pistas para la caza, pero sí el primero que retumbó en el
tambor del cielo, como tiro de guerra que era ya.
Merino, por entretenimiento en sus ocios aldeanos, mataba yendo a
caballo una perdiz al vuelo, de un solo tiro. Parapetado y disparando a
gusto, no hay que decir que el número de blancos hubiera llegado
—acabó por llegar— al infinito.
Así, el desprevenido correo cayó dando vueltas por el camino. Se
había roto el himen de la tranquilidad. Aquel tiro no era más que el
cohete inaugural. Desde entonces, todas las encinas tendrían detrás
una escopeta que apuntaba. Y todos los aldeanos, enfundados en su
manta, como infelices caminantes, unos ojos que espían. Ya las torres
de los pueblos se alzaban de puntillas para vigilar los movimientos de
la tropa francesa. Y los pastores, esos pastores pintiparados en medio
del paisaje de Castilla, tan quietos y pardos como un mojón o un
bardal o una encina solitaria, todos los pastores eran espías. Y los
labradores que aran la tierra, de vez en vez se dirigían presurosos a
una ladera, sacaban de entre las zarzas la escopeta, disparaban, y
volvían tranquilamente al arado de mulas quietas, ajenas a la
intranquilidad de los hombres.
Todo el campo comenzaba a movilizarse. Como en plena Edad
Media, el campesino dedicaba su día anchuroso a dos instrumentos
cortantes: la reja y la lanza. Que ahora, en vez de lanza, era trabuco
naranjero o viejo cachorrillo o antigua escopeta de pistón.
Merino había hecho su primer blanco. La tierra misma se preparaba
a la lucha. Aquí de la certera observación de Galdós: "La lucha de las
partidas es el país en armas, el territorio, la geografía misma
batiéndose". El arma principal de los guerrilleros no es "el trabuco
ni el fusil —sigue Galdós— fue el terreno".
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Merino había hecho su primer blanco. Como un aviso, lo repetían
los ecos de las soledades. Los campesinos comenzaron a limpiar las
armas que tenían a mano. Los cárcavos se hicieron más estrechos y
ahondados. Los árboles, más altos y vigilantes. Los caminos, más
secretos. Los cerros, más cautelosos. Hasta el clarín de los gallos
agudizó su sugestión guerrera.
Merino había hecho su primer blanco. Había matado el primer
francés. Ni siquiera se tomó la molestia de ver qué papeles de interés
llevaba encima. Era todavía poco militar. Al verle caer, sonrió
tranquilizado. Comenzaba a pacificarse la venganza que le hervía
adentro. Se echó el arma a la espalda —el alma se la había echado
antes—. Y se volvió a Villoviado como de costumbre: contento de su
cacería.
Al entrar en el pueblo le asaltó de nuevo la preocupación militar.
Podía haber franceses. Nueva subida a la encina: para eso la había
elegido de observatorio. Paciente atisbar. Nada. El pueblo seguía tan
somnoliento como si no existiera. Pero ninguna preocupación estaba
de más . Se acercó a su casa por el corral. Alzó la cabeza sobre la
tapia, como el salteador de gallineros. Aplicó el oído. Miró. Al oír el
runruneo del mozo que guardaba el ganado, se decidió a lanzar su voz.
—¡Gil! ¡Gilillo!
El zagal se acercó con miedo.
—¿No pasó nada?
—Nada, mi amo.
—Abre la puerta.
En el mismo corral, entre leña seca y maleza para los conejos, se
celebró el primer alistamiento de guerrilleros de que hay noticia.
—Sube a mi cuarto. Coge un fusil que hay detrás de la cómoda, y un
zurrón, que me parece que está en el pasillo. Anda pronto, y sígueme...
¡Hay que matar muchos franceses!
El criado, cohibido para el trato, parecía decidido para el guerrear.
Subió muy de prisa la escalera; atrapó a obscuras los bártulos, y en
seguida estaba camino del Risco, siguiendo la huella del amo.
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Mucho tiempo anduvieron como sombras, callados y serios, por en
medio de la noche. Zarzas, carrascas, encinas, senderos de cabra: el
buen Gil, con ser nacido y criado en la comarca, maldito si conocía los
caminos por donde le llevaba don Jerónimo. Cuando menos lo
esperaba se encontró de frente al acreditado "Parador del Maragato",
en el camino real. El propio Maragato, un hombre alto, fuerte y
patilludo, con un candil en la mano, era quien se asomaba a un
ventanuco como el mesonero de los Nacimientos.
—¿Quién va?
—Abre de prisa, Maragato, que soy yo...
Poco después giraba el portón. Sobre unas sacas, tapados por la
manta de vivos, dormían unos trajineros.
—Pase, don Jerónimo; no hay cuidado.
No había cuidado, pero por si acaso, les subió entre sigilos y
sombras de candil a la buhardilla. Allí tenía una cama polvorienta,
abandonada ya, en la que don Jerónimo y Gil durmieron vestidos.
Era, sin saberlo, el último día que por entonces iban a dormir en
cama. Acaso por eso lo aprovecharon bien. Entraban las bocinas del
alba por el baburril cuando se echaban cura y acólito la carga de sus
fusiles encima. Salieron al día, inaugurando la mañana. Observaron un
momento el camino. Y por fin, sin prisa, como dos cazadores, se
adentraron en el monte de enfrente, mientras el viejo Maragato, tan
gordo y pacífico como el patrón de ventero que nos dio Cervantes, les
veía marchar con la puerta entornada, ensanchándosele la cara de
admiración.
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8
DE lo que por entonces pasó todos tenemos noticia. Historiadores y
biógrafos dicen, con frecuente coincidencia, que en cuanto don
Jerónimo armó a su criado y se ocultó en los matorrales, prosiguió su
obra. Y que tan pronto como tenían delante el más modesto
destacamento francés, el cura decía al discípulo esto mismo, palabra
por palabra:
—Apunta a los que veas más majos, que yo haré igual.
Claro que el primero en escribir estas palabras fue el autor de una
"historia política" de Merino, que se publicó en francés y tradujo al
castellano, en 1836, don Ignacio Malumbres. Pero los historiadores
usan de tal manera de la escrupulosidad que se copian al pie de la
letra unos a otros, y estas frases que el primero da por pronunciadas,
se repiten hasta el infinito, aun cuando el Cura, llegado el momento
adecuado de disparar no dijera más que: "A aquel de los galones,
¡duro con él!", lo que, sobre ser más espontáneo, tiene mayor valor
casticista.
Como quiera que fuese, a los pocos días de ejercicio estos falsos
Quijote y Sancho tenían hecha una regular cacería. Cada tiro, como si
fuese un resorte mecánico más que un acierto de puntería, daba en el
suelo con un francés. "Se pusieron a matar franceses como un gato a
matar ratones", dice Baroja ajustadamente.
En aquel paso de Villalmanzo a Cilleruelo donde estaban apostados,
los franceses se creían atacados por las sombras. Por esas sombras que
la luna se pasa la noche recortando.
A los lados del camino no se ven más que matorrales y arbolillos
escuálidos, de monte silvestre. Sólo por la noche aquello puede tomar
aspecto medroso: por el día le clarean las calvas al monte de tal
manera que no parece esconder a nadie detrás. Así está hoy, y de
parecida manera se vería entonces, porque siempre, a los lados del
camino, los montes andan deshilachados.
52
Y era de allí, de aquellos primeros matorrales, de aquellos árboles
chaperos, de donde salían los disparos. La columna imperial
desplegaba siempre una guerrilla que reconocía el monte. Nunca se
encontraba a nadie. Cuando todavía humeaba el disparo, el tirador
había desaparecido como un fantasma. Aunque luego, dos o tres
kilómetros más allá, volviera a salir al paso de las tropas y a matar
otro par de soldados.
Esta gota sorda, y desde luego esta impunidad, entusiasmó en
seguida a las gentes del contorno. En los paradores se hablaba de ello
con mucha satisfacción.
—Es un castigo de Dios —decía el cura viajero.
—Es un prodigio de agilidad —aseguraba el petimetre.
—Es un buen azote —comentaba el labrador.
Unicamente las señoras, aquellas señoras que bajaban un momento
de la diligencia para tomar un refresco, llenas de faldas y de bisbear de
sedas; aquellas señoras que hacían siempre el viaje por precisión y se
le pasaban santiguándose, tenían su censura para el procedimiento.
—¡Quite usted, por Dios!... ¡Eso es una iniquidad! ¡Pensar que nada
más así la puedan matar a una sin que jamás se descubra al culpable!
Todo aquello no hacía más que rebosar la leyenda, ensalzar la figura
mal encarada, de expresión dura y barba en barbechera, de Merino.
Que en seguida se supo que era él, con la celeridad que se saben las
cosas en los pueblos. Un mozo de Villoviado le había visto jurársela
a los franceses. Otro, le encontró muchas veces hablando solo. Otro le
oyó llamar al criado por las tapias del corral, y luego les vio marchar
juntos, camino del Risco.
Con tanta noticia, a los campesinos no les quedaba otra labor que
recomponer la historia a su gusto. Y llevar el alta y baja.
—¡El Cura ha matado dos más! —se decía diariamente en las
aldeas.
—¡Han caído otros dos franchutes! —repetía cualquiera, satisfecho
de dar la noticia del día.
También se extendió a los pocos días la noticia de que ya eran tres
los encargados de mandar franceses al otro mundo. Un sobrino de
Merino se les había unido. Era la manera clásica de formar las
guerrillas: primero los de casa, después los simpatizantes.
53
—¡Tío, aquí estoy yo! —diría una tarde el mozarrón de veinticinco
años que era su sobrino, saliendo de la espesura del monte.
Y desde entonces pudieron hacerse las cosas mejor. Extendieron su
radio de acción para no estar tanto tiempo mirando. Ahora servían a
dos carreteras: lo mismo arremetían con las tropas que pasaban
camino de Madrid, que con las que iban y venían a Soria. Las
Mamblas y sus estribaciones les servían de paso y escondrijo. Desde
aquellas cuestas con forma de pecho femenino los disparos debían ser
más enérgicos y constantes, a pesar de la pretendida dulzura del
terreno.
El Cura trataba de ensanchar el negocio. Alguna vez dejaba a los dos
mancebos encargados de seguir despachando franceses y marchaba a
lo que ya podía llamar su "cuartel general": una tenada sola en medio
de la cuesta que la habitaba un hombrón serrano, a quien llamaban
Cazalobos. Desde ella enviaba recados a los curas amigos; estudiaba
el terreno; daba encargos a los pastores, y después volvía a su sitio a
seguir liquidando invasores.
Tan magnífica actividad dio en seguida excelentes resultados en
forma de nuevos prosélitos. Muy pronto, cerca de la escuela de guerra
que unos historiadores dicen tenía fundada Fernán González en las
faldas de la Mambla mayor, mientras otros lo niegan en rotundo,
creando así la rapsódica incertidumbre que rodea a las cosas pasadas;
muy cerca de aquella primitiva academia militar para nobles, el Cura
—también "de coraçon loçano", como el conde— adiestraba en el
manejo de la escopeta a cerca de treinta plebeyos, con las manos
terrosas por el ejercicio del arado. Aquellos no acudían allí solamente
por el deporte de las armas, como los bofordistas de la alta Edad
Media; su ansia era tumbar franceses como fuera, por medio de todos
los elementos, desde la pedrada al navajazo.
54
Mantas listadas, alforjas de colores, monteras de piel, calzas y
polainas de buriel, anguarinas, peales y abarcas. A tal modo de
guerrear, tal vestimenta. Todos eran serranos: pastores y mozos que
habían abandonado su aldehuela arrastrados, acaso más que por el
impulso patriótico, por la fama aureolada y como legendaria de
Merino. Porque, digan lo que quieran los poetas altisonantes, donde
menos se siente la patria es en los pueblos, frente a frente con los
terrones que hay que defender. En los pueblos, la idea de la patria se
relaciona inmediatamente con el juzgado o con el cuartel: son los dos
sitios, con representantes del poder, que frecuentan los campesinos. Lo
demás, los cantos a la bandera o los discursos sobre la raza, se oyen y
se recitan de carrerilla lo mismo que los rezos. Aquel "me da igual-
Francia-que-España-y-que Alemania-y-que Italia", que dijo León
Felipe en sus versos de 1920, no era solamente un capricho de poeta,
sino el énfasis de toda una raza campesina, el escepticismo de toda
una muchedumbre aldeana.
Claro que, dentro del bullicio de las guerrillas, había también casos
de ardor patriótico, lo mismo que había quien usaba la gorra pellejera
y quien se tocaba con el morrión quitado a un soldado muerto, o con
el calañés que había encontrado en un saqueo y le parecía más
decorativo. Pero el tipo psicológico era el del hombre que se defiende
o el del mozo que trata de correr mundo y aventuras: pocas veces el
del guerreador puro, inflamado de patriotismo, tipo bien raro que suele
confundirse con el herido de amor propio.
Merino se comunicaba con todos los curas del contorno, que eran
sus cónsules en cada pueblo. Estaban encargados no sólo de agenciarle
todas las noticias posibles sobre movimientos de tropas francesas y
número de ésta, sino también de reunir toda la pólvora, balas y armas
que hubiera a su alrededor. A este bélico empréstito contribuían los
pueblos con tanto entusiasmo como exigencias hubieran tenido que
soportar a los franceses.
55
Es curioso observar cómo los menosprecios y ultrajes que las tropas
invasoras iban haciendo por las aldeas eran uno de los más fuertes
acicates para el alistamiento de guerrillas, cosa muy natural, por otra
parte. En alguno de los cabecillas influyó también directamente la
bajeza sufrida en su decisión de echarse al campo. Entre los que por
ahora nos interesan, los dos más destacados —Merino y
El Empecinado—, salieron a matar franceses por ese saludable deseo
de lavar la afrenta personal. En principio, el cura Merino se echa al
campo—que es la frase más justa que nos ha dado la Independencia—
nada más que por hacerle cargar con un bombo. Y El Empecinado, su
casi coterráneo y colaborador, por cualquiera de las dos causas que
nos presentan las versiones: porque un sargento de dragones franceses
que aparece en su pueblo trata de abusar de su novia, una desconocida
Juanilla, de la que nos habla con palabra de escritor turista el inglés
Hardman, autor de Peninsular Scenes and Sketches, libro escrito hacia
1834; o porque —como todavía cuentan en Fuentecén, lugar de su
casamiento— la manera de ser de doña Catalina de la Fuente, su
mujer, influyó en su ánimo para lanzarse a la guerra.
Pero donde se da el caso con toda frecuencia es en el guerrillero
regular, en el que sale a buscar la guerrilla con la escopeta y la manta
sobre el hombro, la alpargata en el pie y el ceñidor en la cintura.
Veamos esta escena que cuenta Leandro Mariscal, hijo de un oficial
de las guerrillas y comentador de los datos de su padre. Esta escena de
una mañana de febrero, en 1808. Y a el campo no es dorado. Va a ser
verde en seguida, en cuanto le despierten los pájaros de la primavera
que tienen anunciada su llegada.
Merino está sentado a la puerta de la tenada. Desde la Mambla ve el
panorama como un cuadrito de geografía descriptiva: cirrus, nimbus,
cordillera, sierra, bosque, páramo, río, cañada, valle, monte, lugar,
aldea...
En esto asoma en la revuelta del camino trepador un hombre
fornido, como de cuarenta años. "Andaba ligeramente y vestía al uso
del país." Merino debe pensar en un confidente o en un pedilón: son
los dos tipos que llegan hasta él; a los demás suelen detenerles sus
centinelas.
56
Se acerca. Ya está —alto, imponente— frente al Cura.
—He sabido dónde usted está, y con usted me vengo.
Resulta que es el herrero de Bahabón de Esgueva, de fama en toda la
comarca. Le dicen Penagos, aunque él se llama Juan Gómez
simplemente. Ha sido soldado en el regimiento de Infantería del
Príncipe y ha hecho la "guerra de Cataluña con el famoso general don
Antonio Ricardos", y allí consiguió llegar a sargento.
Merino no parece parar en tanto detalle. Ni siquiera mueve la
cabeza. Está pensativo y cabizbajo, como queriendo agujerear la tierra
con sus ojillos vivos.
De pronto le asalta un recelo, el recelo que vuela siempre a su
alrededor como el ángel tutelar.
—Bueno, y usted ¿por qué viene conmigo?
Habla Penagos un poco cohibido. Anteayer han estado los franceses
en Bahabón: fueron a su casa con unos caballos para herrar y le
dijeron que por la noche volverían a pagarle. A las ocho se presentó un
cabo solo; llamó en la puerta. Bajó a abrirle la hija, y detrás
—alarmado—, el padre. El cabo a largó un duro. Penagos subió a
buscar cambio a la cómoda. Cuando estaba arriba, oyó un grito de
Paulina, el grito que nada más oído enciende la sangre, porque es el
grito que dan las heroínas de las novelas cuando tratan de forzarlas.
—Bajé de un salto la escalera, que casi me "eslomo"... Me encontré
con que el franchute estaba abrazando a mi hija y me cegué: no sé
cómo pude agarrar el trujamante, cogí al cabo por el pescuezo y allí
quedó medio degollado.
De seguida cerró la puerta, salió al corral y enganchó el carro,
mandando a la familia y al criado a casa de unos parientes. Cerró la
suya y comenzó a caminar monte arriba.
—Y aquí estoy, por las noticias de los pastores.
Por primera vez le mira el Cura a la cara. Es lo que se dice un
hombretón. Pero no trae escopeta.
—Bien. Quedas admitido, Penagos; pero hay que buscarte arma...
—Esa me la buscaré yo, señor cura, que ya entiendo de cosas de
milicia.
EL CURA MERINO (1933) Eduardo de Ontañón
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EL CURA MERINO (1933) Eduardo de Ontañón

  • 1. EL CURA MERINO Su vida en folletín (1933) Eduardo de Ontañón Edición: Julio Pollino Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 PRÓLOGO Una vida de Castilla (1934) Por esta apretada tierra castellana se ven todavía hombres así: años y años bebiéndose el cielo, y un buen día virar de pronto y plantarse bruscamente en un alcor de la Historia —grave dama a quien anotamos con mayúscula—. Acercarse a una existencia semejante requiere el tácito paso de un enamorado que no se limite a recoger la peripecia externa, sino que sepa hundirse como un pez en las aguas profundas por donde corre el último latir que motiva la acción. Para infundir humano aliento cálido a un conjunto de fechas, de anécdotas deslavazadas, de secos documentos «de la época», mejor que refugiarse en sombras de archivo es hacer lo que Eduardo de Ontañón al crear su Cura Merino: lanzarse por campos de Burgos y de Soria para descubrir al personaje en conversación con serranos y cabreros, dialogando con las encinas y contemplando los chaparros que conservan mejor que mohosos libracos el perfume de una existencia. Días sintiendo la caricia aguda del viento de Urbión, de recoger entre los pinos —cerca de San Leonardo o de Navaleno— ecos de una vida que va haciéndose entre sus manos. El gozo de ir plasmando la línea firme del guerrillero, y al final una magnífica interpretación de Castilla, fondo y alma del libro y de su autor. Pues la obra de Ontañón es, ante todo, lo que debe de ser: una biografía, una excelente biografía del Cura, pero además —y en éste además ha de cargarse el acento— es un gran libro lírico y romántico sobre Castilla. Garbo cierto en la prosa, despejo de gracia auténtica en la narración y en el comentario, resaltando el primor en el hallazgo del adjetivo que califica el hombre o la cosa. Señalemos la bella reminiscencia del «esa», «esos», tan caros al Juglar de Medinaceli y que Ontañón emplea con frecuencia. No importa demasiado que se trate de biografía exacta o de vida inventada. Lo esencial queda ahí: vivo espíritu preciso, arte de biógrafo que no trata de resucitar un cadáver, sino de crear su personaje. Apasionada tensión en lo entrañable, luces, en lo alto, de amanecer. Ricardo Gullón
  • 4. 4
  • 5. 5 1 1769. Ya la cifra tiene empaque, apostura, engallamiento. Junto al uno hierático, aunque con aire de querer pasar inadvertido, está el erguido siete, muy empaquetado, con cuello alto y corbatín de petimetre. Más allá asoma el nueve, rizado con ánimo decorativo de voluta. Sólo el seis sabe ser campechano y cordial, como buen barrigote. 1769. Pero ¿y cómo es el siglo XVIII? ¿Le oiremos siempre en el gran preludio que suena por los parterres, en el que interviene activamente el hipar lírico de los violonchelos y el hilo de cobre de los violines? 1769. Fuentes de chorro salomónico. Enlazados amantes de pastorela. Parejas, dulces parejas, sin que tengan otro apelativo posible. Dulces parejas que andan con ritmo de muñecos de reloj y dan vueltas como figuras de orquestón en la feria novecentista. Y árboles pomposos, de hoja escarolada. Y algún columpio que, entre risas y caquexia, va y viene con mucho regocijo, llevando encima una damita que siente mucho rubor por sus piernas. Y un altisonante hablar en los corrillos de hombres maduros. Y un retórico y reverencioso galantear. Y un sostener el brazo atrás, afilando la figura. Y un continuo arquear sonrisas. Y un llenar la noche de ripios para los poetas futuros. 1769. ¿Es así el siglo XVIII? ¿Tiene razón Watteau? ¿La tiene Goya? ¿Anda sobre las cosas este aire de país de abanico? ¿La tierra es tan retusa? ¿El aire, la luz, el paisaje tienden al rebozo barroco? ¿Suceden las cosas con esa amabilidad de minué, o es todo una dulce mentira para decorar las cajas de bombones?
  • 6. 6 1769. Comencemos el viaje a las afueras. Caminemos hacia el campo raso. Huyamos hasta de la floresta. Al aire, a la vida libre, espontánea. Andando. Vienen todavía detrás de nosotros flechas de violín, murmullos de agua y de viento colado por el tamiz —poético— de los árboles. Ya se pierde. Ya vuelve a traérnosle un aire suave que muchos años después ha de servir a Rubén Darío para elaborar amables versos. Pero, ¿es éste o es aquél? Porque, alejados del rebullir jardinero, también el aire está cargado de polvillo musical. Aunque ahora danza y voltea violenta, bruscamente. Más risas, más bullicio. El siglo parece lleno de alborozo. Alea, muy jovial, una canción: una tonadilla. ¿Es acaso la gracia picaresca de El Canapé, de Palomino? ¿O la remangada "maja limonera" del regocijado "alias Tudela", clérigo de misa y guitarreo? Se distinguen las palabras. Unos a otros se llaman "madamas" y "morenos del alma" y "perlita amada" y "mosqueterito". Aquí, por lo menos, el siglo es garboso. Pero tanta algazara hace dudar de él. Es necesaria más seriedad para poder ser biografiados. 1769. Pero ¿dónde está el campo, dónde el "... pacífico retiro, altas colinas, valle silencioso, término a mis deseos…" que acaba de cantar don José Cadalso? ¿Y las "vegas plácidas" y "el río ondisonante" que, con seguridad de militar que es, afirma haber conquistado tan ajustado poeta? ¿Y dónde el arroyuelo "con nuevas aguas rico" que, saltando muy gozoso, consigue burlarse de los grillos, según el pausado, el conceptuoso Meléndez Valdés ha comunicado hace bien poco a "Dorila"? 1769. Sigamos nuestros discurrir por el año. El cielo ha cerrado. Comienza a distinguirse la soledad y el silencio, que también se columbra. A veces, truncado por el ancho suspiro de un abate o por el soliloquio de un joven con traza melancólica. Adelante. Se empiezan a ver unos cerros redondos, unos matorrales tupidos, unos ríos de rayita ingenua, unos caminillos que marchan entre rebujos de árboles.
  • 7. 7 1769. Hace unos años que ha vuelto de hacer sus estudios de cartografía y grabado en París don Tomás López, ahora geógrafo y pensionista de Su Majestad, y perteneciente a las Reales Academias de la Historia, a la de San Fernando, a la de Buenas Letras de Sevilla y a la "Sociedad Bascongada". Don Tomás López ha comenzado a dibujar los mapas geográficos de las provincias de España, valido por los datos y documentos que "para su composición" han tenido a bien "subministrarle" arzobispos, vicarios, intendentes, corregidores, curas, beneficiados y visitadores, que contestan muy amablemente a su interrogatorio, enviando listas "muy puntuales". A veces se ha servido también de los mapas manuscritos que poseen algunos Obispados para su regla y entendimiento. Porque de muchas de estas provincias españolas forma don Tomás López el primer mapa que se da impreso. Estos mapas son un primor de dato y detalle. Se consigna en ellos las ciudades, las villas grandes y las pequeñas, los lugares, los barrios, las granjas, las ventas, las casas fuertes, los castillos, los batanes, las fuentes minerales, el nacimiento de los ríos, las colegiatas, los monasterios, las ermitas, las encomiendas de la Orden de San Juan, los ducados, condados, marquesados, vizcondados. Y la Orden a que pertenecen los conventos de religiosos y religiosas, que "se señalan con una letra o número." Las montañas, los cerros, los sencillos alcores están dibujados uno por uno, lo mismo que los árboles y las casas y las torres y los sotos. Son como países infantiles descritos por la mano contenta del niño. Países en los que llega a buscarse también el perfil de sus habitantes a través de los caminillos y de los puentes que atraviesan sus ríos. Hay uno, impreso muy avanzado el siglo XVIII, en 1784, que "comprehende los partidos de Burgos, Bureva, Caftroxeriz, Candemuño, Villadiego, Juarros y Aranda", los "valles de Sedano, Valdelaguna y Bezana" y las "Jurisdicciones de Lara, la Hoz de Bricia y la de Arreba". Todo dibujado con sencillez virgiliana, con alegría de estar señalando el campo. 1784. Hemos perdido quince años en el viaje, pero henos aquí, ya a solas con el paisaje libre, con el campo prometido por don José Cadalso, lejos del "tumulto y tristes devaneos de la Corte engañosa", dicho sea con las mismas palabras de su queja, hermana de la que, desde su siglo de oro, lanzara el jovial, el puro, el campechano, el regocijado fray Antonio de Guevara.
  • 8. 8 1784. Tenemos delante la tierra más mansa, más dócil que pudimos imaginar. Por ella marchan los arroyos y los caminos con cándida emoción de Nacimiento. Tenemos delante una tierra cruzada por la banda del silencio. Sin corcovos de violín, ni manoteos de tonadilla, ni zalamerías jardineras. Una tierra bermeja, gorda, con gozoso olor de heredad. Una tierra que apenas es otra cosa que campo y cielo, paralelos, infinitos, como espejos enfrentados. Una tierra que no hace caso de los rizos del siglo. La tierra extendida, callada y feliz en cuya busca y captura salimos. Desde arriba todo parece somnoliento, entregado al rumiar serenidades del campo. Sin embargo, ya están formados los cárcavos y las torcas y las hondonadas y los carrascales que, dentro de unos años nada más, ha de utilizar su verdadero personaje, el hombre más gustosamente formado por este panorama: el guerrillero, mitad soldado y mitad labrador, que ya ha nacido y patalea por entre praderas y viñedos. 1784. No sólo ha nacido el guerrillero, sino que la propia tierra que lo ha formado a su imagen y semejanza, se matica por servirle ya, por allanarle su campo y redondearle su cerro y hacer fragoso su rincón umbrío. La misma tierra, que es la principal arma del guerrillero. Porque, al buen decir de Galdós, la lucha de las partidas es "la geografía misma batiéndose". Tierra de Castilla: buena pista para el noble ejercicio del guerrear. Sobre escajos, cantizales y ribazos, no campea la sugestión del místico precisamente, que acaso por el color terruño del buriel la han endilgado, con lata unanimidad los cronistas. Lo que vuela con terquedad, de buitre, lo que asoma tan pronto como se le evoca, es el airón decidido, violento, del hombre completamente armado en cuyo honor también han tañido cítaras y laúdes los rapsodas de vena poética. ¡Y qué no habrán intentado tan desquehacerados varones!
  • 9. 9 1784. Pero lo que ahora nos interesa es que entre estas cuestas y sus congostos, sombreados a pluma por la mano fina y cuidadosa de don Tomás López, detrás de los inocentes caseríos y de los sotillos pintados, hace ya quince años que alienta nada menos que don Jerónimo Merino, hombre del clásico pelo en pecho y del no menos típico trabuco naranjero. Aunque ahora, "a la sazón", en el decir de los retóricos, no sea más que un mozalbete canijo, probablemente vestido de estameña y muy pensativo, que trata de meterse en la cabeza los mamotretos que, sabiendo que no sirve para las labores del campo por su naturaleza esmirriada, le ha prestado el párroco de Villoviado, un hombre, de tan buen natural como mala vista, que cree haber en Jerónimo un futuro padre de la Iglesia. Villoviado: aquí está sobre una colina. Es un pueblecillo carcomido, tostado de sol. El mapa de don Tomás López le señala como un simple "lugar". "De unos quince vecinos", dice uno de los primeros biógrafos del Cura, un ser anónimo que por no poner, ni indica el año en que edita su folleto. "De unos quince vecinos, sito en el valle que dicen de Solarana". Más adelante —1850—, cuando ya no existe ni Merino, el detallista Madoz da cuenta más extensa del pueblo. "Situado al pie de la cordillera conocida por el Risco —viene a decir—, su clima es frío, gozando de buena ventilación." Un pueblo sano, como llaman por Castilla a los que están en tales condiciones. "Se padecen fiebres intermitentes y gastritis". Ya no tan sano. Más penas: "Su terreno es de mediana calidad". Más: "No tiene más de treinta casas, algunas arruinadas". Pero a renglón seguido hay nuevos goces: liebres, perdices, robles y encinas en la parte montuosa." Y canteras de piedra franca y caliza". De todo hará uso Jerónimo tan pronto como sea mayor. De la caza, del arbolado y hasta de la piedra, con la que muy andado el tiempo ha de reformar notablemente la iglesia medio derruida, colocándola un gran escudo en el que hace representar todos sus atributos guerreros: banderines, castillos, cañones, un bombo, una corneta, y hasta un sable curvado y una corona de laurel.
  • 10. 10 En nuestros días sus paisanos no tienen una idea fija sobre él. Con ellos estoy ahora hablando junto a la iglesia, bajo una higuera secular que le conocería. Abajo, el pueblo apretujado a la tierra arcillosa. —¡Ya va años de todo eso!... De los que viven nadie le llegó a conocer —me descubre un viejo embozado en algo tan seco, tan áspero que parece un trozo de tierra de labor. —¡No debió ser mal tipo! —suelta otro. Rompe a hablar el cura de hoy, su sucesor: —Aquí no hay papel ninguno... Andan diciendo que si la iglesia la arregló por cumplir un voto prometido a una falta... ¡Y quién sabe eso! —¡Pues yo he oído que así es la verdad! —se atreve un hombre tostado, de mirada dura y pelo crespo, que parece más sucesor del cura Merino que el párroco mismo. Es uno de esos hombres de barro castellano que igual desgajan las ramas de un roble que le rebanan la cabeza al más pintado. De esos que, como el mozo Jerónimo, han adiestrado la vista y domado brazos y piernas subiendo "a por nidos" mientras cuidaban el ganado, por pura diversión.
  • 11. 11 2 PORQUE —y así lo advirtió Pirala—el acreditado gremio de los Viriatos es producto netamente nacional. El campo en España, en Castilla sobre todo, despierta con facilidad el impulso bélico. Lo primero que se siente al enfrentarse con el más solemne paisaje son deseos de tirar una piedra. Que es también buen ejercicio de pastores. De pastores que se metamorfosean en guerreros con tanta facilidad como hacía sus transformaciones el Asno de Apuleyo. En otras palabras: que "empiezan por cuidar rebaños y terminan por mandar ejércitos", según acaba por decir el rajante y bien citado Pirala. Cuando Jerónimo nació—el sábado 30 de septiembre de 1769 exactamente—no debía de ser ocupación muy bucólica, la de pastor, a pesar de los tiempos de pastorela que corrían. Que estas escenas de tapiz han estado siempre destinadas con exclusividad al ejercicio de jóvenes almibarados y damitas de porcelana. El campo permanecía tan abandonado, tan incomprendido como hoy. Ni siquiera era posible la idea de Gedeón: hacer las ciudades en el campo. Lo que la época quería eran jardines, muchos y muy recortados jardines. O sea—y acaso sucede ahora lo mismo—que el campo era para los campesinos. Por entonces no se prodigaba todavía ese tipo satisfecho que es el veraneante. Ni siquiera ese otro, no menos orondo, aunque sí más pazguato, que es el indiano. El campesino vivía en los entresijos del mundo. No se enteraba de las cosas, ni falta que le hacía. Si tenía noticia de los acontecimientos de la época, la expulsión de los jesuitas, por ejemplo, era gracias a las pláticas del párroco.
  • 12. 12 El pastor, ni eso. "Joven por las cuestas; viejo por las puertas", que dice un angustioso refrán de pastores. El pastor no disponía de su tiempo más que para tumbarse cara al cielo y estar mirando a aquellos otros borregos que son las nubes. Y eso, de mozo. De viejo—si no se había resuelto su metamorfosis—, ni eso. Sólo un peregrinar de casa en casa, lanzando el "Ave María Purísima", que siempre despierta al perro. ... En casa de Jerónimo toda ayuda era necesaria a su advenimiento. El padre, Nicolás, no era más que un buen hombre de un pueblecillo cercano: Castrillo de Solarana, o Valdenebreda, llamado por otro nombre. Si había venido a parar a Villoviado fue aprovechando la sombra de su hermano, don Ambrosio Merino, cura del pueblo. La madre, Antonia Cob, había sido traída de un poco más lejos, de Tordueles, pueblo risueño de orillas del Arlanza. Tres biógrafos de Jerónimo Merino, que se esconden tras de las iniciales—porque alrededor del Cura todo parece llenarse de misterio—dicen así en 1908, con estilo de hoja de calendario: "Si su alcurnia no puede envanecerle, y si las riquezas no le proporcionaron dorada cuna, no por eso puede decirse tenía por qué avergonzarse en la primera." El padre labraba unos cuadritos de tierra roja, de esos que, vistos desde cualquier altillo, más parecen remiendos que heredades. La madre se dedicaba, además de las faenas "propias de su sexo", a reemplazar al padre cuando éste marchaba. Porque, todo hay que decirlo. El buen Nicolás tenía que ayudarse con el cansino oficio de la arriería. En cuanto comenzaban a llegar los arrieros al pueblo, con ese aire y esa algarabía de contrabandistas que tenían los arrieros, Nicolás Merino marchaba con ellos para "completar la subsistencia de una familia que, atenida sólo a sus cuatro terrones, hubiese perecido", y volvemos a los tres biógrafos, casi anónimos, de 1908. Un hogar de labradores en Castilla lo necesita todo. Desde más ventilación hasta mejor condumio. Y para obtenerlo malamente todas las actividades son pocas. Un hogar de labradores en Castilla es algo que se asemeja a la cueva cenobítica. No sólo por sus techos achaparrados y muchas veces renegridos. También por el desprecio a la vida con que en él se habita. Allí ni se come ni se descansa ni se vive. Una de las pocas cosas que se hacen en él con fruición es dormir.
  • 13. 13 Para el hombre de tierra castellana no hay más de tres ocupaciones: trabajar la tierra, tomar el sol junto a una pared, quieto, embebido como un lagartijo, y jugar "la partida", o simplemente "matar el rato" en la taberna. Para la mujer, acaso no llegan a tantas. Entre la iglesia y el comadreo se la pasa fácilmente el día. A vidas tan "aperreadas" (con cuya palabra el pueblo, en su genial inconsciencia, explica la malaventura) pocas veces se asoma la cara pecadora de la variedad. Cuando sucede algún acontecimiento en la aldea es siempre el que se espera, el que está dentro de las sanas reglas de la costumbre: nacer, casarse, morir o acabar ensogado. Única escala de sucesos campesinos. Por este enquistamiento, el nacimiento de Jerónimo, como el de todos los Jerónimos silvestres, acontecería con la misma naturalidad con que los días se pliegan en la aldea. Apenas nada. Unos pocos movimientos desacostumbrados. Una mujer que grita. Un hombre que revuelve trapos sin encontrar el que le piden. Y un minúsculo ser que llora y rebulle. He aquí ya a Jerónimo Merino en el mundo. A nadie, ni siquiera a su tío el cura, que lo mira con mucho mimo desde el primer instante, se le ocurre pensar en el destino de aquel pequeñuelo. Sin decírselo, sin parar en ello, todos suponían tácitamente que era un chiquillo más, un mozo más, un labrador más. Acaso el cura tuvo un momento de lucidez en la visión aproximada del porvenir del niño que gustan hacer las gentes de aldea en todo nacimiento. "Será cura, si vivo yo". Pero, en resumidas cuentas, era lo que vaticinaba siempre que nacía un niño dentro de la familia. Los primeros cinco, seis años, hay que figurárselos. Iguales a los de los otros chicos aldeanos. Entre polvo y barro al principio; zarceando con todo lo que halla a mano más tarde; sonando mucho las botas claveteadas después. Al cumplir los siete años es cuando los aldeanos creen llegado el momento de la pubertad, siquiera sea de una pubertad económica. A los siete años todo el mundo debe ocuparse en algo. Jerónimo no se libró de este reglamento. Su padre le puso en la mano el cayado y le mandó a lo que su referido trío de biógrafos llama "proporcionados cargos". Comenzó a guardar ovejas por los breves montes que rodean a Villoviado, entre robledales y encinares y tierras rojas como cántaros poco cocidos.
  • 14. 14 No sabía el bueno de Nicolás Merino que aquel sencillo gesto suyo —la entrega del cayado al pequeño Jerónimo—tenía tanta solemnidad como la ofrenda del báculo pastoral a los obispos. O acaso más. Nicolás lo diría, aunque fuese para su zamarra: "¡Vaya! ¡Ya eres obispo de páramo!". Que es como en Castilla se dice donosamente de los pastores. Pero nada más. Ni pasar por sus mientes que aquel motril podría ser ni más ni menos que lo que él le nombraba en aquel momento: pastor de ovejas. De ahí a quererlo hacer pastor de almas no pasó mucho tiempo, a pesar de todo. Gracias a las indicaciones del párroco, terne en su deseo. El hombre había observado al pequeñuelo. Veía que apenas medraba, que siempre estaba pálido y delicado, "hecho un dijecito", reza la biografía. Con esto y con haber aprendido Jerónimo a leer y escribir su nombre sin que nadie le enseñase, quedó pactada la carrera que iban a darle entre cura y padres. Jerónimo seguiría la hermosa senda eclesiástica. Una mañana marchó para Lerma, la villa más cercana, alto poblado de buen perfil renacentista, todo erguido de torres y del recuerdo magnífico del no menos exuberante señor don Francisco Gómez de Rojas y Sandoval, su Duque titular. Por equipaje llevaba poco más que una epístola para el señor capellán de las monjas de Santa Clara. Y un tomo—usado—del Nebrija. En Lerma, el esfuerzo intelectual de Jerónimo debió de ser tan grande como infecundo. El propio Merino, dando un mentís a cura, familiares y biógrafos entusiastas, "ha negado que tuviese disposiciones para el estudio", según atestigua el historiador Pirala. A Jerónimo lo que por entonces le interesaba no eran precisamente los cantos de Virgilio, sino su realización: la vida virgiliana misma. En vano trabajaba aquel capellán. Ni el latín ni las humanidades se habían hecho para aquel elegido de la tierra castellana, para aquel hijo de escajos, montes y parameras. Pero era un muchacho dócil todavía, incapaz, por lo tanto, de rebelarse contra aquellos mamotretos y aquel señor cura con antiparras. Uno de los sucesos de la escala aldeana, la muerte de su hermano mayor, le devolvió a sus campos. El primogénito había dejado un hueco en las faenas caseras que era necesario llenar inmediatamente para que la máquina del hogar continuase su marcha.
  • 15. 15 Nuevo nombramiento paterno de pastor a favor de Jerónimo Merino. No satisfacía a nadie este abandono de los estudios, pero era necesario que los borregos tuviesen guardián. Y que la casa recuperara los brazos que acababa de perder, aunque fuesen los brazos débiles, poco tersos, del Jerónimo infantil. —¡Otra vez obispo de páramo!—diría Nicolás, esta vez con reniego. Él, que ya se veía metido en esa poltrona casilla que forma "el padre del cura": vida fácil, acatamiento, despreocupación, trato con gentes principales... ¡Qué distinto todo aquello a la vida zanguanga del labrador! Jerónimo, en cambio, soplaba de satisfacción. Con aspecto de hombrecillo, se frotaba las manos, muy jovial. Corría. Saltaba. Pretendía subirse a los árboles. Alguna oveja, volviendo su cara atontada, le observaba fijamente. El perrillo del rebaño iba y venía dando corcovos, ladrando a las moscas con mucho contento. —¡Ehhh! ¡Iiip! ¡Aaah! No hablaba con nadie. Ni siquiera se dirigía a sus ovejas, ni a los árboles del monte. No. Era que lanzaba gritos de alegría incontenida. Gritos incomprensibles, inútiles, como los del hombre primitivo. ¡Qué conformidad la del monte! ¡Qué aprobación, ante estos entusiasmos desbordados, con las copas despeinadas de sus arbustos! ¡Cómo podría comprobarse entonces que el monte tiene todavía, prendido de sus zarzales, el aire de piedra del mundo recién creado! Los otros pastores le tendrían por loco. Eran pastores como Dios manda. De esos que se apoyan en la cayada, ponen un pie sobre otro y se están horas y horas mirando al horizonte. En Jerónimo todo era raro. Andaba por los vericuetos, a veces alejado de sus ovejas. Entraba en las cuevas. Saltaba los matorrales. Y cuando los hombres del campo iban a decirle algo, cualquier cosa, para echar una de esas parrafadas espaciosas, interminables, de palabra tarda y coja, que acostumbran a usar los pastores y labriegos; cuando notaba que iban a dirigirse a él, escapaba, si le era posible. No quería tratos. Gustaba de vivir a solas con aquellos parajes, "con la independencia que a su espíritu cuadraba". Fiel al paisaje, a la tierra ondulada de que estaba formado. Fiel a la libertad que dictan los llanos de Castilla.
  • 16. 16 Ya lo dice uno de sus más devotos cronistas, el señor Ruiz Casaviella: "Aquella vida introdujo en él los gustos agrestes y selváticos que siempre conservó". Lo que le convenía precisamente para sus próximas andanzas. Pero la felicidad es cosa tan fofa que hace a uno no darse cuenta de que existe. La felicidad es algo espantoso: no sentirse vivir. Jerónimo llegó a los dieciocho años—como todo el mundo—sin notarlo. ¿Cómo había pasado tanto tiempo? ¿Cómo había crecido, y se le había endurecido el pecho, y se le habían tensado los músculos? ¿Cómo le apuntaba ya el bozo y le resonaba la voz igual que a los mozarrones de verdad? Claro. No fue él quien se hizo las preguntas, sino que le asaltan al autor. Él no se hizo nunca preguntas: ni ahora ni luego. No tenía más que oídos para las cosas. Oídos y vista de azor. Se conocía perfectamente todos los rumores del monte. Y todos los vientos. Y todos los árboles y matorrales. Este conocimiento arbóreo no era extremado, a fin de cuentas, puesto que la riqueza forestal ha sido siempre por allí un mito. ... De pronto, en medio del cercado de huertos y casas que quiere formar la plaza de Villoviado, casi enfrente de la casa de Jerónimo, sonó el primer redoble militar que había de oír el mozo. —¡Torrrrrrrrrrrrr!... Oído a la caja. Los chiquillos empezaban a rodear a los autores de tal estruendo. Tenían trajes de colores, pero no debían de ser payasos ni comediantes. —¡Torrrrrrrrr!... ¡Torrrrrrrrrr!... No quedó una vieja en la iglesia, ni un chico en casa, ni una mujer fajando al pequeñuelo, ni una cabeza sudosa que no se asomara por encima de las bardas hortelanas. —¡Torrrrrrrrrrrrrrrrr!... Aquello era una escena de zarzuela. Al tercer redoble, el más bigotudo de los personajes, desenrolló un papel con gran empaque, y diciendo cosas como "El Rey nuestro señor" y "lo que se ordena a todos" y "el fiel cumplimiento y acatamiento", leyó una orden que no comprendió nadie.
  • 17. 17 Menos mal que el del tambor se avino a explicarlo. Se trataba, sencillamente, del alistamiento de mozos. Había que servir al Rey. —¡¡Venimos a por los mozos!!—le gritaba a un viejecillo que no acertaba con el motivo de todo aquel aparato. Los tres redobles, cosa bien sencilla, turbaron toda la vida aldeana. Les oyeron hasta los viandantes más lejanos, hasta los pastores que estaban al otro lado de los cerros, donde decían que no se oían las campanas del pueblo. Todos acudieron para ver qué cosa inesperada era ésta. Con ellos, Merino. No por curiosidad, sino por atracción. Sin saber por qué, aquellos redobles marciales, aquel desencadenar tempestades bélicas de los palillos en el parche, le llamaban. Y vino. Se asomó con ojos redondos de intuitivo al panorama cuasi urbano de la aldea. Aquello iba tomando cada vez más color de cuadro de zarzuela. El hombre del gran bigote hablaba con el cura y el corregidor. Otro, de terciado gorro cuartelero, escribía sobre el tambor en una larga lista. Un soldado, muy pincho, requebraba a todas las mozas que veía. El coro general de papanatas fisgaba por encima del hombro del escribidor. Ayes y suspiros de mujeres se oían también. Para completar la escena, hasta había una muchacha atisbadora llorando desde el fondo de una ventana. No sé si los mozos, cuando salieron con hato y traje de disanto, cantaron las coplas de despedida; si el sargento, atusándose el mostacho, diría precisamente: "De frente, march", como sucede en el teatro. Lo sucedido, desde luego, fue que, con tres mozarrones, marchó Jerónimo por el caminillo hondo que lleva a Lerma. No iba pesaroso, puedo asegurarlo. Pero tampoco contento. Todavía aquella prestancia, aquel atuendo, no acababan de entusiasmarle. Todavía tenía los ojos lavados por campo y cielo. Tras de los mozos escaparon los ojos de todo el pueblo. Muchos, llorosos. Otros, admirados. Algunos, esperanzados, contentos: los del preste y los de Nicolás Merino. Los dos pensaban que aquella marcha de Jerónimo a la capital podía ser un buen paso en el camino al curato apetecido. —¡Ahora espabilará!—dijo uno. —¡Ahora espabilará!—afirmó el otro.
  • 18. 18
  • 19. 19 3 A todo esto, era abril. El campo comenzaba a movilizar sus chiribitas. Sonaban las aguas aldeanas con chasquido fresco de día largo y feliz. Los humos azulados marchaban para el cielo como humos de ofrenda. No era desagradable andarse las "cinco leguas por jornada" que instituían las Ordenanzas para traslación de quintos a la capital. La novedad de este caminar en pandilla y al mando de un personaje francamente decorativo, aquel parar en las ventas del camino y en los pueblos donde había que engrosar el grupo: todo tenía cierta amenidad que llevaba a los mozos muy sonrientes. Pero Jerónimo seguía siempre serio. Jerónimo era de esos hombres que, desde niños, se encuentran pensativos, como si hubieran venido al mundo para dar con algo verdaderamente complicado. Y siguen pensando en su mocedad y en su madurez. Sólo la vejez les hace sonreír, acaso del inútil esfuerzo de ceño. Ni la entrada en Burgos le ilusionó. Y eso que Burgos tenía entonces un imponente perfil de fortaleza. Detrás de su ancho puente principal, de robusta piedra y abultados contrafuertes, alzaba su aguerrida silueta la Puerta de Santa María, tan llena de almenas, atalayas, torreones, estatuas y aspilleras que, según cuentan malas lenguas, hizo exclamar a la agudeza de Carlos V : "Me gustaría más si no fuese de cartón".
  • 20. 20 De un lado, cerraba largo lienzo de muralla, al pie de la cual iba una rampa hasta el camino que marchaba bordeando el río. Del otro, se lucía la arquitectura almohadillada de la época, en el recién estrenado paseo del Espolón. Las orejas de la catedral asomaban por encima. Al fondo, engreído, airoso, con esbeltos torreones, aparecía el castillo sobre su bélico cerro... Un viajero de entonces —don Antonio Ponz— acababa de relatar en su Viaje por España que, a pesar de todo, en Burgos no quedaba "ni rastro de la desaparecida riqueza". Pero para un muchacho de Villoviado, siempre a solas con su escenografía de tierra arcillosa y monte bajo, este perfil ciudadano debía "ser causa suficiente para dejarle boquiabierto. No fue así. Jerónimo seguía callado, indiferente, con los ojos hundidos en el recuerdo, hasta el cuartel del "Provincial de Burgos, núm. 4", en el que los mozos habían de servir, con esa acepción francamente servil que han tenido siempre las milicias. No hay forma de saber cómo se portó Jerónimo dentro del cuartel. Quizá lo mismo. Con hosquedad de ser trasplantado, de hombre primitivo siempre, que cuando más libre se cree en su mundo de hoja, le llevan al otro, al organizado, le visten y le hacen encarrilar. Volvamos a sus biógrafos: "Jerónimo, cuando estudiante, había sido dócil y sumiso, pero una vez convertido en pastor, una vez que había gozado del dominio de los bosques y de su libertad, naturalmente debía sentir la sujeción y dependencia". Al hombre de las selvas traído a la ciudad, si le encierran en una jaula, se pasa el día enseñando los dientes y agarrándose a los barrotes. Pero si le dan aposento normal, le visten y le dejan un rato de libertad, inmediatamente, con traje y todo, desaparece camino de su guarida. También esta vez procedió Merino con arreglo a tal patrón. En cuanto llegó la primer fiesta militar y logró el primer asueto, se puso en marcha para su campo sin volver la cabeza atrás. Tan pronto llegado, dejó el sable y cogió la cayada. Una vez más los páramos le investían de oficiante.
  • 21. 21 Por entonces se descubre Merino como hombre de suerte. La deserción de cualquier otro soldado hubiese dado lugar a persecuciones, órdenes de detención y denuncias. La de Jerónimo sucedió como la cosa más natural. Nadie se movió ni ordenó su captura. Acaso se daban todos cuenta de que no se podía truncar la historia. O de que, al verle perseguido, los campos hubieran evitado su captura: los brazos de las encinas y los tentáculos de los matorrales habrían formado la cortina encubridora que ahora ensaya con gases la química militar. Hele aquí otra vez en medio de su reino campesino, un poco Adán de los montes de Villoviado: poniendo nombres a las ovejas, observando el ir y venir de los pájaros, oyendo la voz de la gugudilla, que sigue cantando a la creación del mundo... Las marchas, el lanzamiento de piedras, el salto de obstáculos y hasta el mando de sus batallones lanares, no eran más que lecciones con que la Providencia se gozaba en ejercitarle para la futura labor que le tenía destinada. Un día todo volvió a cambiar. No era ahora el largo redoble ni la decisión familiar. Era la muerte, que, al decir de muchos de sus biógrafos, decidió siempre en la suerte de Merino. Era la muerte: su anuncio. Un plañir de campanas, al principio quedo y espaciado, después fuerte y nervioso, con esa técnica del toque a muerto que tienen todos los sacristanes. Un plañir de campanas que, en vuelo glorioso, llegaban hasta el monte. Venían a dar cuenta del suceso más normal del pueblo: la muerte de un vecino. ... Habría velatorio y convite en casa del finado, según trágica costumbre aldeana. Se comería el rojo chorizo que tenía preparado para su regalo, y el pan que habría amasado con sus manos; se bebería el fresco churrillo de su bodega, que no hubiera sido tan fácil de probar en vida. Algún pastor se refocilaba con sólo pensarlo. No tenía fin el lamento de campanas. A un tañido vivo se sucedía otro solemne una y otra vez. El monte estaba lleno de resonancia. ¿Quién podía ser muerto tan principal y repicado? Pues nada menos que el cura, el tío y protector de Jerónimo; su tormento, también. Hasta la noche, a la bajada al pueblo, no se enteró. Apenas si lo dio importancia. Tenía veintiún años; los campos estaban verdes, y la muerte era cosa de viejos y de preceptores.
  • 22. 22 A pesar de todo, aquel día había de decidirse definitivamente su porvenir, de romperse su trato con el monte. Por de pronto, tuvo que abandonarlo ya para asistir al velatorio. Entró en casa del cura muerto. Se oía bisbear a unas viejas y hablar menudo a unos hombres, y marchar trabajosamente al péndulo de un reloj de pesas, como si a la casa no se la hubiera parado el corazón. Todos estaban muy serios mirando y remirando al cura tendido en el suelo, en medio de la habitación. Una vieja le espantaba las moscas. Otra seguía los juegos de la sombra fantasmeando por la pared. Otra se conformaba con colgar sus suspiros del techo. Jerónimo nada tenía que pensar, como no fuera en su monte, cosa que ahora no se le ocurría porque era de noche. Tenía, además, quien pensara por él. Desde un rincón le observaban los ojos familiares. De vez en cuando, padre y madre se decían algo al oído, y después le miraban otra vez. Allí se estaba elaborando nada menos que su porvenir. Pensándolo bien, nadie más que Jerónimo debía suceder a su protector en el curato. Era preciso aprovechar la ocasión que les regalaba la casualidad dejando al pueblo sin párroco. Con grandes precauciones para no herir al silencio del difunto, se trasmitían sus proyectos. —¡Como esta ocasión caen pocas! —Pero eso cuesta dinero... —¡Siempre quejándote!... ¡Ya habrá quien lo dé!... Terció un vecino que estaba muy aburrido. —De seguro que pensáis lo que yo: que ahora es cuando debía ser cura el motril. —¡Eso dice ésta! Intervino una mujer que parecía no darse cuenta. —¡Y di que sí, Antonia, que ese es buen oficio! Al poco tiempo, toda la sala planeaba con mucho interés el curato de Jerónimo. El cura se había quedado a solas con su muerte. Era que la Historia necesitaba de Merino para amenizar sus páginas. Y todo lo tenía previsto. No había dinero en toda la familia, pero allí mismo estaba quien podía proporcionarlo. En cuanto llegó la conversación hasta su sitio se prestó a ello voluntariamente. Se trataba del señor cura párroco de Covarrubias, buen amigo del finado y orondo varón, decidido a todos los sacrificios en pro de la religión católica.
  • 23. 23 —Estudiará el chico... ¡Claro que estudiará! Yo me ocupo de ello. Pues qué, ¿no tenían algunos señores párrocos en las villas y los señores canónigos de las capitales un paje a sus órdenes a quien daban habitación, comida y carrera, a cambio de sus, servicios? ¿ Y no era él, párroco de la invicta villa de Covarrubias, hombre de suficiente alcurnia para mantener su correspondiente fámulo? —¡Vendrá conmigo mañana mismo, si es conforme! No había de serlo. Por ahora, Jerónimo no era nadie para decidir por su cuenta y riesgo. Aceptaba como cosa fatal todo el giro que se daba a su vida, y ya era bastante. El padre ni se molestó en consultarle. —Mañana vas a ir con este señor cura a su casa… ¡A ver si te portas bien! Fue todo lo que le dijo. Jerónimo dio una cabezada de asentimiento. Y se dispuso a luchar nuevamente a brazo con el Nebrija. ¡Qué había de hacerlo! Cuando su padre lo mandaba y todos lo aprobaban con tanto ahínco, razón tendrían. A cura muerto, cura puesto. La mañana siguiente, después del entierro, le dieron su hatillo. Y muchas recomendaciones. Todo el pueblo, ya orgulloso de su pastor futuro, rodeaba las mulas en que cura y fámulo iban a marchar. Todas eran fiestas y alhagos a uno y otro. Aquellas gentes, tan faltas de acontecimientos que celebrar, se encontraban con dos en poco más de veinticuatro horas. Con dos que eran uno: la provisión del curato. El afianzamiento del eje de su vida. Jerónimo parecía el menos complacido en todo aquel ajetreo. No decía una palabra. Observaba y asentía. De vez en cuando miraba al monte. —¡Qué chico este más raro!—dijo la madre. —¡Déjale en paz, mujer, que él se dará!... Cualquiera sabía en lo que pensaba Jerónimo. Ni siquiera si pensaba en algo. Acaso en el fondo se asía a la idea de su propia inutilidad estudiantil como a una liberación. "¡Ya se convencerán de que no sirvo, y me dejarán volver!", podía meditar. Mucho más adelante, ya en la vejez—edad de las ingenuidades, como es sabido—habló de esto con su biógrafo y acompañante Rodríguez de Abajo: —Marché a Covarrubias a la fuerza. Por entonces, sólo la vida del campo me atraía.
  • 24. 24 La vida en la villa, con las nuevas costumbres, debió tenerle un poco encarrilado, aunque los libros siguieran infundiéndole terror, cosa que había de sucederle ya toda su vida. Covarrubias, más que una villa de verdad, parece un grabado en madera. Tan amarilla, tan repantigada, tan pintoresca de puente, torres y río, está recostada en sus cabezos de tierra roja que la dan nombre y color originales. Tiene unas calles tortuosas, con el piso de canto de río. Y una imponente Colegiata, de la que siempre están cayendo campanas y saliendo curas, lo mismo que en esos cuadros de movimiento que servían de muestra a los antiguos relojeros. Y unas grandes casonas de escudo y soportal derrengado, como si de un momento a otro fueran a venirse a bajo aplastando a las caballerías que suelen atar de sus pilares. Y una torre medieval, de perfil tan guerrero que todavía asusta. Y un lienzo de muralla. A fines del siglo XVIII, la vida en Covarrubias debía ser atroz. Un grabado de 1834 la descubre todavía como un castillo feudal, con torre de iglesia, torre de homenaje, caserío apretado, ventanucos pequeños como troneras y hasta puente, aunque no levadizo. Por aquel amarillear de muros los días tendrían un color de alta Edad Media. Color somnoliento, medroso, agazapado. Entre esto y los latines, Jerónimo debió pasar por los momentos más aburridos de su vida. El buen párroco de la villa era hombre metódico, que tenía distribuido el día como la tablilla de cualquier balneario. A las seis, levantarse. A las seis y media, decir la misa, en la que Jerónimo actuaba. A las siete, el desayuno. A las siete y media, estudio hasta las diez. A las diez, toma de lección.. Y así hasta que anochecía, hasta que era necesario encender el velón de dos mechas, del que Jerónimo tomaba luz para su capuchina y se retiraba muy sumiso —"¡Hasta mañana, si Dios quiere!"— a su obscura habitación de estudiante para cura: un cuartito interior tan cerrado y disimulado en el largo carrejo, que más parecía cuarto secreto, en el que Merino pernoctaba sintiéndose al margen del mundo, con ese sentimiento receloso y canijo que retuvo siempre.
  • 25. 25 En poco tiempo cambió de táctica. Veía que era inútil escapar a la docta amabilidad del párroco, siempre dispuesto a aleccionarle. Y por acabar pronto, se aplicó cuanto pudo. Pasaba todo el día de codos sobre el enorme tomo de Teología Moral. Sólo de vez en vez, para rezar la retahíla aprendida, volvía los ojos a la ventanilla que tenía a su lado, por la que se veía un fondo de ciudad litografiada: el muro reseco de un corral, los árboles altos de la carretera, un retazo de camino que subía cuesta arriba muy ufano, una casucha que se escapaba del pueblo... Alguna vez se abría la puerta que le separaba de la casa rectoral. Ya parecía la cara bonachona del cura, contento de tanto afán. Jerónimo ni siquiera volvía la cabeza. Tan repleta la tenía por todos los conceptos que se le iban adhiriendo en interminable hilera, como la de los cartuchos de ametralladora. Así se tragaba, con movimiento acompasado, las líneas del libro. Y así las disparaba luego a la menor indicación del protector. Año y medio de frotarse la cabeza frente a aquel paisaje vulgar que hacía más sonriente el ventanuco, dieron como resultado la formación del cura de misa y olla que, un día de 1796, toma posesión de la parroquia de Villoviado, seguido por un cortejo de campesinos campanudos. Con grandes júbilos se celebró la misa primera del "hijo del pueblo". Aquellas gentes que no le dieron importancia cuando era pastor, se aprestaban con mucha complacencia a ser pastoreadas por él. Siempre la imagen del rebaño envolviendo a los pueblos.
  • 26. 26
  • 27. 27 4 CASI todos los pueblos están hechos con patrón. Su disposición es parecida; su gestación, idéntica. Primero, se establece un castillo en el cotorro estratégico. De seguida nacen las casas en la ladera más abrigada, las casas que han de cobijar, por lo menos, a las barraganas de uso guerrero. Más tarde, la población aumenta sensiblemente: barraganas y soldados dan su fruto. Necesitan quien intervenga en sus bautizos y en sus enterramientos: por lo menos, un cura y un sepulturero. Luego acuden los mercaderes. Después, a medida que el castillo va ahincando con más vigor sus cimientos en la tierra encrestada, llegan también los curiales. Todo es necesario para el buen orden de las cosas. Sin querer, va estrechándose la soledad del cerro. Casas, huertos, cobertizos, parador. Sólo cuando todo está dispuesto, cuando ya se goza de la placidez y del afianzamiento de la obra, llegan los magnates y hacen construir sus palacios abajo, en la vega, que es el lugar más seguro, al mismo tiempo que más ubérrimo. El pueblo marcha. Tiene castillo, arrabal, huertos, justicia, palacios señoriales y vega. Ya no le falta más que muralla para ser un pueblo perfectamente constituido. Y ésta la mandan hacer en seguida los magnates, que son desde el mismo momento de la llegada los mangoneadores del pueblo. Luego, allende el río, crecen espontáneamente los lugares de laboreo: la granja, el molino, el batán, sitios, en que sólo han de trabajar los menestrales y que, llegado el momento de la guerra, pueden quedar abandonados. Fuera de las murallas no suele darse otro aposento que el mesón, porque al fin y al cabo, al forastero no importa tanto que le parta un rayo. O la ermita, que el demonio no se atreve con la cruz.
  • 28. 28 De tal manera se ha seguido este patrón en Castilla que hasta los pueblos más míseros, los que nacían sin la protección del castillo, colocaban en el alto la iglesia y se cobijaban en derredor. El caso era tener una sombra en que guarecerse, ya fuera de los enemigos materiales, ya de los espirituales. Dar un perfil altivo y pétreo. Atemorizar. Otear por encima de los caminos. Vivir o pensar que se vive alerta. Y los que por su pequeñez y penuria no lograron señor que les mandase, se valieron del cura. De ahí que las iglesias tengan en Castilla ese airón feudal de fortaleza, esa torre cuadrada que se engalla sobre la docilidad del caserío. A fines del siglo XVIII el cura era en la aldea algo así como el patrón de la nave que, frente a la paramera, semeja todo pueblo con la torre eclesiástica en alto, palo mayor de los feligreses. La aldea: el barco que boga hacia ese cielo azul tan alto sobre la tierra de Castilla. Villoviado, pueblecito de tierra adentro, apretado y silencioso, tenía ya su capitán: Jerónimo Merino, de nombre. Don Gerónimo, mejor, como empezaban a llamarle con fuerte pronunciación de la G que, entonces, adornaba el nombre. Don Gerónimo, y eso que a los pueblos les cuesta tanto aplicar el don a quien han conocido en la pubertad. Pero don Gerónimo era don Gerónimo. Nada importaba que dos años antes le hubieran visto pastoreando ovejas. Ahora era nada menos que el jefe del pueblo. Además él, con sus veintisiete años, iba dando acento a su carácter. No era el mozalbete hoscón que, si podía, pasaba sin hacer ruido, como un fantasma, para no tener que saludar. No era el motril que daba gritos de alborozo en el monte y que cantaba a grandes voces sintiéndose solo con la inmensidad del día campesino. Dos años cambian; mucho al hombre. Más en los años centrales, de los veinte a los treinta. Don Gerónimo era, sí, un hombre agazapado en sí mismo; un hombre que miraba detrás de sus ojos. Pero ya iba por medio de la calle con paso campanudo. Ya daba los "buenos días", aunque fuera seriamente. Ya hablaba a los vecinos de tú, mientras ellos le decían de usted echándose mano al pico de la gorra. Ya se sentía en posesión del pueblo quien antes no era más que habitante del monte.
  • 29. 29 Dos años cambian mucho al hombre. Le nacía la patilla puntiaguda. Le ennegrecía la barba. Le rebosaba el vello bajo los puños almidonados de los domingos. Le crecían desmesuradamente las cejas. Le besaban las manos los chicos, sus compañeros de pastoreo, casi. Dos años cambian mucho al hombre. Subía pausadamente el repecho de la iglesia, sobre el que una higuera se retuerce como el árbol maldito. Se paraba a media cuesta y volvía la vista al pueblo sabiéndose conductor de todo aquel mundo de adobe. Se colgaba la mano del cierre de la sotana con gesto de hombre pensativo. Se quedaba absorto ante los horizontes que duermen a los pies de la iglesia de Villoviado... Dos años cambian mucho al hombre. Había aprendido a pensar, siquiera fuese en lo tendida que estaba la tierra castellana. Había aprendido a gozar del aire y de la altura de manera menos pura que antes, pero más contemplativa y gustosa. No había aprendido a andar, porque esto harto sabido lo tenía en sus caminatas de pastor, pero sí a recorrer los montes con cuidado de persona de viso. Eso que las faldas talares debían entorpecer sus pasos, marchaba entre breñales y carrascas con mucha desenvoltura. Dos años cambian mucho al hombre. Don Gerónimo comenzaba a ser cazador. Cazador clásico de escopeta y perro, por ahora. Persecutor de perdices y liebres simplemente. Su actividad llenaba el monte de alarmas de pólvora. Así, mataba piezas y ocios y además vigilaba el ganado. Porque todo era necesario. El don Gerónimo de hoy tenía que conducir su ganado al monte igual que el Jerónimo de ayer. Valga la verdad, aun cuando dos años cambien mucho al hombre, nunca lo es tanto que le permitan abandonar por completo usos y costumbres. Don Gerónimo era ahora pastor en las dos acepciones. La pobreza de las rentas parroquiales en algunos pueblos hacen que los sacerdotes vuelvan a la estricta observancia evangélica. Vuelta que don Gerónimo daba sin gran esfuerzo. Para él, uno de los más grandes placeres aldeanos seguía siendo el de salir con su ganado al monte.
  • 30. 30 Como cayado llevaba la escopeta. Así aprovechaba sus ocios. Por igual disparaba tiros que arrojaba piedras. Casi seguían los gritos ininteligibles. Otra vez se sentía lleno del bullicio del campo, aun cuando ya no podía hacer demasiado uso de él, porque no correspondía a su cargo. —¡Me gustaría seguir siendo pastor, sólo pastor! —debió decir alguna vez subido en la cresta del monte, frente al cielo empapado de candidez y sobre la tierra cuadriculada por los colores secos de las heredades. Por aquellos días encontró gusto en subirse a un árbol, en el borde roquero del monte. Subirse a un árbol es escapar más de la tierra, ascender, verse lleno de libertad; es como subir al oratorio del campo, porque únicamente desde un árbol se pueden contemplar las cosas con la devoción y el misticismo que requieren. Don Gerónimo se subía a aquella encina sin saber nada de esto. No era más que su espíritu de hombre primario lo que le empujaba. Desde allí veía a la tarde más ancha y feliz y espiaba a la tierra con mayor inmunidad. Parece como si le asaltasen ya los afanes guerreros de después. Muchas veces se llevaba una vieja lente y con ella contemplaba las lejanías sonrosadas. Campos descarnados, arcillosos. Montes de las Mamblas, Mesa de Carazo, peñas de Lara... Los pueblos se apiñaban por tan regocijada placidez: Solarana, Castrillo, Nebreda. Lejos se descubrían algunas torres: la de Villalmanzó, primero. Más esfumadas, las de Torrecilla y Santillán. —¡Campeaba mucho bien!—dice un viejo que conoció la encina—. Desde ella vía el cura Merino hasta la entrada de Burgos... El cura en la encina: la escena da antecedentes para su total descubrimiento. Antecedentes de atisbo y espionaje, de vigilancia instintiva que —mucho antes de darse cuenta de que llevaba dentro un guerrillero— le retenía en el árbol.
  • 31. 31 El pueblo de hoy ha creado casi una leyenda alrededor de la encina, no hace mucho desaparecida. Dice que en ella dormía el cura, y que cuando se encontraba perdido, allí venía a esconderse. Todo ello es inocente. De la encina a Villoviado había poco más de un kilómetro y seguramente no se le escapaba a Merino que era bastante más cómodo dormir en su propia cama, dejando vigilancia en el monte. En cuanto al escondite, al lado de su pueblo natal, a esa pequeña distancia de su casa y en medio de un paisaje desolado en donde los primeros árboles del monte tienen verdadero engreimiento, no era excesivamente cauto. Pero así elabora el pueblo sus leyendas. Dentro de unos años otro viejo relatará a otro periodista que la encina desaparecida era el cuartel general de Merino, por ejemplo. Lo que sí puede, desde luego, ser cierto es que el Cura se subía con frecuencia a la encina para lo que quiera que fuese. Tales aficiones de estratega o de mono le acompañaron toda su vida. Desde que, chico, no correteaba con los otros rapaces y gustaba de la soledad plena que no se tiene más que en la copa de los árboles. Hasta que, encumbrado y peripuesto, dirige piaras de hombres y se hace todo lo reconcentrado y receloso que apuntaban sus retiros infantiles. Siempre subiéndose a los árboles. No sólo para espiar a los enemigos: muchas veces para colgarles también. Los hombres de Villoviado tenían una gran devoción por la encina. "La encina del cura Merino" la llamaron siempre. Venían los taladores, pasaban los carboneros y siempre la encina quedaba en pie, como el árbol sagrado. —Se puede carbonear todo el monte menos "la encina del cura Merino" —pondrían como condición a los que arrendaban la leña. Pero la encina no era comunal, sino que tenía un dueño personal e intransferible. Probablemente un dueño muy viejo, de esos viejos de pueblo que parecen haber sido viejos toda su vida. Y que, como la literatura les tiene rodeados de tanto tropo, se creen en el deber de soltar sentencias a troche y moche. Este viejo tendría devoción por el árbol. "¡Ahí estuvo muchas veces el cura Merino!", diría en cuanto se le presentara ocasión. Y oyendo el chasquido de agua que dan las hachas de los leñadores, andaría desasosegado, volviendo constantemente la cabeza para ver que la encina seguía todo lo erguida que era necesario.
  • 32. 32 Este viejo murió. Todos los viejos acaban así. Dejó un hijo o un sobrino joven al que no le importaban sus devociones particulares. Siempre sucede igual. Y en la primera corta cayó "la encina del cura Merino". Todavía otro viejo se desespera contándolo: —¡Ya ni hay afectos ni hay nada! ¿Qué podría suponer la madera de la encina para tirar así un "menumento" que era?... El joven más próximo se explica: —Oiga, abuelo, que cada uno en su casa sabe lo que se hace… Aquella encina valía sus pesetas, y no iba a dejarla perder ni por todos los curas Merinos de la tierra...
  • 33. 33 5 PASABAN los días, cosa que también sucede siempre de la misma manera, a pesar de que las novelas por entregas se esfuercen en resaltárnoslo. Los años se suceden sin más esfuerzo que en los fechadores de cauchu. Se aprieta un pequeño resorte y aparece el número nuevo. Esto es todo, aun cuando nosotros con promesas de vida nueva, masticación de uvas y sones de himno nacional, queramos complicarlo. 1796-97-98-99. Merino seguía bostezando y mascullando latines mal aprendidos, en el pequeño cerco barroco de su iglesia. Merino estaba un poco cansado de ver todos los días en medio del retablo churrigueresco cómo San Vítores se cogía la cabeza con las manos. Y de decir todos los domingos las mismas cosas desde el púlpito de piedra, abandonando el altar como quien abandona la guardia por algo verdaderamente urgente. Que tal sensación dan los curas aldeanos cuando el domingo, mediada la misa, dejan el ara y suben al púlpito para exhortar a los fieles. Estaba un poco cansado; esta es la verdad. Era mucho pueblo, y mucha subida al monte, y mucha ascensión a la encina, y mucho sermón dominical para su espíritu decididamente libre. 1799-00-01-02-03. Seguía el reloj silencioso del calendario dejando atrás días. Para cuando quiso darse cuenta ya había saltado la barrera del nuevo siglo, verdadero salto emocional que se acompaña de toda una música de pronósticos, adioses y sugerencias. Lo que hace que el hombre que ha pasado el puente del nuevo siglo en plena consciencia ande siempre indeciso y desorientado: violento, como el que de repente se encontrara dentro de la casa ajena por equivocación de piso. Hay que ser lo que se llama "hombre del siglo", encuadrado, encasillado en él. De otra manera está uno siempre expuesto a la cornada del tiempo, que trata de sacudirse de encima a los intrusos.
  • 34. 34 Merino no lo fue. Otro gran antecedente justificativo: Merino no lo fue. Saltó, a media edad, de un siglo al otro, como los toreros que lidiaban con la plaza partida; así vivió sin descanso, así, no encontrándose nunca seguro, con esa especie de deformación de la espina dorsal que da el atravesar de siglo a siglo, dudó de todos y anduvo siempre ocultándose como quien teme la cuchillada traidora. El tiempo corría sin que nadie se diera cuenta de ello. Al 03 seguía el 04 y el 05 y el 06, como en las cintas de los contadores. Al ir a marcarse el 07 hubo algo así como una parada, la parada que precede a toda catástrofe. La parada que sienten un momento antes los que se estrellan con el automóvil y los que mueren de repente y los que se matan en la zanja. Es la parada para caer, la parada que —aunque es parada— no se puede uno afianzar en ella y resultar ileso, no. El descansillo de la muerte se la podría llamar si no estuvieran tan desacreditadas estas imágenes. No fue tanto esta vez, pero el contador de los días se detuvo. Buena prueba de ello es que todas las gentes de la época volvieron a él la cabeza y se fijaron en la cifra que marcaba: 1807. Ni el desastre de Trafalgar, dos años antes, había conseguido grabar el número tan hondamente en los pueblos de tierra adentro, adonde las cosas del mar llegan como noticias del más lejano país. Para ellos está más cerca Noruega que el océano Atlántico. Todo es falta de ejercicio en la imaginación. A cualquier campesino de esos que no conocen más mundo que el que se concentra en un radio de veinte kilómetros le es mucho más fácil imaginarse el más cerrado bosque suramericano que el mar, que "la mar", como ellos dicen, dándola más lejanía e inmensidad. "Un bosque es al fin tierra y árboles", piensan seguramente para facilitarse el problema. Y no se dan cuenta de que "la mar" la tienen —fiel, honda e infinita— siempre reflejada a su alrededor en cielo y tierra. Sea como quiera, es el caso que tampoco a nosotros —biógrafos astutos— nos conviene demasiado que las gentes recién llegadas al siglo XIX se fijaran en otra fecha que la de 1807. Si así no hubiera sido, habría que forzarlo ahora.
  • 35. 35 1807. Aunque se caminaba a grandes jornadas hacia la cumbre del Romanticismo, se había perdido un poco la zalamería del siglo recién ido. Apenas si quedaba el hilo de música, de agua y de poema que corcusió el XVIII. Hilo: sutileza, ritmo, finura. Hilo: gracia, presteza, auricidad. Hilo: nota aguda. Hilo: barroquismo. Se trenza, se anuda, se hace aéreo y cae con suavidad de minué. Las verdaderas filigranas del XVIII estaban ya conservadas en las agudas del piano de mesa, pulsadas bajo la pauta de Hayden y Scarlatti. Que allí salta y saltará para siempre la algarabía dieciochesca con el justo dejo de lejanía que le corresponde. Pero, claro, si la cifra de 1807 comenzó a inquietar a los pueblos, especialmente al final, cuando ya el 7 comenzaba a escapar y se descubría el ojo del 8, no fue por ninguna de estas cosas. Bien es verdad que las épocas pasan inadvertidas para sus contemporáneos, pero a los pueblos les pasa inadvertida la eternidad entera. Lo que comenzaba a cosquillear dentro de todas las cabezas nacionales era un hecho reciente, una noticia fresca: del Pirineo llegaban redobles de caballos sobre tersa tierra de España. Redobles de caballos y pisadas de invasores que, por lo que parece, resuenan de manera más ostentosa. El señor Dupont, a la cabeza de una muchedumbre erizada de lanzas y bayonetas y coloreada por un manotear de banderas, acababa de atravesar el Bidasoa y colarse en España ante la admiración de carabineros, aldeanos y chiquillos, que debieron creerse espectadores del sueño más marcial de su vida. ¿Sonaban músicas? ¿Acaso algún clarín, elemento insubstituible para las empresas bélicas? ¿La modesta corneta de órdenes?... Probablemente era en silencio, en pastoso y aterrador silencio, como aquellas gentes, ornadas por todos los galones y alegres por todos los colores, iban poco a poco llenando la Península. Las patas de los caballos, más que andar, parecían arrastrar para sí la tierra, hacerla pasar bajo sus cascos e irla empujando hacia su país . Los primeros campesinos, pasmados por la imponente visión, no alcanzaron la importancia del desfile. Quedaban boquiabiertos ante tamaño alarde. También los balcones de las primeras ciudades debieron abrirse y poblarse de sonrisas al estruendo de tan curiosa cabalgata. Acaso cayeron sobre ella flores y carantoñas; que las formaciones militares son cuadros que fácilmente alborotan el entusiasmo.
  • 36. 36 Las noticias que llegaban a los pueblos de Castilla eran ya recibidas con hosquedad. Las gentes estaban recelosas. El primer paso de tropas francesas por Burgos —octubre de 1807— se llevó, prendidas de las bayonetas, todas las sonrisas de las mujeres asomadas y los saludos de los hombres que llenaban las calles. Siempre, hasta en estos jolgorios populares, la vida sigue la usanza árabe, de la que es muy probable que no podamos desasirnos ya: la mujer en la ventana, el hombre en la calle. La hembra, recatada, y el varón, audaz. Aquellos primeros soldados de Francia fueron alojados en la "Cabeza de Castilla" de manera amistosa. Unos utilizaron el cuartel de Infantería; otros —los que no cupieron, que debían ser bastantes a juzgar por las noticias de la época—, todas las casas de vecindad, exceptuándose solamente la del teniente general del Ejército, Bailio, y capitán general de Marina, don Antonio Valdés y Bazán, y la del teniente coronel del Ejército don Gregorio de la Cuesta, acaso por sus graduaciones. Las tropas llegadas eran nada menos que 30.000 infantes y 4.000 jinetes, de los que en,la ciudad quedaron unos 5.000 hombres, repartiéndose los demás por los pueblos de las cercanías. Hubo que utilizar las escuelas, cerrándose las clases; que reforzar el alumbrado de las calles "y el del extrarradio para las tropas de tránsito"; que abrir un empréstito para sostener dignamente tales gastos... Por lo visto todo se hacía con gusto. Los españoles de entonces tenían ansias de europeización y estaban muy satisfechos ante este desfile de los dueños de Europa, portadores de jirones de aire viajero. Además la alianza con Francia les hacía felices, viéndose tan amigos de Napoleón. Los primeros franceses se encargaron de quitarles tales literaturas de la cabeza. Exigían las cosas y pisaban las calles con altanería de conquistadores de verdad. Correspondían pavoneándose a la curiosidad popular. Soltaban insolentes risotadas por el más pequeño detalle de tipismo... Hay que representarse a aquellos coraceros de metal y a aquellos soldados bigotudos, de grandes botazas, señalando las cosas con el dedo y echando para atrás la cabeza ornamentada, sin poder contener la risa. Hay que figurárselos así para dar con los orígenes del encono popular.
  • 37. 37 Las raciones que, "con gran sacrificio", les repartía la ciudad se componían de lo siguiente: un pan de munición de 28 onzas, ocho onzas de carne, dos onzas de legumbres, sal y media pinta de vino. El apetito debía ser con arreglo a graduación, porque de esta manera era el reparto: al general de División, ocho raciones; al de brigada, seis; a los coroneles, tres; a los jefes y oficiales, dos. Sólo el soldado raso recibía la ración escueta. Según fueron pasando tropas por Burgos, así fue subiendo la exigencia. A principios de noviembre los soldados rechazaron la carne con hueso. "Despóticamente, con formas groseras, la exigían limpia e inmejorable, a pesar de que, según declaró el mismo Comisario francés, la ración que de ese artículo se les daba era buena. Los tablajeros, por esta causa, sufrieron no pequeñas humillaciones". Así lo cuenta en su libro Burgos en la guerra de la Independencia el cronista Salvá. Tales maneras dieron lugar al primer encuentro de que hay noticia entre franceses y españoles. Sucedió en la mañana del día 13 de noviembre de 1807. Los burgaleses estaban cansados de exigencias. Habían presentado bastantes reclamaciones por la carne que se veían obligados a consumir por culpa de los huéspedes, reclamaciones inútiles que dormían sobre las mesas el sueño del papel de barba, más pesado que ninguno. Aquella mañana una simple discusión promovió la gran batahola en pleno mercado. Y como si aquello fuera la acreditada chispa que arma todas las algaradas, al poco tiempo las calles de la ciudad estaban llenas de artesanos desbordados, que trataban de arremeter contra los soldados extranjeros. Vuelta al cronista de la ciudad: "Costó no pequeño trabajo aplacar a la gente ¡y sofocar los varios motines que habían estallado", dice en su obra citada, refiriéndose a aquella mañana precursora en la que, por primera vez, franceses y españoles se miraron a los ojos haciendo fuerzas de encono con la vista. Estas noticias levantaron el vuelo fácilmente y cruzando tierras y arroyos, y saltando ríos, irían a los pueblos, donde los aldeanos las cazaron y fueron trasmitiéndoselas con hondo resquemor.
  • 38. 38 Así, cuando las otras tierras no sabían qué actitud tomar frente a los inusitados desfiles, Castilla recelaba. Un escalofrío la recorría la columna vertebral. Sentía que la sangre daba más calor, que iluminaba, que ardía dentro del cuerpo. Después de un mes escaso de haber recibido con algazara al primer ejército francés, "de paso para Portugal", desde los últimos días de 1807, se sentía en la calle el apretar de mandíbulas, el crispar de manos, el engreír la cabeza con zumbido de abeja, que son los más claros síntomas del enojo popular.
  • 39. 39 6 ESTAMOS ante lo que en Merino podemos llamar su primera salida. Ante el fácil acontecimiento que dio vuelta a toda su vida. Pero para que el momento adquiera su verdadera altisonancia, preciso es acudir a la lengua lapidaria de don Eulogio Ruiz Casaviella, que en su Biografía de don Jerónimo Merino Cob dice así, tranquilamente: "Llegado hemos a la página más gloriosa de nuestro héroe, página que debiera estar escrita con caracteres de oro en la crónica española... Todo va a conmoverse; los hombres hasta entonces célebres, dejarán de serlo tanto en lo futuro, y los que yacían sumidos en polvo y obscuridad, obscurecerán las glorias más antiguas". De vez en cuando son necesarios párrafos así para sostener el tono grandilocuente que conviene a la seriedad de las historias. Pero procuremos seguir sin tanta retórica. La invasión francesa descubrió el porvenir a Merino, hay que decir con más exactitud que lo que el veraz y rotundo Pirala dice: "La invasión francesa decidió el porvenir de Merino". Porque fue el temblor de aquellos días lo que rasgó el horizonte de tinieblas que Merino tenía ante sí desde chico. Lo que le hizo dar consigo mismo. Lo que le enseñó a ver con claridad todo lo que antes había encontrado tan confuso como el recuerdo de un sueño. Para comprender esto era necesario llegar hasta nuestros días, ver las cosas en panorama, aligerarse de muchos tópicos... Pirala harto hizo, desde su año 1856, anotando que la invasión francesa era la encargada de descubrir a Merino. La invasión francesa, que, como tal invasión, estremeció primero el aire parado de los pueblos que el pretendidamente vivo de las ciudades. Quizá por mayor intransigencia, ya que por finura de sensibilidad no parece posible.
  • 40. 40 El caso es que, durante el mes de enero de 1808, los franceses pisotearon todas las tierras de Castilla, hasta esas altas de los cerros que piensa uno que no ha cruzado jamás nadie. En esa requisa del campo, un día —el 16— asomó una compañía de cazadores por los rojos altozanos que cercan a Villoviado. Ni la más achaparrada carrasca dio importancia a la visita. Las crestas que rodean los pueblos parecen estar siempre esperando eso: que en su filo asomen tropas invasoras, o bandidos que roban y matan. Por eso nada llena de miedo a un pueblo tanto como estar rodeado de cerros por cuyo resbaladero bajan los caballos del viento a llenarle de leyendas espantosas. Aunque los campos recibieron con indiferencia la aparición de los soldados por saberse creados para ello, el pueblo mismo, Villoviado, que había recibido por la telegrafía de todos los arrieros y pastores y trajineros la noticia; que había oído los cascos de los caballos, con la magnífica intuición que el pueblo tiene cuando se pone a ser agudo; el pueblo se amedrentó mucho y cerró todas sus puertas con un buen acorde de chirridos. Los gatos se colaron por las gateras, que es el supremo indicio del miedo. Las gallinas dejaron de dar su lección de esperanto. Como era a "la tardecilla", quizá hasta de un brioso resoplido se apagaron las pocas luces de candil que ponían su lagrimón de luz sobre la sábana santa del crepúsculo. —¡Tonnerre de Dieu!... ¡Brigands! Tales fueron las primeras cosas en francés que sonaron dentro de aquel pueblecillo rebujado. Pronunciadas bajo los bigotes rebosantes de un imponente sargento de la vanguardia que con su manaza golpeaba inútilmente las puertas humildes, cerradas con todas las vueltas de la gran llave. Primera vez que sobre los campos de España sonaba aquella voz —brigand—, que después había de tener tanto éxito, hasta dejarnos su correspondiente en castellano: brigante. Voz que de ser la denominación del bandido francés, se purificó en los labios gordos y secos de nuestros campesinos, pasando a ser equivalente a guerrillero. —... ¡Brigands!…
  • 41. 41 Sonaba el ancho "ansss" todavía cuando se abrió una puerta de sopetón. El sargento y los soldados que, tirando de las bridas de los caballos, andaban blasfemando, quedaron parados del brío. Al reponerse, todavía el sargento masculló unas difíciles erres detrás de su gran bigote. —¡Bggggg! La puerta estaba ya abierta de par en par. En el umbral, el cura Merino, como en el centro de los cuadros sombríos de Ribera. Su gesto, entrecejado. Su cuerpo, engreído cuanto daba de sí. Su voz, decidida y breve, resonante en el portal lleno de sombra. —¿Qué es lo que queréis, llamando de estos modos ? Debió de ser una de esas escenas que luego componen los grabadores para las historias. No se entendían. No podían entenderse ni siquiera lingüísticamente. Si en el uno había insolencia, en el otro, sequedad. Si en el otro adustez, en el uno, vocerío. Así hubieran pasado a la eternidad, si no llega a ser por la llegada del destacamento, con un oficial muy fino a la cabeza. Era un poco petulante, pero por lo menos sabía un poco de español, de un español aprendido de prisa: "Lo suficiente para conquistar el país", pensaría él con gran suficiencia. Por entonces —la noche ya echada— no querían más que descansar en el pueblo. No eran muchos, y aunque el caserío parecía misero — "Misero, así mismo se lo dijo", me cuenta un viejo que no lo vio— bien podría cobijar a todos. Las puertas habían ido abriéndose, una a una, y aparecían por ellas unas caras muy admiradas. Los hombres de Villoviado ya no sabían si tenían miedo o curiosidad. Las mujeres, siempre más cautas, miraban desde los ventanucos. Se habían encendido los candiles. Todo se arregló pronto. Tenía que arreglarse para que a la mañana siguiente se decidiera la historia de Merino. Fue así: tan pronto como llegó el día, comenzó a reunirse la tropa en la plazuela de Villoviado, circundada por tapiales hortelanos y viejas casas encorvadas, entre las que una declara en el frente: SÓLO DIOS ES ETERNO, con excelente consciencia de su propia pequeñez.
  • 42. 42 A un agudo toque de corneta salió el último soldado con el correaje en la mano, corriendo como el que se ha detenido por desflorar a una muchacha. Con la mañana las cosas se ven más claras. El oficial cayó en la cuenta de que allí hacían falta caballerías para transportar todas las cosas que traían malamente hasta Lerma, final por entonces de sus andanzas. —¡Bagaje, bagaje! —dijo en seguida al apuesto sargento. Y rumiando palabras, marchó éste a casa del Corregidor. Después de mucho manoteo se entendieron. —¡No hay, no hay, NO HAY! —le contestó a grandes voces, como si en vez de extranjero fuese sordo. La negación es signo internacional. El sargento, montando en cólera, que es donde mejor puede montar un sargento de cazadores, fue a dar parte al oficial. Entre los dos hicieron suposición de que les negaban las bestias necesarias. Ni sabían que "la dula" estaba ya en el monte, ni conocían la costumbre. Ellos no veían más que una decidida resistencia, y esto era cosa inaguantable. Casi sin hablarles, fueron agarrando de los brazos a los aldeanos que rodeaban —admirados— la formación. Y les cargaron de enseres militares. Ante tan improvisada preparación de acémilas, el sargento tuvo una idea que le hizo sonreír, a pesar suyo. Se acercó a casa del Cura. Dio dos charrascazos en el portal. Bajó Merino con el bonete casero, asombrado de la nueva insolencia. Y sin dejarle poner otra cosa, le llevó a la plazuela en donde se preparaba la marcha. Allí ordenó algo a los soldados que hizo reír a toda la tropa. El mismo oficial se dignó conceder una sonrisilla indulgente a la ocurrencia, Inmediatamente se encontró el Cura con un bombo, unos platillos y alguna corneta sobre la espalda. —¡En avant! —exclamó indiferente el oficialito. El sargento empujó al cura, tan admirado de la desfachatez como su trío de biógrafos en 1908, que, llenos todavía de indignación por lo que —en fin de cuentas— fue lo que hizo de Merino una primera figura, escriben:
  • 43. 43 "Prescindiendo de las consideraciones debidas a su respetable clase, y en medio de las mayores befas y escarnios que le prodigaban los soldados extranjeros, el párroco Merino no sé libró de tan bárbara y humillante medida." ... Desde el pueblo del Cura se va todavía a Lerma por un caminillo indeciso: el mismo que él recorrió la mañana del 17 de enero de 1808, aquella mañana desabrida, con sabor de cosa cruda, pero ya dispuesta a escribir su fecha en la historia de todos los tiempos. El camino atraviesa, como puede, todo el paisaje de secano que aísla al pueblo. Es un camino que lo mismo se ahonda y esconde el horizonte, como sale a los alcores y hace que uno se sienta náufrago de tierra, perdido entre ondas de heredad, en esa soledad castellana que suele adornarse de una encina que guía o de una ruina que cobija. Algún tiempo le acompañan dos colinas, para no dejarle abandonado en aquellos campos de tierra. Después marcha sólo por torcas y arroyales. Aguas cenagosas, matas desmochadas, secas mimbreras. Pronto se ve la torre de Revilla Cabriada, todavía llena de asombro por aquel desfile de 1808, con soldados franceses, aldeanos cargados y párroco ocupado en tan humillante ejercicio... El Cura debía ir al frente, con su carga musical a cuestas. Algún tambor colgante de los brazos. Su encono le haría caminar más a prisa. Los soldados se reían de sus iras. Una versión da cuenta de que alguno le arreaba. Acaso el paisaje es pavoroso desde entonces. Tenadas de barro. El hastial —terne— de una ermita. Algún árbol redondo, pequeño, coronando un altozano. Casas pardas en las que hasta la piedra tiene color de adobe. Un pastor chaparro a quien pregunto si oyó hablar alguna vez del Cura, se queda masticando estas solas palabras: "El cura Merino, el cura Merino...", como si todavía tuviera que ajustar alguna cuenta con él. Con estas cosas, el Cura parece más próximo. Piensa uno que le va a alcanzar todavía. Y sigue con más ánimo éste su camino de calvario. Que termina en lo más alto del mismo Lerma, en medio de una anchurosa plaza por la que muchas veces se corrieron toros en honor del fastuoso señor de Rojas y Sandoval.
  • 44. 44 Pero aquella mañana de 1808 no era otra cosa que acantonamiento de tropa invasora. Hasta ella hicieron ir al Cura cargado con su cruz redonda. El dulce Rábbi, tan pronto llegó al Gólgota, se aprestó a ser crucificado. Merino, en cambio, tiró al suelo los instrumentos, y no se le ocurrió mejor cosa que jurárselas a los franceses con gesto y palabra castiza: —¡Por éstas que me la habéis de pagar! He aquí el origen de sus acciones. Si la musa de la Historia no hubiera mandado aquel día los franceses a Villoviado, si no les hubiera hecho exigir que todos los vecinos les ayudaran a trasladarse a Lerma, si no hubiesen cargado al Cura con los instrumentos de música, Merino habría seguido siendo el párroco de Villoviado, dedicando sus ocios a la caza y al cigarro, y hoy la Historia no catalogaría su nombre. Pero así lo quiso Clío para gozo y ejercicio de historiadores.
  • 45. 45 7 MERINO tenía esa cara relispa y ese labio orgulloso que, hasta nuestros días, no han conservado más que algunos cocheros, los últimos cocheros, a cuyo final hemos asistido. Y los mozos de estoque, todavía displicentes y aseñoritados. Merino reunía todas las características del hombrecillo insignificante. No era alto ni bajo, ni delgado ni grueso, ni audaz ni tímido. Un hombre, en fin, que en condiciones normales hubiera pasado inadvertido. Que se le hubiera tragado el pueblo con esa bocaza de bostezo que los pueblos tienen para las vidas. O que, de haber vivido en la ciudad, nadie habría podido jurar que le había visto nunca. Hubiese sido el hombre que la Naturaleza no emplea más que para tapar huecos: una de esas infinitas cabezas que se ven en los actos públicos. Una de esas figuras que van y vienen por las grandes avenidas urbanas para demostrar que hay mucho movimiento. A lo más, "el que vio cómo huían los ladrones". Pero detrás de aquel aspecto anónimo, asomándose a él, estaban sus ojos. Ya está anotado anteriormente: Merino era un hombre asomado a los ojos. Llegando a la cabeza, todos los historiadores coinciden: su mirada fue "siempre viva y ardiente", denunciadora del "hombre de fuertes pasiones". Su mirada viva: le consumía, como esos agujeros de fuego que se hacen con el cigarrillo en el papel tratando de dibujar una cara en las horas aburridas de café. ... La vuelta a Villoviado, después de las humillaciones, debió estar requemada por esta mirada atroz de gato montés. Según cuenta Rodríguez Solís en sus Guerrilleros de 1808, los pensamientos eran éstos:
  • 46. 46 " — El hombre —se decía— puede perdonar, porque él es rey de su persona, su único y soberano dueño… Pero el sacerdote, no, porque no se pertenece; porque tiene la alta investidura del ministro de Dios, porque no es un hombre: es el representante de Cristo sobre la tierra". De la misma manera piensan muchos colegas de hoy. Con las mismas conclusiones hubieran echado mano a la carabina, tan pronto llegados a casa, y la habrían vuelto a dejar y vuelto a coger, y hubiesen tratado de aplacar su ira paseando arriba y abajo de la habitación que más que nunca tomó aspecto de calabozo —sus paredes encaladas, su reducido ventanillo, su luz mortecina sobre el humilde lecho— en aquel 17 de enero de 1808. Se acabaron las visitas al monte, y las andanzas gozosas de la caza, y el vivir sosegado del pueblo. Ni en los rezos diarios había la tranquilidad necesaria. El cáliz temblaba en sus manos como agarrado por un poseído. Las noches eran interminables, alumbradas por el insomnio. La habitación se reducía más, cruzada y recruzada por sus idas y vueltas. Poco pudo resistir. A las pocas noches lo decidió en la cama, lugar de las grandes decisiones. Antes de ser de día, alumbrado por el candil de aceite, comenzó a limpiar la escopeta, a buscar el morral, a rebuscar por la habitación, abriendo cajones, levantando la pesada tapa del arca, trayendo y llevando ropas y papeles. Tan desusado movimiento puso en cuidado al ama, una de esas viejas rebujadas del campo, llenas de sayas y mantillas que pardean. —¡Don Jerónimo! ¡Don Jerónimo! —gritó con mucho susto—. ¿Es que le sucede algo malo? El Cura, sombrío y ojeroso, abrió la pequeña puerta. Ya entraba por las rendijas la leche fresca de la amanecida. Abajo, en el corral, todo el ganado andaba en movimiento. Merino avanzó por el pasillo. A l ama la dio miedo. "Parecía talmente un aparecido", había de contar muchas veces a todas las mujeres del pueblo.
  • 47. 47 No llevaba sus ropas talares. La ultrajada sotana quedaba desmembrada sobre una silla. Don Jerónimo vestía ahora un largo levitón raído, cruzado por la ancha faja de cuero que sostenía el zurrón; unas viejas polainas de vuelta y un gran sombrero de copa. —Ahí te queda algún dinero... —dijo con voz más honda que la acostumbrada—. Y mientras yo no vuelva, puedes seguir viviendo en la casa... Y sin más, comenzó a bajar l a escalera quejosa, crujiente, despierta de sopetón. También la llave y la puerta de la calle lanzaron sus ayes. Estaba muy cruda la mañana. Todavía no había roto su papel de seda el primer quiquiriquí. La luz se despertaba a regañadientes. Merino tomó con mucho ánimo el primer sendero del alba. A buen paso se alejó por él, mañana adentro, con aquella imponente figura de cochero inglés para la que no faltaban ni las plateadas hebillas. Su primer jornada fue hasta "la encina alta" del Risco. Desde allí oteó el campo como lo había hecho muchas veces: a prevención, su largo lente iba recogido en el morral. Luego que lo vio todo tranquilo, no removido más que por los vientos mañaneros, siguió su camino por el monte. Un andar acelerado. Un cauto parar antes de cruzar los calveros. Un vigilar constante, como buen cazador. No tardó en dar con Quintanilla de la Mata: allá abajo estaba el pueblo despabilándose. Menos en parapetarse detrás de una gran encina del monte —monte Landaya le dicen—, frente al camino real. —¡Por aquí han de pasar! —dijo más que pensó con la primera sonrisa que se le escapaba después de tantos días. Y ya todo fue mirar y aplicar el oído al suelo y sentirse confundido con los ruidos del monte. La espera fue corta. A media mañana apareció en lo alto de la carretera un correo de los que las tropas francesas mandaban a sus divisiones. Un correo a caballo. Sueltas las riendas, iba arreglándose la correa de la cartera. Al acabar, metió espuelas al caballo y, echado hacia adelante, se dispuso a galopar.
  • 48. 48 Una sonrisa de dientes cerrados lució en la cara velluda del Cura. "¡No te escapes, canalla!", debió decir mientras le apuntaba. Después, ¡tac!, un tiro simplemente. No el primero que oían aquellas tierras de labor, buenas pistas para la caza, pero sí el primero que retumbó en el tambor del cielo, como tiro de guerra que era ya. Merino, por entretenimiento en sus ocios aldeanos, mataba yendo a caballo una perdiz al vuelo, de un solo tiro. Parapetado y disparando a gusto, no hay que decir que el número de blancos hubiera llegado —acabó por llegar— al infinito. Así, el desprevenido correo cayó dando vueltas por el camino. Se había roto el himen de la tranquilidad. Aquel tiro no era más que el cohete inaugural. Desde entonces, todas las encinas tendrían detrás una escopeta que apuntaba. Y todos los aldeanos, enfundados en su manta, como infelices caminantes, unos ojos que espían. Ya las torres de los pueblos se alzaban de puntillas para vigilar los movimientos de la tropa francesa. Y los pastores, esos pastores pintiparados en medio del paisaje de Castilla, tan quietos y pardos como un mojón o un bardal o una encina solitaria, todos los pastores eran espías. Y los labradores que aran la tierra, de vez en vez se dirigían presurosos a una ladera, sacaban de entre las zarzas la escopeta, disparaban, y volvían tranquilamente al arado de mulas quietas, ajenas a la intranquilidad de los hombres. Todo el campo comenzaba a movilizarse. Como en plena Edad Media, el campesino dedicaba su día anchuroso a dos instrumentos cortantes: la reja y la lanza. Que ahora, en vez de lanza, era trabuco naranjero o viejo cachorrillo o antigua escopeta de pistón. Merino había hecho su primer blanco. La tierra misma se preparaba a la lucha. Aquí de la certera observación de Galdós: "La lucha de las partidas es el país en armas, el territorio, la geografía misma batiéndose". El arma principal de los guerrilleros no es "el trabuco ni el fusil —sigue Galdós— fue el terreno".
  • 49. 49 Merino había hecho su primer blanco. Como un aviso, lo repetían los ecos de las soledades. Los campesinos comenzaron a limpiar las armas que tenían a mano. Los cárcavos se hicieron más estrechos y ahondados. Los árboles, más altos y vigilantes. Los caminos, más secretos. Los cerros, más cautelosos. Hasta el clarín de los gallos agudizó su sugestión guerrera. Merino había hecho su primer blanco. Había matado el primer francés. Ni siquiera se tomó la molestia de ver qué papeles de interés llevaba encima. Era todavía poco militar. Al verle caer, sonrió tranquilizado. Comenzaba a pacificarse la venganza que le hervía adentro. Se echó el arma a la espalda —el alma se la había echado antes—. Y se volvió a Villoviado como de costumbre: contento de su cacería. Al entrar en el pueblo le asaltó de nuevo la preocupación militar. Podía haber franceses. Nueva subida a la encina: para eso la había elegido de observatorio. Paciente atisbar. Nada. El pueblo seguía tan somnoliento como si no existiera. Pero ninguna preocupación estaba de más . Se acercó a su casa por el corral. Alzó la cabeza sobre la tapia, como el salteador de gallineros. Aplicó el oído. Miró. Al oír el runruneo del mozo que guardaba el ganado, se decidió a lanzar su voz. —¡Gil! ¡Gilillo! El zagal se acercó con miedo. —¿No pasó nada? —Nada, mi amo. —Abre la puerta. En el mismo corral, entre leña seca y maleza para los conejos, se celebró el primer alistamiento de guerrilleros de que hay noticia. —Sube a mi cuarto. Coge un fusil que hay detrás de la cómoda, y un zurrón, que me parece que está en el pasillo. Anda pronto, y sígueme... ¡Hay que matar muchos franceses! El criado, cohibido para el trato, parecía decidido para el guerrear. Subió muy de prisa la escalera; atrapó a obscuras los bártulos, y en seguida estaba camino del Risco, siguiendo la huella del amo.
  • 50. 50 Mucho tiempo anduvieron como sombras, callados y serios, por en medio de la noche. Zarzas, carrascas, encinas, senderos de cabra: el buen Gil, con ser nacido y criado en la comarca, maldito si conocía los caminos por donde le llevaba don Jerónimo. Cuando menos lo esperaba se encontró de frente al acreditado "Parador del Maragato", en el camino real. El propio Maragato, un hombre alto, fuerte y patilludo, con un candil en la mano, era quien se asomaba a un ventanuco como el mesonero de los Nacimientos. —¿Quién va? —Abre de prisa, Maragato, que soy yo... Poco después giraba el portón. Sobre unas sacas, tapados por la manta de vivos, dormían unos trajineros. —Pase, don Jerónimo; no hay cuidado. No había cuidado, pero por si acaso, les subió entre sigilos y sombras de candil a la buhardilla. Allí tenía una cama polvorienta, abandonada ya, en la que don Jerónimo y Gil durmieron vestidos. Era, sin saberlo, el último día que por entonces iban a dormir en cama. Acaso por eso lo aprovecharon bien. Entraban las bocinas del alba por el baburril cuando se echaban cura y acólito la carga de sus fusiles encima. Salieron al día, inaugurando la mañana. Observaron un momento el camino. Y por fin, sin prisa, como dos cazadores, se adentraron en el monte de enfrente, mientras el viejo Maragato, tan gordo y pacífico como el patrón de ventero que nos dio Cervantes, les veía marchar con la puerta entornada, ensanchándosele la cara de admiración.
  • 51. 51 8 DE lo que por entonces pasó todos tenemos noticia. Historiadores y biógrafos dicen, con frecuente coincidencia, que en cuanto don Jerónimo armó a su criado y se ocultó en los matorrales, prosiguió su obra. Y que tan pronto como tenían delante el más modesto destacamento francés, el cura decía al discípulo esto mismo, palabra por palabra: —Apunta a los que veas más majos, que yo haré igual. Claro que el primero en escribir estas palabras fue el autor de una "historia política" de Merino, que se publicó en francés y tradujo al castellano, en 1836, don Ignacio Malumbres. Pero los historiadores usan de tal manera de la escrupulosidad que se copian al pie de la letra unos a otros, y estas frases que el primero da por pronunciadas, se repiten hasta el infinito, aun cuando el Cura, llegado el momento adecuado de disparar no dijera más que: "A aquel de los galones, ¡duro con él!", lo que, sobre ser más espontáneo, tiene mayor valor casticista. Como quiera que fuese, a los pocos días de ejercicio estos falsos Quijote y Sancho tenían hecha una regular cacería. Cada tiro, como si fuese un resorte mecánico más que un acierto de puntería, daba en el suelo con un francés. "Se pusieron a matar franceses como un gato a matar ratones", dice Baroja ajustadamente. En aquel paso de Villalmanzo a Cilleruelo donde estaban apostados, los franceses se creían atacados por las sombras. Por esas sombras que la luna se pasa la noche recortando. A los lados del camino no se ven más que matorrales y arbolillos escuálidos, de monte silvestre. Sólo por la noche aquello puede tomar aspecto medroso: por el día le clarean las calvas al monte de tal manera que no parece esconder a nadie detrás. Así está hoy, y de parecida manera se vería entonces, porque siempre, a los lados del camino, los montes andan deshilachados.
  • 52. 52 Y era de allí, de aquellos primeros matorrales, de aquellos árboles chaperos, de donde salían los disparos. La columna imperial desplegaba siempre una guerrilla que reconocía el monte. Nunca se encontraba a nadie. Cuando todavía humeaba el disparo, el tirador había desaparecido como un fantasma. Aunque luego, dos o tres kilómetros más allá, volviera a salir al paso de las tropas y a matar otro par de soldados. Esta gota sorda, y desde luego esta impunidad, entusiasmó en seguida a las gentes del contorno. En los paradores se hablaba de ello con mucha satisfacción. —Es un castigo de Dios —decía el cura viajero. —Es un prodigio de agilidad —aseguraba el petimetre. —Es un buen azote —comentaba el labrador. Unicamente las señoras, aquellas señoras que bajaban un momento de la diligencia para tomar un refresco, llenas de faldas y de bisbear de sedas; aquellas señoras que hacían siempre el viaje por precisión y se le pasaban santiguándose, tenían su censura para el procedimiento. —¡Quite usted, por Dios!... ¡Eso es una iniquidad! ¡Pensar que nada más así la puedan matar a una sin que jamás se descubra al culpable! Todo aquello no hacía más que rebosar la leyenda, ensalzar la figura mal encarada, de expresión dura y barba en barbechera, de Merino. Que en seguida se supo que era él, con la celeridad que se saben las cosas en los pueblos. Un mozo de Villoviado le había visto jurársela a los franceses. Otro, le encontró muchas veces hablando solo. Otro le oyó llamar al criado por las tapias del corral, y luego les vio marchar juntos, camino del Risco. Con tanta noticia, a los campesinos no les quedaba otra labor que recomponer la historia a su gusto. Y llevar el alta y baja. —¡El Cura ha matado dos más! —se decía diariamente en las aldeas. —¡Han caído otros dos franchutes! —repetía cualquiera, satisfecho de dar la noticia del día. También se extendió a los pocos días la noticia de que ya eran tres los encargados de mandar franceses al otro mundo. Un sobrino de Merino se les había unido. Era la manera clásica de formar las guerrillas: primero los de casa, después los simpatizantes.
  • 53. 53 —¡Tío, aquí estoy yo! —diría una tarde el mozarrón de veinticinco años que era su sobrino, saliendo de la espesura del monte. Y desde entonces pudieron hacerse las cosas mejor. Extendieron su radio de acción para no estar tanto tiempo mirando. Ahora servían a dos carreteras: lo mismo arremetían con las tropas que pasaban camino de Madrid, que con las que iban y venían a Soria. Las Mamblas y sus estribaciones les servían de paso y escondrijo. Desde aquellas cuestas con forma de pecho femenino los disparos debían ser más enérgicos y constantes, a pesar de la pretendida dulzura del terreno. El Cura trataba de ensanchar el negocio. Alguna vez dejaba a los dos mancebos encargados de seguir despachando franceses y marchaba a lo que ya podía llamar su "cuartel general": una tenada sola en medio de la cuesta que la habitaba un hombrón serrano, a quien llamaban Cazalobos. Desde ella enviaba recados a los curas amigos; estudiaba el terreno; daba encargos a los pastores, y después volvía a su sitio a seguir liquidando invasores. Tan magnífica actividad dio en seguida excelentes resultados en forma de nuevos prosélitos. Muy pronto, cerca de la escuela de guerra que unos historiadores dicen tenía fundada Fernán González en las faldas de la Mambla mayor, mientras otros lo niegan en rotundo, creando así la rapsódica incertidumbre que rodea a las cosas pasadas; muy cerca de aquella primitiva academia militar para nobles, el Cura —también "de coraçon loçano", como el conde— adiestraba en el manejo de la escopeta a cerca de treinta plebeyos, con las manos terrosas por el ejercicio del arado. Aquellos no acudían allí solamente por el deporte de las armas, como los bofordistas de la alta Edad Media; su ansia era tumbar franceses como fuera, por medio de todos los elementos, desde la pedrada al navajazo.
  • 54. 54 Mantas listadas, alforjas de colores, monteras de piel, calzas y polainas de buriel, anguarinas, peales y abarcas. A tal modo de guerrear, tal vestimenta. Todos eran serranos: pastores y mozos que habían abandonado su aldehuela arrastrados, acaso más que por el impulso patriótico, por la fama aureolada y como legendaria de Merino. Porque, digan lo que quieran los poetas altisonantes, donde menos se siente la patria es en los pueblos, frente a frente con los terrones que hay que defender. En los pueblos, la idea de la patria se relaciona inmediatamente con el juzgado o con el cuartel: son los dos sitios, con representantes del poder, que frecuentan los campesinos. Lo demás, los cantos a la bandera o los discursos sobre la raza, se oyen y se recitan de carrerilla lo mismo que los rezos. Aquel "me da igual- Francia-que-España-y-que Alemania-y-que Italia", que dijo León Felipe en sus versos de 1920, no era solamente un capricho de poeta, sino el énfasis de toda una raza campesina, el escepticismo de toda una muchedumbre aldeana. Claro que, dentro del bullicio de las guerrillas, había también casos de ardor patriótico, lo mismo que había quien usaba la gorra pellejera y quien se tocaba con el morrión quitado a un soldado muerto, o con el calañés que había encontrado en un saqueo y le parecía más decorativo. Pero el tipo psicológico era el del hombre que se defiende o el del mozo que trata de correr mundo y aventuras: pocas veces el del guerreador puro, inflamado de patriotismo, tipo bien raro que suele confundirse con el herido de amor propio. Merino se comunicaba con todos los curas del contorno, que eran sus cónsules en cada pueblo. Estaban encargados no sólo de agenciarle todas las noticias posibles sobre movimientos de tropas francesas y número de ésta, sino también de reunir toda la pólvora, balas y armas que hubiera a su alrededor. A este bélico empréstito contribuían los pueblos con tanto entusiasmo como exigencias hubieran tenido que soportar a los franceses.
  • 55. 55 Es curioso observar cómo los menosprecios y ultrajes que las tropas invasoras iban haciendo por las aldeas eran uno de los más fuertes acicates para el alistamiento de guerrillas, cosa muy natural, por otra parte. En alguno de los cabecillas influyó también directamente la bajeza sufrida en su decisión de echarse al campo. Entre los que por ahora nos interesan, los dos más destacados —Merino y El Empecinado—, salieron a matar franceses por ese saludable deseo de lavar la afrenta personal. En principio, el cura Merino se echa al campo—que es la frase más justa que nos ha dado la Independencia— nada más que por hacerle cargar con un bombo. Y El Empecinado, su casi coterráneo y colaborador, por cualquiera de las dos causas que nos presentan las versiones: porque un sargento de dragones franceses que aparece en su pueblo trata de abusar de su novia, una desconocida Juanilla, de la que nos habla con palabra de escritor turista el inglés Hardman, autor de Peninsular Scenes and Sketches, libro escrito hacia 1834; o porque —como todavía cuentan en Fuentecén, lugar de su casamiento— la manera de ser de doña Catalina de la Fuente, su mujer, influyó en su ánimo para lanzarse a la guerra. Pero donde se da el caso con toda frecuencia es en el guerrillero regular, en el que sale a buscar la guerrilla con la escopeta y la manta sobre el hombro, la alpargata en el pie y el ceñidor en la cintura. Veamos esta escena que cuenta Leandro Mariscal, hijo de un oficial de las guerrillas y comentador de los datos de su padre. Esta escena de una mañana de febrero, en 1808. Y a el campo no es dorado. Va a ser verde en seguida, en cuanto le despierten los pájaros de la primavera que tienen anunciada su llegada. Merino está sentado a la puerta de la tenada. Desde la Mambla ve el panorama como un cuadrito de geografía descriptiva: cirrus, nimbus, cordillera, sierra, bosque, páramo, río, cañada, valle, monte, lugar, aldea... En esto asoma en la revuelta del camino trepador un hombre fornido, como de cuarenta años. "Andaba ligeramente y vestía al uso del país." Merino debe pensar en un confidente o en un pedilón: son los dos tipos que llegan hasta él; a los demás suelen detenerles sus centinelas.
  • 56. 56 Se acerca. Ya está —alto, imponente— frente al Cura. —He sabido dónde usted está, y con usted me vengo. Resulta que es el herrero de Bahabón de Esgueva, de fama en toda la comarca. Le dicen Penagos, aunque él se llama Juan Gómez simplemente. Ha sido soldado en el regimiento de Infantería del Príncipe y ha hecho la "guerra de Cataluña con el famoso general don Antonio Ricardos", y allí consiguió llegar a sargento. Merino no parece parar en tanto detalle. Ni siquiera mueve la cabeza. Está pensativo y cabizbajo, como queriendo agujerear la tierra con sus ojillos vivos. De pronto le asalta un recelo, el recelo que vuela siempre a su alrededor como el ángel tutelar. —Bueno, y usted ¿por qué viene conmigo? Habla Penagos un poco cohibido. Anteayer han estado los franceses en Bahabón: fueron a su casa con unos caballos para herrar y le dijeron que por la noche volverían a pagarle. A las ocho se presentó un cabo solo; llamó en la puerta. Bajó a abrirle la hija, y detrás —alarmado—, el padre. El cabo a largó un duro. Penagos subió a buscar cambio a la cómoda. Cuando estaba arriba, oyó un grito de Paulina, el grito que nada más oído enciende la sangre, porque es el grito que dan las heroínas de las novelas cuando tratan de forzarlas. —Bajé de un salto la escalera, que casi me "eslomo"... Me encontré con que el franchute estaba abrazando a mi hija y me cegué: no sé cómo pude agarrar el trujamante, cogí al cabo por el pescuezo y allí quedó medio degollado. De seguida cerró la puerta, salió al corral y enganchó el carro, mandando a la familia y al criado a casa de unos parientes. Cerró la suya y comenzó a caminar monte arriba. —Y aquí estoy, por las noticias de los pastores. Por primera vez le mira el Cura a la cara. Es lo que se dice un hombretón. Pero no trae escopeta. —Bien. Quedas admitido, Penagos; pero hay que buscarte arma... —Esa me la buscaré yo, señor cura, que ya entiendo de cosas de milicia.